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Ajayu Órgano de Difusión Científica del Departamento de Psicología UCBSP

On-line version ISSN 2077-2161

Ajayu vol.10 no.1 La Paz Mar. 2012

 

ADOLESCENTES QUE NO GUSTAN A SUS PADRES

TEENS WHO DO NOT LIKE THEIR PARENTS

ADOLESCENTES QUE NÃO GOSTAM DOS SEUS PAIS

Juan Luis Linares 1
Universitat Autònoma de Barcelona


RESUMEN

Partiendo de una referencia a la figura literaria de Don Juan, se describen las bases relacionales en la familia de origen del desencuentro parento-filial que genera unas situaciones tan frecuentes como preocupantes. La coincidencia de una conyugalidad armoniosa y de una parentalidad primariamente deteriorada subyace a las deprivaciones, que, cuando se traducen en una pauta de rechazo, descalificación e hiperprotección, facilitan el desarrollo que refleja el título de este artículo. Tal es, también, el substrato relacional de los futuros trastornos límite de personalidad.

Palabras clave: nutrición relacional, deprivación, rechazo, descalificación, hiperprotección.


ABSTRACT

Through reference to the literary figure of Don Juan this paper describes the relational bases of the parent-child clash in the family of origin, which leads to situations that are as common as they are worrying. The combination of harmonious marital functions with primarily deteriorated parental functions underlies the deprivations suffered by the adolescent which, when they develop into a pattern of rejection, disqualification and hyperprotection, give rise to the situation reflected in the paper’s title. This is also the relational substrate required for subsequent borderline personality disorders.

 Key words: relational nurturing, deprivation, rejection, disqualification, hyperprotection.


RESUMO

A partir da referencia da figura literaria de Don Juan, descrivem-se as bases relacionais da familia de origen do desencrontro entre pais e filhos que ocasionam situacões frequentes e preocupadoras. A coincidencia duma relação conjugal armoniosa e duma parentalidade deteriorada é a base das privações que quando traduzidas numa pauta de refutação, descalificação e sobreproteção, favorecem o desenvolvimento que mostra o título deste artigo. Além é a base relacional dos futuros trastornos limítrofes da personalidade.

Palavras clave: nutrição relacional, deprivação, refutação, descalificação, hiperproteção.


 

INTRODUCCIÓN

Cualquier terapeuta familiar posee la experiencia de haberse enfrentado a situaciones en que unos padres desbordados por la frustración, la impotencia y el rencor, critican a su hijo (para ser precisos, a uno de sus hijos) en términos de extrema dureza.

Doctor, a los tres meses ya era un delincuente. Tendría usted que haber visto con qué rabia escupía el chupete y cómo se desabrigaba pateando las sabanitas en su cuna… Lo que está oyendo, un verdadero delincuente…

He aquí una cita textual, extraída de la práctica clínica. Los padres de un joven de quince años, entrampado en conductas provocativas y transgresoras, lo describen como un delincuente congénito con palabras que podrían resultar cómicas si no lindaran con la tragedia. La profecía autocumplidora puede acabar provocando estragos en familias como ésta.

Pero no se trata de un fenómeno reciente, consecuencia, como se empeña en presentarlo el tópico, de la vida moderna o de la tan invocada crisis de la familia. La literatura clásica es generosa en ilustraciones de situaciones familiares en las que los padres transgreden los límites de lo sensato en sus relaciones con sus hijos. Nos limitaremos a aportar un par de ejemplos referidos a una figura mítica, la de Don Juan, de rancio abolengo literario.

En el Dom Juan de Molière, asistimos al siguiente diálogo entre el protagonista y su padre:  
Padre: Has de saber, hijo indigno, que (…), antes de lo que piensas, sabré poner límites a tus desarreglos, hacer caer sobre ti la cólera del Cielo y lavar, con tu castigo, la vergüenza de haberte hecho nacer.
D. Juan: ¡Eh! Moríos lo antes posible, que es lo mejor que podéis hacer. Cada uno debe tener su oportunidad, y ya estoy harto de ver padres que viven tanto como sus hijos.

