1. La historia olvidada
La historia indígena es un tema de investigación por derecho propio y de larga data en regiones como México o los Andes, donde se beneficia además de múltiples estudios arqueológicos. Pero es un tema que recién se está posicionando en las tierras bajas de Bolivia en general y en Santa Cruz en particular.
No faltan ilustres antecedentes, como los estudios clásicos de los antropólogos Erland Nordenskiöld (1917), Alfred Métraux (1927 y 1942) o Branislava Susnik (1968 y 1978 en particular): pero tanto Nordenskiöld como Métraux esperan una traducción al español, y Susnik brilla por su ausencia en una enseñanza universitaria debido a en Santa Cruz no hay una carrera de antropología ni de historia.
Después de los pioneros, otros investigadores tomaron el relevo. Se puede citar, entre otros, a Thierry Saignes (1990) y sus estudios sobre la Cordillera chiriguana y el piedemonte; los de Francisco Pifarré (1989) y Hernando Sanabria (1949 y 1972) sobre los guaraníes y chanés; o los de Roberto Tomichá sobre Chiquitos (2002 y 2006). Son los que me vienen a la memoria mientras escribo: seguramente hay más, pero la enumeración quedaría de todas maneras corta. Es un hecho que, hasta años recientes, la cuestión indígena parecía cancha privada de los antropólogos (en general poco aficionados a desempolvar archivos), y la historia se abocaba a los conquistadores, los misioneros o a los libertadores. El pasado indígena era, a lo sumo, tema de un capítulo corto (por ejemplo en Finot, 1978 [1939]), o bien cabía en algunos párrafos de una introducción. En el departamento de Santa Cruz, el ejemplo más ilustrativo es, ciertamente, el de Chiquitos y de los chiquitanos: entre los innumerables estudios sobre las misiones jesuíticas del siglo XVIII, sólo conozco dos que se interesan realmente por los indígenas evangelizados a la par o por encima de sus evangelizadores: el de Roberto Tomichá, ya mencionado, y el de Cecilia Martínez (2018).
Podemos interrogarnos sobre el porqué de esta situación. Para los tiempos más remotos de la Colonia temprana, podría argüirse que no existen suficientes fuentes históricas. Es un hecho que ni en Santa Cruz ni en las tierras bajas en general, existen textos comparables a los de un Garcilaso de la Vega o un Guamán Poma que nos ofrezcan un punto de vista indígena o, por lo menos, mestizo, sobre el pasado indígena; tampoco disponemos de crónicas como las de un Betanzos o un Cieza de León que, aunque españoles, nos legaron sendas páginas que se interesan detenidamente por los incas y su pasado. No. Lo que tenemos aquí son áridos informes de gobernadores, interminables y repetitivas relaciones de servicios, cartas y apuntes de misioneros, que no siempre se interesan por los indígenas; recién para el siglo XIX disponemos de extensos relatos de viajes (el de Alcide D'Orbigny es el más famoso) que se acercan en algo a las coloridas crónicas andinas, aunque sus temas predilectos no siempre sean los indígenas encontrados en el camino o su historia.
Pero esto no significa que no exista información: simplemente, es otra. Basta con citar las compilaciones existentes: los veinte tomos de documentos publicados por Víctor Maurtua (1906 y 1907); los nueve compilados por Ricardo Mujía (1914); los tres tomos de correspondencia de la Audiencia de Charcas publicados por Roberto Levillier (1922); los siete tomos de documentos franciscanos reunidos por Lorenzo Calzavarini (2004 y 2006), los documentos publicados por Catherine Julien (2008) y Eric Soria Galvarro (2017), sin contar las Anuas jesuitas y las crónicas franciscanas de Guarayos editadas en años recientes por la editorial Itinerarios1, y los numerosos documentos anexos de muchos de los volúmenes de la colección Scripta Autochtona. La información existe: pero sí está más dispersa, y el investigador tiene que bucear en ella en busca de los indígenas, que en general no constituyen el interés prioritario del cronista. Esta dificultad tal vez sea un primer motivo para explicar la escasez de investigaciones sobre la historia indígena en Santa Cruz y en las tierras bajas en general. Otro podría ser la "desesperación" que achacaba por ejemplo a Métraux (1942, p. 114) en vista de los múltiples, incomprensibles y enmarañados nombres de grupos indígenas (quibichicoci, potorera, guiriticoci, xere-ponono, etc.) que arrojan las fuentes.
