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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.27 no.50 La Paz jun. 2023  Epub 30-Jun-2023

 

IDEAS Y PENSAMIENTOS

Identidad boliviana: entre la realidad y la ilusión***

Bolivian identity: Between Reality and Illusion

Ignacio Rodrigo Vera de Rada* 

*Licenciado en Ciencias Políticas y en Comunicación Social por la UCB (Sede La Paz). Magíster en Teoría Crítica por el CIDES-UMSA. Diplomado en Formación Docente para la Educación Superior por la UCB. Profesor de Escritura Académica y de otros cursos de formación continua en el Departamento de Cultura y Artes de la U.C.B. Columnista de prensa. Correo electrónico: ignaciov941@gmail.com


Resumen

Este ensayo, que es el resultado de una tesis para programa de maestría de Teoría Crítica en el CIDES-UMSA, explora el problema de la identidad nacional boliviana desde perspectivas sociológicas y psicológicas. Parte de la tesis de que la nacionalidad boliviana es una entelequia que sirve para sedar la mentalidad colectiva, proclive al desencuentro y la crisis existencial. El asunto se cruza con los temas sobre mestizaje, que en Bolivia son el meollo de conflictos sociales y políticos desde hace mucho tiempo. El ensayo se apoya en las ideas que sobre la nación y la nacionalidad tienen algunos pensadores liberales como Popper, Savater o Vargas Llosa. Al final, se hace un examen sobre si la nacionalidad boliviana realmente existe en un plano objetivo, o si es producto solamente del deseo y la subjetividad de los bolivianos.

Palabras clave: Identidad; nacionalidad; bolivianidad; democracia; liberalismo; mentalidades colectivas

Abstract

This essay, which is the result of a thesis for a master’s program in Critical Theory at CIDES-UMSA, explores the problem of Bolivian national identity from sociological and psychological perspectives. It starts from the thesis that Bolivian nationality is an entelechy that serves to sedate the collective mentality, prone to disagreement and existential crisis. The issue intersects with issues of miscegenation, which in Bolivia have been at the heart of social and political conflicts for a long time. The essay is based on the ideas that some liberal philosophers such as Popper, Savater or Vargas Llosa have about the nation and nationality. In the end, an examination is made as to whether Bolivian nationality really exists on an objective level, or if it is the product only of the desire and subjectivity of Bolivians.

Keywords: Identity; nationality; bolivianidad; democracy; liberalism; collective mentalities

1. Introducción

¿Existe una identidad nacional boliviana subyacente? O mejor aún: ¿Qué es la identidad boliviana?

¿Dónde o cómo rastrearla? ¿Está en el pasado precolombino? ¿Está en la Audiencia de Charcas? ¿O en el Potosí virreinal de Arzáns? ¿Se formó a partir de las victorias de Bolívar y Sucre? ¿O ya estaba -y muy viva- en el espíritu de los guerrilleros que las precedieron? ¿Se forjó recién durante la etapa republicana, para afirmarse luego en la guerra con el Paraguay? ¿O es el resultado de todas esas etapas y procesos? ¿Es la suma de las diferencias en el tornado del tiempo, distinto de lo que pudieron significar por separado las herencias de españoles y de indios? Si así es, ¿no es tan difícil de entender que al final es un todo y nada que se diluye en el vaivén político y social que trasmuta con los años? ¿O directamente no existe? Si no existe, ¿no existe todavía o no podrá existir nunca?

Es difícil saber racionalmente qué une a los que habitan Bolivia, pero al menos se siente que existe algo. Es probable que ese lazo esté en el mundo de las subjetividades mucho más que en el de la objetividad.

La identidad nacional boliviana es, primero, todavía un vago sentimiento de pertenencia al territorio boliviano, y luego, más un deseo -en el mejor de los casos en proceso de construcción- que una realidad consumada. Los historiadores no han intentado nunca el análisis de la nacionalidad desde el punto de vista de la razón. Tal vez porque Bolivia -al igual que muchos países relativamente nuevos-, comparada con otros estados del mundo, es tan joven que, al igual que una persona en la adolescencia, está todavía en trance de autodescubrimiento. En esto, puedo refrendar lo que dice José Enrique Rodó a Alcides Arguedas en su crítica a Pueblo enfermo: Bolivia es un pueblo niño. Si en comparación con lo que de viejo tiene este mundo las naciones más antiguas son un simple parpadeo, la “nación boliviana” en su vida republicana es apenas una fracción de segundo, una nada en el enorme arco temporal de la historia. Entonces su sociedad no está todavía cristalizada, no está consolidada, y el momento histórico no cuaja en instituciones propias.

Si el país no termina escindiéndose, puede ser que en el futuro las diferencias entre occidentales y orientales se atenúen, o que Bolivia opte por el federalismo, facilitándose la consolidación de un sentimiento nacional (no nacionalista, que es diferente) ya no anclado en el conservadurismo andinocéntrico. En el siglo XIX, Casimiro Corral escribió sobre estos asuntos, indicando que lo mejor para Bolivia sería la soberanía única, unitaria, con descentralización departamental y municipal, para el freno del despotismo y el centralismo y el desarrollo de las regiones. Probablemente esa propuesta siga hoy vigente. Porque el federalismo funciona cuando estados soberanos deciden federarse en un proyecto común, como los Estados Unidos, pero cuando nace del descontento, es un indicio de una gradual escisión.

Aunque no es menos posible que el eventual federalismo recubra solamente un cambio de élites de poder político, porque, como con acierto afirma Vargas Llosa en su Historia de un deicidio:

La organización centralista o federal del Estado es, como en el resto de América Latina, el origen o pretexto de la pugna que enfrenta a conservadores y liberales a lo largo de buena parte del siglo pasado, así como el clericalismo y absolutismo de los primeros y el anticlericalismo y parlamentarismo de los últimos, aunque, en la mayor parte de los casos, las diferencias ideológicas son meras retóricas que disfrazan intereses y ambiciones de personas. (Vargas Llosa, 2002, p. 23).

En el caso boliviano, durante la Guerra Federal la bandera federalista fue un subterfugio para desplazar centros de poder a otros lugares y otorgar poder a otras oligarquías, en función no de convicciones ideológicas o programáticas, sino de intereses personales o de grupo. La prueba de ello es que, al cabo del conflicto con triunfo total de los federalistas, Bolivia siguió siendo una república unitaria y centralista.

Además, no hay que dejar de decir que muchos de quienes aparentemente pretenden federalismo en realidad lo que quieren es independencia. El federalismo, para ellos, funciona solamente como una bandera eufemística de un desarraigo de la gran comunidad, Bolivia, a la que ya no soportan sobre todo por cuestiones religiosas y raciales. Ese federalismo, eufemístico por los fines que ocultamente persigue, no procura la descentralización administrativa de todas las regiones bolivianas, sino la desvinculación política y cultural de Santa Cruz del resto del país, y dado que sus móviles son, como dijimos, fundamentalmente religiosos y raciales, no puede ser sino una expresión primitiva y cavernaria. Porque hoy el independentismo, aunque pueda sonar paradójico, es antiliberal, toda vez que generalmente se fundamenta en el nacionalismo, en las identidades cerradas y en la autodeterminación intransigente de grupos que creen que pueden desvincularse de su gran jurisdicción sin seguir una serie de pasos institucionales propios de toda democracia moderna. El independentismo, tendencia hoy predominante en varios grupos del mundo, es una de las expresiones del populismo y la demagogia; es antihistórico y regresivo.

2. Espíritu de la nacionalidad boliviana

Parecería como si la bolivianidad fuera una nacionalidad nacida en el victimismo crónico y funcionara como un sedante para explicar el sinsentido de colectividad en el territorio. Parecería como un mecanismo de defensa ante los cuestionamientos y la superioridad técnica y democrática de los demás. El verdadero ser del boliviano -su lamento, su tristeza- aflora y se disipa a la vez en el regodeo, el alcohol y el arte. Como en la fiesta barroca del periodo colonial, aquellas “mascaradas” que creaban un ambiente de relativa armonía entre los diferentes actores sociales y abigarraban las costumbres y tradiciones, es todavía hoy la fiesta el lugar donde el boliviano se disipa de su drama. La fiesta y el alcohol afirman lo que su vida le niega cotidianamente. Si en su vida ordinaria se oculta a sí mismo, en la celebración se disipa. La embriaguez hace que el siervo salte barreras y que el amo descienda de su pedestal. Porque la fiesta, en todo lugar y todo tiempo, siempre representa un regreso a un estado en que no existen diferencias, premoderno o incluso presocial, casi salvaje, en que las disputas y rencores se diluyen. Gracias a ella el boliviano se disipa, se abre y comparte con sus semejantes y con sus diferentes.

Y es curioso que un país tan triste como Bolivia tenga en su calendario tantas y tan alegres fiestas. (¿O, más bien, no será por esa congoja colectiva que las tiene tantas?). Porque Bolivia tiene pocos motivos para sentir alegría en su vida de todos los días. Sufre por problemas internos (corrupción, incapacidad de sus gobernantes, fratricidios) y externos (perdió casi todos sus pleitos y controversias internacionales: guerras, arbitrajes, juicios). La adversidad parece haberle sido impuesta. Pero lo cierto es que no existe ningún hado perverso: es el boliviano mismo quien, inconscientemente, urde su infortunio. Esta adversidad destruye su autoestima y por eso se aferra solo a lo que la tradición dice que es bueno, a lo que habla bien de él, a lo que no lo interpela ni lo critica, al camino libre de espejos que lo puedan confrontar consigo mismo.

