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Revista Ciencia y Cultura

Print version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.26 no.48 La Paz June 2022  Epub June 01, 2022

 

ARTÍCULOS Y ESTUDIOS

La Chiquitania y los chiquitanos más allá del patrimonio jesuítico

The Chiquitania and the Chiquitanos Beyond the Jesuit Heritage

*Licenciada en Historia (UBA), Magíster en Historia del Mundo Hispánico (UJI), Doctora en Antropología (UBA). Becaria postdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el Instituto de Investigaciones de la Facultad de Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Católica Argentina (IICS-UCA). Contacto: cgmartinez@uca.edu.ar


Resumen:

El período jesuítico ocupa un lugar destacado en la historiografía sobre la Chiquitania e incide sobre la imagen que la región y el pueblo indígena chiquitano proyectan en la actualidad. A partir de este diagnóstico, se describen las circunstancias socio históricas de esa producción historiográfica en las que el rescate del patrimonio jesuítico, su reconocimiento a nivel internacional y la implementación de proyectos de desarrollo socioeconómico en torno de él sesgan la imagen de la región y de sus indígenas. Después de un repaso de los principales hitos de la organización política de los chiquitanos para reclamar por territorios indígenas, soslayada en la imagen tradicional y jesuítica de la Chiquitania, se analizan las posibles causas políticas y económicas del sesgo patrimonialista.

Palabras clave: Chiquitania; chiquitanos; patrimonio; jesuitas; etnogénesis

Abstract:

Most of historiography on Chiquitos and the chiquitanos is about the Jesuit period, and this has implications for the image of this region and its indigenous inhabitants. Based on this diagnosis, I describe the socio-historic circumstances of this historiography, where the rescue of the Jesuit heritage, its worldwide recognition, and the implementation of socioeconomic development projects around it distort the perception that people have about the Chiquitania and the chiquitanos. A review of the highlights of indigenous political organization to claim for territories, completely omitted in the traditional and Jesuit image of the Chiquitania, allows to analyse the politic and economic reasons for the mentioned distortion.

Keywords: Chiquitania; chiquitanos; cultural heritage; Jesuits; ethnogenesis

Izquierda: Vista del “Carretón” tradicional en el “Mercado Nuevo”. Calle Cochabamba esquina Sucre - Año 1954. Derecha: Vista de un minibús de distribución en el “Mercado Nuevo”. Calle Cochabamba esquina Sucre - Año 2005. 

La identificación de la Chiquitania y del pueblo indígena chiquitano con el legado jesuítico es un lugar común y un supuesto raramente cuestionado. La herencia del topónimo "Chiquitos" que los jesuitas adoptaron para la provincia en la que fundaron diez reducciones entre 1691 y 1760 es uno entre muchos elementos que forjaron esa asociación perenne entre lo chiquitano y lo jesuítico.

El nombre de la antigua provincia de Chiquitos proviene de "chiquitos", traducción al castellano de tapuy mirí, que es la forma como los indígenas guaraní-hablantes se referían a algunos grupos que vivían al oeste del río Paraguay, a la altura del Pantanal. A pesar de que en las misiones se redujeron muchos otros grupos indígenas además de los "chiquitos", su generalización en "las misiones de los indios chiquitos" terminó confundiendo el etnónimo con el topónimo en la Provincia jesuítica de Chiquitos, que después de la expulsión de la Compañía de Jesús pasó a ser la Gobernación de Chiquitos. El hecho de que en la actualidad "Chiquitos" sea el nombre de una de las provincias en las que se divide el Departamento de Santa Cruz de la Sierra, que sólo abarca la fracción meridional de la antigua provincia jesuítica, no minó la vigencia semántica del par Chiquitos-chiquitano / jesuítico. Esta cuestión onomástica es tal vez la más visible de un conjunto de factores que forjaron esa aparente inmutabilidad de sentido que constituye motivo de reflexión y crítica en estas páginas (Martínez, 2018, pp. 73-100).

Otro de los factores que inciden en este estado de cosas es la gran cantidad de historiografía sobre el período jesuítico de Chiquitos, especialmente abundante si se la compara con la de otros períodos, escasa, cuando no ausente. Esto se debe en gran parte al legado documental de la Compañía de Jesús y a su disponibilidad, lo que contrasta marcadamente con la información sobre otros momentos históricos. La Relación historial de las misiones de indios Chiquitos del padre Juan Patricio Fernández (1895 [1726]), el Memorial sobre las Misiones de los Chiquitos escrita por el padre Francisco Burgués (Tomichá, 2008), el Relato sobre el país y la nación de los chiquitos por el padre Julián Knogler (Hoffmann, 1979), las Cartas anuas de la provincia (Matienzo et al., 2011), las gramáticas y vocabularios de la lengua chiquita (Adam y Henry, 1880; Falkinger y Tomichá, 2012), junto con otros registros, conforman un corpus de documentos que se destacan por su volumen, por su contenido, despertando el interés por editarlos y publicarlos. Por eso constituyen un insumo inmejorable para desarrollar investigaciones sobre las misiones. La abundancia de registros de la época jesuítica colaboró para que se forjara una imagen sobre ese período como un momento fundacional en la historia de Chiquitos y como una edad dorada de su pasado. Sin embargo, esta imagen no necesariamente es producto de avatares documentales y archivísticos, sino del contexto de producción historiográfica que se valió de ellos.

Varias circunstancias confluyeron en ese contexto propicio para desarrollar investigaciones sobre el Chiquitos jesuítico. La primera fue el impulso, desde fines del siglo XIX, para recuperar el legado jesuítico que procuró revertir la valoración negativa que se había forjado de la Compañía y de su herencia desde que ésta fue expulsada de los imperios ibéricos. Así, se promovió el rescate de fondos documentales por parte de historiadores laicos, pero sobre todo por parte de historiadores de la propia Compañía. Esta tendencia muy potente en América se complementó con una corriente de valoración desde el extranjero. En lo que a Chiquitos respecta, debemos considerar especialmente la figura de Félix Plattner, de nacionalidad suiza e historiador del arte estudioso de la obra de Martin Schmid. También de nacionalidad suiza, Schmid fue un misionero jesuita en Chiquitos que se destacó en la fabricación de instrumentos musicales y en la construcción de las iglesias de San Rafael, San Javier y Concepción (Hoffmann, 1979, pp. 191-193). En la década de 1930, Félix Plattner comenzó a interesarse por registrar lo que quedaba del legado de Martin Schmid en las antiguas misiones. Faltando poco para cumplirse el bicentenario de su muerte, en 1971, como procurador de la Compañía de Jesús en Zurich, Félix Plattner convocó a los arquitectos Georg e Ingrid Küttinger y a Hans Roth para rescatar y restaurar la iglesia de San Rafael. A partir de entonces comenzó el ciclo de restauración y reconstrucción de las antiguas iglesias de las misiones de Chiquitos: a la de San Rafael en 1971-72 le siguieron la de Concepción entre 1975 y 1983, la de San Miguel entre 1979 y 1983, la de San Xavier entre 1987 y 1991. Hans Roth también proyectó los trabajos para restaurar las de San José y Santa Ana los mismos se realizaron en 1996 con la participación de otros especialistas (Díez Gálvez, 2005; Page, 2012; Sánchez Medrano, 2020).

La segunda circunstancia favorable para la historiografía sobre el Chiquitos jesuítico fue el interés por la región de figuras notables de la sociedad cruceña en la posguerra del Chaco. Entre 1943 y 1948, a propósito de la demarcación de límites con Brasil, Plácido Molina Barbery recorrió los pueblos de Chiquitos y fotografiando las antiguas iglesias jesuíticas en ruinas. En 1958 se interesó por un corpus de partituras de la época jesuítica que encontró en San Rafael y que finalmente fueron rescatadas por Hans Roth en 1972, pasando a formar parte del Archivo Misional de Concepción a cargo del Vicariato de la provincia Nuflo de Chávez perteneciente al Departamento de Santa Cruz de la Sierra. También hay quienes consideran a Plácido Molina Barbery el precursor de la iniciativa de preservar las iglesias varios años antes de que ese proyecto se concretara. Junto a Molina Barbery también suelen evocarse los nombres del franciscano Eduardo Bösl, quien siendo obispo de Nuflo de Chávez publicó un libro sobre el proceso de restauración, también el del fotógrafo alemán Hans Erlt y el del padre Pio del pueblo de San Ignacio, ambos igualmente interesados en registrar ese legado arquitectónico. Lo cierto es que, en 1991, año cuando se cumplió el tercer centenario de la fundación del primer pueblo misional jesuita en Chiquitos (San Francisco Xavier, en 1691, por el Padre Felipe Suárez), cuando la mayor parte de las iglesias ya habían sido restauradas y merced a la gestión de Alcides Parejas Moreno y de Virgilio Suárez Salas , se consiguió la declaratoria como Patrimonio Cultural de la Humanidad por parte de la UNESCO (Roldán 1990; Kühne, 2005; Parejas Moreno, 2006 y 2021; Nawrot, 2018).

