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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.22-23 La Paz  2009

 

ARTICULO ORIGINAL

 

Informaciones verbales sobre los sucesos de 1809 en Chuquisaca*

 

 

Gabriel René-Moreno

 

 


 

Mientras todos divagábamos a porfía anhelando recorrer con alborozo las brillantes ciudades de la Europa moderna, un apacible y meditabundo condiscípulo de la Universidad, que había aprendido la paleografía castellana del siglo XVI tan sólo por interpretar de afición el Libro Becerro del cabildo de Santiago, nos decía que él por su parte era un soñador de más subida calidad que todos nosotros juntos; pues antojábasele a menudo viajar al través de lo pasado, que era sin disputa una quimera menos trivial. Descendiendo la pendiente de los años ya trascurridos, él iba a parar en una región silenciosa y magnífica, la de las realidades evocadas, donde las cosas se presentan revestidas con el doble encanto que de suyo envuelve el contraste de estas dos ideas: la actual contemplación de lo que fue.

Todos reían agradablemente con estos anticipados goces de anticuario y estos fantaseos prepósteros. El compañero era declarado, para en adelante, un esforzadísimo visitador de ruinas y restaurador de todos los vestigios que diesen pábulo a sus instintos retrospectivos.

Pero eso era poco para él.

Con toda ingenuidad decía que, si le dieran a escoger, él desecharía a París con su esplendor y sus delicias a trueque de despertar en plena colonia chilena, madrugar a misa, estudiar el Angélico Doctor en latín manuscrito y sesteando en los peldaños de una escalera conventual, puchero al medio día a puerta cerrada, en mangas de camisa volantín por la tarde, escuela de Cristo al anochecer, sueño profundo al primer redoble de ocho y media en el cuartel de la guarnición.

Como la sorna le rodease al punto de todos lados del corrillo, disfrazándose a veces nuestras bromas con el traje de enérgicas objeciones contra el régimen colonial, en nombre de los dogmas democráticos y republicanos y del progreso moderno, él se confesaba entonces grande aficionado a los errores con tal que fuesen patriarcales y vecinos de esa “amable sencillez del mundo naciente”, de que habla con delicadeza y gracia Fenelón.

Sea lo que fuere de la excentricidad de sus gustos, es lo cierto que en los cuadros que con somera erudición y ameno colorido nos trazaba este fiel descendiente de la patria colonial, había algo de esas fantasmagorías nostálgicas del desterrado o del peregrino, que suelen degenerar en verdadera pasión de ánimo, según dictamen de ciertos doctores.

La ubicuidad de espíritu de nuestro soñador, al prestar vida nueva a solariegas crónicas, era tan ingeniosa en su embeleso, que más de una vez se brindaba a consideraciones no escasas de interés.

¡Qué de impresiones, cuántos sentimientos y matices de sentimiento, que ya no son y de que está hoy desheredada esta naturaleza humana, a la cual no obstante siempre se la pinta en la integridad activa de su rico patrimonio! Sin ir más lejos, ¿qué quisito. Considerados los tiempos, más que el más elocuente discurso del Congreso, valía a su juicio y en fina psicología la sapientísima charla del reverendo padre maestro, amigo predilecto de la casa y de sus buenos bocados, confesor de las niñas y nato consejero de la familia.

Aquello de casarse cuando y con quien la merced de su señor padre a uno se lo mandase, a fin de procrear hijos para el cielo y para defensa del rey y de la santa fe católica en la tierra, tenía en sentir de nuestro amigo encantos indecibles.

Y luego venían en carabana pintoresca esa dulce austeridad del hogar, el compadrazgo íntimo y sabroso del barrio, el espíritu servicial y desinteresado de todos los amigos, la inexperiencia sencilla en los amores, el abasto de la mesa con lo fresco y barato y no adulterado, el lento pasar de la vida sin vicisitudes, la temporada de faenas rústicas en el terrón propio y las francachelas en el del amigo, la llaneza benévola en la condición y trato de las gentes etc., etc.; y por encima de todo, extendida como un cendal contra la intemperie de los siglos, la majestuosa monotonía de la capital devota y soñolienta.

Muchas, variadas, duraderas, son las se hizo aquel estremecimiento con impresiones que dejan tras de sí los hormigueo suavísimo, de los antepaalegres años pasados en esa asociasados, cuando estaban al habla famición fraternal y cotidiana, que para liar del excelentísimo gobernador y los estudios graves de la Universidad, capitán general de Chile? ¿No está tiene cabida entre jóvenes venidos perdida sin remedio esa veneración de clases, partidos, provincias y aun estática, que como fragancia de narnaciones diferentes; pero, entre ésas, do esparcía entre los circunstantes, una de las más vivas todavía en mi me-hasta catorce varas a la redonda, su ilustrísima el obispo de Santiago?

En el orden moral e intelectual nuestro repastado compañero era un eximio gustador de lo rancio esmoria es la de esta exótica y aromática flor de los escombros, que el último de los vasallos de la colonia nos brindó a la puerta misma de las aulas donde arquitectos del porvenir nos enseñaban, con afán y con brillo, la ciencia de los actos públicos y privados para las múltiples exigencias de la civilización del siglo y de la vida libre.

Y cuando dejando en 1871 y 1874 las florecientes poblaciones de la costa, y subiendo los Andes penetraba en la inolvidable patria boliviana, y tornaba a ver, el corazón palpitante de emoción, sus mediterráneas y estacionarias ciudades llevando todavía, con majestad secular, impreso en sus frentes el sello de la dominación española, recordé más bien que nunca las transfiguraciones retroactivas del amado condiscípulo, y comprendí la verdad profunda de esa poesía añeja de sus ensueños coloniales, que él tomaba acaso por estricta realidad histórica.

Allí estaba todavía la señora de las provincias alto-peruanas, la docta capital de los Charcas, postrada al pie de sus dos cerros de aspecto singular, como la anciana que implora de las esfinges del destino un oráculo favorable a su descendencia. Brillan al sol las azoteas vidriadas del esbelto grupo arquitectónico de San Felipe Nery. La soberbia torre bermeja del Colegio Azul, enjalbegada ahora de blanco, persiste en empinarse al nivel de aquel gran campanario metropolitano llamando eternamente a coro. Los obeliscos del rey, las bóvedas y torrecillas moriscas, las macizas cúpulas y otras fábricas descollantes de la piedad castellana, despliegan sus formas bizantinas en dispersión pintoresca; mientras que trechos de frontispicios, arquitrabes y balaustradas asoman como sumergidos en el oleaje rojizo del denso caserío, que entre riberas de lomas áridas desciende hasta el Prado, obra postrera de los ediles que aquí no dejaron sucesores.

Pero dentro de esos muros y bajo esos techos -¡cosa de notar!- de flamante y risueña perspectiva, es donde con alteraciones de valor equívoco alienta hoy desahogadamente la colonia con su fisonomía genuina, por las costumbres, preocupaciones e inmarcesible bondad de los habitantes. Aunque usando gorro frigio y cosméticos de república, la sociedad lleva aquí estampados en sus facciones lo culto, ceremonioso y cortesano de la colonia letrada, togada, condecorada, primada, encopetada, privilegiada y desocupada.

Alucinado por la magia de esta impresión dominante, la cabeza llena de imágenes antiguas y sombras de otro tiempo, uno recorre las calles, plazuelas, templos, claustros y sitios señalados con fijeza por las crónicas; y ve levantarse al paso hombres y cosas de esa época como diciendo “aquí estoy” al solitario interrogante. La atmósfera colonial circunda de todos lados al viajero, porque nada hay que turbe, en la continuidad exterior del pasado y del presente, la inevitable armonía entre los objetos y sus recuerdos. Se buscan y se encuentran idénticamente las casas señoriales, los patios de los oidores, las escrituras milagrosas, las aulas renombradas, las inagotables fuentes públicas, los subterráneos legendarios. Nada aparece expuesto para el contraste; no es en un museo donde se penetra; todo se está ahí vigente y se alza contemporáneo y desparramado sin artificio ni ufanía por el atraso reinante.

Mi vocación transitoria dentro de la noble ciudad quedó al punto fijada irrevocablemente. Debía ser anticuario de ocasión, y lo fui. Cerré los ojos a la amarga actualidad del tiempo, y ya no vi más que los tiempos pasados y sus augustas vislumbres. Así es que habitando entre vestigios de toda especie, pesquisando desvanes ruinosos, revolviendo caducas testamentarías, allegando manuscritos y pergaminos, me sentí poseído del espíritu local de las edades, ardí en deseo de experimentar las impresiones ausentes, paladeaba con delicia todo lo añejo, rastreaba entre la descendencia los póstumos renuevos de otra socialidad, moraba en la colonia y hubo momentos en que me consideré un fiel vasallo criollo vuelto a sus lares.

Es fuerza convenir en que el absoluto y unánime olvido de sus anales, por la actual generación, prestaba un carácter todavía más íntimo al sentimiento de lo pasado que me dominaba.

Hay un sitio en la ciudad que resume todo el interés conmemorativo del Alto Perú: es la Plaza del Veinticinco de Mayo, la plaza mayor, severa y vetusta construcción andaluza, no sin grandeza, de aleros gachos y voladizo balconaje, silenciosa al peso de sus recuerdos, decana en la colectividad benemérita de las plazas mayores de la Independencia por su revolución de 1809. En su recinto es imposible olvidar a tantos hombres de la historia, que así como se está, la han nes irreverentes que saben incrustar el olvido hasta en el pavimento de las calles. Al abrigo de estos muros inalterables y sempiternos triunfan aquí sus propias memorias pasadas, agolpándose al ánimo del curioso que llega con el culto de la historia o la religión de la patria en el corazón.

Harto con reliquias de arzobispos muy nombrados, reliquias que acababa de tocar con mi mano en la catedral, sin excluir algo de ese Villarroel que dejó el curiosísimo libro de los Dos Cuchillos, de González Poveda que fue a la vez Presidente, de Liñán y Cisneros que subió a Virrey, del milagroso San Alberto cuyos sombreros cuelgan en las naves y galerías que levantara con sus liberalidades; envuelto en el sudario de la Colonia pasaba un día de 1871 por esta plaza, sin pensar en lo que me rodeaba, transportado a otro mundo. Al pisar este osario abierto de los anales de la villa, imágenes diversas de los días que allí lucieron para la memoria humana, surgían resucitadas en mi mente, como queriendo lanzarse en tropel a la anchurosa plaza. Subí a una sala del palacio arzobispal, hoy de gobierno, sala en la que estuvo dispuesto el museo del ilustrísimo Moxó, el prelado erudito y artista. Todo había cambiado adentro. No obstante, me pareció ver ídolos y momias donde solo estaban el habitado, no quizá, desde Almagro, Valdivia, Toledo y Matienzo; pero a lo menos desde Nestares Marín, Antequera, Calancha y el marqués de Mortara, hasta Goyeneche, Espartero, Tacón, Maroto y Pezuela; y desde Arenales, Monteagudo y Pueyrredón, hasta Bolívar, Sucre, Santa Cruz, D’ Orbigny, Gamarra y Freire.

