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Revista Ciencia y Cultura

versão impressa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.22 no.41 La Paz dez. 2018

 

Artículos y Estudios

 

Lo más bonito y mis mejores años: la mirada oligóptica de un cine emergente y el espíritu de una época

 

Lo más bonito y mis mejores años: The Oligoptic Perspective of an Emerging Cinema and the Spirit of an Era

 

 

Alejandro Barrientos Salinas*, Mariela A. Silva Arratia**

 

 


Resumen

A partir de los aportes de la ontología del actante rizomático, más conocida como la “Teoría del actor-red”, en este texto se realiza una aproximación a un caso especial del cine digital boliviano del siglo XXI, concretamente, la propuesta cinematográfica de la ópera prima de Martin Boulocq, titulada Lo más bonito y mis mejores años (2005). Esta pieza audiovisual, entre otros temas, ha permitido detectar la noción de oligóptico, planteada por Bruno Latour, frente a la noción de panóptico, difundida por Michel Foucault, evidenciando la emergencia de una nueva mirada en el cine boliviano, reflejo del espíritu de una época marcada por el desencanto, el quiebre de las grandes verdades, la caída de los paradigmas ideológicos, la frustración y el sinsentido. El presente artículo trata de una generación de cineastas que ya no centra su mirada en la vida de los “otros”, sino que intenta verse a sí misma, con sus limitaciones y nostalgias, en un intento intuitivo y performativo, recurriendo al registro audiovisual como cómplice de un cine emergente en el siglo XXI.

Palabras clave: Oligóptico, panóptico, mirada, cine boliviano, actor-red, espíritu de una época.


Abstract

Based on contributions of the oligoptic perspective of rhizomatic actants, more often referred to as the “actor-network theory”, this work approaches a particular case of Bolivian 21st century digital cinema; specifically: the cinema proposal of Martin Boulocq’s debut film entitled Lo más bonito y mis mejores años (2005). This audiovisual piece, provides –among other things– the conception of the oligoptic perspective put forth by Bruno Latour, as opposed to the panopticism developed by Michel Foucault, revealing the emergence of a new perspective in Bolivian cinema, reflecting the spirit of an era marked by the toppling of the great truths, the fall of ideological paradigms, frustration, lack of meaning, and the enticing abyss. The present article deals with a generation of filmmakers who no longer concentrate their sights on the life of “others”, but rather seek to see themselves, with their limitations and nostalgias, in an intuitive effort towards a performative act, resorting to audiovisual means as an accomplice of emerging cinema in the 21st century.

Keywords: oligoptic perspective, panopticism, perspective, Bolivian cinema, actor-network theory, spirit of an era.


 

 

En la pérdida de la inocencia, la expulsión de la utopía moderna, solo quedan dos caminos: aprender a vivir con el desencanto o construir otra utopía efímera, digital y de consumo
G. Capello

 

1. Introducción

Un puente sobre un río bullicioso –si el río suena es porque piedras trae– es la escena inicial de Lo más bonito y mis mejores años (2005), de Martin Boulocq. La imagen monocromática brinda una sensación onírica a la escena: un paisaje selvático esculpido en el tiempo, la fluidez representada en el río y lo estático en el puente, todo súbitamente interrumpido por una explosión. Allí donde se erguía el puente, aparentemente sólido y estable, aparece una nube de humo y polvo. La cámara nos convierte de inmediato en testigos de lo que una vez fue y ya no volverá a ser. El acto detonante: la demolición; la huella: la nebulosa; la sensación: la ausencia. La imagen nos devuelve la mirada, nos recuerda nuestra finitud y nos sitúa en un punto de vista parcial, estrecho y momentáneo. A partir del fundido de imágenes, entre carros en movimiento, se distingue a un transeúnte cabizbajo, la cámara nos invita a acompañarlo en su ralentizado deambular. De fondo se escucha un acorde melancólico y una voz femenina canta: “Si no tengo tu amor y me quedo sin ti, para mí ya no queda nada más aquí”.

Lo más bonito y mis mejores años forma parte de lo que Espinoza y Laguna (2009) han denominado el “Boom del 2006”, una época en la cual la influencia tecnológica del cine digital evidenció otras formas de hacer cine y se multiplicaron el número de espacios y temáticas abordadas en las películas bolivianas. Cineastas de una nueva generación, como Martín Boulocq, Sergio Bastani y Rodrigo Bellot, posicionaron su propuesta como un cine sin grandes pretensiones políticas, apostando, más bien, por un cine generador de emociones y opiniones.

El cine digital, además de ampliar las posibilidades materiales para la producción cinematográfica en Bolivia, así como los circuitos de distribución y espacios de consumo de películas, ha permitido abrir espacios de reflexión más allá de la crítica cinematográfica, favoreciendo al desarrollo de estudios1 sobre los procesos creativos, los objetos de representación, las prácticas de consumo, los usos pedagógicos, las propuestas estéticas y otros campos emergentes. Esto en un periodo propicio y fructífero para la producción cinematográfica en un país en el que las industrias culturales en general, y la industria del cine en particular, no han logrado un verdadero desarrollo.

Estas reflexiones, entre otras cosas, han permitido poner en evidencia la posición periférica del cine boliviano en el sistema-mundo de la industria cinematográfica y, desde esa posición, comenzar a repensar la práctica cinematográfica en una nueva época y en un contexto sociopolítico diferente al de la segunda mitad del siglo XX, periodo en el que el cine de Jorge Sanjinés marcó la tendencia de la cinematografía nacional de la mano de la estética del hambre, el indigenismo y la apuesta por un cine con el pueblo.

