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Revista Aportes de la Comunicación y la Cultura

versão impressa ISSN 2306-8671

Rev. aportes de la comunicación  no.37 Santa Cruz de la Sierra dez. 2024

https://doi.org/10.56992/a.v1i37.492 

ARTÍCULOS

El cuerpo nocturno (Los imaginarios de la corporalidad y lo político en la literatura)

The nocturnal body (The imaginaries of corporality and politics in literature)

Maximiliano Barrientos1 

1 Nació en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, en 1979. Docente y escritor. Publicó los libros de cuentos Diario (2009), Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer (2011), Una casa en llamas (2015), El horizonte del grito (2024) y las novelas Hoteles (2011), traducida al portugués, La desaparición del paisaje (2015), En el cuerpo una voz (2018), que será traducida al griego por la editorial Nissos, y Miles de ojos (2021), que será traducida al inglés por Pushkin Press (Inglaterra) y Counterpoint Press (Estados Unidos). Correo: maximilianobarrientos@gmail.com


Resumen

Este artículo analiza el cruce entre literatura y política a partir del cuestionamiento sobre cuáles son las condiciones de posibilidad para que se origine una literatura política. A partir de esa pregunta, reflexiona sobre la literatura política, no en su dimensión de denuncia sino a partir de lo que plantea Jacques Rancière sobre el disenso de lo político y una literatura que desafía lo que una comunidad puede imaginar como posible. Se plantea que lo político en la literatura opera como un disenso que se manifiesta en el cuestionamiento sobre lo que una generación se permite imaginar como verdadero. Siguiendo ese marco teórico, el ensayo trata de pensar cómo las literaturas de género (terror, fantástico y especialmente la ficción weird) se vuelven literaturas políticas por excelencia en tanto siempre están cuestionando el imaginario desde el cual la subjetividad media con la realidad.

Palabras clave: literatura; política; literatura contemporánea; ficción

Abstract

This article analyzes the intersection between literature and politics by questioning what are the conditions of possibility for a political literature to originate. Starting from that question, it reflects on political literature, not in its complaint dimension but from what Jacques Rancière raises about political dissent and a literature that challenges what a community can imagine as possible. It is proposed that the political in literature operates as a dissent that manifests itself in the questioning of what a generation allows itself to imagine as true. Following this theoretical framework, the essay tries to think about how genre literature (horror, fantastic and especially weird fiction) become political literatures par excellence insofar as they are always questioning the imaginary from which subjectivity mediates with reality.

Keywords: literature; politics; contemporary literature; fiction

El poeta argentino Héctor Viel Temperley, mientras se recuperaba de una operación al cerebro, escribió uno de los libros fundamentales de la poesía latinoamericana contemporánea, Hospital Británico (1986). Casi al principio de ese enorme poema en prosa, aparece el siguiente fragmento con una fecha, 1984: “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”. El verso sintetiza la relación tan paradójica que tenemos con el cuerpo, una relación que intentaré pensar desde la literatura y desde ciertos imaginarios que han problematizado la representación del mismo. En ese cuestionamiento, me parece, hay todo un gesto político. O, para precisarlo de una manera más concreta aún, en ese cuestionamiento -que es básicamente un modo de desvincularse de la representación usual- hay que entender cómo lo político opera en la literatura.

Ir hacia el cuerpo, como señala el verso de Viel Temperley, implica pensarlo como un territorio, algo que nos contiene, pero al mismo tiempo algo que aparece como un telos: un destino al que llegar. Esto, sin embargo, implica una pregunta: si el cuerpo es el horizonte, ¿quién se dirige hacia eso que está ahí como lugar? Esta situación nos deja ante un dilema ontológico: ¿tenemos o somos un cuerpo?

En 1934, un año después de que el nazismo llegara al poder en Alemania, el filósofo lituano Emmanuel Lévinas escribió Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo, un texto clave para entender a este movimiento y al horror que desencadenaría en los años venideros. En él señala que la revuelta de Hitler inicia con el descubrimiento de algo nuevo que las tres grandes tradiciones occidentales, el cristianismo, el liberalismo y el marxismo, habían pasado por alto: el punto de unión entre la mismidad y el cuerpo. Lévinas sostiene que el cristianismo parte de una noción metafísica de la libertad que posibilita que el sujeto pueda reinventarse y recuperar su estado de inocencia, no importa el crimen que haya cometido, a condición de que se convierta y acepte de manera incondicional el dogma. El liberalismo parte de ese principio de libertad total, pero lo ubica en un contexto terrenal y lo vincula a la razón instrumental del cálculo económico. La historia aparece como resultado de una voluntad indeterminada que gracias al uso de esta racionalidad puede llegar a donde se proponga. Con Karl Marx los hombres hacen la historia, pero no desde la indeterminación radical del liberalismo, sino desde ciertas circunstancias que les son impuestas. En el inicio de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852), anota lo siguiente: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre albedrío, en circunstancias elegidas por ellos mismos, sino en aquellas con las que se encuentran directamente, que existen y les fueron lega- das por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos” (1852/2015, p. 151).

Estas tres grandes tradiciones, de acuerdo al filósofo lituano, pasan por alto la materialidad del cuerpo. Escribe Lévinas: “La interpretación clásica ha relegado a un nivel inferior y ha considerado como una etapa a superar ese sentimiento de identidad entre nuestro cuerpo y nosotros mismos que algunas circunstancias muestran de un modo particularmente agudo. El cuerpo no nos resulta simplemente más próximo que el resto del mundo y más familiar, no sólo manda sobre nuestra vida psicológica, nuestro humor y nuestra actividad. Más allá de esas constataciones banales, posee el sentimiento de identidad. ¿Acaso no nos afirmamos en este calor único de nuestro cuerpo con bastante anterioridad a la dilatación del Yo (Moi) que busca distinguirse del cuerpo? ¿Acaso no resisten toda prueba esos lazos que, antes de la eclosión de la inteligencia, la sangre establece? En una peligrosa hazaña deportiva, en un ejercicio arriesgado en el que los gestos alcanzan una perfección casi abstracta bajo el aliento de la muerte, todo dualismo entre el yo y el cuerpo desaparece. Y en el callejón sin salida del dolor físico, ¿no experimenta el enfermo esa simplicidad indivisible de su ser cuando busca en el lecho del dolor una posición que lo alivie?” (1934/2023, p. 164).

El cuerpo, entonces, en ciertos momentos claves, ya no aparece como algo que se tiene sino como algo que se es. El hitlerismo arranca con este descubrimiento, la encadenación al cuerpo mediada por el mito de la raza, de forma tal que esa vinculación se traduce en el axioma de convertir la herencia biológica en un destino histórico, lo que hace que el corolario sea la dominación, ya que la expansión de la cultura alemana no se da a través de una idea que persuade sino a través de la fuerza que somete. Lévinas lleva ese descubrimiento del cuerpo como fundamento ontológico a las antípodas y funda una de las éticas más radicales del siglo XX. Sólo podemos pensar lo ético, afirma, desde el cuerpo vulnerable del otro que se nos presenta como alteridad. A esto llamó la “asimetría de la intersubjetividad”.

Si somos un cuerpo, ¿por qué este no se nos presenta desde la transparencia sino desde la opacidad? Algo que nos posibilita, pero al mismo tiempo algo a lo que llegar, como dice el poema de Viel Temperley. ¿En qué consiste esa relación tan paradójica en la que lo más cercano se nos da como lo más impenetrable? La literatura trabaja con esa zona nebulosa, ese límite poroso entre aquello que somos de manera más inmediata y aquello que también somos, pero de manera vela- da, lo que a mí me gusta denominar el cuerpo nocturno.

Este año se cumple el centenario de la muerte de Franz Kafka, un escritor que trabajó como nadie esa zona liminar que se abre entre la conciencia y la corporalidad. En el famoso ensayo que le dedica Walter Benjamín, Franz Kafka, en el décimo aniversario de su muerte (1934/2014), escribe: “Con esta aldea del Talmud nos hallamos en medio del mundo de Kafka, pues, así como K. vive en el pueblo al pie del castillo, el hombre de hoy vive en su cuerpo; se le escurre, le es hostil. Puede ocurrir que una mañana el hombre se despierte y esté transformado en un insecto. Lo ajeno -su ajeno propio- se ha vuelto su dueño” (p.46).

El cuerpo como lo “ajeno propio”, es la clave para entender ese vínculo, y ahí me parece que la literatura interviene en su intento de representar eso otro que somos desde una alteridad radical. Pero lo que señala Benjamín es más complejo aún, ya que ese otro que somos y que es ajeno a la conciencia aparece como un imperativo.

El cuerpo sólo en cierto plano nos es accesible, hay una materialidad que nos es negada pero que vivimos como un mandato, ahí quizás también hay que pensar la noción de ley, aquello que es inaccesible y prohibido, y que está en el corazón mismo de la obra de Kafka. “Ya que la ley es lo prohibido. Tal sería el aterrador double-bind de su tener-lugar propio”, escribe Jacques Derri- da (2022) en Prejuicios: una lectura de Kafka y Ante la ley. Y continúa de esta forma: “Es lo prohibido: esto no significa que prohíbe, sino que ella misma es lo prohibido, es un lugar prohibido. Se prohíbe y se contradice al colocar al hombre en su propia contradicción: no se puede llegar ante ella, y para tener relación con ella respetuosamente, no hay que tener relación con ella, hay que interrumpir toda relación. Hay que tener una relación sólo con sus representantes, sus ejemplos, sus guardianes” (p.51).

El cuerpo nocturno, como la ley de Kafka descrita por Derrida, es ese afuera absoluto.

¿Cómo lidiar con aquello que se resiste a toda representación y, sin embargo, como pulsión misma de la literatura, exige que se le haga referencia? Ahí la tarea titánica e imposible del arte. Ese otro que somos, el cuerpo en su materialidad opaca, aparece como el horizonte de cierto imaginario de géneros menores como el weird y el terror (Kafka por su puesto, pero también China Miévi- lle, Thomas Ligotti, Clive Barker, Lisa Tuttle, Attila Veres, Jeff VanderMeer, por mencionar sólo algunos). Obras diversas que lidian con esa corporalidad que no controlamos y que aparece bajo la marca de lo ominoso, y lo hacen a través de estrategias narrativas que cuestionan la lógica de la mímesis, que es la condición de posibilidad de todo realismo. En ese cuestionamiento, en ese desplazamiento de los límites que nos dice qué es un cuerpo, qué es una persona, qué es una sociedad, qué es la naturaleza, qué es la máquina, está lo político de estas literaturas.

Repensar lo político en la literatura me parece una tarea urgente, ya que entender esta relación nos permitirá alejarnos del paradigma que concibe a la segunda como un medio para la transmisión de un mensaje. Si queremos liberarnos de ese rol didáctico y moralista, tenemos que entender que lo político no está en el discurso de los personajes, mucho menos en la postura del autor como miembro de una comunidad, sino en la forma de la novela y del cuento, en las mecánicas de la representación, y cómo estas cuestionan el imaginario del sentido común de una época: qué puede ser dicho, qué puede ser pensado, qué puede ser aceptado y asimilado, qué puede ser imaginado como posible.

Para desarrollar esto que planteo, me voy a ayudar con la propuesta teórica del filósofo francés Jacques Rancière, quien establece una relación dicotómica con lo que denomina la lógica de lo político y la lógica de lo policial. Para entender esto, hay que pensar lo que denomina el ‘re- parto de lo sensible’ en función a dos conceptos griegos: el arjé (origen) y el telos (destino). El arjé, en Rancière, implica un estado de cosas en el que aparecemos, en el que somos arrojados, y en el que nos encontramos dominados por un orden regido por la jerarquía de lo económico, de lo racial, de lo sexual, del género. Es una repartición de lo sensible mediada por el privilegio que no aparece como un entretejido social construido por sistemas de poderes, sino como una estructura orgánica y natural. Aparecemos en el mundo bajo ese ordenamiento que implica una temporalidad que tiene por fin mantener ese estado de cosas y conducirlo hacia el futuro, hacia su telos.

La lógica que mantiene el estatus quo, que impone la jerarquía como modo de ser, es lo que Rancière denomina la policía. La podríamos pensar como una fuerza reaccionaria que tiene como objetivo preservar el orden, la repartición de lo sensible marcada por el arjé: es decir, que toda su función está en que aceptemos el consenso de lo dado, en que nos subordinemos al mismo.

Lo político aparece como disenso, el momento en que la comunidad, lo que denomina “la parte de los sin parte” (el pueblo), se niega a aceptar esa repartición de lo dado. Esa negación constituye al ciudadano como sujeto político. Hasta entonces era sólo una persona, pero en esa negación, en ese acto de pura rebeldía en el que ejerce de manera performática su condición igualitaria -una condición que hasta ese momento nadie le reconoce-, deviene sujeto.

En el libro Disenso: ensayo sobre estética y política (2019), Rancière escribe: “La policía es quien dice aquí, en esta calle, no hay nada que ver y, así, no queda más que avanzar. Afirma que el espacio para circular no es más que el espacio de circulación. En cambio, la política consiste en transformar este espacio de avance, de circulación, en un espacio para la aparición de un sujeto: el pueblo, los trabajadores, los ciudadanos. Consiste en figurar el espacio: lo que debe hacerse, mostrarse y nombrarse en él. Es el litigio que se instituye sobre el reparto de lo sensible, sobre ese némin que funda todo nómos de la comunidad” (p.62).

La policía intenta conservar el orden, lo político intenta desconfigurarlo, establecer un nuevo ethos, un nuevo sentido común que desafía al ordenamiento regido por un privilegio de clase, de género, de raza. Esa inauguración de lo nuevo siempre implica una ruptura, lo que, con otra terminología, Alain Badiou denomina el Evento.

Bajo esta óptica, podemos pensar las tensiones que operan en la literatura. Habría, entonces, una narrativa que tiende a conservar una visión del mundo heredada, una definición de lo que es un cuerpo, de lo que es una persona, de lo que es una comunidad, y habría otra que, al aparecer, cuestionaría ese reparto, ese ordenamiento, esa sensibilidad. Una es la policía, la otra es la política.

Rancière escribe: “La ficción, tal como la reformula el régimen estético del arte, significa mucho más que la construcción de un mundo imaginario, e incluso mucho más que su sentido aristotélico: el orden de los hechos. No es un término que designe a lo imaginario en oposición a lo real; implica la reformulación de lo real, o la constitución de un disenso. La ficción es una forma de cambiar los modos existentes de las presentaciones sensoriales y las formas de enunciación, de cambiar estructuras, escalas y ritmos, y de construir nuevas relaciones entre la realidad y la apariencia, entre lo individual y lo colectivo” (p.172).

Con esto ya tenemos una base sólida para pensar que lo político en la literatura opera como una articulación de significantes que resignifica el mundo, y esto implica la desobediencia de lo que el sentido común establece como normativa. En otras palabras, es un cuestionamiento de las mecánicas con las que opera la mímesis, que, en esa repartición de lo sensible, define qué es un cuerpo y qué es una persona y qué estatuto se debe seguir. Pero también aparece como un cuestionamiento de la oposición binaria entre lo que es un sujeto y lo que es un cuerpo, el sujeto como la presencia, el logos, y el cuerpo como aquello que está subordinado a esa presencia, el resto de animalidad que se debe controlar y dominar para producir a la persona. Una literatura, en este contexto, es política cuando opera esa ruptura, cuando destruye el consenso, que es una forma de imaginar el ordenamiento de los entes en un tejido social, pero en el momento que esta se convierte en un nuevo ethos, se vacía de su condición política. Es lo que Rancière denomina la estetización.

Volviendo al tema que nos convocó en un principio, una literatura que establece una re- presentación del cuerpo bajo la lógica del sentido común de una época, es una literatura que operaría en el marco de lo que Rancière denominó lo policial. Por el contrario, una literatura que cuestiona esa representación, que amplía sus límites, que da cabida a la alteridad como eso que Benjamín denominó “lo ajeno propio”, sería una que opera bajo lo político. Pensemos en obras literarias como las de Clive Barker, los cuentos reunidos en Los libros de la sangre o una novela como El corazón condenado: Hellraiser, o en las películas de David Cronenberg, Videodrome o La mosca, en las que exploran el cuerpo como paisaje o geografía, aquello que aparece siempre desde la deformación, una deformación que nos permite pensarnos como aquello otro radical, algo que somos, y por lo tanto es propio, pero que al mismo tiempo está desfamiliarizado, vaciado de todo rasgo personal, y que acecha como amenaza. Es decir, lo monstruoso.

En el momento en que cuestionaron la lógica de la representación de los cuerpos y las obras aparecieron como lo radicalmente nuevo, surgieron como obras políticas, pero cuando se pudo definir ese gesto creativo como “body horror”, un sub-género del terror, las obras se estetizaron, se volvieron susceptibles a ser categorizadas, a ser periodizadas, operaron bajo el ordenamiento que rige al museo: es decir, establecieron un nuevo ethos y se incorporaron al orden simbólico.

La ruptura no se produce de manera gratuita ni aleatoria, sino que está vinculada a cambios en el modo de producción, es decir, que hay que leerla de manera histórica: acá entra a colación el viejo debate entre base y estructura planteado por el marxismo. En la década de los 80 del siglo pasado, cuando Barker y Cronenberg hicieron sus mejores obras, el sida se había desatado como una epidemia. Sus películas y libros retrataban el cuerpo como un nuevo tabú debido a los contagios masivos que entonces no podían ser explicados ni controlados. Esas obras hicieron una ruptura, aparecieron como objetos políticos, cuando trabajaron sobre una situación que no podía ser incluida en el orden simbólico, cuando el sida se anunciaba desde lo real lacaniano (aquello que no podía ser categorizado y por lo tanto aparecía como alteridad que pulverizaba lo simbólico).

Acá, en cierto modo, se da esa tensión entre el realismo y los géneros no realistas. Mientras el primero apuesta al testimonio, a reafirmar la mímesis de una tradición, de una lógica que tiende a naturalizar lo dado como la realidad, el segundo va en contra de esa mímesis, cuestiona el modo de ver y de representar. Es, en resumidas cuentas, un cambio en el paradigma epistemológico.

No es algo muy nuevo lo que estoy diciendo, lo podemos ver en la lucha de Roland Barthes por mostrar cómo la ideología opera como una estrategia de naturalización del signo -es decir en el intento de vincular un significado a un significante de manera condicionada-, y cómo el texto literario, a diferencia del mensaje cuya función es comunicar, tiende a mostrar la arbitrariedad del significante, ya que en esa misma arbitrariedad hay un gesto de emancipación. O mucho antes que Barthes, en el mismísimo Marx, cuyo abordaje histórico-dialéctico de los modos de producción le permitieron mostrar cómo la naturalización y la eternización de las relaciones sociales por la lectura positivista liberal, servía como un mecanismo reaccionario que tenía como objetivo la preservación de un sistema de dominio.

Una literatura que se piensa política debe presentar la alteridad de los cuerpos, debe mostrar aquello que no se deja atrapar del todo, que aparece siempre como una imposibilidad monstruosa, un resto que se resiste a ser presencia, que está postergando la plenitud de su sentido como muy bien lo planteó el pos-estructuralismo derridano con la noción de ‘différance’. “Pero, ¿no es el lugar de toda literatura desbordar la literatura? ¿Qué sería de una literatura que fuese sólo literatura? No sería ella misma si fuese sólo ella misma” (p.67), escribe Derrida en el ensayo citado anteriormente. Lo político en la literatura siempre va en persecución de ese desborde, de ese excedente, de ese algo que está más allá del ordenamiento de los significantes que preservan una epistemología común que nos dice lo que es el mundo, lo que puede ser, es decir que nos anuncia sus límites, su posible significación.

La representación de ese desborde que queda fuera del margen siempre estará condena- da al fracaso, pero mostrar ese fracaso es el objetivo de todo arte, es lo que permite la vitalidad de la forma. Es lo que Jean-François Lyotard denomina lo sublime-posmoderno en La posmodernidad (explicada a los niños). El filósofo francés escribe: “lo posmoderno sería aquello que alega lo impresentable en lo moderno y en la presentación misma; aquello que se niega a la consolación de las formas bellas, al consenso de un gusto que permitiría experimentar en común la nostalgia de lo imposible; aquello que indaga por presentaciones nuevas, no para gozar de ellas sino para hacer sentir mejor que hay algo que es impresentable. Un artista, un escritor posmoderno, están en la situación de un filósofo: el texto que escribe, la obra que lleva a cabo, en principio, no está gobernada por reglas ya establecidas, y no puede ser juzgado por un juicio determinante, por la aplicación a este texto, a esta obra, de categorías conocidas” (1986/1991, p.25).

Para terminar, quisiera mostrar dos ejemplos de cómo la literatura se aproxima al cuerpo como aquello impresentable que está ahí, en la más pura inmanencia, y lo hace renunciando a lo que Lyotard denomina la “consolación de las formas bellas” y al “consenso del gusto”, que en última instancia instauran la obra como un dispositivo de nostalgia.

El primero viene del mismísimo Kafka, el cuento En la colonia penitenciaria. La historia, muy conocida, ya que es una de las obras centrales del autor checo, transcurre en una cárcel que tiene como tradición ejecutar a las personas con una máquina que tatúa en sus cuerpos el crimen por el que fueron condenados, un crimen que no les es revelado, ya que, como dice el oficial en- cargado de la ejecución, “ya lo sabrán en carne propia”. Esta tradición siniestra es explicada a un explorador extranjero que no comparte las costumbres de esa comunidad, y que observa el acontecimiento desde una incomprensión total, no exenta de cierta fascinación.

Kafka escribe: “Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte, sino después de un lapso de doce horas término medio; se calcula que el momento crítico tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto, muchos, muchísimos adornos, rodean la verdadera inscripción; esta sólo ocupa una estrecha faja en torno al cuerpo; el resto se reserva a los embellecimientos” (1919/1995, p.24).

Este pasaje revela de manera ejemplar la tensión que existe entre el cuerpo y la cultura que se imprime para domesticarlo y volverlo reconocible. Ese trazo en la materialidad ocasionado por la máquina es el sujeto centrado lacaniano, producto del ideal normativo de una sociedad que lo hace inteligible de acuerdo a ciertos consensos, a ciertos ideales normativos, y constituye el cuerpo como una identidad definida: el yo cartesiano. La literatura, en su gesto político, se pregunta por esa materialidad antes de la marcación, lo que Walter Benjamín denomina “lo ajeno que es propio”, y lo que Viel Temperley menciona como el cuerpo que nunca conoció, pero al que se dirige. Esa superficie corporal sin significado, el cuerpo nocturno, cuando aparece, lo hace desde una alteridad radical y desde la abyección, porque su aparición constituye una amenaza a lo que se ha delimitado como persona.

Es lo que Judith Butler, en su libro Cuerpos que importan (1993/2019), piensa como una materialidad antes del proceso performativo que funciona como la máquina de tortura en el cuento de Kafka, y que opera desde la autoridad de la cita e imprime a los cuerpos para otorgarles roles (de género). “De ahí que sea igualmente importante reflexionar sobre de qué modo y hasta qué punto se construyen los cuerpos como reflexionar sobre de qué modo y hasta qué punto no se construyen; además interrogarse acerca del modo en que los cuerpos que no llegan a materializar la norma les ofrece el exterior necesario, sino ya el apoyo necesario, a los cuerpos que, al materializar la norma, alcanzan la categoría de cuerpos que importan (…) ¿Cómo produce esa materialización de la norma en la formación corporal una esfera de cuerpos abyectos, un campo de deformación que, al no alcanzar la condición de lo plenamente humano, refuerza aquellas normas reguladoras?” (p.39).

La literatura, como ocurre en el cuento de Kafka, explícita esa violencia -la marcación-, que es lo social, y como sostiene Butler, aparece desde un proceso cuya normatividad performática es olvidada y asumida como natural. ¿Cuál es ese cuerpo no marcado, previo a la máquina social que crea sujetos centrados? ¿Cómo pensamos un cuerpo previo a esa marcación que lo legitima para un orden simbólico? ¿Esa materialidad pre socializada tiene una agencia? Iluminar estas cuestiones es también un trabajo de la imaginación: ahí el gesto político de la literatura, ya que su narratividad opera, como dije anteriormente, en los así llamados géneros menores que están cuestionando siempre una forma de epistemología asumida: el terror, el weird, la ciencia ficción, son un cuestionamiento de una representación oficial, y ese cuestionamiento se da en un desplazamiento de los límites perceptibles y en las mismas condiciones de lo que es posible enunciar.

