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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.22 no.40 La Paz jun. 2018

 

Reseñas

 

Enrique Arnal-libro de autor

 

 

Enrique Arnal

2017, Plural Editores, La Paz, 160 páginas, edición de Carmen y Ximena Arnal Franck.

 

 


Preámbulo. Tengo en mis manos un ejemplar no estrenado de Enrique Arnal —libro de autor. En la portada, un toro. Su cabeza: delante de cerros violáceos, por momentos lilas y generalmente pálidos. Su cuerpo: parado en tierra inhóspita levemente rojiza, con la pata izquierda apenas adelantada. El toro —de lado— nos mira periféricamente, los ojos (invisibles) están clavados más allá de la portada en algo que lo ha paralizado. Detrás de los cerros y las nubes, más cerros aun y la noche negra (como el propio toro), aunque pálidamente tocada por una luz lunar de indefinible intensidad. Abajo a la derecha, la firma de Arnal con puro y grueso blanco.

En la contraportada, las nubes continúan el cuadro, junto con los cerros y la noche extrañamente iluminada. Pero de pronto, entre las nubes y los cerros, una reunión de sombras (aparentemente humanas), tan oscuras como claras, se confunden con los cerros. Al centro de la contratapa, una breve leyenda escrita por el propio Arnal: "Los bisontes y los toros han sido temas que me han acompañado permanentemente y han sido la revelación de mi pintura, donde tuve la experiencia —algo ajena en la cultura occidental— de tener un segundo nacimiento". Este segundo nacimiento -aclara más adelante- tiene que ver con "una posesión de sí mismo muy reveladora, intensa, un encuentro consigo mismo rodeado de una especie de luz blanca".

Arranco el celofán...

La solapa. El hecho de que tengamos en manos un libro de autor es de por sí estimulante. Quién mejor que el propio creador para conducirnos por las piezas que componen la obra de una vida y señalarnos tenuemente la impronta de la vida en los recodos de una obra.

Debo admitir que antes de abrir este libro póstumo —un volumen brillante en su opacidad— no tenía una noción precisa de la obra conjunta de Enrique Arnal (1932-2016). Aunque hemos visto algunos cuadros del pintor nacido en el centro minero de Catavi, enfrentarse a una obra cerrada en cuanto a producción, implica una lectura atenta a los detalles y a las redes que éstos tienden, para adivinar así la potencia de un estilo y la organicidad de una obra completada.

Aunque es imposible detenerse en todas las particularidades que centellean al pasar las páginas de este libro compuesto por cuadros seleccionados por el propio Arnal en 2014, vamos a señalar algunas referencias más o menos generales (empezando por la solapa inicial) que permitirán al lector una lectura más detallada.

En primer lugar, hay que decir que el libro tiene una sobrecubierta desplegable; por tanto, las solapas forman parte del cuadro que hace de portada y contraportada. El ejercicio de despojar al libro de su sobrecubierta nos enfrenta con un cuadro largo (32 x 83cm). Los dobleces, obligados por la manufactura y presentación del libro, permiten que este cuadro sea leído como un tríptico: la reunión de sombras a la izquierda (contraportada y solapa final), el toro al centro (portada) y una repentina sombra humana en la solapa inicial.

La sombra de un hombre en la solapa inicial tiene el pie izquierdo adelantado y parece estar en el mismo eje que nosotros, que miramos el cuadro. Con la sobrecubierta desplegada, tenemos la sensación de que el toro de la portada y el hombre de la solapa —quienes iban cada cual por su lado- de pronto han encontrado sus miradas para quedar paralizados uno frente al otro. Debajo del pie adelantado del hombre, la firma de Arnal, pequeña y negrísima —en contraste con la firma blanca bajo la pata adelantada del toro. La firma blanca es el título del libro, la negra, la signatura del cuadro que Enrique Arnal escogió como portada.

Más allá de que las tres imágenes de la sobrecubierta aparezcan a lo largo de los cuadros que componen el libro -ya sea solitariamente o en diferentes combinaciones, cabe resaltar que el libro parece estar concebido también como una obra, en cuanto cada detalle opera una revelación estética. Aquello que está debajo de la sobrecubierta -la portada secreta, digamos-, la dejaremos sembrada en la curiosidad del lector.

La luz en Arnal o detrás de las sombras. En la pintura de Arnal siempre hay algo que se adivina tras las sombras. En vez del dibujo que delinea una forma con negro, dando este trazo una estabilidad figurativa, en Arnal el negro desestabiliza, mueve, deja un carbón en la solapa y de repente deslumbra, relampaguea en largas intermitencias, en una manifestación de permanente fugacidad.

