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Revista Ciencia y Cultura

versão impressa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.9 La Paz jul. 2001

 

 

 

Rastros: simultaneidad y eternidad
(sólo una invitación a la lectura)

 

 

Marcos Sainz Bacherer

 

 


Un segundo de vida que comprende todo eso, y cuanto más que no se sabe...

Fernando Medina Ferrada

 

Es una maravilla del siglo veinte la recuperación de la simultaneidad que todo lo puede saber, pero que a la vez es o parece ser tan nada. Una recuperación del espacio y del tiempo como lo que siempre fueron: una sola cosa o todas las cosas. Sueño y lucidez.

En la literatura boliviana, es Arturo Borda quien está más allá ante este desafío de lucidez y gobierno, en medio de su obra fragmentaria y múltiple, en lo lejano, en lo cercano. Aquello que parece un caos sin nombre y que adquiere todo su abrumador peso gracias al contexto en el que se hace: la obra en referencia a la obra misma. Una aparente tautológica autoreferencia que no lo es si se piensa en el clásico "la vida y la obra son la misma cosa"1.

La obra es el hacer. La sagrada humildad está en la manera de hacerse de la obra. La forma en que se vive, para qué se vive.

Esta simultaneidad es la simultaneidad de lo mítico, ante lo cual no es posible seguir hechos a los sordos. En Bolivia jamás ha sabido estar ausente, aunque sólo sea como presencia de lo que pretenden ausentar.

En la novela Rastros de Fernando Medina Ferrada la simultaneidad parte de un punto común en nuestro tiempo, un punto en el cual se entrecruzan y se condensan las imágenes que se tienen de la muerte, no como un lugar, sino como un momento, el momento del recuerdo, en el cual éstas se presentan una a una, todas, en sus momentos significativos, de un modo simultáneo, en la mente del hombre que está muriendo.

Se dice que en prolongado arco o en sinuosa precipitación, el moribundo abarca en poco tiempo el camino que tardó años en recorrer para llegar a ese punto; un recurso supremo de prolongación momentánea; quizá; tal vez el último ajuste de cuentas, inútil, cuando ya todo ha concluido2 (p.p. 5-6).

Si aceptamos esta idea, el recordar es siempre una manera de morir. En Rastros se muere, o se vive para dejar o recuperar las imágenes de ese recuerdo. Juan, alias el Loco (...), se encargó de dejar un cuadro particular que pinta, más o menos, y de acuerdo a las características antes señaladas, el testimonio que a estas alturas tiene un valor significativo: el de una doble despedida -la de él mismo, que sin imaginarlo siquiera, a poco debía partir espantado por las hordas pretorianas, y la del otro (Francisco Benetti), que ahora se prolonga como una lujosa heredad en la memoria del autor de estas memorias (p. 257).

Esta declaración nos permite leer en la obra esa doble imagen: por un lado un hombre que ante la muerte es capaz de recordar todo lo sucedido en el último instante. Por el otro un hombre que es capaz de vivir como frente a la muerte, a la hora de escribir, ...como es imposible decir, aquí no ha pasado nada y hacerse el distraído ante el rotundo silencio que es la muerte (toda muerte), este paréntesis, con todo lo que en él cabe desde el nacimiento, es, ha sido, será así mismo una somera parábola que, a fin de cuentas dice más de significados que de los hechos con los que pretendidamente se trata de testimoniar sobre esa partícula que es el individuo ante el destino común (p. 4), un hombre que quiere recordar, es decir llegar a un nuevo acuerdo y ordenar la obra, sus partes, de modo que terminada de leer, o a medio leer causa un efecto de instantánea simultaneidad.

De ahí el aparente desorden en el que se desenvuelve: las partes se llaman pasos, intermitencias, paréntesis, rutas y otros evidentes cortes sin nombre. Hay pues una estructura fragmentaria definida por las tensiones que logra coagular cada pedazo. Es además muy claro que es abrumadoramente más grande lo que se deja sin decir que lo que se dice. El lector se queda sediento.

Mas para ser fieles a las exigencias del libro, como lector habrá que saber colocarse dignamente a su altura, leerlo muriendo, como lo hace el personaje y como lo hace el autor: Noche y frío calándole los huesos forrados con esa carne magra, extendido a lo ancho del callejón donde nadie viene a socorrerlo preguntarle siquiera qué pasa, desolado derrotado bajo el peso de una memoria insaciable y voraz, boqueando, desarticulado y mudo cuando quiere dar un alarido, fundido en las sombras intermitentemente sacudido en un tránsito veloz que lo lleva desde este presente hacia el pasado: un camino de ida y vuelta que tal vez le parece el mismo punto de partida. No son horas ni segundos ni es la noche ni el día, todo es sombra un espacio intemporal y caprichoso que lo precipita al recuento de cuanto concluye aquí, dentro de ese cuerpo inerme, inmóvil (p. 49). Y así encontrar en ese cuerpo inerme, inmóvil del libro, nuestro propio cuerpo inerme, inmóvil de lector que mediante recurso tan sencillo es capaz de ir desde este presente hacia el pasado: un camino de ida y vuelta que tal vez (le) parece el mismo punto de partida. Falta saber si los costos que una lectura como esta suponen, podrán ser soportados por los arriesgados que acepten el desafío de recordar y prolongar el gesto.