Si nos limitáramos a considerar la frase del hijo, no hay duda de que confirmaríamos su condición de criatura infame e impía, incapaz de mostrar el menor respeto por el autor de sus días. Pero si la contextualizamos en el marco de la relación que trasluce la parrafada del padre, no podemos sino comprender a aquél. José de Zorrilla, en su popularísimo drama romántico Don Juan Tenorio, incide en una situación similar. En la Hostería del Laurel, mientras da cuentas de sus fechorías a su amigo y rival Don Luis, Don Juan descubre a su padre, que, en una mesa cercana, lo está escuchando:

D. Juan.-   ¡Válgame Cristo, mi padre!
D. Diego.- Mientes, no lo fui jamás.
D. J.-         ¡Reportaos, por Belcebú!
D. D.-        No, los hijos como tú
                   son hijos de Satanás. 

De nuevo la misma dureza en el rechazo, exento del menor atisbo de ternura. La satanización explícita del hijo constituye la peor forma posible de descalificación, y justifica de algún modo la conducta descontrolada de éste. Aunque sólo sea para vengarse de un padre que reniega cruelmente de él, se comprende que el corazón lleno de rabia del hijo lo induzca a entregarse a los peores excesos.

Don Juan no es ya un adolescente en sentido estricto, pero su condición de eterno provocador y transgresor lo convierte en una buena metáfora del adolescente anacrónico a que tantos adultos inmaduros se ven reducidos. Han corrido ríos de tinta especulando sobre su narcisismo y su homosexualidad latente, y se han pronunciado sobre él infinitas frases lapidarias.

Freud (1912), por ejemplo, asegura que cuando ama no puede desear y cuando desea no puede amar, y para Foucault (1976) la existencia de Don Juan cuestiona las reglas con las que la sociedad intenta regular el sexo. Nadie, sin embargo, se plantea qué situación familiar ha marcado la trayectoria del personaje, induciéndolo a vivir una vida definida por la destrucción… ajena, pero también propia. Y eso que, como acabamos de comprobar, pistas no faltan.

MARCO TEÓRICO

1. Condiciones relacionales en la familia de origen

El más importante elemento de la experiencia relacional que se acumula para servir de base a la construcción de la personalidad individual es la vivencia subjetiva de ser amado. Desde que nace, el niño va procesando su relación con sus padres en términos de amor, pero se trata de un amor complejo, que no se parece mucho al amor romántico (esa sublime simplificación).

El amor complejo con que se construye la personalidad es un proceso relacionalmente nutricio, que, lejos de consistir en un fenómeno puramente afectivo, posee ingredientes cognitivos, emocionales y pragmáticos. Hay, pues, un pensar, un sentir y un hacer amorosos.

Para construir una personalidad madura, el niño necesita percibirse reconocido como individuo independiente, dotado de necesidades propias que son distintas de las de sus padres.

La falta de reconocimiento, o desconfirmación, es un fracaso de la nutrición relacional en el terreno cognitivo que puede comportar serios hándicaps para la construcción de la personalidad. Igual ocurre, sin salir del componente cognitivo de la nutrición relacional, con la descalificación, que es un fracaso de la valoración de las cualidades personales por parte de figuras relevantes del entorno relacional.

Los padres pueden ser tiernos y cariñosos con sus hijos y manifestarse incapaces de reconocerlos o valorarlos adecuadamente. Pero también puede ocurrir lo contrario, siendo entonces el plano emocional el que registre el fracaso de las funciones parentales.
Es el caso de los padres que son distantes, rechazantes u hostiles con sus hijos porque los perciben como obstáculos para su propia realización individual o como aliados del otro en una situación de disarmonía conyugal. Las carencias nutricias en la relación con un progenitor pueden ser compensadas por el otro, pero no siempre se producen o son suficientes tales compensaciones. Y, en cualquier caso, una personalidad madura no puede construirse sin los aportes emocionales de la nutrición relacional, que son el cariño y la ternura.

