1. INTRODUCCIÓN
Manuel Cruz, en su conocida introducción a la edición española de La condición humana[1], ha rescatado el concepto de “paria” como un elemento teórico fundamental en la obra de Hannah Arendt. El pensador español llega incluso a aseverar que la idea de que la posterior concepción arendtiana de lo público -como “espacio-entre” abierto a la actuación del individuo- florece, en buena parte, a partir de su reflexión sobre (y desde) la condición del excluido social. Cruz refiere, en este sentido, que, en cierto momento del trabajo de la autora, la noción de “paria” pierde parcialmente su ropaje descriptivo y pasa a designar “una perspectiva, un lugar teórico, una mirada que no se incorpora al paisaje […] pero constituye -ordena- lo mirado, no únicamente para el conocimiento sino también para la vida” [1: 2-3].
Pareciera ser que la filósofa alemana, apropiándose constructivamente de su posición como miembro de una minoría (la judía), hace de la propia condición minoritaria y marginal un lugar privilegiado para la reflexión acerca de las principales tendencias de las estructuras sociales y de los aparatos políticos modernos. En tal línea de consideración, debe notarse que el análisis de la problemática relación entre las instituciones políticas contemporáneas y los grupos minoritarios (esto es, no nacionales) es inmensamente influyente sobre el modo en que Arendt plantea su crítica conceptual al principio del Estado-nación. De hecho, un conjunto importante de trabajos ha puesto ya en primer plano las posibilidades del pensamiento de la autora en este sentido1.
Sería, sin embargo, un error enfocar esta cuestión únicamente desde el trato que la autora hace de la “cuestión judía” en sus facetas modernas. Al margen de esta posibilidad, existe también un planteamiento de la tensión entre lo nacional y lo no nacional previsto específicamente desde el estudio del fenómeno de las masas de personas apátridas (stateless people) del siglo XX2 y, por otro lado, desde la reflexión sobre la reorganización del mapa europeo ocurrida después de la Primera Guerra Mundial.
El presente artículo tiene el propósito de desarrollar una visión integral de la forma en que la crítica arendtiana al principio estatal-nacional y al nacionalismo se define a partir de su consideración de la situación de distintos grupos minoritarios, desde el colectivo judío hasta las masas de personas apátridas. Dado que estas temáticas fueron centrales a la reflexión de Arendt en lo que podría llamarse el periodo temprano de su obra, las siguientes reflexiones se centran en sus textos de los años 40 (artículos de coyuntura sobre la “cuestión judía”) y las ideas desarrolladas en las primeras dos secciones de Los orígenes del totalitarismo.
De tal forma, en la primera parte del trabajo se consideran los planteamientos arendtianos en torno a la historia moderna de la minoría judía en Europa, mientras que la segunda parte se ocupa de reflexionar a propósito de la situación de los apátridas y de los grupos no nacionales surgidos después del Tratado de Versalles. En la parte de conclusiones se intenta poner en primer plano algunas de las especificidades y potencialidades de la crítica de Arendt al Estado-nación y al nacionalismo ponderando precisamente su origen en una determinada comprensión de las minorías en la modernidad.
2. LA CUESTIÓN JUDÍA: LA EXPERIENCIA HISTÓRICA DE LA MINORITÉ PAR EXCELLENCE COMO BASE DE LA CRÍTICA DEL ESTADO-NACIÓN
El tránsito de Arendt “desde la filosofía hacia la política” tuvo como punto de apoyo su creciente interés por el judaísmo y por la relación de este con la historia de la modernidad occidental [6: 45]. Incluso antes de la obtención de su título doctoral, a finales de 19283, el contacto estrecho con Kurt Blumenfeld -representante del “judaísmo postasimilatorio”- había ya abierto los ojos de la joven alemana a la dimensión de la llamada “cuestión judía” [8: 70]. El compromiso de la autora con dicho tema, por otra parte, quedará reafirmado cuando el camino que tome al concluir su disertación doctoral sea el de la redacción de la biografía de Rahel Varnhagen von Ense, una escritora alemana de origen judío cuya vida cifra los dilemas de la asimilación durante la época del Romanticismo4. La importancia que este texto tiene en el itinerario intelectual de Arendt, sin embargo, no radica únicamente en el señalamiento del viraje en sus intereses de comprensión sino también en la determinación del plan de trabajo que, a partir de los problemas esbozados en el libro, brota para el futuro inmediato de la autora.
Debe notarse, en esta línea de consideración, que, al momento de redactar este texto, la joven autora se mantiene todavía restringida a la descripción del antisemitismo en tanto fenómeno social y no político. Será, precisamente, la profundización de esta primera percepción todavía superficial de la cuestión judía la que marcará uno de los vectores principales de desarrollo del pensamiento arendtiano. Ahora bien, esta modificación en la comprensión de la autora no debe impedir notar algunos aspectos que sobresalen ya en su biografía sobre Varnhagen y que ganarán mayor relieve en lo posterior. Así, por ejemplo, puede mencionarse una naciente caracterización de la sociedad moderna como espacio de normalización y homogeneidad, retrato que se extrae de la lectura radicalmente opuesta entre el orden social y el personaje del paria5:
Como judía, Rahel siempre se había mantenido al margen, había sido una paria, y descubría finalmente, del modo más involuntario e infeliz, que la entrada en la sociedad era posible solo al precio de la mentira, de una mentira mucho más generalizada que la simple hipocresía. Ella descubrió que era necesario para el parvenu -pero solo para él- sacrificar todo impulso natural, esconder toda verdad, malgastar todo amor y, no solo suprimir toda pasión, sino peor aún, convertirla en un medio para el ascenso social [9: 244] 6.