En esta nueva época del cine boliviano, la ópera prima de Martín Boulocq constituye un hito en la consolidación del cine digital en Bolivia. Marcado por rupturas, improvisaciones y novedosos procesos creativos que articulan las condiciones materiales de producción, el giro en el objeto de representación y la emergencia de una nueva mirada, Lo más bonito y mis mejores años, sin lugar a dudas, ha sido una pieza altamente influyente en realizadores de la nueva generación. “El gesto de realizar una película con recursos materiales mínimos y contar una historia cercana, calaría en directores como Eddy Vásquez, Miguel Hilari, Juan Álvarez Durán, entre otros” (Espinoza y Laguna, 2018:325).

Es así que, más allá de la crítica cinematográfica aplicada a una pieza en particular, y considerando la innovación tecnológica como un aspecto central en la nueva época del cine boliviano, hemos recurrido a los aportes de la teoría del “actor-red”, también conocida como la ontología del actante rizomático, planteada por Bruno Latour (2008), para aventurarnos en un recorrido por Lo más bonito y mis mejores años.

Sin entrar en mayores detalles conceptuales, Latour propone reemplazar el concepto de lo “social” por el de “asociación”, el cual daría cuenta de diversas conexiones entre múltiples ontologías, sean humanas o no humanas (objetos, tecnologías, imágenes, etc.), reconociendo en estas últimas la capacidad de “agencia”, es decir, su coparticipación de la red socio-técnica a la que pertenecen.

La sociedad es en esta línea el resultado de asociaciones que dan lugar a colectivos de actores humanos y no humanos que conviven en otros colectivos de manera no siempre armónica, y entre los cuales se dan diversos mecanismos de interacción, donde no existen definiciones prestablecidas sobre quiénes son los actores, por cuáles principios se dirigen o cuáles son sus metas y objetivos (Cruz, 2015:65).

Acorde a esta propuesta, ambiciosa y desafiante, Latour plantea la noción de oligóptico, diferenciándola de la noción de panóptico difundida por Foucault (2002), para hacer referencia a una nueva forma de conocimiento que se va descubriendo en detalles, trayectos, interacciones y ensamblajes. Así, la perspectiva omnipresente y totalizante, característica de la mirada panóptica, que pretende narrar, explicar y legitimar todo a través de la instauración de un régimen escópico de verdad y poder, queda cuestionada. En contrapunto, la mirada oligóptica busca un conocimiento limitado, cuidadoso y nómada, perteneciente a otro régimen visual, es decir, a otro modo de ver y ser visto, de conocer y ser re-conocido. A este otro régimen visual lo llamamos mirada oligóptica, un modo de ver que solo será posible, visible y cognoscible a partir de transitar las conexiones y asociaciones de una red socio-técnica que se va tejiendo, posibilitando y revelando mientras se la recorre.

De esta manera, a partir de un diálogo entre el cine, la antropología visual y la teoría del actor-red, nos aproximamos a Lo más bonito y mis mejores años para transitar por la red socio-técnica conformada por el modo de producción cinematográfica (el digital como medio tecnológico de registro, distribución y consumo), el giro en el objeto de representación (la imagen icónica en la pantalla) y, resultado de la asociación de ambas, la emergencia de un nuevo régimen visual (la mirada oligóptica) en el cine boliviano del siglo XXI.

 

2. Cine digital, modo de producción y el acto de grabar

A partir de la primera década del siglo XXI, el cine hecho en Bolivia recibió un impulso fundamental gracias al cambio tecnológico en las condiciones materiales de la producción cinematográfica. De la mano de la incorporación del formato digital en los procesos creativos, la distribución y el consumo de productos audiovisuales, las maneras de hacer, ver y pensar el cine comenzaron a transformarse. Esta transición del celuloide al digital no consistió simplemente en la proliferación de producciones audiovisuales, en términos cuantitativos, sino de un cambio en el régimen escópico instituido por el cine nacional. Esto significó el surgimiento de una generación de realizadores jóvenes2, es decir, la incorporación de nuevos actores sociales en la producción cinematográfica, quienes aportaron con nuevas propuestas estéticas y nuevos objetos de representación. Y lo hicieron desde otros lugares de enunciación que, hasta ese momento, prácticamente habían quedado solapados por el centralismo de la sede de gobierno y la visión romántica del Altiplano boliviano3.

En las recientes reflexiones de Morales (2018) a propósito de los procesos creativos en el cine digital en Bolivia, se pone en evidencia, y en debate, lo que se viene repitiendo, una y otra vez, sobre los alcances del soporte digital en el quehacer cinematográfico, especialmente aquellas ideas relacionadas con el abaratamiento de los costos de producción y la democratización de la práctica cinematográfica, así como en el acceso y circulación de productos audiovisuales. Si bien, como plantean Espinoza y Laguna (2018), el soporte digital ha permitido a los realizadores prescindir del alquiler de cámaras de cine, comprar rollos de celuloide, acudir a laboratorios del extranjero para el revelado de las películas e invertir en iluminación artificial acorde a los requerimientos de la cinta fotosensible, desde el punto de vista de Morales (2018), es importante evidenciar que los efectos más trascendentales impulsados por el uso de la cámara digital se reflejan en los modos de producción y en los procesos creativos.

Esto significa que no se trata simplemente de ver el cine digital como un cine barato4 o como una práctica artística de bajo costo, sino como el resultado de la conexión entre las innovaciones tecnológicas en los modos de hacer cine con las nuevas propuestas visuales que emergen de estos procesos creativos.

Coincidimos con Morales (2018) cuando afirma que, en esta nueva etapa del cine hecho en Bolivia, el modo de producción cinematográfico ya no corresponde al cine maquinaria del celuloide, sino al cine lápiz de la tecnología digital. Él se refiere a esta práctica cinematográfica como cine-escritura, equiparando el proceso literario de escribir-revisar-volver-a-escribir, al proceso cinematográfico de filmar-montar-volver-a-filmar. Este planteamiento nos invita a desarrollar dos reflexiones a propósito del cine emergente del siglo XXI: primero, desde la antropología visual, situar el modo de producción digital en la era de la (re)productibilidad electrónica de la imagen y, la segunda reflexión, entender el proceso creativo como un acto performativo.