En cuanto a los componentes pragmáticos del amor complejo o nutrición relacional, se resumen principalmente, en lo referente al vínculo parento-filial, en la sociabilización, con su doble vertiente, protectora y normativa.

Una buena acomodación del individuo con la sociedad es fundamental para la supervivencia y, en gran medida, es responsabilidad de los padres, exigiendo, para ser plenamente exitosa, un acoplamiento adecuado de protección y normatividad. Pero, eventualmente,  una y otra pueden fracasar, tanto por defecto como por exceso. La personalidad del niño podrá, entonces, acusar las consecuencias negativas.

En base a este bagaje fundamental, el niño organiza su experiencia relacional en términos narrativos, es decir, construyendo historias que dotan de sentido a cuanto le acaece. Y algunas de estas historias son seleccionadas para constituir la identidad, en la cual el individuo se reconoce a sí mismo y sobre la que no acepta fácilmente transacciones.

El contenido de la narrativa individual, tanto de la que es identitaria como de la que no lo es, así como la relación entre ambas, constituye la trama de la personalidad. Es importante que la identidad sea sólida, ni escuálida ni hipertrófica, para que sirva de anclaje adecuado a una narrativa no identitaria que debe ser lo más rica y variada posible. Y ni que decir tiene que la nutrición relacional, en tanto que amor complejo, constituye el material con que se construye toda la estructura.

2. Conyugalidad y parentalidad

La familia de origen puede ser caracterizada de muy diversas formas, pero no hay duda de que, desde una perspectiva relacional, existen dos dimensiones de gran trascendencia: a) cómo se llevan entre sí las figuras que ejercen las funciones parentales; y b) cómo tales figuras se desempeñan en el ejercicio de esas mismas funciones parentales. O, dicho de una forma más sencilla aún, cómo se llevan los padres y cómo tratan a sus hijos (Linares, 1996).

Llamaremos conyugalidad a esa primera dimensión que describe la relación entre las figuras parentales y que, en un plano operativo y a fines de lo que aquí interesa (el desarrollo de la personalidad de los hijos en la familia de origen), recoge la forma en que interactúan en la resolución de conflictos.

Cuando la pareja parental se separa, la conyugalidad no desaparece, puesto que la relación sigue siendo inevitable, cuando menos para la gestión de los hijos. Lo que sí ocurre es que se transforma en post-conyugalidad, siempre de una gran importancia para caracterizar la atmósfera relacional en que crecen los niños, hijos ahora de padres separados. Conyugalidad y post-conyugalidad se inscriben en una dimensión bipolar, que va desde un extremo positivo o armonioso hasta otro negativo o disarmónico.

Y llamaremos parentalidad a la segunda dimensión, que describe la manera en que los padres ejercen de tales, nutriendo relacionalmente a sus hijos con mayor o menor éxito. Ello se produce mediante una sumatoria de aportes cognitivos (reconocimiento y valoración), emocionales (ternura y aceptación) y pragmáticos (sociabilización, con sus vertientes protectora y normativa), que conforman la ecuación del amor complejo parento-filial.

La parentalidad también se inscribe en una dimensión bipolar, entre un extremo positivo de conservación primaria y otro negativo de deterioro primario.

Conyugalidad y parentalidad son variables independientes, si bien pueden influirse mutuamente de diversas maneras. Por ejemplo, una conyugalidad disarmónica, al impactar sobre una parentalidad primariamente conservada, puede deteriorarla secundariamente. Unos padres razonablemente interesados en el bienestar de sus hijos, sucumben, acuciados por la disarmonía conyugal, a la tentación de hacerlos participar en sus conflictos como aliados de parte. 

