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Revista Aportes de la Comunicación y la Cultura

versión impresa ISSN 2306-8671

Rev. aportes de la comunicación  no.18 Santa Cruz de la Sierra jul. 2015

 

POSTÍTULO EN ESCRITURA CREATIVA PROSA

 

La tocaya

 

 

Por Nelson Kinn Monje
Publicista

 

 


 

 

I

Tenía la llave en la mano y aún no me recuperaba de la sorpresa, la abuela Yolanda me había encontrado ocupación. A mí, la desempleada, divorciada de treinta y dos años, ingeniero de sistemas que muy rápido fue gerente, y que, en pleno "proceso de cambio", de pronto mi carrera y mi vocación no eran las deseadas y no sabía cómo seguir con mi vida. Esta vida que no es solo mía, están mi hijo Diego y mi abuela, que dependen de mí.

¡Y qué oficio el encomendado!, pensé, mientras seguía mirando la llave de los cajones del secreter, ese altar en el sagrado rincón del living, protegido por la vigilante mirada sepia y gris de abuelos, tíos y progenie que estaban dispuestos como guardianes alrededor del retrato principal: el de mi tocaya, la tía Irene a sus siete u ocho años, con pichicas, sosteniendo cerca de la oreja derecha el auricular de un clásico teléfono negro y mirando hacia la ventana que da al patio. El living, eje de la casa, detenido en el tiempo, por cuya órbita transitamos cada día: al bajar las gradas del segundo piso, al salir de la cocina para ir a la calle, al pasar al comedor, al desempolvar cada objeto con cuidado y al detenernos a ver el orden de la abuela y pensar que algún día había que hacer policía de tanto cachivache. El living que cada vez usamos menos, "es para las visitas" siempre se dijo, visitas que cada vez son menos y porque, como dice Diego, quedarse más de diez minutos solo en esa habitación, te hace "ras" el cuerpo.

De nuevo llegó esa sensación que había tenido toda la vida al mirar foto de la tía Irene, el origen de mi nombre y mi crisis de identidad. Crecer en una familia que por no mencionar el nombre de la conflictiva muerta, nunca te llamó del tuyo, agregando que tampoco tuvieron la tradicional iniciativa de ponerme un segundo nombre y para colmo que ningún apodo haya sido lo suficientemente sentador para que me quedara con él, así que la "niña", "hijita", "choquita" o el simple "oye tu", habían sido mi apelativo en casa, al punto que tras cada vacación, al volver al colegio me costaba acostumbrarme a que me llamen de mi nombre. Tal vez aquí se abriría una oportunidad de rescatarme, que entusiasmo, pero que miedo el que sentí.

—Hijita, ahora que vas a estar de ociosa, porque no arreglas el escritorio de tu abuelo —me dijo como al descuido mientras desayunaba y después de haber preguntado si su hija Delia ya se había ido al colegio. Sacó el llaverito de su joyero, me lo entregó y se llevó una cucharada de avena a la boca.

—Claro Yayis, hoy mismo, más tarde te muestro lo que encuentre para saber que guardar y que botar —le respondí asombrada, viendo la también sorprendida expresión de Diego.

—No hace falta señora, estoy segura que usted ya sabrá qué hacer con cada cosa, más bien encárguele a Sabina que para el almuerzo quiero "lagua" bien espesa y no muy picante. Es sábado y seguro que las chicas van a traer a sus amigas y esa es comida para el frio —fue su respuesta.

Sabina había sido una señora que trabajó en la casa desde niña y hasta hacía siete años, en que se durmió en la mesa de la cocina pelando habas, para no despertar más; pero para la Yayis era vitalicia y eterna, aunque desde entonces habíamos cambiado varias veces de empleada y justo ahora no teníamos una.

El living era fresco en verano y muy frío en invierno, que en Cochabamba es cada año más crudo, además que las pesadas cortinas no dejan entrar mucho sol por las ya pequeñas ventanas, así que primero encendí la estufa a gas. Con una taza de café pegada a los labios observé el bello mueble y aunque lo conocía de memoria, conté los 10 cajoncitos que la preciosa llave abría, siete arriba y tres abajo, silenciosas molduras en cada borde, todas con un rastro de cómplice polvo en sus rincones. Con el respeto y temor que peleaban en mí, contra la curiosidad y la necesidad de saber, abrí el cajón central y comencé la aventura.

Al final de la mañana había revisado cartas, certificados, documentos de propiedad de la finca y la casa, fotos de familia y recortes de periódico; con todo ello había armado cuidadosamente folders según el destino que debía dar a cada cosa. Quedaba en mis manos una libreta de hojas cuadriculadas, de tapa con motas rojas. En sus amarillas páginas, delicadas, pequeñas y redondas letras desgranaban versos: hojas y hojas de versos. Los había escrito mi tocaya, por fin algo más de ella, que la foto con el teléfono y las silenciosas respuestas de toda la familia.

Al comenzar a hojear la libreta, saltó una solitaria foto, aparentemente tomada en el campo, donde aparecía la tía Irene de pantalón, gruesa chompa de cuello tortuga y pañoleta en la cabeza. Un hombre de incipiente barba la tomaba de la cintura por la derecha y a la izquierda, un poco más lejos sonreía otro barbudo con un gran sombrero de paja y poncho andino. La expresión de la tía era de profunda alegría, una contenida pero franca sonrisa que con la cabeza levemente apoyada en el hombro de su acompañante, parecía decirnos que estaba junto a alguien amado o por lo menos, especial en su vida. Al reverso reconocí la misma letra de la libreta, que en todo lo largo de la foto y con letra aún más apretada, estampaba el siguiente poema:

Tu lucha me conmueve, me lleva y me trae

a crecer, a liberarme y amar lo suficiente

a tener el coraje de luchar junto a vos

por todos, juntos, donde sea y para siempre

 

Amarte también es luchar

contra los caballeros de oxidada armadura

que usan su cariño como cepo y su deber como mordaza

es también enfrentar la tormenta gozando de la lluvia

Amarte es caminar juntos hacia el faro

que ni el oprobio de "La Higuera" ha apagado

que sigue alumbrando en canción y multitud

sigue guiando a los oprimidos

sigue luchando en nosotros y en el que viene

 

Seguiremos esa senda con fe y amor

del brazo y enarbolando nuestro fruto

en una marcha que ni los caballeros ni el imperio

podrán nunca detener.

 

Siempre tuya, Irene.

 

La vida de Irene comenzó a adquirir algunos contornos de realidad en mi cabeza, o sea ya no era solamente la ladrona de nombres como pensaba cuando lloraba de niña, ya no era el inexplicable trauma de la familia, ahora era alguien que sentía, escribía hermosos versos y estuvo enamorada. El descubrimiento, además de conmoverme, por algún motivo, me hizo sentir bastante menos desempleada y desorientada que esa misma mañana.

—Mami, ya son más de las doce —me habló Diego desde la grada sacándome de mi casi alegre abstracción—. ¿No vamos a ir a traer almuerzo?

—Sí, sí, trae mi cartera del dormitorio y vamos —reaccioné, dirigiéndome a la cocina a sacar los tapers para salir —. Y fíjate si la Yayi sigue durmiendo.

—¡Está viendo tele! —respondió a gritos desde arriba—. Esta tranquis nomás.

Diego bajó y caminamos hacía uno de los restaurantes de "El Prado" a recoger la pensión. La sopa era "lagua de jank'akipa".

Después de una breve siesta y otra vez agarrada de una taza de café, volví a la labor, de poner en orden los documentos, la mayoría ya solo con valor de reliquia. Puse en un folder aparte todo lo que tenía que ver con la tocaya y me lo llevé al dormitorio. Esa noche llamé a mi padre para hacerle un montón de preguntas, algunas nuevas, muchas largamente guardadas. Después de mucho rumiar sus escasas respuestas me dormí en un sueño inquieto de imágenes recurrentes desde la niñez y al día siguiente desperté con la sensación de haber abierto un cajoncito del secreter oculto en el fondo de mi cabeza.

 

II

Irene está en su lugar preferido del patio, leyendo a la luz del sol primaveral, cuando escucha la voz de su padre que con el tono de siempre le ordena que lo encuentre en la sala:

—Irene, he sabido que otra vez estas andando con esos comunistas, ¿qué parte de mi prohibición no entendiste? —la regaña, incorporándose de su silla junto al secreter.

—Lo que no entiendo es por qué te empeñas en prohibirme todo Papá, mis amigos no tienen nada de malo —responde la joven enfrentándose.

—Como que nada de malo, son unos zaparrastrosos terroristas, como el cubano del que nos libramos hace poco.

—El Che no era cubano, era argentino y era un héroe, al que asesinaron.

—No voy a permitir que me respondas de esa forma en mi casa, mientras vivas aquí y yo te mantenga debes comportarte como lo que eres, una señorita decente. Cuando consigas un marido que valga la pena y te cases, ya será él quien te diga como debes comportarte.

—Papá, yo no voy a ser esclava de nadie, si me caso...

—Y no me discutas más —le interrumpe—. A partir de hoy se acabó eso de querer estudiar en la universidad y demás payasadas, el próximo año entras a secretariado, hasta mientras, te vas conmigo a la finca a ayudarme con la lechería y la cocina, tu madre se quedará aquí con tus hermanos.

Con los ojos brotando impotencia y los puños apretados, Irene queda sola en medio del living, mientras ve a su padre, que con su parsimonia habitual, toma su sombrero y se dirige a la salida sin hacer caso de sus protestas.

—Niña Irene, ya sabes que no tienes que discutir con el caballero, mucho le haces enojar y peor te castiga —le reconviene Sabina que ha estado observando la escena desde la puerta de la cocina.

—Es que es tan injusto, —responde entre sollozos—. Ahora quién le habrá chismeado y que le habrán dicho para que me quiera llevar a la finca, vos debes saber algo Sabinita, dime, por favor.

—No sé, waway, quien habrá sido, pero es que no debes dejarte ver con el joven barbudo pues, también en la plazuela Constitución se encuentran, todos pasan por ahí, el barrio nos conoce ¿nove?

—Seguro ha sido el Ramiro, ese cacacho de mierda siempre queriendo quedar bien con el viejo.

—Niña, no hables así, pareces llockalla de la cancha, de eso más te vas a hacer castigar con tu Papito.

—Que me importa, solo sé que se van a arrepentir de joderme tanto —concluye Irene en un nuevo sollozo que arrastra al subir las gradas de dos en dos.

Sabina se santigua y se dirige a la cocina donde encuentra a doña Yolanda llorando. Ella también ha escuchado todo y conoce bien a su marido, sabe que el castigo para Irene será ejecutado, aunque ella ruegue e implore.

 

III

Fresco domingo de invierno, estaba disfrutando el placer de desayunar salteñitas y leer el periódico en el jardín. Dos titulares llamaron mi atención: en el primero no aparecía mi nombre pero estaba yo: "Cambio total de la planta Ejecutiva de las 3 generadoras de electricidad" y el segundo "Empresas europeas reclaman se les compense por empresas eléctricas nacionalizadas".

—Y a nosotros quien nos indemniza —pensé, recordando mi pecado gerencial y me sorprendí al darme cuenta que ya me importaba poco.

Leí el periódico hasta el último aviso, dando largas y vueltas a enfrentarme con la tarea que tenía para ese día: ordenar ideas, arrinconar miedos, sacudir obsesiones y hurgar en el cajoncito oculto que mi padre ayudo a abrir en nuestra charla de la noche anterior. Me arme de valor, volví al living, me senté en el secreter, tomé un viejo cuaderno de colegio y me puse a tomar notas.

La tía Irene había muerto a los 18 años y algunos meses, según los certificados y recortes de avisos necrológico que encontré entre los papeles del abuelo. Había salido bachiller del colegio "Alemán Santa María" el año anterior. Mi padre, Ramiro, tenía entonces solo 14 años y recuerda que un día lo despertaron temprano, lo llevaron a la casa de la tía Bertha y al día siguiente lo recogieron diciéndole que su hermana había muerto, lo vistieron con su ajustado terno azul marino de los desfiles y lo llevaron al entierro. Me dijo además que los amigos de su hermana Irene eran raros y que no volvió a verlos después de su muerte, además que su padre le había prohibido verlos, así que a la casa no venían. Sin embargo, se acordó que poco antes de la tragedia había visto a su hermana alguna vez en la plazuela en arrumacos con uno de ellos.

Desde que yo recordaba y con mayor certeza, estos ocho últimos años que vivimos con la Yayi, sabía que ella nunca mencionaba a su hija muerta, y a su marido, muy rara vez y siempre hablando de él como "tu abuelo". En cambio a mi padre, a la tía Delia, a sus padres, otros parientes y amigos, evocaba cada rato, claro, que en una ensalada confusa de tiempos, lugares, situaciones y humores. Hubiera sido fácil preguntarle algo a ella, pero ¿cómo?, ¿qué decirle?, hay temas que la ponen mal, la deprimen, la sumen en mutismo por días y la tía tocaya es uno de esos temas. Y yo sigo siendo la hijita, hija, pelada, niña, muchacha, la NN.

Comencé a trabajar en mi planificada segunda fuente de información, la tía Delia, o como le dice mi hijo, la Gringa, por el acento adquirido de tantos años viviendo en los Estados Unidos. Esa tarde le pasé un correo electrónico pidiéndole charlar por Skype. Me contestó casi de inmediato y me dio cita para esa misma noche, a las once, hora de Bolivia. Estuve lista diez minutos antes, conectada y esperando. Creo que la asusté un poco, por eso su pronta respuesta; creyó que le pasaba algo a su madre. Después de tranquilizarla, le conté el encargo que me había hecho la Yayi y mis primeros hallazgos:

—Irenita, si tu abuela te ha encargado ordenar papeles y botar lo que no sirve, deberías hacer solo eso, no andar averiguando cosas que no le hacen bien a nadie —me dijo en un tono algo brusco que me recordó lo poco del abuelo que guardaba en la memoria: su tono al hablar, tan rudo y autoritario.

—Pero tía, yo más bien creo que la Yayi quiere que yo sepa, que averigüe, dentro de su estado hay una extraña lucidez con algunos temas, además yo quiero saber...

—Estás hablando tonteras —la interrumpió Delia—. Yo sé cómo está mi madre. La vi el año pasado, prácticamente no me reconoció y es imposible tener con ella una conversación razonable por más de un minuto. No entiendo por qué vos y tu padre no quieren que la internemos en un lugar donde esté bien atendida y sin complicarle la vida a nadie.

—Para mí no es complicación, ella es muy dócil y todavía puede valerse por sí misma en muchas cosas —le respondí contrariada—. Mi hijo es de gran ayuda y no quiero imaginarme como la tratarían en uno de esos asilos. Insisto tía, el hecho que me haya dado la llave no es casual, siento que ella quiere que yo sepa algo, que averigüe, y no veo porque no habría de saber lo que pasó.

—Te voy a decir una sola cosa más, yo amaba mucho a mi hermana Irene, su muerte fue un error de todos, comenzando por ella misma, un error que nos costó la unidad y armonía familiar. Destapar todo eso será revivir ese tiempo horrible, por favor no lo hagas, al menos no conmigo, adiós Irenita, hablemos en otro momento —y se desconectó.

Días después, en el Colegio Alemán Santa María una anciana monja me recibió muy bien, se acordaba perfectamente quienes eran Irene y Delia y me llevó al salón donde están los mosaicos de las promociones, el recorrido obligado comenzaba por las más antiguas, así que primero encontré a Delia, la promoción del 65, y después a Irene en la del 67, me quedé viendo la pequeña foto con la obsesiva temerosa curiosidad de siempre. Le hice algunas preguntas a la monja y obtuve un nombre, Margarita de Galindo.

 

IV

Las dos amigas están sentadas en una mesa de la confitería "Los Escudos", cada una con una "Copa Melba" delante:

—Me haces dar miedo Irene, si te pescan a mí también me va a ligar, sabes que mi padre es igual o peor que el tuyo.

—No seas malita, ayúdame, mañana mi padre me va a llevar al campo, apenas me ha dejado salir para despedirme de ti un rato, en quien más voy a confiar si no es en vos.

—A mi no me gusta ese tu jovato, me da miedo...

—A vos todo te da miedo che, ya eres grandecita, no seas tan mojigata.

—Ya bueno, pero con una condición, que vos me presentes a tu vecino, al Galindito, sabes que me gusta tanto ese choco.

—Ya bueno, pero será a la vuelta, seguramente para navidad, si es que a mi viejo no se le ocurre que nos quedemos a pasar las fiestas allá. ¡Capaz nomas es!

—Está bien, esperare como Penélope pues, tejiendo —responde resignada, pero con una sonrisa cómplice agrega—: Dime qué tengo que hacer.

—Lo buscas en la "U" más rato y le das esta nota, le dices que no falle, que es urgente. —¿Y si no lo encuentro?

—¿Te acuerdas de su amigo, del Alberto, el que siempre anda de Poncho? —sin esperar la respuesta de Margarita, Irene sigue con las instrucciones—. Entonces le das la nota a él, ese vive en la "U", seguro va a estar, si no es en la facultad, en el kiosco.

Medianoche en Cochabamba, Irene está apoyada contra la pared y entre las sombras que dan los añosos arboles de la calle Antezana, aparece la figura alta e inconfundible que ella espera:

—Mi amor, tenía miedo que no vengas —le dice bajito lanzándose a su cuello y estampándole un beso en la boca.

—¿Que ha pasado?, el Alberto me ha entregado tu papelito misterioso y dice que tu amiguita parecía detective de película gringa, todo un chiste.

—No es para chiste —responde Irene casi llorando y le cuenta de la conversación y sentencia de su padre.

—Pero, ¿quién nos ha visto, con quiénes, dónde? —atropella él con las preguntas.

—¿Eso es lo primero que te preocupa?, ¿para nada que no nos vamos a poder ver? —le recrimina la joven.

—Pero, es que, vos sabes, la seguridad es lo primero, hay mucho en riesgo, la causa, sabes que nos tienen fichados —atina él a decir algo avergonzado.

—Ya, ya, entiendo, la causa, a ratos hasta le tengo celos.

—¿Pero acaso vos también no crees que estamos haciendo lo correcto?, cuando triunfemos ya habrá tiempo para los romances pequeño burgueses, por ahora solo hay espacio para la lucha.

—Me he escapado de la casa por la pared del jardín para hablarte un ratito, si mi padre se entera me mata, mi mamá se da cuenta, pero se hace a la loca, así me ayuda, también le tiene miedo al viejo, como todos.

—Caminemos un ratito, por lo menos hasta la plazuela, déjame tenerte cerca un poco —la abraza y se unen a las sombras.

 

V

Mirando desde la altura, tras los amplios ventanales, el verde silencio del parque Amboró me tenía atrapada, cuando, escuché a mi espalda una voz ronca y vital:

—Buenas tardes señora, disculpe la espera, estaba en la huerta, gracias por venir hasta aquí —saludó con amabilidad mientras yo me daba vuelta lentamente.

—Buenas tardes Alberto, gracias a vos por invitarme, pero no me digas señora, mi nombre es Irene —respondí impactada al reconocer tras esa barba gris al joven de poncho de la foto encontrada en la libreta.

—Sí, Irene —dijo mirándome fijamente y con cara de haber visto un ejército de fantasmas y tras un silencio trató de decir algo—. Es que eres tan, tan...—y tampoco tuvo el valor de decirme lo que mi familia callaba al verme.

Alberto vivía en una casa ecológica que el mismo había construido al volver del exilio, dejando en Europa hijos y una ex esposa. Prácticamente se autoabastecía de alimentos con su corral y su huerta, salía poco a la ciudad y pasaba el tiempo entre labores de campo y su oficio de consultor como doctor en Ingeniería Ambiental trabajando con varias instituciones internacionales, ONGs y organizaciones locales. Pensé que era la vida con la que cualquiera soñaría, o al menos yo estaba encantada.

Lo acompañé y ayudé todo el tiempo, (no era de mucha ayuda la rata de escritorio), caminamos mucho, estuvimos tomando té y vino hasta muy tarde las dos noches, no dejábamos de conversar, le mostré la foto, me relató lo vivido esos días, me consoló, yo devolví el consuelo. El tercer día me llevó hasta Yapacaní en su camioneta y esperó conmigo a que pasará una flota que me devuelva a Cochabamba.

En las charlas nocturnas, me relató que la foto había sido tomada en una "excursión" que realizaron ellos tres, junto a ocho estudiantes más y un instructor a las faldas del Tunari, caminando en formación guerrillera desde Pairumani y haciendo prácticas. Solamente hubo dos mujeres, Tamara e Irene, que era la más joven del grupo y que fue aceptada solamente por la influencia que tenía su pareja con los dirigentes. Mi tocaya se había enamorado del revolucionario, del activista, del agitador, del hombre que la cuidaba y quería, sin dejar de ser un macho latino. El poema al reverso de la foto, hizo que a Alberto se le humedecieran los ojos y a continuación leyó en voz alta, larga y pausadamente los poemas de la libreta mientras yo miraba absorta la sombra danzante que de su cabeza proyectaba el fuego de la chimenea. Recordó la vena poética de Irene con nostalgia y sonrió por los rasgos izquierdosos que tenían algunos versos.

Recordó que cuando los enamorados lo emplearon de mensajero para sus citas, Alberto supo que mi abuelo había castigado a Irene soterrándola en la finca de la familia y después, al venir la represión, perdió contacto con ambos, ya que él fue llevado por su familia a Santa Cruz, de donde salió herido en septiembre de 1971 después de la masacre en la universidad. Supo que su amigo fue muy activo en las comisiones de la Asamblea Popular en La Paz el 70 y después, ya estando en el exilio, se enteró que estaba desaparecido desde el golpe de Banzer.

 

VI

Recién han pasado dos semanas pero ella siente que ha sido una eternidad, las tareas de la finca le ocupan tediosamente parte de su tiempo y el resto lo pasa leyendo, escribiendo y pensando

—Hasta mañana, señorita Irene —vocea el mayordomo de la finca—. ¿No necesita nada más?

—No, Emiliano. Váyanse tranquilos, ¿le has puesto kerosén a las lámparas? —dice Irene asomándose a la galería en la penumbra del atardecer.

—Si Irenesita, pero no uses mucho pues, no duermes, cara de fantasma ya tienes, tu Papá se va a enojar cuando vuelva.

—Si ustedes no le dicen, no se va a dar cuenta, no se preocupen —responde eludiendo la cuestión—. La Antuca y su marido se está quedando, ¿no?, cuidado me dejen solita.

—Claro niña, están en su cuarto atrás, cualquier cosa los llamas nomas.

—Aquí estoy señorita, no tenga pena —responde también Antonia desde alguna parte de la casona.

—Ya pues, los perros también ya los hemos soltado —concluye Emiliano—. Hasta mañana y ¡por favor descanse!

Las siguientes horas pasan tan lentas como los últimos días, Irene va y viene de la galería a su habitación con ansiedad, sobresaltada por los perros que ladran de cuando en cuando. A ratos sentada en la mesita, a la luz de la lámpara, acude a su libreta de poemas y completa o corrige algunas líneas.

—Como me he animado a mentir así, más bien los parientes de Oruro me han ayudado, así que, a

mirar la entrada... —piensa casi en voz alta mientras observa la foto que se tomaron los días de carnaval y en cuyo reverso había escrito algunos versos.

—Señorita, señorita —escucha la voz de Antonia que grita desde el patio en medio de ladridos—. Se quiere entrar un tipo y dice que lo conoces.

—¿Quien es, que pasa? —responde saliendo a la galería y tratando de reconocer las siluetas en el patio.

—Un tipo que se estaba queriendo entrar y mi marido lo ha agarrado, gracias a los perros que lo han arrinconado.

—¡Irene! —le grita la voz y ella se queda paralizada.

—Está bien, déjenlo pasar nomas, yo lo conozco —logra decir tratando de imprimir autoridad a sus palabras.

—Pero tu Papá después a nosotros nos va a reñir, nos puede botar también, ha dicho clarito que nadie puede visitarte ni entrar a la casa.

—Hazme caso Antuquita, dile a tu marido que lo haga pasar a la salita, cualquier cosa con él yo arreglo, no te va a decir nada —responde entre ruego y orden, mientras camina apresurada por la galería.

—Que haces aquí, son las 3 de la mañana, ¿estás loco?, sabes que mi padre nos puede matar si se entera —le espeta Irene ni bien entra en la sala donde está él, sentado en la punta de un sillón, con la ropa sucia, cansado y casi abatido.

—Me están persiguiendo, alguien nos ha denunciado, los otros compañeros se han ocultado también, yo no tenía donde más ir, por eso estoy aquí, ocúltame unos días por favor hasta que pueda irme a otro lado.

—Amorcito, nada quiero más que cuidarte y atenderte, pero tengo mucho miedo, y al mayordomo y los peones de la finca mi padre los tiene advertidos, es una mierda mi viejo.

—Por favor —ruega él dirigiéndole su mirada más amorosa.

—Ya, quédate, la Antuca es de más confianza, a ella le voy a pedir que no diga nada para que te quedes en uno de los cuartos del fondo, que usamos de depósito nomás. Mi padre recién se ha ido ayer, así que no creo que vuelva hasta el fin de semana, hasta entonces ya podrás irte.

—Gracias vidita, yo sabía que vos me ibas a salvar.

—Además, también quería hablarte de otra cosa —le responde Irene cambiando de tono—. Al final por algo dios te ha traído, estoy atrasada y la Antuca dice que se me nota...

El camión de la PIL ha recogido leche de la ordeña de la mañana y al salir de la finca se cruza con el Jeep del padre de Irene que vuelve de la ciudad con 3 acompañantes.

 

VII

El titular principal de "Los Tiempos" del 3 de octubre de 1968, rezaba: "Combate en Tlatelolco -"Muertos y heridos tras enfrentamiento entre terroristas y ejército mexicano en pleno centro del D.F.". Más abajo otro titular local: "Fracasa redada contra subversivos en el Valle Alto", el artículo daba cuenta de un operativo donde se intentaba apresar a un elemento terrorista que era buscado por los organismos de seguridad del estado. No se mencionaba los nombres del lugar ni de las personas, solamente decía que el sujeto había logrado escapar usando como rehén a una joven hija de los patrones de la finca.

Volví desde la Hemeroteca prácticamente en piloto automático, caminé hasta mi casa por las calles de una ciudad de hace cuarenta años. Mi pena e indignación por los muertos de Tlatelolco eran inmediatas, me sentía perseguida, observada por bachilleres de Fort Gullick.

Al día siguiente nuestra zona estuvo totalmente congestionada y trancada por el barullo del desfile del 6 de agosto, la abuela estaba aburrida por la bulla y no había querido siquiera comer. Sonó el timbre de la puerta y le pedí a mi hijo que viera quien es, volvió con una irónica sonrisa:

—Mami, te busca Papa Noel con poncho.

—Hola Alberto, que sorpresa —lo saludé saliendo a la puerta sin poder disimular mis emociones—. Qué pinta más plurinacional la tuya.

—Ya te conté pues, que soy asesor de algunas centrales campesinas y me han traído al desfile, hay que cumplir con las bases, nove.

—Deberías estar entonces en los festejos oficiales, no aquí, visitando a los k'aras —le dije, provocándolo mientras nos sentábamos en el living y le ofrecía un refresco.

—No soporto mucho la ciudad, menos en estos alborotos, así que me escapé nomás, quería saludarte —acotó bajando los ojos algo apenado.

—Antes déjame presentarte a mi hijo: hijito, el señor es Alberto un antiguo amigo de tu la tía tocaya, al que fui a visitar en Buena Vista.

—Hola don Alberto, así que vos eres el dueño de esa casa que tanto le gusta a mi madre —dijo Diego riendo y escapando—.Yo me voy a seguir jugando pley, chau.

—¿Cómo has estado Irene?, es tan lindo verte, debo confesar que los breves días que me visitaste fueron de los mejores que pasé en los últimos años, gracias por haber ido.

—No hay de que —le dije sonrojándome y cambiando de tema—. Te cuento que he averiguado algunas cosas más —y le conté mis últimos hallazgos.

Alberto me escuchó pacientemente sin agregar gran cosa y dejó extinguirse el tema como si no le importara mucho; estuvo comentando incidencias de este su viaje, el desfile, el encuentro con las autoridades nacionales y pretextó que tenía que irse para volver con sus bases, no sin antes hacerme prometer que lo visite la semana siguiente, acompañada de Diego y aprovechando el feriado de "Urkupiña". Prometió venir a recogernos, dando por hecho que iríamos.

El día del viaje me levanté temprano para alistar todo con tiempo y esperar a mi prima Berthita, que se iba a quedar con la Yayi. Bajé a la cocina a preparar el desayuno y me encontré a la abuela sentada en la mesa del comedor desayunando avena, que ella misma había preparado. No lo podía creer, después de que se pasaba semanas sin bajar de su cuarto y exigiendo que se le lleve la comida a su cama:

—Que bien que has bajado Yayis —le dije con alegría y expectación—. Quisiera aprovechar de mostrarte todo lo que he encontrado en el secreter y como lo he ordenado, pero ya sabes que estamos viajando.

—No hace falta hijita, yo sé bien todo lo que había ahí y lo que significa, dejé todo así cuando murió tu abuelo —respondió con un tono que ya había olvidado en ella.

—Entonces, si sabías, ¿por qué me pediste que lo haga?, he viajado, he estado buscando gente, he perdido tardes enteras en la hemeroteca y demás —retruqué pretendiendo mostrarme contrariada.

—Porque tenías que hacerlo, Irene —afirmó rotundamente—. Eres la única de mis hijos o nietos que realmente me importa y tengo una deuda contigo que solo así se pagaría.

—He encontrado la foto de la tía con sus amigos barbudos, la que tiene el poema al reverso —dije muy nerviosa, sin saber como más continuar con la conversación.

—Esa foto la tenía el viejo desde que murió mi hijita, junto con su libreta, yo le rogaba que me las de, para tener algo íntimo de mi nena, pero siempre me decía que era basura y que la guardaba solamente por si acaso.

—Lo he conocido al que está de poncho en la foto y me ha contado algunas cosas. Entendí que el otro barbón era el novio de la tía, que era dirigente estudiantil —agregué sorprendida por el rumbo de sus comentarios, con apuro y el temor de que no me siga la charla.

—Ese pobrecito, el viejo creía que tenía la culpa de todos los males del mundo, venía de La Paz a visitarme de ocultas, lloraba como niño, pedía perdón —comenzó a relatar la Yayi en apuradas frases—. El viejo casi sólo vivía en la finca nomás, venía con jeta, amargado y nos amargaba a todos, tu tía Delia nunca volvió, yo terminé de criar a tu padre solita y el también se fue a estudiar, volvió casado y con vos wawita, y se fueron a trabajar con mi hermano a Santa Cruz —agregó haciendo un atropellado recuento de las cosas, como para sí misma.

—Viejita amada, tantas penas, por eso cuando me divorcié y me ofrecieron trabajo aquí, me vine a acompañarte, te quiero mucho, Yayis —le respondí, tomándole una mano, dándome cuenta de mi nervioso comentario, de verdad no sabía que más decir.

—Le robé la llave al viejo, abrí el cajón, vi la foto, leí el poema y entendí todo. Nada le he perdonado al padre de mis hijos, aunque nos daba de comer —continuó ella sin atender a mis cariñosas palabras—. Me di cuenta que realmente lo aborrecía cuando denunció a ese pobre muchacho, habló con el jefe de policía, y se llevaron al padre de mi nieto de aquí, de mi puerta.

—Pero, Yayis, no entiendo como mi tía Irene... —intenté preguntar y me interrumpió para siempre.

—Señora, dígale a la Sabina que me lleve un mate de cedrón a mi cuarto y pídale al niño que me ayude a subir, le agradezco su visita, pero las viejas nos cansamos rápido.

Mientras la Yayi se ponía de pie trabajosamente con la ayuda de Diego, volví la vista hacia el rincón sepia y siguiendo la mirada de la tocaya hasta el patio, encontré la figura de Alberto, bajo la higuera, que comenzaba a mostrar sus primeras hojitas verdes y tiernas. Estaba esperándonos para salir de viaje y con su hermosa voz me llamó de mi nombre haciéndome señas para que salga a su encuentro.

 

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