En los años treinta del siglo pasado, Walter Benjamin (2003) escribió el ensayo titulado La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica. Escrito fundamental y referente ineludible para la historia del arte y los estudios visuales, en él postula la decadencia del aura, ese halo de autenticidad propio de los objetos de arte, producto de los procesos industriales de reproducción (xilografía, litografía y fotografía). Sin entrar en mayores detalles, nos basta con mencionar que en el contexto del capitalismo clásico, a mayor grado de reproductibilidad mecánica, disminuye el valor cultual de las cosas y se incrementa su valor exhibitivo. En la transición hacia el capitalismo tardío, caracterizado por la desaparición del sentido de la Historia, la pérdida de la capacidad de retomar al pasado, la fragmentación del tiempo y la transformación de la realidad en imágenes (Jameson, 2002), el problema respecto a la autenticidad de la obra de arte ya no radica en una distinción ontológica entre el original y las copias. En “la era de la (re)productibilidad electrónica” (Brea, 2010) ya no existe una reproductibilidad sino una productibilidad infinita, ya no hay original, por tanto, ya no hay copias, ya no hay singularidad sino una totalidad múltiple.

Este recorrido violento de Walter Benjamin a José Luis Brea nos permite posicionar el modo de producción digital en el contexto del capitalismo tardío, como parte de la sociedad post-industrial de los medios y la información, de la sociedad de consumo y de la obsolescencia programada. Resulta irónico que en países como Bolivia, donde no se ha logrado consolidar una industria cinematográfica, el acceso a tecnologías digitales de registro audiovisual haya favorecido al desarrollo de una producción post-industrial, que en la práctica se la realiza de una manera casi artesanal, pero imposible de pensar fuera de los circuitos comerciales de artefactos tecnológicos digitales y de las micro-redes de distribución y difusión de productos audiovisuales.

Asimismo, resulta curioso que en Lo más bonito y mis mejores años, un hito del cine digital en Bolivia, se haya recurrido a un laboratorio especializado en Los Ángeles (California) para realizar el proceso de blow-up de las imágenes, es decir, llevarlas del soporte digital al celuloide con el objetivo de que la pieza pueda participar de los circuitos de festivales de cine. En términos teóricos, podríamos entender este acontecimiento como una búsqueda nostálgica de originalidad, no tanto desde el realizador, sino desde la curaduría, la crítica y del espectador posmoderno, pero también como la persistencia hegemónica de un régimen escópico que dictamina qué se debe ver y qué no, qué se debe conocer y qué no.

En resumen, para pensar el cine digital, desde la antropología visual, es necesario situarlo en la era de la (re)productibilidad electrónica, en el quiebre de la representación y en una nueva forma de vivir y experimentar las imágenes. Desde la teoría del actor-red, el artefacto tecnológico digital es un agente fundamental en la red socio-técnica de un cine tradicionalmente carente de la maquinaria industrial del celuloide, promoviendo así la participación de otros agentes (humanos) en los procesos de producción, distribución y consumo de productos audiovisuales. En síntesis, hay un punto de inflexión entre la antropología visual y la teoría del actor-red, los procesos de negociación y disputa por un lugar en el campo de visualidad dentro del régimen escópico impuesto por la industria cinematográfica y sus tecnologías de producción.

Por otra parte, al hablar del proceso creativo en el cine digital como un acto performativo estamos pensando en el acto de grabar como una práctica en constante proceso. Precisamente, Lo más bonito y mis mejores años es el ejemplo más evidente de una película-en-proceso, es decir, pensada inicialmente de una forma, construida de otra y finalizada más allá de lo planificado. Dicho de otra manera, el proceso creativo no es anterior a la práctica, sino que se va construyendo en el mismo acto de grabar. El rodaje poco convencional de Lo más bonito y mis mejores años evidencia esta transformación. Un trabajo de solo tres horas al día, durante varias semanas, y una constante retroalimentación entre el rodaje, la edición, la reescritura del guion y la improvisación actoral, implican una apuesta intuitiva por lo performativo.

Tal como indica Martin Boulocq, en la entrevista realizada por Sebastián Morales (2016b), los actores jugaban a ser los personajes. Los actores no tenían acceso al guion, pero se les daba indicaciones para que ellos pudieran adentrarse en el personaje a través de la improvisación dentro de un determinado espacio, no tanto físico, sino cinematográfico. El carácter performativo del trabajo actoral salta a la vista; gracias a la improvisación, las relaciones de amistad, las tensiones, disgustos, discusiones y provocaciones se perciben espontáneas. Este efecto aparentemente espontáneo, provocado por el director, consigue intensificar la sensación de cotidianeidad y favorece a la dinámica intersubjetiva entre el espectador y los actores que juegan a ser personajes.

La propuesta estética de Boulocq no hubiera sido posible sin la coparticipación de los actores. Esta complicidad creativa permitió que los personajes, Berto, Camila y Víctor, pongan en escena sus problemas, expectativas, sueños y decepciones a través de una práctica cotidiana. Al respecto Martín Boulocq señala:

Me interesa el “hacer” cotidiano de los personajes. Pienso que es la mejor manera de conocerlos, de acercarme a lo que realmente son. En lo cotidiano, en lo que aparentemente trivial se puede revelar su humanidad, sus temores, dudas, contradicciones, en fin, su relacionamiento con el mundo, es decir con ellos  mismos y con los demás. Quizás esto tiene que ver también porque son personajes que por sus condiciones sociales, económicas, históricas no juegan grandes hazañas (a la manera por ejemplo de los clásicos griegos). Quiero decir que a lo mejor por esta razón (que no son personajes de grandes hazañas) es que la mejor manera que encuentro de conocerlos es a partir de su cotidiano (en Morales, 2016a:54).