Es una paradoja entonces lo que impulsa la escritura, una paradoja que tiene honda tradición en nuestras letras, el hombre que vive ante la muerte logra negarla sólo por el hecho de hacerse al muerto3. La esperanza de restablecer alguna situación involuntariamente interrumpida o rescatar una memoria que guíe la busca de una pretendida integridad, puede alentar este deseo; una oscura necesidad de no avenirse a la temporalidad de las personas y los hechos que tuvieron alguna significación en la existencia; lo que representa una negativa a admitir la propia extinción (p. 4).

Esta negación explícita o no de la muerte es lo que permite al hombre existir (estar suspendido desde fuera) y proyectarse ya no en la familia, sino en los amigos, en los lectores. Se trata de seguir las huellas que señalan la ruta de un destino, se pretende descubrir lo que no se supo nunca lo que el tiempo o la memoria borró injusta o misteriosamente de eso se trata una interrogante de la que tal vez uno mismo es la respuesta (...) un cúmulo de supuestos el suspenso que permanece y se encadena como prolongación del mismo ser de eso y de que en la presencia de hoy está contenida la distancia el recuerdo el olvido de mañana, de eso y de todo lo que sea menos que la muerte se trata, mientras, hasta donde el aliento alcance y así algún día por azar o por el mínimo ademán de hojear un libro prolongue el gesto (p. 5). No es extraño leer aquí un proyecto común, de grupo, una propuesta no exteriorizada de la literatura boliviana del siglo veinte. Prolongar el gesto es el para qué se vive -anteriormente mencionado- que escoge el autor4. ¿Cuáles son algunas de esas actitudes y acontecimientos éticos y estéticos que se dan en la novela y que permiten esa prolongación?

 

La novela

Este carácter intermitente5, discontínuo, se presenta para ausentarse, de principio a fin. Ya desde la página 15; en tanto la novela se va construyendo al ubicar o situar la niñez y adolescencia de Francisco, dotándolo de un sentido ético que no abandonará en toda la novela: Emancipado como un ángel terrible fue capaz de avenirse a todos los quehaceres posibles para su supervivencia, anteponiendo un código personal que lo inmunizaba y lo situaba al margen de toda calificación: poseía el don de la humildad, la terrible pureza de la inocencia. Vagabundo de calles ciegas y sin destino, vigilante de esquinas embriagadas por el tráfago de la colmena, hijo y hermano sin ataduras, violentamente cercenado de toda responsabilidadfilial, Francisco llevaba la ciudad en el corazón, que latía con ella, la suya, la que paso a paso fue erigiendo para protegerse de la otra, aledaña, que lo asediaba, lo rechazaba como a un inadaptado, sin rebeldías ni secretas intenciones de cambiar nada; simplemente falto de recursos para doblegar en sí mismo los dictados de su propio devenir. Desheredado de afectos, desterrado en su propio territorio -luciérnaga sin luz, ciudadano sin registro que lo particularizara-, las únicas referencias que lo identificaban ante sí mismo eran su historia y la memoria que arrastraba como un lastre ineludible (p. 9). Ver también cómo fue capaz de eludir las trampas del poder cuando conoció al Jefe Máximo del Partido: Yo esperaba la llegada de Robin Hood y lo que vi fue un lobo disfrazado de Caperucita... (p. 30). O cuando ...al ser citado a la Dirección de Personal para anunciarle que además de su ratificación había sido ascendido a Jefe de cuadrilla, respondió Ya sé todo lo que quería saber sobre el funcionamiento de la empresa, pero es un trabajo que me aburre mucho... Esta es mi última noche de trabajo aquí, gracias... (p. 31); aparece la primera de las intermitencias en la cual se presenta a los tres Mosqueteros ...no por Aramis, Portos y etcétera, sino por los preclaros vates Breton, Aragón, Eluard, de cuyo espíritu rebelde se sentían epígonos (p. 163). Daniel, alias El Tembleque; Orlando, alias El Chucuta; Juan, alias El Loco, y otros, comparsas ocasionales, pero no por eso menos importantes, como Jaime, alias El Orson, o José, alias El Dandy (p. 16). A estos se añade más adelante Francisco, alias El Perro. Luego resultan ser hasta seis, sin que esto cause problemas a la nominación porque las circunstancias permitían que se junten, la mayoría del tiempo, de a tres. Desde el principio también se nos avisa el fatal e inexplicable desenlace (p. 7) se puede decir que ahí comienza la novela, en la pérdida de sentido del personaje principal.

Esta manera de novelar, que ha quedado explícita en el primer "capítulo" llamado Rutas apunta a la reflexión sobre los acontecimientos6, más que a ninguna otra cosa. De este modo no se deja a las cosas suceder simplemente, se las dobla una y otra vez sobre sí mismas, en un torbellino de formas y sentidos que van formando algo como una vida. Esta característica le da una densidad más, de ésto se trata el saboreo de una anécdota, que la convierte en un sentido reconcentrado para digerir, que obliga no sólo a leer lentamente, sino a leer otra vez más.