Sin embargo, y más allá de estos problemas puntuales y susceptibles de resolverse, el motivo principal parece ser simplemente una falta de interés y, me atrevo a pensar, un cierto desánimo para lograr "competir" con la rica y larga historia indígena andina sacada a la luz por cronistas coloniales y, después de ellos, historiadores y arqueólogos. De hecho, en Santa Cruz, si exceptuamos el sitio de Samaipata que sí atrajo tempranamente el interés de los investigadores2, no existen monumentales ruinas de un prestigioso pasado indígena; no existen referencias escritas a algún "imperio" comparable con Tiwanaku o los incas. Los indígenas de la región, como todos aquellos de las tierras bajas, eran "chunchos", "guarayos" o "chiriguanaes" para los andinos -todos términos equivalentes a "salvajes"- y lo siguieron siendo para sus conquistadores. Se vino así reforzando la representación del indígena como bárbaro, salvaje sin ley, sin rey y sin historia, cuya historia se reduce a enfrentamientos contra españoles y luego criollos (sin importar demasiado en estos casos quiénes son los sublevados, guaraníes, guarayos u otros) o al estado pasivo de neófitos anónimos en las misiones jesuitas. La suya es "otra" historia, una historia subalterna, opacada y que, incluso, parecería no existir. Es así por ejemplo que, para abordar aunque sea brevemente el tema indígena en la historia de Santa Cruz, Enrique Finot utiliza citas del franciscano Alejandro Corrado (fines del siglo XIX) para describir a los guaraníes de la época colonial, arguyendo que "por el hecho de haber sido siempre refractarios a aceptar la sociedad de los blancos, seguramente sus costumbres se mantuvieron casi inalterables por varios siglos" (Finot, 1978 [1939], p. 62); el mismo autor recurre al jesuita Pedro Lozano, que escribió en el siglo XVIII, para describir a los grupos indígenas del Chaco del siglo XVI; de hecho no es el único. Mucho más recientemente un estudio arqueológico sobre el sitio de Santa Cruz la Vieja (1561-1604) también se apoya sobre el mismo Lozano (Chiavazza y Prieto, 2007). En 1976, Alcides Parejas pretende de la misma manera aproximarse a los indígenas del Oriente "en la época de su contacto con los españoles", pero utiliza datos muy posteriores (incluso citas de Erland Nordenskiöld, de inicios del siglo XX) para su cometido. Por decirlo así, en esta perspectiva la historia indígena no existe, y las etnias se mantienen inalterables durante el paso del tiempo.
2. La historia triturada
Como adelanté al empezar, esta situación se ha venido revirtiendo en las últimas décadas, como resultado de varios factores entrelazados: el surgimiento de las organizaciones indígenas en la década de 1980, permitido por el retorno de la democracia; la mayor visibilidad de los pueblos indígenas y la revalorización de sus culturas a nivel mundial; el impacto de la primera marcha por el territorio y la dignidad de 1990 en Bolivia, que catapultó la cuestión indígena en el escenario político nacional. Otro factor más específico de Santa Cruz es el resurgimiento de las reivindicaciones regionales de un departamento hoy motor de la economía boliviana, pero históricamente olvidado o postergado por los gobiernos nacionales. Lo que me interesa aquí es que a la cuestión regional se acopla ahora la (re) afirmación de la identidad cruceña, ahora identidad "camba" con la historia indígena.
El término "camba" aparece por primera vez registrado en 1676, en la Relación de la provincia de Mojos del padre José del Castillo, cuando menciona que lleva "cambas" desde Mojos hasta Santa Cruz (1906 [1676], p. 336). Del Castillo no explica el término, dando por supuesto que sus contemporáneos lo entienden. En todo caso, designa aquí a indígenas del actual Beni. Luego, el término se aplicó a cualquier indígena, con un matiz despectivo, y con preferencia a los chiriguanos guaraní-hablantes del piedemonte; más tarde aún, y hasta hoy, el nombre pasó a designar a cualquier oriental, indígena o no. En boca de los occidentales (los "collas"), el término conservó su valor despectivo. Hasta que, en las últimas décadas, fue adoptado por los propios orientales (y sobre todo por los criollos o los "blancos") como un nombre propio y valorizador (¿?): "Soy camba, ¿y qué?".