Como parte de la propuesta estética, en Lo más bonito y mis mejores años Boulocq utiliza frecuentemente la cámara en movimiento (Zapata, y Reyes, 2017:73). Este recurso cinematográfico, heredero del cinéma vérité de Jean Rouch y posible gracias a la ligereza del equipo de grabación, le permite al director exaltar la intromisión y participación activa del medio tecnológico de registro, es decir, de la cámara. De esta manera, lo cotidiano se fue construyendo en el acto de grabar; la constante presencia de la cámara acompañó seis meses de ensayos, que en realidad fueron seis meses de improvisación antes del rodaje oficial, lo cual, más que familiarizar a los actores con la cámara, permitió que la cámara (agente no humano) se vuelva un personaje (agente humano) más de la película.

A propósito de la cámara en Lo más bonito y mis mejores años, Andrés Laguna propone que “con una visión casi voyeurista, casi impúdica, en un ejercicio de intromisión, la cámara de Boulocq funciona como una suerte de narrador infiltrado y mudo, que es implacable e inclemente a la hora de desnudar a sus personajes” (2013:149). Desde nuestra perspectiva, la cámara es la proyección de una mirada voyerista cuando permite al espectador ver sin ser visto, mientras que la cámara de Lo más bonito y mis mejores años es una cámara que se pone en evidencia, interactúa y se convierte en otro personaje, cuya capacidad de agencia no se limita al registro, sino a la provocación de la realidad. Es una cámara cómplice que acompaña trayectos, devela interacciones y sugiere al espectador que sea él quien termine de ensamblarlas. Es muda, pero dice mucho; escucha atenta, pero la distancia que mantiene es coherente con el espacio sonoro registrado; es inclemente, pero no juzga; es un narrador, pero más que un poder de enunciación tiene una capacidad de agencia, la de una voz silenciosa que no señala lo que se debe mirar, sino que invita a explorar.

En resumen, para ir cerrando el presente acápite, más allá de las diferencias técnicas y económicas evidentes con una práctica cinematográfica relacionada al uso del celuloide, como el peso y costo del equipo de filmación, las limitaciones del movimiento de la cámara, los requerimientos técnicos para lograr cierto tipo de iluminación o la odisea para conseguir fondos que permitan cubrir los gastos de producción, sin olvidar los inevitables endeudamientos a largo plazo, el cine digital emergente del siglo XXI es un buen ejemplo de un
cine-en-proceso, o, en términos de Morales (2016b), un cine-escritura.

Este cine-en-proceso no debería entenderse como el resultado de la puesta en práctica de una nueva teoría del cine boliviano; por el contrario, se trata de una práctica que se va tejiendo progresiva y colectivamente dentro de una red socio-técnica en la que participan diversos agentes (humanos y no humanos). Lo que aquí llamamos el acto de grabar, en el que el trucaje es una práctica indisociable del registro de imágenes y sonidos, es la apuesta performativa de un cine existencial: grabar o no grabar, esa es la cuestión.

 

3. La generación del desencanto y el espíritu de una época

El denominado “Boom del 2006” (Espinoza y Laguna, 2009) posicionó un cine sin grandes pretensiones políticas que buscaba generar emociones y opiniones en los espectadores. A diferencia del cine anterior al año 2000, caracterizado por presentar una propuesta política concisa, el cine de Martín Boulocq nos muestra espacios íntimos y cotidianos vividos en función a la circulación monótona y continua de un entorno sin salida.

Al cambio evidenciado por este cine emergente lo hemos nombrado el giro del objeto de representación. El paso de una insistencia en la representación del “otro indígena”, sus vivencias, injusticias y luchas, a la representación de un sujeto en conflicto y sus vivencias en el ámbito urbano, su ausencia de rumbo y el sinsentido de su existencia.

La historia que nos muestra Lo más bonito y mis mejores años a través de puestas en escena de la cotidianeidad, el ocio y la incomodidad de tres personajes, es una historia del desencanto. Un desencanto que se erige sobre tres pilares: la imposibilidad de ser, la improductividad y la no pertenencia. Si bien cada personaje podría encarar cada uno de estos tres atributos, es posible verlos indistintamente en cualquiera de los personajes. En primer lugar, la imposibilidad del ser se plantea en la imposibilidad de los proyectos: la imposibilidad de vender el auto de Berto, la falta de sustentabilidad de los proyectos de Víctor y la imposibilidad de consolidar su relación con Camila. En este último ejemplo, también es posible ver la improductividad, entendiéndola como la incapacidad de generar un producto o una relación estable. Finalmente, la no pertenencia es encarnada por Berto, un hombre introvertido que hubiera deseado no estar donde se encuentra. En palabras de Martín Boulocq:

¿Cómo lidiaría con el mundo de hoy un tipo tan emocional como Werther? Por supuesto, Berto no es Werther, no se mata. Pero es misterioso, melancólico, solitario, un romántico. No calza muy bien con su entorno (en Morales, 2016b).

Esta no pertenencia también se hace presente en el continuo tránsito y recorrido por la ciudad de Cochabamba. Tanto Camila como Víctor y Berto recorren la ciudad en un automóvil o a pie sin ningún rumbo, como si no tuvieran un destino o misión clara. A diferencia de cualquiera de los personajes del cine boliviano del siglo XX, los personajes de Lo más bonito y mis mejores años se mueven sin ninguna otra misión que deambular por la ciudad.

Estos tres pilares se entretejen y desembocan en escenas patéticas que reafirman y consolidan el desencanto. La masturbación de Berto frente al anuncio publicitario, el robo de las llantas de su auto, la pantomima de Víctor frente a la abuela de Camila o la discusión cíclica entre Camila y Víctor, forman parte de un conjunto de momentos cúspides que delatan la desesperación de los personajes frente al desencanto que viven; son momentos de desahogo del desencanto que cubre su cotidianeidad.

