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Revista Ciencia y Cultura

versão impressa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.28 no.52 La Paz jun. 2024  Epub 30-Jun-2024

https://doi.org/10.35319/rcyc.2024521313 

ARTÍCULOS Y ESTUDIOS

La antropología en el estudio de las relaciones entre humanos e insectos. Un panorama desde Argentina

Anthropology in the Study of relationships between Humans and Insects: An Overview from Argentina

Constanza Alvarez Jaramillo* 
http://orcid.org/0000-0001-8884-4782

* Tesista de Licenciatura en Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina. Becaria Estímulo a las Vocaciones Científicas por el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN). Contacto: constanza.alvarez@uba.ar ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8884-4782


Resumen

La antropología, así como otras ciencias humanas, se ha interesado tempranamente en analizar la relación entre las diversas sociedades y los entornos que habitan, lo que ha motivado el desarrollo de variados enfoques para responder a los principales dilemas ambientales de cada época. En este trabajo se proponen posibles vías de análisis desde los estudios sociales para reflexionar sobre la relación entre nuestra especie y los insectos, con la intención de ir más allá de la mera recuperación de las taxonomías y conocimientos entomológicos indígenas.

Palabras clave: Saberes ecológicos indígenas; etnoentomología; antropología ambiental

Abstract

Anthropology, as well as other human Sciences, has been early interested in analyzing the relationship between various societies and the environments they inhabit, which has motivated the development of varied approaches to respond to the main environmental dilemmas of each era. In this work, possible strategies for analysis are proposed from social studies to reflect on the relationship between our species and insects, with the intention of going beyond the mere recovery of indigenous taxonomies and entomological knowledge.

Keywords: Indigenous ecological knowledge; ethnoentomology; environmental anthropology

1. Introducción

En los últimos años se ha hablado del declive de los insectos a nivel mundial (Valladares, Salvo y Defagó, 2021), hecho del que pocos tienen dudas debido a la evidente disminución de la presencia de estos invertebrados en aquellos lugares donde antes eran abundantes (VVAA, 2020). Pese a que en los medios masivos se señala la importancia de estos seres para la vida humana, el interés en los insectos y otros animales comúnmente etiquetados como “bichos” no es compartido ampliamente, ya sea por rechazo, aversión o desconocimiento (Medeiros Costa-neto, 2002). De hecho, se visibiliza un fuerte sesgo en la divulgación de la importancia ecosistémica de los distintos órdenes de insectos. Así, hoy se menciona el rol fundamental de las abejas para la sociedad humana, al ser importantes polinizadoras: sin embargo, no se difunde también la importancia de otros órdenes, tales como coleópteros y dípteros, los cuales también cumplen esa labor. Asimismo, no siempre se visibilizan las otras importantes funciones que desarrollan estos pequeños seres en los ecosistemas (Valladares et al, 2020). Cabe mencionar, además, que cuando se habla de abejas, el discurso reduce el término “abeja” a una especie en particular, la Apis mellifera que, por lo demás, no es nativa de nuestro continente. En este sentido, se percibe la necesidad de problematizar la representación que existe sobre los insectos en la sociedad en que vivimos, su genealogía y cómo ésta condiciona nuestra forma de convivir con estos seres.

La forma de relacionarnos con otros componentes bióticos y abióticos de los ecosistemas que habitamos está fuertemente condicionada por representaciones, imaginarios e ideologías que responden a contextos sociales específicos. En nuestra sociedad opera una fuerte división entre lo cultural y lo natural (Ulloa, 2001;Krotz, 1990) que ha alimentado la idea de que a medida que los seres humanos se han ido civilizando, se han alejado de la naturaleza. De esta forma, la representación moderna de la naturaleza la asocia a una fuente proveedora de recursos (Svampa y Viale, 2014) y como algo opuesto a la civilización y el progreso, por lo tanto, algo que hay que controlar e incluso contra lo que hay que luchar (Peralta Agudelo, 2020), cuando se evidencia su carácter indomable. Es desde este posicionamiento que se ha legitimado un modo de producción de carácter extractivista, hoy causante de las principales crisis ambientales que afectan a nuestros territorios (Svampa y Viale, 2014).

En el caso particular de los insectos, las actividades antrópicas han incidido fuertemente en las poblaciones de estos invertebrados, configurando sus hábitats y modos de vida. Las principales amenazas provienen tanto de la producción agropecuaria como del proceso de cambio climático (VVAA, 2020), aunque los efectos varían otorgando mayor complejidad a la trama que conforma esta problemática. En cuanto al sector agropecuario, por un lado, la agroindustria no sólo ha devastado los ecosistemas, modificando sus dinámicas para beneficiar los monocultivos, sino que el uso de pesticidas ha afectado directamente a las poblaciones de insectos, sean plagas o benéficos, sin distinción (VVAA, 2020;Valladares et al., 2021). Por otro lado, la ganadería ha impulsado la deforestación de los territorios en pos del cultivo de pasturas, con consecuencias en el hábitat de diversos insectos (VVAA, 2020). Adicionalmente, los cambios en la temperatura, las precipitaciones y la duración de las estaciones han modificado también las dinámicas propias de cada especie, en algunos casos disminuyendo la población de algunos insectos y, en otros, aumentando su número al punto de convertirse en plagas.

Aunque en las disciplinas científicas, especialmente en las Humanidades, se ha intentado superar la dicotomía naturaleza-cultura, aún prevalece esta diferenciación, siendo evidente este sesgo en el análisis de los problemas ambientales (Krotz, 1990;Ulloa, 2001;Svampa y Viale, 2014). Así, temas como el cambio climático, la aparición de plagas o los desastres parecen ser algo totalmente natural. Como si tuviera capacidad de agencia, la naturaleza pareciera actuar sobre la vida de las personas (Callis, Fuller, Lagos y Díaz Crovetto, 2012). Sin embargo, esta visión oculta una serie de acciones y decisiones humanas que han servido como antecedente a estas situaciones críticas. De esta forma, pensar las problemáticas ambientales implica reconocerlas como “situaciones que ponen en tela de juicio no algo esencialmente exterior a la civilización contemporánea, sino todo el complejo de relaciones sociedad-tecnología-medio ambiente, la multiforme unidad bipolar cultura-naturaleza, la matriz fundamental de nuestra organización social vigente y de su futuro” (Krotz, 1990, p. 8).

En esta línea, repensar nuestra relación con el ambiente y, más específicamente, el vínculo que tenemos con los insectos y otros artrópodos implica revisar también nuestras categorías. Siguiendo esta perspectiva, en este trabajo se revisa el potencial de la antropología para el estudio de las relaciones entre humanos e insectos, campo de estudio hoy de la etnoentomología, planteando la necesidad de establecer un diálogo más profundo que supere el mero intercambio de metodologías entre ambas. En primer lugar, se realizará un recorrido general y breve por diversos enfoques que, desde la antropología, han analizado la relación entre los seres humanos y los ambientes que habitan. Se hará especial énfasis en aquellas propuestas más vinculadas con el tema de este trabajo. En segundo lugar, se realiza una caracterización de las investigaciones que se han preocupado por el estudio de los insectos en la vida humana, para luego describir el panorama en Argentina. Finalmente, se presentan algunas posibles líneas de investigación desde las ciencias sociales y las humanidades que, por supuesto, no agotan el campo de posibilidades, y se reflexiona respecto a la necesidad de construir estudios que consideren el diálogo entre disciplinas y entre el campo científico y las diversas sociedades con las que construimos, en conjunto, conocimiento.

2. Naturaleza y cultura: historia de una relación analizada desde la antropología

En la antropología, los enfoques para pensar la relación entre las sociedades humanas y el entorno natural tuvieron inicialmente una tendencia determinista, estrechamente relacionada con el marco epistemológico de la época, de carácter naturalista, positivista y fuertemente influenciado por la teoría de la evolución, así como por corrientes como el materialismo histórico (Milton, 1997;Ulloa, 2001;Durand. 2002;Mondragón, 2021). En este sentido, en esta primera fase se plantearon explicaciones causales a la variabilidad cultural de las sociedades humanas. Se pueden distinguir dos oleadas de enfoques deterministas (Geertz, 1963;Milton, 1997;Durand, 2002). La primera etapa se da a fines del siglo XIX con la antropogeografía y el posibilismo. Ambas perspectivas proponían una relación entre los entornos ambientales y las condiciones culturales de cada sociedad: mientras la primera buscó mapear la diversidad cultural, la segunda afirmó que la naturaleza definía las posibilidades de desarrollo de cada sociedad (Geertz, 1963;Milton, 1997).

La segunda etapa es ampliamente conocida y se vincula con la aparición de la denominada ecología cultural, en la que destacan los aportes de Julien Steward, a mediados del siglo XX. Si bien no se abandona el determinismo ambiental, este autor en particular propuso que algunos rasgos culturales son condicionados por el ambiente, conformando un núcleo cultural (Steward, 1955, en Milton, 1997), mientras que otros son un poco más independientes de los constreñimientos naturales. Paralelamente, surgieron además otros enfoques, como el materialismo cultural de Marvin Harris y el neoevolucionismo de Leslie White, así como los trabajos de Elman Service, Marshall Sahlins y Gordon Childe (Milton, 1997;Ulloa, 2001), los cuales fueron importantes influencias en la antropología y en la arqueología de la época, mediando también la conceptualización de las sociedades indígenas que se intentaba desarrollar en el momento.

Con el surgimiento de nuevas corrientes en antropología, a partir de los años ‘60, la tendencia a las explicaciones causales y al determinismo ambiental fue quedando en el pasado, dando lugar a nuevas propuestas e intereses (Milton, 1997;Ulloa, 2001;Durand, 2002;Mondragón, 2021). En este sentido, la segunda mitad del siglo XX significó un replanteamiento de los objetivos, así como de las técnicas para abordar las relaciones entre los seres humanos y su medioambiente (Durand, 2002), lo cual se evidencia en los desarrollos de este periodo, tales como el modelo basado en el ecosistema de R. Rappaport (Milton, 1997) o la antropología ecológica (Durand, 2002) y, por otro lado, la etnoecología (Milton, 1997;Durand, 2002;Mondragón, 2021). Es en este contexto que se asume el rol de los seres humanos en el ambiente y el impacto de sus prácticas. Por un lado, la propuesta ecosistémica da continuidad a las investigaciones deterministas anteriores, pero estableciendo un diálogo con los aportes recientes de la biología. Así, plantea la necesidad de situar al humano como parte de un sistema de intercambios materiales y como un componente más dentro de esta red (Milton, 1997;Durand, 2002). Uniendo lo cuantitativo con lo cualitativo, reconstruye el entramado de intercambios que las poblaciones humanas sostienen con su ambiente, expresando la coherencia de esas relaciones como un sistema donde la cultura es una respuesta adaptativa, que puede degradar o no los ambientes (Durand, 2002).

Por otro lado, la etnoecología, en consonancia con las perspectivas más cultura- listas que se venían desarrollando en la antropología, le comienza a dar mayor importancia a los esquemas conceptuales que los mismos habitantes fabrican sobre su entorno, promoviendo una reconstrucción desde el punto de vista del nativo (Milton, 1997). Para esto, hace uso de los métodos formales de la antropología cognitiva, apuntando a recuperar la mayor cantidad de datos de los informantes para acceder a las taxonomías locales. Mientras la antropología ecosistémica pretendía reconstruir la red de intercambios, reconociendo dos modelos conceptuales (Rappaport, 1987), la etnoecología se centró en el modelo propio de los nativos, al punto de que la recuperación de las clasificaciones terminó siendo el fin en sí mismo (Milton, 1997).

Me interesa hacer énfasis en este momento, particularmente, ya que es dentro de la misma perspectiva que se han desarrollado los trabajos vinculados con las relaciones entre seres humanos e insectos. Al respecto, la etnoecología permitió dar cuenta de la diversidad de formas de organizar el ambiente (Durand, 2002). Sin embargo, concordando con Milton (1997), estas investigaciones comenzaron a tener un mayor grado de formalización, dándole prioridad a la sistemática nativa, y olvidando los contextos históricos y sociales en los que tales sistemas de conocimiento están -y han estado- inmersos. Por otro lado, como se irá reseñando a lo largo de este escrito, surgen otras problemáticas, vinculadas con la traducción de las categorías nativas a las categorías del/la antropólogo/a y la falta de objetividad del dato que se recupera.

Estas dos propuestas llevaron el foco de interés hacia lo que son sistemas completos, donde el ser humano es una parte del todo (Durand, 2002). Si bien esta mirada amplia para comprender el ambiente y sus componentes es clave, es necesario avanzar hacia una comprensión más compleja que abarque a todas las escalas que atraviesan el contexto en conjunto y a los aspectos macrosociales y microsociales que están presentes en nuestra relación con el entorno, como plantea Betancourt Posada (2019). En este sentido, es importante mencionar que paralelamente a estos enfoques, la ecología política se comenzó a desarrollar como perspectiva que cuestionó la tendencia a invisibilizar las realidades que atraviesan a mayor y menor escala la relación entre sociedades y entorno (Ulloa, 2001;Mondragón, 2021), como los procesos sociales, económicos y políticos que se vinculan con el uso de los denominados recursos naturales, las desigualdades sociales y su genealogía, las relaciones de poder, la interrelación entre lo local y lo global, etcétera. Así, la naturaleza aparece como un producto cultural conceptual (Mondragón, 2021), y la reconoce como un ambiente social, histórico y politizado (Ulloa, 2001;Mondragón, 2021), dejando de ser aquel espacio prístino y desprovisto de influencia antrópica.

En la actualidad, tanto esta perspectiva como el denominado multinaturalismo se han presentado como predominantes en los estudios sobre el vínculo entre seres humanos y su ambiente (Ulloa, 2001;Mondragón, 2021), y, particularmente, en el caso del multinaturalismo, en las investigaciones sobre las relaciones entre seres humanos y otros componentes no humanos del entorno, dialogando con la etnoecología y otras disciplinas asociadas a la etnobiología. En este sentido, se expresa una diversificación de enfoques, lo cual es resultado del cuestionamiento no sólo al tema de las escalas de análisis y las relaciones de poder, sino también a la dicotomía naturaleza/cultura y otros productos del pensamiento dualista, y a las nuevas conceptualizaciones sobre la historia y la espacialidad (Little, 1999, en Ulloa, 2001).

El giro ontológico, cuyos antecedentes se encuentran en los trabajos de P. Descola y B. Latour, principalmente, invita a la deconstrucción del pensamiento dualista, cuestionando la universalidad de nuestras propias concepciones sobre la naturaleza y relativizando otras categorías relacionadas (Vander Velden y Cebolla Badie, 2011). Al respecto, “el concepto occidental de naturaleza es polifacético y ambiguo y no se halla siempre opuesto al de cultura” (Milton, 1997, pp. 13-14). En algunos casos, estudiar las relaciones entre seres humanos y ambiente implica reconocer que esta diferenciación no siempre existe, o está expresada en un continuum en el que todos los seres tienen capacidad de acción y son personas, más allá de la especie (Descola, 2004), lo que plantea la necesidad de superar la simplicidad del concepto de naturaleza como esencia para pasar a concebirla como “un conjunto de procesos y relaciones que se definen y orientan en su interacción” (Durand, 2002, p.180).

Además, propuestas como las Blaser (2009) permiten ampliar la connotación política de los conflictos ambientales para pensarlos como conflictos ontológicos, explicitando la tarea de generar mundos en común y repensar los problemas, entendiendo como agentes no sólo a los seres humanos, sino también a los no humanos; o, más ampliamente, aceptando la convivencia, y por ende, promoviendo la conservación de lo diferente. El multinaturalismo, cuya referencia clave es la teoría del perspectivismo amerindio de E. V iveiros de Castro, nos plantea el desafío de pensar que más que muchas culturas, lo que se nos presenta como investigadores es la existencia de muchas naturalezas (Vander Velden y Cebolla Badie, 2011). Asimismo, los aportes desde una ecología política en diálogo con la antropología “permiten un acercamiento cuidadoso a cómo se están dando, en lugares específicos, las construcciones culturales y ambientales, los conflictos, las luchas y los consensos sobre los significados y las prácticas ambientales” (Ulloa, 2001, p.210), permitiendo contextualizar aquellas relaciones y saberes ecológicos en los marcos históricos y sociales en los cuales están inmersas las diversas sociedades.

En este sentido, los nuevos enfoques representan un amplio espectro de herramientas conceptuales para aproximarnos a las relaciones entre grupos humanos y los otros componentes del entorno. A continuación, se revisa el estado de las investigaciones sobre la relación humanos/insectos, para luego profundizar en algunos trabajos realizados desde Argentina sobre el tema. La idea es pro- blematizar en el último apartado estas investigaciones, señalando sus aportes y los vacíos existentes, con la intención de dar cuenta de la utilidad de estos enfoques de la antropología para analizar las cuestiones ambientales, con el objetivo de complejizar la mirada y explorar algunas áreas de vacancia.

3. Estudiando las relaciones entre seres humanos y artrópodos

El interés por las relaciones entre seres humanos y otras especies configuró el campo de la etnobiología, disciplina que, como se mencionaba previamente, surgió de la confluencia entre las ciencias biológicas y la antropología cognitiva norteamericana de mediados del siglo XX. Intentando reconstruir los esquemas de pensamiento de las personas, esta escuela antropológica utilizó formalizaciones para poder aislar las taxonomías y hacerlas plausibles de un estudio más comparativo y generalizado. En el caso de la etnobiología, el énfasis fue puesto en la reconstrucción de los modos de organizar los componentes biológicos de los ecosistemas por parte de diversas sociedades, principalmente indígenas. De esta manera, surgieron la etnobotánica, o estudio de las clasificaciones del reino vegetal, la etnomicología, vinculada al reino fungi y la etnozoología, relacionada con el reino animal, entre otras disciplinas.

Debido a la diversidad de órdenes del reino animal, el campo de la etnozoología se ha especializado en consonancia con las diferentes subramas de la zoología. En particular, en el caso de los insectos se conformó la etnoentomología como disciplina especializada en el tema. De acuerdo con Melic (citado en Medeiros Costa-Neto, 2002), la etnoentomología “se ocupa de la relación cultural que nuestra especie establece con los insectos, o en otras palabras, de la forma en que los insectos, material o intelectualmente, son incorporados a la cultura humana” (p. 3). Esto la diferencia de otras ramas encargadas del estudio general de los insectos, o entomología, puesto que el interés no es sólo la morfología o el control poblacional, sino el caracterizar su lugar en sistemas de pensamiento más amplios que se relacionan con creencias y organización social (Medeiros Costa-Neto, 2002;Medeiros Costa-Neto, Santos-Fita y Serrano-González, 2012;Zamudio, 2016).

La aparición de este término se dio en la década de los ‘50, con la publicación de un estudio sobre los métodos de control de plagas del pueblo navajo realizado por Wyman y Bailey (1952). Desde un inicio, estos autores pensaron a este campo disciplinar como una etnociencia, apuntando principalmente al registro de especies reconocidas por los navajo, los nombres que les otorgaban y los usos en diferentes ámbitos de la vida cotidiana, lo cual resulta en el libro Navajo Indian Ethnoentomology (1964), primer texto en el que se utiliza el concepto como título, convirtiéndose en la propuesta formal de un nuevo campo de estudios (Medeiros Costa-Neto, 2002). Posteriormente, con el surgimiento de la denominada entomología cultural en los años ‘80 se extendió el campo de interés desde las relaciones entre comunidades indígenas e insectos a la presencia de estas relaciones y las concepciones sobre estos animales en la sociedad occidental (Medeiros Costa-Neto, 2002). La disciplina comenzó a estudiar todo tipo de relaciones, conocimientos y percepciones entre humanos e insectos, lo cual fortaleció la característica interdisciplinariedad de la etnoentomología, estableciendo un diálogo con la psicología, las ciencias médicas y las ciencias humanas (Medeiros Costa-Neto, 2002). Esto se hace evidente en los estudios más actuales de la etnobiología, donde investigadores formados en ciencias naturales se acercan a las ciencias sociales y viceversa, compartiendo métodos y enfoques, aunque, en el caso de la etnoentomología aún se observa un mayor acercamiento hacia la metodología de las ciencias naturales.

Zamudio (2016) describe las principales técnicas utilizadas en Argentina para desarrollar la investigación en etnoentomología. Destaca la entrevista y el establecimiento del rapport con los habitantes locales, el uso de test proyectivos y la conformación de una caja entomológica portátil. El trabajo de campo, consistente en varias visitas a las comunidades, es el escenario fundamental para estas investigaciones, ya que permite compartir vivencias y diálogos espontáneos por fuera del esquema de las entrevistas y los test, además de que es la instancia para coleccionar especímenes de la entomofauna local reconocida por los habitantes. Kamienkowski (2017)y2018) también menciona una metodología similar en sus investigaciones entre los qom, describiendo además el proceso de trabajo en el laboratorio/gabinete. Estas caracterizaciones están en consonancia con lo planteado en un mayor nivel de detalle por Medeiros Costa-Neto (2002) como la metodología de la investigación en etnoentomología.

En Sudamérica, el interés por esta disciplina se ha dado lentamente. Se han dictado cursos de extensión sobre el tema en universidades colombianas y de posgrado en universidades brasileñas (Medeiros Costa-Neto, 2002). Algunos de estos cursos se han realizado en el marco de la especialidad en entomología, pero otros han sido instituidos por fuera de ese marco. Por otro lado, congresos de entomología realizados en diferentes países del continente han incluido la temática, así como revistas tanto de etnobiología, de antropología, de agronomía y de las sociedades entomológicas de diversos países, lo que ha permitido una mayor producción de conocimiento de este tema desde nuestro continente. Cabe mencionar que los principales trabajos realizados desde la antropología sobre saberes entomológicos se han escrito en inglés o desde círculos académicos angloparlantes, como las investigaciones de Darrell Posey, importante referente del tema y pionero en vincular la conservación de la biodiversidad con los saberes ecológicos indígenas (Zamudio, 2016). De esta manera, el estudio de las relaciones entre seres humanos e insectos en Latinoamérica ha quedado más bien relegado a la etnobiología y, por lo tanto, a investigadores con formación en biología, sin dialogar extensamente con la antropología más allá de lo que atañe a las implicancias del trabajo de campo en comunidades.

Siguiendo lo propuesto por Medeiros Costa-Neto (2002), estudiar la relación entre seres humanos e insectos implica atravesar una gran cantidad de dimensiones de la vida social de las personas. En este sentido, se pueden agrupar estas interacciones en tres grandes campos: la entomoterapia, o uso medicinal de los insectos; la entomofagia, enfocada en su uso culinario y alimenticio y las dinámicas de producción y consumo de estos animales, y la entomolatría, relacionada con el lugar que ocupan estos seres en los sistemas de creencias. Al respecto, en la actualidad se pueden encontrar algunas investigaciones más bien centradas en el consumo de insectos, desarrolladas en países como Perú, Ecuador y Colombia. También existen trabajos que exploran los conocimientos sobre las abejas meliponas y la producción de mieles.

En Argentina también se han realizado investigaciones sobre la relación entre los seres humanos y otras especies. Muchos de estos trabajos están vinculados con la etnobotánica, la etnozoología y la etnomicología en menor medida. En relación con los saberes y prácticas vinculados a las especies vegetales, se pueden mencionar los trabajos de H. Keller, quien tiene una amplia bibliografía sobre las clasificaciones, usos medicinales y aspectos cosmológicos de las plantas en la cultura mbyá-guaraní, en el noreste del país. También se destacan las investigaciones de P. Arenas en el Gran Chaco, quien trabajó con comunidades pilagá, wichí y guaraní, y, más recientemente, de M. E. Suárez, quien ha publicado un libro sobre la etnobotánica wichi. El Grupo de Etnobiología1 de la Universidad de Buenos Aires, dirigido por Suárez, ha desarrollado diversas investigaciones en el Gran Chaco, así como también en el área metropolitana de Buenos Aires, llevando a cabo una etnobotánica de carácter urbano. Finalmente, en el sur del país, el Grupo de Etnobiología del Instituto de Investigaciones en Biodiversidad y Medioambiente (INIBIOMA)2 , dirigido por Ana Ladio, ha hecho contribuciones a la etnobotánica mapuche y a la etnoecología de Patagonia, Córdoba y Catamarca, trabajando con comunidades rurales indígenas y no indígenas. Por supuesto, el interés por la temática no se limita a estos institutos, existiendo investigaciones también en otras universidades del país.

Respecto a la etnozoología, el interés por las clasificaciones de los animales propias de las comunidades indígenas del país se ha recuperado en trabajos con diversos enfoques. Sobre las implicancias del término “animal” se pueden mencionar el trabajo de Medrano (2016) sobre las características de esta categoría entre los qom, así como la publicación en coordinación conjunta con F. Vander Velden (Medrano y Vander Velden, 2020). También hay investigaciones que revisan los conocimientos indígenas sobre las aves, tales como Cebolla Badie (2000) para el caso mbyá, Rosso y Medrano (2016),Medrano (2018)yMedrano, Zamudio y López de Cazenave (2018) para el caso qom, por mencionar algunos. Sobre especies de mamíferos, Cebolla Badie (2016) ha publicado un libro donde detalla la relevancia simbólica y material de diversas especies de la selva paranaense en la sociedad mbya. Por otro lado, Medrano (2019) revisa los significados de ciertos cánidos y felinos entre los qom. También se pueden mencionar los trabajos de B. Vilá sobre la diversidad de camélidos que, junto con otros autores, han incentivado el surgimiento de una línea de investigación vinculada al tema desde la arqueología. Por otro lado, orientada a problematizar las zoonosis, Mastrángelo (2021) ha escrito respecto a las relaciones entre las personas y los animales domésticos, y otras investigaciones han puesto en tensión el vínculo con los animales en espacios urbanos y bioparques (Balbontín, 2021, por ejemplo).

Si bien los insectos también pertenecen al reino animal, por lo menos desde el sistema de clasificación occidental, sobre éstos se ha escrito poco en el país. Generalmente se les menciona como parte de estudios enfocados en otros seres vivos, dada su relevancia en los ecosistemas: por ejemplo, el estudio de Miranda, Keller, Silva e Insaurralde (2010) sobre las especies de plantas más visitadas por la abeja Apis mellifera, así como el estudio de Araujo, Keller y Hilgert (2018) relacionado al manejo de diferentes etapas del desarrollo de la palma pindó entre los mbya guaraní para la producción de larvas de coleópteros.

Un trabajo realizado específicamente por una antropóloga, enfocado en el orden hymenoptera (es decir, especies de abejas, abejorros, avispas y hormigas) es el de Cebolla Badie (2009a) relacionado a la miel en la cultura mbya, así como un artículo escrito por la misma autora en el que resume estos conocimientos y menciona algunas prácticas vinculadas a especies de coleópteros y lepidópteros, mostrando cómo también escarabajos, polillas y mariposas tienen un lugar en la vida social de este pueblo (Cebolla Badie, 2009b). Medrano y Rosso (2010) también escribieron sobre la miel y las especies de abejas melíferas y sus relaciones con las comunidades guaycurúes, basándose en registros históricos. De hecho, en documentos de otros siglos, varios exploradores, tanto en Argentina como en otros lugares de nuestro continente, resaltaron el tratamiento que los pueblos originarios tenían con respecto a algunas especies de insectos, reseñándolo como situaciones exóticas (Cartay, 2018;Peralta Agudelo, 2020).

Como resultado de este tipo de aproximaciones a las prácticas indígenas y sus conocimientos sobre los insectos, y en general, sobre el ambiente, se fue gestando a lo largo de los siglos una tendencia a eliminar estas costumbres o a mantenerlas en un círculo íntimo, ya sea por presión de las instituciones del pasado con las que los pueblos indígenas interactuaban, o para no quedar como “salvajes” o “incivilizados” en la actualidad, como reseña Cartay (2019), en el caso de las comunidades que practican entomofagia en el Ecuador, por ejemplo. De esta manera, el conocimiento tradicional indígena fue invisibilizado y relegado a meras reminiscencias de pueblos salvajes a punto de desaparecer ante el avance de la civilización (Pérez Ruíz y Argueta Villamar, 2012;Peralta Agudelo, 2020).

En la misma línea, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, diversos exploradores visitaron los territorios más alejados de Argentina para registrar los recursos disponibles, las posibilidades de colonización y las costumbres de los indios que habitaban tales tierras. En esos documentos no sólo se hace mención de prácticas vinculadas con plantas, sino también relacionadas con animales y, a veces, con insectos. Por ejemplo, Ambrosetti (1894) menciona el conocimiento que los cainguá tienen sobre diversas especies de abejas y avispas, las prácticas para la obtención de miel, el reconocimiento y tratamiento de los panales y el consumo del tambú, esto es, larvas grandes de mariposas, polillas y escarabajos (lepidópteros y coleópteros, respectivamente). En el presente, trabajos como los de Cebolla Badie (2009b) y Araujo et al. (2018) dan cuenta de la profundidad del conocimiento detrás de la práctica de comer tambú. De hecho, los mbyá no sólo comen diferentes tambú, con nombres diferenciados debido a que comen larvas de diferentes especies, sino que también las “cultivan” o “crían”, al promover la oviposición y el desarrollo de los insectos.

En cuanto a las abejas, hay un amplio trabajo, no sólo a nivel nacional, sino también latinoamericano, especialmente relacionado con las especies de la familia meliponini (abejas sin aguijón). En Argentina, la mayor parte de estas investigaciones provienen de las ciencias biológicas, salvo los aportes ya mencionados de Cebolla Badie y Medrano y Rosso, que analizan el lugar de las abejas desde una perspectiva histórica y social. Cebolla Badie (2009a; 2009b; 2016) distingue variados usos alimenticios y medicinales de la miel, el polen y la cera de los panales, así como de las larvas y pupas, entre los mbyá-guaraní. También se evidencian usos simbólicos como, por ejemplo, la utilización de los tubos de la entrada a los panales de la abeja yvyra’ijase o Lestremelitia limao para sahumar y ahuyentar a los espíritus en el monte (Cebolla Badie, 2009b). Las mieles de las abejas jate’i (Tetragonisca angostula) o mandori (Melipona marginata) son utilizadas en ceremonias importantes en la vida de los mbya (Cebolla Badie, 2016). En este pueblo se reconocen a una gran cantidad de especies de abejas sin aguijón, sus comportamientos, las características de su miel (cuándo se puede consumir y cuándo no), y a partir de la interacción con otros seres vivos, como las aves, pueden identificar los lugares de nidificación de las abejas, reconociendo en detalle la forma externa e interna de los panales (Cebolla Badie, 2009b).

Por otro lado, Medrano y Rosso (2010), revisando documentos producidos por los jesuitas, recuperan una serie de usos de la miel por parte de las comunidades guaycurúes, así como analizan las potenciales etnoclasificaciones de las abejas que se deducen de estas fuentes históricas. Según las autoras, este pueblo distinguía especies por su lugar de nidificación, otorgándoles nombres exclusivos que confluyeron en un sistema de clasificación complejo en el que se diferencian variadas especies. Además, al igual que lo registrado por Cebolla Badie (2009a;2009b) para el caso mbya, los guaycurúes diferenciaban la miel de acuerdo a los lugares, las estaciones y el tipo de abejas, ya que estos aspectos marcaban un sabor característico. Adicionalmente, Medrano y Rosso (2010) destacan el uso de mieles para la elaboración de bebidas alcohólicas y ceras para el intercambio con otros pueblos y/o para uso local.

No sólo en fuentes jesuíticas se hace mención a la importancia de las abejas y de otros insectos en las sociedades indígenas que habitan el actual territorio argentino, sino que viajeros y naturalistas registraron también prácticas relacionadas con las abejas y sus mieles, y sobre otros órdenes de insectos (Ambrosetti, 1984; Bertoni3, 1911, entre otros). Por último, no se pueden dejar de mencionar los aportes de F. Zamudio, quien, desde la biología, ha realizado diversos trabajos vinculados con el conocimiento de las especies de abejas meliponas en Misiones y sus usos. Estos saberes han sido reseñados en la guía producida por Zamudio y Álvarez (2016), que condensa años de trabajo de campo entre comunidades rurales, indígenas y no, de la provincia de Misiones.

Otro grupo de insectos que ha sido analizado en los últimos años es el de las termitas, que, pese a las grandes diferencias de hábitos entre especies, parece ser bien conocido por la sabiduría indígena. Kamienkowski (2018) ha analizado las denominaciones qom para estos insectos, dando cuenta del uso del mismo término tanto para los nidos como para las termitas, estableciendo más bien diferenciaciones de acuerdo con el lugar donde pueden ser encontrados. También menciona la necesidad de prestar atención a los posibles equívocos suscitados en el proceso de traducción, ya que cuando los qom se refieren a los insectos en su lengua hay distinciones, pero cuando lo hacen en nuestro idioma, pueden encasillar diferentes insectos en la misma categoría (“bicho”, “gusano”, etcétera). Por otro lado, las termitas son concebidas como plaga, aunque se hace uso de sus termiteros para ahuyentar abejas que son agresivas durante el proceso de extracción de la miel, uso también registrado por otros autores para el mismo fin o para espantar otros insectos nocivos, como los mosquitos (Martínez Crovetto, 1995; Arenas, 2003, citados en Kamienkowski, 2019). Con los nidos también se fabricaban hornos de barro y se trataban diversas dolencias, aunque el manejo se realizaba con cautela producto de que los termiteros son conocidos por los qom por producir picazón y sarpullido en quien los toca. Finalmente, el mismo autor ha publicado un artículo (Kamienkowski, 2023) en el que presenta un registro de una gran cantidad de especies de insectos y otros artrópodos reconocidos por las comunidades qom, presentando los nombres locales y “las traducciones” al sistema clasificatorio occidental.

4. Antropología, etnoentomología y otros saberes. Diálogos necesarios en contextos de crisis ambiental

Como se mencionaba previamente, la etnoentomología en el país ha sido desarrollada principalmente por investigadores vinculados a las ciencias biológicas y/o otras ciencias ambientales. Sus trabajos han sido aportes muy valiosos para el reconocimiento de la profundidad de los saberes ecológicos indígenas, permitiendo colocar en un marco de igualdad epistemológica a aquellas sociedades concebidas históricamente como incultas e incivilizadas (Pérez Ruíz y Argueta Villamar, 2012). Las pocas investigaciones desarrolladas no sólo han recuperado términos nativos, sino que muestran la amplitud de su sabiduría, que abarca no sólo la identificación de insectos, sino el reconocimiento de su etología y ciclos de vida.

El conocimiento ecológico y, particularmente, entomológico, de los pueblos indígenas es el resultado de siglos de ocupación del territorio. Saber dónde ir y saber qué consumir o qué usar y cómo, representa la existencia de modos de relacionamiento y estrategias de habitar que desmienten aquel prejuicio clásico del indio salvaje a quien persigue “el fantasma del hambre” (Sahlins, 1983), producto de su incompetencia técnica. Lejos de tener una economía de subsistencia caracterizada por el azar y la falta de planificación (Sahlins, 1983), estos trabajos nos muestran una gran adaptación a su entorno.

Por otro lado, las investigaciones desarrolladas hasta el momento sobre el conocimiento entomológico indígena no siempre logran situar estos conocimientos en el marco más amplio en el que se reproducen (Milton, 1997;Durand, 2002), siendo sumamente necesario que desde las ciencias sociales se establezca un diálogo con la etnoentomología para poder problematizar tales contextos. Hasta acá los trabajos realizados suelen presentar un listado de especies, algunos usos y creencias, pero no nos ilustran respecto a qué sucede con esos saberes en la vida cotidiana. ¿Pueden los pueblos indígenas seguir llevando adelante estas prácticas? ¿Son memorias de tiempos pasados o están presentes estos conocimientos en su día a día? Aportes como los de Cebolla Badie (2009a;2009b;2016), Cartay (2018)yPeralta Agudelo (2020), por ejemplo, nos muestran las condicionantes históricas para el libre despliegue de la sabiduría indígena: intervenciones de agentes externos, devastación de los bosques y hábitats originales, así como expropiación territorial. Sin embargo, este tipo de trabajos no son la norma en los estudios sobre las relaciones entre seres humanos e insectos, por lo que miradas más vinculadas con la ecología política son esenciales para la problematización.

En general, el trabajo de campo parece ser la técnica que prima en los estudios sobre el tema. Sin embargo, también la historia -y la etnohistoria- pueden ser útiles, al recuperar de entre las fuentes diversos usos, creencias e interacciones, tal como han hecho Medrano y Rosso (2010)yPeralta Agudelo (2020), por ejemplo. Incluso, estudiar cómo se representan a los insectos en diversas fuentes puede contribuir a pensar la manera en que conceptualizamos y apreciamos o no a determinadas especies. En este último punto, la entomología cultural realizó varios aportes (Medeiros Costa-Neto, 2002), aunque en nuestro continente parece estar aún en un estado incipiente.

Los estudios realizados son, además, una invitación a repensar nuestras categorías. Siendo que la noción de insecto no es universal y que incluso en nuestra sociedad la clasificación de lo que es y lo que no es resulta bastante ambigua para quienes no se dedican a la entomología, conviene repensar hasta qué punto conceptos como plaga o insecto benéfico son construcciones culturales que refieren a modos de relacionamiento con el entorno atravesados por imaginarios e ideologías determinadas. Peralta Agudelo (2020) nos advierte que este tipo de representaciones simbólicas han sido herramientas no sólo para intervenir en los espacios habitados por determinados insectos, sino sobre poblaciones que los integraron en sus prácticas cotidianas. De esta manera, los discursos sobre la entomofauna son medios de domesticación del ambiente y de los grupos humanos que habitan el territorio.

En un sentido más “utilitarista”, los saberes de los pueblos indígenas han comenzado a inspirar diversas incursiones tecnológicas relacionadas con los insectos, como la meliponicultura o la entomofagia, aunque aún están en un estado inicial en Sudamérica (Medrano y Rosso, 2010;Zamudio y Alvarez, 2016). El diálogo de saberes es fundamental para el manejo de los recursos naturales de manera adecuada, biológica y culturalmente hablando. En un contexto de crisis ambiental, el estudio de las relaciones entre seres humanos e insectos, así como del vínculo que nos une a otros seres no humanos, es de relevancia al permitirnos repensar nuestras prácticas a partir del conocimiento de otras formas de conceptualizar y estar en el mundo que nos lleven a reconsiderar y evaluar estrategias de manejo y conservación de los ecosistemas que habitamos. Sin embargo, es importante no centrarse exclusivamente en los usos de los insectos, puesto que esto también sostiene otras formas de antropocentrismo que en otras épocas han legitimado las actividades extractivistas que han deteriorado nuestros hábitats, como la valorización de la naturaleza y su transformación en mercancía o algo útil para el humano (Svampa y Viale, 2014). La idea es que la reflexión nos invite a pensar en otros modos de convivencia más simétricos, para lo cual las propuestas multinaturalistas son esclarecedoras.

Otro aporte del multinaturalismo se relaciona con lo señalado por Kamienkowski (2023). La traducción de los términos de una ontología a otra es un proceso que implica necesariamente equívocos (Blaser, 2009). Milton (1997) advierte en su revisión de los diversos enfoques de la antropología ambiental cómo muchas veces los locales responden de acuerdo a lo que piensan que es más útil para el investigador, forzando también la congruencia entre términos del antropólogo y del nativo. El perspectivismo amerindio de Viveiros de Castro invita a aceptar esto como parte del diálogo intercultural y no como limitación o algo a corregir, reconociendo y respetando la diversidad de mundos y ontologías y aceptando el aspecto relacional, semiabierto y contingente de las categorías y modos de organizar el mundo (Blaser, 2009;Vander Velden y Cebolla Badie, 2011).

Cabe mencionar que también, superando prejuicios etnocéntricos o la idealización de las sociedades indígenas (Durand, 2001), es fundamental que este campo de estudios se expanda, para no centrarse exclusivamente en las prácticas indígenas (Pérez Ruíz y Argueta Villamar, 2011). Particularmente, dado el contexto de desigualdad epistémica, ontológica y material en el que están subsumidos los pueblos originarios de nuestro continente, es relevante seguir revalorizando las prácticas de estas comunidades, pero no sólo con el fin de exponer un catastro de conocimientos tradicionales, práctica que en tiempos pasados fue funcional a la exotización y ocultamiento de lo indio (Pérez Ruíz y Argueta Villamar, 2011), sino que hay que generar espacios que otorguen agencia sobre la producción de conocimiento y de prácticas de intervención territorial. Kamienkowski (2017) ha señalado el entusiasmo que generan estos estudios para quienes están involucrados en educación intercultural bilingüe, debido a la falta de material para enseñar ciencias naturales en las comunidades.

Por último, los insectos han estado y están inmersos en nuestra vida y de eso dan cuenta no sólo las prácticas indígenas, sino nuestros cuentos, leyendas, canciones, películas y demás productos culturales.

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Notas

1 Grupo de Etnobiología de la Universidad de Buenos Aires: https://dbbe.fcen.uba.ar/investigacion/grupos-de-investigacion/etnobiologia/

2 Grupo de Etnobiología del INIBIOMA: https://inibioma.conicet.gov.ar/etnobiologia/

3 Es interesante la amplia bibliografía publicada por A. W. Bertoni sobre diversas especies de animales. Cabe mencionar que el autor es hijo del naturalista M. Bertoni, quien también tiene una extensa bibliografía relacionada con la etnobotánica guaraní.

Recibido: 01 de Marzo de 2024; Aprobado: 01 de Abril de 2024

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