Ha habido muchas etimologías propuestas para "camba". Allyn MacLean Stearmann (1987, p. 39) sugirió que el nombre provenía del guaraní "amigo", pero ninguna palabra guaraní parecida a "camba" existe en este sentido; a su vez, Hernando Sanabria Fernández pensaba que podía tratarse de una deformación del castellano "cumpa", compadre (en Saignes, 1990, p. 220).Tomando en cuenta que el nombre es virtualmente el mismo que el de los "campas" de la Amazonía peruana (grupos de habla arawak como los matsiguengas o los yaneshas), France-Marie Renard-Casevitz relaciona el término con una palabra arawak que significa "comerciar" (2002, p. 144). Otra pista proviene del uso de "camba" en Paraguay como equivalente de "negro", y sugiere que pueda provenir del idioma angola de los ex esclavos africanos en el que "camba" significa, efectivamente, "amigo"3. Ninguna de estas etimologías da cuenta del sentido despectivo original de la palabra (a menos que, en boca de los "blancos", haya acabado como sinónimo de "indio" o "esclavo"); esto permite tomar en cuenta otra etimología más, esta vez a partir del quechua, idioma en que campa significa "cobarde" (González Holguín, 2007 [1608]) -un término genérico más aplicado por los andinos a gente de tierras bajas.
Sin embargo, la versión más difundida hoy en Santa Cruz entiende "camba" como una deformación de la palabra guaraní kuimbae, es decir "hombre", en el sentido de "macho" -lo que parece muy poco probable dado el sentido original despectivo de la palabra, y porque los hombres guaraníes suelen llamarse entre ellos "amigos", "parientes", pero nunca kuimbae. Pero eso es lo que menos importa y, como decía Marc Bloch, "una palabra vale mucho menos por su etimología que por el uso que se le da" (2002 [1949], p. 43). En este caso, se la relaciona con lo que podría llamarse una recuperación o incluso una instrumentalización de lo indígena en busca de las raíces inmemoriales de la identidad de la "nación camba", contrapuesta a las de las culturas andinas. En las últimas décadas, esta recuperación se tradujo de diferentes maneras: exaltación de la herencia guaraní, por ejemplo con la erección del monumento al Chiriguano en el segundo anillo de circunvalación, la interpretación de la última batalla guaraní en Kuruyuki como una lucha federal cruceña4, o el uso y abuso del término guaraní iyambae ("sin dueño") como símbolo de la lucha regional por la autonomía departamental. Otros se decantan por un histórico mestizaje entre los indígenas y los primeros españoles que llegaron a esta tierra, y que estaría en la base de la identidad camba5. Un mestizaje evidentemente armonioso e idílico, opuesto a las brutales masacres de indígenas que ocurrieron en los Andes. Silencio sobre las malocas (cacerías de esclavos) organizadas por los cruceños, silencio sobre la muerte de Nuflo de Chaves, supuesto amigo de los indígenas, en manos de los itatines, silencio sobre la invasión de los territorios indígenas y la transformación de su gente en peones o esclavos.
Finalmente, otros más prefieren afirmar las raíces chanés de la nación camba. Por chanés (el término significa "persona, gente", en las lenguas de la familia lingüística arawak meridional), se conocía en la época colonial a una miríada de grupos indígenas diseminados entre el Chaco, la actual Chiquitania y el piedemonte andino. Los mismos parecen haber sido bastante numerosos, lo que no significa que se trataba de "una" sola etnia monolítica presente en todo este territorio: lo que nos presentan las fuentes son núcleos diferentes, dispersos, que a veces ni siquiera comparten el nombre de "chané" y otras veces ni se conocían entre sí: los tipionos y ariticoci por ejemplo eran respectivamente la gente de una aldea y de una parcialidad "chané"; los tamacocis eran probablemente chanés también, aunque no llevaban el nombre. Más aún, las mismas fuentes históricas evidencian que los chanés no eran los únicos pobladores de la región: en Santa Cruz la Vieja por ejemplo, convivían con los gorgotoquis y muchos otros grupos de distintos idiomas6.
