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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.23 no.43 La Paz dic. 2019

 

Artículos y estudios

 

Geografías imaginarias: los múltiples espacios de la ciudad en la narrativa de Walter Montenegro

 

Imaginary Geographies: The Multiple Spaces of the City in Walter Montenegro’s Narrative

 

 

Javier Velasco Camacho*

 

 


Resumen1

En 1947, Walter Montenegro (1912-1991) publica su segunda colección de cuentos: Los últimos. Montenegro es un autor que narra la ciudad, y lo hace visibilizando dinámicas de desconexión en presencias sin unidad que denomina “últimos”. El carácter de esta construcción es profundamente vanguardista y hace de Los últimos una obra irrepetible: la escritura compone la imagen de la ciudad como una gran geografía de relaciones, lugares y presencias simultáneas que se articulan en la lógica espacial que propone la narración. Así, en los tres cuentos que analizo, este artículo desarrolla los múltiples espacios textuales al interior de la ciudad que describe Walter Montenegro.

Palabras clave: Los últimos, Walter Montenegro, narrativa boliviana.


Abstract

In 1947, Walter Montenegro (1912-1991) published his second collection of short stories: Los últimos. Montenegro is interested in the textual construction of the city, and he describes the process of social disconnections happening in groups without common purpose that he calls “últimos” (the last ones). The modality of this construction is genuinely avant-garde and makes Los últimos an unrepeatable work: the short stories construct the image of the city as a geography of relations, places and simultaneous presences that are articulated in the spatial logic proposed by Montenegro´s narrative. Thus, in the three stories I analyze, this article develops the multiple textual spaces within the city described by Walter Montenegro.

Key words: Los últimos, Walter Montenegro, Bolivian narrative.


 

 

1. Pensar espacialmente la ciudad desde el movimiento de la riada

En “El pepino”, una de las narraciones mejor conocidas de Walter Montenegro y que forma parte de la colección de cuentos Los últimos (1947), se describe, en la celebración del carnaval paceño, la “invasión” de la ciudad sobre el campo en la imagen de una “riada” que pone en fuga a su paso los rastros del mundo rural:

Disfraces y polleras de gala entremezclan su policromía llenando las calles que ascienden desde el corazón de la ciudad, hasta las manchas verdes y frescas que disputan, en retirada, los últimos privilegios del campo frente a la sórdida invasión urbana (...), con casuchas que semejan el primer avance de espuma sucia y de desperdicios que arrastra una riada (Montenegro, 2018, p. 268).

Desde la excesiva celebración de fin de carnaval que el cuento sugiere, en la que la policromía de disfraces, bailes y presencias llenan las calles, la narración construye la imagen de otra presencia igual de excesiva: la ciudad como línea ascendente2 y expansiva que le va disputando sus antiguos privilegios al mundo rural, que se esconde en retirada en la altura de sombrías elevaciones. El movimiento entonces, desde la imagen de la riada, es el de la violencia de un desplazamiento en líneas de calles ascendentes, lo excesivo de lo que espacialmente irrumpe, reorganizando a su paso las formas percibidas de una geografía urbana. La ciudad avanza, mientras el campo se retrae, y la imagen en su conjunto es la del espacio como algo vivo, en movimiento y cambio, como un participante dotado de agencia propia en la dinámica social del carnaval. La imagen que construye la cita carece de un centro dominando como único punto de referencia la distribución de las cosas: los disfraces y polleras están en las calles, y las calles, que son varias, trepan desde un antiguo punto que ahora se extiende, casas mediante, hasta las manchas verdes de las alturas de los cerros. El sentido que la narración construye, como una instantánea que ya no dirige su ojo autoritario hacia la evocación de un centro, de un pasado histórico o de una tradición, sino a la simultánea presencia de calles, casas y colores que se conectan espacialmente en el párrafo, es lo creativamente novedoso en la escritura de Montenegro. Es un lenguaje directamente interesado en inscribir textualmente la vitalidad del espacio habitado.

En la tradición narrativa boliviana de principios del siglo XX, se fue desarrollando una sensibilidad literaria interesada en el espacio circundante, en autores que veían el paisaje y el ambiente geográfico como el elemento constitutivo de sujetos e identidades (Francovich, 1956). La tesis andinista de Jaime Mendoza, por mencionar uno de ellos, es ilustrativa en la idea de considerar al “macizo andino central” como el lugar en el que convergen las energías vivas de la comunidad boliviana y la clave de su trascendencia futura (Diez de Medina, 1980, p. 261). Pero aún en estas referencias a la influencia de la geografía en lo social, la primacía del sentido temporal organizando a la sociedad boliviana daba cuenta de una imaginación que integraba subordinadamente el espacio a las determinaciones de un tiempo histórico perseguido. Muestra de ello es la llamada “mística de la tierra”3, que desde la literatura y el ensayo de la primera mitad de siglo pretendían ver “los procesos cósmicos y las influencias telúricas del Ande” predestinando al país a “una excepcional función histórica” (p. 88). El sujeto andino es visto como la proyección inmediata de un paisaje solemne y petrificado en el tiempo, que explica en su grandiosidad la evidencia de una realización futura latente, llámese ésta modernidad, elevación espiritual de los pueblos o construcción de la nación.

Sugiero que la literatura de Walter Montenegro plantea una visión de mundo desde coordenadas textuales distintas. En Los últimos, su segundo libro de cuentos y su trabajo mejor logrado, el espacio que construye la escritura deja de ser un simple contenedor de acciones, subordinado a la secuencia temporal-narrativa del relato, y se convierte en una presencia más en el mundo social que se muestra. Pero a diferencia de las sensibilidades geográficas de principios del siglo XX, el de la escritura de Montenegro no es un espacio inmutable y clavado en el tiempo, sino, como la riada, en movimiento y cambio, producido por aquello que Foucault ha denominado, en sus escritos sobre la categoría de espacio4, como el “habitus” de todas las prácticas sociales. Es decir, como el producto de una actividad, de un movimiento que integra relacionalmente todos sus elementos. Así, el espacio urbano, que es el motivo de atención en la narrativa de Montenegro, no es algo dado, sino el resultado de dinámicas sociales urbanas y de prácticas informales, institucionales, religiosas y festivas como es, en el caso de “El Pepino”, la celebración del carnaval.

Los personajes que introduce la narración corresponden a la complejidad de la época en que los cuentos fueron escritos5. Los últimos propone un mundo urbano como un “cerco asfixiante […] que encierra y atrapa a sus habitantes” (Echazú y Velasco, 2018, p. 32), habitado por una multiplicidad de presencias en dispersión de aspiraciones y proyectos. Los personajes de los cuentos son clases medias ansiosas de protagonismo político, antiguos ricos que se empobrecen en casonas que ahora son conventillos, pobres que devienen nuevos ricos y que viven carentes de refinamiento y sensibilidad. Se visibilizan, entre otros, un ejército de funcionarios que la época va gestando, la población de estudiantes y poetas pobres de férrea voluntad por trepar socialmente, y recoveras cuya aspiración es hallar el ascenso social de sus hijos (p. 31).

Las narraciones pueblan la urbe con grupos heterogéneos, carentes de consciencia alguna de unidad. Y aquí lo vanguardista de la escritura de Montenegro se muestra por el lado de los nuevos personajes en el horizonte de la narrativa boliviana que los cuentos proponen, pero fundamentalmente por el tema de una escritura que piensa espacialmente y diseña geografías de relaciones y sentidos colectivos unidos por una conexión urbana. La ciudad paceña es el elemento relacional y heterogéneo que articula estas presencias, en espacios como el de la habitación de estudiantes pobres, la oficina pública, el café donde se reúnen aspirantes a poetas, o las calles en las que se desarrolla el carnaval. Así, lo urbano es la experiencia social de los espacios simultáneos que lo ocupan, y más que en los secretos de una profundidad histórica, las conexiones colectivas se leen en términos de cercanías, distancias, recorridos, objetos y cosas que separan o acercan a los sujetos. Las narraciones van diseñando imaginarias geografías urbanas que componen las formas de una ciudad compleja, casi siempre indolente, y poblada por presencias solitarias.

Desarrollo entonces estas geografías urbanas que compone Montenegro en tres cuentos de Los últimos que he escogido para tal efecto, y presento el análisis de cada uno de ellos como breves secciones de un cuerpo de escritura que pretende la virtud de pensar espacialmente.

Hay sin duda en esto un interés del todo actualizable el día de hoy. Pensar espacialmente implica pensar identidades y procesos sociales en términos relacionales, como procesos en disputa y negociación constante. Rossana Barragán ha llamado a esto “espacios multidimensionales”6 que habitan a colectivos e individuos, en los que una variedad de escrituras y “centros” definen no armónicamente aquello que nos hace ser lo que somos. Una interesante manera de mirar que la innovadora escritura de Montenegro también, desde estas narraciones sobre el espacio de la ciudad, tempranamente propone.

 

2. La indolente ciudad: infraestructuras espaciales en el cuento “Maternidad”

“Maternidad” narra la historia de Juana González, quien es seducida por el joven Federico Arnillas, un estudiante de Derecho, mestizo de pocos recursos económicos y poeta sin obra, quien embaraza a la joven y luego la abandona bajo el argumento de no perjudicar el “brillante” futuro como intelectual que considera para sí mismo. Juana, que es hija de una chola y de un zapatero, trabaja para su madre en la tienda de la familia. El joven poeta la ha notado, y la observa persistentemente desde la esquina de la calle. Juana, consciente de los duros castigos que llegarán si el padre se entera de que alguien la observa, se refugia en el pequeño local comercial que atiende, tras el mostrador, escondida detrás de un par de botellas de cerveza que cierran el ángulo de visión del joven. Con el tiempo, Federico establece formalmente el contacto, y logra que Juana acepte verlo en la esquina de su casa, lugar que será reemplazado luego por el cuarto de estudiante de Federico, donde recurren por el miedo al castigo de los padres. En la habitación, la joven escoge, dentro de la pobre distribución de pertenencias del estudiante, una silla ubicada en el centro mismo de la pieza como el lugar desde donde escuchar los discursos de Arnillas sobre política y arte. La joven rechaza combativamente todas las invitaciones para reemplazar la rígida inmovilidad de la silla por la más generosa disposición de la cama, donde el estudiante la convoca a sentarse en la esperanza de vencer su resistencia. Un día, sin embargo, al llegar Juana a la habitación de Federico, la silla ha desaparecido (pues, supuestamente rota, el joven la ha mandado a arreglar), y a Juana no le queda sino la cama como única opción donde ubicarse. Federico termina venciendo todo recurso defensivo convocado. El encuentro sexual se produce, y la desilusión mayor que sobreviene al embarazo, el abandono y la soledad final de Juana se precipita irremediablemente. El cuento termina con la imagen de Juana, fuera del hospital donde ha dado a luz, sin el hijo ilegítimo que le ha sido arrebatado por una organización beata, sola en una inhospitalaria e indolente ciudad.