Este fenómeno se puede advertir en el recuerdo que tiene de uno de sus más grandes -y al mismo tiempo pequeños- hombres: Franz Tamayo. Su nombre está en plazas, calles, medallas, una universidad privada y una provincia de La Paz. La Casa de la Cultura también lo lleva, al igual que un concurso literario de la Municipalidad, hay varias estatuas que reproducen su semblanza y hasta hace poco su rostro estaba en los billetes de corte mayor. No ha leído sus escritos sobre sociología y moral pública, mucho menos sus proverbios ni obras poéticas, pero el país recuerda al hombre, sabe quién es. Esto se debe a que Tamayo siempre exaltó al “pueblo”3. Montaña pensante, su genio sirvió para glorificar el pasado indio y enaltecer el futuro del mestizo, y nunca puso en duda la funcionalidad de su país. Utilizando -más con buena voluntad que con aplicabilidad verdadera- la filosofía nacionalista de Fichte y Nietzsche, glorificó a la raza india, exhortó a la juventud a hacerse fuerte y osada4 y jamás cuestionó la bolivianidad. En las antípodas del recuerdo colectivo está su eterno adversario intelectual: Alcides Arguedas. Celebrado y leído en Europa, odiado en su lugar natal y evidentemente con un carácter amargo, Arguedas utilizó su pluma para enfrentar los entuertos de la sociedad boliviana: trazó una síntesis de su condición premoderna5, denunció todo lo malo y pobre del espíritu del boliviano y no vislumbró ningún futuro promisorio para aquella sociedad que, al mismo tiempo que al desarrollo de la cultura y la industria, lo había despreciado a él mismo. Entonces Bolivia sepultó al difamador, lo enterró, lo cubrió bajo un manto que para el intelectual y su obra es peor que la ignominia: el olvido. En Bolivia, pocos jóvenes saben hoy quién es y qué de bueno hizo Alcides Arguedas.

Pero este manifiesto desprecio en realidad reviste una aceptación tácita, porque el boliviano sabe que, aunque quizá con un lenguaje poco académico y en obras históricas no bien elaboradas metodológicamente hablando, Arguedas describió fielmente la realidad boliviana en muchos aspectos (culturales, políticos, sociales), pero no lo acepta. En lo íntimo, muchos bolivianos anti-Arguedas piensan como Arguedas, pero prefieren creerle a Tamayo. Arguedas es el subconsciente boliviano; Tamayo, el deseo.

Porque Bolivia todavía vive aislada no solo de los flujos migratorios y culturales, vive exilada también espiritualmente. Es un país sitiado. El boliviano -sobre todo el andino, pues probablemente la disposición agreste de su medio se trasplantó a su actitud frente a la vida- no se da fácilmente: es quisquilloso, mira con desconfianza al otro, vive en un aire de intrigas. Ese mecanismo de defensa que probablemente perfeccionó para defenderse del conquistador, la mentira, sigue latente en su diario vivir. Como no es abierto ni directo, siempre camina con cautela, es mordaz y trata de ser irónico6. Miedo y recelo marcan su vida laboral, familiar, afectiva, sexual. En la política, mira con duda al correligionario, pues incluso este lo puede traicionar o abandonar; la mutua desconfianza prevalece en todos los sectores (en la política, el éxito depende casi solamente de maniobras oscuras. Dice Octavio Paz: “Y en un mundo de chingones, de relaciones duras, presididas por la violencia y el recelo, en el que nadie se abre ni se raja y todos quieren chingar, las ideas y el trabajo cuentan poco. Lo único que vale es la hombría, el valor personal, capaz de imponerse”). E incluso frente a la hospitalidad o el cariño, su respuesta es la reserva, pues ignora si esos gestos son reales o simulados. Y entonces el disimulo -o a veces la mentira- se convierte en mecanismo de defensa o como peldaño para obtener algún éxito. El fingimiento se ha convertido en defecto y virtud. Pero el ensimismamiento, que lo defiende, también lo oprime, y al socorrerlo, lo trunca.

Incluso el boliviano de alta sociedad se esconde detrás de máscaras: se aferra a los pergaminos de su nombre para decir que es “alguien” en la sociedad, para preservar sus viejos privilegios. Y esta reacción es el síntoma del sentimiento de inferioridad que padece, pues, así como -según los psicólogos- el complejo de superioridad es en realidad complejo de inferioridad, el orgullo inmoderado esconde un sentimiento crónico de inferioridad. El boliviano de clase media y alta unas veces es chovinista y otras se desprende de su cultura tradicional: se afirma y se niega sucesivamente. A veces resalta el pasado indio, viste prendas con motivos autóctonos, usa accesorios con los colores vivos de la wiphala o viste tipoi y sombrero de saó, y se lanza al exterior para retar con su cultura a las demás. Pero otras veces niega a la sociedad de que procede y se hispaniza, se afrancesa, se occidentaliza, para ingresar en la sociedad globalizada; sin embargo, cuando viaja y ve que hay otros más blancos, más altos y probablemente más cultos que él, su autoestima queda destruida y su corazón apasionado vuelve a la tristeza. Ama y esconde la identidad. Todo según el momento y la oportunidad.

3. Crisis identitaria boliviana: el estigma de la psicología colectiva

No es verdad, como pretende García Linera, que el boliviano en el extranjero siempre se afirma como boliviano. En realidad, muchas veces se acompleja de su gentilicio al ver que este no le ofrece el prestigio que quisiera en el nuevo medio. Entonces el boliviano realza otro tipo de identidades, otras pertenencias (pueden ser relativas a su ascendencia lejana o a su oficio), realizando, dependiendo de su interlocutor, probablemente varios cambios de identidad en solo un día. Porque toda afirmación identitaria es contingente, es el resultado de las personas que interactúan y las características sociales de un medio.

Esta forma de vivir lo lleva a no saber diferenciarse, a vivir en una crisis identitaria permanente. Y todo ello, a la tristeza. Porque desde siempre esclavos y siervos usan máscaras de orgullo para protegerse de la burla. Esto se puede ver en el más grande artista que ha dado Bolivia: Tamayo.

Escritor genial y sapientísimo, Tamayo nunca pudo develarse al medio tal como en realidad fue; sucesivamente indigenista, germanista, afrancesado, americanista, helénico, su estoico orgullo, transformado en la más bella poesía que jamás haya creado un boliviano, encierra desencuentro, soledad, dolor y pasión. Franz Tamayo resume la tragedia boliviana: su personalidad no se decanta totalmente por lo indio porque a veces se siente universal, y tampoco se desarraiga del medio porque no quiere olvidar sus raíces de bronce. Biológica y culturalmente hijo de América y Europa (Europa lo engendró, América lo parió), es el arquetipo del mestizo perdido en el laberinto de la identidad. Su indigenismo es fruto del resentimiento; su occidentalismo, del amor a la ciencia. ¿Qué persigue este hombre? Nadie lo sabe y acaso ni él lo supo. Es huérfano y está solo, pero, al final de cuentas, pensador hondísimo que entrevé palingenesias, quiere vincularse con el origen del todo para triunfar. Sin embargo, al hacerlo va tras su propia catástrofe: es perenne buscador de la verdad. Quiere comprenderse él mismo y no lo logra. Como la más alta literatura de todos los tiempos, es un fracaso anticipado.

Tamayo es la roca, el hombre que lucha contantemente, Prometeo solitario en la cumbre de la montaña y lejos del mar, la realización más elevada a la que puede llegar un boliviano esforzado y consecuente. Pero es también el libelista, el vanidoso, el patriotero, el que no mide sus pasos y termina preso de la egolatría y la irracionalidad. Noble en lo más profundo del corazón, se defiende con lo más vulgar a lo que puede apelar un pensador cuando un joven escritor le hace una biografía. ¿Cómo una cabeza así de genial puede volverse tan pedestre? Sus prejuicios y complejos psicológicos y de raza terminan ganando a su racionalidad y brillantez escritural. Jamás un hombre ha guardado lo más grande y lo más pequeño de toda una sociedad como él; nunca una persona ha sintetizado toda una tragedia colectiva como Tamayo.

Franz Tamayo es la paradoja hecha carne, el espíritu acosado por sus demonios internos; este poeta no es ni indio ni blanco, es un auténtico mestizo porque no se encuentra a sí mismo. Su identidad está frustrada. El drama boliviano, con todo lo de grande y triste que posee, se resume en este espíritu contradictorio: orgullo y miseria bolivianos. En conclusión: Tamayo es Bolivia. Bolivia es Tamayo.

Un indio mirándose al espejo tratando de convencerse de que ya no es indio, el individuo de -verdadera o pretendida- clase alta aferrándose a su estirpe centenaria para permanecer en el poder, y finalmente la fiesta, donde se finge hermandad, es el fresco de lo que sucede en la sociedad. El boliviano no quiere ser ni totalmente indio ni totalmente occidental, y el que se afirma como mestizo no lo hace sino como pura abstracción; es conservador y revolucionario, libra una lucha con su igual, pero también consigo mismo, buscando el sentido de su historia y de su ser. Así, la bolivianidad termina siendo ruptura y negación, al mismo tiempo que voluntad de búsqueda y afirmación para terminar con ese estado de exilio y soledad.