En muy diferente época he subido de nuevo. Venía de descubrir en un viejo edificio, papeles sobre las agonías del tiempo colonial alto-peruano. Resonaba todavía en mi oído la frase profética de 1809, proferida por el anciano presidente Pizarro al entrar en el calaboso (sic) revolucionario: “Con un Pizarro comenzó la dominación de España, con otro Pizarro principia la separación”. Estaba fascinado por la viveza que dan estos sitios a sus recuerdos. Comparecí ante el íntegro y venerable primer magistrado de Bolivia que ahora ya echan menos los pueblos, y solicité su venia para remover algunos archivos históricos. Mi alucinación fue esta vez completa. Me pareció estar delante del inofensivo presidente Pizarro, y al retirarme sentí vibrar aquellas valientes palabras: “Amiguito, la pluma de mi asesor domina a la de todos los doctores de Chuquisaca desde la punta de la torre de la Catedral”.

Era natural que estas y otras emociones de un espíritu, si se quiere, de antemano predispuesto a experimentar el ascendiente y prestigio de los lugares, me llevasen no sin avidez a buscar el paradero de algunas fuentes originales de seria y concienzuda información. Es lo que entonces hice movido por un vivo sentimiento de justicia para con los antepasados, y por un austero apego a la verdad entre los contemporáneos. Sin aptitudes para acometer yo mismo la tarea del juicio plenario y fallo definitivo de los acontecimientos, quería a lo menos recoger algunos materiales preciosos que pudiesen suministrar luz clara y pura sobre ciertos sucesos, algo obscuros, que tocan muy de cerca a la generación actual.

Cuento, entre estos sucesos, aquellos que en Chuquisaca engendraron e hicieron nacer prematuramente el grito de independencia.

Esta no es ocasión de enumerar ni describir los papeles coetáneos que pude entonces haber a mano. Tan sólo recordaré que siendo ellos muy curiosos e interesantes, si bien escasos y descabalados, me llevaron a hacer una tentativa en el género algo delicado de las informaciones verbales. La ocasión era fatalmente oportuna e improrrogable, pues tocaban ya con un pie en el sepulcro algunas personas sabedoras y fidedignas.

En mi afán de platicar con los ancianos más distinguidos de la ciudad por su educación y sensatez, tuve la fortuna de concurrir no pocas noches a la tertulia íntima de las señoras Lazcano, calle de San Felipe, esquina del Seminario Conciliar. En casa de estas señoras, vástago ya venerable de una antigua y principal familia de la era colonial, y cuya niñez corrió a la par con los primeros años de este siglo, encontrábase diariamente de visita, durante las tres horas de la velada, el canónigo don Juan Crisóstomo Flores. Este anciano octogenario demostraba una memoria prodigiosa al recordar todos los sucesos notables acaecidos largos años atrás a su vista en la ciudad. ágil de cuerpo, era circunspecto y casi humilde de espíritu. Una de las señoras de la casa, doña Martina, al atractivo de una conversación amenísima y sembrada de juveniles reminiscencias, juntaba una imaginación lozana y no menos feliz en retener, con todas sus circunstancias pintorescas, el aspecto exterior de los sucesos memorables verificados durante el primer cuarto de este siglo en Chuquisaca.

Muy luego conocí que en estas personas tenía delante dos fuentes vivas de crónica local, justamente en la parte donde mis viejos papeles escasean o son incompletos. Eran dos elementos de información que se completaban recíprocamente al respecto del fondo y forma de las cosas. Sus aseveraciones eran precisas y concretas, cual no lo notaba en las de otros ancianos informantes, que a lo más acertaban a dejar en mi ánimo genéricas certidumbres morales. Era urgente sacar una ventaja durable del trato de estas personas próximas a callar para siempre. Gozaban por otra parte de opinión intachable en la ciudad y con su dicho conteste se podría producir una prueba testimonial susceptible de hacerse valer en materia histórica. Ellos se avinieron a mis exigencias, no sin estorbos de algunos días por parte de su modestia.

Tal es el origen de las presentes Informaciones y de otras que espero sacar luz.

El relato marcado en seguida con el número I ha sido, pues, escrito casi literalmente bajo el dictado de los dos ancianos, a medida que iban poniéndose de acuerdo sobre la individualidad de los hechos. El desorden que en él se nota es hijo de la misma fidelidad de la pluma, la cual no hacía sino trasuntar el ir y venir de la conversación. El acta se levantaba sobre tabla cada noche y se puede decir que cada párrafo de este escrito fue un acta leída aprobada y ratificada por los ancianos. Es así cómo estos vienen a ser autores del relato en todas sus partes. Me ha cabido en su redacción únicamente el derecho de omitir lo extraño a cada punto y el de escoger los puntos.

Aliento la confianza de que el éxito de este ensayo de tradición oral, introducida como documento históy añadir también la voz de las tradiciones de familia conservadas en un hogar intachable y modesto. Tal es el objeto de las piezas -números II y III- que se sirvió comunicarme sobre los mismos asuntos del relato el señor canónigo don Miguel S. Taborga, virtuoso caballero, con dotes de escritor, que ocupa un puesto distinguido en el clero boliviano, y que empeñó mi gratitud con su condescendencia1.

Las piezas comprendidas en el número IV, escogidas entre otras de la especie extrañas al asunto y que reservo, son huellas reales de los sucesos y conviene sacar su estampa fiel antes que se borren del todo.

Por vía de apéndice he agrupado, bajo el número V, lo que al respecto de la persona de Pizarro reza mi documentación oficial de la época. Con vivo interés hoy se pregunta de la suerte que, después de la guerra de la independencia, ha corrido cada uno de los personajes realistas que la victoria americana arrojó lejos. Para satisfacer esta natural curiosidad, curiosidad de los que ahora se sientan sobre la ruina completa del antiguo régimen, se han hecho con fruto investigaciones biográficas así en España como en América, merced a las cuales sabemos algo sobre el paradero que cupo a Canterac, La Serna, Pezuela, Elío y tantos otros. A rico, será satisfactorio, como ya he tenido ocasión después de verificarlo yo mismo al compulsar algunos escritos coetáneos, los cuales deponen de una manera congruente o análoga o confirmatoria respecto al contenido de estas conversaciones. Para que estas revistiesen plenamente su carácter verbal, era menester escuchar pesar de no haber salido de Chuquisaca y de haber muerto allí, la carrera de Pizarro ha sido hasta aquí poco conocida.

“Tú sostienes que la antigüedad te encanta por su sencillez de costumbres: pues bien, imítalas; pero, entretanto, cuida de explicarte y de hablar sólo para tu época”. Es una respuesta de retórico que Aulo-Gelio pone en boca del filósofo Faborino. La respuesta es también filosófica y para mi antiguo condiscípulo de la Universidad. Pero, ¿cómo no hablar atractivamente de nuestra antigüedad colonial ante las opuestas ideas contemporáneas? El problema es de arte; y la incógnita del problema se puede hallar, a mi juicio, en ese acento persuasivo de verdad que prestan a un relato los informes de los documentos originales. Los que ahora publico no son de primera mano. Son apenas vecinos a la fuente. Pero pueden aspirar al título de fidedignos y veraces.

 

1. Relato de Doña Martina Lazcano y del canónigo Don Juan C. Flores

El Arzobispo Moxó

San Alberto murió como había vivido, en la pobreza, dejando desmantelada la morada de los arzobispos. El arzobispo Moxó escribió que le amueblaran con todo lujo su palacio. Aquí fueron los apuros en Chuquisaca. No había en la ciudad carpinteros ni ebanistas competentes. Se hizo el encargo a Cochabamba. De allí mandaron altas poltronas de baqueta labrada, canapés de la misma clase, mesas, escaparates, etc. Cuando el arzobispo entró al salón de su palacio, lo primero que hizo fue examinar el amueblado, agachándose y aplicando su lente (porque el prelado era muy corto de vista), y exclamó con desdén: “¡Esto no sirve para nada!”. Fue entonces cuando él determinó mandar hacer nuevos muebles. Así se hizo muy luego. él mismo dibujó los modelos conforme al buen gusto italiano de la época. Era él muy diestro en el dibujo. El trabajo fue de su gusto y satisfacción; de suerte que el amueblado de todo su palacio se hizo conforme a su idea y bajo su inmediata dirección2.

El palacio del arzobispo se convirtió a poco en una morada espléndida. Los jardines fueron trazados y plantados bajo la dirección del arzobispo, que en esta parte era muy esmerado, como conocedor que era de la botánica y aficionado a herborizar. Entre la dotación de criados y dependientes que componían su servidumbre trajo dos famosos cocineros, que servían diariamente en su mesa hasta veinte manjares diferentes. Era regla establecida en el palacio que se quedase a comer todo el que entrara media hora antes, fuese rico o pobre, niño

  1. o adulto, hombre o mujer. Ya se deja comprender que la mesa episcopal era de ordinario concurridísima. El arzobispo comía dos o tres cucharaditas de uno o dos guisos; nada más. Solía aplicar su lente para observar los platos que componían la mesa, y decía: “¡A ver! sírvanme de aquello,

  2. o de eso otro”. Probaba algo y lo dejaba. El museo de antigüedades y la biblioteca eran departamentos muy importantes del palacio. El museo ocupaba una sala espaciosa en los altos que miran a la plaza mayor. El arzobispo escribió: “que ahí mandaba su museo para que se lo acomodasen bien en un local adecuado”. Este encargo llenó a todos de confusión. ¿Cómo hacer? Ni se sabía lo que era museo. Se acudió al diccionario, y en él se vio que la palabra significaba una colección de objetos curiosos o antiguos de toda especie, que servía para conocer las obras de la naturaleza y estudiar las artes y las ciencias. Entonces se dispusieron los objetos recién llegados como mejor se pudo. Este museo fue destruido en parte y dispersado cuando, con motivo de la Revolución, el arzobispo pasó a morir en el destierro.

Donde primero llegó el arzobispo fue al Buen Retiro. Allí pasó una noche, y allí recibió las felicitaciones de su clero y de gran número de vecinos principales. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, hizo su entrada solemne por la Calle Larga, doblando en Santo Domingo hacia la plaza, para salir a la esquina del conde de Carma. Dio una vuelta a la plaza pasando por el Cabildo. En el atrio de la Catedral fue recibido por el cabildo metropolitano revestido, y con música y cánticos de júbilo. Al bajarse de la mula ricamente enjaezada que montaba (una mula bajita muy lozana), el pertiguero de la aguardaron y recibieron al arzobispo en el atrio de la Catedral, fue para conducirle bajo de palio y con toda la pompa de una festividad de primera clase.

Dos oidores concurrieron a caballo al acto de la entrada; pues todo el acompañamiento que pasó a sacar del Buen Retiro al arzobispo, era de a caballo. El presidente Pizarro no concurrió.

Tan luego como el prelado entró a su palacio, salió a hacer la visita de etiqueta al Presidente, quien, no bien el prelado se hubo restituido a su morada, pasó a devolver la atención, acompañado de su oficialidad.

El arzobispo Moxó era chico, muy blanco, más grueso que delgado, miope (por lo cual usaba menudo lente), muy fino y distinguido en sus modales, sumamente rígido con su clero, muy rumboso y gastador para darse tono, pero también muy limosnero. Reprendía muy frecuentemente a los curas, a quienes mandaba llamar de sus más lejanas parroquias, a unos para examinarles tocante a la ciencia de su ministerio, y a otros para castigarles por sus faltas, de resultas de lo cual no faltaban en Chuquisaca curas o clérigos presos. Pero el clero de La Plata se mantuvo siempre sumiso, lo mismo que el cabildo metropolitano. él no se daba a amar, pero sabía in-

Catedral se la llevó para sí con todos sus arreos, y los monaguillos cargaron fundir respeto por su persona. con las áureas espuelas y otros ricos enseres de viaje, que les dejó, como un gaje del oficio, el arzobispo.

Esta entrada fue solemnísima y de un lucimiento extraordinario. Las calles estaban alfombradas y cubiertas de flores y con arcos triunfales.

Es menester advertir, que cuando el cabildo y clero metropolitanos Cuando pasó el arzobispo a Cochabamba quiso allí corregir las malas costumbres de los clérigos; pero éstos se alzaron contra él de una manera tan formidable, que acabaron por hacerle desterrar so pretexto de que era europeo realista. Entonces se vio que le hicieron pasar por las goteras de Chuquisaca, sin permitirle que parara un instante en la ciudad antes de ir al lugar de su confinamiento. Divisó la torre metropolitana, y lloró.

Entre las obras que logró llevar a cabo se cuentan la refacción del Seminario y el edificio del noviciado en dicho establecimiento. Entró en tratos para adquirir Garcilaso, e hizo a España los encargos necesarios para edificar allí y plantear un convictorio de ciencias y artes, que la Revolución le impidió a poco emprender.

Los restos del arzobispo fueron traídos de Salta ahora cosa de seis años. Existen depositados en una caja en la bóveda sepulcral de San Felipe.

Todo el día siguiente al 25 de mayo de 1809 el arzobispo lo pasó oculto en el convento de San Francisco. La plebe lo supo y acudió allí para llevarle a su palacio, y protestando a voces que a su prelado nada le sucedería. Pero el arzobispo era tan cobarde que no se dejó ver, y en la noche del 26 emprendió fuga a pie a Yamparaes en compañía del prior de San Francisco, fray Jorge Benavente. Ni el frío ni el hambre calmaron su terror. En medio del camino se cansó de fatiga. Entonces el padre, que era vigoroso, se echó al hombro al prelado, Al llegar a un rancho de indios el hambre hizo a éste aceptar un poco de morocho de maíz morado. Y como su estómago delicado y acostumbrado a manjares exquisitos no pudiese soportar este rústico y pesado alimento, le acometieron vómitos rojizos por causa del color del maíz. El arzobispo entró en temores de que aquello que arrojaba era sangre.

El vecindario decente y la plebe, tan luego como supieron el paradero del arzobispo, acudieron, acompañados de muchos personajes del clero, a traer al prelado a Chuquisaca, calmando su terror y consolándolo por cuantos medios les fue posible. El arzobispo Moxó era tan tímido y sensible como una mujer; por cualquiera cosa se ponía a llorar. Su voz misma era dulce y meliflua como la de una mujer3.

El cura interino Oquendo fue quien condujo desde Cochabamba al destierro y en calidad de preso al arzobispo. Este cura era muy díscolo y de mal carácter. Se metió a patriota menos por convicción y simpatías que por odiosidad al arzobispo. De esta suerte, cuando el clero de Cochabamba (sublevado contra el prelado por causa de la energía con que éste intentó poner atajo a la relajación de costumbres que reinaba entonces entre aquellos eclesiásticos) suscitó en contra suya el recelo y animosidad de los patriotas, a ninguno se consideró mas adecuado para custodio y conductor de la ilustre víctima, que al cura Oquendo. Y es preciso reconocer que este cumplió su odiosa comisión con un rigor que ha dejado fama. Entre otras vejaciones, Oquendo no permitía que el arzobispo hiciese noche o reposase de sus jornadas en ningún pueblo o paraje poblado, por temor de que los feligreses lo obsequiasen y le mostrasen simpatías y compasión. Pernoctaba muchas veces al raso y en los parajes más incómodos y malsanos4.

El Presidente García Pizarro

El Presidente García Pizarro era alto, esbelto, bien plantado, vigoroso, blanco de rostro, y no tan viejo ni decrépito como le pintaron sus enemigos5. Era familiar y bondadoso en su trato. Iba y entraba a todas partes sin gastar tono ni boato. Solía pasar el rato en las tiendas de los comerciantes y aún visitar el taller de los artesanos para mostrar interés en las ocupaciones del pueblo. En general era querido en Chuquisaca, porque todos veían en él a un mandatario bueno y manso. Era, además, muy amigo de las diversiones, gustando de las corridas de toros y de los bailes, que solían darse muy buenos en los salones de la Presidencia.

Pizarro era apegado a guardar el dinero. Por esto dejó fama de avaro. Pero no se cita ninguna exacción ni rapiña suya con abuso de su autoridad. Solo sí, se cuenta, que la víspera de su cumpleaños solía ir de confitería en alojería por la plaza, saludando afablemente a las tenderas y avisándolas que al siguiente día él celebraría su natalicio.

Dejó algunos bienes de fortuna, que vino más tarde a recoger un hijo suyo. Tenía en Mojotoro una finca llamada la “Media Luna” donde, después de su caída, solía pasar tranquilo algunas temporadas. Era dueño de la casa que es hoy de don Juan José Corral, calle arriba de la Merced. En cuanto a sus otros bienes en dinero y alhajas, sirvieron para llenar los maletones de los porteños, quienes eran muy rapaces y codiciosos.

¡Qué porteños aquellos¡ Nada respetaban. Si sabían que un realista había depositado chafalonía, alhajas y dinero en un convento o monasterio, forzaban sin miramiento las puertas del claustro; y no se contentaban con llevarse lo que buscaban, sino que ponían mano sobre lo que de paso pescaban en el convento. No era raro verles abrir los baúles en medio de la calle, para llenarse cuanto antes los bolsillos. ¡Tanta era su codicia!6

Pizarro se esmeró en adelantar y embellecer la ciudad. él hizo el Prado, varios puentes, las dos pirámides, etc. Enlosó muchas aceras y empedró varias calles. ¿Cuándo no estaba en obra y dirigiendo él en persona los trabajos?

-¿A qué huelen, amigo, estos obeliscos? Solía decir a cualquiera que pasaba por junto a los de San Juan de Dios y del Prado. -“Huelen a levadura” respondía él mismo, aludiendo a las multas de panaderos, solamente con las cuales había logrado llevar a cabo dichos monumentos.

Cuando Pizarro pudo recuperar su puesto se negó a ello para permanecer tranquilo en su casa. “Ya estoy viejo para pensar en volverme a mi tierra. Me quedaré aquí no más a dejar mis restos en esta capital de los Charcas, cuyos adelantos he promovido y a la cual he consagrado mis afecciones de la vejez”, solía decir. Murió efectivamente en Chuquisaca por los años de 1815 a 1816, y sus restos reposan en honrosa sepultura en el panteón subterráneo de los padres felipenses. La madre de los Taborga, honorable familia de Sucre, era hija del Presidente Pizarro.

Los días de asistencia, en las visitas de etiqueta y al ir de paseo al Prado los domingos, Pizarro, al uso de los Presidentes de Charcas, se hacía preceder de dos alguaciles o lictores en traje talar y con golilla, llevando altas varas en señal de autoridad y mando. Solía también salir en calesa. Pero la calesa la usaban más a menudo los oidores, que eran muy orgullosos y se daban un tono de grandes señores. Cuando ellos salían de pie se hacían igualmente preceder por un alguacil. Generalmente los negros esclavos tiraban las calesas de sus amos en Chuquisaca, y servían además a la mesa y para los mandados. Los canónigos, cuando llovía o en las festividades, iban a la Catedral en calesa.

Los revolucionarios del año 9 trataron con indigno rigor al Presidente Pizarro. Los Zudáñez, que eran tan díscolos como perversos, dirigían entonces la plebe. No se consintió que se introdujeran colchón ni cobijas para que pasara Pizarro la noche en un cuarto de la Universidad. Por fin, unos soldados lograron pasarle unos pellejos para que se abrigase esa noche. Trato no menos cruel le dieron los porteños para sacarle dinero. Lo encerraron como a bestia en un corral inmundo. De aquí la tradición de que Pizarro escondió algunos tesoros, que más tarde han sido hallados por otros.

Las multas impuestas por Pizarro a los panaderos, dispuestos siempre a abusar en razón del monopolio y la carestía, fueron tan eficaces a principios del siglo, que merced a ellas no pereció Chuquisaca de hambre, cual hubo de acontecer con Potosí. En esta ocasión el anciano Presidente desplegó una actividad, un celo y valor a toda prueba.

Cuando Nieto se acercaba a Chuquisaca en actitud amenazante, el miedo de los oidores, capitulares y revolucionarios fue grande. Entonces se vio que todos ellos competían en dar satisfacciones al pobre Pizarro, a quien sacaron de su prisión tres días antes de la llegada de Nieto. El antiguo Presidente se había dejado crecer la barba, la cual le daba un aspecto tanto más venerable, cuanto el uso invariable entonces era no dejarse pelo de barba ni bigote. él contestaba: “Esta barba ha de salir con honor” a los que le decían que se afeitase.

Y en efecto, tan luego como Nieto llegó a Chuquisaca, se apresuró a colmar de agasajos y distinciones a Pizarro. Todas sus medidas importaban en favor de éste una satisfacción espléndida. Mandó desarmar y disolver las milicias revolucionarias. Las piezas de artillería pasaron al cabildo; los fusiles y lanzas al depósito de la sala de armas. La artillería constaba de 15 piezas de todos calibres.

La conducta sumisa y humilde de los oidores para con Nieto contrastaba con la altivez que el tribunal meses antes había usado con Sanz. En esta ocasión, éste se portó con prudencia más bien que con valor. él no podía dudar de que las protestas de Chuquisaca de fidelidad al rey, junto con armar gente y parapetarse para resistirle, no eran sino pura hipocresía. Sin embargo, dejó sus tropas en la mitad del camino, y se presentó sólo en Chuquisaca a conferenciar con la Audiencia.

Sanz vino con muchas onzas de oro, que cuidó de derramar rumbosa-mente en Chuquisaca. El día de su entrada se agolpó mucha gente en el arrabal de San Roque. Su figura era majestuosa. Colorado, bien rapado, algo gordo, era muy bondadoso de carácter, sumamente sagaz e insinuante en su conversación y trato, y traía consigo los prestigios de ser querido entrañablemente por el pueblo de Potosí y de circular por sus venas sangre real. Su entrevista con los oidores se verificó en el salón de la Universidad. Pocos días después concurrió a un acto universitario, y se puso argumentar al sustentante en cánones y teología, dejando maravillada a la concurrencia, la cual le consideraba como hombre no letrado.

Los aprestos bélicos de los chuquisaqueños en esa ocasión contra los potosinos de Sanz tuvieron mucho de ridículo e irrisorio. Baste saber que se construyeron con adobes y piedras dos fuertes, uno en la cima del cerro chico y otro en la pampa de Garcilaso. Excusado es advertir que no había artillería de alcance ni calibre con qué guarnecerlos. Eran como dos promontorios redondos, y nada más. Maroto, más tarde, sí que construyó fuertes servibles y útiles7.

El 25 de mayo

Con motivo de la llegada de Goyeneche y de los pasos que dio en favor de doña Carlota Joaquina, quien pretendía la regencia de estas provincias “mientras durara la prisión de Fernando VII”, se dijo que el arzobispo y Pizarro estaban concertados para trabajar en este sentido de acuerdo con Goyeneche.

Este rumor tomó cuerpo después de la conferencia secreta que en una gala de la Presidencia tuvieron Goyeneche, Pizarro, el arzobispo y los oidores. Allí fue donde los primeros comunicaron su plan a estos últimos. Los oidores eran partidarios muy fieles del rey y rechazaron la novedad que se les proponía. El choque entre Goyeneche y el regente Boeto fue en esta ocasión violento. El militar se mostró agrio y descomedido con el magistrado, que era hombre muy recto y muy enérgico. Se fueron de voces. Boeto salió de allí en extremo afectado por la cólera; cayó a la cama y en muy pocos días murió de fiebre violenta.

“Quieren entregarnos a los portugueses”, fue desde entonces la voz con que el recelo de la gente se manifestó en Chuquisaca contra Pizarro y el arzobispo.

Pizarro no era belicoso. Cuando le (bodega) de aguardiente en la esquina llegó el grado de teniente general de Lucero, plazuela de San Agustín. de los reales ejércitos, la esposa del oidor Ussoz y Mozi8 le preguntó con la Argentina. Era chuquisaqueño de sorna, que en cuantas batallas él se origen conocidísimo; y tal, que al en-había hallado. Pizarro respondió afa-trar en cierta casa de respeto, durante blemente poniéndose la mano en el esos días de agitación y mezcolanza, pecho y diciendo: “Muchas y muy te-se mostraba tímido y encogido, yendo rribles han sido las de este corazón”.

Había entonces en Chuquisaca algunos fidencia. Ellos no se atrevían a gritar jóvenes de ideas muy liberales y exaltadas, los cuales tenían algún ascendien-¡independencia y libertad! porque te con la muchedumbre. Eran éstos: nadie les hubiera respondido a esta Mercado, llamado el Malaco (Mariano); voz; pero no cesaban de hacer creer un tal Carvajal; don Joaquín Lemoine, a las gentes que Pizarro tramaba el oficial de milicias; Joaquín Pruden-plan, o más bien, iba a poner en ejecio, cuya mujer era realista acérrima cución el plan tramado meses antes e intolerante; Monteagudo, hijo de un con Goyeneche, de entregar estas soldado veterano que tenía un boliche provincias a los portugueses.

Este último no quedó en la ciudad agitando y dirigiendo la plebe, como alguien ha dicho; fue uno de los emisarios o centellas que partieron al siguiente día o inmediatos a llevar fuera la tea de la insurrección. Léase a la página 50 de los referidos Documentos inéditos la constancia de la entrega y recibo del dinero para una comisión secreta por el lado de Potosí. Véase a las páginas 89 y 94 cómo don Miguel de Monteagudo, padre del hombre célebre, estaba avecindado en Chuquisaca. Porque no debía de ser recién llegado o advenedizo el que figura en el siguiente título de un expedientillo de 9 fojas con planillas visadas por Arenales: Compañía de Zapateros Su Capitán Dn. Miguel de Monteagudo. Se compren -sic- vajo de esta Carpeta N. 64 ocho Listas, o medios Pliegos en que consta el serbicio echo pr. esta Compañía desde el 16 de Noviembre hasta el 25 de Dize. de 1809.- Según los recibos de su Capitn. importan tresctos. sesenta pesos a saber... etc. etc.

Este título de capitán conservó D. Miguel durante su emigración a las provincias argentinas, capitán de las compañías de la Patria de 1809 en Chuquisaca. Estas eran nueve: de Tejedores, de Sastres, de Sombrereros, de Pintores, de Plateros etc.; compuesta cada una a lo menos de 40 mestizos armados; los capitanes, todos criollos de buena clase y aun de nobles familias (como Entrambasaguas y como Lemoine). D. Miguel Monteagudo, único europeo capitán. ¿Se habría hecho esta confianza con un forastero? El hecho confirma la vecindad que afirman doña Martina y el canónigo, y explicaría, si cierto lo del boliche de su padre, la humillación que por esta causa padecía el doctorcito su hijo en la aristocrática Chuquisaca. Véanse los números XXXIII y XXXVI en Colección de Documentos inéditos de 1800 precitada.

En cuanto a lo dicho por los informantes sobre el lugar del nacimiento de don José Bernardo, véase la Adición Cuarta.

Para reprimir cualquiera tentativa de hecho contra su autoridad, Pizarro contaba con una compañía de veteranos bien armados y acuartelados en el mismo palacio pretorial; con una brigada de artillería que constaba de 15 piezas de varios calibres; y con un batallón de milicianos disciplinados.

Antes que resistir violentamente, lo que hubiera sido de un éxito seguro, Pizarro quiso prevenir un golpe de mano, poniendo en prisión a los cabecillas de la plebe, a los Zudáñez.

Eran las siete de la noche del 25 de mayo cuando se vio que llevaban algunos soldados preso a Manuel Zudáñez. Este no cesaba en su tránsito de gritar: “¡Patrianos! Me llevan al patíbulo”.

Estos gritos de alarma y el rumor general de que al mismo tiempo se estaban haciendo otras prisiones de sujetos importantes o queridos del pueblo, bastaron en pocos minutos para llenar la plaza y la calle de la Audiencia de turbas de plebe que con amenazas y alboroto querían libertar a los presos. Se encendieron fogatas en las calles y se tocó entredicho en las torres principales. El alboroto fue inmenso entonces en toda la ciudad, porque de todos los barrios y arrabales acudían pandillas de cholos hacia la plaza y la Audiencia. La luna era como el día.

Los vecinos salían azorados a la puerta de calle de sus casas, preguntando lo que ocurría, y las mujeres y los niños se subieron a los balcones para ver lo que pasaba. Los balcones de la plaza estuvieron llenos de gente hasta más de media noche en que cesó el tumulto, y eso que del palacio de la Audiencia disparaban cañonazos y descargas de fusilería para amedrentar al pueblo. Pero muchos no tuvieron miedo, porque no sabían lo que pasaba.

El pueblo en esos momentos intentaba forzar en el palacio de la Audiencia la puerta principal de la Presidencia, a donde se había encerrado Pizarro con su escasa fuerza de línea. Como el pueblo no estaba armado sino con piedras y palos, la mortandad de cholos hubiera sido grande si Pizarro hubiera dado orden de apuntar bien.

Pero de estas descargas resultó herido un cholo. Con este motivo las pandillas de cholos que recorrían las calles pidieron auxilio a gritos, diciendo que los veteranos del palacio los estaban fusilando.

Por fin logró el pueblo apoderarse de la persona de Pizarro. éste fue puesto inmediatamente en rigurosa prisión en el palacio de la Universidad. El secretario de la Presidencia de Charcas, Castro, logró escapar del palacio de la Audiencia por las letrinas, y fue a dar hasta Buenos Aires.

Pizarro quedó incomunicado desde esa misma noche. Durante algunos días se le privó del servicio de su doméstico de cámara. Se cuenta que no fue la menor de sus privaciones el tener que vestirse por sí solo, sin la ayuda de su criado, cosa a que no estaba acostumbrado.

Amaneció el día siguiente, y aunque el alboroto había cesado, la agitación era con todo muy grande en esta ciudad. Grupos de gente de todas clases se veían en la plaza y en las calles que rodean el palacio de la Audiencia. Lo extraordinario del caso y las novedades que desde ese día comenzaron a notarse, mantuvieron la alarma no solamente en la calle sino en el interior de las casas.

El destrozo causado en las habitaciones de la Presidencia no fue pequeño. Los muebles de Pizarro fueron destruidos por el populacho y los jardines del palacio pisoteados y arrancados.

El 26, desde las primeras horas de la mañana, se notaron muchos correteos de empleados, oficiales a caballo y otros sujetos visibles de la ciudad. El gobierno político y militar recayó en la Audiencia, y los cabecillas del alboroto se ausentaron inmediatamente a La Paz, Potosí, Cochabamba y Buenos Aires para llevar a esos puntos, en calidad de emisarios, la chispa de la revolución.

En Chuquisaca se comenzó entonces por disolver la fuerza veterana, y se emprendió la organización y disciplina de nuevas tropas, que con el nombre de patrullas, eran las encargadas de sostener permanentemente los hechos consumados. Se formaron compañías de negros, llamados los Terrores, y otras de los diversos gremios de artesanos, encabezadas por jefes improvisados, pero de toda confianza. Las cajas reales estaban llenas y pudieron atender puntual y pródigamente a estos gastos.

Fue entonces una de las grandes novedades que Arenales, subdelegado de Yamparaes por el rey y español de nacimiento, tomase la dirección de la fuerza armada por los revolucionarios de la ciudad, que eran en su mayor parte criollos y mestizos. ¡Pero qué raro podía ser esto, cuando los mismos oidores, españoles y realistas todos, sin excepción, cayeron en el lazo de los Zudáñez y se hicieron patriotas sin saberlo! Don Ramón Abecia, oficial del rey, se pasó igualmente a los revolucionarios. A Gascón lo pusieron preso como a realista peligroso en las mazmorras del convento de la Merced, que son célebres por lo obscuras, profundas y terribles. Mas después, cuando vinieron a Chuquisaca los porteños, Gascón se volcó a los patriotas10.

 

2. Rectificaciones al anterior relato en lo referente a Pizarro, por el nieto de éste, el canónigo Don Miguel Taborga

Para cumplir el deseo de mi amigo el señor G. René-Moreno, de suministrarle algunas noticias relativas al señor D. Ramón García Pizarro, es poco lo que tengo que añadir al relato del señor don Juan G. Flores y de la señora doña Martina Lazcano, el que por lo general encuentro conforme con lo que muchas veces oí a mi señora madre, hija natural de Pizarro11 .

Si en los primeros años del presente siglo, alguno hubiese querido conocer de vista al Presidente Pizarro, no tenía otra cosa que hacer sino colocarse a las nueve de la mañana en la calle de la Audiencia, y habríale visto envuelto en su capa grana y con su bata talar azul-perla, yendo a la misa mayor de la Catedral, acompañado de su mayordomo Bernardo, o de su esclavo de servicio manual, el negro Silvestre, o también en veces los dos. Al pie del púlpito había un sillón con su cojín; era el puesto privado que Pizarro ocupaba en el templo. Si algún día se extrañaba la ausencia del Presidente, era porque su capellán Munili le había dicho misa en el oratorio de la casa pretorial, lo que era muy pocas veces.

Don Ramón García Pizarro era alto, esbelto, bien plantado, enjuto de carnes, rostro oval bastante colorado, y para su edad muy fresco, nariz más bien corta que larga, ojos negros redondos, cabellera rizada, larga y empolvada, según la moda. Conocí su retrato y pudiera dirigir a un pintor para que le vuelva formar; mas no sucede lo mismo con su retrato moral, que importa más, y que debe ser el resultado de todas las noticias y documentos que puedan reunirse de su persona. Me limito, pues, a trasmitir los únicos datos que poseo.

El Presidente Pizarro era natural del Orán (áfrica) y no vino a la América sino después de haber desempeñado varios cargos en España. Residió por todos los terrenos que se descubrieron, sin reservarse Pizarro para sí un solo palmo.

De Salta pasó a ocupar la presidencia de la Audiencia de Charcas, y según la buena memoria que ha dejado, tenía las cualidades precisas para desempeñar bien este puesto.

A sus acertadas medidas administrativas se debió que en Chuquisaca no se sintiera el hambre de los años 1804 y 1805, con tanto rigor como en otras partes. La carestía de víveres fue tal, que llegó a venderse un pan por un real; pero no murió uno solo de hambre, como en Potosí, donde las víctimas fueron numerosas.

Tenía Pizarro suma vigilancia sobre la venta de víveres. Más de una vez mandó arrojar por las calles la harina fermentada o revenida que se encontró en las panaderías, persuadido como estaba de que la harina en semejante estado era muy nociva.

El 29 de setiembre, día de San Miguel, Patrón de la ciudad, se hacía un paseo oficial a caballo. El alguacil mayor de corte, o alférez real, llevaba con mucho aparato el estandarte real; acompañábanle el presidente, oidores y cabildantes; todos a caballo. Un año Pizarro ordenó que dicho paseo se hiciera a pie, para no exponerse a enfermar yendo a caballo en tiempo de epidemia, como era en-muchos años en Guayaquil, ignotonces. Se atribuyó la medida a que ro con qué carácter. De este puerto teniendo dispuesto el alférez real un fue trasladado de gobernador a Sal-rico enjaezado de oro para estrenar ta, donde permaneció como por seis aquel día, Pizarro no quería quedar-años, durante los que se descubrió y se postergado en el lucimiento. Esto pobló el Nuevo Orán, bautizado por pinta la época.

Parece, pues, una vulgaridad destitui-Pizarro, ya en memoria de su país natal, ya por la semejanza que con éste tenían los frondosos bosques recién da de todo fundamento el que Pizarro descubiertos. No guarda analogía con anduviese por las tiendas de confitería la avaricia que se le supone, el haber insinuándose a que se le hicieran obdistribuido entre los vecinos de Salta sequios en su cumpleaños. Semejante conducta, que habría sido chocante en un hombre de mediana colocación, habría estado en abierta oposición con las ideas aristocráticas de la época, con el fasto de que cada uno se rodeaba según el rango que ocupaba en la sociedad, y más que todo, con el porte que el Presidente usaba en su palacio, y que sea cual fuere el apego que hubiese tenido al dinero, estaba lejos de ser mezquino. Con frecuencia tenía convidados en su mesa, y observaba por regla el invitar a ella el día de Jueves Santo a todos los individuos de alguna familia pobre, aunque no tuviera ninguna relación con él, y dos días después mandaba a la misma algún obsequio de pascua.

Cañete, último asesor de Pizarro, tuvo mucha parte en las desavenencias del Presidente con la Real Audiencia, pues las distinciones que aquél exigía de los oidores, eran sugeridas por Cañete, como homenajes debidos en justicia al Presidente. Entre éstos, los más habrían podido tenerse por simples actos de urbanidad y política, como el mantenerse destocados en su presencia, ponerse de pie cuando entraba en la sala de acuerdos, etc.

Pero es necesario remontarse a aquella época para formarse idea cabal de la gravedad de tales exigencias. Siete años antes del célebre 25 de mayo, los oidores causaron desazón al arzobispo San Alberto, pasándole oficio el día de la función de Guadalupe, en el que le expresaban que en dicha función iban a recibir de pies, como los canónigos, la bendición arquiepiscopal. Tan grave asunto, iniciado momentos antes de la solemnidad de iglesia, no se terminó sino con la decisión del rey. Tales eran los grandes negocios de Estado en aquel entonces.

No era, pues, extraño que fuera muy grave el desacuerdo en que se encontraba el Presidente con la Real Audiencia, cuando llegó Goyeneche, cuya comisión acabó de exaltar el ánimo de los oidores.

Respetando los mejores datos de que se tenga conocimiento, mantengo la persuasión, por haberlo oído muchas veces de buena fuente, que antes del 25 de mayo y más que todo en este día, la Real Audiencia pasó repetidos oficios a Pizarro exigiéndole que resignara el mando.

Con la voz que corría de que Pizarro iba a tomar presos a los oidores, para despacharlos a Buenos Aires en partida de registro, se reunieron éstos en acuerdo permanente el día 25 de mayo, en la casa que hoy es del señor canónigo don Facundo Castro, y que está situada a espaldas de lo que entonces era jardín de la casa pretorial. De allí pasaron oficios cada vez más exigentes a Pizarro.

Verificada la prisión de Zudáñez, el primer agolpamiento del pueblo fue, pues, en la casa donde estaba o había estado reunida la Real Audiencia; de aquí comenzó también la agresión contra la casa pretorial. La muchedumbre repetía a voces la palabra sacramental “Traición”, arrojaba piedras a los tejados del jardín y crecía el tumulto por momentos. El único sargento que había en la guardia de palacio se presentó en una ventana que daba la calle del tumulto, y contra la orden terminante de Pizarro hizo fuego e hirió a uno de la multitud. ésta se dispersó por varias calles, más encarnizada que antes, dando gritos, pidiendo armas y engrosándose a su paso; y ya más numerosa que en un principio, acometió el palacio de frente. Varias veces retrocedió por el fuego que se le hacía; mas apercibiéndose que los tiros que se daban eran de puro fogueo, y cobrando nuevo brío, llegó hasta las puertas, las forzó, tomó preso a Pizarro, a quien se trató indignamente, hasta llevar la mano sobre él y mesarle las melenas.

Cuando el populacho se posesionó de la casa pretorial, los cabecillas difundieron la voz de que los hoyos que se encontraron allí en alguna habitación, y que servían para la conservación de la nieve, eran sepulcros destinados para las víctimas que pensaba hacer Pizarro. Esa voz corrió muy autorizada entre la plebe.

Las demás particularidades de la prisión de Pizarro están bien descritas en la relación verbal que antecede.

Añadiré, sí, que se le confiscaron a Pizarro sus bienes, tomándole entre ellos mil ochocientas onzas de oro. Se tasaron hasta sus uniformes, ignoro con qué objeto. Cuando vino Nieto se le devolvió todo. He tenido en mis manos los documentos de las Reales Cajas que acreditaban la devolución de las onzas de oro, y el gasto de tasación aplicado al mismo Pizarro.

No es exacto que el 25 de mayo hubiese en el palacio una compañía de veteranos y una brigada de artillería con 15 piezas. Doce soldados comandados por un sargento era el total de la guardia de Pizarro. Si además había algunas piezas de artillería en el parque, creo que ni con mucho llegarían a 15, número que me parece excesivo y que se habría creído muy suficiente para el resguardo de la plaza, sin que pocas semanas después hubiese tratado el Cabildo de hacer fundir cañones, pidiendo al efecto las campanas inutilizadas de la Catedral, que le fueron negadas. Existe el documento que acredita esta demanda.

Puesto Pizarro en libertad, dirigió al gobierno español un manifiesto de su conducta, para sincerarse de los cargos que le hacía la Real Audiencia. Este manifiesto que pagó Pizarro con

5.000 pesos fue redactado por Cañete, de quien tenía él tan alto concepto, que decía: “La pluma de Cañete domina a la de todos los doctores de Chuquisaca, desde la punta de la torre de la Catedral”. Ignoro si este escrito llegó a su destino.

No se ocultó a Pizarro el término a que conduciría la insurrección del 25 de mayo, pues solía decir: “Con un Pizarro comenzó la dominación de España; con otro Pizarro principia la independencia de América”. Mas, negaba todo parentesco con el conquistador del Perú, cuyos hechos reprobaba altamente, calificándolos de bárbaros.

A la aproximación de las tropas de Rondeau, Pizarro buscó un refugio en la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, llevando consigo todas sus joyas, dinero y ropa en diez baúles inmensos, numerados, que había traído desde Guayaquil.

Rodríguez, que había venido con Rondeau, impuso a Pizarro una contribución de seis mil pesos. Para entregarlos, recogió éste dos de los diez baúles que tenía depositados en poder del Hermano Bernardo Guevara, y puso la diligencia de haberse recibido de ellos, al pie de la razón detallada que mantenía. Al entregar la plata al oficial encargado de recogerla, Pizarro dejó ver en el baúl de donde la sacaba, un espadín con vaina de oro y puño de diamantes. Pocos momentos después estaba de vuelta el mismo oficial, a pedir el espadín de Pizarro a nombre de Rodríguez.

Pizarro acostumbraba dormir la siesta; para que lo hiciera con más tranquilidad le ponían una cama en el oratorio interior de la casa12. Una tarde, cuando entró allá el que entonces era solo Hermano Ramallo, llevando el mate que Pizarro solía tomar, encontró a éste muerto, pues había pasado del sueño breve al dormir perpetuo. Sucedió esto en los primeros días del mes de diciembre de 181513.

Los padres del Oratorio resolvieron ocultar la muerte de Pizarro, porque los patriotas porteños debían desocupar la ciudad al siguiente día, yéndose de fuga después del descalabro de Vilohuma; pero el mozo (José Manuel N.) que servía a Pizarro, fue a dar parte del fallecimiento del antiguo presidente, quedando burlado en su esperanza de recibir algo por su oficioso aviso.

Inmediatamente las tropas de los porteños rodearon el cadáver; por primera diligencia le despojaron de las hebillas de los zapatos, de las charreteras, reloj y caja de rapé, piezas todas de oro. Al ejecutar esta diligencia le encontraron en el bolsillo la razón de los bienes que había metido consigo en el Oratorio, en diez baúles. Exigieron la entrega de ellos al Hermano Guevara, quien pudo declinar de sí la entrega de dos, prevaliéndose de la constancia de haberlos entregado, que Pizarro había puesto al pie del documento. Dichos dos baúles, con todo lo que contenían, fue lo único que salvó del pillaje de los porteños.

Por el botín que se les presentaba, retardaron su marcha los patriotas, saqueando la casa de Pizarro; y mis padres, que vivían en ella y se hallaban a la sazón en el campo, también perdieron cuanto tenían.