Este evento marca un hito en la producción historiográfica sobre el período jesuítico en Chiquitos y es la tercera circunstancia que ha promovido la publicación de numerosas obras e investigaciones referidas al proceso de reducción, a la fundación de las misiones, a su funcionamiento, a su arquitectura, a sus expresiones artísticas plásticas y musicales, a cuestiones litúrgicas asociadas con la organización del espacio misional y al proceso de emergencia de una identidad indígena-cristiana una "etnogénesis misional" que todos los autores coinciden en afirmar que perdura hasta el presente (Parejas Moreno y Suárez Salas, 1992; Strack, 1992; Gumucio, 1994; Querejazu, 1995; Tomichá, 2002; Díez Gálvez y Kühne, 2016).

Los seis pueblos reconocidos en la declaratoria comenzaron a ser considerados "pueblos vivos", condición en la que descansa el argumento para su preserva ción. Más allá del patrimonio arquitectónico, de lo tangible que se consustancia con el pasado jesuítico, la idea de los "pueblos vivos" supone que existe una identidad forjada en ese momento histórico, una identidad barroca y mestiza, pero fundamentalmente asentada en la población indígena lo que se manifiesta en formas de vivir, de habitar el espacio, de utilizar el tiempo y que se despliega en espacios públicos, templos y eventos festivos de los pueblos declarados Patrimonio Cultural de la Humanidad (Parejas Moreno, 2006). Las obras bibliográficas y audiovisuales sobre esta temática respaldan esa idea con afirmaciones como "la historia de los chiquitanos está estrechamente relacionada con la historia de su evangelización", "las iglesias en pie continúan preservando las costumbres y tradiciones", "los pueblos misionales permanecen vivos en torno de la arquitectura, tradiciones y estructura misional", en la Chiquitania existe "legado y cultura viva" (Raczko, 2015). Otras afirmaciones son "el legado jesuita se ha mantenido como un amplio conjunto de tradiciones culturales y en forma de los imponentes templos, que durante largo tiempo fueron el centro de la vida social de la población indígena de las ex reducciones" (Strack, 1992, p. 2), "la cultura misionera chiquitana, o simplemente cultura chiquitana, que no es otra cosa que el maridaje entre la cultura europea cristiana, que trajeron los religiosos de la Compañía de Jesús, con la cultura de los grupos aborígenes del lugar. Después de la expulsión de los hijos de Loyola los pueblos chiquitanos mantuvieron viva esta cultura a pesar de todas las vicisitudes que sufrieron", "La cultura chiquitana se plasma en todos los aspectos de la vida de las comunidades, ya sea material o espiritual" (Parejas Moreno, 2021, p. 122).

En otros términos, la ponderación del período jesuítico en Chiquitos está directamente relacionada con el nuevo estatus de Patrimonio Cultural de la Humanidad. El interés que ya venían demostrando los religiosos y estudiosos de la Compañía de Jesús en la recuperación de las iglesias confluyó con el de la elite local. Pero la declaratoria de la UNESCO significó un salto de escala, puesto que le dio a la región una visibilidad y una proyección internacionales de las que carecía. Luego, al calificar a los poblados donde existen las iglesias restauradas como "pueblos vivos" y atribuirles una "cultura viva", la declaratoria no sólo puso en valor y resguardo el legado arquitectónico de la época jesuítica, sino que lo extendió a las manifestaciones culturales de quienes viven en la región, aunque no necesariamente de todos, sino de aquellos a quienes se considera "herederos" por ser los "descendientes" de quienes tuvieron contacto con los antiguos jesuitas, es decir, los indígenas. Así, lugares comunes sobre las poblaciones indígenas en general, a quienes se les suele atribuir aptitudes especiales para preservar las tradiciones encontraron manifestación en el caso chiquitano (Parejas Moreno, 2006 y 2021).

Es preciso señalar que la revalorización del legado jesuítico se basó en una operación no exenta de paradojas, pues su principal fundamento es una supuesta pervivencia o permanencia de algo que, justamente porque ha perdido compostura, tono o valor en el transcurso de doscientos años, tuvo que ser recuperado, restaurado y revalorizado. En este contexto, la identidad indígena-cristiana que se les asigna a los chiquitanos no es el resultado de una pregunta sobre la cuestión de la etnicidad o la identidad indígenas, sino una de las caras de la caracterización del período histórico jesuítico en la región.

Por otra parte, la injerencia de la UNESCO en la calificación de Patrimonio Cultural de la Humanidad implica no sólo una valoración de elementos que evocan un momento puntual del pasado, sino especialmente un plan para conservarlos en el porvenir. En Chiquitos se crearon organizaciones y se desarrollaron proyectos para asegurar ambas cosas. Además de las restauraciones de los templos, del rescate de las partituras y de su resguardo en el Archivo Misional de Concepción, se ha promovido la formación de coros y orquestas para la enseñanza e interpretación de música barroca entre los niños y jóvenes indígenas a quienes se inició en la ejecución de instrumentos -violines y violoncellos- y en la vocalización del repertorio misional. A partir de 1996, comenzó a celebrarse el Festival Internacional de Música Barroca Misiones de Chiquitos que no tardó en alcanzar visibilidad internacional, solidaria con el desarrollo del área de servicios asociados al turismo. En efecto, las actividades económicas en torno del turismo tienen un lugar destacado en todos los espacios declarados Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO que es solidaria con un cambio de perspectiva sobre los viajes y las actividades recreativas asociadas a ellos. El turismo cultural, basado en el atractivo del patrimonio como garantía de relevancia y autenticidad desplaza al "turismo de sol y playa", promoviendo formas novedosas de considerar la "cultura", antes asociada a la alta cultura y a los grandes monumentos, y a partir de los años 80 y 90 del siglo XX asociada a la diversidad, a los hábitos cotidianos como la cocina, a las festividades populares. Hay muchos ejemplos de esta transformación en la región y en la propia Bolivia (Barreto y Bertoncello, 2016).

En Chiquitos, el CEPAD, Centro para la Participación y el Desarrollo Sostenible, creado por iniciativa de la población criolla local e interesado especialmente en intervenir en los procesos de descentralización que tendrían lugar con la reforma constitucional de 1994, es una de las organizaciones que ha promovido el proyecto de desarrollo asociado al patrimonio. A partir del eslogan de la "cultura viva", ha fomentado la producción de artesanías y la generación de empleos e ingresos asociados al turismo. En el marco de este programa, San José fue nombrada Capital Departamental de la Diversidad Artesanal y el CEPAD avanzó en la producción de un catálogo para agilizar el contacto de productores y consumidores de artesanías. Desde luego que la producción de artesanías es inescindible de la afluencia de turistas interesados en comprarlas.

También, a partir de 1997 y empalmando con los trabajos de restauración del templo de Santa Ana, se desarrolló el Plan de Rehabilitación Integral de Santa Ana de Velasco, antecedente del Plan Misiones desarrollado desde el 2001. Ambos se propusieron preservar el patrimonio cultural y valerse de él para el desarrollo sostenible; el primero abarcó uno solo de los pueblos de la Chiquitania mientras que el segundo la mayoría de ellos. La Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, AECID, tuvo un lugar destacado en su diagramación y en su implementación: aportó el 60% del presupuesto destinado a la mejora integral de las viviendas, acción que combinaba el ajuste de su estética al patrimonio cultural y la mejora de la calidad de vida de quienes las habitan. Otra línea de acción del Plan Misiones fue la recuperación de las artesanías, que consistía en rehabilitar conocimientos tradicionales y articularlos con la explotación sostenible de los recursos naturales, la difusión del patrimonio y el fortalecimiento de la oferta turística. Se relevaron y dictaron cursos destinados a la elaboración de sebo y cera, cerámica, jabón, hilado de algodón y teñido natural, telar, curtido de cuero, sombrerería con hoja de palma, fabricación de máscaras, tornería y rosarios, entre otros. Tanto para la construcción de viviendas como para la producción de artesanías se avanzó en la creación de escuelas talleres y en la formación de niños y jóvenes a fin de lograr su inserción laboral, lo que incidiría en satisfacer la demanda de mano de obra para la construcción y para la producción de artesanías. De hecho, se impulsaron programas de becas equivalentes al salario mínimo tendentes a garantizar la formación en esos oficios (AECID, 2010).

