SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número18AdiósLa tocaya índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Revista Aportes de la Comunicación y la Cultura

versión impresa ISSN 2306-8671

Rev. aportes de la comunicación  no.18 Santa Cruz de la Sierra jul. 2015

 

POSTÍTULO EN ESCRITURA CREATIVA PROSA

 

Lavadero

 

 

Por Víctor Claros
Licenciado en Comunicación de la Universidad Privada de Santa Cruz de la Sierra -UPSA

 

 


 

 

La camioneta sube en la rampa de cemento del lavadero. Es una Nissan seminueva cabina y media. Cristóbal llega después de dos días de cruzar monte, barriales, ríos, caminos estrechos donde apenas se divisaba la trilla. La camioneta carga en los guardabarros abultadas costras de barro. El color plateado del chasis apenas se distingue por la capa de tierra café que la cubre. En el vidrio, es apenas transparente el ángulo de barrido del limpiaparabrisas, el resto está salpicado de barro incluyendo el techo y los faroles.

—Ya te dije que un gato no —dijo Cristóbal.

—Yo lo cuidaré, son buena compañía —dijo Maura

—El problema son los pelos, soy alérgico a los pelos de gato y lo sabes, esto parece una provocación.

—Si pensaras un poco más....

—¿En qué?... ¿En nosotros?, pues lo hago y no sabes con que esmero.

Cristóbal tiene un rostro colorado, de chapas brillantes, lleva puesta una gorra tan sucia como el resto de su ropa. Luce una barba de tres días, empolvada. Lo mismo que las pestañas y los vellos de la nariz. Los labios resecos y partidos por cambios bruscos de temperatura.

Se queda en la cabina revisando el celular, por fin tiene buena señal. Está conectado, pero no comunicado. El problema con Maura —si se le puede llamar problema a la implosión circunstancial de una relación— es lo segundo. Cristóbal conoció a Maura gracias a un problema de conexión de internet en su oficina y desde entonces se estableció cierta comunicación, que fluctuó hasta que el mazo de emociones se desgastó y solo quedo una hebra; muy delgada como para resistir dolores de cabeza, transformadores, caminar solo, gatos o reuniones informales.

Se escucha el chorro de la manguera a presión sacudiendo los fierros interiores de la camioneta. Hay abolladuras y manchas de aceite rodeando el cárter del motor. Es un lavadero clandestino, precario pero eficiente. No tienen licencia de funcionamiento ni dan factura. Pero cuesta diez pesos menos que los otros y los que lo atienden, la mayoría jóvenes, trabajan con ahínco, algunos con el dorso descubierto. Los fines de semana es un barullo de gente y autos moviéndose bajo un enorme tinglado en carriles estrechos donde pasan agua a presión y luego espuma para después secarlos y aspirarlos. Es trabajo a mano con paños de franela, baldes, esponjas. Sin máquinas industriales, excepto la bomba de agua, grande y ruidosa. Quizás el mismo trabajo: delicado y persistente que faltó en la relación.

—¿Estuviste viendo mucha tele? —dijo Cristóbal.

—No, el dolor fue espontáneo, otras veces es el sol o la comida o mi estado de ánimo, pero esta vez no fue nada —dijo Maura.

—Deja que te friccione la cabeza con alcohol.

—No, por favor.

—Otra vez con tus ideas.

—El dolor es mío, yo lo manejo, solo mío.

—¿Tomaste algún medicamento?

—No quiero más preguntas. Voy a descansar. Esto es insoportable.

—¿Yo o el dolor de cabeza?

Cristóbal está agotado, tiene hambre y sueño y quiere, él también, bañarse. Quitarse la ropa tiesa, curtida, refregarse bajo una ducha tibia, los ojos y oídos, las axilas y la entrepierna. Es sábado en la mañana y tiene el domingo para descansar. El lunes regresará a trabajar. Se había ido de viaje al campo —él que nunca sale de la ciudad— resuelto a soltar de una vez esa única hebra que los unía, pero al soltarla nunca se había imaginado el dolor del rebote.

—Continua por favor tú sola —dijo Cristóbal.

—Estamos a medio camino —dijo Maura.

—Quiero caminar solo.

—Bueno, si es que llegas antes me avisas.

—Así lo hare, te doy una llamada.

—No te olvides.

—Sigue por favor.

—Ya voy, ya voy ¡que antojos los de este hombre mi Dios!

—Si no fuera por la hora.

—Cuídate.

Un muchacho con el rostro cubierto con un retazo de tela, de mirada intensa, le indica con los brazos arriba que avance, falta la espuma. Cristóbal avanza un poco y detiene la camioneta en seco; delante y atrás hay otras movilidades y debe maniobrar con cuidado. Cristóbal deja la llave en la chapa y decide bajar. Se apoya en una columna donde no estorba. Quiere sacudirse, estirar las piernas. Se quita la gorra y rastrilla hacia abajo sus mechones duros, cae una cortina de polvo. Tiene puesta una camisa manga larga para protegerse del sol y los mosquitos. Y pantalones caqui de tela impermeable con bolsillos a los costados, repletos de pequeñas herramientas.

—Te encargué el transformador para la máquina de hacer pan —dijo Maura.

—Sí, pero es caro, la máquina consume mucha corriente, se necesita un transformador de 1000 vatios, es enorme —dijo Cristóbal.

—Tenemos la máquina casi un año sin usarla. Entonces, ¿la regalo?

—No.

—La usaré de pisapapeles —dijo Maura.

—Cuando la necesitemos compramos el transformador.

—Ese día nunca llegará.

—¿Por qué?

—Porque prefiero comprar pan en el supermercado.

Hay mucha gente esperando que sus autos avancen y pese a que hay un pequeño snack con mesas y sillas, algunos, como Cristóbal, prefieren estar de pie, contemplando el movimiento febril de los lavadores. No sea que por apurados rompan un retrovisor o doblen el capó o no enjuaguen bien. Hay que vigilar. Sobre una pared que está al fondo se puede leer un gran cartel que dice:

Favor de revisar sus pertenencias antes de retirarse del lavadero, en caso de perdidas, la administración no se hará responsable.

Cristóbal perdió todo, solo tiene la camioneta, una mochila y una gran conservadora en la chata con hielo derretido donde yacen encaramados peces de largos bigotes y boca ancha junto a latas y botellas. Así que el letrero le produce una risotada interior cuyo eco solo él escucha.

Bajo el tinglado, el agua pulverizada de los aspersores golpeando el metal de los autos se difu-mina en olas de colores refractadas por el sol. Es una cortina de alivio, una lluvia fina, casi imperceptible que abrillanta la piel. Cristóbal siente está fresca humedad y le baja la temperatura. Su frente es un radiador humeando. Se agacha y afloja los cordones de sus botines, siente brazas bajo sus pies. Se escucha el rugido que sube y baja de los compresores succionando con mangueras estriadas las basuritas de los asientos y recovecos de los carros. Cristóbal saca una cortapluma y remueve la tierra bajo las uñas de su mano derecha. Quiere verse bien, como si fuera a recibir una visita. No cabe duda que Cristóbal es un tipo con muchos logros en su haber pero ahora mismo, a sus 40 años, limándose las uñas en un lavadero clandestino, es un pobre diablo.

Los chicos que limpian, levantan la mano y gritan, buscando a los dueños para que paguen en caja y se lleven los autos. Los conductores llegan con sus papelitos de talonario sellados, se los dan a los lavadores y suben orgullosos a sus máquinas. Las prenden como si las estuvieran sacando de agencia. Están limpias, renacidas, listas para enfrentar la mugre de la ciudad.

—El hombre regresó y me devolvió el dinero —dijo Cristóbal.

—No puede ser —dijo Maura.

—Eso mismo pensé.

—Tenía una cara de arrepentido, detrás de él venía un policía.

—Qué vergüenza

—Y más atrás el gerente de la agencia. Alrededor nuestro la gente murmuraba. El gerente, un gordito que no paraba de reír nervioso, me pidió disculpas y hasta me ofreció café.

-¿Café?

—Si, café... Descafeinado. Era eso o un vaso de agua —Maura se dobló de la risa.

Cristóbal revisa su celular y ve que no hay ninguna llamada. Lo ha revisado más de cuatro veces

en la última media hora. Sabe que Maura no va llamar pero aun así revisa. Se olvida —él que sabe de tecnología— que no es lo mismo estar conectado que estar comunicado.

A la camioneta la están aspirando. Ya la remojaron y secaron. Solo faltan los pisos y limpiar el interior que no es mucho. El guinche luce su grueso cable de metal. Los aros brillan de nuevo. Cristóbal está satisfecho y prepara una buena propina. Sonriente se lleva la mano al bolsillo y tra-busca y al sacar las monedas saca también un anillo. Lo observa, lee de memoria la inscripción en el aro interior y la sonrisa se tuerce en una mueca burlona. Piensa, recién piensa: fueron buenos ratos los que pasamos juntos.

—¿Es una reunión informal? —dijo Maura

—Sí —dijo Cristóbal.

-¿Cómo crees que me veo mejor?

-Así está bien

-¿Así como?

-¿Sabes? no eres tú, es el gato.

-¿Qué pasa con Melquiades?

-Me distrae.

-Por eso lo adoro

-¿Crees que podremos enfrentarlo?

-Ya aceptaste la invitación.

-Hemos sido tan aburridos en otras ocasiones

-Tú y yo nos merecemos esas cubas.

-Sí y cuando nos aburramos nos vamos a bailar.

-Me gusta que hables en plural

-¿Un vestido? ¿Mencione que era informal?

Había sido un duro viaje, entrar al monte donde no había camino. De ida la lluvia no cesó y de vuelta el calor tampoco. Se había ido de pesca y aventura con un amigo. En el trayecto habían conversado mucho para acompañarse. Cuando el cansancio los vencía y paraban de hablar, Cristóbal se quedaba en inercia con hilachas de la charla en la cabeza. Hilachas que se iban hilvanando con otras, muchas otras, hasta que formaban un nuevo tejido, diferente del que habían salido y al final, palpitaba otra voz, más clara todavía, que la voz de su amigo. Era un coro de conversaciones imaginarias, la voz dúctil al tacto de Maura, redibujada de mil maneras, la voz impetuosa de sus 25 años, llena de acentos en medio de las frases. Como si se abriera camino en la vida con el báculo de la lengua.

—Voy a volver a la carrera, solo me faltan cuatro semestres y acabo —dijo Maura.

—No es mucho —dijo Cristóbal.

—Sí, lo estuve pensando y me da tiempo entre el trabajo y la casa.

—Licenciada, te voy a llamar licenciada y no por tu nombre.

—No exageres, no me lo creo.

—Te va ir bien —Maura se quedó pensativa luego se atrevió a decir:

—A ti también, estoy segura.

La camioneta se había plantado en varios lugares del trayecto y tuvieron que jalar con el guinche, cavar y hacer rugir el motor hasta bordear el punto en que podía fundir bielas. Eran pastizales crecidos que la lluvia había convertido en lagunas. Mientras avanzaban iban desmontando. Fue un avance lento, lleno de riesgos. Llegaron al río con diez horas de retraso. Cristóbal cree que valió la pena. Ver arboles de copa abundante visitados por cientos de garzas. Las anguilas zigzagueando en los lodazales. Dormir a la intemperie con la noche celada de ruidos después de haber cenado pan y embutidos, lo había templado.

—No te rías.

—Es la primera vez que lo intentas, me hace cosquillas.

—No te hagas que te encanta.

—Sí, pero...

—¡Pero nada!, relájese y disfrute.

—¡Qué autoridad! ¿De dónde saliste?

—Disculpa pero alguien tiene que poner orden, sino se pierde el efecto.

—¿Qué efecto?

—¿Tengo que explicarlo? el efecto natural, espontáneo, ¿no te parece?

—Me encanta

—¿Ya estás mejor?

—Sigue así.

Los carros escurren y el agua sucia circula por amplios canales que están en bajada para desembocar en largas alcantarillas. Los canales están interconectados así que las lavazas son recolectadas sin dificultad, aunque igual hay uno que otro charco. Y son charcos enteros de recuerdos los que pululan la cabeza de Cristóbal. Un líquido aceitoso que fluye lento, reciclando toxinas, por los vasos comunicantes de su cuerpo empapado de tierra y sudor. Estos fragmentos inconexos de memoria le ayudaron a serenar su rostro, entumecido por horas de no mover un solo músculo, de mirar fijamente un punto de luz en el horizonte y tener las manos prensadas al volante.

Sabe que necesitaba más que nunca de Maura pero también sabe que regresar con ella no es una opción.

El retorno ha sido largo y ahora que está rodeado de agua a chorros, a presión, siente ganas de cruzarse y ser impelido por esa fuerza brutal y cristalina que sale de las mangueras de caucho. Había soportado estoicamente las flamas consumiendo sus vísceras en el espesor del monte.

—Debemos hablar —dijo Maura.

—¿De qué? El día entero nos vemos la cara y nunca dices nada. Solo hablas y hablas —dijo Cristóbal.

—No me hagas esto.

—No aguanto más. Lo siento.

—¿Podemos hablar?

—Lo estoy haciendo.

—Pero de la boca para afuera.

—Estoy harto.

—Créeme yo también.

Cristóbal revisa una vez más el celular, pero no ve nada que le interese, y esta vez lo apaga. Está con la batería baja. No sea que lo necesite para una llamada de emergencia. Deja varias monedas en la mano del muchacho de mirada intensa y se queda viéndolo. Recién se da cuenta: sus ojos pardos le recuerdan a Melquiades. Este le agradece y se va. Cristóbal prende la camioneta, acelera un poco, engancha primera y se dirige despacio hacia el portón de la calle.

—Fíjese, este símbolo significa que la conexión está establecida —dijo Cristóbal —Ah, ahora entiendo —dijo Maura.

—La velocidad puede fluctuar de acuerdo a la demanda de usuarios, pero tiene un rango aceptable.

—La mayor parte del tiempo paro desconectada, pero a veces se me da por chatear.

—Solo tiene que habilitar la red inalámbrica. Tanto el firewall como el antivirus están funcionando.

—No sé cómo hay gente que está conectada todo el día.

—Lo mismo pienso, la gente va a los resort, quieren vida silvestre y no paran de chillar por Wifi.

—Es un problema de comunicación.

—Sí, cada vez más conectados pero menos comunicados.

—Déjeme su tarjeta por si necesito otro servicio.

—Claro.

 

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons