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Investigación & Desarrollo

versión On-line ISSN 2518-4431

Inv. y Des. vol.21 no.2 Cochabamba  2021  Epub 30-Dic-2021

https://doi.org/10.23881/idupbo.021.2-6e 

ARTÍCULOS - ECONOMÍA, EMPRESA Y SOCIEDAD

EL CINE MINERO Y EL CINE DE MONTAÑA EN BOLIVIA, CAVANDO EN LO NACIONAL

MINING CINEMA AND MOUNTAIN CINEMA IN BOLIVIA, DIGGING INTO THE NATIONAL

Andrés Laguna-Tapia1 

1Laboratorio de Investigación en Comunicación y Humanidades. Universidad Privada Boliviana. andreslaguna@upb.edu


RESUMEN

En la tradición fílmica de los países centroeuropeos, en la primera mitad del siglo XX, proliferó lo que se conoció como bergfilme, películas de montaña, que contribuyeron a la construcción de imaginarios nacionales y/o nacionalistas. De manera coincidente, por sus condiciones geográficas y culturales, Bolivia tiene un gran patrimonio visual dominado por los Andes. La presente investigación, recopiló e identificó documentos audiovisuales en los que la montaña tiene un rol protagónico en la construcción del imaginario nacional boliviano. A partir de ese análisis, se develó la importancia del contexto minero, de sus modos de producción y de organización. Utilizando una metodología de revisión documental, de análisis histórico comparativo e iconológico, en los registros cinematográficos tratados de este entorno se encontraron ciertas claves para reflexionar sobre fenómenos políticos, demográficos y culturales, que configuraran a la realidad nacional boliviana.

Palabras Clave: Cine Boliviano; Películas de Montaña; Cine Minero; Estudios Fílmicos; Imaginarios Nacionales

ABSTRACT

In Central European countries the film tradition, in the first half of the 20th century, what became known as bergfilme proliferated, mountain films, which contributed to the construction of national and / or nationalist imaginaries. Coincidentally, due to its geographical and cultural conditions, Bolivia has a great visual heritage dominated by the Andes. This research collected and identified audiovisual documents in which the mountain plays a leading role in the construction of the Bolivian national imaginary. From this analysis, the importance of the mining context, its modes of production and organization, was revealed. Using a methodology of documentary review, of comparative and iconological historical analysis, in the cinematographic records treated of this environment certain keys were found to reflect on political, demographic and cultural phenomena, which would shape the Bolivian national reality.

Keywords: Bolivian cinema; mountain films; mining cinema; film studies; national imaginary

1. INTRODUCCIÓN

Ser boliviano implica muchas cosas, quizás una de las experiencias que contribuye a esa condición es asomar por la ventana y ver a una figura tutelar. Buena parte de nuestras ciudades están construidas cerca de uno o de varios cerros, las montañas son una suerte de centinela que contempla, resguarda y ordena. Hasta cierto punto, define la identidad de las poblaciones y la de los espacios geográficos. Pensemos, por ejemplo, en la relación que tiene La Paz con el Illimani, Cochabamba con el Tunari o Sucre con el Sica-Sica y el Churuquella. Si en algún momento nos perdemos en las crecientes y serpenteantes calles urbanas, basta levantar la mirada y buscar una montaña para saber hacia donde debemos dirigirnos, para reencontrar nuestro camino. Son puntos de referencia, en más de un sentido. Por tanto, es importante aclarar que eso que hemos denominado como lo boliviano, quizás debería entenderse como lo andino. Reemplazar un término con el otro es intencional para resaltar la condición fragmentaria, incompleta y excluyente de lo nacional. En ese sentido, en los trabajos de Partha Chaterjee se señala que en la construcción del nacionalismo necesariamente siempre se termina exteriorizando a ciertos grupos sociales, en este caso a todo lo no-andino [1].

El objetivo central del presente artículo es describir y analizar uno de los elementos esenciales de la construcción de un discurso dominante del nacionalismo boliviano: la montaña. Pero el estudio se limitará a lo que podría denominarse como cine minero. Es importante aclarar que, con este rótulo, no se hace referencia a un cine hecho por mineros, sino a uno que directa o indirectamente tiene una temática relacionada con esa actividad económica en Bolivia. Paralelamente, se comparará y relacionará la representación o el tratamiento de la montaña en este conjunto de películas con otras manifestaciones culturales, para abrir posibilidades de reflexión sobre este ícono.

Guillermo Francovich en su obra El pensamiento boliviano en el siglo XX y, principalmente, en La filosofía en Bolivia referencia a un grupo de intelectuales y artistas nacionales para los que lo telúrico es el elemento preponderante en su comprensión de lo nacional. Rotuló a esta corriente de pensamiento “La mística de la tierra” que, específicamente, resaltaba la importancia del macizo andino para la configuración identitaria nacional. Menciona entre sus integrantes a autores muy relevantes, entre ellos, a Emeterio Villamil de Rada, Franz Tamayo, Roberto Prudencio, Humberto Palza, Fernando Diez de Medina y, al autor de El factor geográfico en la nacionalidad boliviana y El macizo boliviano, Jaime Mendoza [2: 102-6]. Aunque estos pensadores no necesariamente pertenecieron a la misma generación, comparten una comprensión del país centrada en el territorio geográfico andino y, aunque no siempre lo hagan de manera manifiesta, reconocen en el mundo indígena y en su ritualidad a la fuente de la mística nacional. Justamente, en una de sus obras más conocidas, Los mitos profundos de Bolivia, Francovich señala que los pobladores del Kollasuyo crearon el mito primordial de la cultura andina influidos de manera determinante por su contexto geográfico:

La fuerza, la grandiosidad, la imponencia de las cordilleras en medio de las cuales vivían, los condujeron a la sacralización de las piedras y de las montañas. Estas estaban animadas para ellos. En ellas encontraban su propio origen y a ellas vinculaban su destino, poniendo de ese modo en la base de sus experiencias el sentimiento de una especie de vida cósmica[3: 12].

Más allá de que esta afirmación pueda ser cuestionada, relativizada y/o problematizada por estudios antropológicos y/o historiográficos contemporáneos, es descriptiva del lugar que las montañas ocupan en el imaginario nacional. No son meramente eminencias topográficas, pues en ciertos contextos son sacras y vitales. Para respaldar esta afirmación se puede citar a Thèrése Bouysse-Cassagne, que señala como uno de los rasgos fundamentales de lo que denomina la “identidad aymara” del siglo XV y XVI a una serie de ritos y sacrificios, en los que se ofrendaban a la montaña llamas negras, coca y plumas de aves. Además, indica que otros grupos étnicos como los urus y los puquinas, realizaban ritos similares con llamas blancas, pescado y arcilla [4: 223, 272] 1. La sacralidad de la relación entre los pueblos andinos y las montañas está históricamente registrada.

Por otra parte, en su tesis de maestría titulada Cosmovisión, historia y política en los Andes, Blithz Lozada hace un apunte sugerente: “Según Nathan Wachtel, la figura del Inca tenía y aún preserva tal carácter en las expresiones rituales, el poder de hacer hablar a las montañas poniendo en movimiento al mundo” [5: 253]. No solamente devela la importancia mística de estos accidentes geográficos, devela una relación que no es meramente de adoración, hay una interacción, se actúa sobre ellas, se las hace hablar. Pero, además, se confirma una conexión entre la práctica política y la práctica religiosa en el mundo precolonial, algo que como veremos más adelante no parece haberse roto del todo en nuestro contexto contemporáneo.

En ese mismo sentido, se debe resaltar la importancia que tienen las deidades conocidas como “dioses de las montañas” en los sistemas religiosos andinos. Gabriel Martínez las caracteriza y describe:

Me refiero a aquéllas que en algunas partes del Perú son llamadas awkillu (Huánuco), a otras wamani (Ayacucho), apu más al sur (Cuzco) y machula, achachila o mallku en distintas regiones de Bolivia. Pese a la diversidad quechua y aymara de sus nombres y a sus múltiples manifestaciones locales, cumplen funciones tan semejantes y comparten rasgos tan similares que parece posible considerarlas como una sola entidad panandina[6: 86].

El presente texto no pretende dar claves para entender a “estos dioses de las montañas”, pues hacerlo desde una visión no-andina o sin estar profundamente familiarizados con los sistemas culturales a los que pertenecen, naturalmente acarrearía una serie de dificultades difícilmente superables, que pueden llevarnos a incurrir en contradicciones e imprecisiones. Lo que es importante resaltar es que en el mundo andino no es posible pensar lo religioso disociado de lo geográfico. Además, Martínez apunta algo iluminador:

Una de las representaciones quizás más estables del dios de los cerros hace de este una deidad proveedora de ganado, también de dinero; ligada muchas veces a las riquezas minerales del interior del cerro, aparece siempre vinculada con lagunas y agujeros manantiales. Bajo esta figura, sin embargo, está fuertemente cargada de un «aire demoniaco» y se desliza fácilmente hacia la representación del diablo católico, llamado hoy día tak'a, supay o supaya, «tío» o, simplemente, diablo, en distintas regiones de Bolivia: la conocida divinidad de las minas adopta esta apariencia[6: 86].

Como se acaba de mencionar, en el mundo andino existen distintos tipos de divinidades de la montaña, por las necesidades específicas del presente texto nos concentraremos en las relacionadas con el mundo minero. Esta deidad para la cultura occidental es con frecuencia una mera transposición: el equivalente andino del adversario de Dios, la versión local de ese ángel caído que reina el inframundo. Evidentemente, no es posible hacer un ejercicio mecánico de “traducción cultural”, ni mucho menos un intercambio de palabras para describir a lo mismo. En las minas el diablo, el tak'a, el supay, el supaya, “el tío”, no es un equivalente, un reflejo, una copia o un clon del diablo bíblico. Aunque ese no es el tema puntual de este texto, ni este es un artículo sobre pensamiento religioso andino, es pertinente hacer esta aclaración para no olvidar la importancia y la complejidad de las deidades de las montañas, en específico, de las de las minas. Por otro lado, esta serie de afirmaciones permiten intuir algo que resulta fundamental: los socavones, esos espacios de explotación de los recursos naturales por parte del hombre, pueden ser también espacios en los que lo humano convive con lo divino, con lo sagrado. Aunque la fiebre por los minerales, el hecho de arriesgar la vida buscando mejorar la condición de vida, para el pensamiento judeocristiano podría ser una forma de avaricia, de un gesto dominado por Mammón, estudios como el de Martínez confirman que en el mundo andino adquiere matices que trascienden el enriquecimiento material.

En el imaginario nacional, una de las montañas de mayor relevancia es la que está representada en el escudo de Bolivia. En Los mitos profundos de Bolivia, Guillermo Francovich apunta sobre ella: “El mito del Cerro de Potosí, que preside la vida de la colonia, circula por todo el mundo, fascinando a los hombres con la promesa de la riqueza inmediata de sus minas fabulosas” [3: 12]. Más adelante asegura algo que es fundamental para este texto:

El mito de Potosí está vinculado al mito ancestral de las montañas. Pero en Potosí, a la imagen de la montaña como expresión de la vida cósmica predominante en la mitología precolombina, se sobrepuso la del misterioso poder minero. El cerro dejó de ser una “huaca” o un “achachila” protector para convertirse en el caprichoso dispensador de los tesoros fabulosos escondidos en su seno”[3: 61].

