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Revista Jurídica Derecho

versión impresa ISSN 2413-2810

Rev. Jur. Der. vol.12 no.19 La Paz dic. 2023

 

ARTÍCULOS

 

Una aproximación crítica
al pensamiento jurídico de Kant

 

 

Erick San Miguel Rodríguez1
1Docente titular de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la UMSA.
Correo electrónico: ericksanmiguel@yahoo.com.ar

Presentado el 30 de septiembre de 2023     Aceptado el 10 de octubre de 2023

 

 


Resumen

La reflexión jurídica en la filosofía de Kant ocupa una parte importante de su extensa obra. Para comprenderla es necesario que sea estudiada en relación con su filosofía moral, de la historia, e inclusive, de la religión. Pero, a pesar del rigor y el estilo de este gran pensador del siglo XVIII, se destacan algunas inconsistencias, contradicciones, y omisiones que han sido advertidas por algunos autores. Estas contradicciones, o antagonismos o aporías, como a su turno han llamado diferentes estudiosos, se encuentran en distintos capítulos de su doctrina del derecho y, como hemos señalado, de otras obras de este gran pensador.

Palabras clave: derecho, libertad, deber, facultad de constreñir, progreso.


Abstract

La reflexión jurídica en la filosofía de Kant ocupa una parte importante de su extensa obra. Para comprenderla es necesario que sea estudiada en relación con su filosofía moral, de la historia, e inclusive, de la religión. Pero, a pesar del rigor y el estilo de este gran pensador del siglo XVIII, se destacan algunas inconsistencias, contradicciones, y omisiones que han sido advertidas por algunos autores. Estas contradicciones, o antagonismos o aporías, como a su turno han llamado diferentes estudiosos, se encuentran en distintos capítulos de su doctrina del derecho y, como hemos señalado, de otras obras de este gran pensador.

Keywords: law, freeedom, duty, power to constrain, progress.


 

 

1. Introducción

Immanuel Kant (Königsberg, 1724 -1824) es considerado uno de los pensadores más influyentes del mundo moderno. Su filosofía abarca desde el conocimiento hasta la estética. Él mismo dijo que su sistema se dividía en tres ciencias, bajo el mismo esquema que los antiguos griegos: física, ética y lógica. En la segunda parte lo que él llamaba las leyes de la libertad, que comprendían tanto una parte ética como otra parte jurídica. A su reflexión sobre el derecho le llamo teoría del derecho (Rechtslehre), en un tiempo en que la expresión “filosofía del derecho” todavía no se había acuñado, hecho que acontecerá recién en el siglo XXI, cuando Hegel publique sus Principios de la filosofía del derecho.

En el presente artículo vamos a exponer sus ideas jurídicas, pero también sus contradicciones, a veces implícitas y otras explícitas, a veces conscientes y otras inconscientes, que aparecen en su teoría. Uno de los más grandes conocedores de la vida y obra de este filósofo, Ernst Cassirer, dice que la vida de Kant ha sido todo coherencia y previsibilidad. Es cierto, pero lo que no significa que en su pensamiento no se encuentren vacíos, pero sobre todo ambigüedades, que unos llaman aporías (Deggau), otros, paradojas (Abarca), antagonismos (Bobbio) e inclusive antinomias (Cerroni), utilizando el propio lenguaje kantiano, que denominó así a las contradicciones insalvables tanto en la Crítica de la razón pura, como en la Crítica de la razón práctica.

Para entender su pensamiento jurídico no hemos recurrido solamente a Metafísica de las costumbres, texto por excelencia donde se ocupa del derecho, sino también a otros escritos sobre filosofía moral, filosofía de la historia e, inclusive, filosofía de la religión, ya que de su lectura emergen elementos que complementan unas veces, y que contradicen en otras, a su teoría del derecho. Esta revisión ha mostrado que, lejos de constituir la filosofía jurídica kantiana un aspecto tangencial en su vasta obra, se constituye en realidad en uno de los aspectos centrales en el corpus de este pensador.

Las ideas de Kant han sido objeto de numerosos estudios desde distintas perspectivas. Pero dado el extenso desarrollo de su pensamiento jurídico, y partiendo de interesantes observaciones o sugerencias de algunos autores que aparecen citados en la bibliografía, se ha intentado un análisis crítico sobre algunos aspectos de su obra. Como se ha dicho anteriormente, este análisis aborda, inevitablemente, aspectos de su filosofía política y de su filosofía de la historia.

 

2. Métodos

Para el presente trabajo se ha revisado la extensa obra de Immanuel Kant donde aborda reflexiones sobre el derecho, pero también algunas que son parte de su filosofía moral, de su filosofía política e inclusive de su filosofía de la religión, en la medida en que tienen relación o incidencia para comprender sus ideas jurídicas. Tratándose de uno de los filósofos más estudiados en las distintas áreas de su producción, se ha recurrido también al trabajo de expertos en sus ideas jurídicas, en particular a Cassirer, Goyard-Fabre, Cerroni y Bobbio.

 

3. El derecho ¿garantiza la libertad o la restringe?

En la parte final de la Crítica de la razón práctica se puede leer el siguiente párrafo con un aire poético, bastante extraño en el estilo kantiano: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí” (1994: 197), apareciendo así contrapuestas la naturaleza y la moral; la necesidad y la libertad; el mundo sensible y el mundo inteligible; la ley natural y la ley positiva. Esta contraposición no es, en absoluto, original en el pensamiento de este filósofo, sino más bien producto de la maduración de las ideas de los siglos XVII y XVIII. Se podría decir que se encuentra presente sobre todo en Spinoza y en Montesquieu. Más allá de su seductora prosa, lo que interesa resaltar de la conclusión de este libro, es que el hombre se desenvuelve en dos planos: como parte de la naturaleza (animal) y como parte de una vida social regulada por el derecho (racional). En el primer ámbito sigue su instinto y es presa de las leyes naturales; pero en el segundo aflora su característica de ser libre, esto es de agente racional, que se da sus propias leyes, y que tiene él mismo la posibilidad de cumplirlas o no cumplirlas.

La noción de libertad es un concepto puro de la razón - nos dice - entendida de una forma negativa, como la propiedad de no estar forzados a obrar por ningún fundamento sensible de determinación (1994: 33). Este concepto es esencial para comprender su noción de derecho, ya que lo define como el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de cada uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad (1994: 39). Asimismo, permite comprender las diferentes esferas que rigen la conducta humana: moral y jurídica, las cuales no se distinguen por los deberes, que son los mismos, sino por el móvil que liga subjetivamente con la representación de la ley el fundamento de la determinación del arbitrio. Atendiendo a ésta, la legislación es ética si hace de una acción un deber; pero es jurídica si admite como móvil algo distinto de la misma idea del deber. Por eso a la esfera de la legalidad (derecho) le interesa sólo la concordancia o discrepancia de una acción con la ley; pero a la esfera de la moralidad (ética) le interesará siempre que el deber sea el móvil de la acción. Entonces debe quedar claro que la libertad se rige por leyes, llamadas por ello “leyes de la libertad” o leyes morales, diferentes de las leyes de la naturaleza, y que comprenden tanto a las leyes éticas como a las jurídicas.

Esto implica que el derecho es el ámbito de las acciones externas, las cuales deben ser conformes al deber, y, en particular, no deben causar daño ni perjuicio a la libertad de otro, que se expresa en el siguiente imperativo, llamado principio general del derecho: “Obra externamente de tal modo que el uso libre de tu arbitrio pueda coexistir con la libertad de cada uno según una ley universal”.

Esta construcción de las características esenciales del fenómeno jurídico, se completa con una nota determinante: la facultad de coaccionar. Dado que todo lo contrario al derecho es concebido como un obstáculo a la libertad, y, la coacción un obstáculo a la libertad (1994: 40), si un determinado uso de la libertad se convierte en un obstáculo de la libertad, la coacción que se le opone concuerda con libertad según leyes universales. La facultad de coaccionar está tan ligada al derecho que en realidad se los puede equiparar: “derecho y facultad de coaccionar, significan pues, una y la misma cosa” (1994: 42). A tal punto están identificados, que si el derecho no está acompañado de esta facultad no es derecho en sentido estricto (ius strictum).

La tensión entre la libertad y el derecho es una ecuación difícil de resolver, de armonizar, ya que éste si bien garantiza el ejercicio de la libertad, a su vez se constituye en un refreno. En Idea de una historia universal en sentido cosmopolita expone con más claridad esta tensión. La sociedad debe compaginar la máxima libertad con la más exacta determinación de los límites de esta libertad, para que sea compatible con la libertad de cada cual. Es, en realidad, una tarea que la naturaleza le ha encomendado: que el hombre construya una sociedad en la que libertad bajo leyes exteriores se encuentre unida con el poder irresistible, lo cual constituye una constitución civil perfectamente justa (1994: 49). En otro lugar de su obra dirá de manera expresa que “el derecho es la limitación de la libertad de cada uno” (1994: 26). Esta limitación - insiste - se llama coacción; estando los hombres libres bajo leyes coactivas en una constitución civil. En De la relación entre teoría y práctica en el derecho político afirma que el estado civil se funda en los siguientes principios a priori: la libertad, la igualdad y la independencia. Y aquí la definición de la libertad tiene una connotación más política, ya que la entiende como el hecho de que nadie puede obligar a otro a ser feliz a su modo; sino que es lícito que cada uno busque la felicidad por el camino que mejor le parezca, a sola condición que no causa perjuicio a la libertad de los demás. Lo contrario sería, pues, un gobierno paternalista.

En realidad, prevalece una opinión negativa, ya que piensa que el hombre tiende a abusar de su libertad y por lo tanto requiere un refreno; “el hombre es un animal que, cuando vive entre sus congéneres, necesita de un señor” (1994: 50). La concepción del hombre de Kant es más bien negativa, a pesar de la admiración que le produce la ley moral. El hombre tiene una egoísta inclinación animal, está hecho de una madera retorcida que impide tener nada derecho; y peor aún, su naturaleza es tan perversa - sostiene en Sobre la paz perpetua - que también la causa admiración que “la palabra derecho no haya sido aún expulsada de la política guerra por pedante y arbitraria” (1982: 109).

En todo caso se debe matizar la concepción kantiana de la libertad expresada en la Metafísica de las costumbres, ya que en otro lugar de su obra (Crítica de la razón pura) aparece como una antinomia u oposición de las ideas trascendentales, en la que a la tesis que admite una causalidad por libertad se opone la antítesis en la que no hay libertad alguna, ya que todo acontece según leyes de la naturaleza. Y también de un cierto determinismo, cuando reconoce que la Naturaleza tiene una suerte de plan secreto y que el desarrollo de la razón es un hecho inevitable.

 

4.    El hombre no debe ser un medio, excepto...

En la famosa novela epistolar Julia o la nueva Eloísa Rousseau dice que “El hombre es un ser demasiado noble para deber servir simplemente de instrumento de otros, y que no se le debe emplear solo en lo que es conveniente para los otros sin consultar también con lo que conviene a él mismo. Nunca está permitido deteriorar un alma humana en beneficio de otras” (2005: libro V, carta 2). Esta idea inspiró una vez más al filósofo de Königsberg, para coronar su teoría moral, que exige que las acciones se realicen no por intenciones egoístas o en razón de propósitos ulteriores, sino por deber.

En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres Kant afirma que sólo la buena voluntad puede llamarse buena sin restricciones, y que no es buena por lo que realice, ni siquiera por su aptitud para alcanzar algún determinado fin propuesto, sino “sólo por el querer, es decir, en sí misma” (2016: 55), lo que le otorga un carácter muchísimo más valioso. No tiene ningún contenido moral si se hace algo por temor a la sanción, por miedo, por esperar una recompensa, por conmiseración, vanidad, por sentirse bien, por encontrar la felicidad. La razón tiene como destino verdadero producir una voluntad buena, no como medio sino como buena en sí misma (2016: 57). El fundamento determinante de la voluntad es sólo la representación de la ley en sí misma.

Cuando ilustra con algunos ejemplos esta concepción, se refiere al suicidio como la salida que encuentra una persona frente a una situación insoportable y dolorosa, pero al destruirse a sí mismo está haciendo uso de su persona como simple medio para conservar una situación tolerable hasta el fin de la vida. Es entonces que concluye: “El hombre no es una cosa ni es algo, pues, que pueda usarse como simple medio, sino que debe ser considerado en todas las acciones, como un fin en sí” (2016: 107). Remata, de este modo, su concepción de que las acciones sólo tienen valor moral si acontecen por deber, no por inclinaciones egoístas o por miedo, siendo la instrumentalización de otro ser humano la expresión más extrema del alejamiento de una acción que pretende ser moral.

Esta idea recorrerá toda su obra. Así, en Comienzo presunto de la historia humana,donde señala que considerar al hombre como un fin y no poder ser utilizado como mero medio para los fines de otros, radica el fundamento de la ilimitada igualdad de los seres humanos (1994: 76). Y en la Metafísica de las costumbres este principio se convierte en un deber jurídico, cuando señala que la honestidad afirma el propio valor como hombre en la relación con otro; este deber se expresa en la proposición. “No te conviertas en un simple medio para los demás, sino sé para ellos a la vez un fin” (1994: 47). Es decir, no solamente condena la instrumentalización que un hombre hace de otro, sino que exige que cada uno no se convierta en instrumento para otro y sea siempre un fin en sí mismo. En el capítulo dedicado al derecho penal, esta idea vuelve a aparecer en ocasión de la pena, la cual no puede concebirse nunca como un medio para fomentar otro bien, sino que se impone sólo porque se ha delinquido, “porque el hombre nunca puede ser manejado como medio para los propósitos de otro ni confundido entre los objetos del derecho real” (1994: 166). En la segunda parte de esta obra, conocida como Doctrina o Teoría de la virtud (Tugendslehre) insiste en el hecho de que disponer de sí mismo como un simple medio para cualquier fin supone desvirtuar la humanidad en su propia persona (1994: 282).   

Sin embargo, esta exigencia desaparece en al menos tres casos, a saber: en el matrimonio, en la relación de los padres con los hijos y en la llamada sociedad doméstica. Al no ser estas relaciones ni un derecho personal ni tampoco un derecho real, Kant las denomina “derecho personal de carácter real” (auf dingliche Art), es decir, en el que su carácter es el de poseer un objeto posterior como una cosa y usarlo como una persona (1994:96).

En el matrimonio el hombre se reduce a sí mismo a la calidad de una cosa. El comercio sexual (commercium sexuale) consiste en el uso recíproco que un hombre hace de los órganos y capacidades sexuales de otro (1994: 97). Este uso es natural cuando se usa a una persona de distinto sexo; y es contranatural si se usa a una persona del mismo sexo o a un animal. Al convertirse el hombre en una cosa - sostiene Kant - contradice al derecho de la humanidad en su propia persona, pero esto es posible a condición de que la otra persona adquiere a la primera también como cosa y así “se recupera a sí misma de nuevo y reconstruye su personalidad” (1994: 99); aunque tal entrega sólo es posible y lícita si se da dentro del matrimonio. Eso justifica la igualdad de los cónyuges, por un lado, pero también, la monogamia, por otro.

La relación con los hijos tiene también características de un derecho personal de índole real, pero con ciertas particularidades que la diferencia de la relación conyugal. Por un lado, destaca el que los hijos tengan un derecho respecto a los padres de ser cuidados hasta que sean capaces de mantenerse por ellos mismos, y que los padres no pueden destruir a los hijos como si trataran de “artefactos suyos” ni como si se tratase de una propiedad; pero los hijos forman parte de lo tuyo y lo mío de sus padres (1994: 103), porque están en su posesión “como las cosas”.  

Donde también hay una relación de personas como si fueran cosas es en el ámbito de la servidumbre doméstica. La sociedad que constituye el dueño con los siervos (sociedad heril) se caracteriza por ser desigual, ya que el primero manda y los segundos obedecen: “la servidumbre pertenece entonces a lo suyo del dueño de la casa, y ciertamente, en lo que concierne a la forma le pertenece como por un derecho real” (1994: 105). Kant dice, sin embargo, que este contrato no le otorga la propiedad al dueño, dado que un contrato por el cual una persona renuncia a su entera libertad en beneficio del otro es nulo, apareciendo nuevamente la influencia del autor del Contrato social: “Decir que un hombre se da a otro gratuitamente, es afirmar una cosa absurda e inconcebible: tal acto sería ilegítimo y nulo” (2011: libro I, capítulo IV), por lo que - dice el pensador prusiano - el dueño de casa sólo puede hacer un uso, pero no un abuso de la servidumbre (1994: 105).

La moral kantiana, que aparece el grado máximo de la espiritualidad, desciende hasta la materialidad más básica, y además la justifica. Pero en este “descenso” termina justificando teóricamente relaciones humanas no fundadas en el principio de igualdad; si prescindimos de la relación “natural” entre padres e hijos, resulta de todo punto de vista inaceptable que el máximo exponente del pensamiento racionalista y uno de los teóricos del liberalismo político encuentre una justificación para la servidumbre, resabio de las relaciones feudales en la sociedad moderna.

 

5. Derecho de ocupación fundado en la fuerza

En las notas sobre el problema de la posesión de lo mío y lo tuyo exterior no se encuentra solamente una fundamentación de la propiedad privada, sino también una contradicción en el pensamiento apriorístico, ya que encontrará dicho fundamento en un hecho. Al igual que Locke, Kant cree que en el estado de naturaleza ya existía un mío y tuyo exterior, aunque de carácter provisional: “antes de la constitución civil tiene que admitirse como posible un mío y tuyo exterior” (1994: 70). Esto sólo puede ser posible por la posesión física, que entraña una presunción jurídica de poder convertirlo en jurídico al unirse con la voluntad de todos.

Pero a diferencia del filósofo inglés, quien había encontrado el fundamento de la propiedad en el trabajo, el autor de la Metafísica de las costumbres encuentra ese fundamento en un hecho: la ocupación originaria de un terreno, que está declarado libre y por tanto abierto al uso de cualquiera. Pero, como quiera que esa cualidad de la libertad del terreno implica una prohibición de que alguien se sirva de él de manera particular, se precisa una posesión común, que no puede darse sin contrato; y, para que el suelo puede ser libre mediante contrato, tiene que estar en posesión de los asociados que se prohíben recíprocamente su uso. A esto denomina “comunidad originaria del suelo”, que comprende las cosas que hay en él. Es una idea - dice - que tiene realidad objetiva y que se diferencia de la comunidad primitiva, a la cual considera una ficción (1994: 63).

Hacer derivar de esta comunidad originaria del suelo el derecho de primera posesión, solo porque una máxima un objeto del arbitrio debiera en sí sin dueño, es contraria al derecho, es una verdadera tautología, en opinión de Cerroni, dado que decir que la posesión común es en efecto la única condición que me permite excluir cualquier otro poseedor del uso particular de la cosa, significa que la posesión común es un “tener en común para dividir” (2018: 33).

Al fundamentar de este modo la posesión en el estado jurídico, parece darle la razón a la crítica mordaz que hace Rousseau al origen de la propiedad privada, cuando abre la segunda parte del Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, y la muestra como fruto de la violencia y el engaño, pero también de la candidez: “El primero al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir ‘esto es mío’ y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil” (1996: 107).

Pero la teorización no termina en este punto. A pesar de pretender encontrar el fundamento jurídico de la toma de posesión en la posesión originaria, de repente se inclina al plano moral, y dice que al principio que dice que nadie está obligado a demostrar su posesión, que se traduce en la expresión “¡Dichoso el poseedor!”, sería nada menos que un principio del derecho natural, “que instituye la primera toma de posesión como fundamento jurídico para la adquisición, en el que puede fundarse todo primer poseedor”.

Los momentos de la adquisición originaria son la aprehensión de un objeto que no pertenece a nadie; la declaración de la posesión de ese objeto; y, la apropiación como acto de la voluntad universal. El primero de estos momentos acontece en el espacio y en el tiempo, es, entonces, un hecho material; y después recién viene la declaración del acto del arbitrio y la concordancia de éste como parte de la voluntad universal y legisladora; es decir, primero acontece el hecho y en él se funda el derecho. Este aspecto no es secundario. El abandono del estado de naturaleza y el ingreso en la sociedad civil, se funda, al igual que en Locke, en la necesidad de proteger la propiedad. “Entra - señala - en una sociedad con otros, en la que a cada uno se le pueda mantener lo suyo” (1994: 47). Y si bien nada exterior es originariamente de uno, todo puede tener dueño.

 

6. ¿Está hecho el hombre para vivir en sociedad o no?

El problema de la sociabilidad humana fue el centro de las reflexiones del pensamiento político moderno. A la teoría aristotélica, que concebía al hombre como un animal social, Hobbes opuso la idea del hombre como un ser naturalmente insociable, que no está hecho para vivir en sociedad, que la naturaleza no le ha preparado para vivir en sociedad. Althusser sostiene que la pregunta sobre el origen de la sociedad se constituyó en el problema común de los filósofos del derecho natural (1992: 21).

Kant no elude el problema y lo resuelve con los mismos medios que los filósofos del derecho natural, es decir, mediante rigurosos razonamientos lógicos, y no sobre referencias empíricas. Pero en él, como ya hemos visto, aparece nuevamente un planteamiento complejo y contradictorio. No tiene una respuesta unívoca; vacila entre ambos extremos y, finalmente, nos da una solución que sorprende porque intenta amalgamar ambos extremos. Esta vez, sin embargo, a diferencia de otros asuntos, el pensador prusiano está consciente que su respuesta lleva en sí misma una contradicción.

En Antropología práctica se pregunta ¿Ha sido el hombre creado para vivir en sociedad? Y ya entonces se responde sin llegar a un punto definitivo: “El ser humano no ha sido creado para la colmena como la abeja, ni tampoco ha sido colocado en el mundo como un animal solitario” (1990: 93). En su ser - piensa - hay tanto una propensión hacia la sociedad, pero también una inclinación hacia la insociabilidad; esta dicotomía es resultado de sus necesidades, que son mayores que las de cualquier otro animal, y, la incomodidad que le significa vivir en una sociedad demasiado grande que le coarta y que le obliga a estar “ojo avizor”.

Pero es en Idea de una historia universal en sentido cosmopolita (1784), que afirmará sin ambages, que la naturaleza se sirve de un antagonismo de las disposiciones del hombre, antagonismo que consiste en la insociable sociabilidad de los hombres, que, en su criterio, consiste en “su inclinación a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza perpetuamente con disolverla” (1987: 46). La primera tendencia le lleva a entrar en sociedad, porque es donde siente que se desarrollan mejor sus disposiciones naturales; pero tiene al mismo tiempo una tendencia a aislarse, porque quiere disponer de todo a su placer sin encontrar resistencia.

Es cierto que esta caracterización es crucial para concebir la esencia del estado de naturaleza. Hobbes, que creía que el hombre es un ser insociable por naturaleza, pero además que la naturaleza humana estaba marcada por el egoísmo, la competitividad y el deseo de gloria personal, no podía sino concluir diciendo que el estado de naturaleza era un estado de guerra de todos contra todos. Rousseau, quien en su famosa carta a Malesherbes le decía que el hombre es bueno por naturaleza y que las instituciones sociales lo han corrompido, se ideaba un estado de naturaleza idílico, donde los hombres “solían reunirse delante de las cabañas o en torno a un gran árbol: el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del tiempo libre, se convirtieron en la diversión, o mejor, la ocupación de hombres y mujeres ociosos y agrupados” (1996: 112). Se podría decir que Kant - muy a pesar suyo - se encuentra al menos en este punto más cerca de Hobbes. Su concepto de la naturaleza humana es más bien negativo. En Sobre la paz perpetua afirma que la naturaleza humana es la perversidad; y en otro texto, que tiene una egoísta inclinación animal; peor aún: “con una madera tan retorcida como es el hombre no se puede obtener nada derecho” (1987: 50); este retrato se completa con la violencia y la maldad humanas de hacerse mutuamente la guerra; el hombre además de insociable es desconfiado porque en el estado de naturaleza considera un enemigo a cualquier extraño (1982: 91).

¿Es el hombre bueno o malo por naturaleza? Nuevamente vacila; plantea como posibilidad un término medio: que no sea ni bueno ni malo, o mejor aún, que sea en parte bueno y en parte malo. Cree, sin embargo, que no hay motivos para tomar al hombre - como propondría Rousseau - sano en cuerpo y bueno en alma; así lo dice en La religión dentro los límites de la mera razón (1991: 30).

De esas consideraciones, pero, sobre todo, de su afirmación que aparece en Sobre la paz perpetua: “La paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza; el estado de naturaleza es más la guerra” (1982: 101); y, nuevamente en su libro sobre la religión vuelve a afirmar que el estado de naturaleza jurídico (que lo distingue del estado de naturaleza ético) es un estado de guerra de todos contra todos (1991: 97).

En esta obra expresa además un pensamiento por demás original en el marco de la Escuela del derecho natural, que los pueblos, como Estados que son, pueden considerarse como individuos en estado de naturaleza (1982: 107), y que hasta el presente perviven en ese estado, y que cuando surgen diferencias, controversias, las resuelven recurriendo a la violencia, a la guerra.

 

7. Legitimidad del poder, negación del derecho de resistencia y de la Revolución

Kant era un filósofo iusnaturalista. Al igual que Hobbes, Locke y Rousseau aceptaba la existencia de un estado de naturaleza (Naturzustand), pero no lo entendía como un estado pre-social y menos aún, pre-jurídico; al contrario, es un estado que tiene su propia juridicidad, que Kant llama el derecho privado, que es el derecho natural caracterizado por basarse en principios a priori y que no necesita de una legislación externa (1994: 48). Pero esta situación no puede sostenerse indefinidamente, por lo que el estado de naturaleza es siempre transitorio. El abandono del estado de naturaleza y el tránsito al estado civil acontece por razones éticas: es un imperativo moral abandonar el estado de naturaleza.

A diferencia de este estado, en el estado civil imperan leyes, que precisan ser promulgadas; a ese conjunto de leyes le denomina derecho público; esta etapa es, en realidad, un estado jurídico, que existe bajo una voluntad común y donde impera una constitución. Al igual que los grandes exponentes de la Escuela del derecho natural, el pensador prusiano recurre a la estrategia teórica del pacto social, para explicar la salida del estado de naturaleza, pero, sobre todo, para sentar las bases del estado civil. El contrato originario (ursprünglich) - que es así como llama al pacto social - es una mera idea de la razón, pero que tiene una indudable realidad práctica (1993: 37), ya que es el único sobre el que se puede fundar entre los hombres una constitución civil.

Es en virtud de este contrato originario que todo legislador está obligado a dictar sus leyes “como si éstas pudieran haber emanado de la voluntad válida de todo un pueblo”. Ahí radicaría la piedra de toque de toda legitimidad pública. Ciertamente, la idea del pacto social es la ruptura de las visiones teológicas que fundaban la legitimidad del poder en dios, recurriendo a San Pablo que afirmaba: “Todo poder viene de dios”. Pero a partir de la Escuela del derecho natural el poder es válido y legítimo sólo si está fundado en el consentimiento. Así, en Locke, para quien “ninguno puede ser sacado de esa condición y puesto bajo el poder político de otro sin su propio consentimiento” (1990: 111); pero también en Rousseau, que consideraba que el orden social no se basa en la naturaleza sino en las convenciones (1994: Livre I, ch. I), y aún en Diderot, para quien “Ningún hombre ha recibido de la naturaleza el derecho de mandar sobre los otros” y que el poder sólo puede originarse o en la violencia o en el consentimiento (1992: 6).

Por eso, no puede causar menos que estupor que el gran filósofo que coronaría casi dos siglos de racionalismo retroceda veladamente a las concepciones medievales de legitimación del poder político cuando afirma: “...éste es el significado de la proposición ‘toda autoridad viene de dios’’, que no enuncia un fundamento histórico de la constitución civil, sino una idea como principio práctico de la razón: el deber de obedecer al poder legislativo actualmente existente, sea cual fuere su origen” (1994: 150). Y también, con un tono más cercano al calvinismo que al iusnaturalismo racionalista, cuando afirma que el origen del poder supremo es inescrutable para el pueblo que está sometido a él (1994: 149).

Por este camino terminará negando el derecho de resistencia con argumentos que recuerdan un tanto a Hobbes y otro tanto a la escolástica medieval: el soberano tiene sólo derechos ante los súbditos y éstos sólo obligaciones. Pero ¿qué sucede si el gobernante infringe las leyes? En esta situación el súbdito puede quejarse, pero jamás oponer resistencia (1994:150). Va más lejos: en la constitución no puede haber un artículo que permita a un poder estatal oponer resistencia al jefe supremo, es decir, limitarle en caso de que viole leyes constitucionales. ¿Era acaso un tiempo muy temprano para prever que el soberano podía violar la Constitución? A fines del siglo XVIII, sin embargo, hubo al menos dos anticipaciones a esta posibilidad: Hamilton en los Estados Unidos y Sieyès en Francia. El primero, en los Federalist Papers, había llegado a afirmar que los actos legislativos contrarios a la constitución no pueden ser válidos (1995: LXXVIII). El segundo, en la célebre sesión preparatoria de los debates de la Constitución del año III del 2 de termidor, propuso la creación de jurado constitucional, una suerte de prototipo de los modernos tribunales constitucionales (Troper, 2006: 217).

En todo caso, la postura de Kant respecto al derecho de resistencia es, además de anacrónica, contradictoria con su misma postura, que exigía que las leyes emanen de la voluntad común, que sean consentidas por el pueblo para sean consideradas legítimas, y que el Estado deba fundarse sobre el consentimiento de sus miembros. ¿Cuál sería el remedio si los gobernantes rompen ese acuerdo y se convierten en tiranos? No importa - dice - ya que el pueblo debe soportar inclusive un abuso del poder supremo, y de ningún modo erigirse en juez supremo. En su opúsculo De la relación entre teoría y práctica en el derecho político no dudará en afirmar que aún cuando el jefe de Estado llegue a violar el contrato originario, le sigue estando prohibido al súbdito ninguna forma de contraviolencia (1993: 40). Cuánta distancia con Rousseau que abría el Contrato social con la provocadora frase: “Mientras un pueblo esté obligado a obedecer y obedezca, hace bien, tan pronto como pueda sacudir el yugo y lo sacuda, hace aún mejor” (1996: libro I, capítulo I), e inclusive con el liberal Locke que sostenía que “sólo puede emplearse la fuerza contra otra fuerza que sea injusta e ilegal” (1990: 200); y en la misma línea Diderot: “El poder que se adquiere por la violencia no es más que una usurpación, y sólo dura mientras la fuerza del que manda prevalece sobre la de los que obedecen; de suerte que si estos últimos llegan , a su vez, a ser los más fuertes y se sacuden el yugo, lo harán con el mismo derecho y justicia que el otro” (1992: 7). Kant entiende que ninguna constitución podría prever en su texto la posibilidad legal de que el pueblo oponga resistencia ante un tirano, pero al parecer ignoraba que la Constitución de Francia de 1793 - la famosa constitución jacobina - contenía un artículo en la parte de Declaración de Derechos que decía: “Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada porción del pueblo, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes” (artículo 35).

La reflexión sobre la Revolución no está ausente. En la Metafísica de las costumbres acepta que una revolución puede ser legítima, pero sólo si afecta al poder ejecutivo, pero nunca al poder legislativo. Para aumentar la confusión sostiene, sin embargo, que, si una revolución ha triunfado y se establece una nueva constitución “la ilegitimidad del comienzo y de la realización no puede librar a los súbditos de la obligación de someterse a como buenos ciudadanos al nuevo orden de cosas y no pueden negarse a obedecer lealmente a la autoridad que tiene ahora el poder” (1994: 155). Entonces, como en el caso de la propiedad, le niega el reconocimiento de iure, pero le reconoce en tanto un factum.

Un nuevo argumento aparece en Sobre la paz perpetua, cuando se pregunta si la revolución es un medio legítimo para que un pueblo se libre de la opresión de un tirano. Su respuesta no ofrece dudas: es altamente ilegítimo, porque viola el principio trascendental de la publicidad del derecho público. ¿Se atrevería el pueblo a manifestar públicamente antes de cerrar el contrato social que se reserva el derecho a sublevarse? No, y al necesitar ocultar sus propósitos, no puede ser legítima. El soberano en cambio, que tiene conciencia de su poder irresistible, puede decir abiertamente que castigará con la muerte a quienes se subleven. El razonamiento linda más bien con la moral antes que con el derecho, pero lleva a la misma conclusión: en ningún caso se puede usar la fuerza contra el soberano.

Punto central en esta reflexión ocupa la ejecución del monarca destronado. Kant conoce las experiencias históricas de las revoluciones inglesa y francesa que decapitaron a Carlos I y a Luis XVI. Su posición frente al regicidio es de franco rechazo: “la ejecución ha de pensarse como la total inversión de los principios de la relación entre el soberano y el pueblo” (1994: 154); más aún, es la total inversión de los conceptos jurídicos. Las consideraciones jurídicas de la ejecución de Luis XVI: el monarca destronado no puede ser demandado por su actuación anterior, pero menos todavía si, ya reducido a simple ciudadano, prefiere su tranquilidad y la del Estado, antes que emprender la aventura de recobrar el trono; sin embargo, le reconoce plena legitimidad si intenta esto último, dado que “la revolución que le privó de su posesión era injusta, sigue teniendo derecho intacto a ella” (1994: 155). Pero a los argumentos jurídicos se suman una vez más los argumentos teológicos; la ejecución del rey destronado se asemeja, dice, al pecado que no puede perdonarse ni en este ni en el otro mundo. Su temor a la revolución le lleva a preguntarse - aunque sin atreverse a dar una respuesta afirmativa - si las potencias extranjeras tienen derecho a intervenir en un país revolucionario para restaurar el viejo orden y no dejar impune el delito contra el “jefe malogrado”.

Como acontece en otros aspectos, la posición de Immanuel Kant frente a la Revolución francesa no fue uniforme. A pesar de estas reticencias, sus contemporáneos lo consideraron un ardiente defensor de la Revolución y hasta un jacobino. Aunque nunca escribió un libro o artículo que se ocupe de los eventos que se sucedían en Francia, dejó un par de ideas, de manera fragmentaria, que le valieron esta reputación. Así, en un libro titulado El conflicto de las facultades donde anotó, a propósito de la Revolución francesa que era “un acontecimiento de nuestro tiempo que prueba la tendencia moral de la humanidad”. De un inicial entusiasmo pasó a una visión más escéptica cuando no contraria. Como señala Luc Ferry, la postura de Kant es similar a la postura que Hegel adquirirá más adelante, respecto a la Revolución Francesa: positiva respecto a su contenido (humanismo, libertad, igualdad), pero negativa respecto a su forma (violencia revolucionaria, terror).

 

8. Derecho penal racional versus ley del Talión

El capítulo dedicado al derecho penal expone una teoría del derecho de castigar donde prima una visión de venganza antes que de racionalidad y apenas recoge alguna que otra idea de la reforma penal propia de su siglo. Para comenzar, el derecho de punición se resume al derecho que tiene el soberano de imponer una pena por la comisión de un delito. Pero el jefe de Estado no puede ser castigado; ya anteriormente había dicho que la corona no puede asumir responsabilidad si causa un daño a un particular, y que si lo repara es por un mero acto de liberalidad. En tanto que su concepción de la pena - pena judicial como él la llama - es simplemente por haber delinquido, sin fijarse ninguna finalidad ulterior. Pero, a pesar de que proclama que la ley penal es un imperativo categórico, es decir incondicionado, esta teoría hace eco de la vulgaridad empírica - como observa acertadamente Cerroni - cuando afirma “El mal inmerecido que tú haces a otro miembro del pueblo te lo haces a ti mismo”, desnaturalizando el carácter apriorístico de la justicia penal que él mismo proclama en favor de la condena utilitarista del ladrón, del delincuente. (2018: 34). Y Luigi Ferrajoli ve en la asociación del carácter moral a la ley penal, en una franca confusión entre el derecho y la moral, que la doctrina kantiana se había esforzado en separar (2011: 295). 

El centro de su teoría penal gira en torno a la justificación de la ley del Talión y su presentación como la forma más perfecta de justicia. La consecuencia de esta posición es no solamente la aceptación de la pena de muerte, sino su apología. El asesino debe morir, aunque libre de cualquier ultraje que convierta en un espantajo la humanidad en la persona del que la sufre (1994:168). Esta postura es conocida en el derecho penal como parte de las teorías retribucionistas, en este caso de retribución ética, que consiste de devolver “mal por mal”, que esconden “la enraizada creencia en la existencia de algún nexo necesario entre culpa y castigo” (Ferrajoli, 2011: 254).

Su crítica a Beccaria es mordaz y sin concesiones: lo llama sentimentalista, compasivo, rábula y sofista, sólo porque el padre del derecho penal moderno sostenía que era inaceptable pensar que el hombre haya consentido que le quiten la vida en el contrato social originario. No obstante, la severidad del razonamiento kantiano respecto a la necesidad de castigar al delincuente, en particular al asesino, sin ninguna atenuante ni atención a circunstancias, cede de repente frente a dos situaciones: el infanticidio y el duelo, todo en razón del honor. En el primer caso, para restituir el honor de la madre no casada que ha dado a luz a un hijo fuera del matrimonio, que al nacer fuera de la ley tampoco tiene su protección; al ser introducido en la sociedad de manera furtiva, la sociedad puede ignorar su existencia y también su eliminación (1994:173). En el segundo caso, el militar que recibe una ofensa, está obligado a vengarse por la opinión de sus camaradas, pero no mediante la ley ni la justicia, sino por sí mismo, como en el estado de naturaleza, mediante un duelo; y si alguien resulta muerto, no se le puede llamar asesinato, porque ambos han dado su consentimiento.

En ambos casos se impone el honor, dice el filósofo del criticismo, y que líneas atrás proclama que si perece la justicia carece de valor que los hombres vivan sobre la tierra y que en otro opúsculo sostuvo la tesis de que no se debe mentir nunca, ni siquiera por filantropía. El “sofista” Beccaria desahució este concepto del honor, propio de las monarquías “que son un despotismo disminuido”, consideró que es una noción compleja al ser producto de la opinión, que le da más crédito e importancia a la apariencia de la virtud que a la virtud misma (2008: 47).  Pero Kant cae precisamente en esto, ya que llega a afirmar que el honor vale más que la vida misma (1994: 169).

En capítulos posteriores de la Metafísica del derecho, dirá que los crímenes más abominables son la rebelión, la sedición y atentar contra la vida del jefe de Estado, y como crímenes de alta traición que merecen “al menos la muerte”. Sus consideraciones sobre el derecho penal concluyen abordando el derecho de gracia, sólo para oponerse frontalmente por considerarlo el “más equívoco de los derechos del ciudadano”, porque cree que es la máxima expresión de la injusticia. El concepto de “derecho equívoco” (Ius aequivocum) lo aborda en la parte introductoria de La metafísica de las costumbres en dos situaciones límite: el derecho sin coacción (equidad) y la coacción sin derecho (derecho de necesidad); como bien explica Cerroni, en situación que lindan con la moral, en el primer caso, y con la naturaleza, en el segundo.

 

9. Doctrina de los imperativos

La doctrina o teoría kantiana de los imperativos aparece en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y que ha cobrado gran relevancia en la teoría jurídica del siglo XX y de la actualidad, al suscitar inusitado interés el estudio de la estructura de la norma jurídica. Los imperativos no son más que la fórmula de los mandatos, su expresión lingüística se diría más contemporáneamente, que a su vez son la representación de un principio objetivo en cuanto que es constrictivo para una voluntad. Entonces, todos los imperativos mandan, pero lo hacen unas veces de manera categórica y, otras, de manera hipotética. Los imperativos categóricos prescriben una acción buena en sí misma sin referencia a un fin; en tanto que los imperativos hipotéticos prescriben una acción buena como medio de conseguir otra cosa. La diferencia es clara: si la acción es buena sólo como medio para un fin ulterior, el imperativo es hipotético; pero, si la acción es considerada como buena en sí, entonces el imperativo es categórico.

Los imperativos categóricos, incondicionados, son propios del ámbito moral. Los imperativos hipotéticos, en tanto, tienen dos sub formas, dependiendo si el fin perseguido es posible o real. A los primeros, les llama “imperativos de la habilidad”; en tanto que a los segundos les llama de la prudencia o de la sagacidad (dependiendo de las traducciones). Las primeras expresan sencillamente la acción como objetivamente necesaria en sí misma; las segundas, nos dicen qué hay que hacer para conseguir un fin; y, finalmente, las terceras, qué hay que hacer para ser feliz. El rigor terminológico está presente cuando precisa que en el ámbito moral se debe hablar con propiedad de mandatos; en el ámbito de la técnica, de reglas; y, en el ámbito de la sagacidad, de consejos.

Sin embargo, en esta exposición tan completa y tan rigurosa, no aparecen las normas jurídicas. ¿Qué tipo de imperativos son? Ellas expresan también mandatos, pero en principio, no lo hacen de manera incondicionada; de hecho, en el primer capítulo de este mismo libro se ha diferenciado las esferas de la moralidad y de la legalidad, señalando precisamente, que en el primer caso la acción es considerado buena en sí misma, en tanto que, en el segundo, buena para un fin ulterior.  No podría ser entonces un imperativo categórico. Pero ¿sería entonces un imperativo hipotético? Y si la respuesta es afirmativa ¿de qué clase? No parece ser que las normas jurídicas sean reglas técnicas (aunque no han faltado proposiciones en ese sentido, como las de Adolfo Ravá a principios del siglo XX). Pero tampoco parece sólido afirmar que las normas jurídicas sean consejos de la sagacidad, aunque tampoco han faltado direcciones en ese sentido (como las de Carlos Cossio). Norberto Bobbio considera también que hay imperativos hipotéticos en el derecho, donde la relación medio-fin no es la conversión en forma de regla de una relación entre causa y efecto, sino de una relación entre un hecho cualificado del ordenamiento como condición y otro hecho que el mismo ordenamiento califica como consecuencia. (2002: 59). Otros autores (Hans Kelsen, Georg von Wright) no han podido sustraerse a esta diferencia ya clásica entre imperativos hipotéticos y categóricos. El asunto se complejiza aún más si tiene en cuenta que el propio Kant sostiene que la ley penal es - como hemos visto - un imperativo categórico. Lo cierto es que, a pesar de que este asunto no queda explicitado, se ha constituido en una fuente de inspiración de trabajos contemporáneos sobre la estructura de la norma jurídica, como los señalados.

