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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.24 no.44 La Paz jun. 2020

 

ARTÍCULOS Y ESTUDIOS

 

Estado, nación y frontera: resignificación del espacio y concepción del límite territorial en Bolivia (siglos XVIII y XIX)

 

State, Nation and Borders: Resignification of the Space and Conception of Bolivian Territorial Limit (XVIII and XIX Centuries)

 

 

Oscar Gracia Landaeta *

 

 


Resumen**

El ensayo propone una reflexión integral e histórica acerca del surgimiento y desarrollo de las fronteras de Bolivia. Para ello, se estudia la frontera en un sentido político, pero también "experiencial", como parte de la ratificación popular de una "comunidad imaginada". Para arribar a este punto, el texto construye primero una interpretación general del sentido moderno de la frontera, estudiando su significado en relación con el despliegue del Estado moderno y las naciones a partir del siglo XVI.

Palabras clave: Estado; nación; frontera; territorio; imaginario.


Abstract

The essay proposes an integral and historical reflection about the emergence and development of the borders of Bolivia. For this, the border is studied in a political sense, but also from the "experiential", as part of the popular ratification of an "imagined community". To arrive at this point, the text first constructs a general interpretation of the modern sense of border, studying its meaning in relation to the deployment of the modern State and nations since the 16th century.

Keywords: State; nation; border; territory; imaginary.


 

1. Introducción

El tema de la "frontera" debe ser valorado a través de una reflexión histórica que permita ponderar las diferencias existentes entre el sentido actual de esta noción y la forma de representación del límite1 propia de las sociedades premodernas. En este sentido, es necesario comprender que la concepción de las fronteras que resulta familiar en el presente depende de un conjunto de factores tanto materiales como simbólicos que surgieron, en su mayoría, en el escenario de la modernidad occidental.

Para el desarrollo de la investigación, el trabajo ha considerado como "modernidad" el periodo cuya génesis puede situarse en el siglo XVI y cuya extensión comprende todavía el momento actual. Dicha franja histórica, como se verá, se halla marcada por dimensiones económicas (el capitalismo), políticas (el Estado moderno) y culturales (el lento desarrollo de las identidades nacionales), que es indispensable tener en cuenta a la hora de construir una reflexión integral sobre la cuestión de las "fronteras". De tal forma, lo que se propone acá como línea de interpretación general es una lectura del "afianzamiento" de las actuales fronteras entre Estados en el marco del proceso de consolidación de las naciones modernas.

A partir de este horizonte de consideraciones, el objetivo central del ensayo es analizar el proceso de surgimiento y afirmación de las fronteras de Bolivia estudiando el periodo que va desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta el final del siglo XIX. Como se verá, la interpretación así propuesta no rescata únicamente el aspecto material involucrado en la fijación política de las líneas fronterizas sino igualmente la experiencia colectiva de la frontera como parte de una "comunidad imaginada". Por esta misma razón, las siguientes reflexiones dependen, tanto en su metodología como en algunas de sus premisas fundamentales, del marco teórico desarrollado por Benedict Anderson en su libro Comunidades imaginadas (1993).

La exposición se desarrolla en dos secciones principales. La primera de ellas propone un estudio sobre la relación entre el concepto de frontera y el marco de transformaciones desplegado en Europa a tiempo del surgimiento de los aparatos estatales modernos. En este sentido, debe recordarse que el Estado moderno se desarrolló en dos etapas diferentes: la del absolutismo y la del Estado-nación. Los subtítulos en que se divide esta primera sección del trabajo consideran la contribución hecha en cada período a la formación de las nociones actuales de "territorio" y "frontera".

La segunda sección, por su parte, se ocupa del análisis concreto del caso boliviano y se divide igualmente en dos subtítulos. En el primero se revisa la forma en que las contingencias históricas de la segunda mitad del siglo XVIII prepararon en Charcas las condiciones para el surgimiento posterior tanto de una conciencia del "nosotros" como de una intuición básica de "nuestro territorio". En la segunda subdivisión, por otro lado, se expone el proceso de consolidación del Estado, la identidad nacional y las fronteras territoriales de Bolivia durante el primer siglo de su vida republicana.

En el apartado final de "Conclusiones" se trata de resumir las principales ideas obtenidas a partir de los análisis del texto. Se enfatiza, en este sentido, que el lento y complejo desarrollo de las actuales fronteras fue un proceso histórico multifacético que, en sus dimensiones materiales y simbólicas, distaba mucho de haber terminado en Bolivia a fines de siglo XIX.

 

2. Frontera, espacio y Estado: el sentido moderno del límite nacional

Para entender la relación intrínseca que existe entre la actual noción de "frontera" y el desarrollo de las naciones modernas es imprescindible prestar atención a las profundas transformaciones que el Estado moderno ha operado, desde su aparición, sobre la vida y la experiencia social de las comunidades humanas. En este sentido, se hace útil acudir al marco de reflexiones desarrollado por el conjunto de estudiosos de la nación que regularmente se engloban bajo el denominativo de "modernistas"2.

Uno de los autores más relevantes a este respecto es Benedict Anderson, quien, en la segunda edición de su influyente obra Comunidades imaginadas, dedicó un subtítulo específico a la cuestión del "mapa" y de la concepción del espacio nacida en la modernidad. Refiriéndose al surgimiento de la Siam limítrofe, el autor dirá que ninguno de los tipos tradicionales (esto es, premodernos) de mapa existentes en aquella región del sudeste asiático marcaba las "fronteras" entendidas como límites de los territorios estatales (1993, p. 240). De tal forma, habría sido el contacto con los nuevos conceptos de la geografía occidental y su difusión a través del sistema de educación durante la segunda mitad del siglo XIX lo que llegó a establecer y consolidar una representación de la "patria" entendida como "espacio territorial limitado" (p. 241).

Anderson, citando a Thongchai Winichakul, no deja de notar que dicho proceso invierte la relación convencional presupuesta por el "sentido común" y "las teorías de la comunicación", cuando entienden al mapa como la representación abstracta de la realidad. En el caso referido, por el contrario, lo que se constataría es que el mapa no solo anticipó, sino que condicionó activamente la percepción de la realidad de ciertas poblaciones. "En otras palabras, un mapa era un modelo para lo que pretendía representar, en lugar de ser un modelo de esto..." (1993, p. 242).

Esta percepción "secular" y "homogénea" del espacio —primero desarrollada en Europa y después exportada al mundo entero— es, según el autor, un desarrollo desplegado en conjunción e influencia recíproca con la serie de procesos económicos, culturales y políticos de la modernidad. En primera instancia, está relacionada con el "capitalismo de imprenta", que, con su capacidad de ligar a los consumidores de la naciente literatura y prensa vernácula a una "comunidad imaginada", definió los nuevos parámetros de simultaneidad temporal y "regularización" espacial. En segundo lugar, tiene también un vínculo con el derrumbe del sistema medieval marcado por la hegemonía cristiana y la concepción sagrada de los lugares. Finalmente, posee un sentido político definido por las nuevas prácticas de poder territorial, toda vez que el "llenado" de los espacios "cartografiados" se convirtió en la tarea fundamental de los incipientes Estados-nacionales a partir de la invención del cronómetro (que permitió la medición y normalización de las distancias) en 1761.

Es en relación con este último punto que adquiere especial relevancia el tema de la "frontera". Entendiendo que tal concepto expresa en la actualidad el límite del ámbito de soberanía de los Estados-nacionales (Cairo, 2001, p. 33), debe explorarse el proceso moderno de su resignificación a través de una lectura del afianzamiento del Estado moderno, tanto en su periodo de aparición primera (de la mano de las monarquías absolutas: siglos XVI-XVIII) como en su fase estatal-nacional (fundada con las revoluciones burguesas: siglo XVIII en adelante). Así dispuesto, el enfoque del presente trabajo retrotraerá el punto histórico inicial de la transformación del sentido del espacio hasta el siglo XVI, periodo de surgimiento del absolutismo. El análisis del asentamiento de los aparatos estatales modernos como núcleos de poder soberano y de administración colectiva constituirá el horizonte dentro del cual se proyecte la hermenéutica del concepto "frontera".

2.1. Absolutismo y territorialidad. El Estado moderno entre los siglos XVI y XVIII

En relación con los límites existentes entre regiones en el periodo premoderno, Emilio Mitre ha explicado que, para el caso de Europa, "[la] plasticidad de las fronteras ha sido una de las más destacadas características a lo largo de los siglos medievales" (2015, p. 106). Esta situación empezaría a cambiar con el surgimiento del absolutismo3, cuya tendencia a la centralización y al desarrollo de un sistema de poder irrestricto (contrario a la feudalización medieval) demandará la "territorialización" de los ámbitos del poder monárquico. Calhoun ha resumido este proceso de la siguiente manera:

En los siglos diecisiete y especialmente dieciocho, los mapas comenzaron a representar regularmente al mundo como dividido rigurosamente en territorios con fronteras claras (clear borders) en lugar de vagos espacios fronterizos (vague frontiers)4. Esto reflejaba no únicamente la pasión de la Ilustración por la claridad sino también la creciente división del mundo en los dominios de los diferentes Estados europeos y la inherente política de control e incluso militarización fronteriza. La idea de un mundo dividido naturalmente en naciones discretas (cada una ligada a una unidad política o Estado diferente) fue central a esta transformación (1997, p. 13).

Otto Bauer ha estudiado extensamente la forma en que el Estado moderno surgió en íntima conexión, tanto con la novedosa noción de soberanía como con el crecimiento inicial de la economía capitalista. A decir del autor austriaco, "la mayor preocupación de los príncipes [absolutos] era combinar en su propia persona los poderes más significativos de su región" (2000, p. 53). En este sentido, estas autoridades operaron transformaciones tendentes a anular la influencia de los vastos detentadores locales del poder feudal, unificando los variados derechos previos en un único poder territorial. "Un cuerpo uniforme de ley emergió, al cual todos los caballeros, burgueses y campesinos residentes en la región estaban sujetos; la autoridad regional fue reemplazada por la soberanía territorial y el imperio se desintegró en un largo número de Estados territoriales" (p. 53).

Este nuevo marco de instituciones vinculado al poder de los príncipes se halló, por otra parte, materialmente respaldado por las posibilidades militares y administrativas ofrecidas por la naciente economía mercantil. Solo a través de ésta se hizo viable contar con el cúmulo de recursos necesarios para impedir la injerencia de poderes externos y a la vez unificar internamente el territorio sujeto al control real. Por ello, las nociones de soberanía construidas en la obra de Jean Bodin o Tilomas Hobbes se nutrieron de modo muy importante de algunas de las primeras experiencias abiertas por el horizonte de producción capitalista (Bauer, 2000, p. 223).

Es esta conjunción de factores políticos (el proyecto de poder irrestricto de los monarcas absolutos), económicos (el desarrollo creciente de la economía de intercambio capitalista) e imaginarios (la consolidación "filosófica" de las nociones de soberanía y territorio) la que permite entender el sentido que, desde entonces, irán adquiriendo las fronteras. Éstas son —durante la modernidad y hasta el día de hoy— inentendibles sin una referencia explícita al poder soberano de las unidades estatales a las cuales sirven de límites abstractos. En términos sencillos, ahí donde se establece una soberanía, su contorno de validez está signado por una frontera5. Así entendida, la consolidación de las distintas soberanías —y fronteras del caso— es un proceso de larga duración que inicia con el absolutismo y que, contando con varios "momentos" importantes6, continúa desarrollándose todavía en muchos lugares del mundo.

A fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, las monarquías absolutas y todo su marco de organización semifeudal encontrarán su culminación histórica con el estallido de las diferentes revoluciones burguesas. Tal momento marcará, igualmente, el inicio del Estado-nación propiamente dicho. Al analizar esta transición, sin embargo, es importante no enfatizar únicamente los elementos de quiebre entre los sistemas políticos del periodo absolutista y de la fase estatal-nacional. Si bien es cierto que la forma de legitimación tradicional del poder propia del ancient régime será reemplazada por el marco de la "soberanía popular", no es menos evidente que en ambas concepciones vibra con fuerza determinante la idea común de soberanía. Así, el perfil definitivo que los "imaginarios sociales modernos" (Taylor, 2006) adquirirán en el siglo XIX, tiene una médula común con algunas de las nociones y experiencias políticas del "momento" absolutista. En su estudio del paradigmático siglo XVIII francés, Hans Kohn ha descrito esta situación de la siguiente manera:

El monarca sagrado, que le había parecido a Bossuet tan firmemente anclado en el eterno orden divino menos de un siglo antes, había perdido su valor simbólico como el centro de justificación de la sociedad. La sagrada libertad de la personalidad individual se había erigido como la brillante estrella matutina del horizonte de una nueva era (...) La soberanía del príncipe, que había sido uno, fue reemplazada por la soberanía del pueblo, que debía volverse uno en un sentido más alto de la palabra. El nacionalismo iba a proveer la fuerza integradora de la nueva era que asomaba sobre Francia y, a través de Francia, sobre la humanidad occidental (1946, p. 237).

Esta consonancia entre la representación de la soberanía del príncipe y la futura soberanía de la nación tiene dimensiones tanto "filosóficas" como "materiales", y ambas conducen a la constatación de los puntos de contacto existentes entre el proyecto absolutista de poder y el nuevo horizonte político del Estado-nación. Desde lo filosófico, J. T. Delos ha estudiado el concepto de soberanía enfocándose en la coincidencia existente entre las nociones de voluntad individual y voluntad estatal: "La autonomía de la voluntad se aplica al Estado como se aplica al individuo. La ley que dicta el Estado es la expresión de su voluntad; él es autónomo y su autonomía se llama soberanía, ya que no hay por encima otra voluntad imperante" (1944, p. 25). Así, la soberanía, con su marco de independencia e indivisibilidad, constituiría la representación del poder político propia de una comunidad atravesada por valores individualistas, como es el caso de la sociedad capitalista. Su primer signo de expresión, en este sentido, habría sido la figura solitaria y plenamente unitaria del monarca absoluto:

Hace falta, en efecto, que una voluntad pertenezca a un sujeto. Ella constituye por sí misma al sujeto (...) Se hace entonces necesario considerar al Estado bajo el enfoque de la personalidad y hacer de la soberanía un derecho subjetivo de la persona-Estado. En un régimen donde el rey puede decir "el Estado soy yo", la persona del príncipe y la personalidad del Estado no se distinguen y la soberanía se ejerce como un mismo derecho subjetivo tanto del uno como del otro (Delos, 1944, p. 25).

Esta imagen del poder soberano como despliegue de una voluntad central que gobierna sobre los individuos sin admitir instituciones de poder intermedias ha sido denominada por Otto Bauer (2000) y Karl Renner (2015) "la idea centralista-atomista del Estado". Sobre ella, el primero de estos autores dirá que, habiendo sido "fundada en el absolutismo", "fue heredada por el liberalismo y llevada a su conclusión lógica", añadiendo además que la "fuerza" que la produjo y decidió su victoria "fue el desarrollo de la producción capitalista" (2000, p. 224).

De esta forma, el Estado-nación, apoyado en el inmenso desarrollo y la creciente complejidad de la economía capitalista y las tecnologías de la comunicación, daría el impulso final al proyecto moderno de consolidación de la soberanía. Ello, claro está, vendría de la mano con una serie de transformaciones en los sistemas de control territorial que habían sido promovidos ya inicialmente por las monarquías absolutas.

2.2. Estado-nación y soberanía: la comunidad nacional y la imaginación del territorio

Anthony Giddens ha señalado que el funcionamiento del Estado-nación "...debe interpretarse en términos del control coordinado que ejerce sobre determinadas áreas territoriales" (1990, p. 62). Para el autor, "[tal] concentración administrativa depende a su vez del desarrollo de capacidades de vigilancia que sobrepasan con creces aquellas propias de las civilizaciones tradicionales" (p. 62). Como se ha revisado, la distancia señalada por Giddens entre las sociedades tradicionales y las modernas se halló históricamente mediada por el marco de transformaciones políticas y económicas del absolutismo.

Ahora bien, es claro que la forma estatal-nacional no se limita a profundizar el proyecto de poder soberano nacido con las monarquías absolutas o a potenciar los procesos ya anteriores de la economía capitalista. Lo que caracteriza esencialmente su estructura es el desarrollo enfático de la dimensión cultural-popular como fundamento de su autoridad soberana7. Como adecuadamente habían notado Delos (1944) y Kohn (1946), la soberanía siempre debe hallarse ligada a la voluntad de un sujeto. En tal sentido, la "subjetivación" de cada pueblo histórico concreto se dio a través de su unificación por medio del sentimiento nacional. Éste será el proceso que marcará el ritmo político de los nacionalismos durante el siglo XIX, dando, a su vez, un nuevo perfil a la cuestión del territorio y de las fronteras nacionales.

Algunos autores, como Gellner (2001) o Hobsbawm y Ranger (2002), han puesto énfasis —no sin cierta dosis de razón— sobre el carácter artificioso de las tradiciones y símbolos que sirven de base a las ideologías nacionalistas. Es importante, sin embargo, atender también a las razones por las que Benedict Anderson se distancia de esta postura. El autor de Comunidades imaginadas considera que es necesario suprimir el tinte de falsedad que el concepto de invención impone sobre las naciones, y entender éstas, más bien, como "artefactos culturales de un tipo particular" surgidos "a fines del siglo XVIII" a partir de la "destilación espontánea de un cruce complejo de fuerzas históricas discretas" (1993, p. 21). Para el autor, entre tales fuerzas se cuenta —además de la diversidad lingüística humana y el quiebre de la hegemonía medieval del universalismo cristiano— el crecimiento del intercambio capitalista de "bienes simbólicos"8 (periódicos, panfletos y literatura). En este sentido, a pesar de que su forma completa se evidencie efectivamente a fines del siglo XVIII, los pasos iniciales de este proceso de surgimiento de "lo nacional" retrocederían, junto con los del intercambio de mercancías, hasta por lo menos el siglo XVI9.

De igual forma, el desarrollo de estos nuevos imaginarios nacionales —asentados en las todavía incipientes rutinas de consumo masivo de productos como el diario y la novela— fue revelando, para el poder político, nuevas posibilidades de control sentimental de la población. Por estos motivos, puede decirse que las dimensiones económica, cultural y política de la modernidad se desarrollaron con ritmos similares y condicionamientos mutuos ya desde la época del absolutismo. Calhoun expresa esta circunstancia de conexión entre las diferentes facetas de las comunidades modernas en los siguientes términos:

La clave no es únicamente la identificación del Estado con la nación sino los cambios estructurales involucrados en el surgimiento del Estado moderno. Este último hizo posible la concepción de la nación como un ente unitario (...) En lo doméstico, [los Estados modernos] suponían una integración administrativa notable de regiones y localidades que, en lo previo, habían sido casi autónomas. No solo los impuestos podían ser recolectados, sino que también podía construirse caminos, desarrollarse escuelas y crearse sistemas de comunicación masivos (...) El desarrollo económico fue mano a mano con la formación del Estado en la expansión de la integración infraestructural de las poblaciones dispersas (...) Y, por supuesto, la integración de las economías en un nivel nacional no solo unió a individuos y comunidades dispersas, también ayudó a definir su unidad de identidad (1997, p. 68).

La expansión del sistema de producción de mercancías y la ampliación de las capacidades tanto administrativas como militares del Estado, fue, de tal forma, prefigurando las coordenadas materiales para el surgimiento de los imaginarios identitarios nacionales. Éstos serían desarrollados a plenitud por el Estado-nación a partir del siglo XIX, especialmente a través del sistema de educación oficial, que se convirtió en el elemento activo del cultivo estatal de la nacionalidad en aprovechamiento de los factores históricos y materiales subyacentes.

La mayoría de los autores coinciden en notar este rol desempeñado no únicamente por el sistema de educación sino también por los cada vez más sofisticados medios de comunicación masiva en la formación de la nación. Ernst Gellner, por ejemplo, indica que el sostenimiento de la atmósfera colectiva de la nacionalidad requiere de una instalación especializada: "...esta instalación se llama sistema nacional de educación y comunicaciones, y su único guardián y protector eficaz es el Estado" (2001, p. 74). En la misma línea, Eric Hobsbawm señala que, durante el siglo XIX, los Estados usarían la cada vez más poderosa maquinaria de la comunicación, "sobre todo las escuelas primarias, con el objeto de propagar la imagen y la herencia de la 'nación' e inculcar apego a ella" (1998, p. 100).

Ahora bien, atendiendo al retrato que se ha hecho del desarrollo conjunto de las dimensiones política, económica y cultural de las comunidades modernas, debe notarse que, si bien es indudable que la esfera política (el Estado) ha condicionado el desarrollo de la dimensión cultural (el imaginario nacional), este control está lejos de ser absoluto. Ello se debe a que la dimensión económica se asienta sobre procesos de libre producción e intercambio, que también redefinen los valores culturales. En este sentido, Malesevich indica que "a pesar de que la modernidad haya proporcionado mecanismos de transmisión de valores como los mass media y los sistemas educativos, la radicalmente nueva estructura política y económica que emergió con la Ilustración ha (...) prevenido la materialización de la unificación ideológica" (2006, p. 86). Por ello, mientras el Estado ha intentado gestionar crecientemente el imaginario nacional, el despliegue material de los medios de difusión cultural ha hecho imposible esta tarea, alejando la construcción del ideario nacional del monopolio estatal y sujetándola a la constante reelaboración por parte de la sociedad civil.

Este último punto es de vital importancia. Debe notarse que, a pesar de que las condiciones originarias de la construcción estatal de "lo nacional" se hayan transformado en el marco del avance del sistema capitalista, los diversos actores sociales han continuado afirmando a la nación como referencia colectiva central10. De tal forma, a la promoción cultural de la nación realizada por el Estado (con el fin de asegurar su mando soberano asentado en una colectividad unificada), se suma la tendencia de la sociedad civil a respaldar la soberanía nacional como fuente de certidumbres en un mundo cambiante y acelerado11.

El carácter dual (estatal y popular) de la construcción y reproducción activa de las comunidades imaginadas nacionales permite un nuevo enfoque sobre la cuestión del territorio y las fronteras. Benedict Anderson definió la nación como "una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana" (1993, p. 23). El hilo central de la reflexión precedente respalda tal idea y propone una consideración integral para identificar claramente las dimensiones de "lo nacional".

En primer lugar, se ha visto que la nación es efectivamente una referencia imaginada, porque existe como un marco colectivo de representación de lo común dependiente de las rutinas capitalistas de intercambio y consumo de bienes simbólicos. Por otra parte, se ha revisado por qué el concepto moderno de soberanía territorial es la médula misma que define el imaginario espacial (limitado) de la nación. En este sentido, dos dimensiones se hallan compenetradas en la experiencia colectiva de la existencia soberana sobre un territorio propio. La primera de ellas se da en el orden político y está relacionada tanto con la consolidación de los sistemas de administración y control central del Estado como con el afianzamiento del monopolio de la violencia en el marco del territorio nacional12. Tal faceta, con la que se constituye la base material de integración del espacio y la población estatal, es la que hace posible el desarrollo de la segunda dimensión: la propiamente "imaginaria". Esta última se realiza en las rutinas a través de las cuales los diferentes ciudadanos de un Estado-nación ratifican cotidianamente la idea de la nación como una comunidad que es propia y que reside en un territorio-hogar ceñido por fronteras que lo resguardan.

De esta forma, se puede decir que, en las comunidades modernas, la territorialización de la soberanía no es algo que se remita únicamente al plano material y concreto (a través de, por ejemplo, el control militar de las fronteras o la vigilancia policial interna). Compenetrada con esta dimensión aparece una segunda faceta: la experiencia individual (pero colectivamente afirmada) de pertenencia a una nación que habita en un territorio que le pertenece. A través de ésta, las fronteras se convierten en los límites imaginarios y cotidianamente asumidos en virtud de los cuales el espacio de "lo nuestro" se distingue del espacio de "lo suyo".

Lo que sigue del texto se encargará de analizar la consolidación del Estado, la nación y las fronteras de Bolivia a través del marco de consideraciones que acá se ha definido. Así, se pondrá un énfasis especial en la evaluación de la medida en que la territorialidad boliviana se convirtió tanto en una realidad fáctica gestionada materialmente por el aparato estatal como en una experiencia imaginaria colectiva del espacio. El ámbito histórico de análisis de estas cuestiones tendrá lugar a partir de la segunda mitad del siglo XVIII y el conjunto del siglo XIX, esto es, el periodo en que se registra toda la inestabilidad propia de la gestación y nacimiento de una nueva forma política.

 

3. El desarrollo material e imaginario de la frontera boliviana en los siglos XVIII y XIX

A pesar de que, como se ha visto, el desarrollo material y simbólico de la soberanía territorial de un país está ligado a los procesos de integración administrativa y cultural desplegados por el Estado moderno, el caso de Bolivia —y de Hispanoamérica en general— presenta ciertas particularidades. Aun si las repúblicas latinoamericanas no se consolidaron como Estados independientes hasta las primeras décadas del siglo XIX, cada una de ellas tuvo un pasado colonial bajo la forma de una unidad administrativa separada y mantuvo —al menos en un grado importante— su ámbito espacial luego de los procesos de la independencia. Así, las futuras repúblicas estuvieron dotadas, con anterioridad a su nacimiento, de una dinámica institucional propia que les brindó una incipiente integración material y un imaginario colectivo rudimentario. Atendiendo a esta observación, la presente sección del trabajo se divide en dos partes. La primera estudia los procesos de constitución de una conciencia germinal del territorio propio en la Audiencia de Charcas (actual Bolivia) durante las últimas décadas del siglo XVIII. La segunda analiza la consolidación del Estado, la cultura nacional y las fronteras de Bolivia durante el siglo XIX.

3.1. Integración administrativa e imaginario colectivo: Charcas y el surgimiento germinal de una esfera pública

Charcas llegó al año 1700 en medio de una profunda crisis de la actividad minera, que se había iniciado en la segunda mitad del siglo XVII y se prolongaría hasta bien entrado el siglo XVIII. Las repercusiones directas de esta depresión afectaron no únicamente a las ciudades productoras de mineral sino al conjunto de la economía de la región que funcionaba en torno al eje de Potosí13.

Todo este panorama decadente, sin embargo, se vio lenta pero progresivamente revertido en la segunda mitad del siglo XVIII. La razón principal de ello fue, según Herbert Klein, la recuperación sostenida de la actividad minera impulsada por —entre otras medidas financieras y administrativas— las llamadas reformas borbónicas:

Las reformas de la economía minera no tardaron en traer una nueva prosperidad a la producción de Oruro y Potosí; una reforma general de la estructura comercial originó una sana rivalidad entre Lima y Buenos Aires por el comercio de Charcas; esto, a su vez, dio origen a una segunda serie de redes económicas y de sistemas mercantiles que aceleró en el Altiplano y en los valles orientales conexos el ritmo general de la actividad comercial y mercantil. Finalmente, para poner cierto orden en su estructura administrativa adaptándola a las políticas más avanzadas de un comercio más libre (...) la Corona llevó a cabo una importante reorganización administrativa (2011, pp. 97-98).

La profundidad de los efectos políticos y económicos generados en las colonias por la aplicación de las reformas borbónicas difícilmente puede ser exagerada. En lo económico se alcanzó una reestructuración significativa —no siempre provechosa para los habitantes locales— de los sistemas productivos y comerciales vigentes, mientras en lo político las medidas constituyeron el point de départ de la creciente tensión entre las élites locales y el gobierno metropolitano, que conduciría finalmente a la independencia americana.

Una de las cuestiones centrales a considerar en torno a este fenómeno radica en que el sentido de las reformas se halló definido por los apremios que la coyuntura europea —marcada por la disputa cambiante pero siempre presente entre Inglaterra y Francia— imponía sobre España. El reinado de Carlos III (1759-1788) se caracterizó, en este sentido, por el desarrollo de una política absolutista contraria a todo tipo de descentralización de la estructura colonial:

Los ministros carolinos vieron en la descentralización, el control local y el compartimiento del poder, todas expresiones del sentimiento americano, obstáculos a la integridad de la monarquía: polos opuestos a la hegemonía metropolitana. Buscaron medidas para aumentar los ingresos fiscales con el objetivo de fortalecer las fuerzas militares y defender el imperio contra enemigos externos (Hamnett, 2012, p. 59).

La reorganización administrativa anuló las lógicas del funcionamiento colonial que se habían consolidado en los siglos previos y desplazó la autoridad de las élites locales favoreciendo el acceso mayoritario de operarios peninsulares a los diversos cargos de la administración colonial. Como Zanatta señala, "las élites criollas (...) empezaron a sentirse traicionadas en el plano político y perjudicadas en el económico. Traicionadas, porque se veían privadas de sus antiguos derechos (su autonomía y de sus poderes); perjudicadas porque se encontraban sujetas a las necesidades económicas de la Corona" (2012, p. 31). Las reacciones a las medidas adoptadas por el centralismo ibérico, según el mismo autor, agudizaron los "vagos sentimientos patrióticos" que ya asomaban en América a fines del siglo XVIII (p. 31).

Este proceso de dimensión continental se dio en la zona de la actual Bolivia con una serie de particularidades relativas a la historia de Potosí y de la Audiencia de Charcas. Las reformas borbónicas consolidaron y dieron un impulso poderoso al rudimentario sentido de identidad y orgullo colectivo existente desde un periodo temprano en la región14. Debe recordarse que, en 1776, como parte de esta política de reorganización administrativa, la Corona creó el Virreinato del Río de La Plata. Desde entonces —y hasta 1810— la Audiencia de Charcas pasaría a ser parte de la jurisdicción controlada por Buenos Aires, resolviéndose así en favor de esta última ciudad la creciente disputa con Lima (a cuya jurisdicción había pertenecido Charcas hasta entonces) por el control del comercio potosino.

Al reorientar la tendencia comercial charqueña hacia el Sur, la nueva organización administrativa quebró (parcialmente) el vínculo regular que había ligado a las poblaciones de ambos extremos del lago Titicaca desde épocas previas a la llegada de los españoles. Esta ruptura de la conexión con Lima, adjunta a la reactivación de la economía minera y agrícola charqueña a fines del siglo XVIII, permitió el despliegue relativo de una integración local ya no atada a la dinámica social y económica del Virreinato del Perú:

El nuevo Virreinato, la instauración de las intendencias y la refundación de la Audiencia de Buenos Aires, si bien restaron influencia y poder territorial a Charcas, dieron lugar al fortalecimiento de una identidad propia en las provincias (...) adscritas a la Audiencia. Su vinculación con el puerto de Buenos Aires y la complementariedad económica entre ambas regiones hicieron que Charcas consolidara su papel de pivote, a la vez que lugar de tránsito obligado del comercio entre el Perú y La Plata, creando así una personalidad distinta a la de cualquiera de los virreinatos (Roca, 2017, pp. 147-148).

La relación de las élites charqueñas con la administración de Buenos Aires, por otro lado, estuvo marcada por constantes tensiones que se mantuvieron durante todo el siglo XVIII y principios del XIX. Sería, sin embargo, en el marco de las guerras de la independencia que se daría el quiebre definitivo de la relación entre los criollos de Charcas y la dirigencia porteña. Ya en los primeros años del conflicto social y político iniciado en 1809, la Audiencia de Charcas retornaría de hecho al control del Virreinato del Perú. Desde entonces, las arcas de Potosí se convertirían en un elemento de ardua disputa entre los ejércitos porteños y las tropas realistas de Lima. Es en medio de tal coyuntura que la conducta de los líderes bonaerenses generará un profundo resentimiento entre los combatientes charqueños. Como explica Klein, "aunque los jefes de las republiquetas locales en su totalidad habían apoyado a Buenos Aires, los argentinos habían demostrado su indiferencia ante las necesidades de la población local y su disposición a sacrificar toda la región a sus propias exigencias" (2011, p.118)15.

José Luis Roca ha planteado la idea de que las disputas entre la élite local de Charcas y los dos Virreinatos a los que se halló sujeta esta región (además de las vicisitudes posteriores que marcaron el resentimiento charqueño hacia los porteños) son el principio que define el surgimiento de una identidad colectiva en el territorio de la Audiencia:

Esa actitud contestataria frente a los Virreinatos, así como los conflictos históricos con las audiencias pretoriales, es uno de los impulsos permanentes del proceso formativo del Estado boliviano. Representa la búsqueda dentro de la monarquía hispana, de una mejor posición que siempre era escamoteada por la alta burocracia peninsular y por sus egoístas y altaneros virreyes (Roca, 2017: p. 671).

A pesar de que el autor es demasiado "entusiasta" al señalar en su obra la constitución de una identidad nacional anterior al Estado boliviano, es cierto que apunta en la dirección adecuada al notar el surgimiento de una cierta identidad colectiva bajo la fuerza integradora de la Audiencia de Charcas. El marco de esta unidad administrativa permite el despliegue de procesos de integración material que, al calor de las reformas borbónicas, la reactivación económica local y las largas vicisitudes de la guerra de la independencia, harán posible pensar en un núcleo charqueño diferenciado tanto de Lima como de Buenos Aires.

A esta dimensión material, por otro lado, debe sumarse la aparición de un muy elemental imaginario colectivo charqueño. De nuevo, no se trata de un fenómeno lo suficientemente complejo como para aseverar la existencia de una protonación boliviana, pero sí de otro rudimento que será desarrollado posteriormente tanto por la acción del Estado boliviano como por el marco transformador de la modernidad.

Entendiendo que la noción de comunidad imaginada de Anderson parte de una lectura de los efectos del "capitalismo impreso" en Europa —y que la llegada de la primera imprenta al Alto Perú se registra recién en 1823 (Roca, 2017, p. 256)— se hace necesario indagar vías alternativas si lo que se quiere es estudiar la constitución de un imaginario nacional en Charcas. Fernando Unzueta (2018) ha propuesto como posibilidad el examen del desarrollo de una incipiente esfera pública en la ciudad de La Plata durante la última parte del siglo XVIII.

La Plata, urbe que fungía como sede de la Audiencia charqueña, habría experimentado un desarrollo intelectual notable en el marco del periodo mencionado16. Tal habría sido uno de los motores para el despliegue, en su ámbito, de una "cultura letrada" (Unzueta, 2018) y de un marco deliberativo básico capaz de dar luz a espacios de debate público en el sentido moderno17. Por otro lado, tales debates habrían adquirido un carácter socialmente integrador con la aparición de los panfletos manuscritos llamados "pasquines", que eran colocados en lugares públicos y, posteriormente, leídos y discutidos por grupos crecientes de personas:

A finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX se produce en Charcas una transformación del sistema de publicidad barroco, centrado en lo visual y performativo, hacia otro más moderno, centrado en la circulación de textos, manuscritos o impresos, transmitidos de mano en mano y por otros medios, por escrito u oralmente, en lugares públicos y privados. Gracias a una cultura en la cual la lectura y la disputa eran prácticas cotidianas en la ciudad letrada de La Plata, y en la que se multiplican los pasquines, generalmente anónimos, se empieza a articular una esfera pública, espacio y medio en el que se cuestiona a las autoridades políticas coloniales y se discuten temas relacionados con el bien común y, eventualmente, con el destino político de la región (Unzueta, 2018, p. 45).

Es interesante la forma en que Unzueta, a través de su valoración de la cultura letrada y del pasquín, ha logrado encontrar una nueva perspectiva para pensar el desarrollo elemental de una esfera pública (y, por ende, de un cierto imaginario colectivo) ante la ausencia de la imprenta en Charcas. Además de esto, el autor es lo suficientemente cauto como para considerar a este fenómeno pre-republicano un "primer desarrollo", aclarando que el despliegue efectivo de la esfera pública boliviana como tal no se daría hasta bien entrado el siglo XIX, a través de los diarios impresos. Por ello, el caso del pasquín, al igual que el de la integración material desarrollada bajo el plafond institucional de la Audiencia de Charcas, constituye una experiencia notable pero lejana todavía de la propiamente nacional.