Entre los objetos de valor tornados a Pizarro no se encontraron las onzas de oro, de que he hablado antes: ni tampoco las gastó él en cosa alguna. Se dedujo de aquí, y era lo cierto, que había hecho algún entierro. Los porteños hicieron inútiles tentativas para dar con el tesoro, que según datos posteriores ha sido hallado por dos personas, tomando la una parte de él en la hacienda de Medialuna, y la otra lo restante en la casa.

Los funerales de Pizarro se hicieron en el templo del Oratorio, dándose-le después sepultura en la bóveda de la misma Congregación; sirvióle de mortaja la cauda blanca de Caballero de Calatrava, que escapó del saco, porque para que no se apolillase la habían tendido en los tirantillos del corredor de la huerta.

Pizarro murió de ochenta años, conservándose hasta esa edad vigoroso y en completa posesión de sus facultades intelectuales.

Sucre, abril 13 de 1875 Miguel Taborga

 

3. Anotaciones marginales de Don Miguel Taborga al relato de Doña Martina Lazcano y Don Juan C. Flores

Consigno en notas varias reminiscencias que me despierta este Relato. No me fijo mucho en la importancia de mis anotaciones.

Cuando murió el señor San-Alberto no dejó menaje alguno; el que le servía se lo había prestado el señor Artacho, quien lo recogió a la muerte de aquél. Mi señora madre conoció al señor San-Alberto y trató mucho al señor Moxó.

El señor Moxó era de un gusto muy fino y delicado; amaba en todo la pulcritud y la belleza: de un golpe de vista descubría los defectos artísticos y arquitectónicos. De su buen gusto se puede juzgar por los pocos objetos que aún quedan de él en nuestra catedral. Le pertenece la cruz arquiepiscopal que sirve hasta hoy, y que el señor Moxó llevaba levantada delante de sí, aun cuando saliese a hacer visitas a los particulares. Quedan también de él algunos ornamentos. Según mi juicio, el refinado gusto con que en alguna época se distinguía Chuquisaca, se debió en gran parte al señor Moxó, e indudablemente de él se aprendió el aderezo de las mesas de convite. Por muchos años no se servían en éstas otros helados que los dispuestos en los moldes de figuras traídos por él.

El museo no era puramente de antigüedades; contenía también una colección copiosa de objetos raros y preciosos. Había en él una colección de pequeñas esculturas que representaban la fisonomía y trajes de las variadas comarcas del globo. Habiéndosele roto al señor Moxó algunas de dichas esculturas en el transporte,

Entre los festejos de su recepción, se le pronunció un discurso en griego (si la memoria no me es infiel, por el señor Salinas, cura de la Catedral). Mas el señor Moxó, que no entendió a este helenista americano, preguntó después en qué idioma se le había hablado, asegurando que no había entendido una palabra al helenista.

Tenía una voz meliflua, delgada y de poco eco, por lo cual no tenía lucimiento en el púlpito, que sin embargo ocupaba con frecuencia. Sus homilías eran para leídas, no para oídas. Alguna vez, al principio, daba sus homilías leídas del púlpito, como se acostumbraba en Italia: fue criticado por esto, como si lo hiciera por falta de memoria. Mas se presentó en seguida en el mismo púlpito, diciendo, o más bien improvisando, en días seguidos, homilías que pasmaban a sus oyentes.

Fundó en Cochabamba un convictorio para sacerdotes, en el cual trataba de que se instruyeran y moralizaran.

El noviciado del seminario se trabajó en tiempos del señor Moxó, mas con fondos dados por el señor Orihuela. Es lo que he oído decir siempre

Hace diez años que el señor Puch hizo trasladar los restos.

El señor Moxó no podía montar a caballo sin sufrir mucha molestia por con el modelo de los fragmentos las mandó rehacer en Chuquisaca, y salieron tan de su agrado, que pagó la obra triplicadamente de lo que le pedían. Contenía también el museo dos la desvencijadura de que padecía. La mayor parte de sus viajes los hacía a pie. Dígolo a propósito de la fuga del 26 de mayo, completos monetarios, el uno en plata y el otro en oro. Entre los objetos raros se distinguían dos topacios que tenían el centro hueco, y contenían el uno una pajita y el otro una gota de agua. Son los objetos de que oí hablar con repetición, por eso los recuerdo.

Con frecuencia se obligaba a los realistas a hospedar en sus casas a los oficiales porteños, y éstos se adueñaban de lavatorios, jarros, bacinicas, etc. de plata que se ponían para su uso. En esa época no había otro servicio que el de plata labrada.

La anécdota con los panaderos sucedió del modo siguiente. lba Pizarro de paseo por la plazuela de San Juan de Dios; precisamente cuando pasaba por el obelisco acertó también a pasar cerca un panadero; le llamó Pizarro y se entabló el siguiente diálogo Venga Ud., mi amigo, dígame a qué huele este obelisco.—Señor, huele a cal, dijo el panadero, después de oler el obelisco. No, mi amigo, no ha olido Ud. bien; vuelva a oler. Señor, huele a ladrillo. Señor, a mezcla. No, mi amigo, no tiene Ud. buen olfato; huele a pan.

De los jardines de la Presidencia, entre otras cosas, se sustrajeron 13 jarrones con plantas tiernas de morera (de seda), que hacía poco que Pizarro hizo traer de Guayaquil. Sólo desde entonces se propagó este árbol, que era desconocido en nuestras regiones.

La perforación del nicho fue hecha por lo domésticos sirvientes de la Congregación. Por mucho años el agujero practicado no era más grande que el diámetro de un peso fuerte. Tal le he visto yo siendo niño. Después se había hecho un boquerón bien grande en el tabique, sea por curiosidad o por creer falsamente que contenía el sepulcro alguna alhaja. El P. Prepósito actual, señor Llosa, mandó cerrar la perforación.

M. Taborga.

 

4. Vestigios históricos en 1875

Copia literal de la inscripción puesta al pie del retrato que del arzobispo Moxó existe ‘en la sala capitular de la catedral metropolitana de los Charcas:

“EI lltmo. y Revmo. S. D. D. Benito María de Moxó y Francoli Marañoza Zabater Sans de Latras, Caballero de la Orden de Carlos III. Nació en la Ciudad de Cervera en Cataluña el día diez de Abril de 1763. Fue Cathedrático de aquella Real Universidad y su Diputado en la Corte de Madrid. Viajó en las Cortes de Italia de Orden del Gobierno y Recivió el Grado de Poeta Laureado en el año de 1803. Fue elegido Obispo de Asura, y en el de 1805 Arzobispo de la Plata”

Inscripción puesta en un nicho del cementerio subterráneo de los PP. Felipenses, en Sucre:

“Aquí yace el Exmo. Señor D. Ramón García León y Pizarro, Caballero del Orden de Calatrava, Teniente General de los Reales Ejércitos. Obtuvo los Gobiernos de (trecho borrado) Acha, Maynas, Guayaquil, Salta. Fundó la Nueva-Orán, y últimamente fue Gobernador de los Charcas y Presidente de la Real Audiencia” (lo demás esta borrado, siendo este el trecho por donde fue horadado el nicho en los últimos años, profanación reparada ya, mas no en lo referente al epitafio).

Partida de defunción perteneciente al presidente de Charcas García Pizarro, copiada fielmente a fojas 6 de un folio Ms., tapas de pergamino, que existe en la biblioteca del Oratorio de San Felipe Neri, en Sucre, y el cual folio lleva por título: “Libro de entierros de esta Real Congregación de San Felipe Neri de La Plata, que corre desde el año de 1801:

“EI Exmo. Señor Don Ramón García Pizarro. Año del Señor de mil ochocientos quince, en siete de Diciembre se sepultó, en la bóveda de esta Real Congregación de San Felipe Neri, el cuerpo del Exmo. Señor Don Ramón García Pizarro, natural de los Reynos de España, Teniente General de los Reales Exércitos, y Presidente de la Real Audiencia de esta Capital de Charcas. Dio su espíritu al Señor a los ochenta años de edad; lo que certifico, y firmo, Yo el P. Dr. Dn. Mariano de Cabrera, Prepósito de esta Congregación. -Dr. Mariano Cabrera”

Carta de Pizarro para su yerno, subdelegado de Poopó, dictada a su secretario en vísperas de los grandes sucesos de la Revolución, y único documento privado que poseían sus descendientes en 1875: Plata, 23 de Octubre de 1808.

Mi estimado y querido Taborga: Recibí las dos de V., ambas de 18 de octubre, y la libranza de los seiscientos pesos en oro que cobré del Administrador de Correos; y a su vista puse el recibo, y le remito a V. la Escriptura, y se la he mandado al Contador, que lo cuenta todo, para que lo tenga entendido, y en viendo al Escribano le diré que queda chancelada, y por consiguiente acabado este particular.

También recibí en días pasados un cajoncito con porción de pebetes que el niño Juanito Ramón me remitía, y también respondí. Yo no sé cómo se ha trastornado. Dábale las gracias a su mamá, y a V., por su cede en toda España, Buenos Aires, y por todos los vasallos que amamos a nuestro amado y desgraciado Rey (Dios nos consuele); y por consiguiente le remito a usted una Fernandina para su sombrero, y que por esa se puedan hacer muchas, y la Subdelegada que se la ponga en el pecho.

Es cierto lo que dijo a V. ese pajarito: salí de aquí huiendo del día de San Ramón, su víspera a las dos de la tarde; porque V. sabe que es cierto que ningún día de los oidores, Regente, ni Arzobispo me han convidado, y que yo sí y siempre. Y dije este año, no he de ser simple como todos los años, y me estuve en Mojotoro aquel día y el siguiente. Comimos en Tejaguasi en la hacienda de Gil, vide todas aquellas haciendas, y al otro día me puse en camino para aquí. Esto fue lo que hubo.

Me alegro que se haya jurado al Rey, y en Oruro, que ya en La Paz se ha jurado, y por consiguiente ya en todas las Ciudades del Virreynato.

Dele V. a la niña Anica muchas expresiones.

Escribirle las trágicas cosas de nuestra España es cosa dilatadísima. Pero Dios ha de permitir que a estos pícaros trahidores se les escarmiente; pues, tales fuerzas se están memoria. En efecto, servirán para el levantando de Exércitos en nuestra Ramillete que en estos días se tendrá que servir a la llegada del Enviado de la Junta de Sevilla, que se está esperando.

En efecto es cierto que todos llevan Fernandina en el sombrero, y las mujeres en el pecho. Y lo mismo su España!... Por el correo precisamente lo ha de saber V. todo. Yo me hallo bastante ocupado en él; y con esto, a Dios, el que guarde a V. con felicidad muchos años. (Autógrafo) Su afectísimo amigo. Ga. Pizarro. Sr. Dn Mariano Taborga”14.

 

5. Datos para la biografía del presidente Pizarro

El 31 de agosto de 1794, día de San Ramón Nonato, Pizarro procedió al acto solemne de la fundación de la ciudad de Nueva Orán, en el valle del Centa, provincia de Salta, de donde a la sazón era gobernador, intendente y capitán general de La Plata. Todos los antecedentes de esta fundación están encerrados en la real cédula o carta puebla, fecha en Aranjuez a 4 de mayo de 179715.