En suma, esta imagen de la Chiquitania que parte de la recuperación del legado y del pasado jesuítico, asigna a los indígenas un lugar equivalente al que supieron ocupar en las misiones, donde eran constructores de casas, cereros, hilanderos, tejedores, torneros, rosarieros. Entonces el principio que guiaba a los jesuitas era el de inculcar la cultura del trabajo para la producción y el intercambio así como la idea de la vida en comunidad -"en policía"- conforme al dogma cristiano. Doscientos años después, la conservación del patrimonio, el desarrollo sostenible junto con el cuidado del ambiente y de los recursos naturales son los principios que estructuran la integración de los chiquitanos en estos proyectos.

Sin embargo, al cumplirse diez años del inicio del Plan Misiones, la AECID reconoció el desafío que significó sensibilizar a los actores involucrados en la implementación del plan, en particular, llamando la atención de las poblaciones indígenas sobre la relevancia de preservar y recuperar el patrimonio. En la relación de las organizaciones como el CEPAD y la AECID con los chiquitanos parece existir ajenidad entre los objetivos de unas y las motivaciones de los otros. Se proyectan y programan acciones que deben ser realizadas por los propios chiquitanos a fin de alcanzar estándares de desarrollo deseables para otros. Esto se debe fundamentalmente a que el punto de partida y el eje de los proyectos de esas organizaciones no lo constituyen los indígenas sino el patrimonio, pero al mismo tiempo, les asignan a los chiquitanos un papel imprescindible en su implementación: son mano de obra para construir y acondicionar las viviendas, son hábiles artesanos y talleristas, dotados de aptitudes para aprender, desplegar y conservar técnicas artesanales y tradicionales -que sin embargo tienen que aprender en talleres creados a tal efecto-, son la memoria de la "cultura viva" de Chiquitos.

Ese lugar subordinado que estos planes de desarrollo basados en el patrimonio, el turismo y las artesanías les reservan nada dice de la situación de los indígenas chiquitanos, que en la década de 1990 alcanzó un punto altísimo de efervescencia, organización y visibilidad frente a la opinión pública y al gobierno.

