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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.28 no.53 La Paz  2024  Epub 11-Dic-2024

https://doi.org/10.35319/rcyc.2024531330 

IDEAS Y PENSAMIENTOS

Alegorías y aledaños de la Guerra del Chaco

Allegories and Surroundings of the Chaco War

* Magister en Literatura Latinoamericana, UMSA, UCB, La Paz. Contacto: alancastroriveros@gmail.com


Resumen

A partir de imágenes y escrituras de actores del ámbito militar y cultural boliviano relacionados con la Guerra del Chaco, este ensayo explora la imaginación de aquel conflicto. La expresión alegórica, al tener como núcleo las relaciones entre imagen y escritura, se plantea como lente para leer a detalle las encrucijadas que se juegan en las diferentes formas de ver la guerra. Desde los gestos de Froilán Tejerina o Germán Busch hasta las formas escriturales de Hilda Mundy, David Villazón o Jesús Urzagasti, el siguiente ensayo ahonda en los horizontes históricos que operan en y desde estas miradas.

Palabras clave: Literatura boliviana de la Guerra del Chaco; vanguardia literaria en Bolivia; mirada histórica; mirada alegórica; historia y literatura bolivianas

Abstract

Based on images and writings of Bolivian military and cultural actors related to the Chaco War, this essay explores the imagination of that conflict. The allegorical expression, having in its core the relationship between image and writing, is proposed as a lens to read in detail the dilemma at stake in the different ways of seeing the war. From the gestures of Froilan Tejerina or German Busch, to the writing forms of Hilda Mundy, David Villazon or Jesus Urzagasti, the following essay delves into the historical horizons that operate in and from these gazes.

Keywords: Bolivian literature of the Chaco War; literary avant-garde in Bolivia; historical gaze; allegorical gaze; Bolivian history and literature.

A los muertos

1. Un retrato

Archivo Urzagasti-Montero

Fig. 1 Froilán Tejerina Alcoba (Guayabillas, 1907-Chaco Boreal, 1934). 

En su mirada se combinan el asombro y la firmeza; ambos sostenidos por el terror primigenio que centellea al fondo de los ojos.

Si jugamos el juego de los retratos y tapamos la mitad de su cara con nuestra mano derecha, vemos al hombre. Si tapamos con la izquierda, adivinamos al niño.

La camisa militar es holgada en los brazos y está abotonada hasta el cogote. El cuello negro por momentos trae el espejismo de un grillete, donde culmina el abotonamiento tras una cadena serpenteante.

Su cabellera agreste se burla del corte firpo. En su hombro derecho hay un botón y dos estrellas. El número seis en el cuello lo asigna al regimiento de infantería; es decir, el de combate a pie con armas portátiles, el de cuerpo a cuerpo.

No se sabe dónde está, pero lo vemos ante un pupitre sobre el que hay un libro abierto y dos frascos: uno blanco y otro negro más pequeño.

La nitidez del primer plano respecto al fondo le da a este último un aire fantasmal y al primero la materialidad física de lo táctil.

El soldado agarra una pluma y sostiene una hoja que muestra al fotógrafo.

Allí leemos: “en este libro aprendí a leer y escribir en un mes./ Sgto. Froilán Tejerina”.

2. Buen Retiro

“[Y]a casado pero sin hijos, volvió a cruzar el desierto con su mirada de animal ciego”, escribe Jesús Urzagasti en Los tejedores de la noche (2010 [1996], p. 88) a propósito de Froilán Tejerina. En la novela, el retrato del héroe de Fortín Sorpresa está pegada en la pared del cuarto desde donde escribe el narrador sin nombre, un cuarto debajo del piso donde viven los tejedores de la noche (p. 25). Sin embargo, Froilán Tejerina como tal aparece mucho antes que su imagen.

Los tejedores de la noche enlaza al menos dos espacios narrativos: el ya mentado cuarto y la residencia imaginada de Buen Retiro -dinamizados por un proyecto cinematográfico sobre la Guerra del Chaco que trastoca y revira ambos espacios. En el segundo -Buen Retiro- aparece Froilán Tejerina por primera vez.

Buen Retiro es la residencia que el narrador imagina para estar a sus anchas, alejado de la vida cotidiana que lo requiere ahí donde vive, en un cuarto. “Cabe inventarse una residencia” -dice el narrador sobre Buen Retiro-, “y la levanté de la tierra firme de la imaginación (...): un árbol de por medio, una biblioteca de anarquista, puertas y ventanas abiertas para ventilar la intimidad con esas criaturas consumidas por el desorden creador” (p. 139).

Y es que el narrador no está solo en la residencia imaginada.

Un día después de la invención de Buen Retiro, halla “restos de cigarrillos, botellas de singani a medio consumir [...], yesqueros, jergones de cuatreros, quesos, caña paraguaya”, “en fin, rastros de enigmáticos visitantes” (p. 18).

Mientras mira aquel desorden sin mucha sorpresa, suena el timbre:

Bajaría sin vacilar las escaleras, abriría la puerta y me toparía con un cuarentón huraño como los seres de otro tiempo. La cortesía me obligaría a muchas cosas esa noche; para empezar, no le advertiría al forastero que la residencia era inventada, al igual que el jeep metido en el garaje. La realidad ocasiona estragos al por mayor, en eso estamos de acuerdo; pero la irrealidad, si no es mutuamente consentida, puede provocar un escándalo existencial de cuyos resultados más vale no preguntar. Cabe señalar que Froilán Tejerina no había cambiado nada (p. 19).

La llegada de Froilán Tejerina a Buen Retiro no es una mera visita. Su presencia podría parecer efímera, por lo imprevista y casual, pero llega para quedarse. Y lo veremos transitando múltiples escenarios de la residencia imaginada a lo largo de la novela, proyectándose además hacia la película.

Tras sucesivas jornadas de convivencia, el narrador de Buen Retiro y el ex soldado cuarentón de Guayabillas (tronado a los 27 años en Campo Santa Cruz, según parte del ex suboficial Atanasio Ponce Aramayo (Mendieta, 1993, p. 178) -recordado sea entre paréntesis) van haciendo buenas migas.

En una de esas, Froilán Tejerina inicia un diálogo con el narrador -quien se hallaba ese instante pensando en su tío Ramón. La charla gira en torno a la resurrección.