Es una forma de escribir, en la cual lo simultáneo se ha impuesto y los diversos espacios en los que se desenvuelve la vida de Francisco, cualquier vida, adquieren una importancia que no está en lo que aquellos espacios "son", como quisiera cualquier mal entendedor de lo que la simultaneidad es, como quiere el tiempo actual de la aceleración sin sentido. Si lo que nos permite comprender esta trémula imposición de lo mítico a través de lo simultáneo es que el desenvolvimiento, el desarrollo no puede ser tal sin ser a la vez reflexión, repliegue sobre sí mismo7. Lo que permite que recordemos es que haya algo que haga que lo que ocurrió siga ocurriendo de alguna manera. Una anulación de lo temporal que significa que todos los tiempos pueden estar aquí, no que todos los tiempos están. Es una importancia nacida de lo que aquellos espacios son capaces de conjugar, ordenar, configurar, etcétera. La imagen dando a luz en algún lugar del pasado, entonces es el aprendizaje lo que se impone siempre y en cada lugar. Estos elementos se ven claramente en las siguientes citas:

La ciudad: esa selva que había empezado afecundarlo de interrogantes para las que no tenía respuesta; el enigma de sus habitantes, su desplazamiento triste y silencioso o su desbordamiento enloquecido; longitud y latitud a cuya merced se entregaba como a una corriente desconocida y potente; ese espacio cuyo límite no estaba marcado por el día y la noche sino por su agotamiento (p. 10).

En cualquiera de sus extremos, lavando autos, platos o pisos, vendiendo periódicos revistas o repartiendo vituallas; relacionándose momentánea o temporalmente con quienes, itinerantes como él o lugareños no le era difícil establecer identidades afectivas y simples, siempre atento a todo vestigio que propiciara la anhelada coincidencia en un terreno de interés común: la música (guitarrista afinado como era), la lectura..., algún libro que llevaba consigo hasta que el manoseo lo desintegraba (p. 11).

Fue encontrando en el exterior las que fueron desde entonces claves que descifrar, asombros que le develaron significados en lo que había sido materia inerme y utilitaria, puesta allí, donde la había encontrado/para dormir, para sentarse, objetos para tomar entre las manos, materias líquidas y sólidas para ingerir: silla, cama, mesa, luz, oscuridad, el día y la noche... Elementales recursos de supervivencia, luego. Todo un conjunto a su alcance, con apenas la actitud de dar y recibir. Una autosuficiencia paulatinamente conquistada, una respuesta de autodefensa innata... Determinaciones adoptadas de acuerdo a sus precarias e inmediatas necesidades, contradicciones inexplicables que debía resolver ante el siguiente paso guiado por un instintivo sentido de selección entre el torbellino que lo rodeaba (p. 11).

En esta, como en toda ciudad, seguramente habían estratos aun por descubrir, inéditos para quien como Francisco, cada espacio representaba una especie de conquista espiritual antes que topográfica; según la zona en la que trabajara, su relación con el lugar no se limitaba a lo meramente funcional y práctico; le gustaba descubrir la parte que la diferenciaba de cualquier otra y la hacía acogedora para sus pobladores. Los pequeños restaurantes que congregaban a los empleados, a los obreros del lugar en las horas de almuerzo, o al atardecer, durante la cena... (p. 32).

Son elementos que resaltan aún más en esta otra cita:

Descubrió que todo era regido por un ritmo dentro de un tiempo y un espacio establecidos desde siempre, pero que un minuto no se parecía a otro, y que él no podía dejar de registrar cuanto se operaba en su transcurso. También conoció otras cosas importantes para él: la sincronía de la ciudad, por ejemplo, de que todo lo que había en ella se movía, como sus órganos en el interior de su cuerpo, estaban ligados entre sí, que uno conducía al otro y que nada acababa en esa integridad aparente e inmediata (p. 25).

Estas reflexiones, tan sesudas, aparecen en las primeras páginas de la novela, Francisco no ha pasado del todo la adolescencia, sin embargo no sólo que parece haberlas pensado, sino que las asimila en su cotidiano quehacer. Por ello continúa:

Dominar los resortes que articulan la ciudad, era poder reducirla al tamaño de un reloj que se podía llevar en el bolsillo para disponer de él, y no al contrario, que la ciudad lo dominara (p. 32).

Más adelante, ya la ciudad es chiquita, cuando decide viajar con su amigo Percy desde la Argentina al Perú atravesando Bolivia por la meseta oceánica del altiplano, este casi total dominio de lo urbano se diluye, al pensar y estar determinado ya por otro espacio, el definido por el viaje. Lo urbano aparece como un engaño (que tal vez nunca había dejado de ser). Aquí el conocimiento en movimiento, el ritmo constante de aprendizaje que impone lo simultáneo se muestra, si bien incapaz de acabar algo, incapaz de ser totalizador, sí oportunamente ubicuo. Salieron del café con ojos nuevos y vieron que la noche se había asentado sobre la ciudad como una materia densa y pesada, que las calles no llevaban a ninguna parte y que la gente parecía no darse cuenta. En realidad, partieron anticipadamente en un afiebrado vuelo de altura desde donde pudieron observar lo que se movía abajo. Pero ellos ya no estaban allí, ya no formaban parte de esa marea oscura y cenagosa en la que habían vivido como dos peces ciegos, obstinados en alcanzar una orilla inexistente (p. 48).

Pero parece muy fácil este dominio de la ciudad. La intensidad aludía a Buenos Aires. Otra es la cosa en las ciudades y alrededores de Oruro y La Paz.

El viaje (Tercer paso) es relatado como sucesión de hechos. Ahí es donde se puede ver la maestría del narrador quien nos da una hermosa y rítmica espiral de tensiones que lejos de terminarse al final del viaje, en Oruro, alcanzan un punto de detención y toma de distancia, en el amor, la mujer, la tierra, la ciudad y la ternura. Tabaco, caña, pisco, poca comida y unos cuantos pesos para continuar el viaje, etapa por etapa, pampa y cerro, bajando, subiendo, siempre subiendo; Córdoba, Catamarca hasta Salta, cinco días allí, tres conciertos en El Rancho Amigo, con bailarines maricas disfrazados de gaucho, baños calientes en un hotel de mala vida, ropa nueva y de ahí, en ferrocarril jadeante, trepando y trepando a cremallera limpia, dos días así, hasta la Quiaca, punto intermedio de una ruta una y otra vez interrumpida. (p. 52).

El viaje no terminó al llegar a la ciudad, sino hasta que el carnaval orureño acaba.

En la "meseta oceánica del altiplano", a través de la fuga, por medio del frío y de la oscuridad, a Francisco ante la imponente planicie, le pareció sentir un sordo latido bajo sus pies (...) Oyó el viento también -un prolongado lamento entre los pajonales-, y supo emocionado, que se trataba de la raíz de una música familiar pero cuya procedencia había desconocido; sintió con qué facilidad esos elementos se integraban a su ser y lo asimilaban como parte orgánica, restituyéndole algo que en el momento no supo qué era pero que se le incorporaba como algo que le correspondía (p.57). Descubre la tierra firme de solidez mineral después del viaje, que ya parecía travesía marina, y no puede dejar de relacionar esa tierra con Carmela, la mujer con la que vivía era el aroma acre de la tierra, de superficie apretada pero seguramente igual a ella, dulce y cálida en sus entrañas. Estos descubrimientos le dieron conciencia de algo ignorado hasta entonces, como se ignora lo que ha nacido con uno y no se siente: estaba en su elemento natural, en él su espíritu y su cuerpo formaban una unidad sensible, capaz de traducir mensajes que en la rigidez de la ciudad se anulaban; todo en ella era un barniz y uno mismo se asimilaba a esa aparente vitalidad convertido en una materia abstracta, limitada a lo ya establecido (p. 57). Hay una clara pretensión de armonizar lo profundo del altiplano con lo que en él habita.

Es Oruro, una ciudad o mejor, el espacio de la meseta que se le hace indescifrable en su sentido, pero que al estar incorporado en él lo lanza hacia su nuevo destino. La mágica realidad inmediata salvaba su miserable presencia, como contraste natural entre ese mundo intangible y significante, y el otro (el suyo), existencial, pero así mismo válido en su apasionada temporalidad. Al cabo, tornaba de esas evocaciones, de ese contacto cósmico con sus orígenes de especie, como quien se deja llevar por la corriente de un tiempo de inexorable transcurso; despertaba luego, sin violencia, entre el discurrir lerdo o sobresaltado de quienes, tal vez sin saberlo, eran la proyección de aquello que se le había ofrecido como una revelación: el hombre y su destino (p.p. 57-58).

Es notable el aire, la fuerza telúrica, metálica, oceánica con que varias de estas páginas recuerdan a la internación en la oscuridad fría y profunda del altiplano utilizada como un recurso de conocimiento en Vidas y Muertes por Jaime Saenz. Francisco, no se podría decir que se "cae hacia arriba" en forma literal, pero le sucede mucho parecido, se le forma un vacío alrededor, sólo está la luna, diminuta y pálida, como un agujero velado en esa infinitud (p. 58). Llega al "estado", el ideal para acrisolar una vida ...sabía que era necesaria la toma de una distancia -un alejamiento ignorado conscientemente-, sólo percibido cuando al ir internándose en la altiplanicie sin límite, aterido de frío casi hasta el adormecimiento, el ritmo de sus pasos lo iban poniendo en un estado de ebriedad nebulosa, casi un trance de total ajenidad en cuanto al momento y al lugar en el que se detenía -un espacio yermo, sin otra presencia que la de las piedras... (p. 58).

Si lo simultáneo es otra manera de enfrentar el paso del tiempo, no habrá que perder de vista que es una manera en la cual todo género de objetos se acumulan sin fin, en una referencia a la inacabable eternidad.

En el siguiente capítulo cae en el hueco de La Paz y la novela continúa...

 

Las intermitencias

Rebosantes de humor, sarcasmo, cansancio, profunda amistad, lo más sabroso que se ha horneado en esta novela, está en los diálogos, llegando a ser su mayor acierto aquel fragmento en el que funcionan como monólogo al haber sido reemplazadas las posibles respuestas o intervenciones del interlocutor por puntos suspensivos8.

Las intermitencias suelen iniciarse con diálogos de los amigos que nos ponen al tanto de sus aventuras. Copiaremos aquí sólo los inicios de algunos de ellos y de este modo paladearemos algo de sus esencias: El Chucuta -¿Hay para unas cervecitas? El Orson. -No hermanito, no cobré (p. 38); El Loco -¡Qué se le hace, hermanito! Es el recurso de los pobres. Cualquier chotita aquí, sin los previos sacramentos, no te la afloja. No hay más remedio que acudir a la propiedad ajena... (p. 50); Comer o no comer, como dijo el otro, filosofó hamletianamente el Chucuta -¡Carajo!... ¡Se me acabó el bermellón!... dice el Chucuta ante la silla que le sirve de caballete. -Para lo que pintas, no te hacen falta oleos. Con el vitroleo que te corre por las venas es suficiente, dice el Tembleque, desde el jergón en que está recostado. -Claro, quitale el vitrio, y ya está, dice el Orson. -¡Zonzos!, exclama el Chucuta. Se dice vi-trio-lo... -Da lo mismo... -Esas figuritas no necesitan color. Si tu realismo es mágico, como dicen los que saben, deja la tela así, en blanco, dice el Loco. -¡No sean cojudos pues!... ¡Ustedes están rebuznando de hambre, eso es!... -Entonces vámonos al campo, propone el Tembleque. -¿A comer pasto?, pregunta el Orson (p. 154).

Hay un momento (eje de la novela, pues se responde a las preguntas universalmente válidas ¿porqué era Francisco como era?, ¿cuándo comenzó a ser así tan raro? El impulso era dado por la frase ...¿se acuerdan de aquella vez cuando...?) en las páginas 61 y 62, en las cuales el narrador (el Loco) se pregunta cuándo comenzó la paranoia (por llamarle de algún modo) de Francisco y relata ejemplos de las cosas disparatadas que Francisco hacía o decía... cualquier día, a la hora menos pensada, Francisco se presentaba con aire de aparente distracción y "casualmente" de paso, en la casa de alguno de sus amigos, y al no encontrarlo, desconfiado, preguntaba ¿seguro que no está? Al verlo, no se podía evitar la alarma que producía su presencia perturbada, no solamente por el hecho, extraño en sí, sino porque siempre daba la impresión de que lo seguían y lo que buscaba era dónde esconderse, huyendo quién sabe de qué seres nocturnales que únicamente él veía. Sin embargo, no daba lugar a que se le preguntara nada, pues recibida la respuesta, volvía a irse, como si su objetivo sólo hubiera sido ese: constatar la presencia o la ausencia de la persona buscada. Pero cierta noche, muy tarde, cuando fue a la casa del Loco y su mujer le dijo que aún no había llegado, que estaba trabajando, él había respondido ¿a esta hora?, no obstante saber que por entonces el Loco trabajaba hasta la media noche. ¿y por qué, entonces, usted sale a recibirme en piyama?... seguro que ya están encamados... dígale al Loco que se levante y la mujer del Loco No Francisco, le aseguro que no está... a que si entro está ahí y ella, asustada, Pase, pase no más... y el tipo la empuja y se mete hasta el dormitorio, y al ver que realmente no está, dice al salir ya sé que me están rehuyendo porque piensan no sé qué macanas, pero el verdadero loco es el Loco señora, cuídese o cuando alguno del grupo lo veía aparecer de pronto, al dar vuelta una esquina, casi corriendo, volviéndose una y otra vez, como si huyera, para encontrarlo en el café, distraído, como si no le ocurriera nada. ¿Cómo van las cosas amiguito?, le preguntaban. ¿por qué? ¿cómo tienen que ir las cosas? respondía resentido, mirando a sus amigos con suspicacia ya sé agregaba, que entre ustedes hay cosas que ignoro, claro, como soy extranjero... ¿creen que no los veo cuchicheando, cuando me acerco, y luego se quedan callados?... o cuando llegó (p.p. 61-62).

¿Es o no es un soberbio narrador? Aquí está jugando con asuntos quemantes y pesados, aventuradas peripecias de descarnada absurdidad las llama el autor, sin embargo, no obstante lo angustioso del asunto (el amigo está tururú), uno no deja de reír con semejantes anécdotas. Y aquí quiero plantear mis observaciones sobre el estilo anecdótico y reflexivo de Fernando Medina Ferrada en Rastros. Todo aquel que lea Rastros con atención o que quiera averiguar más hurgando por donde pueda, no tardará en reconocer no sólo a algunos de los personajes de la novela, sino también, algunas de las anécdotas que se relatan9 pero, no se trata de anécdotas de coleccionista10 como las que por ahí pululan y se multiplican y que asombran a propios y a extraños; se trata de anécdotas que, en muchos de los casos, están siendo cuestionadas y que son una especie de modelo a seguir sobre qué hacer con lo vivido (no olvidemos el valor trascendental que tiene el recuerdo en la novela). Son aquello que sólo mediante la reflexión podrá alcanzar su plenitud (como toda anécdota). Así el momento de la muerte, que es cada momento, se impone por su negación terminante de lo vívido, reduciéndolo a una nada, lo vivido y por eso el mejor momento para el recuerdo. Los sucesos de la realidad, una vez repensados, son útiles para cosificar11 las situaciones, es decir hacerlas maleables, portátiles y ubicuas. Posibilitan además no juzgar de prepo (que es uno de los grandes males del siglo veinte), y por tanto permiten juzgar de una manera noble, digna y que abre un sendero para dar sentido al momento presente, no ya al que sucedió y que fue allá donde fue, sino al que nos sucede al leer por ejemplo. Un presente que al construirse con los fragmentos dignos de recuerdo, elementos del rompecabezas de lo actual, pueda y quiera reconocerse en una imagen compleja, una construcción, una ficción, una composición hecha, por supuesto, por los personajes, que en este caso hemos pasado a ser nosotros. Lo vívido no es una cuestión automática de nuestro organismo12.

¿Cómo no ponerse a cuchichear o a correr al ver llegar a semejante loco? Estos actos hubieran sido el resultado directo de un juicio hecho "de prepo". Veamos entonces cómo continúa Fernando Medina Ferrada ese fragmento citado:

Todo lo dicho por Francisco en aquellas ocasiones, podía calificarse de absurdo y sin sentido. Aunque, naturalmente, si su condición de por sí ya era enajenada, se podía deducir que no por ello, el carácter de esa enajenación carecía de significado. Sucedió, sencillamente, que instalado en el imaginario mundo de lo que hacia un tiempo había sido memoria o ficción, acabó por convertirse en realidad, tan evidente como la de su propia existencia.

Efectuado este desplazamiento, cuanto sucedía en el exterior, en el terreno del acontecer cotidiano, fue encontrando en el interior de cada uno de sus amigos, el espacio adecuado, de modo que cuantos tuvieron que ver con él, en cada una de las escalas de su relación, no eran más que imágenes y repeticiones del inmutable acaecer de sus existencias (p. 62).

 

Los amigos

La desaparición de Francisco de la novela es paulatina, comienza con la decisión de quedarse en La Paz (ni siquiera la inquietud de conocer otros países, otras gentes-, comprendió que aquí o más allá, todo sería una reiteración), sigue en la constatación de su propio "estado" crepuscular capaz de enajenarlo al despertar, y mantenerlo durante horas hundido en la cama con la mente flotando en una superficie inocuay sin rumbo (...) Extrañado, se sorprende a sí mismo parado en cualquier sitio, sentado o caminando. Debe dejar pasar unos minutos para reconocer, o reorientarse, de manera parecida a lo que, se supone, le puede parecer a un sonámbulo, si es despertado (p. 104); y de a poco incluido el momento en que sucede un (misterioso) desmayo, seguido de ciertas alucinaciones, y el hundimiento en el vacío de la inconsciencia. (p. 106), que tendría su último eco en el vacío final de la muerte.

En el quinto paso viene la presentación formal de los amigos, quienes por olfato o por gravitación natural, conocieron a Francisco y muy pronto lo bautizaron como el Perro, "porque cuando ríes, muestras los colmillos como un perro cuando gruñe". Ellos se movían y enfrentaban silenciosamente a el bando de los consagrados, numéricamente superiores, materialmente boyantes, socialmente engreídos, oportunistas o indiferentes, tácitamente transferidos por el clan gubernamental saliente al entrante, con sólo la venia de su incondicionalidad purista en cuyas prosas poemas o lienzos los residuos de la miseria o la esterilidad altiplánica se transmutaba en "realismo poético" o "cultura ancestral". Nada que inquietara la buena conciencia de quienes podían lucir en sus mansiones su refinada y nacionalista inversión, refrendada por el prestigio (oficializado) del firmante (p. 163). No sólo se oponían los tres mosqueteros a ese mundillo despreciable, sino que imponían un ritmo frenético lleno de ansiedades que era contrario a la vida familiar con la que Francisco había iniciado su vida en La Paz. De este modo esta dinámica absorbe a Francisco quien se unió a su guerra contra el inmenso larvario adherido a la corteza subalterna de la aldea; se instaló entre ellos como sobre una nube ambulatoria, expuesta a todas las corrientes y los estremecimientos subterráneos de la ciudad.

Al cabo se casó con Sara (...) si en algún momento pudo creer que había encontrado el camino que le correspondía, tal vez no pudo explicarse por qué aún el destino lo zarandeaba hacia todos los extremos (p. 164).

A partir de aquí (final del quinto y todo el sexto paso) es el abismado grupo (salido de lo que Fernando Medina Ferrada llama lumpen criollo, el que se impone no sólo en la vida de Francisco, sino además en la novela, se relatan cantidades jugosas de las anécdotas referentes a sus andanzas, suertes y ocurrencias (de las cuales ya tenemos una idea).

Hay múltiples ejemplos: la deliciosa obra de teatro del Loco y la desquiciante obra propuesta por el Orson son joyas de nuestra mejor sátira y sarcasmo político (una oda al absurdo), en ellas como en los ágiles diálogos que mantenían despiertos a los mosqueteros, está siempre presta a salir, no la "queja social", sino la mirada de desprecio (superioridad que otorga la dignidad de lo vivido, lo vital frente a lo contingente), al mundo de los gobernantes, una mirada casi indiferente, crítica que destroza porque, sólo estando de paso a otro lado, tira un codazo como quien se deshace de un estorbo en el camino, que no merece la atención de lo vital. Entonces conocemos sus embrollos, en esto se destaca el afán abrumador, antes que nada de los amigos que: se van a conocer el país por su cuenta subiéndose al tren y yendo hasta los confines de la bohemia nacional; ¿será el poder arrollador del ímpetu creativo o simples ocurrencias?, lo dirá el tiempo: -¿Y no te estás olvidando del monumento submarino, Pepito?, incita el Chucuta. -¿Monumento submarino?, se sorprende el Perro. -Sí, A-Kafka-un-monumento-kafkiano, afirma el Orson. Lo haremos en Llojeta, en una laguna artificial... -Para acabar de ahogarlo..., malicia el Chucuta. (p. 190); el tembleque y su papel dramático ante la miseria (p.p. 186-187), el Chucuta haciendo una gigantesca pintura del gobernante turnante para venderla en una oficina pública, el loco y sus locuras......ya sabes que al Loco se le sale el Loco con unos tragos encima y ¡ni Dios que la pare!... Imaginate, ir a mearse en las mismas puertas del palacio de Alí Babá, donde él mismo se pasaba la mayor parte del día, y tal vez por eso mismo... No contento con eso, gritando mueran los traidores!... Los ladrones al farol!... El Chucuta estaba con él, creo que menos borracho. Lógicamente, a los pocos minutos dos jenízaros se los llevaron a la chirona... Cuál sería la sorpresa del jenízaro de guardia cuando el Loco le dice: Soy funcionario de la Cueva de Alí Babá, pero no se preocupe, porque mi cargo es tan hiperbólico como el amo al que servimos... (p. 171), Francisco, quien, se ensimisma: lo vi, lo miraba, y era como si hubiera surgido de la sombra... Era un hombre de unos treinta años, y se veía sólo, más solitario aún en medio del parque desierto, porque es a esa hora que los edificios y las casas empiezan a dar señales de sus invisibles habitantes, aparentemente inexistentes a la luz del día... También yo estaba solo, mirando, pensando en esas presencias ignoradas hasta esos instantes, veladas por el transcurso callejero y el bullicio... El hombre permanecía quieto, sentado como yo pero activo, atento... No estaba allí por cansancio. Tampoco esperaba a nadie... Como yo, no tenía a dónde ir Su inmovilidad hacía pensar en un cuerpo deshabitado, una envoltura petrificada. Sin embargo, la insondable profundidad de su actitud ausente subrayaba su presencia más que la de cualquiera de los transeúntes que se movían alrededor, en la ancha circunvalación del parque, a pocos pasos de su asiento... ¿Era un asesino, un amante que espera?... Era un ser humano. Desolado. Quería acercarme, tocarlo, y a su vez, que me sintiera, quería decirle algo... De pronto, una reverberación, o más bien un reflejo venido de la luz de algún automóvil o de los vidrios de alguna ventana, no estoy seguro, me descubrió su mirada, azorada, fija en mí, que estaba inmóvil y concentrado como él... Me levanté del asiento..., es decir, nos levantamos al unísono, y al acercarme, al acercarnos ambos, esa imagen se fundió con la mía... Fue ayer, al atardecer... (p. 224) y descubre al Perro.

Luego están El séptimo paso, Del amor, sus matices, Carmen María...

 

La mujer

¿Eres ese niño y yo la madre?, preguntó Carmen María. La amiga, la compañera ideal, la Gran Madre. La que nunca se tuvo y se busca toda la vida, respondió él. Carmen María reflexionó: Por ese caminito llegó Edipo... Sí, agregó Francisco, y se produjo el alumbramiento, el Rayo de la Verdad que fulmina toda razón o queda latente, en un trasfondo onírico, siempre dispuesto a estremecer el sueño (p.p. 205-206).

Esta búsqueda de La mujer en la que aparece Francisco durante toda la novela, resulta explicada porque lo que a la una le falta, lo tiene otra. Entonces, por ejemplo: conoce a la madre (quien no lo quiso al nacer o antes p. 242) y es "salvado" en plena niñez para su intimidad vital (libidinal) con Albertina, salvado para su intimidad con la "madre tierra" ternura con Carmela en Oruro: Un acre y penetrante olor a humo lo despertó, cuando aún parecía noche cerrada. Era la Carmela que se afanaba con el fuego del brasero sobre el que había una caldera. -Ya van a ser las seis, dijo al verlo despierto. Ahorita te sirvo tu café, mientras te lavas y te peinas. El agua ya está en el bañador... (...) era una cholita auténtica. La atención concentrada de Francisco había intrigado a sus compañeros, que la miraban también, acercándose a ellos. -Es linda ¿no?, comentó el chofer. Francisco no respondió y se acercó a ella. -Carmela, ¿a qué has venido? -Tu almuerzo te he traido pues; respondió en voz baja, mostrándole el atado que tenía en la mano. Al oír esto, ni el chofer ni el muchacho se sorprendieron, pero sí Francisco, que ignoraba la costumbre indígena de llevar la comida al sitio de trabajo del marido, estuviera a la distancia que fuera (p.p. 70-71), salvado para su intimidad con el propio cuerpo, carnalidad y sensualidad por Adelfa, salvado para la salud y el engorde del cuerpo, la familia con Sara, salvado de la frivolidad por su no relación con Mariana y salvado para el mundo de lo creativo por el ambiente de la pasión y ternura también con Carmen María. De este modo se va relacionando con una y con otra fugando siempre, como cuando se va de Oruro o cuando se va al campo.

Esta dinámica de fuga y contrapunto, queda marcada fielmente por los diversos momentos de encuentro o desencuentro (amor o desamor), y son más plenos los que inauguran algo y los que ponen fin, referenciales entre sí, portadores además de un aura de presagios y de senderos de secretos destinos en la novela así, a Sara la conoce cuando al verlo desmayado ella como un espectro aureolado... Como el ruido fue más estrepitoso que antes, la puerta de la habitación contigua a la suya se abrió y apareció la figura de una de las mujeres que vivían allí; la luz del interior del cuarto que se refractaba en su espalda, velaba su rostro y una niebla, como un halo en torno al cuerpo, lo impresionaron como si se hallara ante una aparición sobrenatural: ...no tuve miedo... al contrario, mi angustia se esfumó porque sentí que aquella era una presencia protectora... eso pensé cuando te vi (le comentaría después a la mujer) (p. 106), tiempo después ella le cuenta que su encuentro había sido vaticinado por una adivina... (p.115); o cuando todo el grupo conoce a Carmen María quedando impactados, Carmen María fue como la inusitada irrupción de una corriente benigna que barrió con las pesadas aprehensiones que flotaban en el ambiente.

Era la claridad de una sonrisa luminosa, la desnudez de una mirada franca, como un regalo que prodigaba con la naturalidad de una vertiente milagrosa. Al verla Francisco sintió como un golpe detrás de una puerta cerrada hacia tiempo; la luz de un relámpago lejano que en su brevedad pareció ofrecerle la visión imprecisa de una imagen pretérita, casi olvidada, pero suficiente en ese breve destello para reconocerla: era la imagen de Albertina, su primer estadio amoroso.