Como se enuncia en el relato del “descubrimiento” de Rahel, Arendt perfila la figura del paria como una categoría teórica que expresa un impulso anti-social antes que como un simple elemento de descripción histórica. La autora piensa los caracteres de la representación individual del outsider (impulso natural, verdad, amor) como la contracara de un funcionamiento colectivo homogéneo, frívolo y enajenante que somete al individuo. Así, una intuición de “lo social” como esfera reactiva a cualquier muestra de autenticidad personal recorre las primeras inspecciones de Arendt sobre el problema judío.
Es indudable que uno de los temas centrales que empieza a ser vislumbrado por la pensadora en sus primeros escritos es el de la contraposición entre la dinámica constrictiva de lo social-mayoritario (el conjunto de convenciones y rigores sociales para los que los salones literarios de Berlín proporcionaban una arena de escape [9: 127]) y los ejercicios de singularidad que portan un signo indudable de autenticidad. Por el contexto histórico de la asimilación judía que rodea a Rahel Varnhagen, el relato biográfico de Arendt pone, en primer término, una importancia exclusiva en el clivaje individuo-sociedad. Esta perspectiva, sin embargo, se modificará en los años posteriores, cuando la autora empiece a considerar el problema judío en su faceta política. Tal movimiento la obligará a pensar la condición del paria en una escala colectiva y, en este marco de cuestiones, el estudio de las minorías en general empezará a ganar importancia.
A partir de 1932 y hasta después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, Arendt desarrollará una extensa labor de periodismo y reflexión contextual. Es en los artículos y ensayos de este periodo que se amplía y profundiza la perspectiva de la autora sobre la cuestión judía. Si ya se ha visto la importancia que las categorías del libro sobre Varnhagen tienen para el pensamiento arendtiano en general, no puede sino resaltarse la influencia decisiva que el marco teórico desarrollado en los “escritos judíos” de los años 30 y 40 ha supuesto para la teoría política de la autora7. Dicha observación es indudablemente valedera a la hora de pensar la forma en que Arendt llega a construir su representación general de las minorías frente a, por un lado, las sociedades nacionales, y, por otro, las lógicas del Estado nacional.
La consideración del uso político del antisemitismo como elemento central de la destrucción de las instituciones estatales republicanas en los siglos XIX y XX, llevará a la autora alemana a reinterpretar la cuestión judía desde un ángulo renovado. A partir de este ejercicio, Arendt llegará a plantear la experiencia judía como una suerte de cifra prismática de las circunstancias que posteriormente rodearán a todos los grupos minoritarios en el seno de las naciones europeas. Dicho recurso queda afirmado en la tipificación que la autora hace del pueblo judío como minorité par excellence8. En este sentido, a diferencia del enfoque unidimensional del libro sobre Varnhagen, los textos de los años 30 y 40 empiezan a plantear el tema desde una doble lectura: la de la relación judíos-sociedad, por un lado, y la del vínculo judíos-Estado, por otro. Esta es la fórmula básica del análisis que, con algunas otras complejidades, es ratificado en la primera sección de Los orígenes del totalitarismo (OT).
En “Antisemitismo” (segunda parte de OT), el contexto histórico en el que Arendt introduce su reflexión sobre la judería europea (European Jewry) es el del surgimiento del absolutismo occidental. En este sentido, es interesante notar que los monarcas absolutos son, para la autora alemana, los gestores de las transformaciones estructurales del Estado que darán lugar, paulatinamente, a la aparición de los posteriores Estados-nación. Será precisamente en la construcción y consolidación de estos nuevos aparatos burocráticos que la participación de un cierto grupo de judíos empezará a ser relevante dentro de la historia moderna de Occidente. En el esquema bosquejado por la pensadora, la génesis de la conexión entre los príncipes absolutos y los llamados judíos palaciegos (court Jews) se describe de la siguiente manera:
Los siglos diecisiete y dieciocho presenciaron el lento desarrollo de los Estados-nación bajo la tutela de los monarcas absolutos. En todo lado, judíos individuales salieron de la oscuridad hacia la a veces glamurosa y siempre influyente posición de judíos palaciegos que financiaban los asuntos del Estado y manejaban las transacciones financieras de sus príncipes [12: 14].
Es importante entender bien el horizonte inicial de esta relación entre la élite judía y el aparato político moderno. A decir de C.A. Macartney -uno de los autores más influyentes en la comprensión de Arendt sobre este tema-, el proyecto de los monarcas absolutos era fundamentalmente político. Su idea central era constituir un espacio limitado de poder bajo el signo del nuevo concepto de soberanía9. En este sentido, “tenían que librar una doble guerra. Por un lado, contra el universalismo del papado y el imperio, y por otro, contra el régimen feudal de autoridad delegada y particularismo” [13: 38]. El aparato administrativo y la burocracia centralizada que surgen de este proyecto serían, según el autor, a lo que más propiamente se refiere uno cuando emplea modernamente la palabra Estado.
Arendt comparte esta visión histórica del absolutismo, pero incorpora el elemento de los judíos palaciegos para explicar - al menos parcialmente - la fuente de los ingentes recursos económicos demandados por los aparatos estatales nacientes. La autora establece los puntos centrales de este análisis ya en el ensayo “Antisemitismo” de 1938-39:
Incluso en Bavaria, donde los judíos jugaron un rol relativamente menor, habían prestado al Estado un total de una quinta parte de su deuda general. Deudas tan grandes surgieron de las necesidades del Estado absolutista de financiar un ejército e instalar una nueva burocracia profesional que contrapesara tanto a la aristocracia como a la burguesía. Solo aquellos príncipes que cumplían con estas tareas pudieron mantenerse en el poder […] y, haciéndolo, destruyeron el orden feudal. Los prestamistas judíos tuvieron un rol determinante en el desarrollo progresivo de este aparato de Estado [5: 79].