- Me parece que si un hombre se muere es porque está seguro de resucitar -y miró los libros de los estantes sin mayor curiosidad.... -Como todo incrédulo, mi padre se ponía furioso cuando alguien le contradecía. Un día de esos se murió sin pensarlo dos veces. Seguro que lo estaban llorando más de la cuenta, porque de pronto levantó la tapa del ataúd, se incorporó de mal humor, desparramó puteando las flores y afirmó sin pestañear: Habrá llegado la hora, pero no llegó el muerto. Luego se fue a ver las chivas recién paridas.

- Ese fenómeno se llama catalepsia -agregué como si Froilán fuese un ignorante.

- Puede llamarse lo que quiera - me replicó con la solvencia de un hombre instruido en cosas de fondo. -Pero las gentes de mi tiempo se asustaban cuando los difuntos resucitaban. Por eso se dice que la ignorancia acaba con cualquier milagro. Al incrédulo que se salió del cajón, poco después los mismos parientes lo acabaron de joder a garrotazos.

Lancé una risotada que me hizo sentir mal, porque Froilán frunció el ceño y prosiguió:

- De morir hay que morir bien; sólo así se resucita como Dios manda. Yo troné en mi ley en Campo Santa Cruz. Desde entonces, lleno de mí mismo camino por montes y ciudades. Al primero que me pida el certificado de defunción le meto seis tiros -se incorporó y se fue a tomar agua de la pila (Urzagasti, 2010, pp. 140-41).

Antes de ahondar en la resurrección y “la llegada de la hora, pero no del muerto”, cabe notar que esta aparición de Froilán Tejerina tras el recuerdo del tío Ramón responde a una cualidad compartida: se conoce de la valentía de ambos en la Guerra del Chaco, pero se duda de su existencia. Ambos están envueltos en esa neblina donde imaginación y memoria destejen sus contornos y se hacen indistintos, ahí donde anida la sospecha de verdades hechas a la ligera, a vistas de un campo regado de huesos.

Por otro lado, el tío Ramón y el sargento Tejerina son personajes transmitidos por el padre del narrador de Los tejedores de la noche. Él decía que Froilán Tejerina “tenía la talla de héroe, aunque en el colegio me convencieron de que el susodicho sólo existía en la imaginación de mi progenitor” (p. 85). En cuanto al tío Ramón,

Mi padre aseguraba que su primo Ramón había muerto en la defensa de ese heroico fortín [Boquerón], afirmación que me parecía descocada, habida cuenta de que en memorables páginas doradas vi desfilar a Bernardino Bilbao Rioja, Germán Busch, Francisco Villanueva, Tomás Manchego, Jesús León, Víctor Ustárez (...), pero ni por equivocación a mi tío Ramón (pp. 46-47).

Si morir es “estar seguro de resucitar”, a qué responde la duda de la existencia de estos muertos. Y en qué encrucijada se halla su imagen.

3. La ruina como alegoría

El escombro suelto o la espacialidad de una ruina, como expresión alegórica de la Guerra del Chaco y sus aledaños, guarda en sus distintas formas de aparecer cada cual una encrucijada. Desde El pozo de Augusto Céspedes (la fosa común cavada en busca de una gota de vida), hasta la columna trunca en el mausoleo de Germán Busch Becerra (el macizo brote de la tierra súbitamente descabezado), la imagen de aquella guerra y sus aledaños se alegoriza con cierta naturalidad en algún tipo de ruina. Esta ruina -materialización física de un proyecto inútil, trunco, inacabado, al mismo tiempo que ineludible, germinal y totalmente acabado- es además aquello que dejan los muertos como marca de su trascendencia: recuerdo no de la ruina, sino del sueño detrás de la ruina, de aquello que alguna vez suscitó la vida en aquellos restos. El pozo y la columna trunca, por su polaridad -hacia el fondo una, hacia lo alto la otra-, trazan un eje vertical en el que las múltiples expresiones de la ruina ocuparían cierto lugar, algunas más cerca de la tierra, otras del cielo.

A propósito del cuento El pozo (1936), la escritora Blanca Wiethuchter remarca que su trascendencia es excepcional dentro de la literatura escrita por la generación del Chaco, pues el hecho bélico la mayoría de las veces se volcó “en un lenguaje que no trascendía (...) una intención testimonial... Podría afirmarse, sin malicia, que lo logra por la fuerza misma de la guerra, porque ningún otro relato ni novela de Céspedes alcanza el vuelo delirante de esta narración” (2002, p. 144). Este guiño lleva a imaginar, “sin malicia”, que la expresión de la Guerra del Chaco, su “fuerza misma”, tiende a alegorizarse en algún tipo de ruina, más allá de quien sea su médium.

El acápite que Wiethüchter dedica a El pozo en Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia lleva por título La alegoría fantástica: la matria (pp.142- 48). A pie de página, la autora precisa que entiende el concepto de alegoría “a la manera de Maurice Blanchot” (nota 24).

Pero antes de entrar en ello, cabe recordar que la noción general de alegoría es la de una imagen donde se ha materializado una idea. Una mujer de larga cabellera, con los ojos vendados, sosteniendo una espada en la diestra y una balanza en la siniestra es -por ejemplo- la alegoría de la Justicia1. En su minucioso estudio sobre el Trauerspiel alemán, el escritor Walter Benjamin indaga sobre las transformaciones de la expresión alegórica; desde la ciencia jeroglífica (donde los pictogramas e ideogramas forman palabras y conceptos), pasando por la emblemática medieval (donde la iconografía es escritura sagrada y secreta), hasta el drama barroco alemán (donde las imágenes proliferan hasta ser pedazos cifrados del código muerto de un mundo pasado a la historia).

En todo caso, y a lo largo de sus transformaciones, la alegoría siempre ha operado desde las relaciones profundas que entretejen imagen y escritura.

Con su teoría de que toda imagen es tan solo grafía ( J. W. Ritter) da en el centro de la concepción alegórica. En el contexto de la alegoría, la imagen es únicamente rúbrica, tan solo monograma de la esencia, y no la esencia en su envoltorio (Benjamin, 2012, p. 260).

Respecto al concepto de alegoría planteado por Blanca Wiethüchter, la nota al pie refiere concretamente al ensayo “El secreto del Golem”, incluido en El libro por venir (Blanchot, 2005 [1959], pp. 114-21). Allí, el indagador órfico de Devrouze señala una diferencia crucial entre la experiencia simbólica y la mirada alegórica.

Lo extraño en el empleo de este término (símbolo) es que el escritor a cuya obra se aplica se siente muy alejado, mientras está inmerso en esta obra, de lo que de signa un término semejante. Después, puede que se reconozca en él, que se deje adular por este bonito término. Sí, es un símbolo. Pero dentro de él hay algo que resiste, protesta y secretamente afirma: no es una forma simbólica de decir; era solamente real (Blanchot, 2005, p. 114).

La extraña realidad que se revela en esta forma de ver la obra como algo en donde la propia vida ha estado inmersa, ese “solamente real” que se opone al “bonito término” de símbolo, es producto de la mirada alegórica. Mientras la experiencia del símbolo supondría comprender la vivencia real más allá de lo perceptible -es decir, fuera de la obra-, con la alegoría “el más allá de la obra no es real sino en la obra; no es sino la realidad propia de la obra” (p. 118). Por ello, la alegoría aquí supone la materialización de una imagen tras la realización de cierta fuerza creadora. Y la obra sería aquello que queda tras el paso de esa “fuerza misma”. No por nada, “el Golem se animaba y vivía con una vida prodigiosa, superior a todo lo que podemos concebir, pero sólo durante el éxtasis de su creador” (p. 121).

El secreto del Golem es la mirada alegórica -que es la mirada de Orfeo en El espacio literario de Blanchot-, y también la conocida mirada del ángel de la historia de la novena tesis Sobre el concepto de la historia:

En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso (Benjamin, 2007, pp. 69-70).

He aquí la “catástrofe única” -fuerza de “lo que llamamos progreso”- que hace pedazos las construcciones, siempre insostenibles, en cuanto la mirada alegórica descubre que la proliferación de sus verdades estaba encubriendo su repentina vacuidad. Y es ahí donde Wiethüchter ve cómo El pozo “utiliza lo fantástico alegórico como otra forma de realismo” (2002, p. 148); es decir, allí donde la realidad se revela como ficción. Tal la encrucijada que asomaba su cabeza, por ejemplo, en ese espacio donde imaginación y memoria destejen sus contornos y el tío Ramón o Froilán Tejerina parecen invenciones abstrusas.

Pero tal vez cavar y cavar el pozo “en dirección a la matria”, con la “voluntad enloquecida”, con el “sentido ilusorio para ingresar en el ámbito de lo irreal”, en el “absurdo (...) que fuerza la realidad hasta el desquiciamiento”, toda esa vida obrando “bajo la luz del simulacro” (pp. 146-77), tal vez todo ello “era solamente real” (Blanchot: supra).

4. El camba Busch

Lo fantástico alegórico de El pozo centellea también en su formato. Compuesto de fragmentos del diario de campaña del suboficial boliviano Miguel Navajas, desde el 15 de enero al 7 de diciembre de 1933, el propio texto se presenta como un resto de la guerra, y el relato se forma con páginas sueltas enhebradas en calzoncillos desde el hospital de Tarairí (Céspedes, 1936, p. 21).

Sin embargo, la fuerza alegórica del diario de campaña, en cuanto resto de guerra, alcanza su plenitud cuando se desliga de una intención simbólica y aparece como algo que sencillamente sucedió, como aquello que, entre otros sucesos, fue “solamente real”. Por ejemplo, el diario de campaña de Germán Busch Becerra.

Fotografía de la edición facsímil (2016)

Fig. 2 Fragmento del diario de campaña (1932) de Germán Busch 

A q· manos caerán estas notas el momento q· una bala paraguaya de fin a esta mi haraposa existencia, y espero que él llegue a tener este cuaderno en sus manos sea amigo o enemigo lo remita a lo de mi madre, será un acto de caridad para con un muerto, además también tendrá una religión y una madre y espero q· p· ellos lo haga (Busch, p. 23: día 2. Transcripción semidiplomática).

Más allá de la propia caligrafía de Busch -trazos oblicuos donde mecánica y carácter engarzan una lluvia de palabras melancólicas-, este diario de campaña se define a sí mismo como el único objeto destinado a trascender la muerte. Según el fragmento, del destino del cuaderno depende la memoria del destino de su autor. Es el objeto guardado siempre en el bolsillo de un cuerpo que - pronto ya como un autómata- esquiva otras lluvias, “lluvia de balas” (día 22), de esas que rozan a cada rato y todos los días la cabeza del joven de 28 años.

A propósito de Germán Busch, el chaqueño Jesús Urzagasti contaba que el militar camba aconsejaba con estas palabras a sus compañeros: “No disparen hacia las ramas, los que nos siguen no son monos”. A diferencia de la lluvia de palabras -que parecen caer de lo alto sobre las páginas de su cuaderno-, la “lluvia de balas” se vive en el plano material y mortal del horizonte chaqueño -ni hacia arriba ni hacia abajo, sino aquí mismo.

En el diario se juega en cambio la trascendencia de lo mortal; tal vez porque para morir hay que estar “seguro de resucitar” -como aconsejaría, “con la solvencia de un hombre instruido en cosas de fondo”, Froilán Tejerina (Urzagasti: supra).

En ese sentido, la mínima enmienda que hace Busch a la frase “para con un muerto” (fig. 3) -cosa rara en el flujo límpido de su escritura-, este pequeño rastro material de una aclaración necesaria, es la cifra de una decisión sobre la visión de la muerte siempre cercana. “Para un muerto”, habría escrito en principio Germán Busch. Pero se detiene, repasa su formulación, y añade: “con”. Es una manera de colocar algo de luz en su propia muerte, en la imagen de sí mismo muerto. “Para con un muerto”, dice ahora, acuñando desde ya -desde esta mínima formalidad- una juntura a la vida que continúa su curso, pero estampada desde entonces con algo que desliza entre sus páginas -entre los días- la vida del muerto en este mundo.

La terrorífica candidez devenida melancolía en la marcha militar Sargento Tejerina, de Adrián Patiño, pinta la atmósfera cabal para leer el inicio del diario de campaña de Germán Busch2. La progresión de los días y los detalles de las jornadas dejan explorar la aparición de una nueva luz al fondo de los ojos del joven Busch -ahí donde se asoma el hombre y se espeluzna el niño.

Con el mismo entusiasmo de todo el viaje salimos de Palomo con dirección a Muñoz, hacemos un alto a las 3 leguas del Fortín y nos dan la noticia de que fuerzas paraguayas han atacado Boquerón siendo rechazadas (Día 9)3.

He dormido bien, corren voces de que vamos a Boquerón y pienso que por fin voy a conocer lo que pedíamos tanto ¡guerra! [...] durante el camino encontramos varios camiones que traen heridos, esta es la primera impresión que tengo, pues recién comprendo que la guerra no es chanza, ya ha cambiado la fisonomía de algunos soldados (Día 10).

Amanece este día aciago con los preparativos de marcha hacia Boquerón, todos vamos silenciosos, pensando sabe Dios en q·, a los 2km ya vemos varias manchas de sangre, seguimos algo más y se nos presentan a nuestra vista varios cadáveres, en uno de ellos reconozco al de un amigo [...] y recién pienso en lo horrible que es la guerra, para acá y para allá se ven cadáveres de varios lugares parten quejidos pidiendo auxilio y agua, llego a charlar con algunos compañeros, todos ya detestan la guerra y protestamos contra todos aquellos que en las ciudades piden guerra, desearíamos verlos acá (Día 11).

En tres días, el joven Busch y sus compañeros se percatan de algo; por fin tenían “la primera impresión”, recién comprendían “que la guerra no es chanza”. Tal la adquisición de una mirada que pronto los lleva a protestar “contra todos aquellos que· en las ciudades piden guerra”. Es un protestar y es un renegar y es un renegar; pues condena el reflejo de la visión perdida, de aquélla que había sido la de sus propios ojos durante el furor inicial, antes de que por fin conozcan lo que tanto pedían: “¡guerra!”.

Pero el temple de Busch sigue entero en su caligrafía, aunque “parece que todo lo hacemos sin pensar, somos autómatas” (segunda parte, Día 2). Sus cimientos se siguen revelando en mínimos gestos y en expresiones que cifran los rastros del enigma mayor que lo acecha -a él y a todos.

Por ejemplo, el Día 11, Busch escribe: “se nos presentan a nuestra vista varios cadáveres”. Entre aquellos que encuentra a su paso, reconoce uno: “en uno de ellos reconozco al de un amigo”. Esta referencialidad de retruécano -“al de un amigo”- implica no el reconocimiento del cadáver de un amigo sino de aquel resto perteneciente a un amigo, “al de un amigo” que está y no está en el resto que ha dejado.

5. El desayuno real

Confeccioné mi café con leche, desdoblé El Diario, constaté si estaba también La República y principié, como siempre, tomándole el pulso al mundo. Leía dos veces todo lo que se refería al Brasil. A fuerza de pensar en mi proyectado viaje a Río me había carioquizado ferozmente y por nada del mundo hubiera deseado oír hablar mal de tan simpática nación. Volví la página; decididamente, pensé al no comprobar novedades brasileñas, estos periódicos están malucos. Me serví un sorbo de café con leche y casi me atoro al leer la cosa. No era para menos, decía el título a dos columnas:

SON LLAMADOS A LAS ARMAS LOS RESERVISTAS DE LOS AÑOS, etc.

Deberán presentarse en el Cuartel de Miraflores en el término de 48 horas. etc., etc., etc., etc., etc., etc., etc., etc., etc.

Solté El Diario, consulté La República y, convencido totalmente de la veracidad de la noticia me pregunté: -¿Es pues un hecho que debo ir al Chaco? ¿Será posible? ¡Qué barbaridad! Pensé: -No, no voy, me emboscaré como tanto otro “vivo”. ¿Me emboscaré? No. Maldita suerte la mía (Villazón, 2016, p. 120).

Este fragmento es el corazón de la novela Rodolfo el descreído (1939), del escritor cochabambino David Villazón. Diríamos que la divide en un antes y un después. A diferencia del escuadrón de la caballería militar boliviana que recibía el llamado como lo que tanto pedían: “¡guerra!”, aquí el citadino burgués casi se atora con su café con leche al ver tronada su suerte, su proyecto de viajar a Río -por ejemplo-, el cual incluso ya lo “había carioquizado ferozmente”.

Dentro de esta “calamidad nacida en forma de novela” -como dice de sí misma en la nota inicial Rodolfo el descreído (2016, p. 31)-, el fragmento anterior es el único que escenifica un desayuno real (permítaseme semejante expresión). Pues si bien se hace mención a otros dos desayunos en la novela, ninguno de ellos se muestra a nuestros ojos. Por otro lado, este desayuno está en medio de los otros dos, justo ahí donde termina la primera parte del libro e inicia la segunda. Es además un desayuno doble, en cuanto el personaje se desayuna también una noticia, despierta a algo crucial e inminente que desbarata cualquier otro horizonte. Es en ese desayunarse donde se instala la nueva mirada, una que pronto se retrae (“¿Será posible? ¡Qué barbaridad!”), se ensimisma (“Pensé: -No, no voy”), divaga con la ilusión de escapar de aquello que ya opera desde sus ojos (“Maldita suerte la mía”).

Cabe recordar que la novela inicia precisamente con la alusión a un desayuno; de hecho, la palabra desayuno es la sexta de la novela. Y tal el primer desayuno

-que no veremos realizarse. “¿Pido el desayuno?”, pregunta la rubia Minerette a Rodolfo, que no tiene la menor gana de levantarse de cama. “Tengo sueño...”, responde aquél. Entonces, Minerette se calza las chinelas, envuelve su “cuerpo en un salto de cama estilo japonés, y taconeando” va hacia el cuarto de baño (p. 33).

-Parece que el señor festejó el onomástico de la señora [dice el mayordomo Federico].

-¡Ah!

-¿Tomará desayuno?

-No.

-¿El baño?

-¡Ooooooooh...! Sí.

Rodolfo pasó una mirada circular por su dormitorio, y arrastrando los zapatones se perdió en el cuarto de baño (p. 33).

Y no se sabe más del primer desayuno. Sencillamente, es olvidado.

Pero iniciar la novela con una resaca es el gesto decisivo. Despertar a un nuevo día de chaqui es una de las formas de desayunarse la jornada que ya ha comenzado sin uno (la novela, para el lector; la continuación de la vida, para el personaje). Es un despertar cargado del retumbe confuso del pasado inmediato, donde cabe pasar “una mirada circular por [el] dormitorio” para reconstruir la imagen de un rompecabezas trabucado.

El personaje, por supuesto, no está dispuesto a despertar; atrasa el desayuno y acepta más bien que le preparen un baño donde sumergirse y cerrar nuevamente los ojos. Y así, la novela inicia con la postergación indefinida del desayuno.

El tercer desayuno, en cambio, sí ha sucedido, aunque no lo vemos. Sabemos de él justo cuando acaba de pasar. Sucede en la segunda parte de la novela, ya en los campos del Chaco. Su mención es tan trivial como la primera, aunque en un escenario hostil, opuesto al “saloncete” del señorito. Este último desayuno de la novela es percibido, además, como una de las innumerables torpezas de los soldados recién llegados, otra de las naderías que hace flaquear los operativos de la guerra. Y esta vez el desayuno, en vez de ser postergado, se convierte en la razón de una postergación.

-Buen día mi teniente

-¿Qué tal Rivera?

-He despachado la patrulla mi teniente.

-¿Qué hora es? Las cinco y media, muy tarde. Las patrullas deben salir a las cuatro o cuatro y media cuando más.

-Nos hemos retrasado por el desayuno mi teniente (p. 143).

“Nos hemos retrasado por el desayuno”, dice aquí Rivera después de haber desayunado. “¿Pido el desayuno?”, preguntaba antes la rubia Minerette a Rodolfo, quien elude responder. Estas diferencias van cifrando la encrucijada que aquí se juega.

El tercer desayuno es aquí el pasado inmediato, como lo era durante el chaqui “el onomástico de la señora”. Y el teniente, con sus palabras, inocula en el desayuno una culpa que hace admitir al soldado: “Nos hemos retrasado por el desayuno mi teniente”. Se trata de un desayuno ligado desde entonces a la reprensión, allí donde el teniente es quien desayuna -y casi se lo desayuna- a Rivera, pues el desayuno no es prioridad en el horizonte de los operativos y de las balas. Y aquí, el haber ido “por el desayuno” adquiere un tono similar al de “haber festejado el onomástico de la señora”, pues con la culpa cargada, el nuevo presente exige la alerta del cuerpo y la presencia abierta de sus ojos, a pesar del propio cuerpo -que deja de serlo cuando se comprende de pronto como criatura de servicio.

Por otro lado, el tercer desayuno tiene la cualidad esencial de un verdadero desayunarse, en cuanto la nueva mirada se revela siempre después del desayuno. Aquí sólo vemos ese después, depositario ya de una culpa y por ello cercano a la situación de una perseguidora (otra forma de resaca). Y tal la mirada que se impondrá con “la fuerza misma de la guerra” (Wiethüchter: supra) hasta destruir la propia novela o “calamidad en forma de novela”.

Blanca Wiethüchter es enfática al señalar la diferencia entre la primera y la segunda parte de Rodolfo el descreído -partidas una de otra, recordemos, por el desayuno real. Tanto así que considera a esta novela el ejemplo cabal de cómo habría sido ahogada la vanguardia artística en Bolivia, de cómo la “ideología del nacionalismo enterró toda literatura experimental no comprometida directamente (...) con aquel proyecto engendrado en los sótanos de la Guerra del Chaco” (2002, p. 144).

Este entierro de toda literatura experimental se puede observar de manera ejemplar en la irregular y extravagante novela de David Villazón, Rodolfo el descreído. En su primera parte ironiza con entusiasmo y humor el modus vivendi de una modernidad frívola, tecnicista y vacía, extremando las rupturas de una escritura experimental. Su segunda parte, no obstante, desplaza el lúdico narrador primero y se ve envuelta en un lenguaje que no admite el humor, inscrita como está en el horror de la guerra que conduce a la novela, sin chistar, hacia las formas tradicionales de narración (pp. 148-49).

Wiethüchter apunta lúcidamente que la diferencia entre la primera y la segunda parte de la novela no sólo está en los dos escenarios (la ciudad burguesa y los campos del Chaco) y en los dos humores, sino en la propia escritura. El paso de la primera a la segunda parte de la novela supone el desplazamiento de una “escritura experimental” que extrema “las rupturas” hacia otra que vuelve a “las formas tradicionales de la narración”.

Matizando en algo, habrá que decir que el lenguaje de la segunda parte juega con los mismos artefactos de la primera, y algún chispazo -dentro de la pesadez de la guerra- agarra vuelo. Sin embargo, la mayoría de las veces, la “escritura experimental” que venía explayándose antes del desayuno real, no se articula a la segunda parte. Las ironías y la levedad que quiere darse a la escritura son desayunadas -digámoslo así- por cierta convencionalidad tradicional de entender la guerra. Si bien, tras el desayuno real, se intenta reconstruir el mundo con los restos del anterior, estos restos no se prestan a otra cosa más que a ser las evidencias de la ruina de la que forman parte.

Por otro lado, el desayuno real es el menos real de la novela, pues se trata de un fragmento del cuarto capítulo de otra novela que está al interior de Rodolfo el descreído: “Una tragedia más.../ Novela de/ Jorge Santa Cruz/ Premio Gordo de Lotería” (Villazón, 2016, p. 95). El Autor de Rodolfo el descreído (alegorizado así en capital por tratarse de un personaje -a lo barroco) es otro; como son otros los que desayunan en cada uno de los desayunos.

Sin embargo, el escenario del desayuno real es muy similar al del primer desayuno, aunque el protagonista no sea Rodolfo, sino un amigo suyo. Como también es otro el mayordomo, aquí llamado Metileno -quien trae el café con leche y los periódicos. Pero el desayuno real, al ser la aparición de una mirada, implica una frontera, el espejeo de dos imágenes del mundo: una que se desmorona y otra que se reconoce desconocida. Y siempre es a ojos abiertos, pues tiñe el espacio de nuevos tonos mientras arma el rompecabezas. Es así que la mirada del personaje de una novela escrita por el personaje de una novela llamada Rodolfo el descreído, se torna gris y quiebra la propia escritura. Esta referencialidad en retruécano -tan propia de la alegoría barroca- es el de la mirada alejándose de los antiguos restos de sí misma, tal vez la mirada que intuye el editor de Una tragedia más...

¿Qué escritor no habla en alguna de sus obras de un despertar horrendo, en el que, algunos o alguno de sus héroes en peligro de ser asesinado, mordido, picado, envenenado, incendiado, súbitamente despierta y lanza, dos, cuatro, seis, nueve gritos de horror, según sea más o menos nervioso el autor de la obra?

El autor de la presente obra tiene también para con uno de sus personajes, uno de esos despertares, terrible, real, pavoroso (p. 119).

6. Un helado cualquiera

Haciendo visible lo intrascendental de lo trascendente y viceversa, las partes que componen Rodolfo el descreído son también la ruina arqueológica de una escritura que había empezado “con entusiasmo y humor” (Wiethüchter: supra). Por ello, algo también habrá que decir sobre la tercera y última parte de la novela. Por ejemplo, conocer el fin de Rodolfo Azurduy de la Serna, quien “había muerto; había dejado este mundo con pavorosa sencillez. Se había suicidado. Había puesto final a su existencia, con la misma serenidad con que hubiese hecho una apuesta de 5.000 francos, o hubiese sorbido un ice-cream” (Villazón, 2016, p. 246).

Al igual que en “El pozo” -“aunque de una manera mucho menos ‘perfecta’”, añadiría Wiethüchter (2002, p. 143)-, aquí la obra es la evidencia de la ruina de la obra -pues “el más allá de la obra no es real sino en la obra”, acotaría Blanchot (2005, p. 118). Sin embargo, en la tercera parte, el “horror de la guerra” (que produce el suicidio de Rodolfo Azurduy de la Serna) y el “modus vivendi de una modernidad frívola” (ya sea en forma de apuesta de miles de francos o en sorbete de ice-cream) engranan en una sola mirada. Cualquiera sea, toda acción es realizada con la misma “pavorosa sencillez”. No otra cosa se trastorna y complejiza en el magnífico párrafo que abre las Impresiones de la Guerra del Chaco de Hilda Mundy:

Las retinas que asomen a estas líneas no esperen encontrar bellezas de estilo, rigideces de historia o frases de filosofía honda o meditativa. Difícil. Tan sólo es la cosecha de un espíritu sensible que se bebió los pasajes de una guerra como un helado cualquiera (2017, p. 135).

Esta nota inicial -dirigida más a la membrana del ojo del lector que transduce los fenómenos ópticos en imágenes (retina), que a la persona del lector- instala de entrada un centro operativo desde donde la mirada abierta se dirige a los ojos que la guardan y despliega en ellos su horizonte.

En primer lugar, para abrirse paso, la mirada deja caer los telones -“bellezas de estilo, rigideces de historia o frases de filosofía honda”. Y segundo, acomoda los ojos en la situación de beberse “los pasajes de una guerra como un helado cualquiera”. Es ahí donde la escritura ubica su estancia y arma su fortín.

El martes 18 de diciembre de 1934, en su columna Brandy Cocktail del periódico orureño La Mañana, Hilda Mundy escribe:

Para saborear un helado me encanta la “panoramización” de unas mesas sencillas, unas caras humildes, y un murmullo de gente que no encuentra dónde colocarse. Y precisamente donde la repugnancia contorsiona los rostros de las gentes decentes, la tomo yo para encorchar un poco de ingenio que al ser condensado revienta en risas escépticas.

¡A mi criollismo no le sientan los parquets brillantes, ni los mostradores “enlunados”! (2017, pp. 177-78).

Esta “panoramización” -cabal “para saborear un helado”- supone cuidar cierto horizonte de lo visible; es decir, saber contemplar lo solamente real en su inquieto transcurso, a contrapelo de la incomodidad que cause a los “decentes”, entre el “murmullo de gente que no encuentra dónde colocarse” y con la libertad de no tener un puesto ajeno a la proliferación de la vida.

Hilda Mundy da con el concepto de “panoramización” al comentar sobre un “Altoparlante” de donde salen “renglones de campaña contra lo anti-higiénico, lo sucio, lo antisalúbrico de algunos locales”. Ante la pretensión de higienizar los rincones donde se abre el horizonte cabal para tomarse un helado cualquiera, ante la intención de borrar de la faz terrestre los ámbitos que no guarden las apariencias, Mundy afina la puntería. Si seguimos leyendo hacia atrás, llegamos al inicio de esta columna de martes, que arranca con una alusión a la consabida relación entre palabras y armas -un motivo dilecto para la anfitriona de la cooperativa de risas Dum-dum: “terminología de combate” brotada seguramente durante “las erupciones de nuestra viruela guerrerófila” (p. 258).

“Mi admiración es conceptuosa -comienza así la columna Hilda Mundy-.

¡Cómo se convierten las inofensivas palabras en pertrechos bélicos! ¡Y qué incapacidad agresiva la mía que no puedo hacer del lenguaje ni una granada de mano!” (p. 177).

La admiración conceptuosa:4 tal la mirada que ya ha sentado sus reales en los ojos contemplativos de una tal Laura Villanueva Rocabado, quien firma textiles fulminantes con el nombre de Hilda Mundy -entre otros.

Los pertrechos dispuestos por la Mundy son, en este caso, de trinchera en las zonas asediadas por el Altoparlante (con capital alegórica), cuya campaña de “higienización” implicaría la desaparición de esos rincones agradables, “laberinto de la incomodidad” (p. 177), donde experimentar la “panoramización” cabal para beberse “un helado cualquiera” o “los pasajes de una guerra”.

“También en la farsa vienesa, está presente la veleidad [como] complemento de la sangrienta tiranía”, interrumpiría Benjamin ante una copa vienesa (2012, p. 107). Y cabe abrir un paréntesis para recordar que los estudios sobre la expresión alegórica llevarían al pensador alemán hacia la poesía de Baudelaire y, finalmente, a adivinar en los restos arquitectónicos de los pasajes parisinos del XIX, no sólo la cifra de todo un siglo, sino la imagen articuladora de un proyecto escritural más vital que su propio cuerpo de criatura -tronado por sí mismo en Girona tras un asedio sin salida en la Segunda Guerra Mundial.

En su finísimo estudio sobre el concepto de alegoría en Benjamin, el profesor francfortés Burkhardt Lindner hace una diferencia crucial entre lo alegórico del Trauerspiel barroco y el de la poesía moderna de Baudelaire.

mientras que el Trauerspiel asume y agudiza la experiencia del carácter criatural muerto como situación político-religiosa de la época, esta posición contrarresta en la poesía de Baudelaire las ideologías de su época, el “capitalismo avanzado”. Porque ellas están inspiradas por las fantasmagorías del lujo capitalista, por los triunfos del progreso técnico y las promesas de revolución social. Baudelaire se comportó diversamente al respecto, pero su ingenio melancólico-alegórico brilla no cuando vislumbra, sino cuando destruye (2014, p. 48).

Tal la mirada -la que “brilla cuando destruye”- no sólo potenciada por la “panoramización”, sino que dotada ahora de artillería de múltiple calibre. Y operada además por Hilda Mundy, quien siempre atina a reventar como a pompas de jabón los cruentos ataques a la sencillez de lo solamente real. Ante la posible desaparición de la “panoramización” y la consiguiente tiranización de toda imagen por obra y gracia de la “pureza” de la apariencia, la mirada abre el fortín a nuevos arsenales. Las palabras se despliegan desde allí como artilugios que manchan los símbolos ideales para alumbrar en ellos “el lujo del desorden” (p. 177), palabras que “encorchan un poco de ingenio” ahí “donde la repugnancia contorsiona los rostros de las gentes decentes” (p. 178), balazos de pirotecnia que tiñen el mundo con sus detonaciones.

“Desearíamos verlos acá”, irrumpiría Germán Busch al recordar las lluvias de bala real y a “todos aquellos q· en las ciudades piden guerra” (Día 11). Y en otra de sus Impresiones de la Guerra del Chaco, Hilda Mundy respondería con precisión que “todos aquellos q· en las ciudades piden guerra” tienen un funcionamiento muy parecido al del Altoparlante, cuyo aparataje de ruido está hecho para imponer la vista ciega a miles de ojos que tal vez nunca se desayunen.

¡Guerra!, gritaban las muchedumbres lobescas por las calles.

¡Guerra!, repercutían los muros, las montañas, las planicies de Altipampa.

¡Queremos Guerra!, resumían con ansias carnívoras las bestias humanas. [...]

La energía bruta alzábase cual una marejada inmensa que quería abarcarlo todo, exclusivamente todo (2017, p. 137).

Fig. 3 Imagen generada por IA de Microsoft Bing a partir del “esbozo alegórico” de Hilda Mundy. 

Tanto el Altoparlante como las “muchedumbres lobescas” están ahí para diluir en su estrépito cualquier horizonte ajeno al repetido en su sonsonete. Y no sólo hay Altoparlante para llevar soldados enceguecidos a la guerra. Hay para “exclusivamente todo”. Por ejemplo, para recibirlos.

En uno de los teledirigidos a los militares tras el final de la Guerra del Chaco, el viernes 14 de junio de 1935, en Brandy Cocktail, Hilda Mundy propone que, en vez de una “[a]legría que brinca por las calles cuando un ejército de mutilados, de tullidos, de ciegos” vuelve a la ciudad (p. 206), podría cifrarse ese regreso del soldado en un “Esbozo alegórico que habría pintado un segundo Durero. Un esqueleto equilibrando sus muñones en unas muletas y pisando con ademán trágico la fórmula de paz” (p. 205).

7. Últimas fronteras

El viaje de Froilán Tejerina Alcoba a la ciudad de Oruro, desde esa última frontera que era Fortín Sorpresa, culmina en un recibimiento de altísimo Altoparlante. Después de pasar por las estaciones de Villazón, Tupiza, Uyuni, Challapata -lugares todos donde es recibido con flores y “bulliciosa concurrencia” (Mendieta, 1993, p. 125)-, el héroe de Fortín Sorpresa llega a Oruro,

ciudad que ya ostentaba la denominación de capital ferroviaria de la nación. Hombres y mujeres. Niños y colegiales portando banderas tricolores de la enseña nacional. Veteranos de las Guerras del Pacífico y del Acre, autoridades y corporaciones en el andén de la estación férrea homenajearon a Tejerina con patriótico frenesí.

“La patria” de Oruro, destacó en sus páginas el paso del héroe (Mendieta, 1993, p. 129).

Este es apenas el inicio de una gira nacional que hará pasear a Froilán Tejerina por múltiples rincones de la bolivianidad. Tras visitar otras ciudades y los poblados más poblados del Altiplano, llega el 5 de febrero de 1928 a la ciudad sede gobierno; entra y sale del palacio, visita el cuartel general de Miraflores, los predios de El Diario, el Club Social y muchos lugares más, entre innumerables discursos, homenajes, representaciones artísticas y fanfarria irrefrenable. Ya antes había ido a Tarija, y tras su paso por pequeños pueblos en el camino (con discursos, homenajes y etcéteras de rigor), sería recibido en la capital chapaca, por un “número mayor de diez mil almas” (p. 106). Y así, hasta su llegada triunfal a Guayabillas, lugar de origen, donde por fin “Froilán olvida momentáneamente el bullicio de los homenajes y se confunde en la sencillez de hombre de campo” (p. 122). “Momentáneamente”, pues luego emprenderá el viaje hacia las ovaciones de altísimo Altoparlante del “público” paceño mencionadas en principio.

Callado como era, aceptaba la fanfarria como otra misión que cumplir, y sus respuestas en lo tocante a su heroísmo surgían casi invariables: “El prisionero quiso escapar y me atacó. Yo le disparé: no había más, pues, no había más. (...) Cuando volví en mí, después del ataque, le hice el disparo (...) No había más, pues, no había más” (p. 134).

No había más. Tal la última frontera.

Según la biografía escrita por Mendieta Pacheco, Froilán Tejerina Alcoba nació el 27 de marzo de 1907 en la comunidad de Guayabillas. Perdió a sus padres cuando tenía diez años y quedó al cuidado de su tía Liberata Farfán. Alrededor de 1922, con algo más de trece años, habría viajado a pie hasta la zafra argentina. La primera vez, regresaría a su pago con un caballo; la segunda, con dos. Los primeros días de enero de 1926, Froilán se habría presentado al servicio militar en Padcaya, capital de su provincia.

Un año antes, tras avances paraguayos, el gobierno boliviano había levantado los fortines Esteros y Sorpresa en las proximidades del río Pilcomayo. Sería en este fortín de última frontera, un 24 de febrero de 1927, donde ocurriría la acción por la cual Froilán Tejerina será luego declarado héroe nacional. Del informe escrito según el testimonio del propio sargento Tejerina, incluido en la biografía de Mendieta, tomamos estos fragmentos:

Los paraguayos aparentaban estar tranquilos, pero el 26 de febrero aproximadamente a las cuatro de la tarde, el Tte. Rojas Silva de súbito dijo: me voy... (p. 69).

Al poco rato, alrededor de las cinco de la tarde, aparecieron Rojas Silva con su soldado Araya, corriendo hasta un extremo del campo donde se sentaron a descansar, creyendo estar libres de toda persecución [...]