Existe una infinita variedad de fórmulas combinatorias de conyugalidad y parentalidad, pero las más importantes aparecen recogidas en la Figura nº 1. En cualquier caso, la dimensión t, que representa al tiempo, indica con toda claridad que las familias no están instaladas de manera estática en un espacio único, sino que pueden evolucionar a lo largo de las etapas del ciclo vital, acumulando patrimonio relacional de distintas condiciones.

La situación definida por la conyugalidad armoniosa y la parentalidad primariamente conservada es la que más posibilidades ofrece de aportar una nutrición relacional plenamente satisfactoria. Los padres tienen una buena capacidad de resolver adecuadamente los conflictos que viven como pareja, a la vez que crían a sus hijos con una buena oferta amorosa a niveles cognitivo, emocional y pragmático.

Las familias con tendencias disfuncionales ocupan los restantes tres cuadrantes, siempre en función de la presencia en ellas de las citadas dimensiones relacionales.

                                 Figura nº 1. Familias Trianguladoras

 

Las familias trianguladoras son aquéllas en las que se combina una conyugalidad disarmónica con una parentalidad primariamente conservada. Los padres, implicados de entrada en cubrir las necesidades nutricias de los hijos, pierden el rumbo ante la irrupción de  serias dificultades para resolver sus propios conflictos conyugales. Y, eventualmente, recurren a los hijos con diversas propuestas de alianza, creándoles unos problemas que denotan el deterioro secundario de la parentalidad. Desde este punto de vista, definimos la triangulación como la implicación disfuncional de los hijos en la resolución de los problemas relacionales de los padres.

Cuando los padres no presentan dificultades relevantes en el plano conyugal, pero se muestran incompetentes primariamente en el ejercicio de la parentalidad, hablamos de deprivación, situación generadora de importantes carencias en la nutrición relacional de los hijos. Esta modalidad de familia suele atender las necesidades materiales de éstos, e incluso ofrecerles modelos positivos de sociabilización desde una adecuada o, incluso, eventualmente excesiva normatividad. Son padres formalmente bien adaptados, que no llaman la atención de los servicios sociales y que son bien valorados por los de salud mental, si bien fracasan a los niveles más profundos en los que sus propias necesidades nutricias priman sobre las de los hijos.

Si la conyugalidad disarmónica coexiste con la parentalidad primariamente deteriorada, la situación relacional en que se produce la crianza de los hijos puede ser calificada de caótica. Se trata de familias con gravísimas carencias nutricias, que exponen a sus hijos a toda clase de riesgos, entre los cuales no son el menor los severos defectos en la sociabilización. Sin embargo, por ser tan evidentes sus carencias, estas familias pueden generar fácilmente recursos compensatorios, tanto externos como internos. Los externos vienen de la mano de intervenciones correctoras, terapéuticas o solidarias, ya sean espontáneas o profesionales, mientras que los internos son un efecto colateral de la conyugalidad disarmónica, que, paradójicamente, puede provocar reacciones parentales nutricias en uno de los progenitores.

3. Las Deprivaciones

Aunque desde cualquier territorio de disfuncionalidad relacional se puede llegar a un deterioro importante de las relaciones parento-filiales, son las Deprivaciones las que nos interesan más específicamente como fuente de tales dificultades. Se trata, en efecto, de padres que se suelen mostrar de acuerdo en señalar al hijo problemático como causa de todas sus desdichas, en ausencia de conflictos conyugales importantes.

Es el escenario familiar que inspiró a los autores partidarios de la teoría del chivo expiatorio, un verdadero clásico en la historia sistémica: los padres consiguen, gracias a la presencia del hijo sintomático, una unidad que, en caso contrario, podría verse comprometida.

El mismo Minuchin (1974) calificó de rodeo a la situación en que los padres olvidan sus problemas ante los síntomas del hijo. Vuchinich y cols. (1994) han comprobado cómo lo que ellos llaman la coalición parental correlaciona negativamente con la capacidad de la familia de resolver problemas cuando los hijos preadolescentes han sido derivados a terapia por presentar problemas de comportamiento o se hallan en situación de riesgo.