El segundo ejemplo que quiero compartir proviene de la novela La estación de la calle Perdido (2000/2017), del escritor inglés China Miéville, uno de los principales autores contemporáneos del weird. El escenario es una metrópolis que reúne a un variopinto grupo de personajes: humanos, mutantes y seres arcanos. Entre esa diversidad hay también los que denominan los seres re-hechos, que aparecen como los parias de esa urbe (en el sentido que Hannah Arendt le da a ese término, es decir aquellos que han perdido todo el estatuto de ciudadanos y cuyos derechos ya no son representados por el Estado), ya que la deformación y alteración de sus cuerpos es impuesta como un castigo.

Uno de los personajes de la novela dice lo siguiente: “el otro día estuve en los tribunales y vi a un magistrado sentenciar a una mujer a reconstrucción. Era un crimen tan sórdido, tan paté- tico, tan miserable… -se encogió al recordarlo-. Una mujer que vivía en lo alto de uno de los monolitos de Queche mató a su bebé… Ahogándolo, o sacudiéndolo, o Jabber sabe cómo… Porque no dejaba de llorar. Estaba allí sentada en el juicio, con los ojos…, bueno, vacíos… No podía creer lo que había sucedido y gemía sin poder parar de nombrar a su hijo, y el magistrado la sentenció. Prisión, por supuesto, diez años creo, pero fue la reconstrucción lo que recuerdo. Le iban a injertar los brazos de su bebé en la cara, para que no olvidara lo que había hecho” (p.118).

Es impresionante la correlación que tiene este pasaje con el cuento de Kafka, pero al mismo tiempo, se dan diferencias sustanciales. En el castigo que se narra en la novela de Miéville, el cuerpo es marcado con el cuerpo de otro -el bebé-, para recordar al sujeto el crimen que cometió. Es la materialidad de la víctima lo que sirve como un monumento de la culpa, es decir, como una suerte de escritura y delimitación que tiene como fin la preservación del sujeto prisionero de la memoria de la atrocidad cometida. Por el contrario, En la colonia penitenciaria, la marcación de una culpa, que en el momento de la tortura se desconoce, lleva al sujeto a una revelación que luego lo extingue, lo libera. En Kafka, el sujeto desaparece tras la marcación del cuerpo porque este proceso desemboca en una especie de éxtasis que lo anula con la muerte. En la novela de Miéville el sujeto no consigue desaparecer en esa nueva materialidad, esta es el recordatorio de lo siniestro, de un acontecimiento del pasado que no se logra superar porque se ha vuelto carne. Es, quizás, la descripción del infierno más horrorosa que conozco.

Referencias

Benjamín, W. (1934/2014). Sobre Kafka: textos, discusiones, apuntes. Eterna Cadencia. [ Links ]

Butler, J. (1993/2019). Cuerpos que importan. Paidós. [ Links ]

Derrida, J. (2022). Prejuicios. Una lectura de Kafka y Ante la ley. Mardulce. [ Links ]

Kafka, F. (1919/1995). En la colonia penitenciaria. Alianza. [ Links ]

Lévinas, E. (1934/2023). Reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo. Alpha Decay. [ Links ]

Lyotard, J. F. (1986/1991). La posmodernidad (explicada a los niños). Gedisa. [ Links ]

Marx, K. (1852/2015). Antología: selección e introducción de Horacio Tarcus. Siglo XXI Editores. [ Links ]

Miéville, C. (2000/2017). La estación de la calle Perdido. Ediciones Nova. [ Links ]

Rancière, J. (2019). Disenso: ensayo sobre estética y política. Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Viel Temperley, H. (1986/2001). Crawl-Hospital Británico. Ediciones del Dock. [ Links ]

Recibido: 19 de Julio de 2024; Aprobado: 23 de Diciembre de 2024

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