Como se ve, a la vez que el desarrollo temporal de una historia, este cuento se presenta poblado de lugares, y cada uno de estos lugares está constituido por cosas, objetos que parecen en un vistazo inicial no ser más que presencias decorativas en el armado de la historia, pero que vistos más de cerca son fundamentales para los intercambios y procesos que posibilitan. La habitación del estudiante es el perfecto caso en cuestión. Cuando Juana lo visita por primera vez, la narración nos muestra la imagen de un “estrecho recinto” (p. 255) en el que la única silla del mobiliario es el lugar escogido por Juana para sentarse, siempre cuidándose de los avances del joven. La única silla entonces es algo así como un resguardo defensivo, y la precariedad en la descripción de la habitación está diseñada para hacer valer su singular importancia. Sin la silla, Juana tendría que sentarse en la cama junto al estudiante, que al final compone una distribución más efectiva de las cosas en la habitación para vencer la resistencia de la joven. De esta manera, la presencia material de la silla, y luego su ausencia para ser reemplazada por la cama como lugar de contacto de cuerpos, más que todos los alegatos utilizados por Federico, es lo fundamental, definiendo la forma, y por ende, digamos, el resultado del encuentro entre los jóvenes.

Así, Montenegro nos invita a recuperar el detalle como causa estructural, aquello que no se toma en cuenta hasta que se hace evidente su falta, a capturar el valor de todas aquellas intervenciones materiales en el espacio físico y que condicionan los niveles, dinámicas y la profundidad de los intercambios subjetivos en los que nos involucramos.

Podemos decir entonces que la silla es una presencia casi invisible si no caemos en la efectividad de su función. Propongo que la silla en el cuento es “infraestructural”, en el sentido en que Brian Larkin (2016) define la infraestructura: como formas físicas que, operando desde cierta invisibilidad y por debajo de las cosas, facilitan el flujo de personas, ideas y sensibilidades al interior de un sistema espacial de relaciones. Toda “infraestructura”7, según el autor, es una intervención material al interior del espacio público que afecta la forma cómo pensamos, experimentamos y vivimos el espacio personal y colectivo. En lo esencial, las infraestructuras son “cosas” que mueven otras cosas, y por ello tienen fundamentalmente una importancia relacional pues, a la vez que conexiones materiales, son constitutivas de lazos colectivos y afectivos que luego configuran todo un orden social.

De esta manera, y volviendo al cuento, dos conclusiones preliminares pueden establecerse de esta observación: primero, la silla es una presencia infraestructural, y afecta la distribución espacial de la habitación. La silla es lo que autoriza distintos tipos de acercamiento y distintos niveles de intimidad (lo permitido, regulado por la joven). Y segundo, la intimidad sexual finalmente alcanzada, que en la “victoria” de Federico sobre la voluntad de Juana repone la coherencia de cierto orden social (la del cuerpo masculino, mestizo, educado y culturalmente dominante que finalmente se impone), está íntimamente ligada a una coherencia espacial específica posibilitada por esta aparentemente inocente infraestructura. Así, la silla transforma el espacio físico de la habitación del estudiante en un espacio social, que afirma y reproduce los juegos de exclusiones y jerarquías en razón de clase, educación, género y pertenencia étnica de la sociedad boliviana.

Pero la habitación del estudiante no es el único espacio que el cuento propone para leer el carácter relacional de la sociabilidad de su tiempo. La tienda de la familia, por ejemplo, “un pequeño almacén de abarrotes en que se vendía cerveza, pan, cigarrillos y conservas baratas” (p. 247), es el caso en cuestión. Juana, que tiene la costumbre de pararse en la puerta de la tienda, se da cuenta de las frecuentes miradas de Federico, lo que genera la “honrada” respuesta inicial de la joven de esconderse tras el mostrador de la tienda. Así, esta tienda es el espacio que permite la pura relación comercial, de intercambios de unos cuantos pocos y contados bienes, mientras niega cualquier otro tipo de acercamiento personal. Y esto es profundamente llamativo, pues uno de los motivos más recurrentes en la literatura boliviana, algo así como una poderosa infraestructura de sociabilidad, ha sido la “tienda”. La “tienda” es la otra denominación de la “chichería”8 en el campo y en la ciudad, espacio de relacionamiento comercial sí, pero también de conexión entre presencias “distintas” (en razón a diferencias de clase, origen étnico o cultural), y pródiga en intercambios materiales y afectivos combinados en la productividad de la alegría festiva y la embriaguez. En la “tienda” tradicional de la literatura “costumbrista”, la comercialización de bebidas alcohólicas, sobre todo chicha y licores, es el evento disparador del encuentro, mientras que en Montenegro pasa precisamente lo contrario. El mostrador en la tienda es refugio que esconde a la joven, e impide el cruce de miradas (cerrando radicalmente toda forma de comunicación) al interior de un espacio como clausura de vínculo alguno que no sea el estrictamente comercial. Espacio precario de bienes y de afectos, lugar de sospecha y silencios, la tienda es la construcción espacialmente definida de un modelo de sociabilidad como encierro e incomunicación.

Al final de la narración, después del abandono familiar que sobreviene a causa del embarazo, desprovista de cualquier tipo de ayuda o compañía, Juana da a luz en el hospital un hijo que no podrá conservar, debido a la condena social alrededor de la idea de ser madre soltera. Cuando Juana sale del hospital, la narración nos ofrece una imagen de la ciudad como lugar poblado de presencias apuradas, indolentes e inconexas, como respuesta al sentimiento de soledad y desesperanza que la joven siente en aquel momento: “Se detuvo en la puerta del hospital. El sol brillaba deslumbrante, las gentes transitaban apuradas, y había en el aire un rumor de apremiantes bocinas de automóviles, ladridos de perro y voces humanas. (…) Levantó su pequeño atado, echó a andar” (p. 265). Juana compone el paso y empieza a caminar sin rumbo alguno, sumergiéndose una vez más en la ciudad que la mira desde su propio frenetismo en un desinterés absoluto por la suerte de la joven.

Así, la ciudad se muestra como un lugar extraño, habitado por presencias ajenas y lejanas. Es una ciudad indolente, que aparece al final del cuento como la extensión de la experiencia personal que ha vivido la protagonista. Pero esta experiencia ha sido construida a lo largo de un recorrido, el de Juana ensayando acercamientos materiales y sensibles desde espacios no dispuestos para el acercamiento real, efectivo y emocional de cuerpos: la habitación del estudiante, la tienda familiar, el hospital. La ciudad, posibilita ver el cuento, es la experiencia social de las relaciones que ocurren en los espacios que la componen y las dinámicas que estos espacios abren, modifican o clausuran.

 

3. La ciudad de los funcionarios: el espacio de la oficina burocrática en “Los últimos”

La indolente ciudad que es producida en “Maternidad” se reafirma en el espacio de la oficina pública, uno de los lugares característicos del armado urbano paceño y centro de atención del siguiente cuento que analizo.

La vida gris y sin sobresaltos de un oficinista de bajo rango es la que se desarrolla en el cuento de Montenegro que da título a la colección: “Los últimos”. Inocencio Juan es un burócrata, un segundo contador en una oficina de gobierno que desarrolla con monotonía su trabajo ingresando cifras al libro mayor de contabilidad de la oficina, al que lo ata, como prueba de su dependencia absoluta, “una especie de cordón umbilical” (p. 148). Este burócrata, que articula su docilidad oficinesca con la resignación a la pobreza y a la rutina de marido y padre, lleva una vida de repeticiones que alcanza el día de su repentina enfermedad y muerte su único sobresalto. Un día de trabajo como cualquiera, al protagonista parece asaltarle la enfermedad que lo alejará de este mundo. Sin saber exactamente por qué, o de qué, el protagonista muere, y se va sin haber alcanzado en vida trascendencia alguna.

Las referencias espaciales al interior de la escritura del cuento son abundantes. Y comienzan en el mismo título que Montenegro le ha dado al cuento y que también nombra a toda la colección: “Los últimos”. El título funciona como una muy bien lograda metáfora social producida desde las coordenadas espaciales que sugiere. Como en un conjunto de presencias ordenadas donde se ocupa el lugar final, el “último” es un lugar de enunciación referido a un espacio en el que “no hay otro más”, y por tanto, la palabra inevitablemente connota una fuerte idea de aislamiento y soledad. Pero referirnos a alguien como “último” lleva implícita una definición social que funciona por medio de un mecanismo de exclusión; no hay “último” en un espacio no colectivo, y por tanto ser el “último” se vuelve una relación social determinada por mecanismos de aparición y visibilidad. Si llevamos esta metáfora a su connotación plural y colectiva: “los últimos”, hablamos entonces de desconexiones que se vuelven plurales, convirtiéndolas en la manifestación expansiva del hecho social. Hay condiciones que aíslan y separan a los sujetos, determinaciones institucionales como condición de alienación operando al interior de una bullente modernidad urbana. Y a ellas se refiere precisamente la escritura de Montenegro.

En la narración, un día Inocencio enferma y al poco tiempo muere. A pesar de que nunca sabemos la verdadera causa de la muerte del funcionario, el reproche que a sí mismo se hace el protagonista por faltar a su responsabilidad burocrática nos da luces sobre lo que sucede: “Estoy perdiendo la moral, se dijo angustiado; pero, cosa extraña, ni tan grave reflexión fue capaz de hacerle reaccionar de aquella ausencia de sí mismo” (p. 147). Así, Inocencio Juan ha llegado a un punto en que su mismo ser se comprende como algo ajeno y extraño, “ausente” de sí mismo. El protagonista es la manifestación de un proceso de alienación que lo ha separado de su mundo inmediato.

De este modo, la verdadera desgracia en la vida del protagonista no parece ser la muerte misma, que incluso se presenta como un escape a su mundo de pobreza y fatigas, sino la forma como la narración nos presenta el sigiloso proceso de su enfermedad, que, más que con una razón física, tiene que ver con una actitud hacia la vida: el acto mismo de existir parece en este sujeto un evento siempre ajeno a su voluntad e intervención. Sus poco efectivos galanteos amorosos son una buena prueba de ello. No deja de ser llamativa la narración sobre los primeros ensayos de intimidad en el noviazgo del burócrata con quien se convertirá luego en su esposa:

Ella reclinó la cabeza sobre el hombro de Inocencio Juan, que experimentó una desconocida sensación, como si su sangre hirviese en menudas burbujas a lo largo de todo su cuerpo. Cerró los ojos, y de pronto le asaltó la noción de que su mano subía por el brazo de ella (…) avanzando con la temblorosa cautela de un ciego que se aventurase por una ruta extraña (p. 146).

Al final del episodio, el avance tiene que ser reprimido porque la tibieza del cuerpo de ella rehúye al contacto helado de los dedos de él, y la pareja queda avergonzada y en silencio mientras Inocencio Juan piensa en el “privilegio de los animales que sólo aman en primavera, y en el amor de los hombres que desconoce el calendario” (p. 146).

La impericia del amante se debe entender en este caso en la afirmación del contacto con el cuerpo de ella como el recorrido de una “ruta extraña”. Hay más que un defecto de conocimiento cuando se percibe el mundo como “extraño”, y más bien se explica como la falla de no integrar la presencia de un “otro” en el campo de la experiencia personal, de restituir un orden que tiene en la correspondencia relacional de las cosas su coherencia rectora. Por eso, cuando Inocencio Juan se refiere al contacto con su compañera como “extraño”, enuncia su propia imposibilidad de generar con ella un vínculo más allá de sí mismo, y al así hacerlo, enuncia el tamaño de su propia soledad. Y esta soledad es el resultado de esta forma de mirar y comprender los eventos más cotidianos de la vida como “una tristeza de paisaje de otro mundo” (p. 145).

Sugiero que esta falla constitutiva del mundo de Inocencio debe ser explicada desde el espacio de la oficina. Inocencio Juan no reconoce otro ambiente que no sea el de la oficina, al que está atado por medio de “un cordón umbilical”, como refiere la narración que representa la conexión entre el protagonista y el libro de contabilidad. Tras 25 años de trabajo, la oficina se ha convertido para Inocencio en una relación casi natural con el mundo, como si hubiese existido incluso antes que su propio nacimiento al mundo social. El cordón umbilical representa el absoluto grado de dependencia del funcionario respecto a su trabajo como escribiente que le ha delegado la oficina. Una especie de conexión original, el trabajo como contador público es el único centro que el burócrata reconoce como explicador de su labor y de su identidad.

Max Weber (1978) es uno de los primeros autores que ha señalado las consecuencias alienantes de la burocracia moderna. Su eficiencia, que Weber considera necesaria para el desarrollo de las colectividades institucionalizadas, depende de personas, miembros activos de la colectividad, definiendo el funcionamiento del aparato estatal por medio de escritos y papeles. Pero el riesgo viene cuando el espacio burocrático empieza a funcionar por sí mismo, por sobre la libertad crítica del individuo e independientemente de la intervención activa de las personas. Hay riesgo cuando el despachar papeles se vuelve la razón de la actividad en sí misma y no una creativa mediación con el mundo social.

Hay una relación inseparable entre la alienación y las instituciones modernas que la producen. Para Marx, alienación y extrañamiento, que pueden ser entendidos como sinónimos, son el resultado de las sociedades modernas en las que el individuo, alejado de los sistemas sociales de relaciones que lo componen, comienza a percibir su entorno como la aparición de presencias inconexas.

Así, la persona alienada se convierte en una “abstracción”. Marx utiliza esta palabra para referirse a cualquier componente que aparece “aislado” del todo social (Ollman, 1976, p. 134). El sujeto, ajeno al producto de su propio trabajo y a su relación con otros sujetos, empieza a internalizar esta ajenidad como parte constitutiva de su ser, en un proceso que alcanza un punto “infeccioso” (p. 132) en el momento en que incluso entre sujeto y “especie humana” se rompe la natural correspondencia. Romper el lazo con la “especie” significa dejar de ver en las capacidades del humano su relación ventajosa frente a otros animales. Significa ignorar la capacidad de “crear” más allá de las necesidades de la demanda inmediata. Porque sólo el ser humano está capacitado para crear, entre otras cosas, belleza, y darle a la vida otro contenido que el simplemente funcional, el grado de alienación que restringe al sujeto de esta posibilidad propia de su voluntad es percibida como una “enfermedad de la naturaleza”.

Volviendo a la narración, el burócrata protagonista es un hombre enfermo. El oficinista es un enajenado que envidia “el privilegio” de los animales que no tienen que amar sino en primavera, como si el atributo humano de amar, crear, producir goce y belleza fuera más bien una carga de la que le gustaría liberarse, así como los animales, que sólo por temporadas ejecutan una mecánica función. Así, la ruptura del lazo entre ser humano y especie que el cuento sugiere, y que es mucho más fuerte en la idea del cordón umbilical que conecta al protagonista con una cosa muerta como el libro de contabilidad, es la manifestación de un modo de vida “infecto”. Y esta infección es el producto de espacios institucionales que no permiten la labor creativa de los individuos, cuyo repetitivo trabajo ha perdido toda correspondencia con el mundo social al que se deben.

En la narración de Montenegro, el burócrata es la expresión de cualquier tipo de creatividad clausurada en el ambiente de trabajo: el sujeto se vuelve una extensión del espacio institucional y no su momento de origen. De esta forma, este mundo de papeles al que se halla atado Inocencio Juan ha integrado a su sujeto de manera absoluta. Así, más que la tragedia personal que le toca vivir a Inocencio Juan, es el lugar de su actividad el que la narración señala como el generador de su intrascendente vida y su extraña muerte. Inocencio es la imagen de los “últimos” urbanos habitando la ciudad porque en ella existen espacios institucionales que definen esta condición. Y si en “Maternidad” la soledad de la protagonista era el resultado de espacios relacionales que construyen la indolencia e incomunicación de los sujetos, aquí la oficina es el espacio que impide y clausura el carácter relacional de la vida social. El oficinista de Montenegro es un sujeto enfermo que muere por la infecciosa naturaleza de la oficina como espacio constitutivo de su identidad social.

 

4. La ciudad de la fiesta: los recorridos del “pepino” en el espacio urbano del carnaval

Quiero volver al cuento “El pepino” en este subtítulo final. El cuento, uno de los más conocidos de Montenegro pero que no ha sido objeto de mucho análisis, es valioso para explorar las dinámicas del carnaval urbano, pero, sobre todo, y es lo que me interesa en esta parte, analizar la dinámica de recorridos y la relación entre espacios sociales que implica el jugueteo burlesco de este personaje del carnaval paceño.

“El pepino” es un cuento ambientado en los festejos del carnaval que se produce en la zona del cementerio de La Paz de los años 40. Narra la historia de este personaje, el pepino, un héroe anónimo y bufonesco, que recorre las calles de la zona del cementerio y se mezcla con las muchedumbres para divertir, bailar y beber mientras la población despide el carnaval en un ambiente de celebración general. El pepino, luego de jugar con los niños, asistir a una mujer que está siendo golpeada por su pareja y de embriagarse con un policía, encuentra un grupo de indígenas que lleva a cabo su propio festejo apartados de la muchedumbre carnavalera. Ya borracho, intenta aprovecharse de una joven indígena, atrevimiento que será al final la razón de su muerte.

El cuento, en una de sus interpretaciones, ha sido leído desde su clave cultural en la relación entre pepino y mestizaje. El pepino, que es hijo del carnaval y de madre desconocida (p. 8), es un personaje ambiguo de orígenes inciertos. Ese incierto nacimiento precisamente lo convertiría en una manifestación alegórica del mestizo andino, identidad cultural que, en sus orígenes, al igual que el pepino, es producto de uniones no reconocidas y que, transitando siempre dos mundos (el criollo y el indígena) pudo desarrollar las habilidades para convertirse en la identidad cultural rectora de la vida social boliviana (Echazú y Velasco, 2018, p. 48).

Según el análisis mencionado, el pepino tiene la capacidad de transitar espacios de sociabilidad articulados en la alegría festiva del carnaval. Así, en la narración de Montenegro, el pepino es un personaje que regala risas y alegría, pero que fundamentalmente en su tránsito compone una geografía imaginaria del carnaval, desde las distintas relaciones de grupos y personas que lo componen. Desde este recorrido, el carnaval deja de ser la sola manifestación del tiempo de la risa y de la reversión temporal de los órdenes de la ley y de la tradición (el espacio público tomado por el baile y la embriaguez, la policía que no transmite autoridad alguna y que es motivo de burla, etc.). El carnaval se convierte en un mapa de presencias simultáneas que componen la compleja textura que simboliza el mundo urbano andino de la época. Veamos esto con un poco más de detalle:

El recorrido carnavalero del pepino comienza en un lugar incierto, cuando en medio de la celebración generalizada, un camión que transportaba mercancías e indios ha dejado olvidado al pepino, que ya no logra subirse al retornar a él. De allí, el pepino se incorpora con rapidez en el ambiente de la generalizada fiesta, que empieza a recorrer mezclado entre la muchedumbre, y siempre “seguido de su inevitable cortejo de niños que iban gritando detrás de él” (p. 268). En su avance juguetón y burlesco, el pepino pasa por donde se encuentran grupos de cantores tocando sus guitarras mientras ramilletes y ajtapis son colocados encima de los sembradíos. Más allá, “llamó su atención un alboroto producido en una estrecha callejuela lateral que ascendía tortuosamente hacia el cerro” (p. 269). El pepino, siempre un honorable bufón, no puede evitar intervenir en la desigual pelea de un hombre, un borracho de “imponentes zapatos amarillos” que golpea a su esposa, una india que soporta indefensa la arremetida del marido. Su siguiente parada, luego de recuperarse del golpe recibido de la india a quien defendía, es “un tenducho en que se vendía pisco y cerveza y del cual salían borrachos en busca de rincones propicios para sus desahogos” (p. 271). En la tienda, a la que ha entrado con un policía ebrio que ha olvidado la responsabilidad del uniforme para dejarse atrapar por el exceso festivo, el pepino se demora algún tiempo, y una hora más tarde sale, ya casi al anochecer, cuando la fiesta afuera declinaba “en un confuso rumor de cantos, guitarras, gramófonos chillones y bocinas de automóviles que se abrían paso entre la masa compacta” (p. 271). Finalmente, la última parada, y donde el pepino encontrará su fortuita muerte, es calle arriba, en “un punto desde el cual, detrás de un pequeño muro de barro, llegaba la música de sicus y bombos de alguna comparsa de danzantes” (p. 272).

Como se puede ver, el recorrido por el espacio físico en el que se desarrolla el carnaval es también un recorrido sensorial. La narración nos lleva por calles, tiendas y muros, pero también por sonidos, presencias y colores. Integrando en el espacio del festejo, entre otros símbolos, camión, gramófonos, ajtapi y policía, la narración construye el detalle de una estructura social que, no poco conflictivamente, integra modernidad, cultura comunitaria y Estado, y da cuenta así de los complejos sistemas de relaciones que van conformando las identidades de la época. El gramófono es símbolo de modernidad, y emite sus sonidos chillones en disputa con la música de guitarras que componen canciones alrededor del cementerio. El camión, símbolo de la conexión infraestructural y económica entre ciudad y campo, comparte el espacio de grupos de personas organizando el ajtapi, la antigua tradición comunitaria en la que se comparte colectivamente el alimento.

Así, como lo ha mostrado el análisis de Echazú y Velasco (2018), la fiesta en Montenegro es fundamentalmente congregativa, pero no produce la unidad de conjuntos de participantes tan diversos. Y es precisamente lo que muestra el tránsito de este “alegre bufón”. El carnaval es un espacio de múltiples centros, que se configuran no necesariamente desde una disposición geográfica sino desde los bailes, risas y peleas que se dan como manifestación de intercambios, negociaciones y conflictos entre personas o grupos que ocurren. El recorrido del pepino es al final una nueva forma de comprender el espacio urbano. Más allá de la tradicional organización en damero alrededor de un centro único que instituyó el régimen colonial, ahora se entiende lo urbano desde donde ocurren los nudos de relaciones sociales, y de allí la posibilidad de imaginar el espacio urbano como la confluencia, no yuxtapuesta sino concurrente, de varios espacios funcionando al mismo tiempo.

La muerte del pepino se da al cruzar el límite urbano que separa la fiesta con la oscuridad del campo. El pepino aparece muerto luego de cometer el atrevimiento de querer forzar a una india que servía licores a los danzantes, para lo cual la persigue “fuera del límite de las luces rojizas, cuesta arriba, hacia el cerro” (p. 273). Así, la afrenta ocurre en los espacios más allá de los límites que separan la frontera de la tierra (aquello que ha marcado en su avance la riada) con otro territorio de “sombras azulosas” desde las que, a lo lejos, la ciudad es “sólo señal minúscula” de la existencia de otro mundo “remoto y lejano” (p. 272). En esta intrusión, la geografía urbana se ha agotado, y lo que queda es un paisaje que no se describe, pues la narración sólo señala su carácter de “sombra”.

De esta manera, se puede ver la imposibilidad de la escritura para dar coherencia a este nuevo escenario al interior del límite que el pepino ha cruzado. Este escenario incomprensible, poblado de presencias “siniestras” como lo afirma la narración, marca el límite del espacio urbano, y con ello, de su lógica interpretativa para integrar distintas presencias en un conjunto humano que componga la ciudad. El mundo indígena que queda fuera del avance urbano es todavía, nos dice Montenegro, un mundo inaccesible que resta interpretar. Y no deja de haber en ello cierta capacidad visionaria que se prueba desde la realidad sociopolítica actual: si lo social es el carácter relacional de un espacio con multiplicidad de centros y espacios interiores, no ha sido sino una mezquina pretensión histórica la de tratar de dar al indígena el carácter de un conocimiento estable y permanente en el tiempo.

Así, la narración de Montenegro muestra, en los cuentos que he seleccionado para el análisis, pero en un ejercicio que ocurre en la generalidad de las narraciones en Los últimos, múltiples territorios sociales componiendo la estructura de la ciudad. De esta manera, el gesto vanguardista de la escritura en Los últimos rompe con el grueso de la tradición narrativa de su época, que buscaba dar cuenta de procesos sociales desde explicaciones que acudían a tiempos remotos, la referencia a la historia o a algún lugar de la tradición. Al hacer de la ciudad el espacio discursivo elegido para contar las historias, hay sin duda un gesto innovador respecto a, por ejemplo, la literatura costumbrista de la época que planteaba el retorno al campo como escenario de nuevos significados colectivos. Ocurre de igual manera con los personajes que los cuentos introducen: clases medias de pocos recursos, grupos de funcionarios, estudiantes y empleados urgidos por escalar socialmente, pero existiendo de forma precaria, atrapados en trabajos monótonos y repetitivos al interior de una sociedad fuertemente estratificada donde los “últimos” jamás podrán ser los primeros. Y Montenegro organiza estas presencias en una escritura que tiene la virtud de pensar espacialmente, y compone así un mapa imaginario que va dibujando las distancias, recorridos y continuidades que componen textualmente la imagen de una ciudad que se entiende desde la soledad y encierro de todos los “últimos” que la habitan.

 

Notas

* Universidad de Oregon (EEUU)

Contacto: jvelasco@uoregon.edu

1 Este artículo es una elaboración de la lectura presentada por el autor durante la presentación de la edición de los libros de cuentos de Walter Montenegro en La Paz, en septiembre de 2018.

2 La ciudad de La Paz es un asentamiento geográfico particular. Construida sobre una quebrada rodeada por montañas, varios puntos de la ciudad no crecen sino hacia arriba, trepando los cerros en pendientes verticales donde casas y caminos han sido abiertos.

3 Francovich identifica la escritura de la fuerza de lo telúrico con autores como Roberto Prudencio, Fernando Diez de Medina, Humberto Palza y otros. Sin embargo, esta tendencia escritural no es un episodio aislado en la historia intelectual boliviana, sino que tiene raíces más profundas que conectan el movimiento con figuras fundacionales como Franz Tamayo y Jaime Mendoza, entre los más sobresalientes.

4 Foucault es uno de los nombres fundamentales en la teoría social para el desarrollo de lo que se ha denominado en la escuela anglosajona como “critical human geography”. Sus observaciones más brillantes sobre el espacio como categoría de análisis vienen de charlas académicas y entrevistas que el autor dio a lo largo de su vida pública. En 1986 se reedita, luego de casi 20 años, Of other spaces, una colección de notas de conferencias en las que Foucault desarrolla su pensamiento sobre el espacio moderno. La tesis fundacional de Foucault, y que lo convierte en uno de los autores más importantes para pensar este tema junto a Henri Lefebvre, es la naturaleza socialmente construida de espacios culturales, institucionales y discursivos, en los que los sujetos desarrollan su existencia. Para mayor referencia sobre el espacio como categoría de análisis, se pueden revisar también el trabajo fundacional de Henri Lefebvre, The production of space; y la bibliografía de los llamados “geógrafos marxistas”: Edward Soja, Postmodern Geographies; Doreen Massey, For Space; y David Harvey, Social Justice and the City.

5 La literatura de Walter Montenegro, que se desarrolla en los años 30 y 40, responde a la particularidad de una época en la que el lenguaje literario reclamaba nuevas inscripciones. Montenegro escribe Los últimos en una época de inflexiones políticas y reorganizaciones discursivas. El segundo cuarto del siglo XX fue el momento de agotamiento de los grandes discursos sociales que se habían generado a finales del siglo XIX y principios del XX. Como desarrolla Salvador Romero (1998, 2009), el positivismo había entrado en una irrecuperable crisis y el discurso liberal iba siendo reemplazado por un nacionalismo que se vuelve dominante después del Chaco. El anarquismo, que había tenido su época de esplendor durante los años 20, estaba en franca retirada. La Guerra del Chaco y el dramático fin del gobierno de Villarroel significaban un retroceso en el progresivo camino de las democracias sociales. La hegemonía cultural y política de las élites criollo-mestizas estaba siendo puesta en entredicho, pero sus contrapartes sociales (clases medias cholas y nuevas burguesías urbanas) aún no articulaban su presencia desde la idea de un modelo de país salido de ellas mismas. Montenegro no se integra en ninguno de los discursos que van naciendo o se van rehaciendo.

6 La autora introduce esta idea en un artículo del 2006 titulado “Más allá de lo mestizo, más allá de lo aymara: organización y representaciones de clase y etnicidad en La Paz”

7 Aquí es necesaria una breve aclaración categorial: el término “infraestructura” no deriva directamente de su conocida referencia marxista a la base productiva de toda estructura social capitalista. La categoría de infraestructura que utilizo aquí nace de la antropología, y es una herramienta que busca analizar la correspondencia entre los distintos elementos que intervienen en todo proceso social. Por su carácter relacional, cualquier elemento de una dinámica colectiva humana puede ser infraestructural, siempre y cuando intervenga como parte de un canal que permita el movimiento de formas culturales. La categoría de infraestructura está teniendo cada vez más desarrollo, aunque su aplicación más fuerte sigue viniendo de estudios antropológicos aplicados al contexto postcolonial africano y asiático. Los trabajos de autores como Brian Larkin, Dominic Davies y Keller Easterling van en esa dirección. Otros autores como Penny Harvey y Daniel Nemser han ensayado recientemente originales lecturas para el caso latinoamericano.

8 Lugar tradicional, sobre todo en la literatura costumbrista, de venta de “picantes” (platos de comida regionales) y chicha, que es una bebida hecha en base al fermento del maíz, muy popular sobre todo en el mundo festivo cholo.

Recibido: julio de 2019
Aceptado: septiembre de 2019

Referencias

1. Diez de Medina, Fernando (1980). Literatura boliviana: introducción al estudio de las letras nacionales del tiempo mítico a la producción contemporánea. La Paz: Los Amigos del Libro.         [ Links ]

2. Echazú, Alejandra y Javier Velasco (2018). “Estudio preliminar”. En Walter Montenegro. Cuentos (pp. 11-52). La Paz: Plural.

3. Francovich, Guillermo (1956). El pensamiento boliviano en el siglo XX. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.

4. Foucault, Michel (1997). “Of Other Spaces: Utopias and Heterotopias”. En Rethinking Architecture: A Reader in Cultural Theory (pp. 330-336). New York: Routledge.

5. Larkin, Brian (Agosto, 2013). “The Politics and Poetics of Infrastructure”. Annual Review of Anthropology (42), 327-343.

6. Montenegro, Walter (2018). Cuentos. La Paz: Plural.        [ Links ]

7. Ollman, Bertell (1976). Alienation. Marx’s conception of man in capitalist society. Cambridge: Cambridge University Press.

8. Romero Pittari, Salvador (2009). El nacimiento del intelectual. La Paz: Garza Azul.        [ Links ]

9. ---------- 1998). Las Claudinas: libros y sensibilidades a principios del siglo en Bolivia. La Paz: Garza Azul.        [ Links ]

10. Soja, Edward (1989). Postmodern Geographies. The Reassertion of Space in Critical Social Theory. London: Verso.        [ Links ]

11. Weber, Max (1978[1921]). Economy and Society. Berkeley: University of California Press.        [ Links ]

 

 

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