Por otra parte, en lo que también constituye un clásico de la literatura sistémica, se ha insistido (Haley, 1980) en la necesidad de que los padres se coalíen para afrontar las dificultades de los hijos. ¿En qué quedamos, pues? ¿No existe contradicción entre ambas propuestas?

En realidad, el modelo de la conyugalidad y la parentalidad resuelve razonablemente el problema. Si, como ocurre en el segundo caso, la raíz de la dificultad reside en una disarmonía conyugal, lo cual nos sitúa en el universo de la triangulación, se comprende que la solución venga de la mano de una coalición de la pareja, que la neutralice. Pero si, por el contrario, la disfunción parte de un fracaso de las funciones parentales y se ubica en el campo de las deprivaciones, la coalición parental será parte del problema. De ello nos ocupamos en este artículo.

El denominador común de las diversas situaciones de deprivación suele ser la descalificación del hijo deprivado, ese hijo al que los padres critican unánimemente, demandando la adhesión del terapeuta a sus críticas y tendiendo a sentirse alarmantemente cuestionados si tal adhesión no se produce. Pero en el territorio de la deprivación pueden describirse varias pautas, de las cuales dos merecen consideración más detallada. El siguiente ejemplo las ilustra de modo bastante expresivo.

Rodolfo y Ernesta constituían una pareja feliz, con un hijo sano y una vida razonablemente satisfactoria cuando, de repente, el mundo se hundió a su alrededor. Los dos perdieron el trabajo de forma casi simultánea, falleció la madre de Ernesta, que les ayudaba en mil problemas cotidianos, y debieron cambiar de domicilio perdiendo una parte importante de su red social. Para colmo, Ernesta resultó embarazada inesperadamente y dio a luz… ¡gemelas!

En medio de semejante cataclismo económico y social, la joven pareja logró salir indemne en lo que a sus relaciones conyugales se refiere, pero sucumbió en el plano de la parentalidad: la crianza de las niñas se les convirtió en una tarea de una dificultad insuperable. Sin embargo, las circunstancias les brindaron una fórmula para sobrellevar la situación.

Una de las gemelas, Carmen, era fuerte y sana, comía y dormía bien y casi nunca se enfermaba. La otra, Teresa, siendo también básicamente sana, era más normalita en cuanto a los problemas típicos de los niños. La solución que encontraron los padres consistió en propiciar que el subsistema se autorregulara: la fuerte Carmen cuidaría de la más débil Teresa.

Así pues, las pautas relacionales que habrían de regir las vidas de las niñas se formularon de forma coherente con ese principio. Carmen debía consagrar su vida al cuidado de su hermana, ardua tarea por la que, tratándose de su destino, no había de esperar agradecimiento o valoración proporcionales a sus esfuerzos, por otra parte condenados al fracaso. En cuanto a Teresa, esa renacuaja molesta y desagradable, no había más remedio que soportarla, dándole todos los caprichos que estuvieran al alcance de los padres con el obvio objetivo de que no fastidiara demasiado.

Ni que decir tiene que la personalidad de las gemelas se forjó en consonancia con pautas relacionales tan divergentes. Teresa supo muy pronto lo que eran el fracaso escolar, el consumo de toda clase de drogas y la promiscuidad sexual. Y, por supuesto, sus padres, ya repuestos de la crisis que acompañó el nacimiento de las niñas, siguieron con asombro, horror y total incomprensión el proceso autodestructivo de su hija. Proceso que culminó trágicamente cuando, a los quince años, Teresa murió atropellada por un coche delante del domicilio familiar.

Carmen cargó toda su vida con el peso de su misión imposible. Fue seria, estudiosa y trabajadora, sufrida y responsable. Y, a los treinta y cinco años, a raíz de una grave tentativa de suicidio, fue diagnosticada de una depresión mayor que se mostró resistente a los fármacos antidepresivos. 