A lo largo de los siglos XIX y XX y en respuesta a una serie de circunstancias sociopolíticas y económicas que tuvieron lugar en la región, los chiquitanos fueron alejándose de los antiguos pueblos misionales, que habían sido ocupados por criollos, conformando comunidades en terrenos alodiales así como en los márgenes de haciendas y estancias. Así, mantuvieron un acceso relativamente autónomo a la tierra para la autosubsistencia que complementaban con el peonaje temporario en faenas agropecuarias en las haciendas (Riester, 1976; Riester, Rivero y Solezzi c, 2002). El avance de la frontera agrícola durante la segunda mitad del siglo XX aceleró la competencia por el acceso a la tierra y aumentando la tensión entre comunidades chiquitanas y terratenientes, a lo que se sumó el auge de la explotación forestal y la disputa por los recursos del bosque. En 1986 el Estado boliviano cedió a las presiones de empresas madereras para explotar los bosques que habían permanecido en reserva, lo que provocó la emergencia repentina de los indígenas de las tierras bajas en la vida política nacional y se manifestó en la Marcha por el Territorio y la Dignidad de 1990. Entonces salieron a la luz organizaciones indígenas que habían mantenido el perfil bajo hasta ese momento; la movilización logró la sanción en 1992 y 1993 de decretos que reconocían algunos territorios indígenas, entre ellos uno chiquitano. Estos avances y la instalación del problema en la agenda pública de la cruel y desigual competencia por acceso a la tierra no demoraron en provocar nuevas acciones y reacciones. Las organizaciones indígenas, legitimadas por la visibilidad que lograron con la movilización, y ante el intento frustrado de asegurar algunos territorios amenazados dado el avance criollo por la vía de la Ley de Reforma Agraria de 1953, trabajaron en la identificación de áreas baldías como la de Monte Verde que comenzaron a reclamar con la ayuda de ONGs como el CEJIS (Centro de Estudios Jurídicos e Investigación Social) y ALAS (América Latina Alternativa Social). Los criollos reaccionaron ocupando los mismos territorios. El reclamo frente a estos avances continuó hasta alcanzar un nuevo punto álgido en 1996 con una nueva Marcha por el Territorio, los Derechos de Participación Política y el Desarrollo, reclamando por la decisión del gobierno de modificar unilateralmente el proyecto de Ley elaborado por el Instituto Nacional de Reforma Agraria. Finalmente, ese mismo año la ley conocida como Ley INRA fue promulgada. Esta establecía el acceso a espacios propios por parte de las comunidades indígenas según las necesidades determinadas por sus pautas culturales bajo la figura de la Tierra Comunitaria de Origen (TCO). Con la sanción de esta ley comenzó un nuevo capítulo de la problemática de tierras que involucra a indígenas, criollos particulares así como empresas agropecuarias y madereras, constituyendo uno de los largos y engorrosos procesos de titulación de tierras, no exentos de resultados relativamente exitosos como tampoco de conflictos. En el año 2000 aconteció una tercera Marcha por el Territorio y los Recursos Naturales que se manifestaba en contra de la reducción de las superficies reclamadas por las comunidades a la que daban lugar los procedimientos de titulación previstos por la Ley INRA (Balza Alarcón, 2001, pp. 28-42; Lacroix, 2005, pp. 54-73; Lema, 2001, pp. 3-34).

Ahora bien, la década de 1990 no sólo fue un momento de emergencia de los indígenas de las tierras bajas en general y de los chiquitanos en particular a propósito de los reclamos de tierras, sino también de incursión y participación efectiva de las organizaciones indígenas en la vida política institucional en virtud de la reforma de la Constitución Política del Estado y la sanción de la Ley de municipalización de 1994 (conocida también como Ley de Participación Popular). Al respecto, debe tenerse en cuenta que, en la mayoría de los casos, los terratenientes a los que se enfrentaban los indígenas ocupaban puestos en las alcaldías y en las subprefecturas. Por eso, el hecho de que las organizaciones indígenas participaran plenamente en las municipalidades fue una forma de impulsar y de acompañar las demandas de tierras y los proyectos de desarrollo local desde instancias de decisión política efectiva (Balza Alarcón, 2001, pp. 28-42; Lacroix, 2005, pp. 73-112).

El ejemplo que mejor ilustra esta combinación es el de Lomerío, municipio cuyo 99% de la población es indígena chiquitana. Autodenominada monkox, se organiza en la Central Indígena de Comunidades Originarias de Lomerío, CICOL, que en 1999 logró conformar el primer gobierno municipal autónomo del país. Entre sus políticas de gobierno se destacan la promoción de la identidad indígena local y la reivindicación de un territorio que la CICOL terminó titulando en 2002. Una situación similar pero más reñida con los poderes fácticos del norte de la Chiquitania fue la de la Central Indígena de Comunidades de Concepción, CICC, que en 1993 presentó una solicitud de tierras en Monteverde y a partir de 1995 se presentó a elecciones municipales hasta que en 1999 ganó la presidencia del Consejo Municipal de Concepción. Cabe decir que, mientras que Lomerío es una población -luego reconocida como municipio- conformada enteramente por indígenas que se instalaron en ese sitio en busca de refugio frente al avance de las haciendas, en Concepción hay tanto pobladores indígenas como criollos, lo que derivó en que las disputas entre ambos estuvieran a la orden del día y con ventaja para los últimos dada su pertenencia a partidos políticos de larga trayectoria (Lacroix, 2005, pp. 236-400).

