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Revista Ciencia y Cultura

versão impressa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.22 no.41 La Paz dez. 2018

 

Artículos y Estudios

 

Imágenes de la diferencia en el cine boliviano

 

Images of Difference in Bolivian Cinema

 

 

Sergio Zapata P.*

 

 


Resumen

Desde 2011 se producen en Bolivia películas con contenidos que apelan a la diferencia étnico-cultural y de género. Estas producciones cinematográficas se adscriben a esquemas de producción independientes y autogestionados, lo cual abre la posibilidad de generar obras autónomas e incluso autorales. Las películas son parte de la cultura visual y pertenecen a un régimen escópico, el cual se halla dentro de un escenario agonístico, es decir, un campo de conflicto e interacción constante por el registro y la producción de significados culturales, lo que irremisiblemente lo sitúa como un campo de batalla. Un objeto en disputa en el cine boliviano es la identidad y las políticas de representación de la diferencia. Para poder analizar este fenómeno se estudian las películas Linchamiento (Ronald Bautista, 2011), La chola condenada por su manta de vicuña (Walter y Jaime Machaca, 2012) e Ivy Maraey (Juan Carlos Valdivia, 2012). Estas tres ficciones, con modos de producción distintos, esquemas de distribución y ambiciones al interior del campo cinematográfico diferentes, ofrecen un panorama amplio sobre la modificación de las políticas de representación de la diferencia étnico-cultural y de género en el cine boliviano contemporáneo. Para ello se identificará la política de la representación de la diferencia desde el espacio cinematográfico y el territorio, en un primer momento, y luego la otredad trasladada al campo de las visualidades, señalando elementos de ruptura y/o continuidad en el cine producido en Bolivia en la actualidad respecto a periodos anteriores.

Palabras clave: Diferencia, otredad, cine boliviano, políticas de la representación, espacio cinematográfico.


Abstract

Since 2011, there are films being produced in Bolivia with content aiming to show ethno-cultural and gender difference. These cinema productions are independent and self-managed production schemes. This characteristic opens up the possibility of creating autonomous and even personal works. Films form part of visual culture and belong to the scopic field, which finds itself in an agonistic sphere; that is, a space of continuous conflict and interaction in the making and production of cultural meanings, which is inevitably a battlefield. A topic of dispute in Bolivian cinema is the identity and principles of representing contrasting differences. The films studied for analyzing this phenomenon are Linchamiento (Ronald Bautista, 2011), La chola condenada por su manta de vicuña (Walter and Jaime Machaca, 2012) and Ivy Maraey (Juan Carlos Valdivia, 2012). These three fictional films, with varying production modes, distribution schemes and ambitions within the sphere of cinema, offer a wide perspective on the modification of the principles of representation of ethnocultural and gender differences in contemporary Bolivian cinema. Identified for this firstly is the representation principle of differences based on the cinema and territorial spheres, and then otherness taken to the visual field, indicating the elements of severing and/or continuity of films presently produced in Bolivia in relation to prior periods.

Keywords: contrast, otherness, Bolivian cinema, principles of representation, sphere of cinema.


 

 

1. Introducción

La segunda década que va del siglo, la cinematografía en Bolivia asiste a cambios importantes: incorporación de nuevos contenidos, ampliación del mercado en el consumo de películas y nuevos modos de producción, además de una creciente descentralización del fenómeno cinematográfico, generando múltiples y diferentes maneras de hacer, consumir y distribuir películas, Linchamiento (Ronald Bautista, 2011, Bolivia), La cholita condenada por su manta de vicuña  (Walter y Jaime Machaca, 2012, Bolivia) e Ivy Maraey (Juan Carlos Valdivia, 2013, Bolivia) son tres piezas que nos acercarán a estos fenómenos.

Para la presente investigación se privilegiará la cultura visual en tanto “teoría social de la visualidad, centrándose sobre lo que se visibiliza, quien ve qué y cómo se interrelacionan la visión, el conocimiento y el poder” (Bal, 2016: 42), pues los actos de la mirada están cruzados por pensamientos, juicios e imágenes, los cuales consideramos atraviesan la producción y la recepción de las tres películas a ser analizadas. Además, comprendemos que las producciones cinematográficas se insertan en un campo en disputa por valores nuevos, por lo que trabajaremos la noción de política agónica y construcción de hegemonía de Chantal Mouffe (2014).

Para esto trabajaremos las nociones de diferencia cultural, régimen escópico, políticas de la representación y otredad. Nos acercamos al análisis fílmico en tanto desglosa las piezas plano por plano, privilegiando el análisis del espacio cinematográfico expuesto por E. Rohmer (2000), quien establece la tipología del espacio en: espacio pictórico, espacio arquitectónico y espacio fílmico. Sólo de esta manera nos podremos acercar a la noción de territorio mediante la operación del paisaje, un tropo identificado por R. Stam y E. Shohat (2002).

 

2. El tema de la identidad nacional

En los estudios sobre cine boliviano es recurrente el tropo identidad nacional, sea en la deriva de la diferencia étnico-cultural, como acentúan Mesa (2018), Gumucio (2018) y Banegas (2017) a favor de un relato unidireccional hacia la constitución y pervivencia del Estado-nación, sea en la deriva critica expuesta por Espinoza y Laguna (2009), en tanto el cine es constructor de subjetividades que merman o al menos cuestionan el proyecto hegemónico del Estado nacional mediante la introducción de formas y contenidos nuevos y contrarios. En este sentido, Mariaca atiende al cine como producción cultural en tanto “produce sentido de la diferencia” (Mariaca, 2014: 12).

La representación de la identidad nacional se encuentra desde el periodo silente del cine boliviano, en Wara Wara (José María Velasco, 1930) y por supuesto en las cintas de la productora Bolivia Films, fundada en 1948 por Kenneth Wasson y que produjo en 1953 la exitosa Vuelve Sebastiana (Jorge Ruiz, 1953), donde se encuentran las marcas visuales que gobernarán las formas de representación y construcción de la otredad por el Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB), fundado en 1953 por el Gobierno, cuyo director será Jorge Ruiz de 1956 a 1964. En este periodo, el “miserabilismo del indígena” se constituirá en un elemento fundamental en la construcción visual y narrativa del periodo nacionalista (Rivera, 2015).

Con el cine indigenista, como se lo denomina, es que asistimos a la puesta en evidencia de la otredad y la difusión de la agenda de las dos Bolivias, planteamiento del movimiento katarista, desde el manifiesto de Tiwanaku hasta La nación clandestina (Jorge Sanjinés, 1989). De manera paralela, el “cine posible” se apartará de los enunciados políticos del cine indigenista, también llamado cine político, al cual se lo adscribe nítidamente con los enunciados del tercer cine (Solanas y Getino) latinoamericano.

Para la década de los noventa, algunos desplazamientos iconográficos se sucedieron: la multitud y el pueblo fueron desplazados a favor del individuo, el sujeto urbano globalizado, afectado por fuerzas exteriores que le constituyen generándole otro tipo de interrogantes que no huyen a la pregunta por su identidad individual. Sin embargo, la otredad que se construirá a lo largo de medio siglo de imágenes, lo indígena, merodea aún por las laderas o habita lo rural. Morales (2016) lo identifica desde la distribución espacial en la construcción cinematográfica, en tanto lo indígena se instala en el altiplano y en la periferia del centro político del país, La Paz, constituyendo el espacio cinematográfico de lo indígena, lo otro constituyente, como un lugar identificable.

La atención a lo indígena como víctima, perpetrador, ayudante, en muy pocas oportunidades como protagonista del relato1, en última instancia como corporalidad circundante en el plano, no expresa metafóricamente situaciones existenciales ni políticas ni sociales del indígena, sino la de sus realizadores.

La identidad nacional como elemento aparentemente esclarecido como un tropo ineludible del cine boliviano tendió a edificar fronteras culturales, las cuales se expresaron en políticas de la representación, las cuales se expresan en el espacio cinematográfico. En la obra de Sanjinés, la otredad habita en lo rural (Yawar mallku, 1969, La nación clandestina, 1989, Los hijos del ultimo jardín, 2003) y es depositaria de valores eternos e invariables.

Stuart Hall propone un concepto de identidad no esencialista, sino estratégico y posicional: “las identidades nunca se unifican y, en los tiempos de la modernidad tardía, están cada vez más fragmentadas y fracturadas; nunca son singulares, sino construidas de múltiples maneras a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzados y antagónicos. Están sujetas a una historización radical, y en un constante proceso de cambio y transformación” (Hall, 2003: 17). La identidad deja de ser un programa monolítico para fragmentarse, y su forma visual se ve cinematográficamente afectada.

En Yvy Maraey (Juan Carlos Valdivia, 2011) la identidad ha cobrado un lugar diferente cuando Andrés comenta “Ahora en Bolivia los blancos somos los indios” y Yari responde “Sí, definitivamente el mundo se ha dado la vuelta, hermano. Ahora les toca a ustedes, los karai, defender su identidad. ¿Qué se siente, che?”. Sin embargo, Andrés reconoce como su identidad propia la nacional, expresamente mencionada en varios momentos del relato, vinculados a encuentros entre él y los guaranís. Él se autoidentifica boliviano en oposición al extranjero, con el que comúnmente lo confunden debido a su aspecto, pero llegado el momento de diferenciarse del guaraní se queda con la identidad ambigua del blanco. Una vez más, como karai boliviano, el nombre asignado a su identidad se reduce al color de su piel, frente a la gran riqueza cultural y sociopolítica a la que se opone.

En Linchamiento la identidad cultural queda sujeta a lo rural. Cuando Macario Huallpa es expulsado de su comunidad andina y llega a la ciudad de El Alto con su hijo menor Inocencio Huallpa, y tras la imposibilidad de encontrar trabajo y perder a su pequeño hijo, se entrega a la bebida y se enrola con una banda de ladrones hasta acabar tras las rejas. Luego de sufrir los abusos de la policía en la cárcel y ser sometido a un juicio en el que todos quedan absueltos excepto él, ve en su celda a una presentadora televisión señalar: “se reportó un linchamiento (…) el linchamiento, no es otra cosa que el asesinato, no se puede justificar por ninguna razón, no existe presunción de inocencia por más que se los encuentra in fraganti, las causas del linchamiento tienen que ver con la pérdida de identidad cultural”. Aquí el guión parece sugerir que los delitos son proporcionales a la pérdida de identidad cultural.

Esto se refuerza en el hecho de que Angelo Huallpa, el hijo mayor de Macario, tras concluir sus estudios secundarios, migra a la ciudad de El Alto, experimentando el rechazo de funcionarios y ciudadanos por su vestimenta, lluchu y abarcas, los cuales cambiará por zapatos y camisa, con lo cual será aceptado y hasta cortejará a la joven Celeste.

En el caso de La chola condenada por su manta de vicuña (Walter y Jaime Machaca, 2011) la película se desarrolla en el pueblo de Puerto Acosta y en la periferia de la ciudad de El Alto, y la presencia del Estado-nación es sometida a crítica, pues Panchito, uno de los protagonistas, vuelve a la comunidad por la carencia de trabajo en la ciudad.

 

3. Espacio cinematográfico

Optamos por tomar dos nociones generales del espacio cinematográfico: la de Éric Rohmer (2000), que crea una tipología, y la de Henri Lefebvre (1991), que trasciende a la puesta en escena, pues incluye la producción del espacio. Este concepto cubre también el espacio profílmico, redefinido o apropiado en términos de los lugares en donde se efectúa el rodaje (locations).

Según Rohmer, en un film coexisten tres tipos de espacios, los mismos que definen la puesta en escena. El primero es el espacio pictórico: “la imagen cinematográfica proyectada sobre el rectángulo de la pantalla -tan fugitiva o móvil que sea-, es percibida y apreciada como la representación más o menos fiel, más o menos bella de tal o cual parte del mundo exterior” (2000). Así se establecen las bases para las relaciones pictóricas de la imagen cinematográfica, en otros términos, la imagen como cuadro, por lo que nociones como composición, luz y color son pertinentes.

El segundo espacio es el arquitectónico. Este espacio actúa de manera referencial y puede definirse simplemente como las: “partes del mundo, naturales o fabricadas, provista de una existencia objetiva” (Aumont y Marie, 1990: 174). El espacio arquitectónico compone todos los elementos que se podrían llamar objetivos en la película, son los objetos que se muestran en la pantalla.

La última categoría es la de espacio fílmico. Es un espacio que opera sobre el espectador, “un espacio virtual reconstruido en su espíritu, gracias a elementos fraccionados que la película le ofrece”. Para comprender lo que Rohmer entiende como “un espacio virtual” se deben explicitar los conceptos cinematográficos de “campo” y “fuera de campo”, y las relaciones que existen entre ambas categorías. “El campo se percibe habitualmente como la única parte visible de un espacio más amplio que existe sin duda a su alrededor” (Aumont et al., 2008, cit. en Morales, 2006:24), por lo que el “fuera de campo” es una construcción imaginaria del espectador respecto de los objetos al interior del campo.

