¿Dónde está tu hermano?, le pregunta la loba a cada hijo.
Pero ahora, cuando las palabras son todavía muy niñas,
en la extrema piedad de lo salvaje
solo un líquido blanco moja el mundo.
María Ángeles Pérez López, Incendio mineral
1. Introducción
Desde los siglos XVII hasta el actual, la poesía ha atravesado todas las posibilidades de la enunciación: la voz trovadoresca, la singularidad del yo lírico, la cita, la neutralidad, la polifonía y, últimamente, la apropiación. Se trata de un desplazamiento que privilegia la reescritura con y entre otros, más cercana a una labor de montaje y de escucha que a una de expresión o de exploración verbal. Una herida de lenguaje, que ha resquebrajado la certeza verbal llevando a los textos a impregnarse de intermedialidad, y una herida de muerte, en el auge de las necropolíticas que nos han tocado, explican esa apertura. En este ensayo me interesa rastrear las formas en que, desde una poética de lo fraterno, Sara Uribe Sánchez (México, 1978) recoge un encargo social1 (aunque es emitido por una persona concreta representa una alarma que ocupa a gran parte de la sociedad mexicana y mundial) para preguntarse por cómo escribir en comunidades situadas en medio de la muerte como condición de existencia, en medio de articulaciones sociales rotas y cuerpos desaparecidos (Uribe, 2019b). El asunto interpela la quietud escritural, que no puede permanecer a salvo del mal, haciendo que tanto la temática de la desaparición forzada en el México actual como la pluralidad de medios y soportes que trizan la estructura clásica de un poema se correspondan. La situación mortuoria del presente no puede ser referida ni anclada en la subjetividad propia aislada ni Activamente (Uribe, 2019b); tampoco el género puede mantenerse incólume a tales violencias; se ve violentado, intervenido, pluralizado.
2. El lugar que no quisimos, pero nos tocó: ser/decir Antígona
En 2012, como producto de un encargo que la dramaturga Sandra Muñoz hiciera a Sara Uribe, se publica Antígona González. Interesa resaltar un matiz a lo dicho por la crítica y es que ésta es una reescritura que no sólo habla/reescribe con la obra clásica sofocliana sino con toda una casta de traumas, una reiterada herida que vuelve en ese nombre cada vez que un muerto, un desaparecido, una familia rota y una violencia sistemática toman la escena pública y privada de la actualidad. Si bien la protagonista recoge el lugar y la función que le ha tocado y reclama el cuerpo de su hermano Tadeo, su sitio verbal no es una mera encarnación nostálgica del mundo clásico o su actualización. Todo lo contrario, es la dolorosa imposición de un sitio simbólico y político que se ha repetido una y otra vez en la historia humana y sus violencias. Si en Europa, según da cuenta Steiner en su recopilación, la historia del reclamo vuelve a suceder, en obras teatrales, situada en Tebas y trae al presente la historia en su dimensión existencial y política, en América Latina, acorde con Rómulo Pianacci (2015), la actualización es siempre política, más colectiva y se ambienta en localizaciones específicas del continente.
Baste recordar a Gambaro y su Antígona Furiosa situada en la dictadura argentina o la Antígona de José Watanabe respecto a los desaparecidos y muertos en manos de Sendero Luminoso, por citar dos ejemplos. En ambas, “el cadáver no es de ella, es de la nación” (Fradinger, 2018, s.p.). Como enfatiza esta crítica, llama la atención la recurrencia a una Antígona madre o hermana que reclama desde y por una familia. Lo central reside en que:
Antígona es la imaginación de una comunidad; en tanto es madre, ella es la comunidad por venir; en tanto es madre confrontada al entierro, es la comunidad que podría llegar y nunca llega; la prometida, pero imposible salida de la colonia.
Y en tanto representativa de la comunidad que nunca llega porque yace insepulta, a la madre que ya ha parido, se le asignará el rol de dar vida de nuevo a través del entierro, de su vida eterna después de muerta, o de su eterno retorno desde la muerte (Fradinger, 2018, s.p).
Si para el cono sur en las décadas de los años setenta y ochenta del siglo XX había sido recurrente la pregunta por la desaparición y el reclamo de la restitución de cuerpos, en la reciente historia y narrativa mexicana, esa situación y sus imaginarios vuelven. Otros ejemplos, desde la poesía, pueden ser mencionados: Zurita y su alegoría en el Anteparaíso, el pastiche con que Blanca Wiethüchter yuxtapone citas de cronistas y textos precoloniales con noticias y testimonios de la dictadura en Bolivia, o la enumeración de “Hay cadáveres” de Néstor Perlongher en Argentina. Así,
en la Tebas-Tamaulipas de Uribe, Tadeo González es el hermano desaparecido, no hay aquí un cuerpo yerto que deba o pueda ser enterrado, lo que hay es la imposibilidad de asumir a Tadeo González como muerto, pues está ‘desaparecido’ y es en esta incomprensible categoría, donde debe indagar quien busca (Nuñez, 2020, p. 279).
La estructura del libro como montaje de fragmentos opera como una mirada que corta el muro, le imprime un tajo que hace visibles las capas que, ecológicas, han yuxtapuesto el horror. La pregunta por cómo narrar, cómo decir esa tremendidad, retoman la memoria de los varios momentos en que esa fue la pregunta y el dolor de escritores para no revictimizar y para no repetir la violencia contra las víctimas (cabe recordar el trabajo de Agamben para Auschwitz, el de tantos autores sobre las dictaduras en América Latina, como Pilar Calveiro, por dar un ejemplo, o incluso la obra de Anna Ajmátova respecto al autoritarismo en la Unión Soviética). Las estrategias escriturales para hacer hablar al horror han sido muchas. Uribe es muy consciente de haber inscrito su trabajo en el marco de esa dolorosa y dolida tradición2.
Al respecto, asevera Javiera Nuñez (2020) que:
Identifico que, en este último caso (el de Uribe), el problema se desplaza desde el anhelo de liberación -de la revolución como horizonte posible, propio de las rescrituras de los sesenta y setenta posteriores a la revolución cubana-, a la necesidad de generar comunidad para hacer frente a un presente de horror y muerte (p. 264).
El libro mereció prontamente la atención de la crítica, que ha privilegiado la interpretación política y ha recogido en ese sentido su evidente interpelación y visibilización del contexto social-político. Al aspecto innegable de su incorporación del mismo como eje vertebrador de la obra, se suman algunos estudios sobre sus recursos (lo dramático, lo coral, la voz en Bolte), sobre su estructura híbrida (el montaje, el pastiche, los textos “apropiados”, etc. Llorente, Morales, Zamudio3), sobre su lectura de la historia original - intertextos, citas, fuentes explicitadas al final del libro, Ale (2014) y Alicino (2020) - o sobre la paradójica presencia de los ausentes o desaparecidos, tema dolorosamente reiterado en la tradición literaria del continente americano (Buj, 2019). En diálogo con esas líneas, consideraré Antígona González como una escritura de la hibridez (en palabras de Maricruz Castro (2019): se trata de un texto que “desborda la palabra escrita, forma predilecta de la comunicación literaria, aun cuando la página impresa sigue siendo su soporte, su plataforma de transmisión. Representa un modo de interrogar ese género literario porque desarticula la forma de construir lo narrado” p. 27). No creo prioritario categorizar o delimitar genéricamente el libro, pero sí entender que la organización, siendo verbal, excede las convenciones de lo poético en este caso, y que, a la manera de un montajista, arma sus materiales cuestionando con su forma el mismo género en el que se inscribe parcialmente, el poético.
Una asociación casi inmediata pone en relación este proyecto con las llamadas poéticas “citacionistas”, según las concibe Rivera Garza (escritora también mexicana con quien Uribe guarda una estrecha relación literaria). Lo ecléctico de las materialidades, las relaciones evocativas y de toma de posición política respecto de las desapariciones y necropolíticas en México, la toma de datos y escrituras del contexto así como la reescritura desapropiativa respecto de su tradición la caracterizan. La desapropiación ( Rivera Garza, 2013) implica, además, definir el lugar de la lectura como una: “práctica productiva y relacional, es decir, como un asunto del estar-con-otro que es la base de toda práctica de comunidad, mientras esta produce un nuevo texto, por más que parezca el mismo” (p. 268).
El trabajo con la intertextualidad se pluraliza por las reapropiaciones, dado que no sólo se retoma el texto clásico. Se lo yuxtapone con textos provenientes de tres fuentes: el blog de Diana González, los testimonios de familiares buscando a sus desaparecidos y múltiples textos escritos entre teóricos y ficcionales. Según refiere la misma autora (Uribe, 2019b) hay mucho del tono e información, de las maneras de dirigirse a un familiar desaparecido, tomado del blog Antígona Gómez, No olvido porque no quiero, quien desde 2007 habría trabajado allí la desaparición de su padre, hallado muerto ese año. Otro material utilizado por Uribe es el proyecto Menos días aquí, un blog donde voluntarios cuentan y nombran los muertos según fuentes periodísticas diarias; en este proyecto participó la misma poeta en el año de trabajo de Antígona González y de esa experiencia se desprenden las “Instrucciones para contar muertos”, primera sección del libro.
Si, como ella refiere, fue la masacre de San Fernando (Uribe 2019b) la que situó y delimitó su reescritura de Antígona, la incorporación de citas, paráfrasis o guiños provenientes de Antígonas teóricas (Butler, Zambrano) añade a la escritura ficcional de la historia una carga conceptual que no sólo filia a la poeta con lo que Cristina Rivera Garza estudia de la literatura conceptual de inicios de siglo XX. Fundamentalmente este tipo de intertexto da un marco de fondo que permite y exige trazar líneas de lectura más allá de los casos de hermanas exigiendo justicia y el cuerpo de sus hermanos muertos o desaparecidos. Ese marco posibilita un horizonte respecto del cual se puede pensar qué significa tanto ese lugar que “toca” a alguien, como los modos de dar voz a ese sitio- función-antígona en toda su dimensión fraterna y política.
La última sección se estructura con preguntas provenientes de la obra de Pinter4. La misma añade una dimensión paródica y dolida de quien debe enfrentarse al absurdo de los procedimientos policiales y judiciales. La yuxtaposición de preguntas del poema y respuestas extraídas de testimonios deja ver entre ambas un hiato. Eso que no se pregunta nunca, eso que, respondido, no se oye.
En “Notas finales y referencias” no sólo se explicitan esas fuentes e intertextos, también se permite asistir al laboratorio de escritura y leer a Uribe lectora, quien produce con y desde sus lecturas junto con una labor de escucha atenta a sus materiales, a sus contextos y a su tradición. Por lo visto, tanto asumir ese sitio-función, más que la voz de un personaje que reencarna, implica aparecer colectivamente, como parte de una comunidad de familiares dolientes. Paralelamente, exige un trabajo de polifonía, intertexto y reapropiación, pues esta escritura no es la voz singular de alguien, sino la caja de resonancia de toda voz, ausencia, testimonio, blog, fuente que haya pensado/dicho/sido una Antígona. Con ese doble rasgo se construirá una poética de la fraternidad.
3. Si digo tu nombre, ¿aparecerás?
Toda escritura debe, pues, para ser lo que es, poder funcionar
en la ausencia radical de todo destinatario empíricamente
determinado en general. Y esta ausencia no es una
modificación continua de la presencia, es una ruptura
de presencia, la “muerte” o la posibilidad de la “muerte”
del destinatario inscrita en la estructura de la marca (Derrida, 1971).
Si toda letra comporta una palabra dirigida a quien no está presente, las escrituras que literalmente se destinan a un desaparecido o a un muerto exacerban esa cualidad de traer al presente una ausencia que estructura y determina los modos de hablar. Es decir, si toda escritura brega con la dimensión inevitablemente ausente de su destinatario (a diferencia de la comunicación oral que lo tiene en frente), obras como la que nos ocupa se hacen cargo de una doble ausencia a la que se dirigen: la de todo destinatario, la de este destinatario. Al tratarse, además, de un contexto regido por las necropolíticas5, la voz que habla con quien no está opera como su memoria, como su cuerpo y como la única posibilidad de que no acabe de perecer.
Ante esta realidad me pregunto cómo se puede representar la ausencia, la borradura total de los cuerpos. [...] me pregunto también sobre la urgencia de imaginar una escritura de los cuerpos no encontrados, una escritura de aquellos cuerpos que no se sabe dónde están, si realmente están muertos, que ni siquiera tienen un nombre, los NN, los espectros (Ileana Diéguez, 2013, p. 13).
En el libro de Uribe, los tópicos de la desaparición y el reclamo se actualizan en ejercicios desplazados de interlocución que se dirigen a veces al hermano (sobre todo para dejar constancia de la búsqueda), a veces a los poderosos que nada dicen o responden con equívocos o con amenazas. Otras, a los lectores interpelados como habitantes del país tomado por la violencia. Además de algunos momentos más, cuando es la voz quien escucha a otros emisores: se trata de todos los fragmentos citados, provenientes de fuentes diversas.
Cabe recordar que la fuerza interlocutora (y, por lo tanto, interpeladora) en la poesía contemporánea es central para aquellas escrituras que, justamente, desbordan el yo lírico personal y subjetivo hacia formas más polifónicas y dialogantes del género poético. A propósito de esa invocación al tú, casi inherente a la poesía, Lacoue-Labarthe, recordando a Celan, advierte que “el poema quiere ir hacia algo Otro, necesita a ese Otro, necesita un interlocutor. Se lo busca, se lo asigna” (2006, p. 73). Más aún en contextos como el que soporta este libro.
Cuando la hablante se dirige al hermano, se enfatiza su decisión de no cejar en el intento de buscarlo, lo que la tiene sumida en esa única labor por la cual deja de lado sus ocupaciones, para constreñirse a su rol de hermana-de-un-desaparecido durante “todas las horas del día” (p. 24) incluidas las del sueño. También se le habla del tiempo de la infancia, esa época común en la que se reafirma la protagonista para continuar en su empeño, recuperar el cuerpo fraterno y enterrarlo. Dirige a él una puesta al día sobre las reacciones del resto de la familia, que no son unívocas y que exhiben la diversidad de elaboraciones ante este tipo particular de duelo (por ejemplo, “No me dejan hablar con tus hijos, Tadeo. Tu mujer no va a decirles nunca la verdad. Prefiere que crezcan creyendo que los abandonaste. ¿ves por qué tengo que encontrar tu cuerpo?” p. 56). Se le cuenta de su impotencia (“no querían decirme nada. Como si al nombrar tu ausencia todo tuviera mayor solidez. Como si callarla la volviera menos real” p. 22). Se le narran sus esfuerzos (“Rezo para que tu cuerpo ausente no quede impune” p. 28); se lo interpela a no traicionar lo poco sabido de él (“Por eso sé que no estás vivo. Si estuvieras vivo habrías dado señales [...] habrías luchado hasta la muerte por hacérmelo saber [...] tú no ibas a servirles para esas cosas de andar matando gente [...] Acá, Tadeo, se nos han ido acabando las certezas. p. 35); se le confiesa estar en igual condición mortífera (“Yo también estoy desapareciendo, Tadeo [...] Todos aquí iremos desapareciendo si nos quedamos inermes solo viéndonos entre nosotros, cómo desaparecemos uno a uno” p. 95).
Si bien la Antígona clásica reclama enterrar un cuerpo muerto, traicionando con ello la prohibición de Creonte y su ley, la de Uribe no tiene ese cuerpo ni la certeza de que quien busca esté efectivamente muerto. Como en varias de las reescrituras del mito, en América Latina, aquí se desplaza la figura del muerto a la del desaparecido. Y no poca cosa transcurre en ese traslado. La primera establece la singularidad de su hermano, su irremplazabilidad, mientras que la segunda extiende la situación de su hermano a todos los hermanos posibles que han desaparecido en el país. Por otro lado, y es central, el sitio de ausencia que él ocupa podría ser el de cualquiera, incluida la hermana. Por eso, en el temor de lo intercambiable entre iguales, entre consanguíneos (no sólo los que filia la sangre, también los nacidos en la misma tierra, por ejemplo), la falta de tumba de uno es a la vez la desaparición latente de todos sus familiares.
Paralelamente, también el sentido que se le da a su falta puede ser modificado: la cuñada decide hablar de su desaparición en términos de abandono; la hermana en términos de desaparición forzada. Ante la ausencia de cuerpo, pareciera que sólo se trata de dos narrativas posibles, intercambiables. Cabe recordar la idea de que existe una relación especular entre “la muerte propia” y “la del otro”, como bien dice Aries “en el espejo de su propia muerte cada hombre redescubría el secreto de su individualidad” (2012, p. 52). Una muerte señala el “destino colectivo”; sin embargo, al distanciarla del espacio de lo doméstico, se rompe totalmente la familiaridad con la muerte propia, volviéndola una “muerte impuesta”. Cuando se desplaza los ritos de muerte al espacio de lo público, a su agenciamiento comercial, las funerarias, y los cementerios en las afueras de la urbe, “la mayoría de la gente quiso conservar a sus muertos entre ellos enterrándolos en la propiedad de la familia” (2012, p. 64). Si pudiésemos establecer los quiebres que produjo la distancia entre la muerte propia y la muerte impuesta, la escala se haría aún mayor, pues el horror instalado a partir de violencias estatales que contemplan entre sus armas no sólo agredir a alguien, sino tomar su cuerpo y desaparecerlo es incontestable. A la vieja familiaridad con nuestro destino biológico, le sucede otra familiaridad tremenda, la de coexistir con miles de desapariciones y muertos a quienes se les niega la condición de cuerpos (la materia que da cuenta de haber existido como tales entre otros). Se ha transitado del ritual a la expropiación de la muerte propia; de la tumba cerca de casa a la tumba imposible, abstracta, repetida en la terquedad del reclamo de sus allegados.
¿Qué palabra escribir/dirigir al hermano, qué puente, qué memoria, qué tumba de palabras queda para abrigar una inexistente sepultura física? En otra dimensión, “¿Cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos avienta el hecho de escribir, literalmente, rodeados de muertos?” (Rivera, 2013, p. 19). Nada de esto es ajeno al hecho mismo de escribir, pues implica la paradoja encerrada en la pregunta de Rivera Garza: “¿Estás contra el estado de las cosas, pero sigues escribiendo como si en la página no pasara nada?” (2013, p. 45).
Esa voz dirigida al hermano desaparecido vuelve literal el gesto de Celan leído por Lacoue-Labarthe: “el poema, en su propio interior, se vuelve hacia lo que aparece; hacia lo que está en proceso de aparecer: pone en cuestión el propio hacerse presente” (2006, p. 75). En un gesto desesperado, signado de impotencia, se yergue el intervalo que posibilita la pregunta y la interpelación. Y ésta es tan potente que hace presente al hermano en una doble acepción: lo trae cerca de su hermana, habita en ella, aunque falte su cuerpo y, además, se lo saca del tiempo pasado o archivado para volver a tener forma en el tiempo actual del día a día, lejos del borramiento que el poder le impone. Si de alguna terrorífica manera la humanidad no aprende de sus horrores para evitarlos, sino que los repite a escalas tenebrosas (basta pensar en una nueva guerra que se desarrolla mientras escribo esto, por ejemplo), el sitio “antigonista” no desaparece. Se reedita históricamente como sitio-función, incluso destino, para los familiares de desaparecidos que, con su palabra convocante, dialogante, devuelve al ausente su dimensión humana y singular tanto como lo que lo sitúa históricamente.
Dos textos parodiados llaman la atención: las “Instrucciones para contar muertos” y un interrogatorio que recrea las preguntas de la autoridad al familiar, trastocando el sentido del mismo, ahora el denunciante es el acusado, o casi. Ambos, como señalé antes, provienen de textos apropiados (un blog y el poema de Harold Pinter). En el primero, se establece las tareas: saber fechas y nombres, sentarse horas ante el monitor y ante la memoria, contar los cuerpos desaparecidos. Con el segundo, se pone en escena el mar burocrático de un poder que arbitrariamente o desaparece o mata; en ambos casos, niega y no restituye cuerpo ni justicia. Ante las preguntas “¿Dónde están los cientos de levantados?” o “¿Estaba muerto cuando lo encontraron’” o “¿Estaba el cuerpo desnudo o vestido para un viaje” se aceleran el absurdo y el cinismo hasta derivar en “¿enterró el cuerpo?”, “¿Lo dejó abandonado?” (pp. 77-93), las respuestas, en su mayoría citas de testimonios, sólo pueden manifestar un desconcierto y seguir su narración, sin relación alguna con la pregunta. El ejercicio evidencia, pues, dos narrativas sordas una a la otra. Pero no son dos fuerzas simétricas, claro:
En los casos en que la desaparición política de un ser querido es problematiza- da en tanto problema público, es decir, como un problema general que afecta a toda la comunidad política (local, nacional, internacional), ello no implica necesariamente un divorcio entre la lucha política y un compromiso ético y afectivo de la parte de los familiares de los desaparecidos (Díaz, 2018, p. 415).
Como se mencionó antes, esta Antígona ya no es una mujer sino la encarnación de un sitio colectivo que, al compartir una condición tremenda de familiar de un desaparecido se aferra a lo corporal y a su nombre, a sus señas particulares, a cualquier dato singular concreto y físico que lo siga manteniendo como un cuerpo (ojalá vivo):
Lo que se observa es que los familiares de desaparecidos no se despojan ni de sus cuerpos ni de sus nombres, por el contrario, los nombres propios se enlazan a un destino colectivo. Los cuerpos de cada uno de los desaparecidos son reclamados, a veces, con o a través del cuerpo de cada uno de sus familiares, por ejemplo, durante las huelgas de hambre o los encadenamientos a edificios públicos en modo de protesta. El lazo filial con el desaparecido sigue siendo la mejor fuente de legitimación de los familiares para su denuncia pública, aunque pueda implicar riesgos de descalificación (Díaz, 2018, p. 433).
En esta voz, como en las que la nutren desde el testimonio, “mi” hermano deviene “un” hermano desaparecido. Se establece una doble relación fraterna: literal entre Antígona González y Tadeo, y fantasmal entre ella y los otros hermanos/ as de otros desaparecidos. Lejos de la verticalidad padre-hijo o Estado-pueblo, este lazo fraterno-fraterno entre Antígona y Tadeo, entre ellos y las otras familias con igual duelo, crea una comunidad viva que se resiste al cuerpo ausente y a la vulnerabilidad de su propia latente muerte. Visto así, lo que reescribe este sitio-función-antígona replantea la figura del personaje y de su autora: “Antígona no como la enterradora, sino como la buscadora del cuerpo que será enterrado, y la autoría literaria no como generadora, sino como forense del lenguaje” (Cruz, 2015, p. 329). Por eso lo potente de lo aseverado por Rivera Garza:
De ahí la importancia de dolerse. De la necesidad política de decir “tú me dueles” y de recorrer mi historia contigo, que eres mi país, desde la perspectiva única, aunque generalizada, de los que nos dolemos. De ahí la urgencia estética de decir, en el más básico y también en el más desencajado de los lenguajes, esto me duele (2011, p. 14).
La última sección, “Había una fila inmensa”, a la que hice referencia antes, nos recuerda, por la distancia entre pregunta y respuesta, que “la existencia de una voz que habla reclama el gesto de la escucha” (Morales Ortiz, 2020, p. 257). Esa escucha estatal/institucional, negada en los testimonios, irónicamente potencia, desde lo polifónico, la escucha de los lectores, la escucha desde una comunidad que no puede abstraerse o negar el contexto doloroso que la circunda.
Ahora bien, qué tipo de comunidad organiza el horror, qué implica unirse alrededor del “yo golpeado” (Rojas, 2021), qué dimensión cobra una “estética de la violencia” (que la refiere) y una “violencia de la estética” (cuyos recursos agreden o desafían nuestros hábitos), (Rojas, 2017). ¿Somos seres “domiciliados en la violencia” (Rojas, 2021)? ¿Sin vuelta atrás y sin reparación simbólica posible?
Finalmente, el tercer modo de interlocución parece dirigirse a ratos monologalmente a sí misma y a veces al lector. Éstos parten por hacer explícito desde dónde y quién habla. Apenas hecho, ese sitio se desdobla: “Soy Sandra Muñoz, pero también soy Sara Uribe y queremos nombrar las voces de las historias que ocurren aquí” (p. 97). En este tipo de texto se reúnen citas en cursiva, alusiones y preguntas más abstractas sobre lo que implica enfrentar la desaparición de un familiar, pero más allá de los afectos, más allá de los testimonios y más acá de una interpelación política que cuestiona la ética de una escritura que da cuenta del hecho. Asumir el papel que “tocó”, ser una Antígona, opera como sitio de locución, como encarnación de un rol tremendo y reiterado en la historia humana; opera también como método de elaboración de la violencia de las “necropolíticas”, como contexto de escritura y límite luctuoso de cualquier imaginario. ¿Qué es desaparecer?, ¿qué es escribir/reclamar/hablar de la ausencia sistemática de cuerpos sustraídos?, ¿qué es esta “comunidad negativa” de los familiares de faltantes?, ¿qué puede decir/hacer?, ¿es esta “poesía documental” un texto colectivo en el que el fragmento, la cita, la palabra ajena patentiza su tremendidad?, ¿hay horror legible? Lo que el coro advierte al personaje lo hace a su manera el sistema político a quienes escriben sobre este horror:
Son de los mismos. Nos van a matar a todos, Antígona.
Son de los mismos. Aquí no hay ley. Son de los mismos. Aquí no hay país. Son de los mismos. No hagas nada. Son de los mismos. Piensa en tus sobrinos.
Son de los mismos. Quédate quieta, Antígona.
Son de los mismos. Quédate quieta. No grites. No pienses. No busques. Son de los mismos. Quédate quieta, Antígona. No persigas lo imposible (p. 23).
Si la interlocución con el hermano actualiza la dimensión afectiva; la dirigida a los burócratas y poderosos delata una dimensión política y las reflexiones metafictivas añaden el dolor de anexarse a la tradición literaria, filosófica, historio- gráfica de decir el dolor indecible. En los tres registros, la solicitud de cuerpo del hermano es también la de una prueba de justicia, la de una reparación filial y la de un sitio propio desde una muerte que, aunque ajena, se apodera de todo el entorno descorporeizando a una sociedad entera.
Estructuralmente, este “montaje de la violencia” no reside en temas representados ni en el lenguaje, o no allí solamente, sino en el entramado textual y social. “Cuando ya no es posible relatar, recordar o expresar, el lenguaje se hace parte del orden maquinal de la negación para poder decir la prepotencia de lo real” (Rojas, 2017, p. 19).
4. Cuánto agitar las palabras para que caiga el lenguaje
Esta poética se sabe inscrita en la tradición que ha encarnado el lugar Antígona como ese sitio avasallado de violencia, desaparición y muerte, de reclamo y de derechos vulnerados. Dentro de ella restituye la relación fraterna encargada del cuidado y del reclamo de un hermano menor. Lejos de la rivalidad fratricida de Rómulo y Remo o Caín y Abel, esta hermandad está anclada en el amor y en una extensión simbólica de un hermano en otra, de un desaparecido en alguien que figuradamente se siente también descorporeizada, también eliminada de lo vital, al tener que consagrar su vida al reclamo de un cuerpo desaparecido.
La obra se sabe, también y como consecuencia de lo anterior, inscrita en una búsqueda de varias escrituras actuales que indagan formas de pluralizar el discurso poético e incluir en él, de manera explícita, tanto discursos sociales como intertextos literarios. Uno de los mitos más desestabilizados es el de autor aislado, genial e individual, muy propio del siglo XIX. Ahora se busca otra escritura y otra comunalidad. Ello implica la decisión de escribir con/entre otros, de entender la labor autoral como montaje y ejercicios de polifonía, y de explorar formas de circulación en los márgenes del sistema literario cultural que concibe la obra en términos de derechos de autor.
En varias ocasiones, Uribe ha contado cómo, durante muchos años, la angustió la demanda de encontrar una voz propia (2019a, 2019b), consigna de los talleres de escritura que frecuentó hasta que, en otro, dirigido justamente por Rivera Garza, se siente liberada de esa demanda de sujeto escribiente desde sí, para ir al trabajo con documentos. De ese primer impulso y del encargo de Muñoz nace Antígona González. Dejar la voz propia corresponde con escribir con otras voces llevando al extremo la escritura del palimpsesto, de la cita, del intertexto hacia una exposición de fuentes y una renuncia a que sea lo voz lírica quien domine su texto. Aquí son más bien los textos ajenos lo que constituye un noventa por ciento de la escritura. Esta obra-pieza se nutre de los documentos, archivos y notas de prensa, blogs, testimonios para, con ellos, reforzar la voz crítica y plural de la literatura.
Otra dimensión que toma la escritura entendida como una labor de lectura y de comunalidad reside en una elaboración teórica o ensayística de una poesía que mientras fabula piensa, mientras teje voces ensaya un pensamiento o un desafío al pensamiento. Como bien señala Maricruz Castro, se trata de escrituras que aun en soporte verbal exigen no sólo una hibridez genérica sino un tránsito que vuelve porosa toda frontera, un ejercicio del versear-narrar-pensar que debe preguntarse qué da a pensar esta escritura, por parte de los lectores- críticos (“Por tanto, en lugar de formularnos la pregunta sobre qué se narra, es posible desplazarla a ¿qué teoriza?” 2019, p. 34). En este caso, el libro implica una dimensión teórica que da a pensar cómo se mira/habla/interpela al poder una vez retirado el cuerpo fraterno, o qué posiciones éticas decide quien registra un reclamo social restitutivo, por ejemplo.
Esta dimensión hace explícita otra conciencia, la de las materialidades. Uribe cuenta en la ponencia referida que antes de este libro no sintió aquello de escribir con el cuerpo (2018b). Y es que, enfrentada a la desaparición, la escritora deviene un cuerpo más y su labor escritural es otra voz entre las demás. De manera coherente con esa idea, inscribe su obra bajo la forma del Creative commons para circular de manera gratuita y descargable, accesible, como las noticias o los blogs, entre las otras voces del presente. Gesto que busca radicalizarse cuando Uribe y otras escritoras (la propia Rivera Garza, Verónica Gerber, Daniela Rea, etc.) indagan cómo salirse de la “ilegalidad” en que se caería si no se inscribe una obra en derechos de autor y no se ‘protegen’ esos derechos de propiedad que todavía mantiene la noción de escritura propia, singular, la autoridad de la autoría. Así lo trabaja su reciente libro Un montón de palabras para nada (2019) en el que se parodia, vía repetición, un mandato ciego de suscribir la propiedad y no la desapropiación. Se indaga, pues, en formas de incorporación de la escritura entre las voces de una comunalidad que desafía toda ley y desamparo estatal, toda necropolítica, con la fuerza de la vitalidad que nunca es propiedad de nadie.
Con una poética que, desde la reescritura y la fraternidad, indaga en los desafíos de qué hacer frente a la violencia de Estado, Uribe edita, estructura un complejo montaje de voces, múltiples fuentes y soportes discursivos. Al hacerlo no reescribe un clásico, o no solamente, sino un lugar histórico y simbólico. Escribe una invocación que es un modo de hacer aparecer a un desaparecido, a un sustraído. Se asiste a una palabra que se dirige al ausente tanto como a las instituciones y al ejercicio de poder detrás de esa violencia y una voz que, renunciando a su autoridad/autoría, explicita su lugar, su encargo, sus desafíos e impotencias. Es por todo ello que esta escritura no se detiene hasta exceder, en lo posible, su sitio de individualidad, singularidad, jerarquía. No instaura nada que no esté ya entre los habitantes del México actual. Pero lo hace audible en su polifonía, en su manera de agitar el lenguaje y la noción de obra hasta el extremo de interpelar a todo el sistema literario.
Cuando Josefina Ludmer llama la atención sobre escrituras que “producen presente” (2009), no está pensando sólo en obras que hagan referencias a lo actual, sino en hacer aparecer, hacer visible eso en lo que se está inmerso, ese lado oscuro del tiempo actual del que habla Agamben (2013), p. 21). Escrituras como ésta nos recuerdan que podemos encender la luz o apagar la oscuridad, detenernos en el borde de las cosas o en su enlace de formas, reclamar la vitalidad de cuerpos y lazos que merecen tumba y merecen vida. Por ello vale la pena que la escritura circule libre y gratuita, como la vida que siempre y a pesar de todo, insiste.