Pese a estas evidencias, obviando la existencia de tantos otros grupos diversos, ya en 1949 Hernando Sanabria afirmaba que "fueron los chanés los pobladores aborígenes de Santa Cruz inmediatamente anteriores a la expansión guaranítica" (1949, p. 21). Esta tesis fue retomada en 2005 por Álvaro Jordán, cuyo libro afirma que, de una manera u otra, todos los pueblos indígenas pertenecientes a las tierras bajas de Bolivia, sin importar que hablen lenguas diferentes y tengan culturas distintas, eran chanés. La tesis de Jordán es que la cultura chané (inexplicablemente compartida por mosetenes, mojos, ayo reos, guaraníes, etc.) está en la base de la cultura y de la identidad cruceña de hoy. Los chanés eran, nos enseña el autor, profundamente humanistas, gente "trabajadora, sencilla, amante de la paz, generosa, solidaria, respetuosa de la vida, de los otros y que ofrecían amistad a los visitantes [...] Resistieron la invasión incaica, primero, la española, después, y, finalmente, la traición oligárquica republicana, durante siglos" (Jordán, 2005: contraportada y p. 31). Vivían en la tierra llamada Kandire, asimilada a la mítica "tierra sin mal" de los guaraníes, y que correspondía a "algo más de tres cuartos de la superficie total de Bolivia", dibujando muy convenientemente un perfecto mapa de la "Media Luna", es decir de los departamentos opuestos al centralismo andino. Una década más tarde, Bismarck Cuéllar vuelve a la carga con la misma tesis y afirma que "el hombre prehistórico del actual Oriente boliviano es producto de un desprendimiento de la etnia arawak del Caribe" (2015, p. 87). Confundiendo grupo lingüístico con etnia (en su capítulo 5 nos presenta una serie de "etnias-lenguas" como si fuesen lo mismo), el autor sostiene además que, al migrar, los arawak se dividieron en diferentes tribus, algunas de ellas "pertenecientes a las familias lingüísticas witoto, arawak y tucana" (2015, p. 88). Lo que equivale a decir que los arawak ya no son arawak pues este término, contrariamente a lo que parece pensar Cuéllar, es el nombre de un tronco lingüístico (como "indoeuropeo" por ejemplo) y no de "una" etnia. El resultado de estas migraciones y divisiones en el Oriente boliviano queda sumergido en el misterio, porque el lector no entiende por qué el autor ofrece (p. 45) un mapa en el que, en contra de todos los datos lingüísticos, los chiquitanos "son" arawak, mientras copia literalmente en las páginas siguientes un cuadro del lingüista Alain Fabre donde, evidentemente, los chiquitanos no figuran como miembros de la familia arawak. De hecho, en el capítulo 5 del mismo libro, Cuéllar ya no considera a los chiquita-nos como arawak (pero sí en su mapa los chanés del noroeste argentino figuran como locutores de esta lengua, cuando sólo retuvieron el nombre de chanés, aunque hablaban desde hacía siglos una lengua guaraní7). Sea lo que fuere y más allá de estos contrasentidos, los arawak, afirma el autor, constituían una "alta cultura" en el Oriente boliviano8 y, aunque resultados de largas migraciones, eran autóctonos: al menos eso se entiende cuando, luego, el autor califica a otras lenguas indígenas del Oriente como el guaraní de "foráneas", que se instalaron en el "territorio arawak" (Cuéllar, 2015, p.124).
Hay que admitir que ni los propios intelectuales cruceños se ponen de acuerdo a la hora de investigar las raíces indígenas de su identidad y no queda claro si "los cambas" son herederos de los guaraníes, perfectos mestizos o chanés milenarios. Pero sí las diferentes versiones en juego guardan algo en común: la idea es, en todos los casos, afirmar la existencia de una "identidad camba" construida en contraposición con los Andes. Un solo pueblo (una sola nación) camba contrapuesta con el imperio inca; un chiriguano que, desde su pedestal de la avenida Grigotá (antiguo camino a Cochabamba) espera en pie de guerra a "los collas"; un mestizaje ideal versus las masacres de los indígenas andinos. En todos los casos, y esto es otro rasgo común de las diferentes versiones, sus autores evidencian un total desconocimiento tanto de los pueblos indígenas como de su historia, a la que hacen decir lo que les conviene. Aunque disfrazada de investigación, se trata de una instrumentalización de lo indígena en función de los intereses de quien escribe. Decía Georges Duby:
Siempre se han hecho chapuzas con la historia para consolidar un poder, para mantener una reivindicación. Quizá es para esto para lo que ha servido en primer lugar la historia. El pasado siempre ha sido triturado, atrapado en redes de discursos trenzados para rodear al adversario y para protegerse en las luchas en las que lo que está en juego es el poder [...] Siempre se manipula la historia, por supuesto, en función de intereses (Duby, 1988, p. 75; énfasis de origen).
Con lo cual, en mi opinión, estos intelectuales -muchos de los cuales no son ni historiadores ni antropólogos, y muchos de los cuales no se dignan citar siquie ra sus fuentes- sólo logran desprestigiar la causa que dicen defender.
3. La historia rescatada
Felizmente, esta clase de instrumentalización de la historia indígena no es la norma y existen, en contraposición, muchas investigaciones más desapasionadas, menos políticas y mejor informadas que también se han multiplicado en las últimas décadas. El espacio falta aquí para establecer una lista completa, pero puede citarse, por ejemplo, el lanzamiento de la colección Scripta Autochtona en 2009, dedicada a la historia indígena de las tierras bajas9; la nueva Biblioteca del Museo de Historia de la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno, que nace en 2015 e incluye varios estudios sobre historia indígena y varias publicaciones de la colección Ciencias Sociales de la editorial El País, entre otros.
En función de su formación (historiadores, antropólogos, lingüistas, etc.), los autores abordan la historia indígena de diversas maneras, todas válidas. Además de una profusa publicación de documentos, que ya mencioné, un eje importante lo constituye la cara indígena de una historia supuestamente ya conocida: la de la fundación de Santa Cruz y de las misiones chiquitanas, trabajada por Cecilia Martínez (2018) desde una perspectiva indígena; la de las misiones franciscanas de la Cordillera chiriguana y de las guerrillas de Independencia en clave chiriguana (Combès, 2016), etc.
Otros trabajos realzan el papel olvidado o subestimado de los indígenas en diversos acontecimientos históricos, por ejemplo durante la guerra del Chaco (1932-1935): primera guerra moderna del continente, la guerra del Chaco fue también la última etapa de la colonización de territorios indígenas hasta entonces libres. Los hombres transparentes (Capdevila et al., 2010) devuelve, así, su dimensión indígena a la guerra que cambió los destinos de Bolivia y Paraguay; de la misma manera, el estudio de Paola Revilla (2020) sobre la esclavitud africana e indígena en Charcas revela aspectos desconocidos sobre la (mala) suerte de los indígenas de tierras bajas, chiriguanos en particular, en la urbe colonial.
Algunos autores se interesan por episodios pocos conocidos de nuestra historia, incluyendo ampliamente sus actores indígenas: Pilar García Jordán dedicó así varios libros a la región de Guarayos y sus misiones, opacadas en las investigaciones en beneficio de las misiones jesuíticas de Mojos y Chiquitos o de las reducciones franciscanas entre los guaraníes (García Jordán, 2006 y 2015, entre otros): no se trata de una "historia indígena", sino -volveré más adelante sobre el tema- de una historia regional, en la que tanto indígenas como "blancos" son actores por partes iguales. De la misma manera, Hans van den Berg (2009) se interesa por las acciones evangelizadores del clero cruceño entre yuracarés y guarayos, ofreciendo sendos datos sobre ambas etnias.
Otro tema, más apegado a una vertiente antropológica, se interesa por los procesos de etnogénesis, de formación y reconformación de los grupos étnicos a través de la historia. Ya sea en el caso de los grupos zamuco-hablantes, de los itatines de habla guaraní o de los grupos chaqueños en general, estudié los cambios del panorama étnico regional, devolviendo parte de su historia a los indígenas de la zona (Combès, 2009, 2015 y 2021). Finalmente, otro eje digno de citarse es el interés por las relaciones mantenidas a lo largo de la historia y de la prehistoria entre pueblos indígenas de tierras bajas y de tierras altas. El volumen colectivo sobre el mito del Paititi y su inacabable búsqueda resulta un buen ejemplo de ello (Combès y Tyuleneva, 2011). Además de estas investigaciones particulares, cabe destacar la organización de congresos dedicados a estos temas en Santa Cruz, que dieron lugar a la publicación de varios volúmenes de actas10.