En este sentido, el “campo” y el “fuera de campo” constituyen la unidad espacio-fílmico. Por ello, esta unidad se encuentra en constante construcción en un filme, entre lo que se ve y lo que no se ve. Esta construcción solo es posible en la imaginación del espectador. Algunos elementos que están fuera de campo pueden aparecer en el campo con un simple movimiento de cámara, por ejemplo. Esta unidad campo-fuera de campo solo es posible mediante los movimientos de cámara y el montaje, por lo que es importante el análisis de los mismos para poder desentrañar la construcción del espacio.

La otra perspectiva que se toma en cuenta es la de Lefebvre, la cual advierte que la producción del espacio permite indagar sobre las dimensiones tangibles del espacio, así como de sus “representaciones culturales, en cuanto producto de fuerzas ideológicas que ocultan sus operaciones tras principios de naturalización” (Gottberg. 2010:2). En este sentido, las películas también deben ser consideradas como representaciones y como superficies textuales que circulan en mercados nacionales o internacionales.

El espacio cinematográfico, como el espacio social, es un producto social, es el resultado de fuerzas geográficas, topográficas, sísmicas o sociales interconectadas que lo crean. Por ello la noción de espacio cinematográfico es un producto de las interacciones sociales, pero también es un espacio que resiste y obstruye, al mismo tiempo que reinventa y subvierte: el espacio social es donde confluyen el espacio mental y el espacio físico (Lefrebvre, 1991). Entonces, las representaciones en y del espacio están conectadas con las relaciones de producción y con el ordenamiento y disciplina que estas relaciones imponen.

En este sentido, cada objeto, cada corporalidad, proviene y habita en un espacio. Incluso siguiendo a Bourdieu, se podría señalar que estos espacios se configuran en campos. Pero en los filmes que analizaremos veremos, desde y con las herramientas de Rohmer, cómo estos espacios constituyen una espacialidad cinematográfica concreta (visibilidad material), y a su vez, con Lefebvre, cómo esta espacialidad construye la puesta en evidencia del cine como producto social al interior de un espacio social.

 

4. Diferencia cultural y espacialidad

La diferencia cultural se construyó en el cine boliviano con el establecimiento de espacios cinematográficos propios y establecidos. Morales identifica esto como el espacio cinematográfico del indígena: el altiplano y la ladera (Morales, 2016: 86). Sin embargo, como lo rastrea Morales desde Vuelve Sebastiana, en su posicionamiento indigenista el cine operó como un aparato administrador de la diferencia cultural al interior del Estado. Por ello el cine indigenista o cine hegemónico producido en Bolivia estableció una tradición y redujo el cuerpo y la voz del subalterno a distintos regímenes de visibilidad y discursividad.

Si bien en Ukamau, de Jorge Sanjinés (1966), asistimos a la confrontación entre el indígena y el mestizo, entrado el siglo XXI el antagonismo es eliminado a favor de otros mecanismos, como el caso de Zona Sur (Juan Carlos Valdivia, 2009) donde un espacio concreto, el de la casa de una familia blanca mestiza donde sus miembros viven en el encierro, acompañados de su servidumbre. Al final de la película, ante la inminente venta de la casa a una familia de origen indígena, ocurre una reconciliación entre los patrones y la pareja de subordinados, y por primera vez comerán en la misma mesa.

Sin embargo, la diferencia cultural opera como una necesidad fundamental para la constitución de los Estados nacionales. El cine indigenista coadyuvó al establecimiento de una economía visual sobre el cuerpo y la voz indígenas en la sociedad; asimismo, esto encuentra su correlato en la estetización de la diferencia cultural en las imágenes producidas por el gobierno del Estado plurinacional. Éstas aun no ingresan al espacio cinematográfico, habitan la publicidad, la televisión y otro tipo de productos iconográficos, construyéndose un nuevo régimen escópico de la diferencia cultural.

La espacialidad cinematográfica del indígena sufre una modificación, rastreable en el cine indigenista tras la promulgación de la Constitución, procesos de abaratamiento de costos en los dispositivos de registro, crecimiento del mercado de películas en DVD, proliferación de filmaciones de fiestas patronales y el ingreso de producción “provinciana” del sur del Perú.

 

5. Metodología

Partiendo de la noción de que el cine es un producto social, el cual da cuenta de su presente, optamos por el análisis de tres películas que responden a modos de producción, temas, formas fílmicas y esquemas de exhibición diferentes, incluso antagónicos, con la finalidad de indagar sobre una estética de la diferencia, y si ésta es posible. Para esto hemos emprendido el análisis minucioso de las tres piezas, pretendiendo privilegiar la diferencia cultural en relación con la puesta en escena.

Se realizó el análisis de las películas Linchamiento, La cholita condenada por su manta de vicuña e Yvy Maraey, pues las tres se produjeron con posterioridad a la promulgación de la nueva Constitución del Estado plurinacional. Además, son piezas independientes, por lo que estamos frente a productos culturales guionizados por sus directores, incluso actuados por el director, como es el caso de Yvy Maraey, mientras que Linchamiento y La cholita condenada… son actuados por familiares de los directores.

Privilegiamos el discurso sobre el espacio porque las películas seleccionadas trabajan espacialmente las nociones de identidad, lo que nos permite identificar visualmente la diferencia cultural; también se ha atendido a los espacios arquitectónicos, en tanto nos interesa la representación de espacios como la ciudad y el paisaje rural.

 

6. El espacio cinematográfico de los otros

Para acercarnos a la construcción del espacio cinematográfico es necesario establecer con claridad la política de representación del otro, en este caso del indígena, en las tres películas seleccionadas para el presente trabajo.

Linchamiento encara una manera de producir convencional para el cine boliviano: el director con sus familiares y estudiantes universitarios realizan la producción, además de haber contado con una distribución limitada vía venta de DVD. El guión narra la historia de Macario, Angelo e Inocencio Huallpa, que tras la expulsión de su comunidad deben migrar a la ciudad de El alto.

Yvy Maraey tiene un esquema de producción jerárquico y escalonado, emulando esquemas similares a los industriales, con un guion sobre la amistad entre un cineasta urbano, blanco-mestizo, que tiene una crisis creativa y desea buscar los rastros de un pueblo no contactado hasta principios del siglo XX, merced a lo cual entabla amistad con Yari, su guía guaraní.

La producción reducida, familiar, de La cholita condenada por su manta de vicuña, permite pensar en modos de producción poco estudiados y atendidos por el periodismo. Asimismo, su distribución es escasa, en mercados y ferias en la ciudad de El Alto y poblaciones aledañas al lago Titicaca.

La primera producción plantea una visión que podríamos denominar hegemónica, pero con ciertos matices respecto a la hegemónica blanco-mestiza vinculada con el cine indigenista; la segunda traza una mirada alternativa, en tanto intenta cuestionar el lugar de la mirada y las representaciones de la otredad; y la tercera plantea un cambio total en las formas de representación de la otredad.

6.1. Producción hegemónica

Linchamiento es una película moral en tanto busca cuestionar los mecanismos sociales que derivan en el linchamiento de los delincuentes en la periferia de la ciudad de El Alto. Para esto construye una historia estructurada en cuatro capítulos.

Introducción: “Linchamiento, entre culpables e inocentes”. Ángelo Huallpa llora en una tumba, el día de los muertos; leemos en la lápida el nombre de Inocencio Huallpa, y mediante flashback se nos muestra una muchedumbre golpeando el cuerpo de un joven, y luego funde a negro. Un texto en la pantalla “Tajami, junio de 2001”, varios paneos que registran las montañas, el pequeño poblado, cuerpos recorriendo la montaña, componen este espacio predominantemente indígena, en la tradición cinematográfica boliviana.

Luego una asamblea de autoridades se encuentra deliberando, hombres adultos y ancianos ataviados con ponchos rojos de diferente tonalidad debaten sobre el futuro del acusado de robo, Macario Huallpa. Finalmente deciden expulsarlo de la comunidad.

Segundo capítulo: en la pantalla, sobre un fondo negro, aparece un texto que reza “Ángelo Huallpa, Hermano mayor”. Se nos muestra cómo el adolescente Ángelo es el mejor estudiante de su escuela y decide ir a la ciudad. La llegada a la ciudad de El Alto responde a la forma construida desde Yawar Mallku: planos abigarrados, muy cortos, construyendo un rimo frenético que es apaciguado por la cumbia que invade el plano.

En la ciudad de El Alto, Ángelo se enfrentará al rechazo por su condición, manifiesta en la vestimenta. Un amigo que trabaja en una empresa de seguridad privada barrial le ofrece trabajo. La incorporación a una empresa que brinda servicios de seguridad devela la condición precaria del migrante, quien no puede acceder a las formas estatales jurídicamente constituidas, por lo que su inserción al mercado laboral ocurre mediante una empresa privada de seguridad, la cual, como se verá en el metraje, no es del todo legal. Además de esto, Angelo no cuenta con cédula de identidad, por lo que lo situamos al borde de lo jurídico.

En una de sus jornadas laborales, Ángelo conoce a Celeste, de quien se enamora, y por agradarle cambia su aspecto: deja el lluchu y las abarcas para vestir camisa, jeans, gafas oscuras, reloj y una cadena, elementos que son evidenciados por el director con excesivos primeros planos. La práctica de la blanquitud, entendida como “la visibilidad de la identidad ética capitalista en tanto ésta está sobredeterminada por la blancura racial, pero una blancura racial que se relativiza a sí misma al ejercer esa sobredeterminación (Echeverría, 2007: 4) es un gesto usual en el cine hegemónico boliviano para denunciar (Mesa, 1985) o evidenciar (Gumucio, 2018) las condiciones de “alienación”, colonialismo interno o contradicción en las que vive la sociedad boliviana.

Días después, ocurre un robo en la casa de la señora Remedios; los vecinos, exaltados por el hecho, deciden en asamblea formar brigadas de seguridad barriales y resuelven que al próximo ladrón lo lincharán y lo quemarán.

La asamblea es retratada por primeros planos y planos generales de los oradores, estableciendo clara diferencia con las imágenes de la asamblea comunitaria al inicio de la película, donde prima el plano general. Este tratamiento formal reproduce claramente esquemas visuales, en tanto la comunidad es un conjunto susceptible de homogenizar mediante el plano general y el plano conjunto, donde la individualidad es reducida a favor del grupo de cuerpos que ocupan el campo visual. Mientras en la asamblea citadina, por más periférica y (anti) estatal que pueda ser, se emplea zoom y se fragmenta los cuerpos, privilegiando los primeros planos.

Una noche con truenos y música estridente, los vecinos dan la alarma. Ángelo sale apresurado de su casa, mientras la turba enfurecida golpea a un joven; Ángelo se acerca y le propina un golpe que lo derriba al suelo. Los vecinos están prestos a prenderle fuego, como amenazaron hacer en la asamblea barrial.

Tercer capítulo: “Macario Huallpa, padre de dos hijos”. Este capítulo nos ofrece la llegada de Macario con su hijo pequeño, Inocencio, de seis años. Macario pide comida en la calle, se sientan los dos a pedir limosna, luego intenta ser cargador en el mercado, pero el sindicato de cargadores lo expulsa; finalmente, en una plaza tres hombres de mediana edad le invitan un vaso de alcohol, y Macario se entrega a la bebida. Horas después, mientras duermen padre e hijo, una señora, mestiza, llama al pequeño niño y se lo lleva a su casa. Macario no volverá a ver a su pequeño hijo.

Ante la ausencia de su hijo, Macario frecuenta bares y plazas bebiendo, hasta que conoce al “perucho”, que lo recluta en su banda de ladrones. Tras varios delitos deciden robar la casa más grande de un barrio alejado, precisamente la casa de la señora Remedios. En el juzgado el único condenado será Macario, quedando libres los otros miembros de la banda. Mientras se encuentra tras las rejas, Macario ve televisión y se entera que lincharon a un joven.

Macario supone una singularidad en la cinematografía, pues llega a la ciudad como indígena migrante; a diferencia de lo advertido por su hijo Ángelo, él no sufre un proceso de blanqueo de su apariencia, pues sirve para retratar los tipos de indígena que existen en la tradición pictórica, observados por Fitzell. Macario representa al “indígena cargador”; asimismo, como delincuente, encarna la imagen del “indígena inconquistable”, y también la del “indígena alcohólico” (Fitzell, 1994), que se entrega a la bebida tras no encontrar trabajo.