Resumiendo, se puede decir que la segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX revelan la constitución de las dimensiones materiales e "imaginarias" de una identidad colectiva charqueña que antecede al surgimiento de la nación boliviana. Esta última, sin embargo, solo empezará a constituirse como identidad nacional décadas después de la fundación de la república, bajo el doble influjo de la modernización del Estado y del desarrollo ampliado de una prensa nacional.

En línea con esta consideración, parece viable asumir que las nociones de territorio y frontera fueron adquiriendo, para la población local (principalmente urbana), un sentido diferente ya en el último periodo de la vida colonial de la Audiencia. La integración económica e institucional de la región, las permanentes tensiones con Lima y Buenos Aires y, finalmente, el surgimiento de una rudimentaria esfera pública, permitieron el desarrollo de una idea de "nosotros" en contraposición a la de "ellos". En este sentido, el lugar de "lo nuestro" y el de "lo suyo" se hallaba dividido por un límite. La experiencia colectiva de dicho límite expresaría lo que de frontera existió en el imaginario social charqueño al momento de la fundación de Bolivia.

3.2. Estado, nación, territorio y frontera en la Bolivia del siglo XIX

El ingreso en el periodo republicano encontró a toda la parte sur del continente sumergida nuevamente en una profunda crisis económica. Los estragos de una década y media de conflictos armados, la desaparición del sistema comercial coordinado desde la península y el levantamiento de nuevas barreras arancelarias entre los distintos núcleos económicos, ahora nacionales, generaron un hundimiento económico que azotaría a la región durante varias décadas. En relación con el Alto Perú, la situación no fue diferente. "Al ingresar en su vida republicana Bolivia era una región arrasada por la guerra y en depresión económica, que había de experimentar en [sus] primeros años (...) un estancamiento económico que duró casi medio siglo" (Klein, 2011, p. 120).

Zanatta ha explicado cómo la inestabilidad política derivada de este declive económico generalizado hizo imposible el desarrollo efectivo, en Latinoamérica, de aparatos estatales que cumplieran efectivamente el rol de entidades políticas modernas:

La inestabilidad política se manifestó en la imposibilidad, por parte de las nuevas autoridades, de imponer el orden y hacer valer la ley y la autoridad de sus constituciones en el territorio de las nuevas naciones, sujetas, en la mayoría de los casos, a continuas luchas entre caudillos. En este sentido, es posible afirmar que los nuevos Estados eran más una propuesta o un deseo que una realidad, y que su nacimiento no se había visto acompañado por el de ningún sentido definido de pertenencia a una nación, entendida como una entidad histórica compartida (2012, p. 120).

La última afirmación, como ya se ha visto, debe matizarse ligeramente en el caso de Bolivia. No ocurre lo mismo con el resto de la descripción, que expresa plenamente la realidad del país en sus primeros años de independencia. Ninguno de los nacientes Estados de la región tenía la capacidad material necesaria para desarrollar una estructura sólida e imponer institucionalmente su autoridad en el marco de su espacio territorial. En este sentido, es imposible hablar, hasta casi la mitad del siglo XIX, de un proceso real de territorialización de las diferentes soberanías, lo que se expresa claramente en todos los conflictos de fronteras registrados en esta época.

Hillel Soifer, en su libro State Buiding in Latin America (2015), ha desarrollado un riguroso estudio sobre el despliegue de los distintos Estados latinoamericanos durante el siglo XIX. Una de las ideas centrales del autor es que, en el marco regional, "el momento crucial en el que la construcción del Estado fue posible ocurrió solo después de que los conflictos posteriores a la independencia terminaran y de que un marco mínimo de estabilidad emergiera" (p. 7). Sobre el caso boliviano, Soifer notará que el desarrollo de esta estabilidad sería particularmente tardío:

Como en Uruguay, la estabilidad política emergió tarde [para Bolivia], llegando solo después de la derrota de 1880 en la Guerra del Pacífico (...) La derrota en la guerra convenció firmemente a las élites de que el gobierno estable era urgentemente necesario y el levantamiento de la minería de la plata18, que había empezado en la década de los 60 y 70, proporcionó una base fiscal para su desarrollo (p. 240).

En esta última cita, el autor se hace eco de las ideas de Klein, quien afirma que, después del conflicto del Pacífico, las élites mineras empezaron a presionar para la creación de gobiernos más equilibrados "que pudieran contribuir a financiar las conexiones ferroviarias vitales que necesitaban tan desesperadamente" (2011, p. 165). El periodo inicial de construcción de un Estado nacional sólido, de esta forma, se postergaría en Bolivia hasta las últimas dos décadas del siglo XIX, en las que se hizo posible finalmente el emplazamiento de un proyecto institucional único centrado en la exportación de la plata.

Esta situación, por supuesto, tuvo repercusiones decisivas sobre el sentido de territorialidad afianzado por el aparato estatal de la naciente república boliviana. El desconocimiento de amplias porciones del territorio nacional, sumado a la incapacidad material para establecer sistemas de vigilancia y control, hizo que los pobladores de varias regiones fronterizas vivieran al margen de toda presencia institucional. Uno de los ejemplos más significativos de esta realidad se dio en el oriente del país, que permaneció prácticamente inexplorado hasta el último cuarto del siglo XIX. Pilar García (2006), en concordancia con la "cronología" de Herbert Klein, dirá que esta tendencia cambiaría solo a partir de 1880, cuando el desarrollo del proyecto estatal-nacional encabezado por las oligarquías termine por revertir el desinterés por la zona oriental del país:

La década de los '80' se inició con el acceso al poder de las élites conservadoras chuquisaqueñas que, como diversos estudios han señalado, promovieron una política modernizadora de la economía y la sociedad boliviana como no tuvo parangón en el pasado, que favoreció el surgimiento de Bolivia como Estado-nación. Fue entonces cuando se aprobó la Constitución —vigente hasta la conclusión de la Guerra del Chaco— que selló el pacto entre los diversos grupos dirigentes y, en ese contexto, se produjo un significativo cambio en la estrategia estatal con respecto de los orientes (p. 27).

Según la autora, "la expansión minera provocó un aumento de la demanda de alimentos y mano de obra que se tradujo en un incremento de la producción agrícola, que a su vez se vio favorecida por las conexiones ferroviarias que le habían abierto nuevos mercados" (p. 27). En este sentido, las tierras del oriente se vieron progresivamente incorporadas a esta nueva dinámica que, como es obvio, tardaría muchas décadas más en concretarse a plenitud.

Ahora bien, a pesar de que este punto de inflexión histórico existió, es importante no exagerar sus implicaciones. La incipiente modernización estatal que asomó a partir de 1880 estuvo fuertemente condicionada por un proyecto económico primario-exportador que no tenía ningún interés real en la integración material del país per se. Soifer ha expresado esta consideración refiriendo que

.. aunque el consenso entre las élites se sostendría por los siguientes cincuenta años, poco emergió en términos de proyecto de creación de Estado (...) No hubo un apoyo extenso para la unificación nacional o la centralización de la autoridad política. El interés de los dueños de las minas en el Estado terminaba esencialmente con el desarrollo del transporte y sus preferencias en este sentido (por sistemas de rieles que ligaran las minas con la costa) divergían de las de otros actores regionales y sectoriales (2015, p. 240).

Carlos Montenegro (2016 [1944]) notará, de la misma forma, que en la política ferroviaria de estos años se condensan tendencias tanto liberales como feudales: "Los ferrocarriles tecnificaron solamente la economía colonial, acelerando el ritmo con que se vaciaba de materias primas el país desde los tiempos pre-republicanos (...) Las funciones puramente extractoras del ferrocarril se oponían así a todo provecho que el país pudiera obtener del nuevo medio de transporte" (p. 212). De tal modo, este perfil exportador de las conexiones entre las diversas zonas del país restó solidez al proceso de integración local que se estructuró en torno a la producción argentífera.

La debilidad de la presencia del Estado sobre el territorio boliviano en las últimas dos décadas del siglo XIX queda igualmente demostrada cuando Soifer analiza comparativamente los indicadores de progreso institucional de todos los Estados latinoamericanos hacia el año 1900. La puntuación promedio de los países en las tres categorías que, para el autor, expresan las "funciones nucleares del Estado" (administración de la educación primaria pública, capacidad de movilización de soldados y captación de ingresos a través de los impuestos) arroja un claro panorama de las diferencias en cuanto a fortaleza estatal de las repúblicas de la región. Así, mientras Uruguay y Chile son los Estados más desarrollados al inicio del siglo XX, Bolivia, Perú y Paraguay se encuentran en el polo opuesto del espectro de solidez institucional (Soifer, 2015, pp. 11-15).

En resumidas cuentas, luego de más de medio siglo de virtual inexistencia de un proyecto de Estado en Bolivia (exceptuando los leves fortalecimientos institucionales implementados en los gobiernos de Andrés de Santa Cruz y José Ballivián), a partir 1880 se empezará a operar un proceso de desarrollo estatal a lo largo y ancho del territorio nacional. Sin embargo, la efectividad de este impulso modernizador se vio seriamente limitada por el tipo de orientación económica que las oligarquías mineras impusieron a su sentido. Por ello, la soberanía territorial de Bolivia se mantuvo como un proyecto bastante inconcluso al final del siglo XIX, lo que se manifestaría, a nivel fronterizo, en el hecho de que varias de las disputas limítrofes (que involucran a la mayoría de los países vecinos) se resolverían, de una forma u otra, recién durante el siglo XX.

Este precario desarrollo material del Estado —especialmente en lo referido al funcionamiento del sistema de educación oficial19— constituyó, por otra parte, un serio perjuicio para el avance del imaginario nacional boliviano. Quien de mejor manera ha considerado estos aspectos culturales de la construcción de la nación en el siglo XIX es, nuevamente, Fernando Unzueta (2018). Continuando con su análisis de la cultura letrada, el autor se propondrá estudiar "la 'creación' textual de las repúblicas recientemente independizadas a través de los escritos imaginativos, programáticos y administrativos de intelectuales, políticos y burócratas que discuten y programan la nación" (2018, p. 48).

De tal forma, el análisis de Unzueta pone énfasis en el rol histórico de los periódicos como vehículos de construcción tanto de una esfera pública como —a través de ésta— de un imaginario nacional moderno. Este papel de la prensa adquiriría su notable peso específico precisamente por el contexto de insuficiencias materiales que caracterizaba la formación estatal boliviana:

En los primeros años de vida republicana, el deseo de ser "nación" y de llamarse "bolivianos" se expresa sobre todo en las gacetas. Más importante, ante la precariedad material política y simbólica de esa nación, los periódicos asumen la actitud constructivista que los caracterizará: apuestan al futuro e insisten en que al nombrar lo boliviano se empieza a llenar de significados ese concepto, previamente inexistente (Unzueta,2018,p. 54).

Frente a la inestabilidad política local y en el marco de las constantes tensiones con los países vecinos, la primera atención de la prensa se enfocó en lo nacional y en cómo cultivarlo (p. 69). En este sentido, los diferentes periódicos entenderán que "la clave para sostener ese orden nacional es la formación de ciudadanos como sujetos nacionales", esto es, "individuos interpelados por los discursos nacionalistas" (p. 70). "La prensa, por lo tanto, articulará una pedagogía nacionalista en todos los ámbitos culturales" (p. 71).

Unzueta dirigirá todas estas consideraciones sobre la prensa boliviana hacia un diálogo con las principales nociones de Benedict Anderson sobre la comunidad imaginada. Así, el autor boliviano subrayó que el conjunto de periódicos nacionales "empieza a forjar lazos de identidad y a difundir relatos compartidos entre los bolivianos al incorporar en un mismo espacio semiótico los factores más diversos del país, en una especie de inventario con un impulso totalizador" (p. 71). Esta capacidad de integración simbólica de la prensa se combinaría, además, con el marco de resignificación del tiempo y el espacio que su consumo rutinario va desarrollando:

Si bien la pluralidad de datos que comparten las mismas hojas (...) es asombrosa en sí, la principal contribución de la prensa en la construcción del sentido de una comunidad patria es (...) su re-conceptualización del tiempo en que existe esa comunidad y del espacio geográfico que le corresponde en términos de lo "nacional" (Unzueta, 2018, p. 72).

La dimensión espacial de esta transformación es la que, como se ha revisado en la primera sección, vincula directamente con la experiencia del territorio y las fronteras. La autocomprensión creciente de la nación no se da nunca en el vacío sino mano a mano con la representación del lugar que a la nación le corresponde. Los periódicos, en este sentido, posicionan la experiencia individual del consumo de noticias en un espacio señalado como propio. En tal espacio se hacen contemporáneos diversos eventos localizados que quedarán unidos solamente por la noción (cada vez más visible) de un territorio nacional que "nos pertenece".

La prensa (...) a la vez que expresa todos los conflictos regionales y los límites en la articulación espacial de la nación, es el principal medio de apropiación de un amplio territorio geográficamente fragmentado y disperso; al incorporarlo en la imaginación de los lectores de todo el país, empieza a forjar la "unidad" de este espacio y a establecer las "fronteras" que definen los aún imprecisos límites de la nación (Unzueta, 2018, p. 78).

Así, los periódicos del siglo XIX fueron vehiculizando en un sector urbano creciente (pero aún bastante reducido) de lectores la formación de la comunidad imaginada nacional, lo que, a su vez, permitió un afianzamiento elemental del territorio en la experiencia de estos grupos poblacionales. Parte de dicha experiencia "territorial" incipiente son las fronteras, percibidas como los límites estatales entre lo propio y lo foráneo. Esta comprensión se iría complejizando y enriqueciendo solo a medida que, durante el siglo XX, la presencia del Estado asegure las bases institucionales para la reproducción simbólica de lo nacional (fig. 1).

 

4. Conclusiones

Como se ha podido revisar, la consolidación de la presencia administrativa, "vigilante", económica y coercitiva del Estado boliviano distaba mucho, hacia el año 1900, de haberse alcanzado. Esto hizo que los límites fronterizos con países como Perú, Brasil, Paraguay o Chile permanecieran todavía en disputa al inicio del nuevo siglo. Por otro lado, el avance de la cultura letrada y de los diarios impresos alcanzó un efecto en la construcción imaginaria de la nación entre el público lector urbano. Sin embargo, cuando se considera este desarrollo a la luz de las constricciones materiales que lo rodearon (especialmente la tasa de analfabetismo y el pobre desarrollo de la educación primaria) se hace virtualmente imposible apreciar esta formación decimonónica de la nación como algo más que una realidad reducida a las élites criollas urbanas. Si se advierte, por otro lado, que, para 1900, la población rural del país era del 85,5 por ciento (Ledo, 1999), es viable afirmar que el siglo XX inició para Bolivia sin que el sentido moderno de territorio o frontera haga parte todavía de la experiencia de una gran mayoría de su población.

Uno de los problemas centrales que un estudio sobre el desarrollo material y simbólico de las naciones latinoamericanas durante el siglo XIX debe enfrentar es, precisamente, esta brecha existente entre lo urbano y lo rural. Mientras que en los ámbitos citadinos la presencia del Estado queda normalmente registrada por un conjunto importante de datos, es difícil visibilizar las formas en que su ausencia en el espacio rural es compensada a través de la infinidad de procesos de intercambio social y económico entre campo y ciudad. En este sentido, lo que se logra es una lectura de los epicentros de reproducción simbólica de la nacionalidad, haciéndose muy difícil verificar el modo en que las amplias regiones rurales adoptan, transforman o rechazan el impulso cultural unificador de lo urbano-nacional.

En todo caso, debe comprenderse claramente que el proceso de construcción y reproducción de las naciones como "comunidades imaginadas" es un desarrollo multifacético que depende de la interiorización colectiva de un sentido específico de territorialidad. Dicha comprensión del territorio es, en sus dimensiones materiales y simbólicas, esencialmente moderna. Por lo tanto, todo el marco de complejidades históricas que afectan el avance de la modernidad (factores institucionales, diferencias entre campo y ciudad, reacciones étnico-culturales, etc.) debe ser igualmente considerado a la hora de determinar el grado en que la nación se ha afirmado como dato central de la experiencia de la población de un Estado.

 

Notas

* Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Católica Boliviana y Doctorando en el programa de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Becario CONICYT-PFCHA/Doctorado Nacional/2019-21190204. Santiago de Chile.
Contacto: landaeta_oscar@yahoo.com.
ORCID: https://orcid.org/0000-0003-0945-2022.

** El autor declara que este artículo no entraña conflicto de interés con ninguna persona o institución.

1 La palabra "límite" se empleará para hacer referencia, en general, a todo modo de establecimiento espacial de la diferencia entre "lo propio" y "lo no propio". En este sentido, la "frontera" sería el modo específicamente moderno de concebir y afirmar los límites entre las (también modernas) comunidades estatal-nacionales.

2 Con respecto a la clasificación tradicional de teorías o paradigmas de estudio sobre la nación y el nacionalismo, se puede consultar las exposiciones de Unmut Özkırımlı (2000) o Anthony Smith (2010).

3 Siguiendo la lectura realizada por Hans Kohn (1946), se considera acá que el inicio de las transformaciones propias del Estado absolutista fue marcado por los reinados de Francisco I en Francia, Carlos V en España o Henry VIII en Inglaterra, todos ellos rectores de sus reinos durante el siglo XVI.

4 Atendiendo al contexto del estudio de Calhoun, se traduce border como "frontera" en la acepción moderna del término (esto es, como límite específico del territorio de un Estado moderno). Por otro lado, frontier se traduce por "espacio fronterizo", tratando de reflejar la caracterización hecha por Mitre (2015) de las fronteras en la Baja Edad Media como "zonas de contacto entre civilizaciones" (p. 107) que, "organizadas por y para la guerra", poseían un grado de movilidad dependiente del resultado de cada batalla. El paso de la existencia de frontiers al establecimiento de borders supone, de tal forma, una estabilización territorial que no existió hasta bien entrado el periodo moderno.

5 Debe recalcarse, a este respecto, que al hablar de "poder soberano" se implica un tipo específico de autoridad territorialmente determinada, que se caracteriza por la irresistibilidad y se expresa tanto en la exclusión de determinantes externos como en la no admisión de competidores internos.

6 Uno de sus puntos más notorios de consolidación histórica del Estado moderno se registrará con la suscripción del "Tratado de Westfalia" (1648), en el que se oficializa la existencia de "un sistema de Estados que reconocen —y en cierta medida garantizan— su mutua existencia" (Tilly, 1975, pp. 45-46). Sobre el tema de la consolidación territorial, administrativa, política y militar del Estado moderno puede revisarse los diversos ensayos contenidos en el libro The Formation of National States in Europe (Tilly, 1975).

7 Como se anota a continuación, esta dimensión no estaba totalmente ausente en el marco de las monarquías absolutas, pero fue después de las revoluciones burguesas que se vio impulsada de un modo decisivo por el Estado-nación.

8 Éste es un concepto utilizado por Thompson (1998) en relación a productos destinados al consumo que tienen un valor mediático o comunicativo y, por ello, portan un valor simbólico para el individuo. En el marco de este trabajo, esta noción será usada para referirse a los productos de la literatura y de la prensa, principalmente.

9 De hecho, Bauer estudia los primeros efectos de la imprenta sobre los poblados alemanes ya en el siglo XVI (2000, p. 63).

10 Así lo prueban una diversidad de estudios, entre los que pueden citarse los de Billig (2014), Edensor (2002), Malesevich (2006) o Skey (2011).

11 Sobre este punto, Skey ha señalado que "el discurso nacional ha sustentado un sentido relativamente estable de identidad y lugar para [los] individuos", observando igualmente que su "marco ontológico continúa siendo importante porque ofrece 'puntos de arraigo en un mundo en movimiento'" (2011, p. 109).

12 A este respecto puede consultarse, entre otros, el texto The Nation-State and Violence, de Anthony Giddens (1992).

13 Así, por ejemplo, la ciudad de Cochabamba, que había surgido como principal proveedora de cereales para los centros de extracción de plata, vio la contracción y posterior colapso del sistema de haciendas que se había extendido durante el auge de la riqueza potosina en los siglos XVI y XVII (Klein, 2011, pp. 77-79).

14 En este sentido, es interesante atender al ensayo F[ec]undación y festejo de la nación criolla: la Historia de Potosí de Bartolomé Arzáns, de Leonardo García Pabón (2007) o al libro Ni con Lima ni con Buenos Aires, de José Luis Roca (2017). Ambos textos poseen un indudable valor analítico a pesar de ser poco rigurosos en su consideración de la protonacionalidad boliviana.

15 Del mismo modo, Roca advierte que, en el Alto Perú, "se desarrolló una abierta hostilidad contra los porteños a causa de los abusos cometidos durante sus tres desastrosas campañas" (2017, p. 470).

16 Klein ha explicado cómo esta atmósfera académica se vio enriquecida al aprobarse, en 1776, la elección de la ciudad como sede del primer centro jurídico moderno en el imperio americano (2011, p. 99).

17 En sintonía con Unzueta, la idea de "esfera pública" acá considerada es tomada de Habermas (1991). El autor alemán explica el desarrollo de esta esfera en el marco del crecimiento de la sociedad burguesa. En este sentido, apuntará que "la esfera pública burguesa podría ser concebida como la esfera de la gente privada que se une como público" (p. 27). Habermas pone así el acento sobre la forma en que "el uso público de la razón", impulsado por las deliberaciones burguesas en los cafés o los salones literarios, permitió a la naciente sociedad civil tomar a su cargo la tarea crítica de control de las acciones gubernamentales (p. 51).

18 La minería de la plata, luego de su recuperación a finales del siglo XVIII, volvió a entrar en una profunda reducción a inicios del siglo XIX y se mantuvo así hasta la segunda mitad de esta centuria.

19 Situación que se expresa en una tasa de alfabetización de apenas el 16,6% en 1900 (Ayala, 2008, p. 435).

 

Recibido: febrero de 2020
Aceptado: marzo de 2020

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