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Revista Ciencia y Cultura

Print version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.22 no.40 La Paz June 2018

 

Reseñas

 

Potosí

 

 

Ander Izagirre

2017, El Cuervo, La Paz, Bolivia.

 

 


El mismo transcurso que ha vivido el romanticismo hasta la vanguardia, lo ha vivido el relato literario hacia la crónica. Sin ceder en el control del lenguaje, su materia prima ha ahuyentado cisnes y ha dado nombres, cuerpos, vidas a héroes y villanos. En suma ha abierto los ojos a una realidad más mundana y por ello mismo más interesante. La crónica -define Martín Caparrós- es "una forma de pararse frente a la información y su política del mundo: una manera de decir que el mundo también puede ser otro. La crónica es política".

Ander Izagirre quiere que el mundo sea otro. En la crónica de largo aliento Potosí (El Cuervo, 2017), el periodista vasco refleja la vida de las minas bolivianas, de la pobreza, de la explotación, de la violencia, del alcohol y del machismo arraigado. Un mundo en el que las mujeres llevan la peor parte, siempre ellas, la peor parte. Y lo hace a partir de Alicia Quispe, que trabaja en minería desde los 12 y es dirigente de la Federación de niños y niñas mineros de Bolivia. Alicia no se llama Alicia.

Alicia trabaja prácticamente en un régimen de esclavitud -de noche, sin paga- para ayudar a su madre (viuda de un minero y palliri) a pagar un robo perpetrado en la canchamina que ella vigila. Vive en la última casa del mundo, a más de 4.000 metros, respirando ese veneno que se entra al cuerpo y mata de a poco. Roba piedras de desecho en busca de briznas de mineral mientras se empeña en seguir estudiando. No la pasan bien, ni la niña, ni su madre, ni las familias que sobreviven muy muy arriba.

En Potosí, Izagirre cuenta esos dramáticos hechos. Replica los lamentos de doña Rosa, la madre de Alicia, los de otras viudas y los de niñas y niños mineros que deben entrar cada día a buscarse la vida en el socavón aceptando por lo mismo las reglas que rigen en el Manqa Pacha, reino del tío.

"Para escribir hay que tener una aguja en el corazón", decía Richard Ford. Izagirre la tiene, una aguja bien clavada por la realidad que ha visto, la que le han contado y la que le han querido contar:

"Y ya ve donde vivimos, ¿no? El cerro está muy contaminado. Por las noches, cuando trabaja el ingenio de la Manquiri, el viento nos trae un humo muy negro hasta las casas y nos lloran los ojos. Nuestros hijitos siempre se enferman, les duele la cabeza, tienen dolor de barriga, sus diarreas tienen siempre" (p. 130).

La pena también seduce, y si se junta con una mirada "buena" de quien viene de fuera —aunque son pocos los que realmente habitan dentro de la montaña— puede naufragar en un mar de lamentos, de latigazos por el trozo de responsabilidad que a cada uno le toca.

Pero el cronista sale a flote, justo cuando la falta del aire empezaba a ahogarlo y llevarlo por senderos peligrosos desde los que se atisba el paisaje de la "pornomiseria". Y sale a flote tratando de explicar el origen político de esa situación, de dar a los responsables carne y nombre. Para ello intercala una historia que hila hasta el pasado remoto del descubrimiento de la plata y del Sumaj Orko; la llegada de los españoles; la vida de Simón I. Patiño; la lucha de Domitila Chungara; la relocalización de los 80; y llega hasta nuestros días de cooperativas sometidas a clanes dirigenciales. Reconstruye la historia de las minas, que es en síntesis la historia de Bolivia. No poca cosa.

Antes de conocer la mina, Izagirre había escrito sobre los porteadores de las montañas del Karakórum, los supervivientes de Chernóbil o el campesino que ordeñó las nubes en la isla canaria de El Hierro. Había recibido el premio Europeo de Prensa 2015 por el reportaje sobre crímenes militares en Colombia "Así se fabrican guerrilleros muertos". Solo le faltaba la historia del submundo.

Y allí llegó en 2009, se sumergió en las minas potosinas y conoció a Alicia, quien tenía entonces 12 años. Escribió una crónica que le valió el premio Euskadi de Ensayo 2018. Y volvió dos años después, quería saber qué fue de la vida de Alicia: curiosidad, seguro; empatía, también; quizás remordimiento.

Es hasta obsceno entrar en las vidas de otros, conocer sus miedos, sus risas, sus sueños, sus pesadillas y hacer público el paquete. Queda la angustia de cometer una delación, de traicionar. Esa es la mina y la veta que ahoga al cronista:

Es difícil despedirse. Yo también me marcho de Bolivia llevándome todo lo que he podido -el tiempo, los conocimientos y la intimidad de algunas personas: la materia prima para escribir un libro- y con la sospecha de que el libro a ellas no les servirá para nada. Bolivia también es, desde hace décadas, uno de esos países exportadores de historias sensacionales: periodistas, escritores, cineastas, fotógrafos, antropólogas y cuentacuentos venimos a buscar historias de violencia y miseria, que luego en nuestra casa nos lucen mucho y que a los protagonistas pocas veces les sirven de algo (p. 197).

Con ecos de Arzans Orzúa y Vela, de Gabriel René Moreno, de Alcides Arguedas, de Augusto Céspedes, de Néstor Taboada Terán —a falta de otras luces como Zavaleta o Almaraz, que se extrañan-, Izagirre presenta un relato duro. Añade -se agradece- dosis de literatura en algunos pasajes memorables.

En uno de los yacimientos explotados en Compotosí, un peón llamado Ricardo me cuenta que Emilio Alave nunca entra a las galerías y que ellos saben bien por qué. Yo no veo mucho misterio: un niño minero que pasa bruta miseria y que a los 32 se hace rico no debe de tener muchas ganas de volver al socavón. Pero no es eso, me dice Ricardo, no es eso. La cosa es que Alave, en lugar de sacrificar unas llamas para regar con su sangre la entrada de la mina, como es habitual, para pedirle fecundidad a la Pachamama, apostó más fuerte: sacrificó a un hijo suyo. Y lo enterró en la mina. A un sacrificio tan grande, la Pachamama le respondió con una recompensa tan grande: la riquísima veta de plata. Por eso se hizo millonario, dice Ricardo. Pero ahora, cuando se acerca a la bocamina, oye los gemidos de su hijo muerto desde el fondo de la montaña. Por eso Alave ya nunca entra, dice Ricardo —y el cuento corre bajo tierra (p.153).

Presente como está en todo el relato, