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Revista Ciencia y Cultura
versión impresa ISSN 2077-3323
Rev Cien Cult v.25 n.46 La Paz jun. 2021
Reseña
Quevedo: su huella en la poesía del siglo XX (desde Rubén Darío a José Emilio Pacheco)
Alejandra Echazú Conitzer
2020, primera edición, Ediciones Deslinde, Madrid
De Rubén Darío a José Emilio Pacheco, los grandes poetas del mundo hispánico están informados, constituidos medularmente por el verso de Quevedo, por su palabra reveladora, potente, oscura.
Este influjo ha sido constante y soterrado: en Quevedo, merced a la hondura y complejidad de su legado, los poetas posteriores hallaron siempre lo que buscaban, ya fuera el tratadista político, el profeta y moralista, el pensador que medita sobre la decadencia, el poeta y prosista conceptista.
En suma, la huella de Quevedo ha vivificado la mejor poesía española e hispanoamericana desde el Modernismo hasta nuestros días. Ésta es la tesis y el punto de partida del estudio monográfico de Alejandra Echazú Conitzer: Quevedo: su huella en la poesía del siglo XX (desde Rubén Darío a José Emilio Pacheco).
A fin de probarlo, la investigadora se embarca en una lectura relacional, entre la cosmovisión barroca y la moderna y posmoderna: un diálogo de mundos interiores y estéticas y tiempos históricos exteriores, que dota a su libro de una estructura progresiva y un discurrir al mismo tiempo dramático y coherente.
Sin caer en fáciles y tentadores anacronismos (pues, afirma, “la individualidad barroca dista mucho de la moderna” ), la investigación recorre un camino constante de ida al Barroco y de retorno al siglo XX: vueltas de tuerca, variaciones imaginativas y conceptuales, en las que descubrimos cómo los poetas contemporáneos homenajean, asimilan y hacen suyo al poeta clásico español y, cómo a través de los mares y los siglos, se erige una virtual comunidad quevediana de afinidades electivas, filosóficas e imaginativas.
A medida que se suceden poéticas y versos, el diálogo entre Barroco y el siglo XX desvela el drama de la conciencia moderna: Alejandra Echazú Conitzer estudia cómo el lenguaje figurado y el pensamiento poético agustiniano y neo-estoico, paradójicamente agónico, de Quevedo va siendo paulatinamente despojado de su vocación de trascendencia, sustituido por el nihilismo de sus herederos y deudores modernistas, vanguardistas y existencialistas.
Escribe Echazú:
“Los poetas españoles e hispanoamericanos desde Darío hasta Neruda trabajan el estigma de un horizonte despojado de trascendencia divina y anegado de pulsión de muerte. El concepto de muerte es re-significado al invertir la simbología crística y otorgarle un sentido nuevo a la permanencia en la tierra. De igual manera, la condición humana de la culpa y el escarmiento quevedianos se invierten en los poetas del siglo pasado para fraguar una actitud vital que asume sus herencias pero que las trabaja, las contorsiona, las adecúa o las adapta a un confín de humanidad, de un presente y una conciencia de lo terrenal”.
El hilo argumental es claro y equilibrado. El libro se abre con una “Introducción”, titulada “Acuso mi vida”, que explora la relación en la obra de Quevedo entre intimidad, ingenio y conocimiento de sí propio.
El primer capítulo, “Herencias del Barroco”, “parte de una reflexión sobre el Barroco como marco histórico y estético que determina una visión del mundo en España”, mientras ahonda en lo que la autora considera los ejes primordiales de lo que califica como “la poética de la paradoja y la incertidumbre quevediana”.
El capítulo segundo, titulado “En el umbral del siglo XX: Rubén Darío en su torre de marfil”, explora la recuperación modernista del Barroco y la deuda, reconocida, proclamada, del gran escritor nicaragüense con Quevedo. Como Un Heráclito Cristiano y Canta sola a Lisi, la poesía amatoria y metafísica de Rubén Darío expresa la angustia que nace del choque entre el deseo del mundo y la carne, y un anhelo sagrado de trascendencia espiritual, y la imposibilidad humana de conciliar ambas pulsiones.
El capítulo tercero analiza las poéticas de la muerte de los grandes líricos (Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, la Generación del 27) del primer tercio del siglo XX mostrando, con fino criterio, la secreta genealogía quevediana de sus apropiaciones barrocas, románticas y modernistas.
El capítulo cuarto comienza con un interrogante, que tiene algo de provocación:
“¿Qué puede acercar a un Quevedo cuando cortesano, tradicional, apegado a unas costumbres conservadoras a un hombre al que, si se hubieran conocido, quizá hubiese despreciado? Mestizo, pobre, inmigrante, Vallejo parece ser todo lo opuesto al español?”.
Echazú encuentra la respuesta en el diálogo poético tensado entre el peruano y el español, a quienes, escribe, no solo aproximan avatares biográficos, sino el deseo de expresar y trascender, mediante el “símbolo afectivo” y una antropología del cuerpo doliente, una común realidad radical: la experiencia compartida del sufrimiento humano.
A continuación, antropología y cosmovisión se contrastan en las imágenes inversas del aislamiento misántropo de Quevedo y la solidaridad inmanente de Vallejo, “que hace posible la redención humana a través de la fraternidad” : así al “hombre deshabitado de Quevedo” opone Vallejo la imagen de un “cadáver lleno de mundo”. A la conciencia metafísica quevediana, ensimismada ante la muerte propia, responde la conciencia del otro de Vallejo, una conciencia arraigada en la comunión secular con el prójimo.
En el capítulo quinto se desglosa el descubrimiento y deslumbramiento de España y Quevedo en la obra de Pablo Neruda, Jorge Luis Borges y Octavio Paz; unas deudas claramente reconocidas y asumidas ya en el caso del chileno en el ensayo Viaje al corazón de Quevedo (1955).
Pero “Neruda y Borges encuentran en Quevedo una veta poética de diversa naturaleza”; para Neruda, “el poeta español representa la autenticidad ante la muerte y el sufrimiento”; el autor de Residencia en la tierra, escribe Echazú, “retoma a Quevedo desde lo poético, pero también desde lo político y lo social”, en el impacto de la poderosa retórica quevediana de denuncia, expresión condensada de una indignación profética.
En cuanto a Borges, su acercamiento a Quevedo es, en contraste, “mucho más intelectual y racional”; en Quevedo halló el porteño “los elementos que replican su amor por la lengua, por lo racional de la construcción poética y por el conceptismo más complejo”.
Frente al vitalismo nerudiano, Borges “se apasiona” con “la lógica conceptista, la biblioteca, el libro, el dominio verbal y las metáforas fulgurantes del autor de los Sueños”.
El estudio se detiene a continuación en la poesía de meditación de Octavio Paz, “seducido” éste por las imágenes quevedianas del fatal, inexorable transcurrir de las horas.
Matiza Echazú que en el caso de Paz “se produce una muy clara apropiación que desfigura en cierto modo el legado de Quevedo o lo adapta para convertirlo en especular de su propia escritura”, a fin de “dialogar”, escribe Echazú, con el escritor español “en una plataforma común que los iguala a ambos”.
En un libro que glosa uno de los poemas más inquietantes y audaces de Quevedo, “«¡Ah de la vida!» ... ¿Nadie me responde?”, titulado Reflejos: réplicas (diálogos con Francisco de Quevedo) (1996), Paz trae a Quevedo “a su espacio”, a fin de que responda a las demandas del autor mexicano, “y no al revés”.
“El homenaje de Paz al poeta español (y no al prosista, que lo aburre) es una entronización de Quevedo tan solo cuando se producen coincidencias”; y solo cuando estas coincidencias imaginativas y conceptuales entre Quevedo y Paz han sido ya absorbidas, canibalizadas y superadas o trascendidas por las ideas poéticas de Octavio Paz, el heredero, o “precursor” en la terminología de Borges (“Kafka y sus precursores”, 1952) y Harold Bloom (La ansiedad de la influencia, 1973).
La investigación desemboca en una poderosa interrogante en el umbral del siglo XXI: Ubi sunt? ¿A dónde fue el tiempo pasado? ¿A dónde las horas felices? ¿Qué se hizo de todo lo que habita nuestra memoria? La pregunta de Jorge Manrique que retomara Quevedo se postula como cifra de la poesía última, de nostalgia metafísica, profundamente humanista y elegíaca, de José Emilio Pacheco.
Y así concluye esta travesía de comentarios e iluminaciones críticas por las cimas líricas del siglo XX. Alejandra Echazú nos ha revelado los vasos comunicantes entre los grandes líricos contemporáneos y Quevedo, manifestados en temas y motivos, imágenes y conceptos comunes: el cerco, el muro, el envejecimiento, los relojes, las horas, los ríos, las ruinas, los monumentos, los túmulos, las cenizas... Al cabo, hemos descubierto numerosas e insospechadas afinidades electivas en la escritura contemporánea cuya matriz se halla en la poesía de Quevedo.
Merced a la sensibilidad hermenéutica de su autora, Quevedo: su huella en la poesía del siglo XX nos enseña y demuestra cómo el verbo quevediano no quedó congelado en el tiempo de muerte cantado en lejanos versos barrocos. Al contrario: Quevedo es presencia viva y constante más allá de la muerte en la gran poesía americana y española, de Rubén Darío a José Emilio Pacheco.
Hernán Sánchez Martínez de Pinillos
University of Maryland, at College Park