El andino rural, el indio occidentalizado de El Alto, el aristócrata de Sucre o La Paz, el camba ultracatólico, librecambista y de fenotipo blanco, todos ellos padecen de ese mal psicológico que es el desencuentro con uno mismo. No pueden aceptar que su nación sea y no sea al mismo tiempo, ni que Bolivia pueda ser gobernada eventualmente por el otro. Las élites sociales, que creen todavía que el color de la piel debe primar en las estructuras políticas, representan la ataraxia criolla que se acarrea desde la colonia; todavía le dan importancia a la casta, al linaje, a la prosapia. Para ellas, la estirpe debe imponerse todavía en casamientos y amistades. Del otro lado, el indio, marginado secularmente, no admite que su historia pueda concatenarse con la historia globalizada y moderna, donde los principios de la democracia y la paz pueden funcionar seguramente mejor que en las historias paralelas y compartimenta- das de las culturas. En suma, ninguno logró aceptar que el mérito personal (la osadía, la fuerza, el ingenio, la creatividad) es más, mucho más que la estirpe y el resentimiento con el pasado ni, por tanto, ingresar en la modernidad de las ideas.

Ya lo dijo Diez de Medina en su Thunupa: “Bolivia padece sed de coherencia”. Y realmente nuestra historia es una búsqueda de origen, de procedencia. Sin embargo, por lo pronto, y para evitar mayores crisis existenciales, será mejor despedir la utopía, aceptar que la nación boliviana no existe. Porque junto con Dinesen creo que una de las mayores trampas de la vida es la propia identidad. Y, sobre todo, la identidad nacional. Es una trampa viejísima, pues desde hace decenas de miles de años el ser humano ha venido inventando mitos que lo han ido liberando de crisis existenciales o cargas de conciencia, o que lo ayudaron en el gobierno de las sociedades; uno de esos mitos es el nacionalismo, la creencia de que ciertos seres humanos encerrados en fronteras artificiales deben caminar juntos, de manera exclusiva respecto a quienes no forman parte de la tribu. Todo nacionalismo termina siendo un constructo social que sirve eficazmente para dominar y cohesionar a la tribu. El valor de la nación, al igual que el del dinero, el de las leyes y los códigos humanos o el de los derechos humanos, no existe más que en la imaginación de quienes creen fervientemente en él como un valor definitivo y absoluto.

La sociedad boliviana no es sino una relación histórica de hechos: algo que no se puede definir sino como parte del devenir humano, un devenir que hay que aceptar sin más: ambiciones, miserias, actos de altruismo, guerras, etcétera. Porque la historia nunca debe cuentas a nadie: es lo que es y así se la acepta. No hay razones telúricas ni teleológicas de la bolivianidad, existe el azar de los hechos consumados en una realidad presente que hay que asimilar. Nuevamente Octavio Paz, pero reemplazando el gentilicio mexicano: “El boliviano no es una esencia, sino una historia”.

La independencia boliviana fue pobre de ideas y estuvo determinada por circunstancias locales. Sus líderes -curas, militares y abogados-, que hicieron eco de las ideas de los revolucionarios franceses y estadounidenses, fueron los representantes de las oligarquías criollas que habían quedado en situación de inferioridad frente a los peninsulares. Con ellos en el mando, la sociedad compartimentada se tenía que mantener así: la sociedad cerrada no se disolvió creando una conciencia nacional uniforme; la segunda o tercera generación nacidas en territorio boliviano no se sentían ya bolivianas...

Hoy mismo, en el siglo XXI, la política ha cambiado poco o nada respecto a esa forma de hacer política que se denunció en la novela de inicios del siglo XX. En pocas palabras, lo que hicieron Chirveches, Arguedas, Mendoza, Finot y otros escritores, fue pintar a través de ficciones las similitudes que había entre la carrera política en Bolivia y un pugilato callejero. La función lubricante del alcohol7, los periódicos que en realidad eran panfletos de difamación, el desprecio por la cultura y los libros, la admiración por la fortuna rápida, la tendencia a engañar, el discurso populachero que se pronunciaba en las plazas de las ciudades y en las callecitas de los pueblos, la justicia siempre a merced del régimen de turno, todas esas cosas siguen siendo en la actualidad los medios de los que el político boliviano se sirve para escalar, visibilizarse en su partido y eventualmente acceder al poder.

La independencia fue solo para los criollos; es por eso que no se pudo -ni se quiso- crear una sociedad moderna. Incluso los periodos estelares de la república (la Confederación Perú-Boliviana, la Revolución Nacional, Octubre de 1982, la llegada del MAS en 2006) no pudieron zanjar los resentimientos que hay todavía entre las clases sociales y las etnias. Aun así, o más bien por eso mismo, hay que caminar hacia adelante sin regañadientes, sin pensar que Bolivia es una nación que tiene una meta trazada por la mano del destino, pues de seguir pensando eso el boliviano continuará siendo prisionero de una mentira. La actitud crítica frente a su realidad, en cambio, lo hará libre.

4. Interpelando la historia, criticando la bolivianidad

Hay que estudiar la historia, pero no para tratar de regresar al pasado, a nuestro propio ser, sino para aprender de ella. En casi todas las revoluciones existe un afán por retomar los orígenes, la esencia de un pueblo, el utópico pacto entre los iguales; se pretende restaurar el pasado y hacerlo vivo en el presente, rectificar la historia, volver al momento inaugural, a la primigenia edad de oro, pero generalmente sin ideas viables. Es por eso que una vez en el gobierno, la revolución se hace paternalista y funda otra religión, una liturgia que hipnotiza mentes y socava la acción crítica. Al final, no es sino una farsa de regresión a formas premodernas de las que salen al aire las ferocidades.

Sabemos que pueden existir nación sin territorio y territorio sin nación. En nuestro caso, no existieron ni territorio ni nación, pues aquel fue una configuración limítrofe de la corona y esta solo una quimera de las oligarquías que lideraron el movimiento independentista. Es por eso que Bolívar se mostró escéptico de las nacionalidades hispanoamericanas. La nación boliviana fue una ilusión que retrasó al país y le sigue causando complejos psicológicos a nivel colectivo. Las dos culturas que en el siglo XVI se enfrentaron en Cajamarca no se pudieron fundir hasta el presente. Más al contrario, se sumieron en un dédalo de desencuentros que en el futuro fueron explotando en escaramuzas esporádicas; la rebelión indígena de 1798, la Guerra Federal, la Revolución de 1952, el referéndum de 2016 y los consecuentes conflictos de 2019, la polémica sobre el mestizaje en torno al censo, son, en realidad, la continuidad del mismo fenómeno que se manifiesta con diferente disfraz cada vez que aparece y reaparece en el tiempo. Hoy las calles de La Paz están llenas de grafitis que exhiben el desencuentro social, el subconsciente confundido, la crisis existencial colectiva; los monumentos de Colón y de Isabel la Católica, transgredidos, pintarrajeados, son el signo de ese estado psicológico. Es por ello que la salida de ese laberinto debe estar no en la asimilación de un mestizaje unificador, ni en la atomización de nacionalidades que no podrán entenderse en una filosofía plurinacional, sino en la racionalidad y la aceptación de que la historia debe orientarse hacia la civilización. En la idea de nación de Renan: un pacto social basado en la tolerancia que debe ser renovado, en palabras de San Pablo, un día a la vez. Todo pasó como debía pasar; la historia no se equivoca. Debemos aceptar la nacionalidad como una realidad positiva, como un hecho producido sin el cual ya no podríamos vivir, y no como una razón natural que tiene un fin determinado por el destino.

Y decir que la nacionalidad boliviana fue un producto artificial, no significa que Bolivia tenga que escindirse. Más bien debería mirar hacia la descentralización, pues dado que ni la geografía ni las razas la pudieron consolidar, la descentralización política y económica la podría llevar a un clima de más calma8. Hay que mirar cara a cara a la realidad para curarse de la fantasía. No se trata de una fraternidad entusiasta, ni de una fusión forzada impuesta a cosmovisiones y razas diferentes, sino de intereses comunes en el marco de una convivencia pacífica.

Ahora, en este mundo globalizado, se equivocaría el boliviano si tuviese como objetivo consolidar su nacionalidad y el mestizaje, pues pondría esas dos metas antes que las que verdaderamente importan a las personas por ser, mucho más que bolivianas, seres humanos. Tanto a nivel colectivo como individual, lo que se tiene es el presente y no el futuro. El mañana es siempre traicionero, pues hace creer a las personas que la felicidad está en él, en un futuro radiante, “cuando la revolución se realice...”. Nuevamente Octavio Paz: “Aquel que construye la casa de la felicidad futura edifica la cárcel del presente”.

Eso de “el pueblo boliviano” no existe. Porque la colectividad es una suma de individuos con intenciones personales, con visiones propias; cada ser humano es diferente. Concepto vago, abstracto, complejo y dispar, nadie debería arrogarse la representación del “pueblo”, y menos todavía el estamento político, que es tan efímero y volátil. Hay que ver la sociedad teniendo en cuenta que los individuos, cada uno en su dimensión personal, poseen miserias, sueños, cualidades, defectos y apetitos particulares. La simplificación es una de las peores enemigas de la racionalidad y la libertad. Ahora bien, esto no quiere decir que no existan mentalidades colectivas. Estas son las que mueven a las personas como masa, como colectividad, como un todo irracional, como estudió Gustave Le Bon. Porque, así como no existen destinos predeterminados para el pueblo, este no es ni tiene por qué ser sabio o infalible. Las mentalidades colectivas generalmente son decadentes y perniciosas para la civilización. Y la sociedad boliviana, raza rebelde y triste, está construida sobre estas mentalidades que hay que tratar de remover.

Cuando los políticos hablan del pueblo lo hacen aludiendo a la parte que ellos consideran más “sana” de la sociedad, la menos viciada, la porción “buena”, y por ende la más digna de llamarse boliviana, indicando implícitamente que los demás, los “enfermos” del conjunto, son una especie de parias que no tienen nada que decir -y menos decidir- sobre los destinos del país. Lo que pasan por alto -adrede o por mero desconocimiento- es que la filosofía de la democracia hace hincapié precisamente en la inserción del “malo” incluso, del disidente9. Por otro lado, hablar del pueblo reproduce la infantilización de la sociedad. En una democracia aparente, el pueblo, que se cree el elegido (evocando inconscientemente al pueblo hebreo del Antiguo Testamento10), posee autonomía plena y prima frente al individuo, y por tanto este debe someterse a lo que la masa decide -o, mejor, impone-, eliminándose poco a poco la singularización individual11. Hablar del pueblo fomenta el caudillismo, toda vez que no puede haber pueblo sin “guía natural”, sin jefe, sin patriarca. Esto aniquila la meritocracia, ya que no pueden medirse fuerzas, no puede existir competencia limpia entre un individuo capaz pero ignorado por la masa y un representante endiosado, un pequeño rey o un jefe absoluto.

Pero así como es inoportuno hablar del “pueblo”, también lo es hablar de la “ciudadanía”, mas no porque este término sea excluyente -como dicen algunos-, sino más bien porque nunca llegó a consolidarse hasta el momento. Y es que hasta hoy existen muchos grupos sumidos en la pobreza material y económica, que viven al margen de la historia y la ley, sin derechos, y por tanto sin ciudadanía. La misión, no ya de los gobernantes, sino de todos, porque a este cometido pueden aportar todos, es ganar la democracia (no hablo exprofeso de recuperarla, sino de ganarla por vez primera). Transformar al boliviano de vasallo o paria en ciudadano con derechos y deberes, tanto para evitarle sufrir la arrogancia de sus gobernantes como para hacerlo responsable de su propio devenir. En una palabra: liberarlo. La ciudadanía en Bolivia es todavía un asunto pendiente del cual no se puede hablar hasta que no se la conquiste para todos.

Todavía hoy no es difícil ver intacta la continuidad (perjudicial) de la colonia en varios ámbitos, sea en sus aspectos políticos, sociales o culturales. Para combatirla hay que buscar la verdadera libertad, la que brindan la educación y la crítica constante, porque, siguiendo a Karl Popper, la civilización (la racionalidad) es el resultado de un perpetuo ejercicio de ensayo y error. Hay que creer en los cambios positivos, pero no en cambios revolucionarios que se dan de la noche a la mañana; las evoluciones positivas son graduales, progresivas e indefectiblemente lentas. Probablemente ni nosotros ni nuestros hijos vean esa Bolivia racional y ordenada que se quisiera tener ahora. Porque no se necesitan cambiar las leyes ni las ideologías, sino el cotidiano modo de obrar del boliviano; hay que ser competitivos mental y espiritualmente más que económicamente, porque más grave es el subdesarrollo espiritual que el material. Las revoluciones no se hacen con violencia y las malas costumbres no se eliminan con decretos. Cuando, en vez de eslóganes y discursos, el boliviano se fije en que cuando está en la posibilidad de robar no roba y en que cuando puede pasarse en rojo el semáforo no se lo pasa, tendrá verdaderos motivos de alegrarse.

5. Conclusiones

Cierta vez Bolívar dijo que Bolivia es un amor desenfrenado por la libertad. Afirmación cuestionable, pues si bien es cierto que el boliviano demuestra coraje cuando algún autócrata lo somete, también demuestra ser pasivo ante su democracia de todos los días, una democracia aparente, revestida de fachadas retóricas, su cárcel permanente: el boliviano común besa las manos que le oprimen y no está preparado para escuchar las verdades de sus eventos. Fatalista, está acostumbrado a aceptar lo que el destino le depare, sea regular, malo o mediocre. Y así, la penuria colectiva persiste.

Algunos creen que se vive en un sistema democrático desde 1982, como si este consistiera en un mero ejercicio de ir a votar cada cierto número de años, sin preguntarse si la democracia funciona -o, mejor, si existe- en un medio en el que hay tanta corrupción y una justicia secuestrada por todos los regímenes. Otros, que el federalismo sería el remedio para salvar a Bolivia de muchos de sus tormentos, sin percatarse de que el centralismo no nace en las leyes, sino en las mentalidades autoritarias. Y así, se vive pensando que es mejor la supervivencia romántica frente al éxito práctico; se cree que es mejor la lucha o la revolución permanente antes que el triunfo total. Pero la entereza ante la adversidad no es mejor que el salto a la acción.

Hay que dejar de creer que existe un carácter nacional inmutable. Porque ese carácter del que nos hablaron nuestros abuelos no es sino el estado actual que es consecuencia de un suceso, la secuela de una acción pasada, la reacción ante un estímulo dado. Más correcto es decir que existen mentalidades colectivas objetivas, que son el resultado de las condiciones de la educación, la situación de las instituciones o el nivel de la economía del grueso social. Ninguna sociedad del mundo está destinada a vivir ni mal ni bien, sino solamente llamada a replantearse su futuro a través del permanente esfuerzo individual, que es, a su vez, la respuesta específica ante una circunstancia; los fenómenos sociales no son el resultado de ningún determinismo culturalista y siempre pueden ser resueltos por el desarrollo de estrategias por parte de los individuos.