.. .Las últimas palabras, como una señal de largada, dieron lugar al lucimiento directo o indirecto, de las mundanas habilidades de conquista del grupo; una conmovedora exposición de franco y desinhibido homenaje a la bella Carmen María.

Carmen María aceptó cenar junto al Tembleque, mientras el resto comentaba, en suspenso, presintiendo que a partir de ese instante algo iba a modificarse entre ellos (p.p. 198-199).

Y es a Carmen María que le toca, junto a Sara, la parte más conflictiva de la fragmentación y desaparición que "padece" Francisco, ella trata de acompañar el dolor que se expresaba en la desorientación de Francisco, como cuando:... tocaron a la puerta y cuando abrió se encontró ante un extraño; era Francisco, pero inexplicablemente distinto, como alguien que acaba de cometer una acción abominable o que vuelve del infierno. Él no percibió el golpe que la enmudeció, y tan sorprendido como ella, sólo atino a decir Soy Nadie...¿Quién eres tú... Lo dijo de manera tan genuina que dudó de que se tratara de una broma... Si era quien decía ser, Nadie, y ella una desconocida, ¿cómo había llegado hasta su puerta, a una hora desacostumbrada porque, de no ser por un casual dolor de cabeza, ella estaría en su oficina, trabajando... Sobreponiéndose, intentó responderle en broma, Hola, Nadie, yo soy Viento, me llamo Viento... No entró en el juego: ¿Viento?... Eso es mentira..., dijo, ¡y parecía ofendido!... Entonces, tampoco tú eres Nadie. También mientes. Yo soy Carmen María y tú eres Francisco... (p.p. 232-233). Entonces él logra reconocerla...

La explicación a este asunto puede que no esté en ninguna parte, pero que hable el libro... conmovido, sin decir palabra, él le había dado la respuesta de la única forma que le era posible, haciéndola tenderse de espaldas, como preparándola para un rito al que ella se sometió, intrigada, extrañamente dócil. Él bajó de la cama, se arrodilló, y como si estuviera a punto de parir, le abrió las piernas con tal delicadeza y solemnidad que, como quien presiente que se le está rindiendo un homenaje, accede, y se entrega, y observa que la observan con la unción de quien espera que se produzca un alumbramiento.

Tal vez tú no comprendas, dijo el oficiante. Es el Ojo de Universo... A partir de aquí, todo muere y renace. Es la Eternidad...

Acercó la mano y sus dedos le rozaron el pubis, suave, lentamente, y la besó como quien besa una imagen sagrada... Se puso de pie y la cubrió con el edredón... (p. 240).

Un hombre ante la muerte es la imagen que se va configurando: un hombre ante la vida, en fragmentos desperdigados por aquí y por allá: Francisco, el personaje, botado, perdido, desmayado, fugado, en la inercia de lo amnésico. Me siento muy cansado son sus últimas palabras, porque no puede con esa eternidad que lo apabulla, no puede darle la continuidad que, desde siempre, la eternidad exige.

 

 

Notas

1    Como se puede leer en el cuarto párrafo de una página 544 de El Loco.

2    Todas las citas están tomadas del manuscrito de Rastros.

3    Toda la obra de Macedonio Fernández, o los tres primeros poemas de La piedra imán de Jaime Saenz son excelentes testigos.

4    Recuerdo en la obra de Jesús Urzagasti un momento igual, germinativo, que si no yerro está en Tirinea, cuando alguien se pregunta por las imágenes que tenía el muerto en su cabeza a donde van esas imágenes , o ¿dónde están?, luego en De la ventana al parque esta idea sugerida en Tirinea se multiplica y se ramifica.

5    Intermitente: Que se interrumpe y prosigue a intervalos. Intermitencia: Med. Intervalo que separa dos accesos de fiebre. (El pequeño Larousse ilustrado de 1997). Es interesante resaltar estos significados pues se habla de una vida que parece haber

6    Ejemplo: definición de teletipo: Era una embrutecedora repetición de lo hecho y dicho en toda la amplitud del enajenado universo (p. 42).

7    La voluta.

8    Este fragmento, publicado en Ciencia y Cultura N° 7, es todo un logro que merece un comentario aparte pues en él está una reflexión profunda sobre la escritura y sobre nuestro medio. Nota de un Editor.

9    Aunque el autor ha declarado su mero afán testimonial (comunicación a Blanca Wiethüchter, en la entrevista que continúa a esta invitación a la lectura) considero que no hay que hacerle mucho caso en esto pues la ficción, que es capaz de adueñarse de las vidas de todos nosotros (pensemos en la can0tidad de verdades que aceptamos a cada rato, es decir que legitimamos), está gerundiando por aquí, por allá y por todos lados y en todo momento. Gerundiando (la realidad es más increíble que la ficción -se dice- ¿acaso la realidad no es una ficción? ¿y la ficción no sucede? ¿o lo que sucede es que al lugar donde ella sucede no se le ha dado ninguna importancia en esta época de abusivo racionalismo?) y es a esto que me refiero cuando digo lo del mito y que sabré aclarar en su debido lugar.

10   En La Paz abundan, cansan ya las colecciones de anécdotas sobre Jaime Saenz, al punto que son un género aparte y digno de estudio... (¿por qué seremos un pueblo tan afecto a las leyendas?).

11   Se suele decir conceptualizar, me parece mejor presentificar o cosificar. Fragmentar y escoger para realizar un collage.

12   Debe tener algo que ver el famoso Eros.

 

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