Aunque esta apreciación es interesante y nos ayuda a entender la relación con el cerro/mina, vale la pena señalar lo que Gabriel Martínez aclara en la investigación citada anteriormente: “Hay que señalar a este último respecto que si bien algunas veces un cerro es definidamente wak'a о definidamente no-wak'a, muchas veces un mismo dios de un mismo cerro presenta caracteres de uno y de otro” (Martínez 1983: 86). Es decir, hay una ambigüedad compleja en la naturaleza de las deidades de los cerros. A diferencia de la caracterización popular del Dios cristiano del Nuevo Testamento, no son meramente entes protectores, la deidad puede ser también un “caprichoso dispensador” de riquezas. Intuyo que, para comprender la complejidad de las deidades de la montaña, hay que superar esa visión marcada por la moral católica que se deja ver en las afirmaciones de Francovich y en manifestaciones culturales que abundan en nuestro contexto, en este texto haremos referencia a algunas películas rodadas en diferentes momentos de nuestra historia.

En Los mitos profundos de Bolivia se hace referencia a distintas historias sobre el descubrimiento del Cerro Rico que se deben mencionar:

Pues bien, en Potosí ocurrió lo mismo que en el Brasil, en California, en Transvaal o en Santa Rosa. La plata del cerro fue descubierta por un indio llamado Huallpa en enero de 1545. Según unos, había amarrado a unas matas su llama que, al forcejear para moverse, las arrancó de cuajo poniendo al descubierto el metal. Según otros, fue el propio indio que descuajaba las matas en la ladera del cerro. Una tercera leyenda dice que Huallpa encendió una hoguera para protegerse del frío en la noche y que al amanecer encontró la plata derretida debajo del rescoldo. El indio informó de su descubrimiento a su patrón el capitán Juan de Vallaroel que residía en Porco. Los moradores de ese asiento y los de la ciudad de Chuquisaca que estaba a veinte leguas se trasladaron al lugar tan luego como conocieron la noticia. El cerro no tiene sino unos setecientos metros de altura y está situado en uno de los lugares más desamparados de los Andes. Los primeros que llegaron allí, no teniendo donde abrigarse, sufrieron todas las agresiones del frío, del viento y de la nieve, “El furioso aire, a todas horas, procuraba echarlos de aquel sitio”, dice Arzáns personificando la hostilidad del ambiente[3: 70].

En estas narraciones no se hace ninguna mención al carácter sagrado del cerro, ni a ninguna deidad relacionada con él, cobra importancia cuando se convierte en una promesa de riquezas naturales. Pero, cuando Arzáns expone las distintas versiones de las raíces etimológicas del nombre “Potosí”, en todas hace referencia a su riqueza, a su belleza y a una naturaleza sobrenatural: Por “divina voluntad” el cerro estaba destinado a ser explotado por el emperador Carlos V [7: 26-7]. Incluso en el mundo colonial se le da un carácter casi sagrado a la montaña, no solamente por lo que ofrece, sino también porque sus dones están ofrecidos a los hombres por determinación de Dios. Tampoco debemos olvidar que, en los albores de la modernidad, en un mundo colonial y precapitalista, la riqueza material, la plata, es una prefiguración de lo sagrado, de lo trascendente. En todo caso, acceder a la riqueza parece ser un don divino. El accidente geográfico que la resguarda ocupará un lugar privilegiado en nuestros símbolos nacionales, en los elementos que pretenden cohesionarnos como nación unitaria.

Fernando Diez de Medina apunta que, por ineptitudes internas, perdimos: “el Litoral Pacífico, la salida al atlántico por la hoya platense, el Acre, las tierras del Chaco” [8: 59]. Paradójicamente, también parece ser una suerte de desprendimiento de los símbolos con los que potencialmente podríamos habernos identificado: los mares o los bosques de goma. Lo que queda son las montañas: “El Ande, porción que mejor expresa lo boliviano, porque dentro de sus límites se concentra la mayor intensidad de nuestra vida histórica y espiritual. El Ande, que es a un tiempo mismo el núcleo de culturas más antiguas y uno de los focos de civilización menos organizados del continente” [8: 64]. La montaña se impone como símbolo de identidad, como hito fronterizo, como muralla que rodea lo que somos, que protege y, al mismo tiempo, encierra, delimita.

Todos los bolivianos escolarizados, adoctrinados por nuestras maestras, crecimos convencidos de que con la plata extraída de las minas de Potosí se podría construir un puente desde la Villa Imperial hasta Madrid2. Con frecuencia en las lecciones escolares de civismo en las que se aseguraba que el Cerro Rico era tan generoso que incluso después de la explotación desmedida que sufrió por parte de los españoles todavía seguía ofreciendo el “fruto de sus entrañas” con una generosidad casi maternal. Este apunte busca recalcar que para un andino no hay nada pedestre en una montaña, es nuestro horizonte.

Pintores contemporáneos a Diez de Medina, como Raúl G. Prada, Cecilio Guzmán de Rojas o Arturo Borda, llenaron sus obras de montañas fabulosas, que junto con otros elementos componen la iconografía fundamental de su universo artístico. Algo similar sucedió en el cine, pues abundan las secuencias en las que los protagonistas deben cruzar, enfrentarse o rendir tributo a las deidades de las montañas. No lo olvidemos: desde su aparición hasta la fecha el cine boliviano es mayoritariamente andino. Las películas que abundan en la filmografía nacional muestran a un país que tiene un paisaje altiplánico, de manera preponderante. Por tanto, es un cine que se ha realizado en o alrededor de la sede de gobierno, en los márgenes del poder político, social y económico.

No es el objetivo de este texto hacer una recapitulación de todas las secuencias en las que una montaña juega un rol importante en una película, eso tendría el mismo interés que cualquier catálogo. Pero, para confirmar su relevancia basta recordar al equipo de filmación y a los conquistadores de Para recibir el canto de los pájaros (1995), que para llegar a su destino deben recorrer los senderos en medio de los cerros que protegen a la comunidad de Janco Amayu. O a Isico en Chuquiago (1977), a Sebastián en La nación clandestina (1989), a Domitila y Jacinto en ¿Quién mató a la llamita blanca? (2007), a Max en Max Jutam (2010), a Tupah en Averno (2017), entre otros, contemplando al Illimani con gestos reverenciales. En películas rurales como Amor perdido aymara y, su secuela, El amor perdido desde Villa Esperanza3 en gran parte de las escenas en exterior, naturalmente, se encuadra a las montañas que rodean la acción, que son testigos de las historias. Las montañas son parte de nuestra condición geográfica, pero son mucho más que eso, influyen en nuestra forma de pensar, de ser y de hacer.

El presente texto se concentrará en una serie de películas en las que la montaña juega un rol importante, pero, específicamente, se resaltará su rol en el mundo minero, otro elemento fundamental de nuestro imaginario nacional, cuando menos, desde una perspectiva histórica. Ambos están interrelacionados.

2. METODOLOGÍA

El trabajo sigue una metodología cualitativa. Para su elaboración, primero se realizó una revisión de obras fílmicas bolivianas que tratan el tema minero y/o que se parezcan a lo que en la tradición centro europea se conoce como bergfilme. No se excluyó a las obras ni por su género, ni por su duración, por tanto, se consideraron ficciones y documentales, cortometrajes y largometrajes, se realizó una búsqueda temática e iconográfica. A partir de la confirmación de la existencia de una cantidad de obras considerables a interesantes para el análisis, se prosiguió con una revisión bibliográfica de documentos etnohistóricos y antropológicos que traten la importancia de la montaña y de la actividad minera en el mundo andino, se incluyeron estudios de los periodos históricos precolonial, colonial y republicano. En ese proceso de pesquisa se delimitó la búsqueda a documentos relacionados con la condición sacra y ritual de la montaña, relacionada directa o indirectamente con la actividad minera. A partir de este hallazgo, se optó por analizar un conjunto de películas que traten estos temas, pero que no se limiten a reflexionar sobre la actividad económica o sobre las condiciones laborales, sino a documentos fílmicos que aborden su influencia en la vida sociocultural, en la construcción de imaginarios y/o en el relacionamiento con lo místico. Es decir, se escogió cintas que registran relaciones entre individuos y grupos humanos con accidentes geográficos que no son meramente materialista, sino en las que se constituyen como íconos identitarios de carácter sagrado o casi sagrado. Para el análisis de los textos, de las cintas y del contexto, se recurrió a una metodología de análisis histórico comparativo, que ofrece explicaciones históricamente fundamentadas de fenómenos de gran escala y de importancia sustancial [9: 5-6]. Para analizar a la montaña y a la mina como símbolos o, más bien como íconos socioculturales, se siguieron los criterios propuestos por Jesús García Jiménez, que con una clara influencia de Erwin Panofsky y de Jacques Derrida, entiende a la “iconológica”, a una metodología que: “subraya el compromiso del texto [fílmico] con el contexto y su condición de síntoma o símbolo de una cultura dada” [10: 66]. Justamente, siguiendo la estela de la deconstrucción derridiana, el texto tendrá un tenor ensayístico, que permitirá abordar los temas con cierta libertad, pero develando lo no evidente en los textos fílmicos tratados.

3. DESARROLLO DEL TRABAJO

3.1. En el vientre de la montaña: El coraje del pueblo

La obra de Jorge Sanjinés sigue siendo una referencia infranqueable para el cine nacional, no es posible desmarcarse de ella. Pues incluso los artistas y críticos que quieren alejarse de él se ven obligados a pensarlo, a reflexionar sobre su obra. En la reciente y creciente tendencia que cuestiona la importancia de las películas del grupo Ukamau, que pone en entredicho que en estas se hubiese desarrollado un lenguaje cinematográfico coherente con la cultura andina, que asegura que no es más que una versión local o localista del cine que se estaba haciendo en los circuitos de festivales internacionales, hay una reafirmación de la relevancia del realizador, del autor [11].

Muchas de sus cintas podrían nutrir un texto que trata la relación del cine nacional con la montaña. Si de manera particular nos interesa la relación con la mina, su obra más importante es El coraje del pueblo (1971), una de sus películas de referencia para el cine político y de denuncia latinoamericano. Se puede intuir que es una de las obras artísticas que más ha contribuido a la construcción imaginaria del minero andino en el público general; a fijar esa idea que define al movimiento minero como un colectivo altamente organizado y politizado. Seguramente, se pueden levantar complejos debates en torno a la verosimilitud, a la exactitud o a la pertinencia de esta representación, pero ese no es el objetivo del presente texto.

Con frecuencia esta obra se clasifica como un documental o como una docuficción, porque se construyó argumentalmente a partir de los testimonios de los mineros que sobrevivieron a la masacre de San Juan de 1967 y porque fueron ellos mismos quienes interpretaron los papeles protagónicos. Pero al ser una recreación, trabajada a partir de un argumento escrito por Óscar Soria, uno de los guionistas más influyentes de la historia del cine boliviano, que tiene una tesis política clara, asumiremos que es una ficción inspirada en hechos reales, interpretada por actores naturales, testigos de los hechos que se recrean. Sin embargo, salvo por algunas breves secuencias, en la cinta no hay un trabajo específicamente documental. Es más, la recreación de los hechos funciona, como en casi todo el cine de Sanjinés, como una especie de parábola que busca retratar una realidad que trasciende al hecho mismo que se representa: la explotación y el abuso a los mineros, a las clases populares.