Dos datos más sobre Lomerío merecen ser mencionados. Por un lado, que el municipio indígena desarrolla un proyecto cultural sobre la recuperación de la música misionera lo mismo que de la música tradicional y otro de educación bilingüe. A tales efectos existe un Instituto de bésiro -de lengua indígena chiquitana- y una Escuela municipal autóctona. Por otra parte, se diagramó un plan forestal asociado a la TCO titulada en 2002 que proponía una explotación indígena de los recursos del bosque (Lacroix, 2005, pp. 342-400).

Hacia la década de 1990, la Chiquitania y los indígenas chiquitanos proyectaban dos imágenes que hasta el día de hoy coexisten sin cruzarse. Ya en el año 2000 Roberto Balza Alarcón, coordinador del Centro de la Planificación Territorial Indígena de la Confederación de Pueblos Indígenas del Oriente Boliviano (CIDOB) ponía en evidencia esta contradicción: "No puedo dejar de pensar en lo paradójico que resulta el hecho de que pueblos como San José de Chiquitos, Concepción, San Ignacio, Santiago, Santa Ana y las demás ex-reducciones jesuitas hayan sido declaradas hace un par de años atrás como patrimonio histórico de la humanidad y hasta ahora no se reconozca el derecho de propiedad al territorio que les corresponde a los sujetos sociales creadores, partícipes actuales y principales de ese patrimonio: los chiquitanos" (Balza Alarcón, 2001, p. 2).

La sociedad civil cruceña interesada en la afirmación de una identidad propia encontró en el patrimonio jesuítico y en su preservación un pilar para forjarla. De ella surgió la imagen de la Chiquitania hasta hoy hegemónica en la que el legado jesuítico ocupa un lugar excluyente. Al mismo tiempo, asignó a los chiquitanos el papel de reservo rio del mestizaje cultural barroco y un lugar subordinado en el proyecto de desarrollo de la región, que bien replica el que supieron tener en la época jesuítica: artesanos, trabajadores de la construcción en los pueblos y del sector de servicios. Como mano de obra disponible para esos trabajos, se los supuso entonces despojados de tierras y de posibilidades de autosubsistencia. De hecho, las organizaciones indígenas, las movilizaciones y las disputas así como los reclamos por tierras están totalmente ausentes en el discurso patrimonialista de la Chiquitania. Dado el impacto que las marchas por el territorio y el reclamo por tierras tuvieron en la opinión pública y especialmente en las políticas de gobierno a nivel nacional, es innegable que en el par semántico Chiquitos-Chiquitania / jesuítico construido por la retórica de la preservación del patrimonio se operó un recorte que, al ocultar la dimensión del conflicto coetáneo en la región, no solo no está exento, sino que está espe cialmente cargado de intencionalidad política.

Esta mirada patrimonialista promueve un imaginario sobre la Chiquitania de mestizaje armónico, con música barroca de fondo, violines y violoncellos, coros y paz eclesiástica -"la música fue un elemento importante en una evangelización que se quiso fuera fundamentalmente alegre" dice Alcides Parejas Moreno (2006, p. 123)- que no hace justicia a la historia de la región. La ausencia de conflictos replica el tono de la evidencia documental jesuítica: en las misiones no existen las disputas. En cambio, los doscientos años de historia post jesuítica de Chiquitos, escasamente estudiados y opacados por el resplandor de la historiografía predominante, dan indicios de un devenir plagado de tensiones que en los años de 1990 no hizo más -ni menos- que explotar.

Señalar los elementos destacados por esta corriente patrimonialista, reconocer las circunstancias históricas y sociales en las que se inventó esa tradición, aventurar sobre las motivaciones de los actores que la impulsaron y deducir sus implicancias políticas y económicas, permite poner en evidencia el recorte y obliga a salir a buscar lo que esa tradición deliberadamente excluye u oculta. Porque es ahí es donde se encuentra la clave para entender los doscientos años de historia chiquitana que vinieron después de los jesuitas y la respuesta a la pregunta sobre quiénes son los chiquitanos y qué es la Chiquitania.

Referencias

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Recibido: 01 de Marzo de 2022; Aprobado: 01 de Abril de 2022

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