 

10. Razón, optimismo, sociedad jurídica

El problema del optimismo se convirtió en parte de la discusión filosófica a mediados del siglo XVIII, después de que un desastre natural - el atroz terremoto de Lisboa de noviembre de 1755 - sacudiera la conciencia de los filósofos. Fue Voltaire quien alzó la pluma en Candide ou de l’optimisme para polemizar con Leibniz, quien había dicho que éste era el mejor de los mundos posibles. Si existe un dios que es todo sabiduría y bondad ¿por qué tolera el mal en el mundo? Para el enciclopedista francés el optimismo es la obstinación en sostener que todo está bien cuando todo está mal.

Es en ese contexto que aparece un trabajo de un muy joven Kant en 1759 titulado Ensayo de unas consideraciones sobre el optimismo, donde considera que estos fenómenos desastrosos han sido implantados por dios en la naturaleza “como una recta consecuencia de leyes inmutables”. Al final su planteamiento toma un giro, al decir que, por escaso que sea el valor de la existencia humana, siempre subsistirá la personalidad libre, no interesando tanto la felicidad como la dignidad. Así sus ideas en esta materia tomarán otra dirección en su madurez, las cuales tendrán características éticas, jurídicas, políticas e históricas.

En las primeras páginas de La religión dentro de los límites de la mera razón se cuestiona el hecho de que todos hagan empezar el mundo por el bien, por la Edad de Oro, y que después venga la caída en el mal. Destaca, sin embargo, la postura opuesta, más reciente pero que tiene menos aceptación que la primera, que el mundo progresa en dirección contraria, es decir, de lo malo a lo mejor. Esta concepción está necesariamente ligada a la aceptación del hombre como sano, tanto en cuerpo como en alma, inspirado una vez más en Rousseau (1991: 30).

En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres acuñó el concepto de “reino de los fines” (das Reich der Zwecke), que es la reconciliación entre la moral y el derecho, una verdadera sociedad de los seres racionales. En otros trabajos afirmará que el género, tomado en su conjunto, ha estado marchando en dirección del progreso; pero lo único que puede asegurar un progreso constante es la educación de la juventud, la instrucción doméstica y escolar, la cultura moral fortalecida con la enseñanza religiosa.

Pero será en el opúsculo del año 1798 titulado Si el género humano se halla en constante progreso hacia lo mejor donde afirma sin reticencias que “el género humano se ha mantenido siempre en progreso, y continuará en él”. Sin embargo, esta idea está precedida de otras dos a tener en cuenta para comprender su propuesta: la naturaleza tiene un plan y el hombre sólo puede realizarse plenamente como especie, no como individuo. En el hombre esta disposición no es otra que la razón y se desarrollará plenamente como especie.

¿Qué papel juega en el derecho en este progreso incesante hacia lo mejor? Fundamental. De hecho, se podría decir que sólo gracias al derecho es que el progreso puede alcanzar a realizarse plenamente. Sus reflexiones sobre la filosofía de la historia se encuentran con su filosofía política y jurídica. Para Kant, las naciones - como hemos anotado anteriormente - no han salido del estado de naturaleza, pero a la vez buscan su seguridad, por lo que en algún momento deben concertar con los demás Estados la formación de una constitución en la que el derecho de todos se encuentre garantizado, debiendo tomar la resolución de “hacer dejación de su brutal libertad y a buscar tranquilidad y seguridad en una constitución legal”. Kant se inspira en el Abate de Saint Pierre y en Rousseau para formular su idea de la paz perpetua, en un trabajo que lleva precisamente este título, donde sostiene que el corolario de este progreso no puede ser sino la constitución de una Sociedad de Naciones (que no debe entenderse como Estado de Naciones), marco en el que se realizarán tanto la libertad como la paz. Para alcanzar la paz perpetua formula otras exigencias: respeto a los tratados, supresión de los ejércitos permanentes, ciudadanía mundial, respeto a las naciones pequeñas y abolición de la diplomacia secreta. En la Metafísica de las costumbres completó esta idea con la de un derecho cosmopolita, consistente en “ciertas leyes universales para el posible comercio entre los pueblos” (1994: 192).

De este modo corona Kant su filosofía del derecho, y, a pesar de los meandros de su pensamiento, se reencuentra con lo más característico del pensamiento de la Ilustración, como es la plena convicción en el progreso, que, de la mano del derecho, sacará plenamente al hombre y a las naciones del estado de naturaleza, para elevarlos no solamente a un estado jurídico, sino a una plena realización moral (reino de los fines), tanto individual y socialmente, pero sobre todo como especie.

 

11. Conclusión

La filosofía del derecho de Kant es una de las más influyentes del mundo moderno. No obstante, no está exenta de elementos que ponen en cuestión la coherencia de sus ideas. Immanuel Kant es considerado un pensador político liberal y un filósofo jurídico iusnaturalista. Pero cuando uno se adentra en su pensamiento, cuando se escudriña su extensa obra, aparecen rasgos que no son propios de un pensador liberal, que muestran - en algunos casos - no solamente posturas conservadoras, en algunas ocasiones, como el ámbito penal, pre-modernas, sino inclusive desconcertantes, como cuando hace apelación a razonamientos teológicos en el capítulo del derecho público. Aspectos éstos que han llevado a decir que el racionalista Kant era como un monje que ha dejado su claustro, pero que no pudo deshacerse jamás de sus hábitos.

La teoría jurídica kantiana ha sentado las bases del derecho moderno, pero a su vez ha supuesto ciertos escollos de los que ha costado emanciparse, o de los que todavía el pensamiento jurídico no se ha sacudido totalmente.

 

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