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Oikos Polis

versión impresa ISSN 2521-960Xversión On-line ISSN 2415-2250

Oikos Polis v.5 n.2 Santa Cruz de la Sierra dic. 2020

 

ARTÍCULOS

 

El sustrato cultural del feminicidio

 

The cultural substratum of femicide

 

 

Simón Pedro Izcara Palacios ρ
ρ
Universidad Autónoma de Tamaulipas. México. Correo electrónico: sizcara@uat.edu.mx
Recepción: 26/07/2020       Aceptación: 18/10/2020

 

 


Resumen

El feminicidio es un crimen por razón de género. Este artículo tiene como objetivo examinar el sustrato cultural que perpetúa en la psique masculina una inclinación feminicida, que no es posible reprimir ni erradicar por medio de leyes más punitivas. Se concluye que el sustrato cultural del feminicidio puede rastrearse en las franjas meridional y septentrional del Mediterráneo, donde la expresión de la cultura violenta del honor fue sublimada en la violencia contra las mujeres. Las grandes religiones del Mediterráneo no erradicaron los códigos morales de los pueblos mediterráneos, sino que los incorporaron a su credo, de modo que la expansión del cristianismo y del islam supuso la mundialización de la cultura mediterránea.

Palabras claves: Feminicidio, cultura mediterránea, honor, suicidio, mujer.


Abstract

Femicide is a crime based on gender. This article aims to examine the cultural substratum that perpetuate in the male psyche a femicidal inclination, which cannot be suppressed or eradicated through more punitive laws. It is concluded that the cultural basis of femicide can be traced back to the southern and northern borders of the Mediterranean, where the expression of the violent culture of honor was sublimated into violence against women. The great religions of the Mediterranean did not eradicate the moral codes of the Mediterranean peoples, but incorporated them into their creed, so that the expansion of Christianity and Islam conduced to the globalization of the Mediterranean culture.

Keywords: Femicide, Mediterranean culture, honor, suicide, woman.


 

 

INTRODUCCIÓN

Más de cuatro quintas partes de las víctimas de homicidio en el mundo son hombres. Sin embargo, mientras los homicidios de hombres se producen casi siempre fuera del ámbito familiar, los homicidios de mujeres aparecen concentrados de modo desmesurado dentro del entorno doméstico. Casi tres quintas partes (58%) de los homicidios de mujeres son cometidos por un hombre unido a la víctima por una relación sentimental (34%) o por una relación de parentesco por consanguinidad (24%). Como contraste, menos de una décima parte (8%) de los homicidios de hombres son perpetrados dentro del entorno doméstico/familiar (UNODC, 2019). Es decir, mientras los homicidios de hombres son perpetrados por extraños, las mujeres son asesinadas por hombres que conocen, y que se encuentran en su entorno más inmediato. Las mujeres son asesinadas por los hombres en quienes más confían y que deberían protegerlas. Este carácter doméstico del feminicidio incrementa la probabilidad de que quede impune (Marcuello Servós, 2016: 969).

El feminicidio es un crimen por razón de género, que ha sido definido como "el homicidio de mujeres por el solo hecho de ser mujeres" (Naciones Unidas, 2006: 33). Por lo tanto, no todos los homicidios de mujeres pueden ser clasificados como feminicidios. Este concepto incluye elementos abiertos a la interpretación (UNODC, 2019: 8), de modo que no existe una metodología que permita identificar de modo claro y preciso este delito.

El feminicidio es un crimen cultural amparado por códigos patriarcales de moralidad característicos de sociedades teocráticas donde delito y pecado son equivalentes. A modo de ejemplo, Tocqueville (2005: 60 y 61) relata un juicio fechado el 1 de mayo de 1660 en Nueva Haven contra una joven acusada de haberse dejado dar un beso, y concluye que el Código de Leyes de 1650 del Estado de Connecticut (similar al Código Penal adoptado en 1648 en Massachusetts) está inspirado en textos sagrados, y tiene como objetivo mantener el orden moral a través del sometimiento de todos los pecados a la censura del magistrado. Actualmente, algunas sociedades (principalmente los países de Oriente Medio y el norte de África) se rigen por códigos similares a los de las colonias americanas en el siglo XVII (Corradi et al., 2016: 982). En este tipo de sociedades los crímenes de género reciben sentencias leves o no se persiguen (Nasrullah et al., 2009: 196; Cohan, 2010: 215; Chesler, 2010: 3; Alsabti, 2020: 461; Naciones Unidas, 2006: 112). Históricamente los crímenes donde los varones recurren a la violencia extrema para controlar la sexualidad femenina, categorizados como crímenes pasionales, tendieron a ser excusados por dos circunstancias: i./ La naturaleza del perpetrador, que se parecía más al hombre convencional que a un criminal nato (Aguilar Ruiz, 2018: 47), lo que limitaba la probabilidad de reincidencia, y ii./ El estado de conciencia del victimario, alterado por los celos o el desengaño (Nuñez Cetina, 2015: 31; Caffaro et al., 2014). Sin embargo, en las últimas décadas el avance del feminismo ha logrado erosionar y deslegitimar los valores patriarcales. Como consecuencia, se ha producido una tendencia a nivel mundial encaminada, bien a adoptar una legislación específica para criminalizar el feminicidio creando una nueva figura delictiva, o bien a ampliar la definición de homicidio a través de la inclusión de elementos de género, lo cual resulta en un incremento de la severidad de las penas (UNODC, 2014: 2; Firat et al., 2016: 2). El primer modelo ha sido aplicado en India y Latinoamérica. En 1986 India criminalizó las "muertes de dote" (Jain y Raj, 2020: 4362), y a partir de 2007 dieciocho países latinoamericanos adoptaron una legislación específica para criminalizar el feminicidio. Un elemento común en la definición legal de este delito en Latinoamérica es el asesinato perpetrado dentro de la esfera doméstica por la pareja y los familiares de la víctima. Fuera de la esfera familiar se incluyen los asesinatos caracterizados por la violencia sexual, la tortura o la brutalidad (UNODC, 2019: 47 y 48).

Los feminicidios constituyen una reminiscencia de culturas ancestrales patriarcales donde los hombres utilizan todo tipo de medios y estrategias para quitar la voz a la mujer, subordinarla y fijar su rol en la sociedad (Khatib, et al., 2020: 3). En ninguna de las sociedades actuales se ha borrado la herrumbre de las citadas costumbres y usos patriarcales, por eso no existen países ni sociedades donde no se cometan feminicidios. Europa y Asia presentan la ratio más baja de asesinatos de mujeres por sus parejas o familiares, mientras que África presenta una ratio hasta cuatro veces más elevada (UNODC, 2019: 10). El registro sistemático de feminicidios en las sociedades donde los rasgos culturales patriarcales son más débiles o parecen estar erradicados, indica que la cultura feminicida presenta un arraigo profundo en la psique masculina. La pérdida de control de los varones ante la conducta femenina está tan presente en las naciones occidentales como en las sociedades más tradicionales; aunque la falta de apoyo comunitario a estas conductas violentas en el primer grupo de sociedades (Hayes et al., 2018: 73) posiblemente sea uno de los factores explicativos de un menor número de feminicidios en estos países. En los últimos años una actividad legislativa incesante, con penas más severas, y un creciente número de campañas de concientización y educación sobre la violencia de género, no han tenido un efecto visible en la evolución del número de feminicidios a nivel mundial. Las estadísticas de feminicidios recopiladas mensualmente, tanto en sociedades tradicionales como en otras más avanzadas, no reflejan ninguna tendencia de descenso de la violencia machista. La línea dibujada por las mismas es plana o ascendente.