El primer acto de El coraje del pueblo es fundamental para el desarrollo de este texto. En él escuchamos el viento que sopla entre las montañas, el sonido incidental se (con)funde con la música extradiégetica compuesta por el flujo de aire que pasa por unos instrumentos andinos. Vemos al “pueblo”, al colectivo minero que, inmediatamente después de leer el título de la cinta, baja por una montaña. Por la composición del plano, por la textura y la paleta de colores, el espectador tiene la impresión de que este grupo de gente está saliendo de las profundidades del cerro, de sus entrañas. Lo que se muestra en la pantalla es una recreación de la matanza de Catavi de diciembre de 1942, en la que el ejército reprimió la huelga y las movilizaciones en contra de la Patiño Mines, durante el gobierno de Enrique Peñaranda [12, 169] 4. Esta secuencia grafica la pertenencia orgánica de la comunidad a la montaña, parece ser uno de sus elementos, un organismo que no es del todo independiente y autónomo, que se debe y es parte de un ecosistema específico, de la tierra, de la montaña. Hay una escena similar en otra cinta de Sanjinés, Insurgentes (2014), cuando las fuerzas de represión del Estado asesinan a Pablo Zarate Willka. Un grupo de aymaras, a lo lejos, desde otra cima, levantando sus estandartes, observan la ejecución. Después de que el ejército se aleja de la escena, los comunarios se dirigen a rescatar el cadáver del líder. Bajan de la montaña, por la distancia, parecen rocas que se desplazan. Por el montaje de la secuencia, da la impresión de que hicieran parte de la geografía, de que se adentraran en la tierra, para después de hacer un recorrido subterráneo, emerger de ella. Luego, rodean el cuerpo de Zarate, se arrodillan ante él, lo levantan y se lo llevan, recorriendo la cima de la montaña.

Diez de Medina sentenció: “Del suelo brota ‘el boliviano’. Y esto debe bastarnos” [8: 63]. La condición nacional tiene una relación cuasi totémica con la tierra. Se pertenece a un país, a una nación, por el hecho de “brotar de la tierra”. Evidentemente, esta idea no es exclusiva de los pueblos andinos. El Estado burgués que nació en el siglo XVIII, el Estado soberano, plantea una relación similar, el hecho de nacer en un territorio geográfico específico garantiza ciertos derechos, obligaciones, relaciones y sentimientos de pertenencia con el Estado. Basta que un sujeto haya nacido dentro de unas fronteras determinadas y que haya sido reconocido por las instituciones pertinentes de un gobierno, para ser considerado ciudadano. Como si la tierra de manera mágica transmitiera una condición. En ese sentido, para ser considerado como director de cine boliviano, lo único que hace falta es tener algún documento de identidad que lo certifique, algún registro oficial o el mismo hecho de “brotar de la tierra”. Incluso en la modernidad, en la que la ciencia reemplaza a la religión, se tiene una relación mística con la tierra. Pues, en principio, ella puede atribuir rasgos de identidad que definen a las sociedades y a los individuos que las componen, a sus ciudadanos.

Este primer acto de El coraje del pueblo cierra con una imagen brutal. Después de que el ejército dispara en contra de los mineros5, se nos muestra una fosa común en la que se apilan los cadáveres de las víctimas. Estos hombres no solamente emergen de la tierra, su destino es volver a ella6. Pero otra idea sugerente se impone, tal como se nos lo presenta en esta escena, que casi raya en lo abyecto, el colectivo no es meramente un conjunto de individuos, componen un todo incluso en la muerte. Cuando marchan parecen ser un organismo unitario y articulado. Cuando yacen sin vida son un cadáver compuesto por muchos cuerpos. Cuando los militares tiran a la fosa a cada individuo, uno a uno, estamos frente a una coreografía grotesca y entristecedora. Pero cuando estos caen sobre sus compañeros, paradójicamente parecen volver al lugar al que pertenecen, a su comunidad, a la profundidad de la tierra. Evidentemente, esa idea, esa imagen, tampoco remite exclusivamente a lo andino, nos puede recordar esa sentencia del Génesis bíblico: “Polvo eres y al polvo volverás” (Génesis 3:19). La secuencia tiene algo en común con esa serie de cuadros de Oswaldo Guayasamín llamada “La edad de la ira”. Hay cierta belleza en esta exposición de cuerpos victimizados, marcados por la violencia. Paradójicamente, esa belleza hace que nos avergoncemos de los actos humanos, pero también plantea el riesgo de banalizar a esos cuerpos inertes. Se complejiza el discurso de la película cuando se introduce una leyenda escrita sobre los cadáveres, contextualizando la historia y la “realidad” de los mineros bolivianos, la fosa común se convierte en el fondo de pantalla de un mensaje que se presenta como algo más relevante que los caídos. En ese momento, los cadáveres no son más que una ilustración casi didáctica de lo que la película propone como una certeza histórica: La constante explotación al minero y al indio andino.

Después de hacer un extenso repaso de las matanzas y de la represión sufrida por los sectores populares mencionados, y de denunciar a los presuntos responsables con nombres y apellidos, en lo más parecido al ejercicio documental que el metraje tiene, la cinta se sitúa en el centro minero Siglo XX, sigue y recoge los testimonios de una serie de personajes individuales. Todos ellos afectados por la brutalidad del sistema de explotación y por la matanza de San Juan del 24 de junio de 1967. Entre otras, se nos presentan las historias de Saturnino Condori, un hombre que quedó paralítico porque una bala disparada desde un avión le dañó dos vértebras de manera irreparable; de Federico Vallejo, minero perforista; de Felicidad Coca Díaz, viuda del dirigente minero Rosendo García Maisman; de Eusebio Gironda Cabrera, militante universitario; y de Domitila Barrios de Chungara, líder de la Liga de Amas de Casa de Siglo XX7. Se pretende contextualizar la vida de los mineros, así como el tiempo y el espacio en el que se producen los eventos históricos que el filme quiere denunciar. Los personajes son introducidos por una voz en off, un recurso que hoy día sería más utilizado por el documental televisivo o didáctico, esta dice: “Hemos elegido a estos hombres y mujeres por su valor humano y su coraje. No fueron héroes ni jugaron papeles clave en los hechos, pero creemos que sus experiencias permitirán conocer mejor al pueblo que representan y sobre el cual se disparó despiadadamente. Esta es la crónica de sus días previos a la masacre”. Hasta este punto la narración no se distancia del personaje individual, en este acto el guion propone al colectivo como un conjunto de singularidades. Lo que es una contradicción con lo que se propone en Teoría y práctica de un cine junto al pueblo: “La presencia de un protagonista general y no particular determina a su vez la objetividad y la distancia útiles a la actividad reflexiva del espectador” [14: 64]. A diferencia de lo que distingue la mayoría de los especialistas que han escrito sobre El coraje del pueblo, en buena parte de la cinta seguimos a protagonistas particulares, son historias singulares las que buscan conmover al espectador, en un ejercicio emocional. Al menos en casi la mitad del metraje esta no es más que una película coral, no una protagonizada por un personaje general homogéneo, por un colectivo totalmente cohesionado. Es decir, en buena parte de ella hay muchas voces, no una sola. Lo cierto es que estos individuos tienen gran participación y, por tanto, una importante contribución en la historia que narra el filme, lo que puede ser muy cuestionable es la verdadera importancia que tiene el pueblo en la puesta en escena de la película. El gesto creativo sigue estando controlado por los realizadores, en este caso preciso, por el grupo Ukamau.

La recreación de la vida antes de la matanza utiliza recursos típicos del cine argumental. La cinta pretende explicar al espectador los motivos de los levantamientos, de los actos de insurgencia, busca justificar los actos de los mineros. En una secuencia, un funcionario de la Comibol increpa al colectivo de amas de casa por la reunión a la que se ha convocado, pregunta por la líder y nadie se identifica como tal. Como en Espartaco (1960) de Kubrick, todas son Espartaco. Pero luego, permiten hablar a Domitila Chungara y se la asume como la líder fáctica. Por unos instantes, el colectivo es exactamente eso y no una suma de individualidades. De hecho, cuando las mujeres intervienen, de manera acertada, la cámara operada por Antonio Eguino mantiene el cuadro abierto, escapa al recurso hollywoodense de hacer un primer plano para que el espectador identifique de manera directa al que habla, al que dice. Las voces son del grupo, no de un individuo. Lo que interesa resaltar es que, aunque la estructura del filme pretende seguir a personajes individuales, la naturaleza del grupo supera las intenciones de los realizadores, se impone esa naturaleza, se impone el personaje colectivo, pero uno que es heterogéneo. Puede llamar la atención que este proyecto teórico y discursivo distintivo del cine de Sanjinés, que pretende ser coherente con lo andino, no se manifieste en un contexto estrictamente indígena, sino más bien obrero, en la cotidianidad del minero. Eso no puede resultar más que una evidencia de que en un país como Bolivia, las líneas divisorias entre clases, estamentos y estratos, son difusas. Más allá de estas consideraciones, la película es un llamado a la unión de los obreros para buscar su emancipación y un intento por que el espectador tome consciencia de la realidad de los Andes bolivianos. Cerca de la mitad del metraje, la recreación de los eventos que preceden a la matanza pone en escena la violencia y el abuso que sufren los mineros, condiciones que se debe superar.

Existe otro momento en el Coraje del pueblo al que se debe hacer referencia, en él se compatibiliza al sujeto histórico minero con su pertenencia a la tierra, al socavón y, por tanto, al cerro. Es en este momento en el que la cinta logra contener parte de la singularidad andina del minero boliviano. El colectivo tiene una reunión decisiva al interior de la mina para decidir si se sumará a la guerrilla comandada por Ernesto Guevara de la Serna. Es un momento preponderantemente político. Pero aquí se revela una paradoja, en principio, la política se practica en el espacio público, en la “plaza”. Por las condiciones históricas y materiales, los mineros se reúnen, toman las decisiones, en un espacio mucho más íntimo, más privado o, más bien, público, pero solamente para su comunidad específica. Por la oscuridad, es imposible distinguir a quién pertenece cada una de las voces que enuncian las ideas, pertenecen a todos, no a alguien en particular. En ese momento, el personaje colectivo se consolida y manifiesta, aunque vale recalcar que es heterogéneo. Este es y hace en lo público y en lo privado a la vez, pero además está siendo acogido, protegido, por la tierra. Parece gestar sus ideas y sus actos, tomar sus decisiones, desde el vientre materno, desde lo profundo de la montaña. Después de hacerlo, salen a la superficie a celebrar, a cantar y a beber, los mineros practican los ritos para las deidades y la comunidad. Lo que no planificaron es que involuntariamente terminarían entregando su sangre. Y que esta sería absorbida por la tierra.