El surgimiento de un aparato político independiente alrededor de la figura del monarca absoluto es lo que permite a Arendt establecer una lectura de la doble relación en la que entran con su contexto los judíos palaciegos. Este enfoque acabará siendo decisivo para el desarrollo de los conceptos de la autora sobre el Estado, la nación y la separación que caracteriza a ambos en sus respectivas “lógicas”. Según la pensadora, un número creciente de judíos cortesanos había encontrado una relación favorable con el Estado y sus nuevas demandas económicas, manteniéndose, por otra parte, completamente al margen de la sociedad e, incluso, en creciente tensión con ella.
La constatación del distanciamiento entre Estado y sociedad nacional como base de la estructura del absolutismo es clave en la lectura histórica de Arendt, toda vez que ilumina el modo en que se disponen las esferas “civil” y “política” en su relación moderna. Así, el surgimiento del aparato estatal absolutista como representante dinástico del “interés colectivo”, opera una modulación sobre la morfología misma de la sociedad representada, brindándole cierto sentido de unidad y homogeneidad.
En este sentido, el retrato que Arendt realiza del marco político moderno asume que la formación de un determinado “tipo” de espacio social (la nación) surge como correlato de las transformaciones del aparato político que la gobierna. El nuevo Estado se hallaba separado -en su centralización e independencia- de toda fracción social y se anunciaba por ello como representante del interés de la sociedad como un todo. Tales notas de igualdad10 y comunidad dan lugar al sentido de “conciencia colectiva” que le permite a Arendt situar la génesis de las naciones precisamente en la época del absolutismo11 [12: 11].
En este sentido, no es apresurado decir que las nociones de Estado y nación -esto es, tanto sus características como la estructura de su relación- se construyen, en el análisis de Arendt, de la mano del estudio del proceso de vinculación histórica de las élites judías con las estructuras políticas modernas. La situación del grupo de judíos palaciegos lleva a la autora a advertir una condición estructural de la modernidad: la separación esencial entre Estado y sociedad nacional. La maquinaria estatal absolutista se había levantado por encima del control de todos los grupos sociales para actuar, sin oposiciones, en representación del “interés común”, cuya misma existencia era reflejada por la unicidad de la monarquía12.
Ahora bien, en la reflexión de Arendt, la nación como cuerpo social plenamente “consciente” solo terminará de constituirse a partir de su liberación total del yugo del absolutismo en las diferentes revoluciones nacionales. Sería un error, sin embargo, suponer que, en su acto de emancipación, la nación elimina la distancia que la separaba del Estado. Lo que ocurre es, más bien, que la forma de esta relación de no continuidad se re-articula. Esta es una concepción que la autora construye, de nuevo, a través de la lectura del itinerario histórico de la judería occidental.
En este sentido, la doble relación en la que habían entrado los judíos palaciegos respecto del Estado, por un lado, y de la sociedad, por otro, no hizo sino radicalizarse con el arribo histórico del Estado-nación. Serán, así, las vicisitudes del lento proceso de la emancipación judía durante el siglo XIX -que expresan la radical oposición entre los tratos brindados a este grupo por el Estado y por la sociedad- las que llevan a Arendt a representar la tensa relación que se mantiene entre los dos componentes del ahora Estado-nación:
Después de la Revolución Francesa […] los Estados-nación en el sentido moderno emergieron y sus transacciones financieras requerían una considerablemente mayor cantidad de capital de la que había sido solicitada a los judíos palaciegos por sus príncipes. Solo la riqueza combinada de los estratos más adinerados de la Judería de la Europa central y occidental […] podía alcanzar para satisfacer las nuevas y más grandes necesidades gubernamentales [12: 15].
La otorgación de concesiones que se estableció como lógica de retribución a los agentes judíos de crédito por parte del aparato político, radicalizó el principio que había modulado la circunstancia del grupo judío durante el absolutismo: progresivo acercamiento al Estado y consecuente alejamiento de la sociedad. Debe observarse, sin embargo, la transformación que el horizonte de comprensión decimonónico operó en la percepción social de esta cercanía entre la Judería y el Estado. Lo que en una sociedad todavía semi-feudal, marcada por las reminiscencias de casta, se presentaba como el favor de la esfera palaciega para con ciertos judíos prestamistas, bajo el prisma de la igualdad social-nacional que caracteriza la atmósfera del siglo XIX, comienza a ser advertido como la otorgación de “privilegios” a un grupo cada vez más creciente de no nacionales13.
Las conductas opuestas de una maquinaria estatal que beneficiaba -por interés- a los sectores judíos financieros y una sociedad cuya tendencia a la homogeneidad impedía cualquier aceptación de lo heterogéneo, permitirán a Arendt constatar “el precario balance entre Estado y sociedad” sobre el cual descansaba todavía, “social y políticamente”, el Estado-nación [12: 56]. Tal “balance” es, en consideración de la autora, uno de los requisitos esenciales de funcionamiento del Estado constitucional y es, precisamente, su precariedad la que amenazaba constantemente la viabilidad de los Estados-nación.
Es importante notar que, en la medida en que un equilibrio entre las dos instancias del Estado-nación fue posible al menos hasta cierto punto, Arendt llega a valorar el elemento estatal-republicano de este modelo -signado por una cierta preponderancia de la igualdad ante la ley y la libertad política- de un modo más bien positivo. En dicha línea de análisis, Ron Feldman no se equivoca al señalar que, para la pensadora alemana, hasta antes del momento de la perversión general de sus instituciones, “el Estado-nación [había] proporcionado una verdadera forma política de organización humana” [11: 67]14. Margaret Canovan, por otra parte, coincide con Feldman al apuntar que Arendt entiende el marco estatal-nacional como el de una “institución esencialmente humanista, una estructura civilizada proveedora de un orden legal y garantizadora de derechos” [15: 31].