Rojas Silva se detuvo al verme, mirándome fijamente y con revólver en mano me gritó: “Atrás, obedezca o lo mato”. Y soltó un tiro, sin que de mi parte le hubiese contestado, porque teníamos orden de tomarlo vivo, sin lastimarlo (p. 72).

Me trencé, con los dos paraguayos, yo a golpes y ellos a culata y hacha hasta que estaría de Dios [sic] lo tumbé a Araya con una patada en los “compañones”. De inmediato en un instante, logré también dominar al Tte. Rojas Silva, tomándole de la cabeza y “mancornándolo”, pero aun así llegó a sacar su puñal, “chiquito nomás”, con el que me equivocó una puñalada en el hombro derecho para luego emprender una carrera de fuga (p. 73).

Al parecer, en ese preciso momento, Araya por dolor o susto dio un grito, porque la sangre nada me dejaba ver, pero sabía que retenía mi carabina, la que le arranqué como “hombre”, pero al grito que profirió, Rojas Silva que entendía que yo estaba desarmado, vino a socorrer a su soldado y grande sería su asombro al verme en posesión de mi arma. [...]

Tire, si es hombre, me dijo, veremos quién muere. Y sin más, le solté un tiro hiriéndole el lacrimal izquierdo, cayendo al suelo sin movimiento alguno (p. 74).

De la última frontera expresada en la voz de Froilán Tejerina (“no había más, pues, no había más”) a este “testimonio” escrito hay una mano de trucaje. Por algo, el sargento Tejerina, a su llegada a La Paz, lo único que pide es aprender a leer y escribir. Por otro lado, el joven teniente Adolfo Marcial Rojas Silva, de 21 años, era hijo del expresidente paraguayo Liberato Marcial Rojas. Por lo cual, antes de condecorarlo por sus acciones -más de cinco años antes de la Guerra del Chaco- en Fortín Sorpresa, sus superiores le insinuaron que su torpeza podría desatar la guerra. Pero en vez de crucificarlo, lo convirtieron en la estrella del Altoparlante de reclutamiento, ramas afines y hasta la imagen de campaña de un libro de alfabetización publicado en 1929 con el largo título de El alfabetizador del indio: en este libro el sargento Froilán Tejerina aprendió a leer y escribir en un mes, firmado por Felipe Pizarro G.

Pero, más allá y más aquí de su actuación en las últimas fronteras, qué imagen de Froilán Tejerina guardaban quienes lo conocieron y lo trataron. Y qué de las imágenes que Froilán guardaba él mismo tras el brillo de sus ojos. Tomando en cuenta que Sargento Tejerina de Adrián Patiño es la primera marcha militar que habría aprendido el narrador de Los tejedores de la noche (2010, p. 85), y que comparte la residencia de Buen Retiro ni más ni menos que con el propio Froilán Tejerina, resucitado y cuarentón, cabe tomarle la palabra cuando dice que “[a]ntes que por su heroísmo en Fortín Sorpresa, Froilán quedó en la memoria popular por haber narrado con felicidad [una] perversa anécdota” (p. 21).

Frente a la neblina donde imaginación y memoria destejen sus contornos, donde anida la sospecha de verdades hechas a la ligera, a vistas de un campo regado de huesos, aún es posible abrir los ojos a la mirada.

De modo que nada me costó recordar a doña Clemencia y sus dos nietos, uno mimado y otro entenado; previo sorteo, el primero se fue a estudiar a la Argentina y en eso se murió la anciana y el segundo no sabía cómo darle la noticia sin asestarle una puñalada en el corazón, hasta que atinó a mandarle el siguiente telegrama: “Los campos verdegueando, los animales que se pelan culeando y de la abuela no te digo nada porque si no te cagas llorando” (p. 21).

Desde las últimas fronteras, Froilán Tejerina, en su pedido de escritura, tendría en mente la fineza con la que este telegrama sacude el brillo de los ojos de la criatura ante las ruinas tras la catástrofe.

Referencias

Benjamin, Walter (2012). Origen del Trauerspiel alemán. Buenos Aires: Gorla. [ Links ]

----------. 2007. Conceptos de filosofía de la historia. La Plata: Terramar. [ Links ]

Blanchot, Maurice (2005). El libro por venir. Madrid: Trotta. [ Links ]

Busch, Germán (2016). Diario de campaña. Facsímil. La Paz: Ministerio de la Presidencia. [ Links ]

Céspedes, Augusto (1936). Sangre de mestizos. Santiago: Nascimento. [ Links ]

Lindner, Burkhardt (2014). “Alegoría”. En M. Opitz y E. Wizisla (eds.), Conceptos de Walter Benjamin. Buenos Aires: Las Cuarenta. [ Links ]

Mendieta Pacheco, Wilson (1993). Froilán Tejerina, héroe chapaco. Potosí: s/e. [ Links ]

Mundy, Hilda (2017). Bambolla bambolla. La Paz: La Mariposa Mundial. [ Links ]

Urzagasti, Jesús (2010). Los tejedores de la noche. La Paz: Lomalta. [ Links ]

Villazón, David (2016). Rodolfo el descreído. La Paz: La Mariposa Mundial . [ Links ]

Wiethüchter, Blanca (2002). “El arco de la modernidad”. En B. Wiethüchter et al ., Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia,tomo I. La Paz: PIEB. [ Links ]

Notas

1 Esta forma de escribir Justicia con letra capital para alegorizarla, esta necesidad gráfica de la alegoría, es un ejemplo otorgado por el Barroco, cuya fuerza habría legado ni más ni menos que la mayúscula a los sustantivos del idioma alemán -dicho sea a pie de página.

2 Instamos al lector a entrar en la red y hacer sonar esta pieza de acceso seguro

3 El diario de campaña inicia el Día 9 de la defensa de Boquerón, cuando un escuadrón del regimiento RC-6 conducido por el teniente Germán Busch va a dejar sus caballos a Muñoz. Pronto se encaminarían a reforzar el fortín.

4 A la usanza de la época, aquí entendemos la admiración como aquello situado entre al asombro y el desconcierto; no “un admirar hacia arriba” -digamos, idealizante-, que resultaría extraño en los predios de la artillería mundyana. Por otro lado, entendemos lo conceptuoso como la fijeza serena de una mirada que inquiere y escruta; una contemplación activa, capaz de engarzar pequeños artefactos explosivos en el tejido de las apariencias convencionales.

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