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Investigación & Desarrollo

versão impressa ISSN 1814-6333versão On-line ISSN 2518-4431

Inv. y Des. vol.19 no.2 Cochabamba dez. 2019

 

DOI: 10.23881/idupbo.019.2-9e

ARTÍCULOS - ECONOMÍA Y EMPRESA

 

EL NACIONALISMO Y LOS MEDIA: UNA REFLEXIÓN SOBRE EL PAPEL DE LA COMUNICACIÓN MASIVA EN LA DEFINICIÓN DE LAS IDENTIDADES MODERNAS

 

NATIONALISM AND THE MEDIA: A REFLECTION ON THE ROLE OF MASS COMMUNICATION IN THE DEFINITION OF MODERN IDENTITIES

 

 

Oscar Gracia Landaeta1 y Andrés Laguna-Tapia2

1Becario CONICYT-PFCHA/Doctorado Nacional/2019-2119020 - Pontificia Universidad Católica de Chile
2Laboratorio de Investigación en Comunicación y Humanidades
Universidad Privada Boliviana (UPB)
andreslaguna@upb.edu

(Recibido el 04 de noviembre 2019, aceptado para publicación el 15 de diciembre 2019)

 

 


RESUMEN 

El artículo reflexiona sobre la compleja relación entre la construcción moderna de las identidades nacionales y el desarrollo de los medios de comunicación masiva. En este sentido, se revisa tanto la forma en que los media permiten la construcción de lo que Anderson ha llamado “comunidades imaginadas”, como el modo en el que la extensión global de la comunicación ayuda, junto a factores políticos y subjetivos, a la permanencia de la referencia nacional como dato fundamental de la experiencia social contemporánea.

Palabras Clave: Comunicación Masiva, Identidad Nacional, Nacionalismo, Rutina, Significatividad.


ABSTRACT

The article reflects on the complex relationship between the modern construction of national identities and the development of mass media. In this sense, it is reviewed the way in which the media allow the construction of what Anderson has called "imagined communities", as the way in which the global extent of communication helps, along with political and subjective factors, to the permanence of the national reference as fundamental evidence of the contemporary social experience.

Keywords: Mass Communication, National Identity, Nationalism, Routine, Significance.


 

 

1. INTRODUCCIÓN

El presente artículo desarrolla una reflexión acerca de la transformación creciente que, sobre el ámbito de la experiencia social, han operado los medios de comunicación de modo creciente a partir del siglo XV. Tal ejercicio se desarrolla con miras a la complementación productiva de algunas teorías sobre el nacionalismo —especialmente las de Benedict Anderson y Michael Billig— que han sido particularmente significativas en las últimas décadas.

Debe especificarse que el sentido en el que se usarán los conceptos de “media” y “medios de comunicación masiva” no presenta mayor distinción y responden a la conceptualización básica hecha por John B. Thompson de la “comunicación de masas” como “[el] amplio fenómeno que emerge históricamente a través del desarrollo de instituciones que tratan de explotar nuevas oportunidades, aglutinando y registrando información, para producir y reproducir formas-simbólicas, y para transmitir información y contenido simbólico a una pluralidad de receptores a cambio de algún tipo de remuneración financiera” [1: 46]. Por otro lado, las nociones de “bienes mediáticos” y “bienes simbólicos” serán usadas para nombrar los productos de la comunicación de masas que, según el contexto histórico, abarcan desde el periódico hasta la información transmitida contemporáneamente por vía electrónica.

El texto presenta, para facilitar el orden de la exposición, únicamente dos apartados centrales. El primero desarrolla el complejo tema del formato “imaginario” de las comunidades nacionales modernas[1] y de su relación indisoluble con la conversión de la experiencia social en “experiencia mediática” impulsada por el desarrollo de los medios de comunicación masiva. Por otra parte, la segunda sección del texto considera la cuestión de la persistencia de las referencias nacionales en una época de información globalizada. Se plantean, en este apartado, algunas hipótesis sobre la forma en que los media —junto con otros factores políticos y subjetivos— favorecen la constante reproducción de la nacionalidad en las formas rutinarias de hablar y pensar. Finalmente, el último subtítulo del trabajo recaba las principales conclusiones obtenidas a partir de la reflexión realizada.

Se utilizó la metodología del análisis histórico comparativo, pues ofrece explicaciones históricamente fundamentadas de fenómenos de gran escala y de importancia sustancial [4: 5-6]., lo que nos permitió concentrarnos en la formación y evolución conceptual de las identidades modernas y de los media.

 

2. EL DESARROLLO DE LOS MEDIA Y SUS EFECTOS EN LA EXPERIENCIA SOCIAL: SOBRE LA POSIBILIDAD DE “IMAGINAR” COTIDIANAMENTE LA NACIÓN

La publicación, en 1983, del libro Imagined Communities (Comunidades imaginadas) de Benedict Anderson marcó un hito importante en el desarrollo de los estudios sobre las naciones y el nacionalismo. Lo que hasta entonces había sido una concentración casi unívoca en la determinación de los orígenes históricos de estos fenómenos[2] encontró un “giro” renovador que apuntaba hacia la consideración de la base discursiva a partir de la cual se despliegan en el tiempo los imaginarios nacionales[3]. En este sentido, la forma en la que Anderson perfiló el carácter “imaginado” de las comunidades modernas fue clave.

Para el autor, distintas formas de estructuración del imaginario colectivo se destilan a partir de la transformación material de los sistemas de rutina social de las comunidades. En el caso de la conciencia nacional moderna, el “capitalismo impreso vernáculo” [3: 115] habría sido el motor que —junto con otras circunstancias históricas— dio lugar a un nuevo tipo de sentido comunal que se expandiría, décadas después, al mundo entero. La ampliación que el desarrollo de la imprenta permitió en la circulación de textos escritos condujo a una dinámica de mercado y consumo regular que, ante la caída del latín como lengua hegemónica y de la religión como plafond de sentido universal, consolidó los distintos lenguajes vernáculos europeos definiendo los lineamientos nacionales de las nuevas conciencias colectivas. Craig Calhoun ha resumido estas ideas en la siguiente observación:

Benedict Anderson sugirió célebremente que el nacionalismo no era tanto una ideología política moderna, como el liberalismo o el comunismo, sino una forma penetrante de imaginar el mundo —como la religión o el parentesco— […]. En una famosa imagen, el autor describe el (ahora muriente) ritual de la gente, por todo el país, leyendo sus periódicos matutinos. Su punto no es únicamente que las personas obtienen la misma información […], sino que en este acto conjunto ellas se integran, tanto sincrónica como narrativamente, y que esto —no únicamente la similitud— ayuda a producir un sentido de comunalidad[4] [6: 23-24].

Leída en toda su complejidad, la teoría de Anderson rescata, entre otras cosas, una doble dimensión que ha sido influyente en algunas de las reflexiones más recientes acerca del nacionalismo. En primer lugar, llama la atención por primera vez (al menos de modo seminal) sobre el carácter rutinario y estable de las dinámicas sociales en medio de las cuales se reafirman continuamente las coordenadas básicas de representación de “lo nacional”. En segundo término, plantea la idea de la identidad nacional no como un contenido discursivo concreto sino más bien como el marco de sentido en el que se encuadran todas las nociones políticas, sociales y culturales modernas.

Estas dos líneas de interpretación han sido la marca características de la influyente teoría sobre la banalidad del nacionalismo desarrollada en 1995 por Michael Billig. En su libro Banal Nationalism (Nacionalismo banal) [7], este autor inglés intentó clarificar los modos específicos de construcción y manifestación de la conciencia nacional en los países del primer mundo. En este sentido, su texto concluyó resaltando el carácter banal (esto es, no radical) y acostumbrado con el que, a través de pautas discursivas inhabituadas y ciertas bases de comprensión asumidas (taken-for-granted), se reproducen —casi irreflexivamente— las bases de representación de un “mundo de naciones”.

Es importante resaltar que los análisis fraguados tanto por Anderson como por Billig portan una referencia no totalmente desarrollada al influjo que los medios de comunicación masivos han tenido sobre la experiencia colectiva de las sociedades actuales. Los autores ponen en evidencia la manera en que, a través de la prensa o la televisión, se manifiestan y refuerzan continuamente imaginarios comunales, por un lado, y expresiones rutinarias de subjetivación nacional, por otro. Sobre este entendido, la presente sección del trabajo intenta —en diálogo con el pensamiento de los autores mencionados— desarrollar una reflexión específica que se concentre en el estudio de los media y de su relación con la definición de identidades colectivas.

Se puede empezar reconociendo que uno de los puntos clave de Comunidades imaginadas es la atención que su autor le presta a la transformación moderna de la concepción del tiempo. Empleando algunas categorías propuestas por Walter Benjamin, Anderson asigna a la vivencia medieval de la temporalidad el carácter de un “tiempo mesiánico, una simultaneidad del pasado y el futuro en un presente instantáneo” [4: 46]. Por otra parte, para el rasgo temporal moderno, el autor reserva el concepto de “tiempo homogéneo y vacío” [4: 46]. Es indicativo que, después de realizar esta distinción, el texto pase a señalar la forma en que dicho cambio se ha manifestado —y definido a la vez— por medio del diario y la novela, los dos productos que se habían generalizado en el siglo XVIII, con la creciente expansión de la imprenta en Europa. Esta cuestión ha sido trabajada por otros autores, dos de los cuales pueden contribuir en especial a un diálogo con las intuiciones desarrolladas por Anderson en Comunidades imaginadas: Ian Watt y John B. Thompson.

En su estudio acerca del surgimiento de la novela moderna [8], Ian Watt ha desplegado una amplia reflexión sobre el modo en que esta forma literaria manifiesta una mutación sustancial en la autopercepción del individuo y de su vivencia cotidiana. El autor intenta comprender el sentido de esta transformación a partir del establecimiento de una analogía entre la novedad literaria de autores del siglo XVIII como Defoe, Fielding o Richardson y la “originalidad” de las tendencias filosóficas de la época. Según Watt, los primeros novelistas y el nuevo “espíritu” filosófico compartían una misma actitud de oposición a la autoridad de la tradición y un mismo afán de revaloración de la experiencia individual como puerta de acceso a la verdad. Descartes y Locke serían, en tal esquema, los autores más representativos de esta disposición filosófica moderna [8: 12-3].

Sobre la base de esta analogía, Watt propone también la comprensión de algunas de las características formales de la novela moderna. Así, la preferencia de los autores por la prosa (en su mayor cercanía a la experiencia cotidiana), la individualización de los personajes (tanto en su forma general como en la singularidad de su nombre) o la creación de una trama que no responda al canon de los modelos clásicos, serían todos datos parcialmente explicables por una disposición literaria antitradicional e individualista. Sin embargo, el profesor inglés subraya un rasgo de esta nueva forma literaria que resulta especialmente significativo por las posibilidades de diálogo que permite con las ideas de Benedict Anderson: la capacidad de la novela de revelar un sentido del tiempo distinto del reinante en la edad media.

Para Watt, “la trama de la novela se distingue […] de la mayoría de la ficción previa por su uso de la experiencia pasada como causa de la acción presente” [8: 22]. Según el autor, “una conexión causal operando a través del tiempo reemplaza la dependencia de narraciones anteriores en disfraces o coincidencias y esto tiende a darle a la novela una estructura mucho más coherente” [8: 22]. Este principio se manifestaría con máxima intensidad cuando se atiende al enfoque de la novela en la experiencia individual: “El más obvio y extremo ejemplo de esto es la ‘corriente de conciencia’ que se propone presentar una cita directa de lo que ocurre en la mente individual bajo el impacto del flujo temporal” [8: 22]. De tal modo, la temporalidad moderna se presentaría como un dato primariamente vivenciado y comprendido desde la experiencia interna del sujeto. ¿Cómo articular este registro individual del tiempo planteado por Watt con la reflexión acerca del horizonte temporal de los imaginarios nacionales propuesto por el autor de Comunidades imaginadas?   

Como se ha visto anteriormente, Andersonentiende que la experiencia moderna se afianza en un tiempo homogéneo vacío, “donde la simultaneidad es, por así decirlo, transversa” y se halla marcada “por la coincidencia temporal” [4: 46]. Según el autor, la novela moderna constituye un “instrumento” que permite la presentación de esta simultaneidad. Lo que es clave para el entendimiento de la reproducción de los imaginarios nacionales porque, en las sociedades modernas, una precomprensión básica de la simultaneidad del conjunto anónimo de individuos que conforman la nación modularía siempre el horizonte de la experiencia cotidiana de cada sujeto: “[L]as novelas preparan el camino para esta imaginación presentando múltiples historias personales entrelazadas unas con otras incluso cuando los personajes no están en interacción” [4: 24]. De tal forma, la representación de “lo nacional” se asentaría en la experiencia personal de ser contemporáneo de individuos mayoritariamente no presentes con los cuales el fundamento básico de relación se da desde la proyección imaginaria de la participación común en un movimiento social que posee escalas de espacio y tiempo idénticas para todos los representados.

Es evidente que en esta última observación permanece visible una tensión entre el énfasis individual de la dimensión temporal de la novela y la construcción nacional de un marco comunal no asentado en la interacción sino en la simultaneidad de los sujetos. Tal tensión es, indudablemente, uno de los elementos esenciales de todo imaginario nacional moderno. Su capacidad, por otra parte, de sostenerse en el tiempo sin el desarrollo de una tendencia a la atomización puede ser explicada, al menos en sus rasgos más generales, por la forma y condiciones del desarrollo de los nacientes medios de comunicación masiva.

Como más arriba se ha hecho notar a partir de una observación Craig Calhoun, no es el “contenido” de la novela o del diario lo único que debe llamar la atención a la hora de pensar el tipo de comunidad que estos textos definen y sostienen. La genialidad de Anderson consiste, principalmente, en haber establecido otra dimensión interpretativa que rescata el efecto integrador de las prácticas mismas de lectura constante de los productos mediáticos. Es la rutinización colectiva y la extensión creciente de un ejercicio siempre personal de relación con lo simbólico (literatura, noticias, historias) lo que permite a cada uno imaginarse como parte de una comunidad de dimensión nacional[5]: “La ceremonia [de la lectura] se realiza en una intimidad silenciosa, en el cubil del cerebro. Pero cada comunicante está consciente de que la ceremonia está siendo repetida simultáneamente por miles (o millones) de otras personas en cuya existencia confía, aunque no tenga la menor noción de su identidad” [4: 60-61].

La capacidad del individuo moderno de “imaginar” la rutina colectiva de consumo de miles (o millones) de connacionales depende, en última instancia, de los efectos que un determinado nivel de desarrollo de los medios de comunicación tiene sobre la experiencia social. En este sentido, debe notarse que el proceso de crecimiento acelerado de la comunicación —cuyo desarrollo puede retrotraerse incluso hasta el siglo XV— fue consustancial al incremento de la capacidad reproductiva de los productos simbólicos (diarios, revistas, libros, etc.) abierto por la expansión de las posibilidades de su comercialización [1: 38-39]. Fue en el marco de la consolidación de una dinámica de producción y consumo colectivo de productos mediáticos que surgió la trama de sentido social capaz de permitir un tipo de “imaginación” de la rutina como la descrita por Anderson. La masificación de la producción impuso determinadas características sobre el diario y la novela que incorporaban al horizonte del lector la co-presencia, distante pero representada, del público general constituido por otros lectores. 

En este mismo sentido, los efectos sociales del avance de la economía de mercado en Europa produjeron, a través del desarrollo paralelo y crecientemente comercial de los media, un modo particular de “crónica” de las nuevas experiencia cotidianas. El cultivo, sin embargo, de este nuevo tipo de account no se debió en medida alguna a la inventiva autoral o generacional sino al deseo de reconciliar los productos mediáticos (especialmente la novela y los diarios) con los nuevos “trasfondos” de sentido de la vivencia de sus destinatarios [8: 27]. Watt ha puesto en relación algunas de las características formales anteriormente descritas de la novela con las condiciones impuestas sobre el autor por el contexto de producción y por el crecimiento del público lector[6]:

Una vez que el objetivo primario del autor no era ya satisfacer los estándares de un patrón y de la élite literaria, otras consideraciones tomaron una nueva importancia. Dos de ellas, al menos, iban probablemente a favorecer la prolijidad de los autores: primero, escribir muy explícita y casi tautológicamente podría ayudar a sus lectores menos educados a entenderlos fácilmente; y segundo, ya que era el bookseller y no el patrón el que lo recompensaba, la velocidad y la copiosidad tendieron a convertirse en virtudes económicas supremas [8: 56].

Estos condicionamientos explicarían la reforzada preferencia de los autores por la prosa, además de la simpleza y el realismo con que la novela trató de construir su narrativa para “sensibilizarse” con las características de la creciente masa lectora (mayoritariamente burguesa), que, entre otras cosas, poseía un nivel de cultura inferior al de la aristocracia medieval. De tal forma, la construcción de la novela como “crónica” de la vivencia cotidiana de cierto sector de la sociedad moderna no habría obedecido únicamente a las condiciones del “espíritu moderno” que, como se ha visto, se manifestó igualmente en la filosofía. Este impulso humanista se vio coadyuvado, en sus efectos más profundos, con los ritmos impuestos por el desarrollo comercial de los medios de comunicación masiva. Mientras las transformaciones operadas en Occidente desde el Renacimiento [8: 14] conducen el sentido de la vivencia humana hacia la experiencia individual, la novela conjuga este enfoque con los rasgos que le imponen las circunstancias de la producción tecnificada y del consumo extendido. Por ello, al “reflejar” el sentido individual de lo cotidiano, la literatura novelística (y, por supuesto, el diario) incorpora en esta cotidianidad el elemento que Anderson destacaba con gran perspicacia: la intuición en el lector singular de la simultaneidad de los otros lectores. Este nuevo elemento de “la realidad cotidiana” pasará, por otra parte, a reformular nuevamente el contenido de la crónica, afianzándose, por tal proceso dialéctico, un imaginario de extensión nacional que tiene la doble característica de enfatizar lo individual y de definir lo comunal por pura simultaneidad, esto es, sin requerir la interacción directa entre sujetos.

El desarrollo de un marco comunitario compatible con el carácter autorreferente del sujeto moderno define la morfología esencial de la identidad nacional y revela a su vez una tensión medular de las sociedades contemporáneas que ha logrado ser sostenida (al menos parcialmente) por el desarrollo de los medios de comunicación masiva. Solo la creciente complejidad y eficacia de tales medios podía haber permitido tanto el creciente individualismo de un sistema capitalista orientado al consumo, como la “satisfacción” de la necesidad antropológica de comunicación y pertenencia. En este sentido, una (y solamente una) de las hebras que caracteriza el crecimiento progresivo de los media ha sido la conversión dinámica de los productos simbólicos y mediáticos en elementos de consumo.

El esquema de análisis construido para valorar la historia de la novela y el diario es igualmente aplicable a las condiciones generales de los medios de comunicación electrónicos. Tanto la televisión como el internet en general —por poner dos ejemplos muy evidentes— cumplen con el principio de permitir relaciones comunales cada vez más inmediatas sin perturbar en medida alguna el marco autorreferencial del individuo. Esto se logra a partir del hiper desarrollo tanto de los afanes de consumo como de las posibilidades de su satisfacción. El punto central es que las posibilidades de la comunicación mediatizada están, hoy en día, siempre adecuadas al propósito de maximización del placer y de reducción del esfuerzo que caracteriza las actitudes y sociedades consumistas[7]. Como Dominique Wolton ha notado en relación con las pulsiones contrarias de egocentrismo y masificación de lo que él llama la “sociedad individualista de masas”, “[l]a economía ha asegurado el paso de una a otra, al ensanchar sin pausa los mercados, hasta la instauración de una sociedad de consumo de masas, en la que encontramos de nuevo las dos dimensiones: elección individual y producción en gran cantidad” [9: 97].

En su libro Los ‘media’ y la modernidad (1995 – [1]), Thompson brinda una perspectiva algo distinta de esta paradoja entre la clave individualista de la modernidad y el desarrollo de construcciones colectivas no sostenidas por la interacción sino por la simultaneidad. Para el autor, tal condición respondería a una transformación sustancial en la forma de la esfera pública:

El surgimiento de la imprenta a principios de la Europa moderna creó una nueva forma de propiedad pública vinculada a las características del mundo impreso y a sus modos de producción, difusión y apropiación. Como todas las formas de propiedad pública mediática, la forma creada por la imprenta fue separada de la idea de compartir un lugar común […] El ‘público lector’ no constituía una comunidad en el sentido tradicional de grupo de individuos que interacciona entre ellos en encuentros cara a cara. Por el contrario, se trataba de un público sin lugar que se definía no por la existencia o posibilidad de «interacciones cara a cara» entre sus miembros, sino por el hecho de que éstos podían acceder al tipo de propiedad pública que el mundo de la imprenta había hecho posible [1: 170].

Es en la estructura de esta nueva esfera pública que se hace posible la generación de un sentido comunal sobre la base de un cuerpo social constantemente atomizado por las dinámicas y esquemas del capitalismo. El carácter “imaginado” que Anderson reconoce en este tipo de comunidad se asienta, de tal forma, en las rutinas de consumo de “bienes simbólicos”[8] que se han afirmado con el desarrollo mercantil de los medios de comunicación masiva llegando a desconectar la experiencia de los parámetros de tiempo y espacio directamente compartido. Esto es a tal grado inherente a la modernidad que invade todos los recintos de experiencia del pasado y del presente. Por ello, Thompson define esta vivencia como “experiencia mediática” (mediatic worldliness). Esta correspondería a “nuestra percepción de que el mundo existe más allá de la esfera de nuestra experiencia personal”, toda vez que “[l]a difusión de los productos mediáticos nos permite […] experimentar acontecimientos, observar a los otros y, en general, aprender acerca de un mundo que se extiende más allá de la esfera de nuestros encuentros cotidianos” [1: 56].

La consolidación de esta trama social mediatizada también ha dado lugar “al desarrollo de nuevas formas de «acción a distancia» que permiten a los individuos actuar para otros que se encuentran diseminados en el espacio y el tiempo, a la vez que permite […] actuar en respuesta a acciones y acontecimientos que tienen lugar en espacios lejanos” [1: 116]. Por supuesto, la representación de las relaciones comunales ha surgido también del asentamiento de estas dinámicas de consumo simbólico y de interacción a distancia. Esa circunstancia precisa es, según Anderson, lo que define la posibilidad de la nación, esa comunidad en la que cada miembro “no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas” pero en cuya mente “vive la imagen de su comunión” [4: 23].

En la misma línea —aunque desde una perspectiva más psicológica— Michael Billig ha ratificado la vigencia de la mentalidad nacionalista incluso en las sociedades contemporáneas más abiertas a un discurso universalista. Tal imaginario se habría incorporado, para el autor, a la estructura rutinaria misma de la vida cotidiana, pero se hace evidente en ciertas pautas discursivas regulares:

Se podría decir que en la actualidad las personas afrontan su vida cotidiana cargados con un pedazo de maquinaria psicológica denominado ‘identidad nacional’ […] La identidad nacional se encuentra en las costumbres encarnadas en la vida social. Entre ese tipo de costumbre se encuentran las del pensamiento y las de la utilización del lenguaje. Tener una identidad nacional es poseer formas de hablar de la nacionalidad [7:23-4].

Hablar supone una forma de organizar el pensamiento y, en el mundo contemporáneo, las “formas discursivas” se hallan impregnadas de pautas que remiten constantemente a la identidad nacional. Por supuesto, esta reproducción de la referencia nacional en el lenguaje y el pensamiento se da con el carácter habitual y poco notorio de los ritmos ordinarios. De hecho, Billig apunta a que la nacionalidad se ha sedimentado en nuestras sociedades llegando a funcionar como una base de “sentido común”: “A medida que la ideología del nacionalismo se ha ido propagando por el planeta ha ido moldeando el sentido común contemporáneo. Las nociones que tan sólidamente banales nos parecen resultan ser construcciones ideológicas del nacionalismo” [7:58].

Billig no desconoce el hecho de que este carácter omnipresente de la identidad nacional en la experiencia cotidiana depende de una reproducción naturalizada en los sistemas de comunicación que son, como se ha visto, los que recrean continuamente la trama social de la experiencia mediática. El autor recalca, en este sentido, que “los medios de comunicación de masas hacen caer en cuenta de las banderas a la ciudadanía”, aseverando además, sobre las pautas discursivas de los periódicos actuales, que “la deixis de la patria está enraizada en el tejido mismo de la prensa” [5:161].

En Nacionalismo banal, Billig trata de emplear precisamente la “deixis” como una clave de acceso al reconocimiento de ciertas condiciones discursivas usuales en los periódicos de la nación. La deixis, como el autor explica, tiene que ver con la forma en la que ciertas palabras adquieren un determinado significado dependiendo del contexto en el que son pronunciadas [cfr. 7:179]. En el desarrollo de este análisis de la “deixis patriótica”, el profesor inglés notará algo que resulta significativo en relación con lo expuesto anteriormente en la sección: la variación que sobre las “expresiones deícticas” imponen los contextos de presencia o no presencia:

…la conversación cara a cara suministra la forma primaria de deixis. En este tipo de conversaciones ‘yo’, ‘tú’, ‘nosotros’, ‘ahora’ y ‘aquí’ no suelen plantear problemas […] Las palabras deícticas, por así decirlo, señalan a algo concreto: el aquí y ahora en el que los hablantes se encuentran. En el caso del discurso político contemporáneo la deixis es más compleja. ‘Nosotros’ no suele ser meramente el hablante y los oyentes, sino que puede ser el partido, la nación, todas las personas razonables y algunas otras combinaciones [7: 180].

Es, precisamente, la prioridad de una experiencia mediática no asentada en el cara-a-cara lo que otorga al lenguaje cotidiano una amplitud semántica en la cual las palabras deícticas pueden constantemente definir y reforzar “comunidades imaginadas”. En su revisión empírica del contenido de los periódicos ingleses durante un día ordinario, Billig encontrará que la ratificación deíctica de la nación en el pensamiento y el lenguaje ordinario se halla ampliamente extendida. Tal valoración, por otra parte, le permitirá al autor desplegar una lectura integral del horizonte de sentido que permea todos los rincones de la experiencia social moderna: “La nacionalidad no es algo remoto en la vida contemporánea sino que está presente en ‘nuestras’ pequeñas palabras, en los discursos familiares que damos por sentados […] Los constantes enarbolamientos [de los recordatorios nacionales] garantizan que, con independencia de lo que se olvide en un mundo sobrecargado de información, no olvidamos nuestras patrias” [7: 213].

En la revisión del pensamiento de Anderson se ha hecho evidente que es un particular imaginario —y no el contacto directo con otros— el que brinda modernamente el sentido de pertenencia grupal. La reflexión de Billig, por otra parte, permite visibilizar el hecho de que la referencia comunal más extendida en el presente —al igual que durante toda la época moderna— continúa siendo la nación. Se ha hecho patente, además, que ambas de estas condiciones están intrínsecamente relacionadas con el desarrollo mercantil de los medios de comunicación masiva. Sin embargo, queda vigente todavía la cuestión de por qué los imaginarios de dimensión específicamente nacional han sido y continúan siendo centrales en un mundo marcado por la experiencia mediática. Esa es la pregunta que guía el avance de la próxima sección.

 

3. LA IDENTIDAD NACIONAL COMO PIEZA CLAVE DE UN MUNDO DE NACIONES: ALGUNAS IDEAS SOBRE LOS TRES FACTORES CENTRALES DE LA PERSISTENCIA DEL NACIONALISMO CONTEMPORÁNEO 

Lo revisado anteriormente parece dejar en claro que, debido al creciente influjo de los media sobre la experiencia mediática moderna, las interacciones cara-a-cara —si bien siguen siendo importantes— han dejado de ser el núcleo principal de la construcción de referencias comunales. Sin embargo, el hecho de que el sentimiento de pertenencia de cada individuo tienda actualmente hacia marcos comunitarios que trascienden el horizonte de sus contactos directos no brinda una explicación inmediata de la extendida preferencia moderna por el plafond nacional. Como Smith ha apuntado, dos preguntas claves que afronta una teoría sobre las naciones y el nacionalismo son “por qué la gente crea un vínculo con ciertas colectividades históricas y no con otras […] y porque tales vínculos varían en dimensión, intensidad y tiempo” [12:58].

El presente trabajo es, evidentemente, demasiado corto para intentar responder a un conjunto tan variado y complejo de preguntas. Sin embargo, así como la primera sección ha intentado proponer apuntes mínimos sobre el rol de los medios de comunicación en el surgimiento moderno de las “comunidades imaginadas”, esta segunda parte quisiera ofrecer una reflexión básica sobre por qué la identidad específicamente nacional ha persistido en un mundo aparentemente inclinado a la universalidad. Para tal propósito, se realizará nuevamente un análisis de las condiciones de la experiencia social creada por los media, complementándolo, esta vez, con una reflexión filosófica que interpreta la relación intrínseca entre las nociones de individuo y nación.

En Comunidades imaginadas Benedict Anderson entiende que toda nación es “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana”[9] [3:23]. El autor añade, además, que “la nación se imagina limitada porque incluso la mayor de ellas […], tiene fronteras finitas, aunque elásticas, más allá de las cuales se encuentran otras naciones. Ninguna nación se imagina con las dimensiones de la humanidad” [4:25]. ¿Cómo explicar, sin embargo, el origen principal de los límites que modernamente consideramos como “nacionales? Anderson propone su explicación en los siguientes términos: “Lo que, en un sentido positivo, hizo imaginables a las comunidades nuevas era una interacción semifortuita pero explosiva entre un sistema de producción y de relaciones productivas (el capitalismo), una tecnología de las comunicaciones (la imprenta) y la fatalidad de la diversidad lingüística humana” [3:70].

De tal forma, la proliferación de productos mediáticos impresos (principalmente literatura y diarios) sobre una base de circulación definida por la progresiva constitución de cada mercado interno habría encontrado su limitación en la “topografía” lingüística que se fue consolidando como resultado de la desintegración del marco supranacional signado por la hegemonía del latín. Esta triple articulación sería lo que da base a las futuras comunidades nacionales al menos en su primera génesis europea. Tal esquema, por otro lado, es abierto por el autor a una lectura más compleja en la valoración del caso de naciones (como las americanas) que se distinguen de otras a pesar de poseer una lengua común. Anderson responde a esta cuestión dando énfasis al peso de los sistemas administrativos (del absolutismo o de la administración colonial, según el caso) en la consolidación definitiva de las fisionomías nacionales a través del movimiento de funcionarios y documentos oficiales que tales aparatos burocráticos promovían dentro de las fronteras del Estado [4: 87-88].

Ahora bien, un análisis intuitivo conduciría rápidamente a la conclusión de que, en la actualidad, el crecimiento global de la economía, el desarrollo gigantesco de la comunicación masiva y el surgimiento de códigos mundiales de interacción simbólica ponen en duda la aptitud del análisis del autor para explicar la persistencia del nacionalismo. En un “lugar” donde todo se halla “al alcance de la mano” la relación rutinaria con una comunidad anónima de co-consumidores de información se extiende virtualmente a toda la humanidad. Independientemente de cual fuese la posición explícita de Anderson sobre el tema, esa proyección simplificadora puede ser discutida a partir de la reflexión histórica de algunos estudiosos del nacionalismo.

Craig Calhoun ha desarrollado, por ejemplo, una argumentación que desafía el esquema corriente de interpretación en el que se opone, de modo excesivamente binario, el decimonónico “particularismo” de las naciones y el actual “universalismo” de la economía globalizada:

…al mismo tiempo que las relaciones de intercambio y la acumulación de capital estaban siendo organizadas en el nivel nacional, las mismas ya se estaban convirtiendo en crecientemente internacionales. Los flujos internacionales de bienes y capital pueden haberse acelerado dramáticamente con la globalización de finales del siglo XX, pero no son enteramente nuevos. Por ello es un error pensar en las economías nacionales como primarias. Las economías no son nacionales en una manera autónoma, sino que se regulan nacionalmente en grados variables a través de fronteras y políticas estatales, geografía e infraestructura física [13: 69].

Es importante entender que el desarrollo de la economía capitalista a partir de ciertos centros no se limitó de modo “natural” a la dimensión nacional. Esta delimitación fue un ejercicio político de regulación y, por ello mismo, las economías nacionales estuvieron siempre al tanto de su relación con un marco internacional. Tal situación de interconexión no es desconocida para Benedict Anderson, quien frente a ella reafirma su teoría advirtiendo —en relación con el caso hispanoamericano, por ejemplo— que “la concepción misma del periódico implica la refracción, incluso de ‘sucesos mundiales’, en un mundo imaginado específico de lectores locales” [3: 98-9]. Esta intuición remite, evidentemente, a un grado de articulación entre la rutina lectora nacionalmente definida y el contexto global que la rodea.

Otra referencia al creciente flujo mundial de la información puede ser encontrada en La cuestión de las nacionalidades y la social democracia (1907) de Otto Bauer, un texto pionero en el estudio del fenómeno nacional. En este libro, el autor analiza el despliegue simultáneo del círculo nacional de información (que trascendía las simples localidades) y el marco mundial de noticias que eran “nacionalmente” distribuidas:

Ya en el siglo XVI pueden encontrarse, en las grandes ciudades alemanas, agentes que reciben noticas desde todo el mundo y que las distribuyen a través de la carta. Siguiendo al desarrollo de la imprenta, estas noticias eran imprimidas y duplicadas, convirtiéndose por tanto en más baratas y penetrando a niveles más extensos de la sociedad. Reportes de la segunda mitad del siglo XVI nos dicen que tales volúmenes noticiosos impresos estaban apareciendo ya cada seis meses y esto pronto iba a incrementarse hasta su producción mensual. De esta manera, largos sectores del pueblo fueron sacados de su estrecho aislamiento local y traídos a comunicación estrecha con otras partes de su tierra a través del libro, el panfleto, la carta y el diario [14: 63].

Lo importante acá es notar que el proceso de consolidación de las naciones y de la identidad nacional se dio de la mano del crecimiento simultáneo de una conciencia general del mundo como escenario de naciones. En este sentido, no existe una oposición radical entre la tendencia globalista de la información o la economía y la ratificación particularista de las naciones y de las identidades grupales. De hecho, el proceso de consolidación de una red de comunicación global cada vez más compleja puede otorgar ciertas referencias para valorar incluso la radicalización que, según Eric Hobsbawm, afecta al discurso nacionalista durante el siglo XIX (y comienzos del XX). En su texto Naciones y nacionalismo desde 1780 [13], el autor inglés plantea una lectura general en la que el marco decimonónico se halla definido por una creciente radicalización que lleva desde el “patriotismo de Estado” posrevolucionario hasta el nacionalismo étnico-lingüístico recalcitrante que caracteriza la época de fin de siglo. La coincidencia entre la consolidación de la imagen del mundo como “mundo de naciones” —impulsada por la expansión de la comunicación— y el cenit del nacionalismo más radical ha sido considerada también por Calhoun, quien afirma que:

En el siglo XIX tardío, precisamente mientras la globalización de la organización política y económica y el flujo global de cultura estaban alcanzando un nivel sin precedentes, el urgimiento por organizar la vida social en términos de fronteras rígidas, identidades nacionales y categorías culturales esencialista igualmente alcanzo su pico […] Ninguna era puso tanto énfasis en la autonomía o en la capacidad de la idea de nación para definir identidades colectivas a gran escala. Pero lo hizo precisamente cuando y en parte porque el mundo se estaba convirtiendo pronunciadamente internacional. En esto podría hallarse una lección para la presente era, cuando la aceleración de los procesos globales de la acumulación del capital, la rápida transferencia global de la tecnología, el casi instantáneo esparcimiento de los productos culturales y las enormes olas de migración llevan a muchos a imaginas que el Estado-nación vaya a desvanecerse rápidamente en las sombras de la historia [13:20].

Es importante considerar que la dimensión del trasfondo sobre la que se desarrolla la experiencia social es la que visibiliza las categorías en las que tal experiencia es vivenciada y pensada. En este sentido, solo dentro de un marco globalizado y definido por su envergadura internacional pueden las naciones convertirse en referencias centrales de la identidad individual. El hecho de que, como Billig señala, las formas ordinarias de hablar y pensar incorporen pautas que ratifican continuamente la nacionalidad como dato fundamental de la vida cotidiana es una realidad posibilitada por el hecho de que la “experiencia mediática” de los individuos contemporáneos ha llegado a tener una dimensión global. Solo sobre el trasfondo de un telón de nacionalidades diversas puede tener sentido que “nuestro” lugar en el mundo este asegurado por la pertenencia nacional. En una observación muy aguda —basada en la experiencia tecnológica y comunicacional de principios del siglo XX— Otto Bauer señalaba ya el espíritu básico de este razonamiento del siguiente modo:

Mientras el individuo conoce únicamente otros miembros de su propia nación estará consciente solo de las diferencias y no de las similitudes entre él y ellos […]. Solo cuando me familiarizo con pueblos extranjeros me hago consciente del hecho de que estos pueblos son extraños (strangers) mientras yo estoy ligado a todos aquellos con los que he interactuado hasta ahora y con millones de otros por el vinculo de la membresía en la nación. El conocimiento de lo foráneo es una precondición de toda conciencia nacional […]. La [actual] diseminación de la conciencia nacional es esencialmente producto de nuestra era capitalista que, con su riqueza de interacción sin precedentes, ha traído las naciones a un contacto tan cercano que, nadie que beba de la cultura de su nación, puede permanecer completamente ignorante de las otras naciones [12:119-21].

La mundialización comunicacional generada por el desarrollo de los media ha llegado a incorporar en la experiencia mediática de cada sujeto un marco de información que lo remite constantemente al plano global. Solo cuando este horizonte de experiencia ha adquirido tal envergadura —la internacional— la nacionalidad se convierte en la carta de identidad relevante para el individuo. Esto explica por qué, en momentos de conflicto entre países o de competencia deportiva internacional, la conciencia nacional se manifiesta de un modo especialmente exacerbado. El hecho de que el marco usual de experiencia simbólica tenga una dimensión global también permite comprender la razón de que, como Billig postula, incluso en momentos ordinarios marcados por la poca efusividad nacionalista la identidad nacional moldee las formas usuales de hablar y pensar.

El autor de Nacionalismo banal trabaja con cierto detenimiento esta observación del modo en que el lenguaje y el pensamiento cotidiano conjugan la dimensión universal y el marco particularista de la nación bajo el signo de la racionalidad y el sentido común:

En los estereotipos más mundanales y banales del discurso político contemporáneo, la voz de la razón universal acompaña a la voz del autobombo nacional […] Además de imaginarnos ‘nosotros mismos’ y a ‘los extranjeros’, el nacionalismo comporta imaginar un contexto o un orden internacional […] De este modo, la nación moderna no va a la guerra simplemente por intereses particulares, sino que afirma estar actuando en interés de ‘todas las naciones’, o del orden universal de naciones [7:152-3].

Por supuesto, uno debe entender que, siendo la experiencia social contemporánea un conjunto abigarrado no constantemente determinado en primer plano por la dimensión global, muchas veces la identidad nacional permanece latente, moldeando de un modo elemental los usos discursivos regulares, pero no definiendo el contenido mismo del discurso. De tal forma, a pesar de que el horizonte de la nacionalidad defina transversalmente el habla y el pensamiento modernos[10], su latencia o actualidad depende de un proceso continuo y dinámico de contextualización de la experiencia. Esta es una idea importante a la hora de intentar complejizar la imagen del nacionalismo planteada por Billig.  Así, autores como Brubaker (y otros) [16] han tratado justamente de llamar la atención sobre la necesidad de preguntarse cuándo la identidad nacional es traída a primer plano. Por otra parte, en su reflexión crítica sobre la teoría de Billig, Michael Skey [17] ha visto conveniente pensar sobre el modo en que los nacionalismos banales pueden “encenderse” o, por el contrario, los nacionalismos acalorados “banalizarse”.

Ahora bien, queda claro que la conciencia nacional es un proceso constante que, históricamente, se desarrolla pari passu con los procesos de globalización informática y económica. Sin embargo, la idea de que solo el trasfondo internacional —llevado a la experiencia constante de cada individuo por la omnipresencia de los media—puede visibilizar a las naciones como piezas clave del “juego” de la política, la economía o la cultura global, a pesar de proporcionar una base para el entendimiento de la persistencia contemporánea del nacionalismo es insuficiente por sí sola. La misma debe ser complementada con un estudio específico del rol que en el surgimiento tanto de la identidad nacional como del orden internacional han tenido los gestores políticos principales de la modernidad: los Estados modernos. Tal reflexión, además, debe tratar de explicar no solo la capacidad de imposición ideológica de los aparatos estatales, sino también la agencia popular tanto en la absorción, como en la transformación y promoción creativa de los símbolos nacionales.

Como ya en 1946 advertía Hans Kohn, “el nacionalismo es impensable antes de la emergencia del Estado moderno en el periodo que va del siglo XVI al siglo XVIII” [18:4]. El autor alemán, por supuesto, se refiere a la constitución moderna del aparato político centralizado que se dio, en Occidente, bajo el signo de las monarquías absolutas. En esa misma línea de pensamiento, Hannah Arendt explica que “mientras la conciencia de la nacionalidad constituye una evolución relativamente reciente, la estructura del Estado deriva de siglos de monarquía y de despotismo ilustrado” [19:198]. Por otro lado, Ernest Gellner [20], Eric Hobsbawm [15] o Charles Tilly (y otros) [21] han estudiado extensamente las formas en que el sentimiento nacional fue impulsado con el propósito de reforzar el proyecto de poder soberano y centralizado típico de la modernidad.

Es interesante notar que las potencialidades crecientes de una comunicación mundial fueron canalizadas por los aparatos estatales —tanto en el periodo absolutista como republicano o constitucional— para alcanzar un grado sin precedentes de homogeneidad cultural. Esto fue así porque, como de un modo algo esquemático Karl Renner ha apuntado, la continuidad entre “una” nación y “un” Estado reduce al mínimo las asperezas sociales, maximizando las posibilidades de ejercicio del poder [cfr. 22: 291-292]. Esto supone el desarrollo complejo de una cultura general en la que participan todos los miembros de cada nación. Los dos sistemas principales a través de los cuales el Estado logra esta gestión cultural son el sistema de educación nacional y el sistema de comunicaciones [18:74]:

El mantenimiento de este tipo de cultura, inevitablemente desarrollada (por ser alfabetizada), requiere la protección de un Estado, de un agente —o más bien conjunto de agentes— que mantenga el orden centralizado y que pueda reunir y dispensar los recursos necesarios tanto para sustentar una cultura desarrollada como para asegurar su difusión a toda la población, un logro inconcebible y que ni siquiera se planteó en el mundo preindustrial [18: 180][11].

De esta forma, a la omnipresencia de una experiencia mediática globalizada que brinda un marco constante de “visibilidad” a las unidades nacionales como elementos de un “mundo de naciones” se suma el hecho de que parte del flujo de información que alimenta la vivencia social es canalizada por los Estados para inhabituar ciertas nociones e ideas fundamentales en su población. Estos dos elementos juntos explican mejor la reproducción continua del nacionalismo como una figura central persistente de nuestro tiempo. Esta centralidad, como se ha visto, puede no hallarse en primer plano todo el tiempo, pero incluso cuando no se explicita continúa moldeando el “sentido común” del hombre contemporáneo.

Falta, sin embargo, para completar el cuadro explicativo del sostenimiento moderno de la identidad nacional, la consideración de un tercer factor: la agencia popular. Si bien el papel del Estado en la construcción del sentimiento y la conciencia nacional no puede ser discutido, la imagen de una manipulación ideológica unidireccional que asume la adopción irreflexiva de los mensajes por parte de la masa de individuos ha sido ya ampliamente discutida y superada[12]. La identidad nacional no es un mensaje estático que se transmite de modo “pulcro” entre un sistema de emisión y una pluralidad de receptores. Estos destinatarios del mensaje poseen una capacidad de agencia que les permite problematizar, negociar y transformar los símbolos de la nacionalidad de las maneras más diversas y en relación con los contextos de “uso” de tal identidad [25:17]. A esto, además, debe sumarse el hecho de que la creciente expansión de los medios de comunicación ha hecho imposible para el Estado controlar el flujo de información, mensajes y transformaciones diversas que se operan constantemente en el horizonte de la nacionalidad. Como Tim Edensor ha advertido:

No hay duda de que, históricamente, hubo, en primera instancia, intentos de formular un cuerpo codificado de conocimientos nacionales […] Sin embargo, una vez que la nación se estableció como una entidad de sentido común bajo las condiciones de la modernidad, los mass media y los medios para desarrollar y tramitar la cultura popular se expanden dramáticamente y escapan ampliamente al manejo del Estado, siendo transmitidos a través de redes comerciales y marcos más informales [25:4].

Ante esta constatación, la interrogante que debe surgir es la de por qué, a pesar de hacerlo en diferentes formas y de modos usualmente fragmentados, los colectivos populares tienden a formar “lo nacional” como una referencia continua y central de su experiencia social cotidiana. Para responder a esta última pregunta es posible acudir, aun si solo brevemente, a algunos apuntes que  han desarrollado su reflexión en el ámbito de la filosofía. Para llegar a ellos, sin embargo, es importante recordar un punto que había sido anotado en la primera sección del trabajo: la atomización social que la articulación entre capitalismo y medios de comunicación favorecía. Tal valoración, por supuesto, no aspiraba a tener un estatuto descriptivo absoluto sino únicamente a llamar la atención sobre una característica básica del mundo moderno: el carácter mayoritariamente autorreferencial de las actividades regulares de cada individuo[13].

Este carácter aislado del sujeto moderno —que se halla además ampliamente reafirmado por las posibilidades de comunicación instantánea brindada por los media— no impide, por supuesto, su participación en los más diversos marcos sociales. Sin embargo, lo fundamental es que, en la medida en que la mayoría de los espacios de sociabilidad contemporáneos tienen un fin distinto de la socialización misma, se hallan usualmente articulados a un horizonte general marcado por las dinámicas de producción y consumo que tienen como fundamento último la necesidad vital del yo. En este sentido, una reunión social con amigos, por ejemplo, disminuye como esfera de socialización —y gana como esfera personal de descanso (y consumo)— en tanto que requiere cumplir principalmente con la condición de proporcionarme un descanso de las preocupaciones del trabajo. Este tipo de relativización constante de toda actividad a las necesidades “laborales” del individuo es típicamente moderna.

Ahora bien, si la atomización y las rutinas de labor y consumo son —en diversos grados particulares— dos tendencias dominantes de las sociedades actuales, la forma en que se piensa el dato comunitario está naturalmente impregnada de este individualismo. Por ello, la tendencia autorreferencial y consumista del sujeto en su vida cotidiana tiene como contrapunto una comprensión unitaria y voluntarista de la comunidad a la que se pertenece. Tal correlato ha sido adecuadamente planteado por varios autores desde diferentes perspectivas. Roberto Esposito, por ejemplo, ha puesto en evidencia la incapacidad de las diferentes filosofías políticas modernas para pensar la comunidad fuera del marco distorsionador de la subjetividad:

Lo que en verdad une a todas estas concepciones es el presupuesto no meditado de que la comunidad es una «propiedad» de los sujetos que une: un atributo, una determinación, un predicado que los califica como pertenecientes al mismo conjunto. O inclusive una «sustancia» producida por su unión. En todo caso, se concibe a la comunidad como una cualidad que se agrega a su naturaleza de sujetos, haciéndolos también sujetos de comunidad: Más sujetos [26: 22-3].

Si en la anterior sección se había considerado que el carácter “imaginario” de la comunidad proporciona una forma de pertenencia colectiva que no se sostiene sobre interacciones concretas, la constatación de que el lenguaje político moderno posee un sesgo radicalmente subjetivista permite explicar la tendencia popular a imaginar la comunidad como homogénea y unitaria. Tal tendencia es el resultado de la forma en que los individuos —marcados por la atomización— conciben un marco comunal a partir de las limitaciones de su experiencia subjetiva. Como Calhoun entiende: “Las naciones son comúnmente entendidas, ellas mismas, como individuos, tanto en el sentido literal de ser indivisibles como en el metafórico de ser seres singulares moviéndose a través de la historia […] No es un accidente que la noción moderna de nación surja a la par de las ideas modernas del “yo puntual” o del individuo. Ambas se conjugan mutuamente” [13:44-5].

Es cierto —claro estᗠque el argumento en favor del correlato entre la unicidad sin fisuras del individuo y la representación total de la nación podría explicar la preferencia por cualquier otro tipo de comunidad no nacional, pero una de las formas principales en las que se manifiesta esta identificación es en la coincidencia entre las nociones de voluntad y soberanía. Como hace ya tiempo reconocía J.T. Delos: “La autonomía de la voluntad se aplica al Estado como se aplica al individuo. La ley que dicta el Estado es la expresión de su voluntad; ella es autónoma y su autonomía se llama soberanía, porque no hay, encima de ella, otra voluntad imperante” [27: 25].

Ninguna otra unidad más que el Estado-nación moderno posee, actualmente, algo que, como la soberanía, apele de un modo tan cabal a la identificación entre el individuo y la representación que este hace de su comunidad subjetivada. Por supuesto, esta es una línea de interpretación que no carece de problemas, pero, al menos de modo tentativo, apunta a una explicación que pueda dar cuenta de la preferencia popular moderna por una comunidad que se imagina siempre como unitaria, autónoma y soberana.

 

4. CONCLUSIONES 

El enfoque central del trabajo ha sido complementar algunas de las reflexiones teóricas que, en las últimas décadas, han tratado de explicar el complejo fenómeno de las naciones (y la identidad nacional) con una valoración específica del modo en que el desarrollo de los medios de comunicación masiva ha transformado la experiencia social moderna. En este sentido, ha quedado claro que el formato principalmente “imaginario” de las comunidades nacionales está indisolublemente ligado a la forma en que la influencia creciente de la comunicación ha “mediatizado” la experiencia individual (y social) arrancándola de su contexto de espacio y tiempo concreto. Esta “experiencia mediática”, además —y como Anderson de un modo muy atento ha identificado— define condiciones de comunalidad que se hallan más allá del contenido de los mensajes emitidos y arraigan, más bien, en las dinámicas colectivas de consumo creadas en la modernidad por los mercados nacionales. El ejercicio del consumo y de la imaginación constante otorgan, además, un sello de atomización y de concentración en el yo que es particularmente significativo en la experiencia moderna.

Por otra parte, se ha constatado que la dimensión “nacional” de la rutina imaginada o del publico co-consumidor representado por cada individuo no tiene su origen en una economía primariamente nacional sino más bien en una compleja articulación de factores. Tres de ellos han sido considerados como centrales en la segunda sección del trabajo.

El primero es la creciente dimensión global de la información que otorga un trasfondo a la experiencia social sobre el que los actores obvios de un mundo internacional son las naciones. El segundo es la influencia ejercida por los Estados-nación para canalizar y distribuir la información a modo de inhabituar ciertas nociones y símbolos primariamente nacionales en la población. El tercero, por último, es la agencia popular en la construcción de la identidad nacional, misma que se ha explicado a partir del correlato emocional entre el individuo moderno —en su situación de aislamiento y autorreferencia— y la nación subjetivada—en su magnífica homogeneidad y completitud—, entre la voluntad como experiencia subjetiva y la soberanía como dato político.

 

5. BIBLIOGRAFÍA 

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[4] B. Anderson, “Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo”, Fondo de Cultura Económica: México, 1993.

 [5] M. Antonsich y M. Skey (Eds.), “Everyday Nationhood. Theorizing Culture, Identity and Belonging after Banal Nationalism”, Palgrave Macmillan: London, 2017.

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[7] M. Billig, “Nacionalismo banal”, Capitán Swing: España. 2014.

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[17] M. Skey, “The national in everyday life: A critical engagement with Michael Billig’s thesis of Banal Nationalism” en Sociological Review, May 2009.

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[23] E. Hobsbawm y T. Ranger (Eds.), “La invención de la tradición”, Crítica: Barcelona, 1983.

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[25] T. Edensor, “National Identity, Popular Culture and Everyday Life”, Berg: New York, 2002.           [ Links ]

[26] R. Esposito, “Communitas. Origen y destino de la comunidad”, Amorrurtu: Buenos Aires, 2003.          [ Links ]

[27] J.T. Delos, “La nation”, Editions de l’arbre : Montreal, 1944.        [ Links ]

[1] Para el presente texto, entendemos a la modernidad desde una perspectiva clásica, como los modos de vida y organización social que emergió en Europa desde el siglo XVII, que luego influyó al mundo entero [1: 1]. Pero considerando lo que Benedict Anderson propuso, que no todo lo relevante de la modernidad ocurrió exclusivamente en el viejo continente [2: 13].

[2] Solo para citar algunos de los estudios característicos de este enfoque se puede mencionar: Die Nationalitatenfrage Und Die Sozialdemokratie de Otto Bauer (1907), National States and National Minorities de R.A, Macartney (1934); The Idea of Nationalism de Hans Kohn (1946); y Nationalism de Elie Kedourie (1960).  

[3] Como refieren Antonsich y Skey, “después de un vasto y rico trabajo académico explorando ‘qué’ y ‘cuándo’ era una nación, el giro discursivo trajo la atención hacia el ‘cómo’ de la nación, esto es, hacia las formas en que las naciones son discursivamente narradas y reproducidas” [5: 2].

[4] Las cursivas son propias.

[5] En la próxima sección se explicará por qué la dimensión prioritaria de la comunidad imaginada continúa siendo la nacional en una época radicalmente globalizada.

[6] Sobre el crecimiento del público lector y sus efectos en las “formas” de los bienes simbólicos revísese [1: 87-91]

[7] Los efectos nocivos de esta conversión parcial de la comunicación en elemento de consumo para la política han sido estudiados tanto por Habermas como por Arendt en [9] y [10] respectivamente.

[8] Con este concepto Thompson designa los bienes destinados al mercado que pertenecen a la esfera de la industria mediática (comunicacional) y, por ende, obtienen su valor principal por el hecho de ser portadores de “formas simbólicas” cfr. [1:40].

[9] Las cursivas son propias.

[10] En esta misma línea, Calhoun, apoyándose en Foucault, ha postulado al nacionalismo como una “formación discursiva” (discursive formation), es decir, como “una forma de hablar que da forma a nuestra conciencia” [11:3].

[11] En el mismo sentido, Hobsbawm ha notado que los Estados, en el periodo posrevolucionario (fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX), emplearon “la maquinaria, que era cada vez más poderosa, para comunicarse con sus habitantes, sobre todo las escuelas primarias, con el objeto de propagar la imagen y la herencia de la «nación» e inculcar apego a ella y unirlo todo al país y la bandera, a menudo «inventando tradiciones» o incluso naciones para tal fin” [15:100]. Sobre el punto del papel del Estado en la construcción de la tradición nacional también puede revisarse el texto clásico de Hobsbawm y Ranger en [23].              

[12] A propósito de la crítica a esta forma de enfocar el problema de la transmisión de la comunicación puede revisarse, por ejemplo, los textos de Denis McQuail [24] o Dominique Wolton [11].

[13] Por tales “actividades” deben entenderse aquí aquellos ejercicios desplegados por los sujetos en la reproducción de su vida biológica. Estos son, indudablemente, los actos que han ganado una prioridad acrecentada en el mundo secular-capitalista. Sobre este punto, puede revisarse la particular conceptualización antropológico-filosófica de la condición del hombre moderno desarrollada por Hannah Arendt en [10]. 

 

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