Este indígena incapaz de ingresar al mercado, imposibilitado de comprender el ordenamiento corrupto de la policía, pues solo a él lo inculparon por el robo, entregado al alcohol y encantado por las imágenes de la televisión, es una víctima de la violencia económica, estatal moderna y cultural. Este cuerpo incapaz de comprender el orden del mundo desde la expulsión de la comunidad, núcleo humano que le otorgaba sentido, se encuentra en estado de orfandad, en estado de silenciamiento (Spivak, 2003).

Cuarto capítulo: “Inocencio Huallpa, hijo menor”. Inicia cuando a Inocencio la señora mestiza lo lleva a su casa, lo alimenta y su marido decide ponerlo a trabajar como voceador en un minibús; pasados los años decide huir, para lo cual compra un boleto a la Argentina. Luego, por medio de una elipsis, lo vemos retornar, su acento ha cambiado, su apariencia también; decide volver a su pueblo, y al llegar ya no se puede comunicar con nadie, dice no entender a nadie, pues vivió un proceso de aculturación profundo que le hace perder el lenguaje.

Una vez en la ciudad de El Alto, frecuenta un bar donde conversa con una mujer joven que le dice conocer a un Ángelo Huallpa, su hermano, a quien no ve desde hace 12 años. Decide ir a buscarlo esa misma noche. Al ingresar al barrio, una vecina lo confunde con un ladrón, los vecinos lo persiguen, lo golpean y lo llevan a la plaza de la zona, donde están dispuestos a prenderle fuego. Ángelo llega apresuradamente, y le propina un par de golpes. Antes de ser prendido en llamas, el cuerpo lacerado de Inocencio es rescatado por la policía.

En una clínica de la ciudad Ángelo le pide perdón a Inocencio (“no sabía que eras tú hermanito”), y minutos después, éste muere. Finalmente, se vuelve a la secuencia que abre la película, donde Ángelo llora sobre una tumba, estableciendo la estructura circular del relato.

Linchamiento adopta las estrategias del cine hegemónico más convencional, en tanto prioriza la individualidad para bajar la tensión política a la falta de seguridad ciudadana, reproduciendo el silenciamiento hasta la muerte del subalterno; asimismo, introduce una la noción de inocencia e incluso ingenuidad en los migrantes. Sin embargo, al menos a Angelo la modificación de su identidad cultural, por influjo de su consumo cultural y acceso a bienes de consumo, le otorga la posibilidad de vivienda, amigos y cierto estado de bienestar. Pese a ello, tendrá que vivir con la idea de ser cómplice del asesinato de su hermano. No ocurre lo mismo con su padre, Macario, que al no comprender la ciudad y sus dinámicas, acaba tras las rejas, ni con Inocencio, que opta por emanciparse de sus patrones modernos urbanizados, pero encuentra la muerte.

6.2. Producción alternativa

Yvy Maraey es el relato del cineasta Andrés que, inspirado por el explorador sueco Erland Nordenskiöld, de inicios del siglo XX, desea adentrarse en el Chaco para conocer la “Tierra sin mal”. Para esto, con la ayuda del diputado guaraní Susano, conocerá a Yari, quien será su guía. Así inicia esta road movie del altiplano al Chaco. Para Laguna, la road movie boliviana se puede comprender como “un rasgo de filiación que ha permitido reflexionar sobre temas relacionados con el viaje, la migración, el cine y la coyuntura boliviana. Pero por la condición del cine de ser en sí mismo un viaje constante, toda película es en cierta medida una suerte de road movie, si entendemos al camino, a la carretera, a la senda como una metáfora y no como un objeto físico” (Laguna, 2013: 264). Entonces, tenemos la ciudad de La Paz, planos nuevamente abigarrados, espejos, efectos visuales, cortes rápidos, hasta salir a la carretera, donde una vagoneta sobre el asfalto negro tiene como horizonte la conquista del territorio.

El tropo imperial de la disponibilidad territorial localizando la vida “urbana como referencialidad y la no urbana como periférica” (Shoat y Stam, 2002: 155) se despliega a lo largo de la película; incluso Andrés afirma que proviene de “la tradición escrita” o la ciudad letrada (Rama, 1996) frente a Yari, de la tradición oral.

Para Annete Kuhn y Guy Westwell, la road movie o película de carretera, es un subgénero de las películas de viaje o travel film; son narrativas de ficción, dentro de las que la rebelión, la huida, el descubrimiento, la transformación y la identidad (generalmente nacional) suelen ser los temas centrales (Kuhn y Westwell, 2012: 351). Según Laguna, son “películas de viaje, en las que los personajes son seres que van en busca de algo, que por alguna razón han renunciado al sedentarismo y a un cierto orden” (Laguna, 2013: 38).

Entre las road movies encontramos tres distintos formatos: la chase film, en la que el o los protagonistas rompen la ley y tienen la necesidad de huir; la antiroad movie, caracterizada por la circularidad del viaje, donde el destino coincide con el origen; y la de amigos, o buddy road movie, durante la que se crea y/o fortalece una amistad (Laguna, 2013).

El caso de Yvy Maraey puede inscribirse en las dinámicas de la buddy road movie, pues el film está determinado por personajes con personalidades opuestas, radicalmente distintas o complementarias (Laguna, 2013). En algunos casos estas oposiciones permiten evidenciar las inequidades existentes, incrementando el potencial critico de las películas.

Las roads movies bolivianas insertan la noción de la búsqueda de la identidad, la mayoría de las veces solo resuelta con la identidad nacional (Mesa, 1985), pero Yvy Maraey supone una alternativa, pues asume una postura abierta respecto a quién es el que pronuncia su discurso, quién es el que tiene voz para transmitir aquello que se ve. De esta manera se muestra al público urbano mestizo y al público internacional una visión mestiza de la actual coyuntura que atraviesa Bolivia, y en esa tensión se produce un espacio cinematográfico accesible, codificado para estos públicos.

Es en esta operación, tanto de género como de accesibilidad, que Yvy Maraey construye la diferencia, situando la mirada en y desde Andrés, como el sujeto en tránsito, ataviado de valores occidentales, cultura letrada, dudas razonables y certezas científicas, las cuales se verán trastocadas en su viaje, impulsado por el deseo de conocer la “Tierra sin mal”.

Yvy Maraey sitúa a Andrés como una alternativa a las representaciones hegemónicas del cine boliviano sobre el blanco-mestizo y su territorio, establecido como lo urbano o la hacienda. Alimentado por la duda y la búsqueda de los otros (cuerpos con taparrabos, arcos y flechas en imágenes de inicios del siglo XX), este cineasta paceño es el karai que denominaremos “intelectual”, mientras que el karai colonizador contemporáneo es representado por la familia propietaria de la barraca, probablemente expropietaria de la hacienda, para la que trabaja la comunidad guaraní de Tapare, la primera que Yari y Andrés visitan. Precisamente en este espacio se desarrolla una fiesta que concluirá con trifulca; Andrés es identificado por la familia propietaria como un “agitador de cambas”, estableciendo una diferencia entre los karai.

El karai o blanco es representado principalmente por Andrés y la familia propietaria de la barraca en Tapere. Aunque distintos, estos personajes tienen una identidad común que los acerca más de lo que sus diferencias los separan. Karai, en palabras de Yari, es el que no es indígena, sea “nacional o extranjero”.

En varios momentos de la película Andrés dice: “voy a buscar a ese hombre que voy a tener que inventar”. Así, el karai asume su capacidad de inventar al indígena a través del conocimiento que tiene sobre él, de su capacidad de nombrarlo como tal y del poder que este hecho representa. Es lo que hace el aparato cinematográfico históricamente: capturar e inventar la diferencia cultural mediante la representación del cuerpo.

Andrés posee en la película dos objetos que permitirán evidenciar la transformación de la cual será objeto: su automóvil y su pluma. El automóvil comienza a modificarse desde que lo usan como transporte para personas en medio del camino. Yari argumenta: “para mí es muy difícil andar en un carro como éste”, mientras “la gente necesita transporte”. La segunda vez que esto ocurre, Andrés rechaza llevar a un grupo de personas, lo que causa la separación de los compañeros de viaje, por lo que el objeto automóvil se constituye como el argumento del desencuentro cultural entre ambos personajes. Finalmente, en la escena en la que los viajeros se encuentran con la comunidad ayorea Totobiegosode, en el epílogo de la película, después de que la transformación de Andrés parece haber terminado, la vagoneta ha sido desmantelada, símbolo de lo que ha ocurrido con la lógica karai de Andrés.

Por otra parte, la pluma es el objeto que permite a Andrés transcribir sus ideas y mantenerse fiel a lo que él denomina lógica de la palabra escrita. La utiliza para llevar su cuaderno de campo, pero sobre todo como instrumento de reflexión. Durante el viaje inicia un proceso de cuestionamiento sobre la importancia y la utilidad de la escritura como mecanismo de pensamiento. Llega un punto en el que la palabra escrita comienza a perder sentido.

Cuando los coprotagonistas se separan, por las diferencias señaladas sobre el automóvil, Andrés queda solo en su viaje, comienza a dejar de escribir, y el primer paso que da es sustituir las palabras por espirales en su cuaderno de campo. La palabra oral comienza a tomar protagonismo. Llega un punto en el relato en el que Andrés deja de escribir y la voz en off en guaraní es reemplazada por la suya, también en guaraní. Al llegar al Izozog, antes de abandonar el auto para internarse en el bosque, la cámara nos muestra el momento exacto en el que Andrés decide dejar atrás la pluma, clavándola en un tronco. La función de la pluma ha cambiado, dejándonos entrever que la palabra y la escritura ya no determinan a Andrés. Este cambio es el símbolo final de su transformación.

6.3. Cambio total en las formas de representación de la otredad

La cholita condenada por su manta de vicuña es una película que puede ser calificada como periférica, marginal, regional (Bustamante, 2014) o incluso amateur (Souza, 2018) por la calidad de sus imágenes. Grabada en video digital con sonido directo, con pocos días de rodaje, sus cinco personajes suponen un gesto similar a Pandillas de El Alto (Ramiro Conde, 2011) en tanto usos y apropiación de los dispositivos de registro audiovisual ya no mediados por organizaciones no gubernamentales, talleres de formación audiovisual y/o programas pedagógicos. En este sentido, La cholita condenada…, junto a otras películas, ingresan al mercado de DVD evitando el ingreso a salas comerciales y sus exigencias técnicas. Este gesto quizás la torna invisible para el campo cinematográfico institucionalizado. A diferencia de Linchamiento, esta película no se encuentra con facilidad en el comercio de La Paz, sino exclusivamente en la ciudad de El Alto y poblaciones aledañas al lago Titicaca.

La película es el relato de una condenada, siendo el incesto uno de los principales motivos para condenarse. Sin embargo, Alison Spedding menciona otros en la cultura andina: a) tener un compromiso, darse la palabra de casarse y morir antes de poder cumplirlo, b) tener relaciones sexuales con un pariente de primer o segundo grado, c) tener muchas deudas y morir sin pagarlas, y, sobre todo, tener mucha plata y morir sin decir a nadie donde encontrarla, d) morir cuando no es su destino (esto incluye al suicidio) (Spedding, 2011: 116).

Asimismo, el condenado representa la moral andina en tanto que exige que los pecados sean pagados en esta vida; el condenado tiene que volver y no puede dejar esta vida hasta expiar sus pecados (Spedding, 2011). En este sentido, la figura del condenado en la cinematografía adquiere la forma del zombie cinematográfico, el muerto vivo. Sin embargo, su procedencia no se encuentra en los relatos haitianos de la hacienda esclavista, sino en el acervo cultural mítico del altiplano.

La cholita condenada por su manta de vicuña sitúa a Panchito dirigiéndose a Puerto Acosta, a orillas del Lago Titicaca; tras regatear el pasaje, toma un transporte, y una vez en Puerto Acosta, comenta la belleza del paisaje, el lago, las montañas, los animales. Luego se encuentra con Antuco, quien le recibe con alegría y le aclara que en la “comunidad hay plata, hay todo, nada te va a faltar” al tiempo que Panchito asiente en un sentido correspondiente: “mi familia me dijo que me viniera, en la ciudad no hay nada, no hay trabajo”.

Antuco y Panchito empiezan a robar ovejas, y luego se ve cómo se reparten el dinero. Hasta que un día aparece una chola con una manta de vicuña (café), la siguen, y tomando una piedra la atacan, dándole muerte y hurtándole la manta. Dos semanas después, el cadáver, inerte entre los pajonales, se levanta, con manchas blancas en el rostro, observa a su alrededor e inicia la búsqueda de los jóvenes ladrones, a quienes asesinará.

La negación de la identidad individual y la condición de zombie suponen un doble despojo: el del nombre en tanto individuo subalternizado y el de su condición ontológica, deshumanizada a favor del zombie. Primero, al producirse el despojo de su identidad individual, el tipo-chola, rastreable hasta la Colonia, cuando se instaura la vestimenta, que sufre modificaciones relativas hasta su forma actual estandarizada, la cual se aprecia en la película. Y luego, cuando la cholita se desplaza y ocupa el espacio fílmico desde y con su corporalidad; no olvidemos que es un zombie, un muerto viviente, cuya característica principal es la pérdida del lenguaje articulado a favor de los ruidos o vocablos desarticulados. Entonces, la cholita condenada es un cuerpo sin nombre ni lenguaje, en el cual se privilegia su signo étnico. Su estatus ontológico se reduce al signo y características visuales.

Ella repite en aymara: “los mataré”, “dónde está mi manta”, y se transporta, como en algunos relatos de condenados, mediante remolinos. Gracias a ello encuentra y mata rápidamente a Antuco, y luego sigue rumbo a “Chuquiago marka”, en busca de Panchito. Éste, anoticiado de la muerte de su cómplice, visita a Pedro, que es yatiri y hermano de Antuco. Pedro lee la coca y ve que la cholita está penando, y que solo quiere su manta. Pedro, además de amenazarle sobre su futuro, le confiesa que es karisiri y que se cuide de él; asustado, Panchito sale huyendo.

En las calles de la periferia de El Alto aparece la cholita condenada en forma de remolino, encontrando su manta en manos de una mujer; sin embargo, desea vengarse y busca a Panchito. Durante una fiesta patronal y/o barrial, identifica a Panchito y le da muerte; aparece la imagen de un remolino que desaparece.  

Podemos pensar a la cholita condenada como un zombie apropiado a la narrativa andina. El zombie cinematográfico entraña dos interpretaciones generales: la primera, colonial y colonizante, se refiere al afrodescendiente de la hacienda, por lo general esclavo, poseído por demonios o espíritus ambiguos para un código binario normado, por lo que en el zombie habita un otro constitutivo y a su vez subalterno, el ser que se libera, sujeto a sus instintos voraces y que pierde su cualidad humana racional, el lenguaje. Este otro, cuyos fluidos rebalsan de su boca mojando su pecho y el suelo que pisa, entraña una forma de lo abyecto pues habita en la esfera de lo real, es el cadáver resucitado, lacerado, podrido que retorna al mundo de los vivos.

Sin embargo, tras su incorporación al universo cinematográfico de forma industrial, el zombie adquiere el estatus de personaje estilizado y fundamento de una forma y un contenido cinematográfico, por lo que emerge desde la década de los cuarenta una estética concreta y el establecimiento de códigos representacionales que podemos comprenderlos como género cinematográfico: el cine de zombies. Del establecimiento del género se desprende la segunda interpretación, aquélla que identifica en el zombie la metáfora de la sociedad de consumo y la cultura de masas, pues el individuo, desencantado de la modernidad, frustrado con la razón, opta por devorar cerebros en un afán de habitar un espacio homogéneo, un reino zombie de igualdad. En esta interpretación el individuo se ve anulado y subsumido por un proyecto comunitario zombie. Pareciera que aquí no llegan a ser disrupciones sino una suerte de establecimiento visual de lo abyecto; una vez reificado puede ser objeto de valor de cambio y consumo familiar.

Una vez establecida la condición de zombie del personaje, como una primera forma de abyección, la operación cosificadora2 de la chola ocurre de manera simultánea e incluso anterior. Entonces, nos encontramos con la chola sin nombre, que es asaltada por dos jóvenes quienes le sustraen una manta café de vicuña y dinero. La chola, históricamente situada y marcada por su signo étnico, socialmente construido desde sus vestidos y actitudes maternales, es excluida de lo real en tanto negación de lo blanco-mestizo, del cuerpo ideal y regulatorio de una sociedad colonizada y colonizante como la boliviana. En esta condición de habitante de lo real, siempre desborda el cuadro, es decir que ingresa en el cine desde y con la ficción, como un cuerpo que coadyuva a la composición del plano o en su defecto un cuerpo maltratado, violentado, cosificado en pantalla, pero nunca protagonista, pocas veces con voz propia. Esta abyección actualiza y certifica el régimen escópico en la sociedad, donde se ha producido y reproducido una tipología del cuerpo, vinculada con un proyecto civilizatorio. Por ello el epílogo de la película muestra a la chola zombie ingresando a la ciudad, a pie, en un solo plano extenso, sin cortes, sonido ambiente; vemos aproximarse hacia la cámara a la condenada, la abyección ha tomado el cuadro; en este gesto se funden el tiempo y el espacio para privilegiar la existencia de este sujeto abyecto.

La secuencia de lo abyecto ingresando a la ciudad permite actualizar el miedo colonial de la ciudad de La Paz, como otras ciudades andinas, al retorno de los indios. Caminando, pausadamente, ingresa a la ciudad, lo real, aquella negación fundante de la identidad; emerge desde los bordes, siempre estuvo ahí. En forma de remolino, rasga el campo de lo visual y retorna.

El cuerpo abyecto, anulado, borrado en tanto subalterno, encuentra intersticios en los códigos de representación institucionalizados para ingresar (Kristeva,1988:11); logrará inscribir su identidad mediante el desborde, la afectación de la serie, un error de código, en una clara subversión o como vanguardia en disputa por la hegemonía.

Por último, la chola condenada al no haber sido tomada en cuenta por ninguna investigación sobre cine boliviano, confirma su condición subalterna en el espacio cinematográfico.

La diferencia cultural en la cholita condenada es desplazada a favor de la disrupción de este personaje, contenedor de una doble negación, pero parece ser la evidencia y estrategia de clausura de los relatos que privilegian y exponen la diferencia cultural.

 

7. La representación de la identidad indígena en el espacio cinematográfico

En la coyuntura actual, la representación del indígena se ha politizado en muchos de sus aspectos, estableciendo de manera nítida la disputa por las imágenes, en un primer momento, y el establecimiento de un sentido común visual, en un segundo, pues el lugar de estas representaciones está cambiando conjuntamente la misma fisonomía y corporalidad de la representación.

La representación hegemónica o deudora de un esquema hegemónico que encontramos tanto en Macario como en Inocencio Huallpa en Linchamiento son cuestionados por Ángelo Huallpa que logra habitar el espacio tradicionalmente ajeno a él, abriendo la posibilidad al mestizaje, varias veces expuesto como un espejismo (Sanjinés, 2005) o una imposibilidad (Quispe, 2007). Sin embargo, el mestizaje cultural parece estar representado en este personaje y en sus espacios. La adscripción a un régimen hegemónico de representación se ancla en la comunidad como lugar de origen del relato de los tres personajes, comunidad que los constituye y a la vez les expulsa. Precisamente en el único espacio que se habla aymara es en la comunidad, y no así en la urbe alteña.