Este artículo tiene como objetivo examinar el sustrato cultural que perpetúa en la psique masculina una inclinación feminicida, que no es posible reprimir ni erradicar por medio de leyes más punitivas. En primer lugar, ser realiza un esbozo metodológico. Más adelante se ejemplifica la historia legendaria del feminicidio de la romana Virginia. A continuación, se analiza el feminicidio en el área cultural mediterránea. Finalmente, se examina el paralelismo entre el feminicidio y el crimen de honor.

 

2. EXCURSUS METODOLÓGICO

Este texto es un ejercicio teórico no sustentado en un trabajo empírico, que busca ofrecer respuestas a por qué la violencia feminicida no se ha erradicado en países con una avanzada agenda de género, y por qué un incremento de la severidad de las penas no se traduce en un descenso de los feminicidios. Este constructo teórico se aparta del campo extenso de los estudios feministas de la masculinidad y retoma la herencia de estudios antropológicos de la Universidad de Oxford que se retrotrae al siglo XIX, y que los alumnos de Evans-Pritchard renuevan en las décadas del cincuenta y sesenta en sus proyectos doctorales a través de la sustitución de la voz de los clásicos grecolatinos por una inmersión profunda en el trabajo de campo en una lengua distinta a la materna. A este grupo de Oxford se unirían las voces de Pierre Bourdieu y de Julio Caro Baroja. Ninguno de los dos estuvo relacionado académicamente con la Universidad de Oxford, pero participaron activamente a mediados de los sesenta en seminarios realizados en esta institución.

La literatura feminista ha escudriñado la etiología de la violencia feminicida en la opresión que sufren las mujeres en las sociedades patriarcales debido a la desigual distribución de poder entre hombres y mujeres, y concluye que el feminicidio es una herramienta usada por los hombres para controlar a las mujeres (Weil y Kuota, 2017; Corradi et al., 2016: 979; Fernández, 2012: 64). El feminismo mainstream ha sustentado la lucha contra la violencia de género en una filosofía del castigo cuyo instrumento es el Código Penal (Varela, 2019: 237). A modo de ejemplo, en España el Ministerio de Igualdad, creado en 2008, centró su actividad en desarrollar una batería de leyes que incidían especialmente en la lucha contra la violencia de género (Varela, 2019: 235). Sin embargo, si se examinan los datos estadísticos disponibles sobre violencia feminicida en España a lo largo de las dos últimas décadas, puede apreciarse que estos no solo no se han movido un ápice, sino que se suceden año tras año con una regularidad comparable al movimiento de un reloj suizo. Cada semana los medios de comunicación reportan una nueva víctima de feminicidio; de modo que el número de semanas en que se divide un año podría tomarse como elemento predictor de la cifra de feminicidios registrados anualmente.

El constructo teórico elaborado en este artículo aparece anclado en el axioma que contempla la violencia como la principal seña de identidad y valor fundacional, primordial y primigenio de todas las culturas patriarcales. Un análisis de contenido de las grandes epopeyas edificadas por las culturas patriarcales permite concluir que la violencia es un valor más apreciado que la paz, de modo que la guerra se presenta siempre como el oficio y ejercicio más excelso y sublime. Según el Mahabharata, la Iliada o la Torah, el estado de santidad puede alcanzarse de dos modos: a través de una vida pacífica o por medio de la violencia. La primera vía es ardua y poco confiable, como se desprende del periplo de Yudhisthira, el único de los Pandava que no perece en el camino al Vaikuntha, o paraíso de Visnu (Dumézil, 2016: 81). Por el contrario, la vía de la violencia es segura y confiable, como lo muestran los ejemplos de Aquiles, de los 100 hijos de Dhrtarastra, etc.

La paz es un elemento que corroe los cimientos del patriarcado. En periodos de paz el patriarcado tiene que reinventarse para sobrevivir. En Japón el patriarcado se reinventó durante la Pax Tokugawa con la sublimación de la violencia asesina en el arte del seppuku (Hurst, 1990). Asimismo, en el Mediterráneo el patriarcado sobrevivió tanto a la Pax previa al colapso del bronce tardío, como a la Pax Romana, a través de la sublimación de la violencia guerrera en el feminicidio (Ikegami, 2012: 323). El feminicidio y el seppuku permitieron mantener viva la llama de la violencia patriarcal en tiempos de paz en el Mediterráneo y en Japón respectivamente. En este sentido, la tesis expuesta en este artículo se asienta en el postulado de que el feminicidio es un producto de la paz en un contexto geográfico específico: el Mediterráneo. Por lo tanto, la génesis del feminicidio es rastreada en una particular evolución histórica del patriarcado en este estrecho marco geográfico.

La principal limitación de este ejercicio teórico es la inexistencia de un contraste con datos empíricos de la tesis sostenida en este artículo.

 

3. EL EJEMPLO PARADIGMÁTICO DEL FEMENICIDIO DE VIRGINIA

La primera referencia del término feminicidio aparece en el libro de John Corry titulado "A satirical view of London at the commencement of the nineteenth century". Este libro aparece citado por diferentes autores (Zara y Gino, 2018: 3; Tuesta y Mujica, 2015: 3; Karbeyaz et al., 2018: 56) como la primera obra en la que el término "femicidio" 21 es utilizado para significar el asesinato de una mujer. Sin embargo, en esta obra Corry habla de homicidio de mujeres en sentido metafórico. Quien es asesinada es la virtud femenina. El término "femicide" hace referencia a una pérdida de la virginidad de mujeres jóvenes londinenses que son seducidas por solteros opulentos que no desean casarse. Corry (1801: 55-60) define como "femicide" una clase de delito cometido en Londres por "old bachelors" o solteros acaudalados, como Lord G. o Old Q., que violando todos los principios de moralidad no se casan, para gozar de mayor libertad. Estos femicidas, a quienes Corry (1801: 58) define como "los mayores violadores de la castidad femenina", que armados con la respetabilidad de su rango y el peso de su cartera, seducen en pleno día a mujeres jóvenes a quienes ofrecen una suma de dinero semanal por la venta de su virtud. En paladras de Corry (1801: 60) el femicidio constituye "el asesinato más implacable", porque desposee de su virginidad a mujeres crédulas e inocentes.

La forma como Corry define el feminicidio arroja luz para comprender la historia legendaria de Virginia, un ejemplo paradigmático de feminicidio, ya que implica el asesinato de una mujer por su padre tras perder la virtud o estar en peligro de perderla. Cuando Corry define el despojo a una mujer de la virginidad fuera del matrimonio como el asesinato más implacable, sigue una tradición milenaria que equipara perder la virtud con la pérdida de la vida. Dentro de esta tradición cultural, la forma de conducta más piadosa dicta que el varón que tiene la potestad sobre la mujer ultrajada, la despoje de la vida.

La historia legendaria de la romana Virginia constituiría un tema repetidamente abordado en español, inglés, francés e italiano por diferentes dramaturgos durante los siglos XVI al XVIII (Zucchi, 2017). Esta historia constituye el ejemplo paradigmático del asesinato feminicida. Tito Livio, Dionisio de Halicarnaso y Valerio Máximo (Walthaus, 1996: 423) constituyen las principales fuentes clásicas de la leyenda de Virginia, hija de Lucio Virginio, un respetado centurión romano, que fue secuestrada y deshonrada por Apio Claudio Craso, el líder de los decemviros, debido a que ella le rechazó porque su padre la había prometido a Lucio Icilio. La leyenda termina, como relata Tito Livio (2000: 316 y 317) en el tercer libro de su obraAb Urbe Condita, con la figura de Lucio Virginio, que empuña un cuchillo de carnicero, y lo hunde en su pecho diciéndole a su hija que esta es la única forma como puede devolverle la libertad. Virginio no encontró otra forma de rescatar a su hija y a sí mismo de la deshonra de haber sido mancillada, que cometiendo un feminicidio. El concepto del honor es el tema clave del relato; pero el honor ofendido es el del padre. Tito Livio (2000: 310) describe a Virginia como una muchacha en la flor de su juventud y belleza, educada en los altos principios morales por un padre de carácter ejemplar tanto en la casa como en el campo de batalla. Sin embargo, la voz de Virginia se encuentra siempre opacada y silenciada (Conesa Navarro, 2018: 75). Ella no opina, Tito Livio se limita a esgrimir los argumentos expresados por hombres. Virginia es una víctima pasiva que carece de agencia y no decide su destino (Walthaus, 1996: 425). El feminicidio de Virginia fue, como señala Conesa Navarro (2018: 76) "la consecuencia directa de las normas marcadas por los mores maiorum". En la sociedad patriarcal romana los "mores maiorum" o costumbres de los antepasados reducían a la mujer al ámbito doméstico. La mujer era educada para guardar silencio y acatar las decisiones masculinas (Conesa Navarro, 2018: 69).

Los personajes de Virginia y Virginio, en la obra de Tito Livio, se corresponden de modo casi exacto con los personajes de Tito Andrónico y Lavinia en la obra homónima de William Shakespeare. La tragedia Titus Andronicus, compuesta en 1594, fue la obra más exitosa de Shakespeare y la que catapultó su fama de dramaturgo. Sin embargo, esta obra es tan cruda que algunos críticos la calificaron de estúpida y falta de inspiración, hasta se cuestionó que fuese escrita por Shakespeare; otros exculparon al dramaturgo señalando que escribió esta tragedia acorde con el gusto popular por la sangre porque era joven y necesitaba dinero (Yoshino, 2009: 203 y 204). Esta tragedia narra la historia ficticia de un juego interminable de venganzas entre Tito Andrónico (general del ejército romano) y Tamora (reina de los godos). Tito Andrónico, tras regresar victorioso a Roma, después de diez años de guerra contra los godos, trae a Tamora y sus tres hijos como prisioneros. Siguiendo los ritos sagrados, sacrifica a Alarbo, el primogénito de Tamora. Paradójicamente, ésta se convierte en emperatriz de Roma, tras ser desposada por el emperador Saturnino. Aprovechándose de su nueva situación Tamora hace que sus hijos Demetrio y Quirón violen y le corten las manos y la lengua a Lavinia, hija de Tito. En represalia Tito apresa y cocina a Demetrio y Quirón, y los sirve en el banquete que prepara para el emperador Saturnino y la emperatriz Tamora. La trama final desarrollada por Shakespeare es una copia del relato de Tito Livio. El momento más dramático de la tragedia se encuentra en la tercera escena del acto quinto, cuando Tito Andrónico mata a su hija Lavinia delante del emperador y de la emperatriz. El general romano no asesina a su hija porque la odie o porque ésta hubiese cometido algún acto en su contra. Por el contrario, Lavinia era su hija más amada. A diferencia de la vida de Tito Andrónico, que había estado marcada por la violencia en el campo de batalla, él deseaba que su hija tuviese una vida pacífica. Sin embargo, como aparece reflejado en el siguiente fragmento, se vio obligado a asesinarla porque había sido violada y deshonrada. Únicamente matándola podría salvar a su hija de la vergüenza de haber sido deshonrada, ya que la honra de la mujer se encuentra en su pureza, y ésta no puede ser recuperada. Asimismo, la única forma en la que Tito Andrónico podría redimirse de la vergüenza y deshonra que había traído a la familia la violación de su hija era quitándola la vida.

"TITO: Gran emperador, contestadme a esto: Según la leyenda, ¿hizo bien el fogoso Virginio en matar a su hija con su propia mano, porque había sido violada y deshonrada?

SATURNINO: Hizo bien, Andrónico. TITO: ¿Por qué razón, señor?

SATURNINO: Porque su hija no debía sobrevivir a su propia vergüenza y renovar sin cesar las tristezas de su padre.

TITO: Es una razón poderosa y convincente; un ejemplo, un precedente, un modelo para que yo, más desgraciado aún, haga lo mismo. ¡Muere, Lavinia, y tu vergüenza contigo! ¡Y con tu vergüenza muera también el dolor de tu padre! (Mata a LAVINIA.)" (Shakespeare s/f, 44)

Al igual que en el tercer libro de Ab Urbe Condita de Tito Livio, en el drama de Shakespeare la protagonista femenina, Lavinia, carece de voz. No puede hablar porque le cortaron la lengua (Barret, 2014: 455). Son hombres quienes hablan por ella, y quienes toman decisiones sobre su vida sin tomar en cuenta su opinión. Tanto Lavinia como Virginia son seres carentes de voz porque son mujeres. La única razón de su existencia es no manchar el honor masculino con la pérdida de su pureza. Mientras conservan la virginidad reciben la atención, el afecto y el cuidado de sus padres. Pero cuando son violadas todo está perdido, la situación se torna irreversible, y la única acción sanadora es el feminicidio.

El tema del feminicidio de Virginia vuelve a ser retomado en la segunda mitad del siglo XVI por algunos poetas españoles del siglo de oro. La "Tragedia de la muerte de Virginia y Appio Claudio" compuesta por el dramaturgo sevillano Juan de la Cueva ha sido calificada como "una reconstrucción arqueológica de la leyenda de Virginia" (Walthaus, 1996: 424; López Fonseca, 2014: 306). Sin embargo, Juan de la Cueva sí que le da voz a Virginia. La protagonista se presenta a sí misma como arquetipo de virtud (López Fonseca, 2014: 304). Sin embargo, cuando muere a manos de su padre, permanece muda, no pronuncia ninguna palabra. Es el padre quien decide que el honor de su hija tiene más valor que su vida. Otro dramaturgo español, Guillén de Castro, en la obra "Cuánto se estima el honor", vuelve a retomar el tema del feminicidio de Virginia. En la obra de Guillén de Castro, la protagonista es Celia, que es acosada por el príncipe de Sicilia, quien utiliza la misma estrategia que Apio Claudio Craso para robar su virtud. A diferencia de los personajes de Livio, Shakespeare y Juan de la Cueva, Celia es apuñalada para prevenir su deshonra, pero no muere y permanece casta (Walthaus, 1996: 427).

En las obras literarias reseñadas el personaje femenino representa el arquetipo de una cultura, la mediterránea, donde el varón es el guardián de la virtud de la mujer; de modo que en ningún momento dudará en cometer un feminicidio para evitar que pierda la virtud o que viva en la deshonra. La mujer es una figura pasiva, subordinada, y carente de habla. Son los hombres más cercanos a ella quienes deciden sobre su vida o muerte.

El feminicidio en la cultura mediterránea.

Después de la Segunda Guerra Mundial Evans-Pritchard aglutinó en la Universidad de Oxford a un grupo de estudiosos, quienes formaron un movimiento de antropología del Mediterráneo (Pitt-Rivers, 2000: 24). Este movimiento definió el Mediterráneo como un área cultural homogénea de valores compartidos, donde las variantes de las culturas islámica, cristiana y judía eran subsumidas por su unicidad histórica (Pitt-Rivers, 2000: 31; Lisón Tolosana, 1997: 325). Un tema recurrente en los trabajos de estos académicos fue el honor (Pitt-Rivers, 2000: 25). El honor fue definido como el aspecto cultural más idiosincrásico de las márgenes cristiana y musulmana del mediterráneo (Pitt-Rivers, 1979: 11), así como la piedra angular del sistema de valores de las culturas del mediterráneo (Bourdieu, 1965: 208; Peristiany y Pitt-Rivers, 2005: 3). El honor es un atributo masculino (Pitt-Rivers, 1979: 45). Sin embargo, en el Mediterráneo el honor masculino aparece enraizado en "la pureza sexual de su madre, esposa e hijas, y hermanas" (Pitt-Rivers, 1965: 45). A diferencia de las culturas de raíz confuciana, donde la mujer ocupa un lugar secundario y subordinado22, en el Mediterráneo, la mujer, aunque subyugada a la autoridad del varón (Pitt-Rivers, 1979: 174), ocupa un lugar más preeminente que éste. La mujer es el objeto más sagrado y la reverencia de su santidad constituye el cimiento de la preservación del honor familiar (Pitt-Rivers, 1979: 179; Zeid, 1965: 253; Bourdieu, 1965: 224). El elemento más distintivo de la cultura mediterránea es el otorgamiento de la más alta estima a la pureza de la mujer (Pitt-Rivers, 1997: 243).

El término honor se deriva del latín "honos", que designa el coraje en la guerra (Pitt-Rivers, 1999: 235). Tener honor significa etimológicamente no acobardarse en el campo de batalla, y su referente son los servicios de defensa armada (Maravall, 1979: 76). El héroe que muere empuñando sus armas es recordado por los poetas que transmiten sus hazañas de generación en generación; de este modo, el honor de los vivos se nutre de sus ancestros muertos (Zeid, 1965: 251). Las culturas Mediterránea y japonesa presentan una conceptualización muy similar del honor, que aparece asociado a la violencia, y su epifanía son las hazañas logradas en el campo de batalla. En ambas culturas el honor es más preciado que la vida, ya que mientras la última tiene un fin, el honor pervive después de la muerte. Tanto en Japón como en el Mediterráneo morir en el campo de batalla es preferible a una vida pacífica. Un agudizado sentido de vergüenza, el logro de la fama (ganarse un buen nombre) como fin último del existir y el desdeño por la vida son características compartidas por estas dos culturas. Los héroes de la Iliada, Aquiles y Hector, buscan la muerte en el campo de batalla para alcanzar la fama que les permita perdurar en la memoria (Homero, 2001: 267), y así alcanzar un estatus semi-divino reservado únicamente a los héroes (Brunhara, 2016: 8; Werner, 2018: 115). En Japón el sistema ético denominado "bushido", establecido a finales del siglo XII por el shogun Yoritomo, se caracterizaba por la exaltación de la guerra y la aversión a la paz, y se erguía sobre la creencia de que las altas virtudes y facultades humanas solo podían cultivarse en la guerra y se corrompían con la paz (Nitobe, 2001: 9). En ambas culturas ser acusado de cobardía constituía el mayor oprobio. El honor es la máxima virtud masculina, pero también la más frágil; de modo que no puede sobrevivir cuando se instaura la paz. Para el varón la vida solo se hace soportable durante periodos de paz si se sublima la guerra. En Japón la guerra se sublimó en la violencia hacia uno mismo (el seppuku), mientras que en el Mediterráneo se sublimó en la violencia hacia la mujer (el feminicidio). La diferente forma de sublimar la muerte en el campo de batalla determina que en Japón la tasa de suicidios sea extraordinariamente elevada (Dhungel et al., 2019), mientras que la violencia doméstica y el feminicidio son menos frecuentes (Maekoya, 2019). Por el contrario, en los países de tradición mediterránea las tasas de feminicidios son elevadas mientras los suicidios son menos frecuentes (Chishti et al., 2003: 109).

Los shogunatos Kamakura y Muromachi sumieron a Japón en cuatro siglos (desde finales del siglo XII hasta finales del siglo XVI) de continuos enfrentamientos militares, lo que proporcionó una tierra fértil para el cultivo del honor. Sin embargo, el shogunato Tokugawa inició un periodo de paz que duró más de dos siglos y medio (desde inicios del siglo XVII hasta comienzos del último tercio del siglo XIX). La paz es un terreno estéril donde el honor no puede enraizarse. Por lo tanto, la llegada de la paz generó una gran frustración en la clase guerrera (Ikegami, 2012: 272). Para sofocar el espíritu guerrero de la clase samurai, el shogun Ieyasu dio al principio kenka ryoseibai (literalmente, igual castigo para los dos involucrados en una riña) el estatus de ley general común. A partir del siglo XVII las partes involucradas en cualquier tipo de conflicto serían ejecutadas de modo inmediato, de modo que únicamente la pasividad e inacción ante cualquier afrenta evitaría que la persona fuese ejecutada (Ikegami, 2012: 186). Después del siglo XVII, al quedar prohibida toda expresión de la cultura violenta del honor, la clase samurai solo tendría un modo de conservar su honor, que consistiría en un continuo entrenamiento para la práctica del junshi, consistente en cometer seppuku (suicidarse cortándose el abdomen) tras la muerte de su señor (Ikegami, 2012: 288). El honor perdido en tiempos de paz podría recuperarse cometiendo seppuku (Nitobe, 2001: 114).

En el Mediterráneo el escenario más propicio para que los varones demuestren su coraje es a través de la defensa violenta de la pureza de la mujer (Pitt-Rivers, 1965: 46). Herodoto (2011: 3), cuya obra rastrea la etiología de las guerras entre griegos y bárbaros, presenta las guerras y conquistas en el Mediterráneo como batallas para defender la virtud femenina, y señala que su origen obedece a la venganza por el robo de mujeres. A diferencia de otras culturas, como la japonesa, donde el honor es un atributo autónomo del individuo (Ikegami, 2012: 39), en el Mediterráneo es un atributo de carácter colectivo (Pitt-Rivers, 1997: 230). En Japón el honor dependía exclusivamente de la conducta del varón. La virtud femenina representaba un elemento menor en el esquema de la cultura del honor (Ikegami, 2012: 323). A modo de ejemplo, en el Kojiki, un texto semi-mitológico del siglo octavo sobre la historia de Japón, el sexo no estaba censurado, de modo que ni siquiera aparece un término para designar la virginidad (Tonomura, 2007: 354). Como contraste, en el Mediterráneo el hombre no es autónomo; no depende se sí mismo para conservar su honor. El honor masculino aparece inextricablemente ligado a la honra o vergüenza sexual de la mujer (López Baralt, 1992: 227; Peristiany, 1965: 182; Cohan, 2010: 185; Hayes et al., 2018: 72; Dogan, 2020: 129).

En el Mediterráneo las acciones del varón no constituyen el único (como en Japón) ni el principal parámetro de su honor. El honor es una cualidad hereditaria procedente de la pureza de la madre (Pitt-Rivers, 1965: 52; Campbell, 1965: 146; Sev'er y Yurdakul, 2001, 973). Los nacidos de una madre impura carecen de él. En el área cultural mediterránea la pérdida del honor es más grave que la pérdida de la vida (Caro Baroja, 1965: 85; Dogan, 2020: 131), ya que el honor es más valioso que la propia vida (Bourdieu, 1965: 204; Zeid, 1965: 258), y el honor perdido solo puede ser restaurado con la muerte (Peristiany, 1965: 189). Por lo tanto, la preservación de la pureza de las mujeres con quienes se encuentran emparentados los varones constituye el principal quehacer de los últimos (Pitt-Rivers, 1979: 48; Alsabti, 2020: 457).

La conducta del varón puede conducir a una pérdida o incremento del honor (Zeid, 1965: 246). Como contraste, la preservación del honor depende de la honra, vergüenza sexual o castidad de las mujeres (Campbell, 1965: 146; Zeid, 1965: 256). Si la hija, la esposa o la madre pierden su honra, el honor masculino queda cortado de raíz, y ya no podrá ser recuperado. Como consecuencia, en el Mediterráneo la violación constituye una ofensa más grave que el homicidio (Zeid, 1965: 256). Esto hace que los varones se vean obligados a defender con una violencia inusitada la virtud de las mujeres con quienes están emparentados (Campbell, 1965: 144; Pitt-Rivers, 1961: 115 y 1997: 231), y explica el elevado número de feminicidios en los países de tradición cristiana o musulmana. Los hombres matan a las mujeres que amenazan su honor, porque perder el honor es peor que perder la vida (Dogan, 2020: 141). El victimario cree que su acto violento restaurará el honor familiar (Hayes et al., 2018: 71). El padre que mata a una hija sin virtud es elogiado por la comunidad por su conducta ejemplar (Bourdieu, 1965: 209). Además, existe una presión comunitaria para que se restaure el honor familiar asesinando a la mujer responsable de la deshonra (Dogan, 2020: 128). Por lo tanto, no resulta infrecuente que la mujer que escapa con un extraño y consiente a un acto sexual, o es violada, sea asesinada por sus parientes (Zeid, 1965: 254; Khatib, et al., 2020: 3).

El honor masculino es positivo y activo, requiere realizar hazañas (Pitt-Rivers, 1965: 53). Por el contrario, la honra de la mujer es negativa y pasiva, consiste en evitar el daño a una reputación (Pitt-Rivers, 1965: 42; Pitt-Rivers, 1999: 240; Peristiany, 1965: 184). La honra o vergüenza femenina no puede ganarse, solo puede perderse (Pitt-Rivers, 1965: 69; Campbell, 1965: 146; Cohan, 2010: 186). Las hazañas de los hombres acrecientan el honor de la familia; pero solo las mujeres transmiten la pureza inmaculada del mismo. No importa cuán alto sea el honor de una familia, si la mujer pierde su virtud, el honor familiar se resquebraja. Por lo tanto, a la mujer se le exige pureza sexual.

Sin embargo, la conducta sexual del varón tiene poca relevancia (Pitt-Rivers, 1961: 117). A éste únicamente se le exige que esté preparado para defender con coraje la virtud de la mujer (Pitt-Rivers, 1999: 236; Zeid, 1965: 256; Alsabti, 2020: 459).

En el área cultural mediterránea la mujer constituye un objeto precioso que los varones de la familia están obligados a guardar y proteger. La conducta de los varones no es tan importante como la de la mujer (Firat et al., 2016: 3). El deshonor masculino acarreado por una conducta impropia puede ser revertido (Cohan, 2010: 183). Sin embargo, la deshonra femenina es indeleble y mancha a la familia de modo permanente. Como consecuencia, la mujer es instada a permanecer confinada dentro de la casa, en ocupaciones domésticas, para poder ser vigilada de cerca e impedir que empañe el honor del marido (Lisón Tolosana, 1997: 327). Como señala Pitt-Rivers (1961: 11) "las mujeres se quedan todo el tiempo en el pueblo, mientras que la mayor parte de los hombres deben salir para trabajar". Hestia, la diosa virgen, ocupaba un lugar preeminente en el panteón olímpico. Era la única de los grandes olímpicos reverenciada por Zeus. Hestia, la deidad más benigna, recta y caritativa, nunca abandonaba el monte Olimpo. Por ello, era reverenciada como la guardiana del oíkos, el hogar doméstico (Graves, 1985: 89), que en el mundo griego significaba permanencia y enraizamiento. Por el contrario, estar fuera del oíkos, el exilio, que era la forma punitiva predominante en la Grecia arcaica (Foucault, 2016: 22), significaba vivir sin raíces y pasar a la condición de esclavo. Por lo tanto, la mujer, como guardiana del hogar doméstico, ocupa el lugar más preciado en la cultura mediterránea (Pitt-Rivers, 1961: 121). Es protegida con ahínco para evitar que se manche, porque su reclusión constituye la única garantía del honor familiar.

La principal función del hombre es permanecer siempre vigilante para preservar la santidad de la mujer (Zeid, 1965: 253). Sobre la mujer siempre recae la sospecha de ser mala por naturaleza y presentar una predisposición natural al pecado (Campbell, 1965: 156; Bourdieu, 1965: 227). Este pecado es su sexualidad. La mujer es guardada en el lugar más recóndito de la casa (Bourdieu, 1965: 219; Zeid, 1965: 254), donde se oculta su atractivo sexual. Tanto el islam como el cristianismo aparecen permeados por la desconfianza en la irrefrenable sexualidad de la mujer. La interpretación coránica del deseo sexual atribuye nueve partes a la mujer y una al hombre (Sev'er y Yurdakul, 2001: 973). Asimismo, el principal manual inquisitorial contra las brujas presentaba a las mujeres como seres incapaces de moderación, que alcanzaban los abismos más profundos del vicio (Kramer y Sprenger, 2016: 115). En este texto se describe a la mujer como un animal imperfecto, formado de una costilla curva, y se subraya que "todo ello se demuestra por la etimología del nombre, pues fémina proviene de fe y minus, débil para mantener y conservar la fe" (Kramer y Sprenger, 2016: 115). De aquí se deduce que cualquier tipo de conducta sexual contraria a la moral sea incitada por la mujer, de modo que el hombre siempre aparece como víctima de la lujuria de la primera. Para Maravall (1979: 67) el empeño por controlar la sexualidad de la mujer obedece al intento de los varones por impedir que esta adquiera el mando social "a través del atractivo de sus recursos sexuales". Así, si se anula y estigmatiza el capital erótico de la mujer, la única forma de capital donde esta aventaja al hombre (Hakim, 2014), se evita que la mujer ascienda a puestos de mando. Una reminiscencia de la cultura mediterránea es la asociación que hizo la psiquiatría estadounidense a mediados de siglo XX entre hijos autistas y madres dominantes (Scull, 2019: 353). Al marido, al padre, al hermano o al hijo les corresponde escrutar lo que hace la mujer en cada momento, ya que cualquier conducta aparentemente inocua, como un mensaje de texto o una llamada telefónica, pueden esconder la semilla del vicio (Dogan, 2020: 135). Cuando el hombre se descuida y fracasa en esta labor de vigilancia continua, el único modo como puede enmendar su falta es matando a la mujer, ya que su honra no puede recobrarse. Como señala Alsabti (2020: 459): "el hombre tiene que guardar y proteger la virginidad de las mujeres de su familia contra cualquier incursión. Cualquier fallo de protegerlas le obliga a matar a la mujer para salvar la reputación de la familia, o ya no se le considera un hombre".

La cultura mediterránea se ha mundializado con la expansión del cristianismo y del islam. El artículo 12 de la Declaración Universal de derechos humanos, que subraya la protección contra las injerencias y ataques a la honra y reputación de la familia, constituye un claro vestigio de la cultura mediterránea ancestral. El origen de la cultura mediterránea precede al nacimiento de estas religiones (Sev'er y Yurdakul, 2001, 966; Chesler, 2010; Firat et al., 2016: 4). Sin embargo, el cristianismo y el islam son religiones proselitistas, que siempre buscaron incorporar a su credo el mayor número de conversos. Por lo tanto, para maximizar el número de fieles y agilizar las conversiones, anexaron a su credo las creencias y tradiciones de los pueblos convertidos. En Egipto, antes de la aparición del islam, los beduinos practicaban el feminicidio infantil para prevenir que al crecer pudiesen perder la virtud (Zeid, 1965: 254). Asimismo, cinco siglos antes de la primera evangelización cristiana en Grecia, Herodoto subrayaba que los griegos respondían a las afrentas contra la castidad femenina con mayor violencia que los pueblos asiáticos, y concluía que según los persas la defensa violenta de la honra de la mujer propia de los griegos es "una cosa que repugna a las reglas de la justicia; pero también es poco conforme a la cultura y civilización" (Herodoto, 2011: 3).

El feminicidio y el crimen de honor.

El crimen de honor es un asesinato planificado en el seno familiar en respuesta a la percepción de que un miembro femenino de la familia exhibió un comportamiento deshonroso a los ojos de la comunidad (Korteweg, 2012: 137; Caffaro et al., 2014; Malik y Punia, 2020: 47). El comportamiento femenino contrario al orden moral y a las buenas costumbres puede incluir elementos que van desde un rumor, hasta el adulterio o la prostitución (Dogan, 2020: 135; Firat et al., 2016: 6; Sev'er y Yurdakul, 2001: 975). El aspecto central de la conducta femenina que viola el honor familiar es la percepción comunitaria. Un comportamiento oculto a la comunidad no tiene por qué ser sancionado. Es la deshonra visible a la comunidad lo que conduce a la familia a planificar un crimen de honor para lograr su reintegración social. Las víctimas de crímenes de honor no son únicamente las mujeres que trasgreden los parámetros del orden moral, también lo son las víctimas de una violación (Alsabti, 2020: 459; Sev'er y Yurdakul, 2001: 983). Lo que incita este crimen es la pérdida de la virtud femenina, no importa que sea de modo intencional o de forma involuntaria. La motivación del crimen de honor obedece exclusivamente a códigos de moralidad (Chesler, 2010: 3), que tienen como objetivo restaurar la reputación social de la familia de la víctima (Alsabti, 2020: 457; Cohan, 2010: 180).

El crimen de honor incluye cuatro elementos: 1. La aceptación de la responsabilidad por el crimen (Dogan, 2016: 69). 2. La imputación de la culpa a la víctima (Hayes et al., 2018: 71; Alsabti, 2020: 460; Nasrullah et al., 2009: 195). 3. La presión comunitaria y las normas culturales que hacen impensable combatir el deshonor acarreado por la conducta de la víctima de otro modo que no sea matándola (Dogan, 2016: 62; Firat et al., 2016: 9; Smartt, 2006: 5).

4. La planificación familiar del crimen y el apoyo de la comunidad al perpetrador (Dogan, 2020: 139; Korteweg, 2012: 145).

El crimen de honor es una especie de regalo expiatorio, característico de sociedades agrarias sedentarias, mediante el cual un individuo o un grupo ofrecen una víctima a cambio de la redención de sí mismos (Escohotado, 2008: 35). El artífice del crimen no huye ni se esconde. Él mismo se entrega a las autoridades inmediatamente después de cometer el asesinato (Firat et al., 2016: 6), y cuando no lo hace, pide a una persona cercana que le denuncie ante la policía (Dogan, 2016: 69). El victimario no huye porque no se avergüenza del acto cometido. El crimen tiene el propósito de restituir un orden moral perturbado. Por lo tanto, el artífice del crimen no se considera culpable. Si huyese él mismo se inculparía, lo que eliminaría el valor de su acto. La culpa recae sobre la víctima, cuya muerte sirve para expiar la impureza con la que se manchó a sí misma y a su grupo de pertenencia (Hayes et al., 2018: 71; Smartt, 2006: 6). El homicidio es una falta que no condona la religión que profesa el victimario (Alsabti, 2020: 460; Korteweg, 2012: 144), pero constituye un medio de redención. Por lo tanto, el delito cometido constituye un mal menor en comparación con el precio a pagar por no actuar. Para el victimario es preferible la muerte de una persona al sufrimiento de toda la familia por la vergüenza y desgracia que trajo la conducta de la víctima (Hayes et al., 2018: 71; Alsabti, 2020: 460). Si la victima siguiese viva y nadie hubiese cometido el asesinato ritual, la familia y la comunidad sufriría la vergüenza del deshonor, que es peor que perder la vida (Caro Baroja, 1965: 85; Bourdieu, 1965: 204; Zeid, 1965: 258; Dogan, 2020: 131). Como consecuencia, el victimario no teme responder ante la divinidad el día del juicio final, ya que su pecado palidece en comparación con el logro. Como señala Dogan (2016: 70) acerca de los perpetradores: "inmediatamente después del asesinato ellos se sintieron aliviados, porque se quitaron un peso de sus espaldas". Frente a la situación tensa experimentada antes de cometer el crimen, tras este acto el perpetrador siente alivio porque demostró tener el valor necesario para cometer un acto honorable.

El perpetrador no obra solo. El crimen de honor no es la obra de un actor solitario, sino de la comunidad que empuja al perpetrador a cometer el crimen para quedar purificada (Sev'er y Yurdakul, 2001: 987; Cohan, 2010: 180). El propio victimario es una víctima designada por la familia para perpetrar el crimen en respuesta a la presión comunitaria (Korteweg, 2012: 145). Por lo tanto, cuando el victimario reconoce su crimen y es encarcelado, lejos de sufrir de ostracismo, recibe el apoyo tanto de su familia (Korteweg, 2012: 153) como de la comunidad, que contempla el crimen no solo como un acto heroico, sino también como la máxima manifestación de una conducta moral intachable. Durante su tiempo en la cárcel los asesinos son tratados como héroes (Sev'er y Yurdakul, 2001, 987). Dogan (2020: 139) narra el caso de un joven de 23 años que fue encarcelado por matricidio. Su madre era prostituta, y esto ocasionó que sus paisanos dejasen de hablarle, le insultasen y cuestionasen su honor. Sus familiares le aconsejaron matar a su madre para poder recuperar su identidad social y salir del escenario de muerte social donde estaba inmerso. Cuando cometió el matricidio, sus paisanos le visitaban en la cárcel, le escribían y le enviaban dinero. Más adelante, cuando le dieron permiso para visitar su localidad, fue recibido como una celebridad, incluso personas que no conocía se acercaban a él para felicitarle. Entre las clases bajas el rechazo o la indiferencia de la comunidad puede conducir a una familia a morir de hambre (Nuñez Cetina, 2015: 37) o a ver amenazado su medio de supervivencia económica (Korteweg, 2012: 146). Por lo tanto, la recuperación del honor es literalmente una cuestión de vida o muerte. En este contexto, el feminicidio es un acto racional en el que la familia sacrifica a uno de sus miembros para salvaguardar el bienestar económico de los demás.

Existe una pluralidad de definiciones de feminicidio emanadas de diferentes enfoques legales y sociológicos (UNODC, 2019: 23). Sin embargo, existe un elemento común a todas estas definiciones: la imputación de las muertes violentas de mujeres a un hombre unido a la víctima por una relación sentimental, afectiva, de parentesco por consanguinidad, matrimonio, concubinato o sociedad de convivencia, noviazgo u otra relación de hecho o amistad. Como ha señalado la UNODC (2019: 8) "es claro que los homicidios cometidos por la pareja íntima o un familiar cubren la mayor parte de los asesinatos categorizados como 'feminicidio'". Por lo tanto, puede establecerse cierto paralelismo entre el feminicidio y el crimen de honor.

Algunos autores argumentan que el crimen de honor es diferente de la violencia de género feminicida que afecta a las sociedades occidentales, porque esta última no es condonada ni suscitada por la familia ni la comunidad (Chesler, 2010; Smartt, 2006: 5). Además, el crimen de honor se considera específico de las culturas islámicas, aunque también puede encontrarse en otras religiones y culturas (Dogan, 2020: 130). Como contraste, otros autores establecen una ligazón entre el feminicidio y el crimen de honor (Sev'er y Yurdakul, 2001: 985; Korteweg, 2012: 143). Hayes et al. (2018: 86) concluyen que "los asesinatos de honor son curiosamente una cepa de los homicidios por violencia doméstica". Asimismo, Naciones Unidas (2012: 4) utiliza los términos crimen de honor y feminicidio como sinónimos. El feminicidio no puede limitarse a la esfera doméstica. En países con altas tasas de criminalidad debido a la presencia del crimen organizado trasnacional, como es el caso de México, la tasa de feminicidios cometidos fuera del ámbito doméstico/familiar es más elevada (OCNF, 2018: 36-40). Sin embargo, muchos países reducen el feminicidio al ámbito familiar, o su legislación lo sitúa en un primer momento en el ámbito familiar y más adelante esta legislación es enmendada para incluir ámbitos extra-domésticos. Este es el caso de Costa Rica, que en 2007 definió el feminicidio como el asesinato de una mujer por su pareja actual o anterior, y más tarde introdujo el término "feminicidio ampliado" para incluir otros asesinatos por razón de género (UNODC, 2019:58).

En sociedades donde los códigos patriarcales de moralidad no son aceptados ni tolerados la violencia feminicida no obedece a la presión comunitaria, ni es apoyada ni instigada por la comunidad. Aquí el feminicidio no comporta los dos últimos elementos del crimen de honor, pero sí los dos primeros. Además, incluye un nuevo elemento: el suicidio. El perpetrador del crimen suele aceptar la responsabilidad por el crimen porque imputa la culpa a la víctima. No es infrecuentemente que el perpetrador se traslade hasta una comisaría de policía para aceptar la responsabilidad por el crimen cometido (Nuñez Cetina, 2015: 29), portando en algunos casos el arma que le incrimina (Fernández Teruelo, 2013: 157). Este crimen aparece incitado por el cuestionamiento del modelo de dominio masculino sobre el que gravita la existencia del agresor. El perpetrador se considera víctima de la conducta de la mujer. Para el feminicida el sentido de su vida aparece cimentado en la dominación sobre la mujer. Por ello, cuando la mujer no se somete al orden moral tradicional de género y familia, el esquema de valores del agresor se desvanece (Fernández Teruelo, 2013: 154; Richards et al., 2014: 14; Nikunen, 2011: 96). Esto desencadena un proceso obsesivo intenso y una alteración cognitivo-conductual, que precipita al perpetrador en un abismo donde no encuentra otra salida que acabar con la vida de la mujer (Aguilar Ruiz, 2018: 45). A diferencia de las sociedades caracterizadas por códigos patriarcales de moralidad, donde la conducta del feminicida es respaldada por la comunidad, en las sociedades que tienden a la igualdad de género, la conducta del agresor comporta un rechazo social. En el primer tipo de sociedades la violencia feminicida produce orgullo y satisfacción en el agresor. Como contraste, en el segundo tipo de sociedades genera vergüenza, porque no es amparada ni por la familia ni por la comunidad. Este sentimiento de vergüenza conduce en muchos casos al suicidio del agresor inmediatamente después de cometer el feminicidio. El suicidio después de ser arrestado o tras haber huido es menos frecuente (Richards etal., 2014: 8;Joiner, 2014: 34). Joiner (2014: 33) narra un caso ocurrido en Las Vegas, donde un hombre que planeó un feminicidio-suicidio colocó el cadáver de su esposa en un refrigerador y después de dos años comunicó lo sucedido a la policía y se suicidó. Aunque el homicidio seguido del suicidio es infrecuente, es prevalente en los casos de feminicidio. En el contexto anglosajón Richards et al (2014: 18) subrayan que "ocurre en aproximadamente un cuarto a un tercio de todos los casos de homicidios domésticos". En países como Finlandia (Nikunen, 2011: 82) o España (Aguilar Ruiz, 2018: 46) se ha registrado una quinta parte de feminicidios que conducen al suicidio del agresor. El binomio homicidio/suicidio, o el suicidio del agresor tras una muerte violenta, se produce principalmente en sociedades que cuestionan el orden moral tradicional, casi siempre en el contexto de la violencia feminicida (Koziol-McLain et al., 2006; Messing y Campbell, 2019).

 

Conclusión.

El feminicidio constituye la forma más irracional de crimen. Los homicidios pueden tener un carácter instrumental o expresivo. Los primeros son premeditados y buscan obtener un beneficio económico o de otro tipo, mientras que los segundos están dirigidos contra alguien que cometió una afrenta contra el perpetrador. El feminicidio es un crimen expresivo mediado por el afecto, no por el odio. Las víctimas de los feminicidios son generalmente mujeres unidas a los perpetradores por lazos de afecto. Este tipo de homicidio está enraizado en sustratos culturales profundamente arraigados en la psique masculina. Como contraste, el androcidio perpetrado por una mujer unida sentimentalmente a la víctima no presenta una base cultural, tiene un carácter más instrumental y su frecuencia es muy baja (Giorgi Guarnieri, 2019).

Las sociedades actuales han experimentado cambios legislativos que han impulsado la igualdad de género. Sin embargo, estos cambios han tenido un impacto limitado en la reducción de la violencia de género. Los datos estadísticos disponibles apuntan hacia un crecimiento de la violencia feminicida, y no existen elementos que permitan deducir que en el futuro se revertirá esta tendencia.

El sustrato cultural de la violencia feminicida puede rastrearse en las franjas meridional y septentrional del Mediterráneo, donde la expresión de la cultura violenta del honor fue sublimada en la violencia contra las mujeres. Las grandes religiones del Mediterráneo no erradicaron los códigos morales de estos pueblos, sino que los incorporaron a su credo, de modo que la expansión del cristianismo y del islam por todos los rincones del planeta supuso la mundialización de la cultura mediterránea. Esto explica que en las franjas meridional y oriental del Mediterráneo se registren las tasas más altas de feminicidios a nivel mundial, y que la violencia feminicida sea instigada por la comunidad. En la franja septentrional del Mediterráneo las tasas de feminicidios son más bajas debido a que los códigos patriarcales de moralidad han sido confrontados por el avance del feminismo.

El honor en su sentido más prístino significa no acobardarse en el campo de batalla. Por lo tanto, constituye la materia prima de la que fueron construidas las naciones, ya que sus límites territoriales resultaron de la victoria en una guerra, que cada país rememora todos los años durante la celebración de una fiesta nacional. Asimismo, los himnos nacionales, cuyo aprendizaje memorístico forma parte de la educación escolar, suelen simbolizar la quintaesencia de la violencia patriarcal. No tener honor conduce a la esclavitud o a vagar sin raíces, ya que los hombres que se acobardan en el campo de batalla son expulsados de su tierra y reducidos a la esclavitud por hombres valerosos que conquistan sus territorios. La sublimación de la expresión del honor masculino en el Mediterráneo en la violencia feminicida, y la dispersión mundial de las culturas mediterráneas, explica la extensión del feminicidio.

Los códigos patriarcales de moralidad ya no son imperantes en las sociedades actuales. Sin embargo, la herrumbre de estos códigos constituye una herencia del pasado que permanece indeleble en la psique masculina. La reminiscencia de la cultura mediterránea hace que muchos hombres encuentren sentido a su vida en el mantenimiento del orden moral tradicional de género cimentado en la dominación del varón sobre la mujer. Cuando la mujer transgrede este orden el hombre pierde el control, su reacción es violenta, y en casos extremos el desenlace es fatal.

Las cifras tan altas de suicidios del agresor tras un feminicidio en las sociedades occidentales aparecen explicadas por la escisión entre los principios morales de sociedades que persiguen la igualdad de género y los códigos patriarcales que permanecen indelebles en la psique masculina. En sociedades regidas por códigos patriarcales los feminicidas son elogiados por la comunidad, que celebra su conducta ejemplar. Por el contrario, en las sociedades occidentales la comunidad reprueba la conducta feminicida. El homicidio de mujeres ya no es justificable como un ejercicio de protección de la honra y reputación de la familia. Como consecuencia, muchos de los perpetradores de feminicidios no encuentran otra salida que el suicidio.

La violencia feminicida no puede quedar impune. Pero, la apuesta feminista por una filosofía del castigo como solución para suprimir la violencia de género no solo es errada, sino que reproduce patrones patriarcales de violencia. El feminicidio no puede atacarse con penas más duras porque es un acto cultural expresivo inscrito en la psique masculina. El Código Penal únicamente es efectivo para combatir crímenes instrumentales premeditados. La violencia feminicida es el producto de un aprendizaje que tiene lugar en el entorno familiar, en las interacciones con el grupo de pares y en el entorno escolar. El propósito de la educación escolarizada es formar ciudadanos orgullosos de pertenecer a una nación específica. Esto se logra con la exaltación de los valores guerreros patriarcales fundantes de la nación. Un análisis comparativo de temáticas paralelas abordadas en los libros de texto que estudian los niños japoneses y coreanos (Barnard, 2003), israelíes y palestinos (Peled Elhanan, 2012), egipcios y argelinos (Brand, 2014), españoles y mexicanos, etc., permite concluir que la ausencia de prejuicios o la búsqueda de la verdad y la objetividad no constituyen la meta del currículo académico. La educación para la paz es el mecanismo más eficaz para combatir la violencia de origen cultural. Por lo tanto, la eliminación en los libros de texto de la propaganda que ensalza el espíritu nacional podría contribuir más a la erradicación de la violencia feminicida que las leyes que contemplan penas más duras.

 

NOTAS

21 Los términos femicidio y feminicidio son sinónimos. En español el vocablo feminicidio es más frecuente que el término femicidio. Como contraste, en inglés sucede lo contrario, femicide es un término de uso más común que el vocablo feminicide.

22 Según la tradición confuciana la función de la mujer se reduce a servir y ser controlada por el varón. Un esposo que no tiene valor es incapaz de controlar a su esposa. Asimismo, una mujer que carece de valor no puede servir a su esposo. La esencia del orden natural de las cosas es la capacidad del hombre para controlar a la mujer, y la predisposición de la mujer para servir al varón (Littlejohn, 2011: 77).

 

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