Hay que dejar de pensar que la verdad está en la revolución o en las medidas del librecambio furioso; más bien está en las pequeñas transformaciones que son posibles en el marco de un evento. Hay que dejarles de creer a los políticos, que muestran tablas con números de producción, consumo y capital individual como si fueran sinónimos de progreso y desarrollo, cuando ellos no calculan nunca el modo de pensar humano, que es el indicador más importante de la civilización. El empleo de estadísticas económicas ha conducido, en los informes de investigación, a la proliferación de cuadros con poco valor analítico. Porque los males, más que en las precarias condiciones socio-económicas, y más que a través de complicadas teorías institucionalistas o jurídicas, hay que estudiarlos a través de la observación analítica, en los comportamientos antiéticos de gobernantes y gobernados, en las normativas preconscientes y en los valores de orientación de la sociedad. Hay que tener el atrevimiento de desprenderse de la masa, pasivamente agarrotada y tradicional, para conformar un grupo que, aunque reducido (el pensamiento independiente es casi siempre impopular), se enfrente poco a poco a los prejuicios de toda la vida e imponga, siempre mediante la palabra y las ideas, su proyecto de país.

Como enseñó el autoritario pero no por eso no inteligente Trotski, el mayor reto que tiene el hombre ante sí es someter la historia a la razón. Pero, sobre todo, poner en práctica aquello que el Maestro le encomendó ejercer: el amor. Porque por suerte hemos vivido ya lo suficiente para saber que la felicidad de la humanidad no depende de las ideologías que crea, sus sistemas filosóficos o sus gobiernos, sino del amor.

En conclusión, hay que vencer a la violencia con las ideas, con la palabra, la espada más noble y digna que subyuga a la irracionalidad -y el odio- y va tras la civilización. Un arma utilizada sobre todo por los que se alejan de las costas del nacionalismo para adentrarse en la marea de la libertad cosmopolita, surcada por aquellos nautas que domeñan sus instintos y encuentran pueblo en quienes piensan y patria en los lugares donde se dialoga. Tal es el sino de los que, en realidad, no tienen ninguna.

Referencias

1. Diez de Medina, F. (1947). Thunupa. La Paz: Gisbert. [ Links ]

2. Paz, O. (2018). El laberinto de la soledad. México DF: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

3. Savater, F. (1996). Diccionario filosófico. Madrid: Planeta [ Links ]

4. Vargas Llosa, M. (2012). La civilización del espectáculo. Madrid: Alfaguara. [ Links ]

Notas

3 Sin embargo, aunque su Pedagogía está llena de una prosa altisonante con ideas algo laxas, de ninguna manera puede decirse que Tamayo fuera un demagogo con la palabra o un frívolo del pensamiento.

4 En defensa de Tamayo, hay que decir que la prédica de la energía, la osadía, el atrevimiento y la fortaleza probablemente sea nociva -o por lo menos infructuosa- para una colectividad, pero no para la individualidad. Finalmente, son esos atributos, podría decirse más espirituales que físicos, los que hacen grandes a los grandes hombres (Goethe, Bolívar, Leonardo, etcétera).

5 En palabras simples, una sociedad premoderna es una sociedad que vive atrapada en viejas discusiones y en la que antes la tradición negativa frente a la oportunidad nueva. Una sociedad en la que, para hablar con Jellinek, prima la fuerza normativa de lo normal fáctico antes que la fuerza normalizadora de la norma.

6 Como dijo un pensador alemán, la ironía, en el fondo, es el testimonio de un gran dolor.

7 La cultura del alcohol en la vida política boliviana sigue muy viva en la actualidad. Recientemente, verbigracia, se han hallado en diferentes ocasiones a un ministro, a un gobernador, a un dirigente y a tres legisladores, tanto del oficialismo como de la oposición, en estado de ebriedad mientras conducían vehículos o desempeñaban sus funciones públicas, en oficinas del estado.

8 En el momento en que escribo esto, en Bolivia comienza a revitalizar el ya antiguo debate sobre el federalismo. Es probable, empero, que se atenúe nuevamente.

9 “La democracia que no consiente el vicio o la estupidez humana, su perdición voluntaria (aunque trate de prevenirla por la educación y las leyes, aunque castigue sus crímenes), no merece tal nombre. ni suele recibirlo” (Savater, 1996, p. 95).

10 Ver La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper.

11 Quienes la conservan son solo sus portavoces, es decir los que hablan en su nombre y se consideran -y son considerados por la colectividad- encarnaciones del bienestar popular. En la Bolivia actual, verbigracia, Evo Morales o Luis Fernando Camacho.

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