La deprivación puede seguir los dos senderos por los que transcurrieron las vidas de Carmen y de Teresa. Carmen estuvo sometida a una pauta relacional de híper-exigencia y falta de valoración, que troqueló su personalidad predisponiéndola a la depresión (Linares y Campo, 2.000).

Las normas sociales se transmiten con pleno éxito, dando lugar al desarrollo de dinámicas híper-normativas y, en definitiva, híper-sociales. La presión para dar de sí lo máximo, por encima de sus posibilidades reales, generó en Carmen un enorme sentimiento de responsabilidad, mezclado con una gran culpabilidad por no estar a la altura de las circunstancias.

Pero por debajo bullía una intensa hostilidad, producto de la conciencia de ser injustamente tratada. El suicidio, suprema expresión depresiva, habría aliviado las dos tensiones: auto-castigo contra la culpa y hostil legado culpógeno para los supervivientes.

La pauta a la que estuvo sometida Teresa combinó rechazo e híper-protección, un cóctel nada propicio a la transmisión de las normas sociales y sí, en cambio, a su desafío (Linares, 2.006).

El trastorno límite de personalidad que se genera en tales circunstancias, aúna transgresoras dinámicas hipo-normativas y tendencias hipo-sociales, expresivas de una profunda desconfianza en las relaciones interpersonales. No perdamos de vista que, a las obvias consecuencias desestabilizadoras del rechazo, se unen las de una híper-protección que apenas oculta su condición de engaño: el exceso de protección es falsa protección, puesto que se ejerce más en función de las necesidades de los supuestos protectores que de las de los supuestos protegidos. 

Al clínico no le puede extrañar esta proximidad entre las bases relacionales de la depresión mayor y del trastorno límite, puesto que suele tener experiencia de cómo los síntomas de expresión conductual de este último encubren elementos depresivos que, a su vez, se explicitan esporádicamente en según qué circunstancias. Menos obvia, aunque también notable, es la existencia de rasgos limítrofes encubiertos por los síntomas depresivos, que a veces pueden crear sobresaltos en el curso del proceso terapéutico de un paciente afecto de depresión mayor.

4. La personalidad de los adolescentes que no gustan a sus padres.
La personalidad individual posee una dinámica propia, pero se construye en los sistemas de pertenencia y, en particular, en la familia de origen, de acuerdo co0n un esquema representado en la Figura nº 2.

 

Figura 2. Narrativa

 Entendemos por narrativa la atribución de significado a la experiencia relacional, algo que el ser humano hace ininterrumpidamente a lo largo de su existencia en un proceso de complejidad progresiva, desde la vida intrauterina hasta bien avanzada la edad adulta. La narrativa es también el magma constitutivo de la personalidad.

Pues bien, la narrativa de los adolescentes que no gustan a sus padres rezuma emociones negativas, como la desconfianza, el rencor y la rabia. También emergen ocasionalmente la ansiedad y la tristeza. La ideación predominante está impregnada de desvalorización y baja autoestima, y la conducta refleja tanto el fracaso en la transmisión de normas (hipo-normatividad), como en la constitución de vínculos sociales (hipo-sociabilidad, relaciones frágiles e inestables).

Pero, paralelamente a la proliferación de la narrativa, también desde los inicios de la actividad relacional se desarrolla un segundo proceso decisivo para la constitución de la personalidad: la construcción de la identidad. El sujeto elige algunas narraciones como definitorias de sí mismo, y con ellas, ciertamente, no acepta transacciones ni negociaciones: este soy yo, me tomas o me dejas, pero no me pretendas convencer de que sea otro.

En tanto que núcleo duro de esta narrativa, la identidad de los adolescentes que no gustan a sus padres suele estar presidida, a nivel emocional, por un cierto sentimiento de ser víctimas: de sus padres, de los adultos y su mundo y, en definitiva, de la sociedad en general. En el plano cognitivo, ello se corresponde con una conciencia de ser alternativos, es decir, de no pertenecer a ese mundo que los ha victimizado y no sentirse comprometido con él. En cuanto al terreno pragmático, el de los comportamientos, suele existir una actitud de revancha, que les empuja a posiciones hostiles y provocativas.

Así pues, narrativa e identidad, y con ellas la personalidad, se construyen en relación. Por eso, tal y como ocurría con el concepto de mente de Bateson (1972), que, en el clásico ejemplo del leñador, se prolongaba hacia el brazo, el hacha y el tronco del árbol, la personalidad individual se prolonga a los sistemas relacionales de pertenencia: dime a qué sistemas relacionales perteneces y te diré quién eres.

La influencia de estos sistemas, de los que la familia de origen es, con mucho, el más importante, se ejerce principalmente a través de su organización y de su mitología.

Podemos definir a la mitología (Linares, 1996) como el espacio de confluencia de las narrativas de los miembros de un sistema. O, indistintamente, como el espacio común del sistema del que emergen las narrativas individuales de sus miembros. De cualquier forma, se trata de un territorio narrativo consensuado, ocupado por las narraciones de los miembros del sistema que pueden ser negociadas y compartidas.

En las familias que nos ocupan, la mitología suele presentar un clima emocional definido por el rechazo y la crítica, mientras que los componentes cognitivos, que son los valores y creencias, están representados principalmente por la descalificación. Los rituales, que constituyen la dimensión pragmática de la mitología, son consecuencia sobre todo de la hiperprotección.

En cuanto a la organización, es la dimensión diacrónica de la estructura, es decir, lo que permanece constante de la estructura del sistema, a través de sus cambios en las diferentes etapas del ciclo vital. Las familias de estos adolescentes suelen organizarse de forma rígidamente complementaria, con un progenitor en posición superior que es el que define la naturaleza de la relación.

No sirve de mucho, a efectos de nutrición relacional, que el otro adopte posturas más cálidas y cercanas, si el one up marca el rumbo descalificador y rechazante. La apariencia aglutinada encubre un  fondo desligado e incluso expulsivo, que muestra fuertes contrastes dentro de la familia: tanto entre la pareja parental y el hijo problemático, como dentro de la fratría.

5. La intervención terapéutica

La terapia familiar con los adolescentes que no gustan a sus padres no es fácil ni agradecida. Los padres se suelen mostrar suspicaces ante cualquier propuesta del terapeuta que no confirme incondicionalmente sus puntos de vista sobre el hijo. En cuanto a éste, suele llegar tan lleno de rabia y tan entregado a su deporte favorito, provocar para legitimar su descalificación, que tampoco da muchas facilidades.
El desafío inicial del terapeuta en estos casos es común a la mayoría de situaciones clínica o relacionalmente graves: acertar a consolidar una alianza terapéutica con el paciente, autorizada por los miembros relevantes de la familia, generalmente los padres. El mensaje debe ser parecido al de las obras en las carreteras: “perdonen las molestias, trabajamos para ustedes.” O bien: “autorícenme a aliarme con su hijo, que ustedes serán los primeros beneficiarios.” Si funciona, se han sentado las bases para la construcción de la terapia.

Se trata de restaurar un vínculo relacionalmente nutricio, es decir, de restablecer un amor complejo, con sus componentes cognitivos, emocionales y pragmáticos. Y, a tal efecto, el esquema de la personalidad desarrollado en el apartado anterior suministra una guía muy útil.

Ante todo, hay que tener en cuenta que de nada sirve la confrontación directa de la identidad, puesto que, por definición, con ella no se negocia ni se aceptan transacciones. Evítese, pues, criticar el victimismo o la conciencia de ser alternativo, así como deslegitimar los deseos de revancha. En todo caso, éstos pueden ser formulados como existentes y comprensibles, aunque poco prácticos por constituir una fuente de graves complicaciones económicas o legales.

La terapia familiar brinda la extraordinaria oportunidad de trabajar con la mitología y la organización familiares, cuyas modificaciones facilitan vías de acceso privilegiadas para los cambios individuales.

Así pues, habrá que combatir el clima emocional rechazante e hipercrítico, fomentando la ternura y el cariño. A tal efecto, los programas psico-educativos inspirados en el modelo de las emociones expresadas pueden ser de gran utilidad. Los valores y creencias descalificadores deberán ser sustituidos por otros recalificadores, enseñando a la familia a apreciar las cualidades del hijo problemático y abandonando el ensañamiento con sus defectos.

También habrá que desmontar los rituales inspirados por la hiperprotección, ayudando a que se desarrollen otros basados en la confianza en los recursos. Y ello, ciertamente, sin descuidar la coherencia a la hora de marcar los límites a las conductas transgresoras, con firmeza y flexibilidad.

Los cambios organizacionales también serán una línea importante en la conducción de la terapia. Por ejemplo, flexibilizar la complementariedad, dando poder al miembro “one down” de la pareja parental para que sean más efectivas sus propuestas nutricias. Hacer más coherente la cohesión, homogeneizando las tendencias aglutinadas y desligadas y neutralizando las expulsivas. Fomentar la solidaridad en la fratría.

El trabajo familiar no sólo no es incompatible con el individual, sino que se complementa con él. Ya en el curso de las sesiones familiares se puede prestar atención a la narrativa individual del hijo problemático, pero, además, cuando se cuente con la confianza de éste se pueden alternar sesiones individuales. Es importante no dar este paso prematuramente, a fin de no defraudar al chico, que puede sentir haber sido objeto de una encerrona para tratarlo individualmente por ser el único problema.

La narrativa individual deberá cambiar emocionalmente, drenando rabia, rencor y desconfianza para dar paso a la ternura y la confianza. A nivel cognitivo, el adolescente tendrá que ganar autoestima y combatir la desvalorización aprendiendo a creer en sí mismo. El terapeuta tiene que ser un espejo revalorizador en el que el chico se mire. Por último, el aprendizaje del respeto a las normas tendrá que ir parejo a la consolidación y estabilización de los vínculos sociales.

CONCLUSIÓN

Estas páginas han intentado ofrecer una panorámica sobre una de las situaciones clínicas que más preocupan e irritan a los terapeutas, y no sólo familiares: la de los adolescentes que son presentados por sus padres con un intenso sesgo crítico, como un cúmulo de defectos sin apenas cualidades positivas.

Hemos partido de la figura literaria de Don Juan, que, sin ser estrictamente adolescente, reúne algunas de las características relacionales de éste, para acabar proponiendo la descripción de un perfil individual compatible con el diagnóstico de trastorno límite de personalidad, del cual el mítico seductor constituye una excelente metáfora.

La obvia conclusión es que los adolescentes que no gustan a sus padres representan un terreno abonado para la ulterior implantación de dicho diagnóstico, por lo que su abordaje terapéutico no es una curiosidad pintoresca, sino un imprescindible compromiso preventivo.

Las bases relacionales, en el corazón de la familia de origen, que subyacen a estos específicos conflictos de los adolescentes con sus padres, coinciden con los de los pacientes diagnosticados de trastorno límite de personalidad. Y la terapia familiar sistémica brinda un excelente marco conceptual para su comprensión, así como una muy adecuada plataforma para la intervención terapéutica.

Articulo recibido en: 1de septiembre 2011
Manejado por: Editor en Jefe - IICC
Aceptado: 26/10/2011

 

REFERENCIAS

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1. Profesor Titular de Psiquiatría, Universitat Autònoma de Barcelona. Director de la Escuela de Terapia Familiar y de la Unidad de Psicoterapia del Hospital de la Santa Cruz y San Pablo de Barcelona.

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