Con fecha 28 de octubre de 1796, el rey nombró a Pizarro gobernador, intendente y capitán general de La Plata, con la presidencia de la Real Audiencia de Charcas. Estos empleos estaban vacantes por haber cumplido su término don Joaquín del Pino, que los desempeñaba, y el cual pasó a ocupar el virreinato del Río de la Plata.

Aunque desde septiembre del siguiente año de 1797, la Audiencia de Charcas quedó, por el virrey Olaguer Feliú, avisada en forma de esta promoción de Pizarro, éste no tomó posesión del cargo hasta fines de noviembre de 1797. Con fecha 9 de dicho mes y año avisó a la Audiencia su llegada a Caisa, en camino para la capital16.

Durante su desempeño de la presidencia de Charcas Pizarro fue ascendido en su carrera militar al grado de teniente general. Hacia 1804 él había prestado servicios oportunos, dictando eficaces medidas para reprimir y escarmentar a los chiriguanos que invadieron los partidos fronterizos de la Laguna y Tomina. Salvó por esos mismos años la ciudad de La Plata de los horrores del hambre, mediante enérgicas órdenes, encaminadas a que no escaseasen los víveres ni abusasen de su monopolio los panaderos. Las principales obras de ornato en dicha ciudad eran casi todas del tiempo de su gobierno. Acaso éstos eran los nuevos merecimientos que se hicieron valer para el ascenso.

Para terminar las gravísimas desavenencias que con grande escándalo existían en Potosí entre Sanz y su asesor don Pedro Vicente Cañete, el virrey mandó que éste pasase a La Plata a desempeñar la asesoría de la presidencia, y que Rodríguez Romano (que la desempeñaba) fuese a prestar sus servicios en Potosí17.

Sabido es que los oidores y la voz publica señalaron desde entonces a Cañete como autor de ciertas sugestiones en el ánimo de Pizarro, para hacer que éste exigiese de los oidores tales y cuales señales de distinción y acatamiento, como la de ponerse de pies todos al entrar él al acuerdo, etc. Cuando con el cambio de cosas acaecido después del 25 de mayo los oidores solicitaron a Cañete para fiscal de la Audiencia, el virrey Hidalgo de Cisneros se negó redondamente a este nombramiento, alegando, entre otras razones, que Cañete había abierto paso al alzamiento del 25 de mayo, mediante las graves desavenencias que entre las autoridades promoviera con sus dictámenes y dirección, siendo asesor de Pizarro18 .

Después de la conmoción del 25 de mayo, la Audiencia se arrogó el mando político y militar de la provincia, hasta que Nieto llegó a Chuquisaca a desempeñarlo, junto con la presidencia, a virtud de nombramiento vice-real.

Cuando Nieto fue a la campaña de Suipacha, quedó de interino en la presidencia el regente de la Audiencia D. Gaspar Remires de Laredo, conde de San Javier, a virtud de la real orden de sucesión de mandos de 23 de octubre de 1806. Derrotadas las fuerzas realistas, y de resultas preso y fusilado Nieto, Castelli depuso y desterró a San Javier, asumiendo él como dictador el mando y las preeminencias. Durante las correrías de Castelli por el Norte, que acabaron con su derrota de Guaqui, quedó el gobierno provincial a cargo de Pueyrredón, con la presidencia de Charcas.

La fuga de los patriotas dejo acéfalo el mando; y Goyeneche entonces trató, por vía de desagravio y satisfacción debidos al anciano magistrado, de reponerle en su alta investidura. Pero Pizarro admitió sólo la ceremonia. Manifestó su resolución inquebrantable de permanecer en la vida privada. Así se hizo, declarándose entonces que por ministerio de la ley la presidencia correspondía al brigadier don Juan Ramírez, gobernador a la sazón de La Paz.

Como al año o poco más de posesionarse éste hubo de expedicionar a Cochabamba contra patriotas19, el mando político provincial recayó de nuevo en el conde de San Javier, haciendo de comandante de armas el coronel graduado Landívar20.

La reposición de Pizarro en la presidencia el año 1811 acaeció de la siguiente manera aparatosa y teatral:

Tan pronto como Goyeneche llegó a Chuquisaca después de Guaqui, ordenó la reapertura de la Audiencia, cuyas funciones judiciales estaban por entonces en receso por causa de la Revolución. Convocando seguidamente a todas las autoridades, corporaciones y vecindario en la ala del dosel de la casa pretorial, situada ésta en el palacio de la Audiencia, invistió a Pizarro, en acto solemne, con las insignias del mando, reponiéndole en sus funciones eminentes de jefe de la Audiencia, subdelegado general de correos, superintendente de cruzada y vicepatrono propietario del Alto-Perú, y en su autoridad de gobernador intendente y capitán general de la provincia de La Plata. Incontinenti Pizarro hizo renuncia del puesto por razones de salud y fatiga, lo que expuso en una arenga breve21 .

Es cosa averiguada que desde el 25 de mayo hasta su muerte, Pizarro vivió en Chuquisaca, alejado de la política, sin odios de parte de los patriotas y gozando de señaladas consideraciones del lado del partido realista.

Con fecha 12 de octubre de 1809, la junta de gobierno de España mandó que en atención a los buenos y dilatados servicios de Pizarro, y a que los achaques de su avanzada edad no le permitían trasladarse a la península, se le asistiera en las cajas de La Plata con el sueldo anual de 4000 pesos, pudiendo vivir en dicha ciudad22.

Goyeneche en dos ocasiones mandó que se asistiese a Pizarro con cierta preferencia en el pago de sus haberes por sueldos devengados. Ordenó primeramente que desde el 1° de enero de 1812 se le abonasen puntualmente doscientos cincuenta pesos mensuales, liquidándole todo lo que estuviere vencido. En segunda vez mandó que le hicieran ajuste por el tercio del año cumplido en fines de abril de 1811, y que para en adelante se le pagasen sus doscientos cincuenta pesos mensuales con preferencia a cualquier otro empleado23. Otras providencias análogas obtuvo después, de diversas autoridades realistas. Pezuela ordenó que todas las cajas reales del Alto-Perú se prorrateasen el pago a sus herederos de lo debido por sueldos al finado presidente24. Pero en 1819 las cajas principales de Chuquisaca debían a la sucesión la suma de 14951 pesos25.

Pizarro fue el último de los presidentes de Charcas enviado por el mismo rey. Sus sucesores subieron al puesto con títulos derivados de autoridades superiores del virreinato peruano26 .

Lombera entró al mando interino el 24 de noviembre de 1813, según consta de un expediente sobre el pago de sueldos de su secretario Ponferrada. Don José Márquez de la Plata, según dicho expediente, entró al gobierno de Charcas en enero de 1814. Tacón se posesionó de la presidencia el 6 de diciembre de dicho año.

Las gestiones de Pizarro a fines de 1814 para recuperar la presidencia fueron tan infructuosas como las que, fundándose igualmente en la real orden de octubre 23 de 1806, había entablado el año 1808 en Buenos Aires ante la Audiencia Pretorial, para que se le pusiese en posesión del virreinato, vacante por haber caído prisionero el titular interino Ruiz Huidobro, electo por el gobierno de España27.

Pizarro fue casado con doña María Ana Joaquina Zaldúa y Gamboa, que murió en Salta el 14 de febrero de 1796. Era esta señora natural de Morella, en España, y había acompañado a Pizarro a Cartagena, Rio-Hacha, Villa de Mompox, Quito y Guayaquil, donde él ejerció empleos o mando. Del gobierno de esta última pasaron a Salta.

El correo de enero de 1796, días antes del fallecimiento de su esposa, trajo a Pizarro el despacho real de Mariscal de Campo28.

Construyó Pizarro las fortificaciones de Guayaquil29 . El presidente de Charcas Pizarro, destituido por la Revolución, falleció ignorando que Fernando VII acababa de conferirle la nobleza de primera clase con el título de “Marqués de Casa Pizarro”. Había servido 70 años al Estado, desde Felipe V. Un nieto heredero de este título acudió al rey desde 1817, en demanda de indemnizaciones; y hubo de seguir expediente en Chuquisaca, Lima y Madrid, a efecto de obtener la constitución del correspondiente mayorazgo en España o Cuba. En 1864 presentó con este motivo la Sucinta Esposición Documentada, de que ya se ha dado noticia30 .

 

Notas

1 Hoy arzobispo de La Plata y metropolitano de BoIivia.

2 “Interrogado el señor don Francisco Saavedra, profesor de dibujo y pintura en Sucre, acerca de los grabados que se ven en la edición genovesa, hecha por el P. Herrero, de las Cartas Mejicanas escritas por el arzobispo Moxó, contestó hoy día de la fecha: que, por encargo del Ministro de Hacienda don José María de Lara, allá por el año de 1830 o 1831, él dibujó las láminas que se ven en dicha edición impresa, y que lo hizo sin saber el fin para que su dibujo estaba destinado, y en vista de modelos reales, últimos restos del famoso museo de antigüedades del arzobispo. Agrega que, a saberlo, habría él puesto mayo esmero en el trabajo, y que no fue poca su sorpresa cuando, a la vuelta de algunos años, vio grabados e impresos sus dibujos. G.R.M.”. Testimonio verbal de marzo 2 de 1875. Ms. Anexo. Pero debo agregar, por mi parte, que en el original de dichas Cartas, existente en mi poder y que contiene las enmiendas autógrafas del arzobispo, están el dibujo de las elegantísima portada y casi todos los demás que aparecieron después en Génova estampados. Son a lápiz y de una admirable ejecución: estos dibujos y los objetos reales sirvieron de original probablemente a las copias de Saavedra.

3 Mientras la señora Lazcano cree que el paraje a donde fugó el arzobispo fue Yamparaes, el canónigo sostiene que fue Siccha, al noroeste de la ciudad. A la anterior nota originaria hay que añadir hoy la que sigue: El alférez real don Angel de Alonso y Gutiérrez, comisionado por la Audiencia Gobernadora para traer cómoda y decorosamente a Su llustrísima a la capital, dio alcance a Moxó media legua adelante de Moromoro, en la jurisdicción del Gobierno de Potosí. Véase el corto expediente de gastos impendidos y abonados en esta importante y delicada diligencia, y que trascrito del original corre a las páginas 47, 48 y 49 de la colección de “Documentos Inéditos de 1809”, segunda parte del volumen II. de mis últimos Días Coloniales.

