El escritor chileno Benjamín Labatut ha dado con Un verdor terrible en la vena más profunda del conocimiento científico del presente. Primero nos señala cómo es que surgen las ideas y cómo ellas se van contaminando de realidad. No se trata sólo de que las ideas migren de una geografía a otra, sino de que ellas mismas, al ser abstractas y producto de grandes reflexiones guiadas por una serie de pasos en laboratorio, cobran verdad. Ahora bien, no se trata de pensar solamente el laboratorio como escenario donde hay material médico como pipetas, mecheros, hornos, pinzas y escalpelos o refrigeradores y cables eléctricos o condensadores. También el laboratorio es una hoja en blanco donde se desarrollan ecuaciones que darán sentido a la noción de agujero negro, teoría de la relatividad, mecánica cuántica, teoría unificada del universo y, sobre todo, al sentido que tiene Dios en el orden natural de los saberes humanos. Pero Dios aquí no es un agente capaz de incendiar la investigación para sentar su mano y decir que las cosas son así por que él así lo desea. No. Dios está presente porque permite libertad creativa a la ciencia. Y es de esta paradoja que también se alimenta este libro.
En otro momento, el libro explora cómo una idea puede surgir en dos personas totalmente distintas al mismo tiempo. Y esto da pie a reconstruir un momento en la historia de la humanidad que es apasionante. Permite pensar el universo como una contracción, pero al hacerlo, nos da la posibilidad de indagar en la materia oscura. Entonces, la idea que sirve para pensar la materia oscura y el hecho de que haya nacido en la mente de dos personas que ni siquiera se conocían, pero dan con esa imagen del mundo, resulta ser sintética para pensar otros ámbitos de la experiencia.
Los seres humanos nos creemos diferentes en todo sentido, y ciertamente hay singularidades, pero en realidad hay más sentidos comunes entre nosotros de lo que podemos imaginar a primera vista, y uno de esos sentidos es justamente el hecho de desarrollar modelos matemáticos. Y en el campo de la física experimental, la pretensión de explicar desde la partícula más pequeña del universo hasta la resistencia que soporta un átomo antes de su explosión. Sin embargo, todo esto no sería sino parte de un texto de divulgación científica, si el libro mismo no estuviera plagado de nombres propios. Aquellos nombres que han hecho historia en la física, en la matemática, en la física cuántica y en el desarrollo de la inteligencia artificial, y que Labatut los toma para desde ahí trabajar en un territorio desgenerado al añadirles a esos momentos científicamente exaltados de la razón, algo de ficción.
La ficción en el caso de este libro hace, por un lado, digerible la información. Pero por el otro, y esto es mucho más importante, les da carne. Es decir, hace carne de las ideas y con ello se vuelve más terrorífico el libro porque resulta que las ideas no nacen solas. Están motivadas por una serie de hombres y mujeres geniales que en cierto modo y a su manera, han coqueteado con la locura. Pero aquí locura se trata en un sentido mucho más amplio que el que nos heredó el saber psiquiátrico. Aquí locura tiene que ver con lucidez. Con aquel conocimiento que de tanto que brilla, puede quemar.
El conocimiento de la razón colinda con el alumbramiento de la locura, porque es ingresar a otra dimensión donde todo está conectado y donde todo sigue en expansión. Y por ello, la ciencia no deja de crecer y los avances científicos que alumbraron la modernidad se ramifican y se vuelven parte de nuestra cotidianidad. Desde la bomba atómica, hasta el cianuro y el modo en que se generan los pigmentos o la manera en que aparece una ecuación lo suficientemente bella y que a su vez sea capaz de reflejar el movimiento de elementos primordiales que dan origen a la vida.
Labatut escribe en ese sentido como si estuviera poseído por esas ideas. Como si esas ideas hubieran tenido una reunión y se habrían puesto de acuerdo entre ellas, para que sea él y no otro quien les diera forma. Porque sentido ya tenían. Pero estaba anclado en la mente de sus creadores y de aquellos que saben de lo que hablan cuando hablan de ciencia, átomos, protones, agujeros negros y teoría de cuerdas. Y es cierto que hay documentales que nos intentan acercar a ese conocimiento, pero lo hacen desde la misma ciencia.
En cambio, Labatut lo hace desde el sentido humanístico que imperó en el mundo durante el Renacimiento. Las ideas no están separadas de sus creadores. Las ideas, es más, tienen mayor sentido si las vemos a la luz de la personalidad y la trayectoria intelectual de sus creadores. Hay una serie de síntomas en las ideas que hacen que Labatut les siga el rastro porque existe en ellas cierta conciencia de época que también nos informa sobre el modo en que el presente se comporta en los campos de la física, la economía, las humanidades y las matemáticas. Lo que quiere decir que el mundo es un gran recipiente que siempre está dispuesto a contener todo lo creado, y al mismo tiempo, lo revuelve todo en su interior. En ese recipiente están los sueños de la razón que generan monstruos y está también la belleza de la literatura de ficción, que permite abordar estas ideas desde otra dimensión.
Con ello se desnaturaliza el relato científico, y al hacerlo, se le agrega un aliento vital nuevo. Por eso el libro de Labatut, que es un libro de cuentos, puede leerse como una novela fragmentada y también acepta ser leído como una crónica con elementos de ficción y como si fuese un libro de historia especulativa. Todos estos registros entran en el libro, pero el autor no se agarra de ninguno como tabla de salvación, porque, en primer lugar, no hay que salvar nada que las ideas por sí mismas no hayan demostrado en la lectura. Y en segundo lugar debido a que, al final, nos damos cuenta que todo este saber está también al servicio de una pasión. De un arrebato y de un deseo.
Todos ellos corresponden a las obsesiones del autor. El libro no existiría si no estuviera su autor obsesionado por estos seres que caminan en el tenso equilibrio entre la razón y la locura, entre la lucidez y la estupidez. Las ideas dan forma al libro, pero su núcleo es la vida apasionada y apasionante de estos hombres que forjaron el siglo XX sin siquiera saberlo. Porque en muchos casos, no vivieron lo suficiente para ver lo que se hizo con lo que descubrieron.
Y así, cuando hablamos de ciencia, y cuando nos emocionamos con las ideas abstractas que dan sentido a las grandes preguntas que hoy interpelan el desarrollo de la conciencia del ser humano y su relación con las máquinas que ha creado, quizá no nos queda más que adentrarnos en ideas con alta dosis de carnalidad y pasión. Porque de esa forma, desde lo abstracto también recordamos nuestra razón y nuestro intelecto. La capacidad de interactuar con la materia en ebullición de una mente brillante, la tenemos todos; el asunto es centrarse en lo esencial y demostrar que, en ciertas ocasiones, las ideas nos atraviesan y toman control de nuestras facultades, siendo ellas las que escriben e inventan por nosotros nuestros grandes descubrimientos. Luego, el mundo es diferente. Porque como Labatut señala: las grandes transformaciones y los grandes saltos en las ciencias, muchas veces, son resultado, de epifanías. Y las epifanías, lo siento mucho, no las tiene cualquiera. Hay que estar dispuesto a entrar en ellas, porque luego de atravesar por ese estado, no hay retorno. Te entrega mucho. Pero también te pide mucho.