Es imposible intentar resumir o sintetizar en pocas líneas el aporte de estos diversos trabajos. Pero sí me gustaría insistir sobre algunas de las enseñanzas más generales que nos ofrecen.
La primera se refiere a la diversidad étnica y lingüística del territorio cruceño. Hoy en el Oriente (sin hablar de los valles ni de la Cordillera chiriguana al sur) viven tres grupos indígenas: los chiquitanos, los guarayos y (desde hace relativamente poco tiempo: salieron del Chaco después de la guerra boliviano-paraguaya) los ayoreos. Pero en las misiones jesuíticas del siglo XVIII se contabilizaban más de 75 grupos diferentes, pertenecientes a seis familias lingüísticas distintas, a saber, guaraní, chiquito, arawak, otuqui, chapacura y zamuco. (Tomichá, 2002 y 2006). Remontando aún más en el tiempo, en la primera Santa Cruz logré ubicar a diecinueve pueblos distintos, también miembros de al menos seis grupos lingüísticos (guaraní, chiquito, arawak, otuqui, guaykurú y zamuco); entre los indígenas de la primera urbe, tres eran las lenguas más difundidas: el guaraní de los itatines, el gorgotoqui (muy probablemente del grupo otuqui) y el chané (Combès, 2010).
Esta diversidad étnica y lingüística ha ido mermando en el transcurso de los siglos, mediante avatares históricos propios que las recientes investigaciones ayudan a reconstruir en cada caso. Pero esta diversidad ha existido, perdura hasta el siglo XIX, y vuelve aún más ridícula la "tesis chané" de algunos autores que, además de "triturar" la historia indígena, la empobrecen.
La segunda enseñanza se vincula con que, si hablamos de tiempos históricos (a partir de la llegada europea), una "historia indígena" de Santa Cruz no existe. Quiero decir con eso que no existe sola, contrapuesta a lo que sería una "historia blanca" de la región. Lo que surge de las investigaciones son historias entrelazadas, intrincadas. Sin sus guías guaraníes de Paraguay, ni a Domingo de Irala ni a Nuflo de Chaves les hubiera sido fácil llegar al río Guapay y, luego, fundar la primera Santa Cruz; pero sin las expediciones de Irala y de Chaves, tal vez no habrían llegado tantos indígenas de habla guaraní a engrosar el contingente chiriguano, que precisamente se empodera en el siglo XVI con la llegada de los acompañantes de los españoles (Combès, 2012). Santa Cruz "la Vieja" no habría sido erigida donde está sin la presencia de tantos "naturales" en los alrededores; tampoco se hubiera trasladado en las fechas y al lugar donde lo hizo, sin las amenazas de estos mismos naturales (Finot, 1978 [1939]). Sin las bandeiras y cacerías de esclavos de los mamelucos portugueses, tampoco tantos indígenas de Itatín (actual Mato Grosso do Sul, Brasil) hubieran cruzado el río Paraguay, llegando a conformar la mayor parte de los actuales guarayos (Combès, 2015), etc. La historia indígena de Santa Cruz no es "otra" historia: es parte de la historia cruceña -tal vez ahí, en esta historia compartida, resida el verdadero "mestizaje" del que tanto hablan los cruceños.
Finalmente, las investigaciones evidencian también que la historia indígena "de" Santa Cruz no es, pues, "de" Santa Cruz. Primero, porque las fronteras departamentales y nacionales son fruto de otra historia que jamás tuvo en cuenta a los pueblos indígenas para fijar límites. Más bien, las fronteras lograron a menudo dividirlos en diferentes países (caso de los weenhayek bolivianos y los wichís argentinos, por ejemplo; de los ayoreos divididos entre Bolivia y Paraguay, etc.) o en diferentes departamentos (los guaraníes bolivianos no sólo viven en Cordillera, sino en los departamentos de Chuquisaca y Tarija también); segundo, porque si, por indígenas "de" Santa Cruz, entendemos a aquellos que viven en el departamento en la actualidad, tendríamos que considerar a los yuracarés-mojeños (cuyos puntos de origen se ubican en Cochabamba y Beni respectivamente), y a los indígenas oriundos de todas las regiones del país, en especial de las tierras altas, que llegaron en masa durante las últimas décadas. Tercero, y más importante, porque, como ya se advierte desde las primeras noticias escritas, los indígenas "de" Santa Cruz entablan múltiples lazos con grupos del Chaco (hoy Paraguay), situados al otro lado del río Paraguay (hoy Mato Grosso do Sul), de los actuales estados brasileños de Mato Grosso y Rondonia, con la Amazonía (hoy Beni), incluso con las tierras más altas de los valles. De hecho, hasta los pueblos indígenas considerados como tradicionalmente "de" Santa Cruz (descendientes de aquellos que encontraron los primeros españoles) se extienden mucho más allá del departamento. Los guaraníes viven también en los departamentos de Chuquisaca y Tarija, en el Chaco paraguayo y en el noroeste argentino; los ayoreos habitan tanto en Bolivia como en Paraguay; los chiquitanos están presentes en Mato Grosso y Mato Grosso do Sul; los guarayos, que en la actualidad sí viven exclusivamente en el departamento, hallan sus orígenes en Mato Grosso do Sul. Por ende, una historia indígena "de" Santa Cruz se quedaría corta; a la inversa, la historia indígena "de" otros departamentos o países vecinos echa también luces sobre el panora ma étnico del departamento.
4. Apología de la historia indígena
En 1922 el famoso antropólogo sueco Erland Nordenskiöld dedicó un capítulo de su libro Indios y blancos a "la frontera de Santa Cruz"; el subtítulo de este capítulo precisaba: "una frontera cultural natural", una frontera "antropogeográfica", dice el autor, entre Amazonía, Chaco, Andes y Escudo precámbrico (Nordenskiöld, 2003 [1922]). Nordenskiöld no utiliza la palabra "frontera" en el sentido de algún límite cerrado que divide espacios, sino todo lo contrario: como un espacio bisagra, que a la vez que define regiones las pone en constante contacto y comunicación. Como el espacio que forma hoy el departamento cruceño, con sus valles, su Chaco, su deslizamiento hacia la Amazonía norteña y gran parte de su territorio oriental perteneciente al mismo Escudo precám brico que el Mato Grosso brasileño.
Lo vimos, la historia de los indígenas en Santa Cruz se desborda hacia cada uno de estos ambientes geográficos. Pero lo mismo hace la historia más general de la región: la ciudad de Santa Cruz de la Sierra fue fundada desde Paraguay, pero con gran aporte de españoles llegados de Perú y Charcas tras los viajes de Nuflo de Chaves a Lima; el departamento envió a sus hijos a poblar la Amazonía cercana, se afanó y se sigue afanando por contactar con el río Paraguay; a su vez, sus lazos comerciales y culturales con Brasil y Argentina dejaron la huella perenne del ferrocarril. Ciudad y departamento cosmopolitas que, pese a tensas relaciones, nunca cortaron sus lazos con Charcas, Sucre o La Paz y que, en el último medio siglo, acogió a miles de migrantes andinos o extranjeros de todo el mundo.
Si existe una identidad camba, está ahí: en una historia compartida que desborda los ficticios límites departamentales; en la convergencia, la oposición y el encuentro de medioambientes, lenguas y culturas diferentes; en una diversidad étnica histórica que hoy es diferente (encontramos más "collas", menonitas o descendientes de japoneses que tamacocis o potoreras) pero que sigue existiendo; en la vasta región que dibujan los orígenes de su gente, indígena, mestiza o "blanca", en el corazón de América del Sur que le da vida.
Si nuestras fuentes son diferentes de las andinas, nuestra historia también lo es. No existe un pasado más glorioso que otro, ni necesidad de compararse con los Andes. Mucho menos es necesario politizar el pasado y triturar el pasado indígena a conveniencia, como si su realidad no fuese lo bastante rica para afirmar una identidad.