Aceptando al menos parcialmente la validez de estas lecturas15, debe tratar de explicarse la enorme brecha que se abre entre las ponderaciones que Arendt hace del ideal republicano delineado como parte esencial del Estado-nación, por un lado, y de su decurso histórico concreto, por otro. En este sentido, el punto de explosión histórica de tal brecha es situado por la autora a fines del siglo XIX, en torno a las circunstancias del “affaire Dreyfus”. Este famoso juicio (de un capitán francés de origen judío) le brindará a Arendt la posibilidad de poner sobre un mismo escenario de reflexión tanto a la nación par excellence (Francia) como a la minoría par excellence, sometiendo así los valores de la civilización moderna a evaluación en el ámbito nacional de su propia génesis16. Por ello, la importancia que tendrá la revisión del caso Dreyfus en el pensamiento de la autora alemana trasciende (aun si va plenamente ligado a) la valoración de la creciente importancia del antisemitismo como recurso político en los conflictos europeos. Se trata - en la confrontación entre los valores republicanos del modelo estatal moderno (la igualdad ante la ley) y ciertas tendencias poderosas dispuestas desde la propia sociedad civil (nacional) - de una problematicidad fundamental en el modelo estatal nacional que se tematizará, poco después en el libro, como el “conflicto entre el Estado y la nación”.
Como se ha mencionado antes, Arendt considera que “[desde] la formación del Estado-nación” los judíos han sido “más o menos protegidos (y a veces privilegiados) por varios gobiernos y más o menos ferozmente rechazados (y a veces perseguidos) por la sociedad” [5: 260]. Para la autora, “la regla de acuerdo con la cual este proceso se desarrolló era simple: cada clase de la sociedad que entraba en conflicto con el Estado como tal se volvía antisemita, porque el único grupo social que parecía representar al Estado eran los judíos” [12: 25]. La tensión, que había ido creciendo en Francia durante el siglo XIX, llegó a su punto de explosión en el affaire. Sin entrar en los pormenores del juicio de Albert Dreyfus, basta con puntualizar que los procesos conducidos para juzgar el falso cargo de espionaje del que el militar judío-francés era acusado, brindaron luz sobre el estado de salud de las instituciones republicanas17 y sobre las tendencias de la sociedad francesa en general. Para la autora, lo que es particular de este caso es que, por un momento, se manifestaron por primera vez las condiciones en las que la institucionalidad estatal dejó de tomar la ley como referencia más propia y pasó a transformarse en el eco de un sentimiento social. El problema interno del Estado-nación se expresará, de tal forma, como la perversión del correcto balance que media entre el Estado y la sociedad nacional.
En las condiciones del gobierno constitucional, la antigua separación “absoluta” entre el Estado monárquico y la sociedad, había cedido su lugar a una relación de equilibrio marcada tanto por el respeto de la nación a los procedimientos constitucionales como por la construcción de una opinión pública fiscalizadora de las instituciones republicanas. En tales términos, parece evidente que dicha “toma de distancia” de la sociedad respecto de los ámbitos estatales, debía sustentarse en la confianza de que, a través de la ley, el pueblo se halla constantemente sujeto a sí mismo. Esta sería una premisa que brota coherentemente de la concepción -propia de la Revolución Francesa- “del hombre como legislador y ciudadano” [12: 144]. Solo una ciudadanía activamente comprometida con el ámbito público puede tener la relación respetuosa con leyes a las que ella misma ha contribuido.
En este sentido, no parece aventurado interpretar que, para Arendt, el modelo de “la organización nacional de los pueblos” - que fue, en algún momento, un “gran y revolucionario principio” [5: 352] - dependía de un ideal de ciudadano que, durante el siglo XIX , iría perdiendo su arraigo en la realidad. En este sentido, la “reducción del citoyen a bourgeois” es una de las claves de interpretación más importantes para entender la forma en que la autora alemana explica la “conquista del Estado por la nación” y la consecuente debacle del sistema europeo de Estados-nación18. Por ello, llegar a comprender cabalmente la idea de la “perversión” ciudadana, es un requisito indispensable para aclarar el sentido que toma la concepción del Estado y la nación en el pensamiento de Arendt.
En sus llamados “escritos judíos” (años 30 y 40), la primera alusión de la autora a esta “degeneración” del ciudadano en burgués se da en 1946, en el artículo “The Moral of History”. En él, la pensadora advertirá que “la historia general de Europa, desde la Revolución Francesa hasta inicios de la primera guerra mundial, podría ser descrita, en su aspecto más trágico, como la lenta pero constante transformación del citoyen de la Revolución en el bourgeois del periodo de preguerra”19 [5: 315]. Se establece, de tal forma, una relación entre la perversión del hombre como individuo comprometido con lo público y la consolidación de los valores de una sociedad atravesada diametralmente por el capitalismo.
Ahora bien, debe notarse el valor “antropológico” que irán tomando los conceptos que la autora construye en torno al “ciudadano” y al “burgués”. Arendt -como había hecho ya antes con el caso del paria- trasciende la mera descripción y plantea estas dos nociones como el ejemplo de diferentes “tipos” (históricos, pero también teóricos) de individuos. Esto le permite, a su vez, establecer una distinción entre la estructura de los espacios públicos y sociales a los que cada uno de estos “modos de ser” da lugar. Es en tales términos que empezará a tomar forma la crítica de la pensadora hacia la conducta política burguesa es decisiva en su obra posterior. El “caracter privado” (privateness) y “la preocupación primaria con el dinero” de la bourgeoisie, llegarán a convertirse en un signo típico de las sociedades modernas20 y esta será, justamente, la “forma” de sociedad que se manifieste ya de modo parcial en el affaire Dreyfus.
Sintetizando lo expuesto hasta aquí, se puede establecer dos características claras se enuncian en la noción que Arendt desarrolla de la sociedad nacional (la sociedad civil tal como esta se “da” en el marco del Estado-nación. En primer lugar, está la tendencia de esta hacia la normalización de sus componentes, con el consecuente rechazo sistémico de todo lo heterogéneo (dato que, como se ha visto, caracteriza transversalmente “lo social” desde el libro sobre Rahel Varnhagen). En segunda instancia, se tiene la preminencia creciente -en la configuración decimonónica de “lo nacional”- de una estructura de valores políticos de signo burgués. El triunfo de estos criterios burgueses “sobre el sentido ciudadano de responsabilidad” será el momento fundamental que exprese la eliminación de la “distancia” entre Estado y nación. Cuando la sociedad ya no piense en las instituciones republicanas como estructuras con sentido distinto al del mero interés privado, el aparato estatal podrá verse transformado en un simple espacio de canalización del sentimiento colectivo. El affaire Dreyfus, en este sentido, habría sido la expresión decimonónica más importante de tal tendencia y, aun si Francia logró sobrevivir institucionalmente a tal suceso, las precarias condiciones estructurales del Estado-nación harían que el sistema europeo colapse poco después ante la presión impuesta por el fenómeno de los refugiados apátridas en el siglo XX.
3. LA “SOBERANÍA NACIONAL” Y LOS DERECHOS DEL HOMBRE: LOS APÁTRIDAS COMO NÚCLEO DE LA REFLEXIÓN DE ARENDT
En OT, existen experiencias históricas distintas de la judía empleadas por Arendt para iluminar las dimensiones problemáticas de la ingeniería del Estado-nación. En este sentido, los más dramáticos eventos sociales del siglo XX brindarán a la autora un marco privilegiado desde el cual “registrar” la evolución de las relaciones entre el Estado y la nación. La interpretación de estas nuevas circunstancias, a su vez, permitirá a la pensadora aclarar de un modo más completo los aspectos paradójicos del modelo estatal-nacional.
El escenario de los refugiados del siglo XX, a pesar de las aparentes similitudes, es parcialmente distinto del sufrido por los judíos bajo el plafond del antisemitismo decimonónico. Es cierto que la autora entiende que algunas tendencias sociales y políticas fueron configurándose durante el siglo XIX, pero el marco histórico del siglo XX depende de un evento sujeto a la “contingencia” de todo suceso humano, es decir, de un acontecimiento no legible como elemento mecánico de un proceso causal21. En el caso concreto que se considera, este evento fue la Primera Guerra Mundial y el conjunto de circunstancias que la sucedieron.
La Gran Guerra supuso un escenario de desestabilización que, de acuerdo con la autora, hizo “reventar” el comité europeo de naciones. Esto introdujo un elemento impensado que llevó a la superficie de una manera brutal los nudos problemáticos y las contradicciones internas del sistema europeo de naciones. Tanto las oleadas de desempleo como la precariedad económica general del periodo de posguerra constituyen las coordenadas de una atmósfera de inestabilidad que tuvo como corolario “el colapso del Estado-nación como un Estado de derecho” [5: 260]. Sin embargo, a pesar de estos claros apuntes al hecho de que el contexto que se despliega a partir de 1914 se debe a un conjunto de sucesos extraordinarios de alcance peculiar, es claro que la pensadora alemana considera sus experiencias como reveladoras de las contradicciones que se hallaban presentes en la medula central del Estado-nación. En este sentido, el fenómeno central en el que se expresaría dicha circunstancia es el trato concedido por las comunidades europeas al creciente número de refugiados migrantes a partir de 1920.
Antes de que las políticas totalitarias atacaran conscientemente y destruyeran parcialmente la estructura misma de la civilización europea, la explosión de 1914 y sus severas consecuencias de inestabilidad habían ya, de un amplio modo, destruido la fachada del sistema político europeo, dejando expuesto su marco escondido. Tal exposición visible se dio a partir del sufrimiento de más y más grupos de personas para las que, de repente, las reglas del mundo al rededor habían dejado de aplicarse [12: 267].
Los apátridas (stateless) del periodo de entreguerras son un grupo cuya peculiar situación política (la pérdida de la nacionalidad) precede y brinda luz sobre lo que, a partir de 1933, estará en la esencia de los procesos de desnacionalización en masa empleados por los gobiernos totalitarios como medidas políticas de represión. La situación en la que se encontraban estos colectivos que dependían de un Estado-nación que no era el “suyo” puso de relieve la debacle del proyecto humanista-republicano estatal-nacional. En esta línea de análisis, Arendt caracterizará de la siguiente forma la circunstancia real de los apátridas: “Una vez que habían dejado su tierra, permanecían sin hogar (homeless); una vez que habían dejado su Estado, permanecían sin Estado (stateless); una vez que habían sido privados de sus derechos humanos, permanecían sin derechos (rightless), como la ‘escoria de la tierra’” [12: 267].
Al lado del caso del creciente número de refugiados, la autora de OT realizará también una consideración particular de otra situación surgida en los años 20s y 30s: la de las minorías nacionales de Europa del Este. Estos colectivos aparecieron después de los acuerdos que intentaron -luego de la Primera Guerra Mundial- reconfigurar el mapa de Europa con la creación de un conjunto significativo de nuevos Estados-nación22. En este sentido, C.A. Macartney ha explicado cómo “todos los nuevos Estados [fueron] más o menos conscientemente creados como Estados-nación de la nación formada por la mayoría de la población” [13: 209]. Tal hecho llevó a que las minorías nacionales se vieran sujetas a aparatos institucionales que respondían al interés de otras nacionalidades, lo cual las puso en una situación de “ausencia de Estado” similar a la de los apátridas.