Para Ángelo, el retorno a la comunidad no es una posibilidad, él posee un horizonte diferente al de sus abuelos y amigos de escuela. Ángelo, como guardia de seguridad privada, supone la representación de un escaso grupo humano de migrantes que logra insertarse en el mercado laboral de manera exitosa, dejando de lado toda vocación visual con su pasado comunitario e incluso indígena rural.

Por su parte, en Yvy Maraey, a pesar de que la búsqueda de Andrés y la crítica de Yari están centradas principalmente en las características culturales del guaraní, la película hace una manifestación específicamente sociopolítica, al cuestionar el escenario boliviano y las diferencias internas entre los distintos grupos indígenas. En la película, los indígenas guaraní, en su relación con el karai y el Estado, plantean su autodeterminación como ajenos, política y culturalmente, puesto que la conciben como una entidad esencialmente occidental.

El pueblo guaraní aparece en Yvy Maraey con una declaración de doble otredad, puesto que ocupa uno de los lugares más bajos en la estratificación interna del mundo indígena en Bolivia. El guaraní está y permanece en la periferia política y cultural del país. Son los pueblos indígenas andinos, quechua y aymara, los que tienen mayor fuerza y presencia en estos ámbitos, en parte porque habitan las zonas urbanas políticamente más importantes y porque el número de su población es mayor. El indígena guaraní y su lengua se encuentran en un estrato secundario, configurándose como el otro, también frente al indígena andino.

Una de las escenas que ilustra esto es aquélla en la que un grupo aymara se encuentra bloqueando la carretera por la que Andrés y Yari inician su viaje. Se produce un breve diálogo entre el grupo y este último, en lengua aymara y guaraní, respectivamente, cuyo resultado es un momento de incomunicación absoluta. Cuando ambos comienzan a hablar en castellano llegan a la conclusión de que, como Yari es indígena y los indígenas están en el poder del Estado, los viajantes pueden seguir su camino. A partir de este evento, Yari le explica a Andrés la visión que el pueblo guaraní tiene al respecto. Aunque se autoidentifican como indígenas, no se reconocen parte del Estado, porque reconocen que el Estado como tal es una idea occidental. Yari le dice a Andrés: “El Estado lo creó el hombre blanco. Para que nosotros tengamos poder sobre el Estado tendríamos que hacerlo desaparecer […] ¿Si sos un pobre miserable, para qué querés ser parte de un Estado? Te subes, te bajas, cuando te da la gana, y con eso ganas. Y por más que tengamos, ahí en el palacio, un indio como yo, sentado, nosotros seguiremos siendo la garrapata”.

En cambio, en La chola condenada, si bien advertimos que la chola es víctima de una doble negación, la película, por su esquema de producción y el guion anclado en la mitología, establece la otredad por fuera de lo establecido. La otredad habita el “fuera de campo”, como también la evocación a las instituciones estatales o el mismo Gobierno. La película no nos ofrece mecanismos visuales para intentar identificar a Panchito y Antuco, los ladrones que serán asesinados, como una otredad, por lo que estaríamos frente a una cinematografía que dejó de lado los principios de la auto-representación mediante usos y apropiación de dispositivos, para asistir a una cinematografía auténtica que pone en cuestionamiento la idea misma de cine boliviano.

Panchito y Antuco aspiran a tener una mejor vida que las que les ofreció la ciudad, por ello retornan a la comunidad, donde sin ningún tipo de discusión o reparo moral optan por robar. Esta acción delictiva va en contra, no sólo de las leyes estatales sino de uno de los principios andinos, como es el “ama sua”. Por lo tanto, estos dos individuos vaciados de moralidad ya no son susceptibles de ocupar un lugar en la sociedad, son individuos disruptores del orden social, mientras que la chola condenada es un cuerpo abyecto.

El espacio cinematográfico ya no permite establecer el lugar ni el habitar indígena, pareciera que lo indígena se apropió de las pantallas además de recrear un mito andino. Ninguno de estos personajes tiene cuestionamientos sobre su identidad individual, por lo cual, en la medida en que el tema no les afecta, podríamos derivar el razonamiento hacia la identidad nacional. Estamos frente a un cine que no es indigenista ni deudor de un proyecto hegemónico en el uso y producción e imágenes, sino frente a un cine de la diferencia. Desde Vuelve Sebastiana el indígena pareciera estar sujeto a habitar una suerte de más allá del Estado-nación. Sin embargo, en las ficciones nuevas, producidas en la periferia urbana y en el mundo rural, esta idea queda desbaratada.

Al intentar comprender el cine como parte de una cultura visual esperamos haber alcanzado una “epistemología del ver”. Como parte de una cultura visual, estas ficciones, sin importar su modo de producción y espacios de circulación, son integrantes de “regímenes escópicos dentro de un escenario agonístico de conflicto e interacción constante, en el que la determinación de la visualidad como registro de una producción de significado cultural se constituye irremisiblemente en un campo de batalla” (Brea, 2005:11). Bajo esta perspectiva, las películas analizadas se hallan dentro de un campo en disputa de significados, entre una construcción histórica, identificable por las formas de representación de la otredad, la cual puede identificarse como hegemónica, y otras formas anti-hegemónicas. A decir de Chantal Mouffe, lo que está en disputa es el significado de los signos (Mouffe: 2014), en nuestro caso, el de las imágenes que descomponen la diferencia cultural.

La politización de las imágenes no pasa por la evidencia, casi transparencia, de la representación del subalterno, actualizando su condición subalterna, además de configurar su corporalidad y su voz, sino que en este cine boliviano -producido en los tiempos del Estado plurinacional- lo político aparece bajo figuras de situaciones y de paradojas. De situación, con relación a que la política adquiere materialidad y sentido en el curso de las relaciones situacionales, es decir, en las prácticas sensibles de los individuos entre sus relaciones y experiencias. De paradoja, con referencia a que la política, en el marco de esas situaciones, solo puede hacerse presente como ausencia. Es con la ausencia que se hace presente la política.

 

Notas

* Universidad Andina Simón Bolivar, Ecuador.
Contacto: srgzapata@gmail.com

1 El presente artículo no se refiere a la presencia indígena en el registro documental, la cual responde a otro tipo de historicidad desde el periodo nacionalista hasta la actualidad.

2 Cosificar no pretende ser equivalente a lo abyecto.

 

Recibido: agosto de 2018
Aceptado: octubre de 2018


 
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