4 Véase la Adición Primera.

5 “559 Sucinta Esposicion documentada de los nobles hechos, grandes servicios y padecimientos del Teniente General Marqués de Casa-Pizarro. 4.0 mayor; 37 + LVII de documentos + un retrato heliotípico”. Tales son la inscripción y colación hechas el año 1889 por don Enrique Barrenechea en su Apéndice a las Adiciones de don Valentín Abecia y mi Biblioteca boliviana de libros y folletos. Como el bibliógrafo lo dice, inscripción y colación se refieren a una copia manuscrita de la hoy rarísima obra, impresa seguramente en España, sin designaciones y con aquel título. últimamente he logrado obtener un ejemplar perfectísimo del impreso original. Para completar su descripción sólo habría que añadir que la forma tipográfica del tamaño del libro es de mm. 152 X 101, y que el retrato es la reproducción litográfica de un lienzo al óleo. En nota bibliográfica Barrenechea dice entre otras cosas: “En el volumen de esta copia manuscrita figura la reproducciójn heliotípica del retrato de Pizarro, reproducción a que se hace referencia en una nota de los últimos días coloniales en el Alto Perú.p.116 del tomo primero. Otro ejemplar remitió el señor Moreno al señor Miguel S. Taborga, actual arzobispo de La Plata, nieto de Pizarro y de la señora Ana María Joaquina Zaldúa y Gamboa de García Pizarro, a quien es referente al rarísima Oración Fúnebre, inscrita con el número 3527 en la Biblioteca Boliviana. En carta a Sucre a 8 de julio de 1889, el referido Taborga, quien no era entonces arzobispo, y con referencia al obsequiado retrato de su abuelo, me decía: “ él es exacto según el recuerdo que conservo del que teníamos en casa”. También me decía aquel señor en su carta: “Ante todo quiero hacer una rectificación. Si mal no recuerdo, en los Apuntes que escribí para Ud., dije que mi señora Madre fue hija natural del Presidente Pizarro. Muerta ella, y sin poder aclarar la duda que me asaltó, estampé tal calificativo, fundado en una expresión mal interpretada que recordaba encontrarse en la carta dotal de la espresada mi señora Madre, y en el hecho de haber vendido mi tío D. J Rafael la casa y hacienda de mi abuelo sin darle participación a aquélla; no obstante, éste en algunas carta a aquélla le hablaba de “nuestra madre”. Lo que me hizo concluir que los dos serían hijos naturales, mucho más cuando yo no tenía memoria de cómo y cuándo hubiese muerto la esposa de
mi abuelo. Con la noticia que da Ud. en la Biblioteca Boliviana (num. 3527) he venido a comprenderlo todo; mil veces la oí a mi recordada Madre llamarse María Ana Pizarro de Saldúa y Gamboa, y siempre se daba ella por hija legítima. Fue, pues, en mí una lijereza el dar sólo asenso a mi duda personal”.

6 Véase la Adición Segunda.

7 Acerca de la construcción de torreones en la ciudad y de un fuerte en el cerro chico son referentes los números XV y XVI de los “Documentos inéditos sobre el origen de la Revolución del Alto Perú en 1809”, colección que forma parte del volumen II de los últimos Días Coloniales en el Alto Perú. Dicha parte lleva paginación arábiga. Otra parte, con documentos relativos a 1808, lleva paginación romana.

8 Véase la Adición Tercera.

9 Escriben algunos que el dinero era el nervio de Inglaterra. Pudiera añadirse que las cuentas de la guerra son hilos por donde se saca el ovillo de lo que en ella pasaba. Esto me he dicho muchas veces al recorrer el expediente original que contiene las cuentas documentadas de los gastos a que dio lugar el sostenimiento del gobierno creado por el 25 de Mayo de 1809 en Chuquisaca. De entre las 459 fojas de este gran in folio inédito -no pocas piezas he publicado el año 1901 entre los Documentos inéditos sobre el origen de la Revolución del Alto Perú en 1809- saltan a lucir verdades no sabidas o negadas por la generalidad, verdades gruesas o menudas. Entre las menudas, una sobre el padre de Monteagudo, y otra sobre el propio Monteagudo, materias ambas de conjeturas, antojadizas, algunas, de parte de los biógrafos de don Bernardo.

Este último no quedó en la ciudad agitando y dirigiendo la plebe, como alguien ha dicho; fue uno de los emisarios o centellas que partieron al siguiente día o inmediatos a llevar fuera la tea de la insurrección. Léase a la página 50 de los referidos Documentos inéditos la constancia de la entrega y recibo del dinero para una comisión secreta por el lado de Potosí. Véase a las páginas 89 y 94 cómo don Miguel de Monteagudo, padre del hombre célebre, estaba avecindado en Chuquisaca. Porque no debía de ser recién llegado o advenedizo el que figura en el siguiente título de un expedientillo de 9 fojas con planillas visadas por Arenales: Compañía de Zapateros Su Capitán Dn. Miguel de Monteagudo. Se compren -sic- vajo de esta Carpeta N. 64 ocho Listas, o medios Pliegos en que consta el serbicio echo pr. esta Compañía desde el 16 de Noviembre hasta el 25 de Dize. de 1809.- Según los recibos de su Capitn. importan tresctos. sesenta pesos a saber... etc. etc.
Este título de capitán conservó D. Miguel durante su emigración a las provincias argentinas, capitán de las compañías de la Patria de 1809 en Chuquisaca. Estas eran nueve: de Tejedores, de Sastres, de Sombrereros, de Pintores, de Plateros etc.; compuesta cada una a lo menos de 40 mestizos armados; los capitanes, todos criollos de buena clase y aun de nobles familias (como Entrambasaguas y como Lemoine). D. Miguel Monteagudo, único europeo capitán. ¿Se habría hecho esta confianza con un forastero? El hecho confirma la vecindad que afirman doña Martina y el canónigo, y explicaría, si cierto lo del boliche de su padre, la humillación que por esta causa padecía el doctorcito su hijo en la aristocrática Chuquisaca. Véanse los números XXXIII y XXXVI en Colección de Documentos inéditos de 1800 precitada.
En cuanto a lo dicho por los informantes sobre el lugar del nacimiento de don José Bernardo, véase la Adición Cuarta.

10 Véase la Adición Quinta. Acerca del suceso del 25 de Mayo de Chuquisaca se han publicado allí en nuestros días (1891 a 1896) los folletos 4240, 4332, 4335, 4338, 4358, 4386, 4369, 4408 y 4447 de mi Primer Suplemento a la Biblioteca Boliviana. El primer nombrado contiene, con mérito historiográfico, una crónica del suceso, seguida de noticias biográficas y un facsímil de firmas. Esta publicación bien informada se debe a don Valentín Abecia. Es asimismo interesante la pieza 4338. Contiene una relación de fray Marcos Jorge Benavente, guardián de San Francisco, testigo ocular y actor en parte. Como producción coetánea, a raíz de los hechos, es algo informativa y mayormente sugestiva a la vuelta de casi un siglo. No contradice sino confirma las exterioridades y conceptos tradicionales de doña Martina y del canónigo Flores. No carece hoy de interés la pieza 4386. Es una representación del señor Manuel Antonio Tardío al virrey en agosto 26 de 1809. Del fondo de las dos piezas oculares antedichas se desprende que un grupo oculto de pechos soplaba y atizaba la hoguera de la discordia entre las autoridades españolas. Los demás folletos nada añaden que valga, a lo que ya se tiene averiguado o consta de las publicaciones documentales que ellos reproducen.

11 Era hija legítima. Véase atrás, pag. 116, la rectificación hecha catorce años más tarde, hecha con la modestia y sinceridad que el presente aserto.

12 El “oratorio parvo”, vecino a la sacristía, debajo del cual está la bóveda del enterratorio. N. del E.

13 Tengo averiguado que pocos días después de la sepultación llegaba a Chuquisaca don Rafael, el hijo varón de García Pizarro. Ibíd.

14 En los restos del archivo de la Presidencia de Charcas, que descubrí en 1875 arrumbados cerca de un pesebre del palacio de gobierno, no se encontró ningún papel sobre los sucesos de 1809 ni referente a las desavenencias que los produjeron. Pero don Mariano Ramallo encontró los que poseo referentes a Pizarro entre los legajos de la testamentaria de los Córdoba.

15 Real Cédula Aprobatoria de la Ciudad de Nueva Orán y declaratoria del goce del fuero de guerra a su regimiento. Ms. en copia auténtica.

16 Documentos sobre la promoción del Mariscal de Campo García Pizarro a la Presidencia de Charcas. Año 1797. Ms. original.

17 Oficio del virrey del Pino a la Audiencia, fecha 10 de octubre de 1803. Ms. original.

18 Oficio del virrey a la Audiencia, fecha 24 de abril de 1810. Ms. original.

19 Se posesionó el 8 de octubre de 1811 y salió a incorporarse al ejército el 2 de marzo de 1813.

20 Año 1814. Espediente que contiene la instancia del Exmo. Señor Ramón de Pizarro, sobre que a él le corresponde como Oficial de mayor graduación, y conforme a la Real Cédula de 23 de Octubre de 1806, el mando político, militar y presidencia en las actuales circunstancias. Ms. Original. De gran importancia para el conocimiento de la revolución de Chuquisaca. Es notable la vista fiscal de Cañete,..este expediente, por las informaciones y noticias retrospectivas que contiene.

21 Ibíd.

22 Oficio del virrey a Nieto, de 8 de Enero de 1810, y trascrito por éste a los MM. de las Reales Cajas en 15 de Febrero del propio año. Ms. en copia sacada del libro de oficios originales existente en el actual Tesoro de Chuquisaca.

23 Oficios de Goyeneche a los MM. de las Cajas de la Plata en diciembre 12 de 1811 y en mayo 9 de 1812. Ms. en copias del libro antes citado.

24 Oficio de Junio 17 de 1816 a los MM. de las Cajas de Chuquisaca. Ms. original.

25 Relación Demostrativa de las Cajas en el Expediente sobre el número de Ministros de las Reales Audiencias de Indias. 1788 1819. Ms. original.

26 Nieto, por el virrey rioplatense.

27 Observaciones sobre los recientes acontecimientos de Montevideo. Buenos Aires, 1808, 4º, 15 pp., Expósitos. Expediente que contiene la instancia del Exmo. Señor Don Ramón de Pizarro, ya citado.

28 Biblioteca Boliviana o Catálogo de Libros etc., número 3525.

29 Ibíd.

30 La Sucinta Esposición contiene 17 documentos justificativos, 9 de los cuales anteriores al siglo XIX, uno del cabildo de Chuquisaca a fines de 1806, y los demás referentes al periodo de la Revolución, y consisten algunos en informes de Abascal, Pezuela, Campoblanco, Audiencia de Charcas (residente en Oruro el año 1815), Cañete, Goyeneche, etc. Desde 1853 hasta el año 1884 en posesión del marquesado don Adolfo García León y Pizarro. Estos tres apellidos son los que usó en documentos oficiales el antiguo Presidente de Charcas. El título de fundador de Nueva Orán, fundamento a su turno del título de “Marqués”, y no quizá del de “Conde” a virtud de los otros merecimientos del agraciado, es hoy puramente honorario en la hoja de servicio de García Pizarro. Orán desapareció del mapa de las poblaciones argentinas la noche del 22 al 23 de octubre de 1871, destruida hasta en sus débiles cimientos, sin haber adelantado cosa que valiese desde 1794. Véase en la Revista del Río de la Plata, tomo I, año 1871, a la página 305, la erudita noticia sobre el particular dada por don Andrés Lamas.

 

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