Muchas veces sus sombras "parecen" humanas. Y esa humanidad atisbada es el deslumbramiento repentino; mientras la idea de que solo "parece" humana, otorga fugacidad a lo figurativo —acaso realista— de esta pintura que encarna su enigma entre lo abstracto y lo figurativo.

Por ejemplo, en su conocido cuadro Tambo, vemos una sombra al fondo del tambo. A primera vista parece humana, pero también puede ser un par de bultos, de saquillos, un montón de papas, o la combinación de cualquiera de estos elementos que son el resto de los que componen el cuadro. Todas estas cosas, de pronto, después de una fugaz aparición de sombra humana, se concentran en esa oscuridad (aparentemente) incognoscible. Aquella negrura es el centro magnético del cuadro, y abre relaciones insospechadas que dejan atisbar la hechura compositiva del mismo, y -a la vez- la luz repentina del deslumbramiento original.

En otros cuadros de Arnal, el negro se conjuga con tonos menos profundos, dando así textura a las sombras. La huella de lo humano y de lo orgánico aparece en aquella textura. Y es allí donde uno adivina el punto de luz del cuadro, el cual -dependiendo de su ángulo— alarga sombras hacia la derecha, o las achica hacia la izquierda o las sitúa en un ángulo inesperado.

Esta luz puede situarse en la lejanía del último horizonte o en una ventanita —indistintamente. El contraste entre el paisaje y el ser hace posible imaginar ambas distancias en un solo cuadro, en un sutil pero alternante zoom-in-zoom-out de consecuentes entradas y salidas. Tal es el juego que, por ejemplo, uno puede estudiar en los recurrentes cuadros dentro del cuadro (passepartout) que pueblan la obra del pintor y que —en gran medida— impulsan la lectura de este libro compuesto por varias series de cuadros que —al no estar ordenados cronológica o temáticamente— revelan un mecanismo narrativo propio a un cambio entre umbrales altamente significativo.

Por ejemplo, en uno de sus más conocidos cuadros del aparapita, este personaje viene hacia la oscuridad y su reflejo sale hacia la luz -o viceversa. El que va hacia la luz (de espaldas) tiene un aire realista, mientras que la cara de sombra de quien entra en la oscuridad es tan misteriosa que enrarece cualquier atisbo realista.

El sueño premonitorio. Casi al inicio del libro, Enrique Arnal comparte algunas vivencias con el lector. Dice que una vez soñó con un rojo muy intenso y sobre él pintó un toro que era su autorretrato. Estaba en Santiago de Chile y visitaba todos los días a los bisontes (traídos de las praderas norteamericanas) en el zoológico, hasta que uno de ellos —cansado posiblemente de la intensidad de esa mirada— cargó contra el pintor.

Luego de aquel episodio, Enrique volvió a La Paz y una tía lo contactó con los dueños de la plaza de toros Olympic, en el barrio de San Pedro. Y fue así que le alquilaron un espacio situado debajo de las graderías, que por supuesto daban al escenario de los toros. Allí se dedicó a pintar a sus anchas y fue estimulado por el primer premio del Salón Pedro Domingo Murillo en 1955 por su cuadro Zampoñas y charangos —una alusión de aire cubista al paisaje de La Paz.

La estampa del hombre en la bestia y en lo inanimado, el paisaje que en los ojos atrae a la bestezuela, es la intensidad de la mirada. Arnal hace evidente la necesaria ubicación de uno o más planos en el cuadro para la aparición tridimensional, es decir, la revelación de un cuerpo accediendo a la profundidad de su propio espacio. Tal espacio engendra el ser. El fondo atrae, enfrenta y encarna en un toro o en un bisonte —ya sea de Lascaux, del zoológico o de San Pedro. Arnal toma el instante de la revelación estética y retorna a él y sale de él y vuelve a él en la parálisis de hombre y sombra que se miran a los ojos.

La jerarquía del espacio/del fondo en la obra de Arnal se hace aun más evidente cuando él mismo cuenta que, en cuanto tomó por las astas el destino de la pintura, se decidió a vivir un breve periodo en Macchu Picchu, cultivando la soledad de apropiarse de una ciudad —digamos— echada de menos. No por nada, las guardas de este libro son los grises campamentos de Catavi, en los cuales Enrique Arnal pasó una venturosa infancia.

Un libro de autor. Como dicen sus hijas Ximena y Carmen Arnal en la Presentación: "en este libro, él mezcló épocas y estilos cuidadosamente elegidos para resaltar una correspondencia pictórica que relata con mucha libertad, pero con una profunda reflexión, la concepción artística de su propia obra". Lo que se revela en ese cuidadoso ordenamiento de obras se desmarca de una narración de línea tradicionalista y alcanza la fina complejidad de un atlas de la memoria.

Alan Castro Riveros

 

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