Es la experiencia conjunta de estos dos grupos la que, para Arendt, demostrará los riesgos implícitos en la ingeniería del sistema estatal-nacional, revelando su problema más profundo: la tendencia sistémica que tiene un modelo basado en la nacionalidad a entrar en conflicto con el proyecto republicano y humanista de derecho fundado en las revoluciones del siglo XVIII:
Con la emergencia de las minorías en Europa del Este y del Sur y con las personas apátridas conducidas hacia Europa central y occidental, un elemento completamente nuevo de desintegración fue introducido en la Europa de posguerra […]. [L]a inhabilidad constitucional de los Estados-nación europeos para garantizar derechos humanos a aquellos que habían perdido los derechos nacionalmente garantizados hizo posible que los gobiernos perseguidores impongan su estándar de valores incluso en sus oponentes [5: 269].
Enfrentadas al arribo de una cantidad sin precedentes de personas de otra nacionalidad, las comunidades estatal-nacionales interpretaron el sentido de su propia institucionalidad como primariamente centrada en la protección de los derechos de los nacionales. Esta es la forma en la que, por excelencia, se manifestó en el siglo XX el quiebre del equilibrio entre Estado y nación. A pesar de que, como se ha visto, tal suceso entra para Arendt en conjunción con el proceso decimonónico de “transformación del ciudadano en burgués”, no es menos cierto que la interpretación de la maquinaria estatal “como un representante nebuloso del alma nacional” [12: 231], encontraba su base de desarrollo más importante en la estructura misma del Estado-nación:
El conflicto secreto entre el Estado y la nación salió a la luz en el momento mismo del nacimiento del Estado-nación, cuando la Revolución Francesa combinó la declaración de los derechos del hombre con la demanda por la soberanía nacional. Los mismos derechos esenciales eran al mismo tiempo expresados como la herencia inalienable de todos los seres humanos y como la herencia específica de específicas naciones, la misma nación era a la vez declarada como sujeta a leyes y soberana, esto es, ligada a ninguna ley universal y reconociendo nada superior a sí misma [12: 230].
Es cierto que Arendt entiende que el “sentido original” de la “soberanía nacional” estaba basado en “la libertad del pueblo” y que solo después se rodeó de un “aura de arbitrariedad ilegal” basada en la defensa a ultranza de los intereses nacionales [12: 231]. Pero, por otra parte, debe advertirse que tanto el concepto de soberanía (heredado del absolutismo) como la noción unitaria de “pueblo” o “nación”, están marcadas por un signo de “individualización” que entra en tensión radical con la noción universal de Humanidad.
La autora ha trabajado estas ideas - al menos en parte - en la reseña del libro La nation de J. T. Delos, escrita en 1946. En este breve texto, Arendt indica explícitamente que “[l]a conquista del Estado por la nación comenzó con la declaración de la soberanía de la nación” [17: 258]. La pensadora alemana explica, en este sentido, que, en la atmosfera del siglo XIX, “el sentimiento nacional” iba a convertirse en el “sólido cemento” a partir de la cual una sociedad atomizada lograría la cohesión bajo el signo de un Estado fuerte y centralizado [17: 258]. De tal forma, al igual que “la soberanía de la nación se perfiló sobre el modelo de la soberanía del individuo, así, la soberanía del Estado como Estado nacional fue la representante de ambas […] El Estado conquistado por la nación se convirtió en el individuo supremo ante el que todos los demás individuos tenían que inclinarse” [17: 258]. La “personificación” de la maquinaria estatal - a partir de la cual el concepto de soberanía nacional adquiere su sentido más propio - apeló desde su inicio a una concepción de la nación entendida bajo la figura del sujeto autónomo, esto es, del individuo homogéneo y carente de fracturas.
La radicalización creciente, a partir del siglo XIX, de una desagregación basada en la dinámica capitalista -marcada por la competitividad y la división de clases- reforzará gradualmente este principio a partir del cual la atomización del cuerpo social es compensada por un Estado centralizado a través del marco sentimental de la representación soberana de la unicidad [12: 231]. De tal forma, dos elementos centrales de las sociedades modernas sobre los que se sostiene el impulso del nacionalismo (una morfología social atomizada y una mentalidad política burguesa) son revelados por Arendt desde dos enfoques históricos diferentes. Entendida así la circunstancia “genética” del modelo estatal-nacional, es indudable que la forma misma en que la Déclaration des droits de l'homme et du citoyen hizo reposar la soberanía sobre la nación, abrió la puerta para la posterior contradicción de su carácter humanista universal.
En el nombre de la voluntad popular, el Estado fue forzado a reconocer solo a los “nacionales” como ciudadanos, a conceder derechos civiles y políticos plenos solo a aquellos que pertenecían a la comunidad nacional por derecho de origen o hecho de nacimiento. Esto suponía que el Estado pasaba a transformarse parcialmente de un instrumento de la ley en un instrumento de la nación [12: 230].
Como la autora se esfuerza en resaltar, “[e]l resultado práctico de esta contradicción fue que, de ahí en adelante, los derechos humanos fueron protegidos y reforzados solo como derechos nacionales” [12: 230-231]. Esta es la fórmula a partir de la cual se puede entender el hecho de que el número creciente de refugiados desnacionalizados haya podido mantenerse al margen de cualquier parámetro de legalidad vigente. Tal hecho es, precisamente, el que llevará a Arendt a cuestionar la forma en que se habían enfocado los derechos humanos desde el comienzo.
La pensadora alemana comienza su análisis del complejo desarrollo histórico de los “Derechos del Hombre” subrayando la profunda novedad introducida en la escena de la civilización occidental por este proyecto humanista:
La Declaración de Derechos del Hombre, al final del siglo XVIII, fue un punto de inflexión en la historia. Significaba nada menos que, de allí en adelante, el Hombre -y no los mandamientos de Dios o las costumbres de la historia- sería la fuente de la Ley. Independiente de los privilegios que la historia había asignado a ciertos estratos de la sociedad o ciertas naciones, la declaración indicaba la emancipación del hombre de todo tutelaje […] [12: 290].
Luego de esta primera caracterización entusiasta, sin embargo, la autora hará notar que la estructura fundamental que sustentaba la promoción de estos conceptos -el Estado-nación- escondía una dimensión problemática de gran alcance. En una sociedad “secularizada y emancipada”, se pretendía que los hombres no requirieran otro sustento de estos “derechos humanos y sociales” que el de su propia humanidad. En este sentido, entendiendo que dicha declaración fue históricamente inseparable de la afirmación de la soberanía popular, la salvaguarda de estos derechos se vio inmediatamente anclada en la pertenencia a una determinada comunidad política estructurada en torno al “derecho del pueblo a la soberanía y al auto-gobierno”: “En otras palabras, el hombre apenas había aparecido como un ser completamente emancipado y aislado que llevaba su dignidad consigo mismo sin referencia a ningún orden superior, cuando desapareció de nuevo como miembro del pueblo [12: 291]. Por ello, toda la cuestión de los derechos humanos se vería rápida y profundamente entrelazada con la cuestión de la emancipación nacional. Como expresa Arendt, “solo la soberanía emancipada del pueblo […] parecía capaz de garantizarlos” [12: 291].
Los Derechos del Hombre se desarrollaron sobre la presuposición de que el afianzamiento de la humanidad de cada individuo como fundamento de sus derechos sería realizado por los Estados-nación en su “vocación” civilizatoria. Es aquí, sin embargo, donde los elementos contradictorios de la arquitectura del modelo conducirán a un punto de quiebre. Si, como se ha visto, el proyecto humanista del sistema estatal se halla sujeto, desde el inicio, al marco limitado y particularista de la soberanía nacional, entonces, al depender el derecho humano “del derecho del pueblo al autogobierno”, la persona que pierde su nacionalidad ha perdido, ipso facto, el sustento que salvaguarda su humanidad como base de derechos. Esta sería, según la autora, la forma en que los regímenes totalitarios pudieron “deshumanizar” a sus víctimas a través de la desnacionalización.
De la problematicidad inherente al Estado-nación surgió, así, la “paradoja” en la declaración de los derechos humanos. Esta consistía en haber contado con un ser humano “tan abstracto que no parecía existir en ningún lado” [12: 291]. Asentando la validez de los derechos en la humanidad del hombre abstracto, la declaración perdió de vista su propio origen, esto es, el ser producto del acto político de una comunidad organizada. En ese sentido, dirá Arendt, entre los derechos humanos no se incluyó uno que “no podía ser expresado en las categorías del siglo XVIII, porque ellas presumen que [estos] surgen de la naturaleza del hombre”23 [12: 297]. Este derecho será denominado, por la autora, “el derecho a tener derechos” y se podría explicar como “el derecho a pertenecer a una comunidad organizada” en la que uno “pueda ser juzgado por sus propias acciones y opiniones” [12: 296-297]. Como Cristina Sánchez Muñoz ha referido:
Esto nos remite a una de las tesis fundamentales de Arendt, y es que la comunidad creada entre las personas, el espacio público - el mundo - ocupa una posición que podemos denominar ontológica: sólo mediante la actuación en dicho espacio nos constituimos como sujetos, apareciendo ante los ojos de los demás, que componen un público que juzgará y recordará nuestras acciones. Aparecer en público significa, pues, adquirir realidad para los demás. La pluralidad de individuos que nos perciben de manera distinta es necesaria para la constitución del sujeto [18: 229-230].
Es interesante notar que, a partir del recurso teórico del “derecho a tener derechos”, Arendt plantea una crítica a todo el horizonte de concepción moderno del derecho humano, tanto en su faceta “iusnaturalista” como en su expresión “positivista”. Así, con relación a la crítica enarbolada por la autora alemana a la comprensión “natural” del derecho, Sánchez Muñoz notará que: “Frente a una concepción iusnaturalista de los derechos humanos, para Arendt, no hay derechos si no hay comunidad política o, en otras palabras, los derechos no tienen como fuente la naturaleza humana, si no la pertenencia a una comunidad” 24 [18: 229].
Este énfasis sobre la condición civil y política desde la cual el individuo puede ser un elemento constitutivo del marco público e institucional en el que se halla amparado no debe confundirse, sin embargo, con una suerte de defensa del paradigma del “derecho positivo”. Al contrario, toda la investigación de la autora respecto de este tema se desarrolla en respuesta al hecho de que determinados gobiernos (y en muchos casos por medios “democráticos”) hayan podido -basándose en la coincidencia entre derechos humanos y derechos nacionales- poner en excepción la situación de derecho de algunos grupos de personas a través de medidas jurídicas como la desnacionalización. Tal posibilidad constituye uno de los riesgos fundamentales del horizonte del derecho positivo que, en sus implicaciones más profundas, de ninguna manera pasa inadvertido para la pensadora alemana:
El lema de Hitler que decía “correcto es lo que es bueno para el pueblo alemán” es solo una forma vulgar de una concepción de la ley que puede ser encontrada en todos lados […]). Una concepción de la ley que identifique lo que es correcto con “lo que es bueno para” -el individuo, la familia, el pueblo o el número más grande- se hace inevitable una vez que las medidas absolutas y trascendentes de la religión […] han perdido su autoridad […] Aquí […] estamos confrontados con una de las más antiguas perplejidades de la filosofía política […] y que llevó a Platón a decir que “No un hombre, sino un Dios, debe ser la medida de todas las cosas” [12: 298-299].