Esta dinámica aparece de forma similar en la primera escena de la película, como anunciando su desarrollo e intención. El puente truncado por una explosión adelanta los pilares que sostienen el desencanto. A partir de ese momento, somos testigos de lo que una vez fue y no volverá a ser. Nos enfrentamos con la dificultad, la imposibilidad y la improductividad. En otras palabras, nos muestra una ausencia que, a partir de ese momento, será evocada a lo largo de la película por medio de una canción nostálgica y lastimera, recordándonos la dificultad de lo evocado en la primera escena, una y otra vez, a medida que los personajes transitan por la ciudad. Desde este punto de vista parcial, Martín Boulocq nos sitúa y va construyendo una experiencia nostálgica y desalentadora para los espectadores.

Sin embargo, Lo más bonito y mis mejores años es una película que refiere al desencanto de una época anterior. El desencanto de la película tiene coherencia con un desencanto del otro lado de la pantalla, del lado de los espectadores. Esa generación que ha visto derrumbarse los puentes es la de Martin Boulocq, varón de clase media urbana, tercermundista, heterosexual, cineasta, que comienza a reflexionar sobre su historicidad, sobre las contradicciones de su época y sobre el lugar vacilante que ocupa en la sociedad boliviana del siglo XXI. En las propias palabras del director:

La película surge de una necesidad personal por retratar a mi generación en Bolivia. Nacidos entre finales de los 70s y principios de los 80s somos nietos de la revolución del 52, hijos de las dictaduras y depositarios actuales de la democracia y el sistema neoliberal. Sin grandes sueños ni grandes aspiraciones, agobiados por el idealismo frustrado de nuestros padres, con el peso de una cultura ancestral en las espaldas y las exigencias de una sociedad consumista, mi generación es la generación del desinterés (en Cinemáscine, 2011).

La generación del desinterés es la generación del desencanto, la generación del cine digital, que presenció la transición del Betamax al VHS y del VHS al DVD; del videoclub al video pirata, del cine-teatro al multi-sala, de la telefonía fija a la telefonía móvil, del casete al mp3, de los tubos de rayos catódicos a la pantalla plana HD, del Atari a la laptop, del Youtube a Netflix, de la cámara analógica a la cámara digital, del cine indio al cine cholo, del personaje colectivo al personaje individual, del cine de la nación clandestina al cine plurinacional. El desencanto que muestra Lo más bonito y mis mejores años no es otro que la crisis existencial de la generación que ha vivido su juventud en el ocaso del siglo XX y los albores del XXI.

Nuestra posición, al hablar del espíritu de una época, tiene la intención de hacer evidente la mirada de una generación que ha visto derrumbarse el puente y ha experimentado la estética del desencanto que ofrece Martín Boulocq. El desencanto de una generación siempre proviene del encantamiento de una época anterior. En el caso de la película, proviene de los discursos ideológicos planteados inevitablemente por un cine anterior, marcado por el cine de Jorge Sanjinés y el Grupo Ukamau.

El problema no gira en torno a si los personajes de Lo más bonito y mis mejores años son la representación o la imagen idealizada de una generación, o si constituyen una muestra representativa de un determinado grupo etáreo, de un estrato social o de la sociedad cochabambina. Al contrario, la cuestión gira en torno a cómo una nueva mirada propia de un cine emergente disputa su campo visual en el régimen escópico impuesto por la historia del cine boliviano, problematizando el lugar y las limitaciones propias de las circunstancias que le ha tocado vivir.

Ahora bien, ¿cómo entender este campo de disputa entre el cine emergente del siglo XXI y el cine de Sanjinés del siglo XX? Es cierto que la visión existencial que propone el cine emergente no pretende plantear grandes propuestas sociales y políticas, pero tampoco puede escapar de esa camisa de fuerza llamada “identidad nacional” del “cine boliviano”, un acicate que incomoda.

Una forma de ver la película de Martín Boulocq puede ser considerar la explosión del puente como un proyecto nacionalista truncado: un puente roto frente al deseo de escapar, el cansancio de una historia que parece ajena (una no pertenencia), la imposibilidad de una nación o la incapacidad para despojarse de esa etiqueta, ese apéndice enquistado a la palabra cine (boliviano).

Según Morales (2016a), desde el cine que propone Jorge Sanjinés, hablar o referir a la identidad nacional en el cine boliviano ha implicado poner en evidencia, o al menos en la pantalla, una mayoría indígena relegada. La nación clandestina (Sanjinés, 1989) marca la cúspide de la representación del “otro indígena” en el cine celuloide del siglo XX. En cambio, el cine de Lo más bonito y mis mejores años forma parte de un cine emergente del siglo XXI que ya no centra su punto de vista en la observación del “otro indígena” ni en el deleite de su “otrerización”. Al contrario, intenta voltear la mirada hacia la contemplación de un “yo” con sus respectivas limitaciones, complejidades y problemáticas. Muchos han escrito respecto a esta fractura. Espinoza y Laguna (2009) incluso han llegado a decir que el cine post 2006 no posee un discurso que vaya más allá de lo plástico o de la narración anecdótica. Molina (2014) se refiere a Lo más bonito y mis mejores años como una película que mantiene una distancia política y que no busca ser el retrato de una generación o una fotografía social esclarecedora de un conocimiento.

¿Será que la opera prima de Boulocq se desprende totalmente de los temas políticos abordados por el cine celuloide? ¿Existe una ruptura con un cine anterior? Nuestra propuesta es que no ha habido tal ruptura, sino la maduración y transformación de una representación. Si bien ha habido una ruptura dentro de los modos de producción, la representación aún se encuentra en transición. Tal como indica Morales (2016a):

Se podría hablar de un cine de transición, en tanto que estos gestos buscan encontrar nuevos mecanismos para expresarse. El uso de la circularidad en tanto metáfora de la marginalidad, en tanto búsqueda de la identidad y encuentro con el otro, por ejemplo, siguen apareciendo como una constante (159).

En la transición del cine celuloide al cine digital, la representación de la realidad boliviana ha mantenido cierta coherencia. La presencia del “otro indígena”, los tintes del indigenismo y el cine con el pueblo han calado tan fuerte en el imaginario boliviano que es muy difícil que un cine emergente posterior no haga uso de ese repertorio de representaciones. En ese sentido, las representaciones del cine del siglo XX son retomadas por los cineastas del cine emergente del siglo XXI, pero en su forma más digerida, reflexionada y actualizada5.

De esta manera, resulta bastante complejo entender el desplazamiento del cine emergente desde el ámbito rural al urbano o del descentramiento del “otro indígena” hacia la contemplación de un “yo”. Asimismo, resulta necesario entender ambos momentos del cine boliviano como momentos consecutivos, interconectados y en transición.

Nuestra propuesta, entonces, es entender el cine emergente propuesto por Martín Boulocq como una respuesta al cine que le antecede, caracterizado por la insistencia en un imaginario dicotómico de la geografía nacional en el que se asocia lo blanco con lo urbano versus lo indígena con lo rural, la ciudad como el espacio alienante, corruptor y discriminante, en contraposición al campo como espacio de la identidad ancestral y los valores comunitarios.

Cabe resaltar que, si bien este imaginario colonial es anterior al cine de Sanjinés, evidente en la literatura, el teatro, la pintura, la fotografía y la antropología, la mirada cinematográfica asumió este imaginario histórico como un hecho social, haciéndose casi inevitable su reproducción en el “cine nacional”. No resulta extraño, entonces, que la mirada hegemónica historicista insista en la construcción de una identidad nacional y termine solapando cualquier intento de quiebre o cuestionamiento. Sin ir más lejos, la reciente publicación coordinada por Carlos Mesa (2018) es un claro ejemplo de la recapitulación de fragmentos escritos sobre el “cine boliviano”, acumulando más de cien años de cine en poco más de 400 páginas, para convertirse en la versión oficial y actualizada del “cine nacional”.

Ocurre algo similar en el campo cinematográfico: esta necesidad imperiosa de una identidad nacional se ha reforzado desde la estética del cambio en la era del Estado plurinacional. Así, por ejemplo, las producciones institucionales del Sanjinés del siglo XXI, tales como Insurgentes (2012) y Juana Azurduy de Padilla, guerrillera de la patria grande (2016), representan las nuevas formas de oficializar la historia de Bolivia, al mejor estilo de los textos escolares de formación cívica, que han sido patrocinados desde el Estado para “reescribir” la historia y evidenciar el continuum del indio sublevado al indio presidente desde una mirada multiculturalista. La autoridad del cineasta, como escribano de la historia, moldea el imaginario histórico y lo adecua al proyecto político hegemónico.

El no poder escapar del devenir histórico, así como Berto no puede alejarse del auto heredado por sus abuelos, implica un fenómeno inevitablemente adherido a los productos visuales del cine emergente. Lo más bonito y mis mejores años muestra los estilos de vida de una sociedad posmoderna en el contexto boliviano a través la intimidad de Berto, Camila y Víctor. Una colectividad que ha experimentado el quiebre de las grandes verdades, la caída de los paradigmas ideológicos y la expansión del consumismo en el capitalismo tardío.

Si comparamos los personajes de la opera prima de Martín Boulocq con los personajes de su cine antecesor, nos percatamos de que Berto, Víctor y Camila son personajes que poseen misiones sencillas y no cumplen a causas o emprendimientos históricos, como en las películas de Jorge Sanjinés. Al no ser protagonistas de su historia, Víctor, Camila y Berto se convierten en eternos transeúntes desprovistos de un horizonte.

En definitiva, la propuesta cinematográfica de Lo más bonito y mis mejores años, en su intento por construir nuevos puentes, nuevas ilusiones, desde una visión alternativa al régimen escópico de su cine antecesor, recurre a la nostalgia, ese lugar común que, más que una conquista, es una herencia. Se trata de una época nostálgica, como tantas otras, que para disputar su campo de visibilidad necesita adecuarse a las limitaciones tecnológicas de un cine periférico, interpelar el objeto de representación y renovar su mirada sobre las historias de la intimidad.

 

4. La emergencia de la mirada oligóptica

Al hablar de la emergencia de una nueva mirada en el cine hecho en Bolivia a partir del siglo XXI, asumimos que esta nueva mirada no solamente se produce por un cambio tecnológico en la producción cinematográfica (del celuloide al digital), ni por un giro en el objeto de representación (del “otro” al “yo”), sino por una incipiente aproximación a la noción de oligóptico, que consiste en “generar visiones en detalle y de detalles, pero parciales; esto es, ver muy poco, pero ver muy bien” (Cruz, 2015:67).

Es así que nos animamos a hablar de la mirada oligóptica como un movimiento casi intuitivo, ciertamente desapercibido y poco explorado, que conecta una época (la transición del siglo XX al XXI) y una nueva forma de hacer cine (íntimo, digital y experimental) en Bolivia.

La visión existencial-introspectiva (Espinoza y Laguna, 2009) del cine digital emergente es un espejo-pantalla en el que la mirada trata de reencontrarse con lo íntimo. Este reencuentro con la intimidad no es posible desde la mirada panóptica, porque el panóptico es la pérdida del espacio íntimo; el sujeto, constantemente vigilado y consciente de que está siendo observado, ha sido enajenado de su subjetividad. Desde nuestra perspectiva, ésta sería la razón por la cual los personajes de Lo más bonito y mis mejores años son vistos desde la proximidad y la limitación visual de la cámara. La cámara no ofrece un paneo absoluto a los momentos íntimos de los personajes. Al contrario, los observa con distancia, de forma similar a cuando una persona conoce a otra y solo puede acceder a la apariencia de la imagen que proyecta; solo puede aproximarse desde su propia subjetividad. Es por eso que la película no da a conocer los detalles más íntimos del pasado de Berto, cómo se conocieron con Víctor, o la procedencia y el destino de Camila. Tampoco conocemos a los padres de los personajes, no sabemos si son huérfanos o simplemente han perdido el contacto con la generación anterior a ellos.

La mirada del espectador está restringida a las limitaciones del campo visual de la cámara, sigue los trayectos y las interacciones, se detiene en detalles, pero se conoce muy poco sobre las biografías personales, hecho que no afecta en la construcción de los personajes, tampoco los vuelve arquetípicos, solo aparecen y los acompañamos, casi persiguiéndolos, evitando anticiparnos: si poco sabemos de su pasado, no podemos predecir su futuro.

El carácter oligóptico de la cámara en mano permite que el espectador se aproxime a cada uno de los personajes a través de una cercanía intrusiva a su intimidad. Morales (2016a) entiende esta aproximación como un enfoque cinematográfico reducido que refuerza la idea de encierro: “de ahí que el sentimiento de vacuidad y la nostalgia que destila la película no son producidas por las imágenes, sino por lo que sucede en su ausencia” (Morales, 2016a: 58).

La mirada oligóptica se encuentra presente en la cotidianeidad de los personajes, que a veces se aproxima, y otras, toma distancia. A diferencia de una mirada panóptica, donde se muestra una mirada omnipresente, la propuesta audiovisual de Boulocq posee una mirada que evidencia las interacciones de los agentes, y es limitada y restricta. No se trata solamente de la cámara corriendo tras de Berto cuando los amigos de Víctor quieren golpearlo en un afán de registrarlo todo, sino el hecho de ver a la cámara involucrada como si fuera un personaje más que, sin llegar a entender lo que sucede, se desplaza en la confusión de una noche de “chupa”.

Inevitablemente, la mirada panóptica ha sido un recurso importante en la construcción de discursos visuales en el cine celuloide. En el caso de la filmografía boliviana, el cine de Jorge Sanjinés y el Grupo Ukamau recurre a una versión andina de la mirada panóptica. Así, por ejemplo, en la escena de Yawar Mallku (1969) cuando Paulina (Benedicta Mendoza) llega a la ciudad de La Paz, ve con temor los edificios, siente que las ventanas son ojos que la vigilan, al igual que aquellos ojos que parecen juzgarla en el hospital. O en la escena donde Sixto (Vicente Verneros), producto de la desesperación que le provoca la falta de dinero, intenta robar en la Feria de Alasitas, se siente observado y amenazado por rostros y máscaras. De esta manera, a través del efecto panóptico, Sanjinés alude a un discurso moralizante en el espectador e instaura un régimen escópico (ver y ser visto) que trasciende la pantalla y se imprime en el imaginario colectivo. Este efecto panóptico se consolida en la obra maestra de Sanjinés, La nación clandestina (1989), en la que el uso del plano secuencia integral funciona como una eficiente y bella tecnología de poder: la mirada colectiva totalizante desde la que el individuo (Sebastián Maisman) se vigila a sí mismo (Sebastián Mamani)6.

Nuestra intención no apunta a cuestionar y desterrar la mirada panóptica de la producción cinematográfica, sino apostar por la emergencia de otra mirada, que no sólo es producto del cambio tecnológico en la producción cinematográfica, ni del giro en el objeto de representación, sino de una incertidumbre opaca, de una búsqueda nostálgica, de un reencuentro con lo íntimo. Tampoco se trata de ensalzar a Boulocq y convertirlo en el héroe del cine digital emergente del siglo XXI; de hecho, su más reciente película, Eugenia (2018), parece alejarse de la mirada oligóptica, dejándose arrastrar por el régimen escópico de lo políticamente correcto. La idea es situarlo como parte del espíritu de una época que deambula por el cine digital experimental, como en su momento lo hiciera Dziga Vertov con el cine-ojo, Jean Rouch con el cinéma vérité, Jorge Sanjinés con el cine con el pueblo, o Lars von Trier con el Dogma 95.

Por todo lo expuesto, estamos en condiciones de afirmar que Lo más bonito y mis mejores años ha abierto una senda, estrecha pero visible, a nuevas prácticas cinematográficas experimentales y, especialmente, a nuevas miradas en el cine hecho en Bolivia. Evidencia de esta influencia son propuestas audiovisuales recientes, como El corral y el viento (2014), de Miguel Hilari; Nana (2016), de Luciana Decker; Algo quema (2018), de Mauricio Ovando, entre otras pocas. Estas películas son el resultado de un cine emergente, autobiográfico, íntimo y oligóptico que recién estamos por descubrir.

Con todo, hemos iniciado un recorrido desde el artefacto tecnológico digital como agente central de una nueva práctica cinematográfica, lo que nos ha permitido comprender el re-ensamblaje de los modos de producción en el cine emergente del siglo XXI, avizorando nuevos procesos creativos que hacen del acto de grabar una vivencia cotidiana, permitiendo un giro de la mirada sobre el “yo” en la pantalla-espejo. De esta manera, hemos llegado a visualizar que el espíritu de una época, marcada por el desencanto, transita entre las fronteras de las identidades nacionales, los romanticismos y las nostalgias históricas. Al final de nuestro recorrido oligóptico, un deambular nómade semejante al que realiza el Volkswagen de Berto en la ópera prima de Boulocq, sugerimos que un nuevo cine boliviano, periférico, experimental y post-industrial, casi artesanal, es posible y viable en el tejido de una red socio-técnica que hemos denominado cine-en-proceso, una nueva forma de hacer, pensar y ver el cine en el borde de los regímenes escópicos de la modernidad, allá donde ya no hay puentes visibles, pero todavía queda el sonido del río.

 

Notas

* Carrera de Antropología y Programa de Cine y Producción Audiovisual, Universidad Mayor de San Andrés; Colectivo Antropología, Artes y Crítica Cultural (AACC).
Contacto: ale.barrientos.salinas@gmail.com.

** Colectivo Antropología, Artes y Crítica Cultural (AACC).
Contacto: mariela.silva.arratia@gmail.com

1 Un ejemplo reciente que compila una serie de ensayos y reflexiones sobre el cine boliviano es la Memoria de las Jornadas de Cine Boliviano: la mirada cuestionada (Molina y Zapata, 2018). Entre las publicaciones más importantes hasta el momento destacan: El cine de la Nación Clandestina (Espinoza y Laguna, 2009) y Una estética del encierro: acerca de una perspectiva del cine boliviano (Morales, 2016).

2 En un primer momento destacan Rodrigo Bellot, Martin Boulocq y Sergio Bastani, directores aunados por “El manifiesto de las 3 B” que acompañó al estreno de Rojo, amarillo y verde (2009). Según Molina (2014), “ésta quizá sea la primera película boliviana en la que se explora sobre la temática de la identidad nacional desde, en este caso, tres espacios alejados de La Paz y de lo indígena-andino” (172).

3 Entre las pocas películas del siglo XX que escaparon a esta tendencia podemos mencionar: Mi socio (1983), de Paolo Agazzi; Los igualitarios (1991), de Juan Miranda; Jonás y la ballena rosada (1995), de Juan Carlos Valdivia, y El día que murió el silencio (1999), de Paolo Agazzi.

4 Al respecto, el director de cine Rodrigo Bellot menciona: “No estoy de acuerdo con la afirmación de que el cine digital es cine barato. Uno de los grandes problemas que está enfrentando el cine boliviano es creer que el cine digital es una opción para hacer cine barato, y es un grave error. Preparar formatos en base a tu economía no tiene sentido, y lo mismo sucede con los actores. Mi cine es de personajes y no de grandes presupuestos” (en: López y Murillo, 2017:174).

5 Es el caso del Grupo Socavón Cine y su emblemática película Viejo calavera (Russo, 2016).

6 Curiosamente este recurso estético, el del plano secuencia integral, ha sido utilizado por Juan Carlos Valdivia en la película Zona Sur (2009), instalando una cámara omnipresente que no deja resquicio fuera del campo visual del espectador, poniendo en evidencia la intimidad de una familia “jailona” de la ciudad de La Paz. Pero este intento de aproximarse a la intimidad y cotidianidad de un contexto cercano y familiar para el director de la película, al estar orientado desde una mirada panóptica, marca un régimen escópico de poder y verdad, es decir, aquello que nos es permitido ver y conocer, debemos asumirlo como la realidad.

 

Recibido: agosto de 2018
Aceptado: octubre de 2018


 
Referencias

1. Benjamin, Walter. 2003. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. México: Ítaca.         [ Links ]

2. Brea, José Luis. 2010. “La era de la (re) productibilidad electrónica”. Las tres eras de la imagen. Imagen-materia, film, e-imagen. Madrid: Akal, pp. 75-76.

3. Capello, Giancarlo. 2007. “Configuración y tiempo del antihéroe”. Primer Coloquio de Literatura Hispanoamericana, organizado por la Escuela de Posgrado de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

4. Cruz, Alba. 2015. “Bruno Latour y el estudio de lo social: construcción y actuación en red”, en revista Lebret. Nº 7, pp. 63-76, Universidad Santo Tomás.

5. Espinoza, Santiago y Andrés Laguna. 2009. El cine de la nación clandestina. Aproximación a la producción cinematográfica boliviana de los últimos 25 años (1983-2008). La Paz: Gente Común/Fundación FAUTAPO.

6. ---------- 2018. “De la República del celuloide al Estado pluricinematográfico de Bolivia. 1990-2017”, en: Carlos Mesa (coord.), Historia del cine boliviano 1897-2017. La Paz: Plural.

7. Foucault, Michel. 2002. Vigilar y castigar; nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI.         [ Links ]

8. Jameson, Fredric. 2002. El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983-1998. Buenos Aires: Manantial.         [ Links ]

9. Laguna, Andrés. 2013. “Por tu senda. Las road movies bolivianas, crónicas de viaje de un país(tesis doctoral por el Departamento de antropología cultural e historia de América y África. Programa de Doctorado Sociedad y Cultura, Universitat de Barcelona.

10. Latour, Bruno. 2008. Re-ensamblar lo social. Una introducción a la teoría del actor-red. Buenos Aires: Manantial.         [ Links ]

11. López, Fátima y Marisol Murillo. 2017. Del cine, sus aventuras. Hazañas picardías y nostalgias del cine boliviano. La Paz: 3600.

12. Mesa, Carlos (coord.). 2018. Historia del cine boliviano 1897- 2017. La Paz: Plural.

13. Molina, Mary Carmen. 2014. “Lo más bonito y sus mejores años. Cine boliviano de los últimos 50 años (1964–2014)”, en revista Ciencia y Cultura, Nº 32, pp. 153-182.

14. Molina, Mary Carmen y Sergio Zapata (eds.). 2018. Memoria de las Jornadas de Cine Boliviano: la mirada cuestionada. La Paz: AECID.

15. Morales, Sebastián. 2016a. Una estética del encierro: acerca de una perspectiva del cine boliviano. La Paz: Greco.

16. ---------- 2016b. “Un cine como proceso de escritura: entrevista a Martin Boulocq”. Disponible en: https://llegadadeltren.blogspot.com

17. ---------- 2018. “¿Cómo y por qué se hacen las películas en Bolivia? Apuntes para una investigación”. Coloquio: Día del cine boliviano, Universidad Mayor de San Andrés (registro sonoro).

18. Zapata, Ada y Marcelo Reyes. 2017. Apuntes de cine. La Paz: 3600.

 

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