Lo más recordado de El coraje del pueblo es la recreación de la masacre, del momento en el que el ejército asalta los campamentos mineros de Siglo XX en Catavi. Sanjinés y Soria reconstruyeron los hechos sobre la base de documentos y testimonios de los supervivientes. Cuando la matanza se desata, comienza a sonar una sirena que nos alerta sobre la brutalidad de lo que estamos viendo, que nos recuerda la emergencia perpetua en la que vivimos los bolivianos. Ahora bien, que los realizadores hayan optado por hacer que los mineros que sufrieron la represalia se interpretaran a sí mismos puede plantear importantes dilemas éticos. El más grave puede estar relacionado con el hecho de revictimizar a los mineros, pues pedirle a un grupo que ha sufrido una experiencia traumática que la vuelva a vivir puede ser cuestionable, incluso si los fines son de denuncia8. La repetición implica grandes peligros. Por otro lado, incluso la memoria de las víctimas, es traicionera. Incluso la voz y el rostro de los testigos no puede reproducir los hechos. Lo que se ve en la película tiene una distancia temporal con la realidad, por tanto, difiere de ella. Aunque logra que nos sintamos parte de ese personaje colectivo, no transmite el genuino y completo temor ante la muerte y la violencia. Pese a que no puedo asegurarlo, intuyo que los muertos permanecieron ausentes, que no fueron reemplazados por actores, quiero creer que su ausencia física es sobrellevada por la presencia del personaje colectivo, que quienes reemplazan a los caídos somos los espectadores. Cuando los mineros salen del socavón, del vientre de la montaña, de ese espacio privado en el que ejercen lo público, lo político, se exponen, dejan de estar cubiertos y se convierten en víctimas, en presas.

3.2 La comunidad imposible

Según los textos clásicos de historia fílmica nacional, la primera película boliviana que se aproximó al tema minero es el cortometraje ¡Aysa! (1965) de Jorge Sanjinés, antes de la creación del grupo Ukamau. Este trabajo, curiosamente, sigue a un minero que no está integrado al sistema de la Comibol, a un personaje individual, que pretende sobrevivir practicando un trabajo precario y peligroso, sin el respaldo de un grupo o una comunidad, un sujeto que está al margen de la ley [15: 106]. El protagonista de este cortometraje busca en minas abandonadas restos de minerales que puedan tener algún valor. El título de la película, en aymara, anuncia lo que sucederá, hace intuir el clímax, justifica la narración: Derrumbe. Los signos que acompañan a la palabra advierten al espectador que el evento está acompañado de admiración, de clamor, de urgencia. La única palabra que se pronuncia en la película es la que nombra, describe y pronuncia un niño. Es una palabra que contiene una tragedia.

Años más tarde, el realizador de la cinta renegó de ella justamente por concentrarse en un personaje enajenado, marginalizado de la vida y el hacer comunitario [14: 16-7], menospreció los aciertos de ¡Aysa! tales como su belleza plástica y sus estrategias narrativas. Justamente por sus características argumentales, temáticas, de género y por su búsqueda formal, este cortometraje anuncia, precede, es una suerte de raíz genealógica del cine minero que se hará décadas después en Bolivia. Pues como sucede en cintas realizadas más recientemente, en ella el contexto termina imponiéndose sobre el protagonista, lo explotado devora y/o vence al explotador. Lo natural, la montaña, y lo cultural, el socavón, se sobreponen al ser humano. La ética, la forma de vida y el destino del protagonista de ¡Aysa! se aproximan más a lo constituyente de los personajes que aparecen en las películas que se vieron casi medio siglo después, que al ethos de los personajes de El coraje del pueblo. Es decir, es el individuo fracturado frente a la mina. Aunque es arriesgado asegurar que el cortometraje de Sanjinés haya sido una influencia directa para cineastas como Kiro Russo o Sergio Estrada, más allá de las coincidencias en el tratamiento de la psicología de sus protagonistas comparte con sus películas mineras un rasgo fundamental: el cuidadoso tratamiento fotográfico, la exploración en el uso de la luz, el uso de una estética preciosista. Además, se debe mencionar el diseño de bandas sonoras que pretenden explorar caminos no muy transitados en nuestro medio. Por tanto, lo más relevante de su propuesta cinematográfica está marcado por una inclinación a privilegiar lo estrictamente formal, lo casi manierista.

Dos películas de Russo deben ser mencionadas en este apartado. La primera es el cortometraje Juku (2011) que, como su título lo indica, sigue a un ladrón de mineral que se escabulle en los socavones tratando de rescatar y, por tanto, hurtar algo de valor. Si el trabajo institucionalizado y reglamentado en estos espacios es peligroso, el de un marginal lo es mucho más. Como en ¡Aysa! la imprudencia del hombre se paga con una tragedia, un accidente. Si en la cinta de Sanjinés tenemos la impresión de que la montaña parece castigar la codicia y la imprudencia, aquí lo hace la profundidad del socavón. Lo que puede resultar problemático, pues la cinta parece proponer que ese es el castigo por ser un ladrón, por no respetar lo que les corresponde a los mineros asalariados, a los que tienen la venia del Estado para explotar la riqueza de la tierra. En Juku violar el derecho fundamental liberal, el respeto a la propiedad privada, es punible por la tierra, por el cosmos, por el orden de las cosas. Pero la propuesta moral del filme no se limita a esa proposición, sino también nos muestra un colectivo minero que se comporta como lo hubiese esperado Sanjinés. Ante el cuerpo herido del juku, ante el accidentado, en lugar de castigar al ladrón, lo cargan para salvarle la vida. Componiendo una imagen que recuerda la iconografía religiosa o patriótica del mártir. El colectivo minero es incuestionablemente solidario y se lo presenta como a un personaje colectivo. Es importante señalar que, en el arte dramático, en el teatro clásico, una de las formas primigenias y particulares de personaje colectivo es el coro griego, es decir, el que representa a la voz del pueblo, de los habitantes del lugar en el que los hechos suceden [15: 29]. El ladrón, antihéroe en el relato, es castigado por la mina, pero rescatado por el pueblo. En Juku la naturaleza es implacable, la comunidad actúa bajo los principios de la piedad cristiana. El vientre de la montaña no acoge de manera incondicional, a diferencia de El coraje del pueblo, ajusticia a los que transgreden la ley. La salvación no está en lo natural, sino en la solidaridad humana.

La otra película de Russo que se debe mencionar es el largometraje Viejo calavera (2016). La cinta sigue a Elder Mamani (Julio Cezar Ticona), un joven que debe tomar el lugar de su padre en la mina. Pero ese es un destino que no quiere para él, se niega a renunciar a su vida en las profundidades de la noche, entre las drogas y el alcohol. Se niega a correr el riesgo de perderla en las honduras del socavón, como lo hizo su progenitor. Marginal, problemático, casi delincuencial, Elder no quiere someterse a las leyes que se le imponen, ni a las laborales, ni a las sociales, ni a las de la herencia, ni a las del orden telúrico en el que creen sus antecesores y sus compañeros de trabajo. Pero, a pesar de su carácter, después de la poco esclarecida muerte de su padre, acepta trabajar en una mina en el cerro Posokoni de Huanuni, Oruro. Consigue la plaza gracias a la intermediación de Mario, su padrino, que ejerce de su mentor en el socavón. Básicamente, en casi toda la película Elder se resiste a integrarse del todo a la normalidad del complejo y duro ecosistema minero. Es un disfuncional en un sistema en el que cualquier falla se paga muy caro. Como es previsible, se mete en problemas y debe ser socorrido por Mario. Elder es a la vez un paria y un parásito. Como el personaje principal de Juku, su trasgresión a la norma parece ser castigada por la lógica y por alguna determinación telúrica. Solamente el azar podría salvarlo, pero suele darle la espalda. Elder no hace parte de la montaña, ni quiere hacer parte de ella. El vientre de la montaña no nutre ni protege a este ser, sino busca expulsarlo como lo haría con un parásito o un desecho. A diferencia de la representación del minero comunitario que es parte misma de la geografía, personajes como Elder son cuerpos extraños, son parte de la otredad, son como tumores que deben ser extirpados.

La evolución de la representación del minero en la historia del audiovisual boliviano es fascinante desde lo que proponía Jorge Ruiz9 hasta las películas de Socavón Cine, incluyendo a Sanjinés: de ser un potencial migrante y colonizador de tierras poco pobladas del país, se transforma en un agente de cambio social y, neoliberalismo mediante, se convierte en una suerte de hipérbole de la sociedad boliviana contemporánea, un trabajador autogestionado e informal, inmerso en un capitalismo despojado de derechos sociales. Trascendiendo las representaciones fílmicas, es innegable que para los bolivianos o para los que están familiarizados con el contexto nacional el mundo minero está relacionado con un universo mitológico y con una iconografía altamente reconocible. De todo eso querían escapar Viejo calavera y sus realizadores. Seguramente ese fue el motivo por el que, en varias entrevistas, Kiro Russo afirmó que expresamente decidió excluir lo folclórico de su obra para evitar caer en lugares comunes, en clichés. Lo que habría que preguntarse es si es o no posible retratar a lo boliviano, al mundo minero y a la montaña, más allá de la experiencia folclórica. Pues, desde la vivencia singular, cada día se tiene contacto directo con eso que podría parecer un cliché, todos los días voluntaria o involuntariamente se escucha una pieza de folclore o de neofolclore, se ve un ensayo de danzas típicas, uno se cruza con alguien disfrazado; así, cuando se zapea la televisión, se cambia de dial de radio o se ve que alguien echa un chorro de lo que va a beber a la tierra diciendo que es para la Pachamama, se experimenta eso que no se ve en la cinta de Russo: lo cotidiano y banal. En las minas de Viejo calavera no aparece el Tío de la mina, la ritualidad que lo rodea y cualquier mención abierta a las deidades. Aparentemente la película propone una ruptura un tanto artificial y forzosa entre folclore y cultura, que podría traducirse en un quiebre entre lo impostado y lo auténtico, entre lo falso y lo verdadero, entre lo calculado y lo genuino, entre lo trucho y lo original, entre lo “para turistas” y lo “para conocedores”. Lo que puede despertar una serie de preguntas serias y trascendentes en un contexto como el boliviano: ¿Son o no el folclore y sus prácticas una impostura? ¿Es o no posible tratar al sujeto nacional despojado de sus celebraciones banales? Evitar los clichés no necesariamente es dejar de mostrar lo que ha sido instrumentalizado por una tradición audiovisual. Un ejercicio más interesante podría ser mostrar lo mismo con otras estrategias, acercándose de otra forma. Pero eso es mucho más difícil.

La película muestra una motivación feble cuando busca romper con los estereotipos y el folclore del mundo minero, además de no ser una opción natural, es un ejercicio de observación sesgado. Las vidas y los relatos de todo ser humano que hace parte de un contexto sociohistórico están plagados de clichés y arquetipos, de mitos que nos preceden y sostienen, que reinventamos y reconfiguramos de acuerdo al contexto. Viejo calavera quiere convencer de que es osado mostrar a un colectivo que no lucha por la emancipación nacional o de clase, sino por el bienestar interno y, finalmente, individual. Sugiere que hay una ruptura creativa en el hecho de mostrar mineros a los que no les preocupa construir un estado proletario, sino simplemente desestresarse y tener el mejor nivel de vida posible. Los sujetos del filme no beben para celebrar su apoyo a la guerrilla, sino porque tienen la capacidad económica para consumir algo que los ayude a olvidar sus penurias y/o a desinhibirse en una situación específica. Viejo calavera pretende mostrar una versión no idealizada y cruda, a los personajes no de manera realista, sino real, a mineros que son poco más que actores de un capitalismo primigenio, en el que no se goza de derechos sociales. Más allá del grado de veracidad de la tesis la película, su exposición no es más que otra versión simplificada de una realidad mucho más compleja. Para lo que respecta a este texto, en esta cinta la relación con la montaña no es sacra, sino económica, es un espacio de explotación, de extracción, no de pertenencia. Si Sanjinés creía en una utopía, Viejo calavera nos presenta una distopía verosímil. Lo que no debemos olvidar es que, como toda narración, está mediada por un alejamiento de la objetividad, está encuadrada por una perspectiva.

En el intento de escapar de lugares comunes, los personajes de Russo están desnaturalizados hasta cierto punto, aislados de aspectos que se intuyen fundamentales de su ser, de su contexto y, principalmente, de su hacer. Por ejemplo, sus celebraciones poco se distancian de las de cualquier burócrata, están despojadas de singularidad. Al pretender mostrar un aspecto muy específico de la vida del minero invisibilizando otros que los realizadores consideran banales, se termina vulgarizando a los protagonistas. Como si Viejo calavera fuese un producto que no debería saturar al consumidor, se obvió lo evidente y se exacerbó lo supuestamente inesperado, lo sorpresivo. A pesar de que la cinta está compuesta a partir de los tópicos del relato folclórico arquetípico, como la presencia de un héroe que evoluciona, que tiene un mentor/antagonista, que va en busca de algo (aunque esto no quede del todo claro hasta el final de la cinta), los realizadores prefieren olvidar lo que consideran folclórico, las prácticas dinámicas en las que lo rural y lo urbano se funden, en las que esos ritos de repetición diferida y diferente hacen que una comunidad encuentre un origen común, un sentido de pertenencia, lo que los une telúrica e históricamente. La exclusión de lo ritual hace que veamos al colectivo minero no como una comunidad, sino como un grupo que está unido únicamente para cumplir objetivos compartidos: ganar dinero y acumular riqueza para sobrevivir.

En ese sentido, si nos remitimos a lo que se ve en la pantalla, algo de artificioso, algo de impostura hay en los personajes de Viejo clavera. No tienen grandes matices: Elder Mamani es un disfuncional atormentado y autodestructivo que únicamente tiene un momento de redención. Su comportamiento cambia, su forma de relacionarse con el mundo da un giro, pero nada en el metraje nos permite intuir su transición, es más, contradice su aparente evolución, es una suerte de deus ex machina justificada por la belleza plástica de las secuencias finales. Muchas menos facetas y niveles de personalidad tienen los otros personajes, responden a patrones de comportamientos unilineales: el padrino es un tipo de pocas palabras y de buen corazón, la anciana está en el límite entre la vida y la muerte, el minero radical es intenso e intransigente hasta el final, responden a impulsos primarios. Casi como los siete enanitos de la Blanca Nieves de Disney o los protagonistas de Inside Out de Pixar, que representan un sentimiento o un rasgo de una personalidad, hay una tipificación de los personajes. No se nos muestra qué más pueden hacer, qué más sienten, cuán complejos son, sus esenciales banalidades han sido desterradas del cuadro, sus intimidades nos han sido vetadas. Aunque en el cine, específicamente en el de Kiro Russo, lo que no está en el plano es tan importante como lo que está, difícilmente se permite intuir a individuos con particularidades que no sirven a la trama necesariamente. La película es fragmentaria y confía en el fuera de campo de manera excesiva. Busca que más allá de los límites del plano, de los márgenes del cuadro, los personajes se complejicen y que la historia se complete, lo que no siempre sucede. La narración es un bosquejo trazado con erudición formal. Los protagonistas terminan siendo arquetipos funcionales a una trama que no siempre se sostiene por sí misma. Esta no es una película narrativa consumada, pero tampoco llega a ser una propuesta plenamente sensorial. Los personajes y la plástica de Viejo calavera han sido instrumentalizados. Más que una parte integral del paisaje del socavón son meros explotadores suyos. Al haber desacralizado y desfolclorizado el contexto, Elder jamás podrá sentirse parte de él, siempre será una pieza foránea.

Por lo general, el espectador desarrolla empatía por un personaje cuando puede apropiarse de él, cuando puede construir con él lazos afectivos y racionales. Así como la tierra rechaza, escupe, expulsa a Elder, por la manera como se lo presenta en el metraje es sumamente difícil construir una relación espectador/personaje. A menos que el público, ejerciendo de lector, de intérprete, echando mano de su museo personal, de su historia, logre situarlo en un contexto que se le escapa a la película. Es decir, si se lo asume como un sujeto que hace parte de una generación de jóvenes que buscan romper con su realidad socioeconómica, pero también con lo que son y hacen sus progenitores. Si se lo entiende como un muchacho que es incapaz de ser parte del universo configurador de sus padres. Como un individuo desconectado, desadaptado de la supuesta comunidad. Si se comprende que es un chico, como muchos en nuestro país, que vive en una zona que tiene tanto las desventajas de lo rural como las de lo urbano, que debe participar de un modelo de producción decimonónico siendo consciente de que vive en el siglo XXI. Nos apropiamos de Elder cuando entendemos que está enajenado porque no hace parte de lo que supuestamente debería hacer parte, como todos alguna vez nos hemos sentido. Intentando una lectura superficial se podría concluir que la vida de Elder está compuesta por situaciones o fenómenos locales y para entenderlos se debería conocer profundamente la realidad boliviana. Pero me atrevo a afirmar que situaciones similares les suceden a jóvenes de cualquier zona pauperizada del mundo. Después de todo, los comportamientos arquetípicos encuentran sentido y cobran interés cuando sirven para representarnos, cuando nos hablan de nosotros mismos.

Debemos ser precavidos a partir de esta reflexión, no vaya a ser que los personajes y los paisajes de Viejo Calavera parezcan cautivantes porque llenan cierta sed de exotismo, porque nos resultan ajenos, lejanos y pintorescos, justamente porque somos incapaces de conectarnos con ellos. Los protagonistas de la película y su ambientación, al ser tan estilizados, nos presentan una realidad casi foránea, casi extraterrestre. Qué territorio más lejano y lunar que la profundidad de la mina. Qué sujeto más otro que ese que tiene el rostro moldeado por la falta de luz y la rudeza del subsuelo. Russo y su equipo, lo han manifestado más de una vez en diversas entrevistas: no querían dar juicios de valor, juzgar a sus personajes, ni calificar su comportamiento. Pero, inevitablemente, Viejo calavera lo hace. La secuencia final sirve para redimir a Elder, para develar a un ser bueno y piadoso, es decir, “humanizado”. Ese es, en toda regla, un juicio moral del personaje, además muy judeocristiano. Cuando alguien es capaz de acoger, proteger, cobijar a quien cree que es un asesino, además, el de su padre, responde a los principios éticos teóricos e ideales promulgados por el nazareno. El perdón incondicional en la cultura occidental es una de las formas más puras de la bondad, del hacer el bien, de la corrección. Llama la atención que ese sea el rasgo redentor de Elder.

Más allá del moralismo de la cinta, lo que resulta conflictivo a nivel de coherencia narrativa es que nada en la película permite justificar o intuir esta evolución del personaje. Hasta el último acto del filme su ética responde de manera exclusiva a la autodestrucción, a la marginalidad, a la disfuncionalidad. De ser una anomalía social, se convierte en el protector del desvalido, en ese que perdona y acoge, en alguien ejemplar, que responde a un principio político expuesto en Juku: no se abandona al caído. Si se construye a un personaje y este termina actuando de manera incoherente a su estructura, hay dos alternativas: se está engañando al espectador o hay una falla narrativa. Por la pericia de Russo y su equipo, me decantaré por la primera opción. Lo que es peor. Para buscar que la redención de Elder tenga más impacto esta sucede casi por acto de magia, por milagro, por iluminación divina, como una suerte de Deus ex Machina. Se puede argumentar que un ser tan poco reflexivo como Elder sea imprevisible o que sus dolores internos configuren su gesto redentor, una especie de: “a pesar de todo, la vida continúa, hay que seguir adelante”. Pero, si asumimos que este joven-viejo calavera más que razonar, reacciona, por tanto, que puede ser contradictorio e imprevisible, corremos el grave riesgo de hipersimplificar al personaje. Lo convertimos en un modelo que está al servicio del argumento del filme, del discurso del filme. Se ha dicho mucho que esta no es una cinta de argumento, que es una cinta principalmente sensorial. Resulta problemático que el uso de la oscuridad y de la luz, el diseño sonoro, lo que construye la experiencia cinematográfica que nos transporta a la mina, eso que detona sensaciones, esté al servicio de la transmutación, de la transición moral de Elder. Es decir, al final, la plástica del filme está al servicio de la historia de redención, para representar el paso de las sombras a la iluminación. Por tanto, la película resulta siendo un ejercicio narrativo, maquillado con recursos técnicos notables. Lo que es inconsistente es que la construcción de este proceso de evolución psicológico/existencial, de esta transfiguración, no es tan sofisticado, ni tan estético, como los artilugios plásticos que lo sostienen. Viejo calavera resulta siendo una película con una historia casi religiosa o de redención arquetípica, que aparenta tener una visión del cine rompedora porque sobre embellece los objetos, los espacios físicos o la naturaleza que filma, un recurso más propio de la publicidad que del cine. En ese sentido, en este cine de mineros, la montaña es una mera locación conveniente, despojada de su carácter trascendental.

En varias entrevistas Kiro Russo aseguró haber realizado una cinta en la que el espectador siente que está en la mina. Como si fuese un ejercicio de realidad virtual, en la que se engaña a nuestros sentidos para que estos crean que están en un espacio en el que físicamente no están. Hasta cierto punto Viejo calavera es una película de atracciones. Esta calificación puede recordar la idea introducida en 1985 por los teóricos e historiadores del cine Tom Gunning y André Gaudreault, inspirados en los apuntes de Sergei Eisenstein. El cine de atracciones para estos autores está: dedicado a presentar atracciones visuales discontinuas, momentos de espectáculo antes que narrativos. Estas obras dependen de “artificios visuales (color, vestuario espectacular o diseño de escenarios), sorpresas (inusuales demostraciones físicas o trucos de magia), exposiciones de lo exótico, la belleza o lo grotesco (paisajes foráneos o imágenes de indígenas, mujeres escasamente vestidas, gente con alguna anormalidad física) u otras emociones sensacionales (trenes a toda velocidad, explosiones, trucos de movimiento rápido)” [17: 81]. Son películas que muestran más que lo que narran. Haciendo un guiño a otro cortometraje de Russo, Enterprisse (2010), se entiende el cine como suerte de atracción de parque de diversiones. Característica que no hace que la cinta necesariamente sea una versión local de un blockbuster, pero sí de las películas de los circuitos de festival o del “cine arte”, de ese que está lleno de carnadas para el espectador de audiovisuales. En el que el territorio geográfico está banalizado.

Elder es un individuo que no pertenece a la mina, ni pretende integrarse a ella, él mismo lo confiesa en uno de los momentos del filme. Su paso es temporal y la montaña sabe que tarde o temprano terminará expulsándolo. Su código moral es incompatible con las relaciones políticas y sociales que median la vida de sus compañeros circunstanciales de oficio. Lo que resulta sugerente es que su disfuncionalidad, su anormalidad en el seno de la comunidad no se debe meramente a la muerte de su padre, no es solamente un luto mal llevado. Antes de ser forzado a ocupar su espacio en la mina, ya era un viejo calavera, el alcohol y las drogas están por encima del respeto a las normas laborales y de convivencia, como tantos chicos que viven en un entorno pueblerino, pero que tienen referentes urbanos marginales y una mirada puesta en el mundo globalizado. Lo que resulta muy interesante del filme es que el germen de su redención, de su iluminación, está justamente en esa imposibilidad de pertenecer al lugar de origen. La desaparición de su progenitor lo obligó a cumplir con un destino que no le correspondía y, al hacerlo, se metamorfoseó. Elder que en un comienzo parece ocuparse exclusivamente de sus impulsos tanáticos, con grandes dificultades reconstruye su código ético. El sujeto que comienza escapando de sus perseguidores termina yendo hacia lo que lo une a su origen. Ese código de conducta deja de ser estrictamente personal y transmigra a algo diferente, en el que se protege al semejante. Hay en lo estético y en lo político un paso de las sombras a lo luminoso. Elder no pertenece a la profundidad de la montaña, al socavón oscuro, se revela lo que realmente puede llegar a ser en una cumbre del trópico, en la superficie de algún accidente geográfico, cuando tiene en los brazos a otro ser humano y la luz del sol toca su piel. Esa es una historia moral, de contenido casi religioso.

Una aproximación al mundo minero que puede dialogar con la de Viejo calavera y que detona una serie de reflexiones sugerentes es Con la noche adentro (2014) de Sergio Estrada. A pesar de que se realizó un pase de la película en la primera versión del festival de cine documental A Cielo Abierto de Cochabamba, hasta la fecha de publicación de este artículo no se ha estrenado comercialmente, ni se ha podido ver en Bolivia un corte para la exhibición de esta pieza de no-ficción. Por tanto, no es pertinente hacer una revisión exhaustiva de su argumento, de su discurso o de su estructura. Pero, por las ambiciones de este proyecto y por la vastedad de imágenes cargadas de información del corte que se exhibió en el festival, es sugerente hacer referencias al objeto de atención de esta pieza documental, a su estética y a algunas secuencias o imágenes puntuales. La cinta sigue en su vida cotidiana a un grupo de mineros cooperativistas y, a pesar de estar inconclusa, es un documento, un registro, interesante para enriquecer la memoria visual del país, que puede ayudar a (re)pensar la evolución de este universo y de sus múltiples representaciones visuales en Bolivia.

A pesar de ser sujetos relevantes en la realidad nacional, con impacto económico, social y mediático, el conocimiento general sobre los mineros cooperativistas es relativamente vago. Por tanto, caracterizarlos es una tarea compleja, que sobrepasa las pretensiones de este texto. Una descripción que aparece en una investigación de Hans Möeller puede darnos pautas para un ejercicio de delimitación, para intentar comprender mejor a los protagonistas de Con la noche adentro:

Todas las comunidades campesinas aledañas a los centros mineros son poblaciones que se integran en algún aspecto al proceso productivo de las cooperativas, trabajando en precarias condiciones de seguridad e higiene industrial, con poca asistencia técnica y escasos servicios de salud y educación, aspectos que inciden en su calidad de vida”[18].

Por tanto, se puede asegurar que, aunque las cooperativas mayoritariamente están compuestas por mineros de comunidades andinas, estas no se organizan, ni tienen las características de los ayllus. Son espacios de producción que recuerdan al capitalismo primitivo, contaminado por elementos de las culturas andinas, pero determinada por la precariedad. De ninguna manera el socavón es un espacio en el domina una cosmovisión “pura” y, por tanto, la noción de comunidad tampoco parece ser la que se practica en los ayllus. Además, los mineros cooperativistas, si bien no están al margen de la ley, tampoco están integrados a las estructuras formales e institucionales del Estado. Es decir, hacen parte de grupos que responden a formas de organización dinámicas, altamente influidas por los contextos culturales de los que provienen sus integrantes, pero que se caracterizan por la informalidad, la inseguridad y la desatención por parte de las instituciones formales; lo que permitiría cuestionar si los mineros cooperativistas conforman comunidades en regla o si son meros colectivos con cierto nivel de organización.

Como en casi todo el cine que gira en torno a la mina, en Con la noche adentro las imágenes montañosas dominan la vida de los protagonistas y la composición de los planos, ya sea a través de planos generales del paisaje andino o en secuencias de interior mina. Aunque a primera vista sea un filme sobre el mismo tema, el tratamiento de este complejo universo dista de lo visto en Viejo calavera. Una diferencia fundamental con la cinta de Russo es que la cotidianidad que Estrada retrata está plagada de lo ritual. Por ejemplo, una de las secuencias más brutales para el ojo de un urbanita contemporáneo es el sacrificio de una llama blanca, que hace eco de los rituales de los urus y los puquinas, a los que se hacía referencia en párrafos anteriores [4: 272]. En este sentido, otro momento sugerente sucede cuando uno de los entrevistados dice: “Aquí no hay Dios, ni nada de eso, solo ‘Tío’ y ‘Tía’” y, continúa, “¿Hermanos10? Aquí no hay hermanos, porque ch’allamos”. Es decir, se hace énfasis en lo que Russo llamaría folclórico y desterró de su obra, en la mirada de Estrada resulta un elemento constituyente del mundo que quiere presentar al espectador. En Con la noche adentro la relación con la mina no está despojada de lo ritual ni de la presencia simbólica de los achachilas. Ahora bien, podemos cuestionarnos: ¿Qué cinta sucumbe de manera más rotunda a la seducción del exotismo? ¿Cuál de las dos se aproxima más a la realidad del minero? ¿Qué representación es más genuina? Para los fines del presente texto, responder a esas preguntas es poco relevante. Pero lo que se debe subrayar es que en Viejo calavera se nos muestra un mundo totalmente desacralizado y en Con la noche adentro se nos revela un ser y un estar marcados por la ritualidad y las creencias. Lo paradójico es que, en la primera, el héroe se embarca de manera involuntaria camino a la iluminación, con pinceladas de recorrido de aprendizaje espiritual. En cambio, en la segunda, los protagonistas están sumergidos en sus más básicos impulsos, es decir, en buscar el sustento en el mineral, sin contemplaciones a una causa mayor o trascendentalismos de ningún tipo. Elder es incapaz de acumular otra cosa que no sean accidentes, los mineros de Estrada quieren acumular, al menos eso es lo que nos muestra la obra.

En la novela Los Andes no creen en Dios, que fue llevada al cine en 2007 por Antonio Eguino, Adolfo Costa du Rels escribe: “La Cordillera de los Andes, agazapada como un avaro sobre sus metales, no despierta sino bajos instintos. Si usted la considera una catedral, sólo cabe celebrar en ella un culto, el de Mammón” [19: 189]. El documental de Estrada podría usar esta cita como epígrafe, pues acumula escenas en las que el trabajo, la explotación de la mina, definen a los personajes que retrata. Tiene una lógica en la que se propone: Eres lo que haces. Como en una canción de Alfredo Domínguez, todos los que salen en esta cinta podrían apellidar “Minero”. Buena parte del metraje está compuesto por largas secuencias de la faena, lo que puede ser más llamativo, innumerables planos detalle se concentran en las herramientas y utensilios propios del oficio. Podría ser una mirada marxista, que destaca a los instrumentos de producción, pero por el tratamiento que se les da parece que los aparatos encerraran la esencia de los que los operan.

Para Costa du Rels la única divinidad a la que adoran los mineros nada tiene que ver con los mallkus o los achachilas, sino con Mammón. Figura bíblica, mencionada en el Evangelio de Mateo y en el de Lucas, en algunas traducciones modernas se ha reemplazado su nombre por el de “riqueza” o “codicia”. Un versículo puede hacer estallar una idea sugerente: “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará a otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero” (Mateo 6: 24). Es decir, no se puede servir a Dios y a Mammón al mismo tiempo. Para el autor de Los Andes no creen en Dios, lo sagrado en la mina se limita a esa dicotomía occidental: vivir en Cristo o en el demonio, vivir en la misericordia o en la inmisericordia, vivir en la generosidad o en la avaricia. En fin: vivir en el bien o en el mal. Para alguien dominado por la cultura judeo-cristiana, la mirada del mundo minero es moral y dicotómica. El Tío reina el inframundo y, por tanto, es la contraparte del señor de los cielos, es el diablo. Sin matices. Es el enemigo, el que reina las tinieblas, al que adoran esos que nos somos nosotros, los otros. Resulta pertinente transcribir los versículos que preceden al ya citado:

No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡Qué oscuridad habrá! (Mateo 6: 19-23).

Desde un espacio cultural urbano, en un país mayoritariamente católico, nuestra comprensión del mundo, por nuestra formación, nos lleva a enjuiciar a quienes solamente se dedican a acumular riquezas materiales, a explotar los recursos naturales para su beneficio personal, a quienes socavan el socavón. En sus Enarraciones sobre los Salmos, San Agustín escribe: “La palabra ‘mammona’ significa riqueza. Nuestras riquezas están en nuestra casa eterna del cielo. Por tanto, llaman riquezas a las riquezas temporales los que sólo pueden florecer temporalmente y no quieren granjearse con ellas amigos para la eternidad, porque ignoran cuáles son las verdaderas riquezas” [20: 53]. Por tanto, la representación de un sujeto que justifica y que define su existencia en la explotación de minerales, de lo material, de lo temporal, que su esencia se materializa en las herramientas y utensilios que utiliza para socavar el socavón, nos remite a hombres movidos por sus más bajos y primitivos instintos. Sujetos que tienen por única luz la oscuridad. No quiero afirmar que la intención manifiesta de Con la noche adentro es mostrar a los mineros cooperativistas como meros cultores de Mammón, pero me interesa señalar que la obra tiene la imposibilidad de develar su complejidad, que tal vez involuntariamente tiende a dar juicios morales y se embelesa con lo exótico. A partir de esta representación cinematográfica, se nos muestra a un grupo humano que, al tener la noche adentro, la única luz que irradia es la de la lámpara de su casco: su tesoro es el mineral y ahí está su corazón. Los mineros de Con la noche adentro no son ni místicos, ni luchadores sociales, viven para acumular riquezas temporales, aunque en el contexto de su actividad económica practiquen lo ritual.

Ahora bien, otro gesto importante que comparte Viejo calavera con el documental de Sergio Estrada está en su exploración fotográfica, en la experimentación con la luz y la oscuridad. Llama la atención poderosamente que el tratamiento de la imagen de estas películas recuerde al expresionismo, en particular al alemán. Comparten una estética que se compone a partir de la experimentación con una iluminación poco ortodoxa, hiperatmosférica, de altos contrastes entre luz y sombra, que presenta escenarios opresivos, perspectivas exageradas, tensión composicional intensa [21: 65]. Así como en el uso recurrente de planos detalle de máquinas y artefactos, que parecieran mostrar al espectador la tecnología concebida por el ser humano y, concretamente, los aparatos que se imponen sobre la naturaleza. Lo que define una ruptura de la relación del hombre andino con la montaña.

El crítico e historiador del cine peruano Ricardo Bedoya encontró en Viejo Calavera cierta proximidad con la estética barroca evidente en la obra de otros artistas, señala que: “Sin duda, el tenebrismo que encontramos en la obra de Pedro Costa encuentra réplica aquí” [22: 97]. Es evidente que en el filme al que hace referencia, como en el de Estrada, hay un manejo plástico que recuerda a los chiaroscuros pictóricos, esta repartición de luz y sombra exacerbada, que puede resultar bella, corre el riesgo de ser a la vez artificial, impostada, incluso tramposa. El peligro late en que, como lo plantean Mikhail Larionov y Natalya Goncharova en su manifiesto rayonista y futurista de 1913, así como le sucedió a cierto cubismo, que el uso de la técnica tenga como principal función la constitución de un arte meramente decorativo [23]. Quizá, a través de su búsqueda “tenebrista”, Viejo calavera y Con la noche son muestras prodigiosas de un cine que podría llamarse de postal o de souvenir: decorativo y que es una aproximación segura y condicionada a un universo que se presenta como exótico.

Por lo general, la función de lo que decora no es otra que esa. Por tanto, cintas que reposan esencialmente en la belleza de sus planos y en el cuidado de sus encuadres son una representación de la mina que siempre remitirá a un lugar y a un tiempo ajeno a cualquier cotidianidad. El contexto, el interior mina, la montaña, hasta cierto punto termina siendo algo artificial e inerte, una pieza de la escenografía, del decorado. Los filmes de Russo y Estrada son muestras de una tendencia del cine “profesional” boliviano: la desmedida hiperestetización de los paisajes y escenarios en los que se desarrollan. De pronto, cada rincón de Bolivia tiene una belleza apabullante y publicitaria: lo que en alguna medida es una manipulación. Es justamente por eso que, a pesar de que Con la noche adentro y Viejo calvera se aproximen al expresionismo y al tenebrismo, visual y sensorialmente a lo que más recuerdan es al cine de terror y al thriller, a ese cine distópico y claustrofóbico que se ambienta en territorios extraterrestres o futuristas. Es decir, a un cine efectista, lleno de trampas para sorprender al espectador.

3.3 La otra zona sur

La libertad interpretativa del presente texto, en este punto cobrará cotas importantes. Si hasta ahora en lo que se concentró fue en lo que estaba en las películas, en lo encuadrado, en este subtítulo se detendrá en lo que está fuera de la pantalla. Sirviendo como conclusión, este punto no solamente será un cierre para este ensayo, sino también busca ser una manifestación de que lo que está fuera de plano y es tan relevante como lo que está dentro.

En documentos como Juku, Viejo Calavera o Con la noche adentro es posible intuir rasgos importantes de la evolución histórica de la realidad minera. Por ejemplo, en ellas se hace referencia a los procesos de “despolitización” o de “a-politización” del colectivo, la proliferación del cooperativismo y de la informalidad en la explotación y comercialización de los recursos naturales. Pero, no se hace una referencia evidente a uno de los hechos que transformó la realidad minera de manera radical, que tiene que ver con las reformas neoliberales de mediados de la década de 1980. Al respecto, Álvaro García Linera apunta: “Las reformas estructurales de la economía y el estado iniciadas desde 1985 con Víctor Paz y reforzadas durante la gestión de Sánchez de Lozada se centraron prioritariamente en el ámbito “formal”, contable de la economía: esto es, en aquel minoritario segmento donde predomina la racionalidad mercantil-capitalista de la acción económica. Relocalización y cierre de empresas, racionalización del presupuesto estatal, “libre comercio”, reforma tributaria, desregulación, privatización, capitalización, flexibilización laboral, fomento a las exportaciones, e inclusive ley INRA, estuvieron centradas en favorecer la racionalidad empresarial, la tasa de ganancia en la gestión de fuerza de trabajo, de mercancías, dinero y tierras. Sin embargo, con el tiempo, sus efectos se fueron haciendo sentir de manera dramática en las condiciones de vida de las comunidades” [24: 312]. El presente trabajo no pretende analizar este complejo momento histórico, pero requiere señalar que este paquete de medidas, como se señala en la cita, tuvo un efecto directo en la vida de los mineros, pues varios de sus centros de trabajo se cerraron y fueron sometidos a lo que se conoció como la “relocalización”. Con relación a este fenómeno Gustavo Rodríguez Ostria señala: “[…] los pueblos mineros se transformaron en alojamientos de fantasmas. No solamente huían los mineros despedidos, sino todos aquellos que vivían al amparo de la mina. Hasta fines de 1991, nada menos que 36.280 personas habían emigrado rumbo a las ciudades en búsqueda de nuevas oportunidades” [25: 289]. Este fenómeno se tradujo en la creación de barrios mineros en distintos centros urbanos del país.

Como todo fenómeno social, los procesos migratorios son complejos y multifactoriales, con relación a los movimientos poblacionales nacionales de la segunda década del siglo XX, Nelson Antequera apunta:

En nuestro país, en 1976, alrededor de un millón de personas mayores de cinco años de edad había cambiado su residencia al menos una vez en la vida. En 1992, esa cifra era de dos millones de personas, lo que representaba más de un tercio de la población total. Los movimientos territoriales explican dos tercios del crecimiento demográfico en determinadas regiones. En el caso de Bolivia, la migración implica movimientos masivos de población que se intensificaron durante la década de 1980[26: 12].

Lo que resulta indudable es que, entre las múltiples causas para este aumento del flujo migratorio hacia las ciudades, una de las más relevantes tiene que ver con esta reconfiguración socioeconómica de las minas. Al respecto Antequera señala:#r26

Entre 1987 y 1992, más de 100 mil personas salieron de las regiones mineras del occidente boliviano. Muchos pueblos y ciudades vieron desaparecer a su población, hasta el punto de convertirse en pueblos fantasma. Cuatro de cada diez migrantes se establecieron en las ciudades del corredor (La Paz, Cochabamba, Santa Cruz), mientras que otros se trasladaron a la región del Chapare u otras zonas rurales, y menos de un quinto se estableció en las ciudades intermedias[26: 12].

Este fenómeno naturalmente transformó a los centros urbanos de manera radical: “En Santa Cruz y Cochabamba una gran parte de los migrantes provienen de tierras altas (Potosí, Oruro y La Paz), esto se explica porque estas zonas estaban tradicionalmente relacionadas con la producción minera, y, al entrar en crisis, produjo una modificación en el desarrollo urbano de Bolivia” [26: 13]. Concretamente, en la ciudad de Cochabamba proliferaron barrios mineros en zonas que hace tres décadas eran periféricas, como Pacata Alta (hasta hoy día se debate si pertenece a Cercado o a la provincia Chapare), el cruce Taquiña o la zona sur. Barrios con nombres como Colquiri o Sebastián Pagador, históricamente relacionados con el altiplano, se convirtieron en núcleos demográficamente importantes, en los que la iconografía de la mina hoy forma parte del paisaje, por ejemplo, los monumentos de enormes cascos con lámparas son una materialización de la nostalgia por el oficio.

Esta contextualización resulta importante para este trabajo, pues algunos de estos asentamientos mineros se hicieron en Cerro verde o en sus inmediaciones, bordeando la laguna Alalay. Es sumamente difícil determinar las razones precisas para que estos lugares específicos hayan sido los espacios de acogida de este colectivo de migrantes. Lo objetivo es que la montaña, la colina, el cerro, siguió teniendo un rol importante en sus vidas. Han pasado más décadas desde las primeras migraciones importantes salidas de centros mineros y, evidentemente, estos barrios han ido cobrando mayor importancia en la vida de Cochabamba.

La ciudad que suele ser retratada en imágenes, ya sea en acuarelas u oleos, en fotografías, en publicidades o en películas, suele recurrir a lugares comunes: alguna postal rural (una puerta tarateña o un chillijchi en medio de la campiña, por ejemplo), el monumento del cóndor de la plaza principal 14 de Septiembre, la torre de la Catedral, el Prado o el Cristo de la Concordia. Hay una ciudad fotogénica y una ciudad que suele ser invisibilizada. Justamente, los barrios y zonas periféricas no tienen una presencia importante en la memoria visual de la ciudad, a pesar de ser centros importantes de su reconfiguración. El largometraje de ficción que desafió esta tendencia es, sin duda, El olor de tu ausencia (2013) de Eddy Vásquez. Ambientada en Cochabamba, pero principalmente en la zona sur de la ciudad, en la avenida Suecia y en sus calles aledañas, esta cinta esquiva los paisajes que podrían aparecer en videos promocionales o publicitarios de la municipalidad, así como evita a los personajes que son clichés regionales, salidos del café concert.

El filme muestra una urbe llena de sombras, de polvo, de contaminación, de basura, de chatarra y, lejos de ser la ciudad de la eterna primavera, esta crece al ritmo de asentamientos informales, donde las instituciones y las autoridades son poco más que nominales. Casi como en una película de Mad Max, pero con menor afición por el BDSM, es una conglomeración en la que el orden es impuesto por el que es más fuerte o astuto. Se debe aclarar que la Cochabamba que nos muestra Vásquez está lejos de ser apocalíptica, horrenda o grotesca. Todo lo contrario, también hay un ejercicio de hiperestetización de la ciudad. Lejos de ser un ejercicio de feísmo o tremendismo, la cinta nos presenta paisajes decadentes de manera bella, no por una fascinación por lo mórbido, sino por su capacidad de encontrar lo estético en lo que nos rodea. Evidentemente, el tratamiento fotográfico de la cinta ha bebido mucho del trabajo de Christopher Doyle, regular colaborador de Wong Kar-wai, Gus Van Sant y Jim Jarmusch, un operador de cámara tan extraordinario como influyente, de estilo marcado e imitado, que suele ofrecer imágenes llenas de belleza, pero que por la saturación de la composición y su atípico uso de la luz puede hacer que el espectador se extravíe en el filme. Carlos F. Herrero describió la obra de Doyle así: “un imaginario visual sustentado en imágenes entrecortadas y vibrantes, hechas de encuadres inestables, panorámicas aceleradas, ralentíes que se congelan, fondos que se desvanecen, luces saturadas y neones distorsionados” [27, 5]. No me parece descabellado usar palabras muy similares para referirnos a la propuesta plástica de la opera prima de Vásquez. En El olor de tu ausencia la zona sur cochabambina se parece más a algún rincón de ciudad Victoria que a un cuadro de Raúl G. Prada. Aparentemente, esa zona que vive del comercio informal, no solamente ha importado productos chinos, sino también algo de la cultura visual contemporánea china. Realista o no, la ciudad que nos muestra la obra, su avenida Suecia, se nos revela cautivante, no por su exotismo, sino por que emana una cercanía. La ciudad en sus facetas menos conocidas, trilladas y difundidas es uno de los grandes personajes de la película, tiene una conexión directa con lo que llevan dentro los personajes principales del filme.

El olor de tu ausencia cuenta la historia de tres personajes que de una u otra manera son afectados por los procesos migratorios. El primero, Snake (Roberto Guilhon) es un tipo que acaba de volver de los Estados Unidos después de haber pasado una temporada más o menos larga en ellos, el sueño americano le fue negado, conoció la exclusión y el desencanto, incluso perdió en el camino la pureza de la lengua materna, pues habla con un spanglish que es una huella de la migración. A su regreso, para sobrevivir, debe cobrar una deuda. Para encontrar un espacio en su territorio patrio debe abrirse camino por la fuerza, recurre a su amigo Troy (Rodrigo Lizárraga), un tipo con una historia muy parecida y con proyecciones similares, pero que es más extrovertido y menos reflexivo. Porque necesitan forjarse un porvenir en su país, no encuentran otro camino más que delinquir, que vivir al margen de la ley, escondidos y marginales. En algún pasaje de la cinta, Snake dice: “Todo el mundo se va”. Lo que es muy cierto, se van para volver con un capital que les pueda permitir comprar una ciudadanía genuina. Ellos no lo consiguieron, pero están dispuestos a quebrar la Ley del Estado, a imponerse por la fuerza para ganar el derecho de vivir dignamente en Bolivia.

El segundo personaje central es Deko Bazura, un joven punk que cree vivir bajo las premisas radicales de la contracultura a la que pertenece. Defiende la autodestrucción, predica el nihilismo absoluto, ningún tipo de redención social, política y humana es posible, ni para él ni para sus amigos. Su única alternativa es la destrucción de toda convención social. Deko pasa casi todo el tiempo con Ángel y Flema, tocando sus ruidosos instrumentos, haciendo mosh, tomando chicha y automutilándose. Pero, como muchos chicos similares a él, Deko está a cargo de su padre, depende de él para financiar sus farras y curaciones. Por su parte, Don Abad (Abad Camacho) es un chofer de micro cristiano, que está a punto de colapsar por las deudas y por la incapacidad de comprender a su hijo. La madre ha migrado a España, manda un dinero que Deko cobra sin conocimiento del padre y constantemente llama a su hijo para convencerlo de que viaje a verla, pero lo que él desea es seguir con su estilo de vida.

La tercera historia es la de Chriss (Cristhian Vásquez), a primera vista la más convencional de todas, es un muchacho de escasos recursos económicos que está terminando el colegio con honores, pero que ya es padre y que es rechazado por sus suegros. Asume que su única alternativa es migrar a España en busca de una vida mejor, pues en Cochabamba las alternativas laborales son mínimas y paupérrimas. Chriss es un gran observador, a través de su mirada entendemos que en su contexto es muy difícil mantenerse al margen de la violencia y la delincuencia. A partir de las charlas y vivencias que tiene con su amigo Chely (José Rosales Roca), se nos revela una sociedad tremendamente estratificada y racista, en la que el tejido social está descompuesto.

Se podría afirmar que la cinta es realista, pero en el sentido que tiene el término en la tradición literaria española. Es decir, tiene rasgos exacerbados de la realidad. En la opera prima de Vásquez no hay un proyecto similar al del neo-realismo italiano, pues no hay la pretensión expresa de mostrar una realidad social tal como es y denunciarla, o al del Cinema Novo brasilero, pues no se quiere revolucionar las temáticas, ni las formas de producción, del cine boliviano. Recordemos que el cine boliviano siempre ha tratado temas relacionados con lo social y, concretamente, con la migración, incluso desde Wara Wara 1930), por tanto, no hay una ruptura temática. En cuanto a los modos de producción, tampoco se planteó nada muy revolucionario, se trabajó con actores naturales, se rodó en locación y la cinta fue autofinanciada. En todo caso, es una continuidad con lo que hizo Sanjinés desde su primer largo o lo que hizo Martín Boulocq en Lo más bonito y mis mejores años. Lo que hace que El olor de tu ausencia sea una experiencia cinematográfica es su mirada, los personajes en los que la posa, la sensibilidad con la que trata las historias es orgánica. En esta obra, a diferencia de lo que sucede en el cine de Sanjinés o Boulocq no es un intruso, un elemento ajeno y entrometido, no es un ejercicio de vouyerismo, la cámara de Vásquez se mimetiza con lo que está rodando.

Cabría preguntarse si El olor de tu ausencia es una cinta verosímil. Tal vez no lo sea. Eso que podría ser un problema para una mirada domesticada por el cine clásico hollywoodense, acá funciona de manera contraria, pues se convierte en aspecto extraordinario de la cinta. Pues sus personajes y sus espacios son una versión exagerada, amplificada, intervenida de la realidad, pero son una realidad. Roland Barthes recurre a un concepto aristotélico que puede ser fundamental para respaldar esta afirmación, el código de proaïresis, que es una: “[…] elección racional de las acciones que se cometerán, que fundan la praxis, ciencia práctica que no produce ninguna obra distinta del agente, contrariamente a la poiésis[28: 13]. Es decir, es un código de acciones que permite racionalizar sus resultados, en cuanto estos responden a una lógica que está gobernada por las leyes del discurso narrativo [29: 198]. Los personajes de este filme toman decisiones que responde a una lógica, a una suerte de racionalidad, son resultado de contexto, de una historia que precede a su nacimiento. Son lo que son porque fueron desprovistos de una patria, de un territorio que los acoja, son víctimas de una relocalización violenta. Chriss, el personaje que busca normalizarse, tiene como única perspectiva migrar, salir del país para progresar económicamente y poder ofrecer a su hijo una vida con mayor confort. El destino de Deko es vivir el presente, sin acumular nada, porque el futuro le está prohibido. Snake asume que el camino para vivir en Bolivia es la criminalidad, termina junto a Troy en el salar de Uyuni, rodeado de polvo blanco, en una clara referencia a la cocaína. Esas son las patrias en las que pueden vivir.

Se puede especular mucho sobre la ausencia a la que se hace referencia en el título, de hecho, los protagonistas sufren un sinnúmero de carencias. Pero, ante todo, para este texto es importante resaltar una: la mujer, en específico, la ausencia de la madre. En la práctica, todos los personajes son o parecen huérfanos. En un sentido literal, pero también metafórico, pues a Snake, Troy, Deko, Ángel, Flema, Chriss y Chely se les niega la patria. No hay una tierra, un territorio, que los acoja, que les ofrezca derechos y les reclame obligaciones. Si en el cine minero que se trabajó en puntos anteriores el interior mina puede representar, entre otras cosas, el vientre materno, el espacio que puede acoger a la comunidad o garantizar el modo de vida y la posibilidad de ritualidad. Los personajes de la cinta de Vásquez que, por los flujos migratorios que configuró la zona en la que viven, perfectamente podrían ser hijos, nietos, sobrinos, ahijados o vecinos de gente que trabajó en la mina, pero estos están condenados a habitar en la superficie de la montaña, de Cerro Verde, el resguardo absoluto del vientre materno, el espacio sacro, el lugar en el que lo público y lo privado se funden, la vida en comunidad, les es prohibido.

4. CONCLUSIONES

Puede resultar evidente que tanto la minería como la montaña están en el centro de la construcción del imaginario nacional y de ciertos discursos nacionalistas en Bolivia. El presente artículo describió, analizó y reflexionó su tratamiento en distintas y limitadas piezas audiovisuales: cortometrajes, largometrajes, ficciones y documentales. Estos a veces han sido tratados meramente como contexto o como locación, otras como elementos determinantes para la construcción del objeto cinematográfico, de su narrativa y de sus personajes.

Es interesante develar como se pueden tratar desde una perspectiva banal y cotidiana, pero también como algo más profundo y constituyente, que está relacionado con las prácticas religiosas, con lo sagrado y lo místico. Por mucho que las piezas descritas e interpretadas, se enmarquen en contextos modernos, el territorio geográfico y la actividad socioeconómica no están despojados de lo mágico. Es decir, los límites entre lo material y lo no material son difusos en la cultura. Eso se evidencia en la tradición fílmica boliviana referenciada, en textos cinematográficos canónicos como El coraje del pueblo o Viejo Calavera hasta piezas más cercanas a la tradición popular como Amor perdido aymara. Estas piezas muestran como la relación con la geografía, con lo espacial, trasciende lo puramente legal, lo político o lo económico, también tiene que ver con una condición mística. Estas obras grafican las relaciones ambiguas, tirantes y complejas entre lo natural y lo cultural. Y que, al final, lo natural en el cine irremediablemente termina siendo cultural.

En gran medida, el tratamiento de la montaña y de la minería en ciertas muestras del cine boliviano, pueden funcionar como una suerte de alegorías de la historia de Bolivia, pero resultaría más acorde con la lectura del presente texto afirmar que son hebras de lo que compone a la heterogénea y cambiante identidad nacional.

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Notas

En su estudio, Bouysse-Cassagne señala estas diferencias entre los ritos de aymaras, urus y puquinas para describir las relaciones de dominación política, lo que no concierne directamente a este trabajo, pero que es un apunte sugerente para entender la configuración de las relaciones entre comunidades y grupos sociales de los Andes.

2 Francovich asegura que el primero en sacar este “cálculo”, en sugerir esta idea, fue el historiador Antonio de León Pinelo, en su libro El Paraíso en el Nuevo Mundo: comentario apologético: historia natural, y peregrina de las Indias Occidentales, islas, i Tierra-Firme del Mar Occeano(((3:72))).

3 Estas películas producidas en la provincia Camacho, en La Paz, no cuentan con copias en las que se proporcione información completa sobre su producción. Se menciona que la empresa, grupo o colectivo responsable es Cine master y se proporciona un teléfono de contacto.

4 Según muchos intelectuales, puntualmente, según Silvia Rivera Cusicanqui, este fue el momento clave para que el movimiento minero comenzara a apoyar al MNR, uno de los momentos esenciales para entender la Revolución de 1952 (((13: 50))).

5 En la película se lee un intertítulo en el que, entre otras cosas, proporciona una cifra no documentada, el número de víctimas: 400 muertos y más de 1000 heridos.

6 Esta noción de retorno será fundamental en cintas como La nación clandestina.

7 Hoy recordada, entre otras cosas, por su participación en la huelga de hambre de 1977 que se llevó a cabo en instalaciones del Arzobispado de La Paz y por el libro de testimonio Si me permiten hablar… de la escritora brasilera Moema Viezzer.

8 Un ejemplo de la brutalidad de la repetición es el documental titulado The Act of Killing (2012) de Joshua Oppenheimer. En esta pieza se les pide a exmiembros de escuadrones de la muerte indonesios que recreen las matanzas, torturas y violaciones que realizaron años antes. Las narraciones grotescas y extrañas, las situaciones delirantes, pueden resultar apasionantes para un espectador desprevenido y la cinta puede disfrazarse de denuncia política, pero ¿Es o no pertinente intentar mostrar lo que no se puede mostrar? ¿Es o no necesario nombrar lo innombrable?

9 Aunque Jorge Ruiz no filmó la mina, en Un poquito de diversificación económica (1955) los personajes principales son mineros o exmineros.

0 En este contexto, “hermanos” hace referencia al uso que dan a la palabra los miembros de iglesias protestantes que han proliferado en el país, por tanto, se la puede entender por “cristianos”. De hecho, en los subtítulos del teaser tráiler de la película se lee “cristianos” cuando se escucha “hermanos”.

Recibido: 02 de Noviembre de 2021; Aprobado: 20 de Diciembre de 2021

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