En este sentido, no existe una consecuencia propositiva simple que surja de la crítica desplegada por Arendt contra la problemática relación entre la salvaguarda universal de los derechos humanos y la disposición del sistema estatal-nacional. En la medida en que los derechos humanos - a partir de una concepción “natural” - son pensados como intrínsecos a cada ser humano individual, se pasa por alto la raíz política del marco en que ese individuo se constituye en sujeto de derecho. Del modo más crudo, esta omisión se prueba decisiva cuando, privado de una institución estatal que lo ampare (como en el caso de los apátridas del periodo de entreguerras), un grupo de personas puede verse exceptuado de su condición básica de derecho. Por otra parte, sin embargo, en la medida en que la dignidad humana requiere de un sostén institucional de tipo estatal - cobijándose, por ende, en el espacio del derecho positivo - siempre entra en riesgo de ser vulnerada por una decisión gubernamental que afecte los derechos de una parcialidad de los gobernados. Por ello, ninguno de los dos paradigmas carece de problemas esenciales a la hora de servir como marco para la salvaguarda de la dignidad humana.
Ahora bien, es cierto que podría levantarse una interrogante en este punto respecto de si los ejemplos empleados para tematizar los aspectos problemáticos del sistema estatal-nacional no son demasiado “extremos” como para mantener su capacidad probatoria. En este sentido, debe tenerse siempre en consideración el hecho de que la consumación histórica de estas experiencias, bajo el signo de las crisis europeas del siglo XX, fue lo que reveló los elementos paradójicos ocultos ya de manera regular bajo la fachada “tranquila” y “civilizada” del sistema europeo de Estados-nación. Así, a pesar de que las contradicciones estructurales del modelo estatal-nacional no lleven por su propio impulso a las eventualidades del marco totalitario según la “crónica” de OT, no es menos cierto que el despliegue de dichas eventualidades hubiera sido imposible sin la condición previa del nudo problemático inherente al modelo estatal-nacional europeo. Esta es, sin lugar a dudas, una de las premisas básicas que define el análisis histórico de Arendt sobre este tema.
4. CONCLUSIONES
La identidad nacional y el nacionalismo son dos fenómenos que, en las últimas décadas, han vuelto a establecerse en el centro de la experiencia política de nuestro tiempo. Eventos recientes como el proceso de salida del Reino Unido de la Unión Europea (2020-) o la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos en 2016 han puesto en primer plano la efectividad de las retóricas centradas en la “nación” como operadores políticos masivos en el mundo contemporáneo. Esta centralidad explícita del discurso político nacionalista también se ha advertido en Europa con el crecimiento acelerado de figuras como Marine Le Pen (Francia), Santiago Abascal (España), Matteo Salvini (Italia) o Viktor Orbán (Hungría). En todos estos casos, se hace patente, como Michael Billig había señalado hace ya una década y media, que el nacionalismo está lejos de ser un fenómeno político “marginal” que afecte únicamente a regiones del mundo marcadas por la inestabilidad o por una incipiente cultura democrática institucional [22: 4-5].
Las reflexiones tempranas de Hanna Arendt, en este sentido, brindan una perspectiva teórica del Estado-nación centrada en un análisis estructural de su ingeniería y sus principios y de la forma histórica en que dichos elementos nucleares se revelaron en el trato institucional brindado por los modernos Estados centrales de Europa a las minorías. De esta manera, dos líneas de inspección se han ponderado. La primera muestra la consideración arendtiana del proceso de incorporación de los colectivos judíos a los espacios sociales y políticos europeos a partir del siglo XVIII, poniendo en primer plano las contradicciones entre la institucionalidad republicana y las tendencias nacionalistas que se revelan desde la experiencia de la minorité par excellence. La segunda línea de inspección, por otro lado, expone las limitaciones del modelo estatal-nacional desde la perspectiva de una de las experiencias históricas centrales del siglo XX: la de las crisis derivadas de la finalización de la Primera Guerra Mundial que tienen tanto a los apátridas como a las minorías no nacionales como protagonistas.
En el primer caso, las ideas de Arendt plantean una visión que no deja de ser ampliamente productiva hoy en día. Se trata de la relación contradictoria existente entre, por una parte, el proyecto humanista de derecho que caracteriza la institucionalidad republicana moderna (esto es, el elemento “Estado”) y, por otra, la pulsión identitaria y excluyente que define el imaginario nacionalista (esto es, el elemento “nación”). La experiencia judía se transforma en una clave para entender el modo en que los peores elementos del nacionalismo pueden convertirse en operadores ideológicos de proyectos y movimientos políticos que, en última instancia, comprometan los valores republicanos y humanistas del Estado-nación.
El segundo momento analizado, por su parte, muestra las notorias limitaciones de la estructura estatal-nacional para lidiar con el tipo de procesos masivos de movilidad social característicos del periodo de entre-guerras. La actualidad de esta indagación radica en el hecho de que el crecimiento demográfico y la ampliación sistemática de los movimientos migratorios en los últimos siglos han conducido a que la que hace unas décadas podía ser considerada una situación excepcional constituya hoy por hoy la base regular de la relación entre naciones. En tal consideración, los apátridas y los no nacionales del siglo XX han adquirido una nueva presencia en los grupos de migrantes ilegales del siglo XXI.
En líneas generales, puede aseverarse que el pensamiento arendtiano ofrece perspectivas y posibilidades teóricas vitales tanto para capturar la esencia como para proyectar potenciales salidas a algunas de las problemáticas socio-políticas más importantes de la actualidad. Por supuesto, el trabajo de la autora alemana dista de ofrecer un panorama reflexivo plenamente consumado en torno al Estado-nación y al nacionalismo, pero muchas de sus perspectivas críticas retienen una validez indudable y pueden constituirse en la base para construir comprensiones que permitan proyectar un conocimiento más acabado sobre estos temas.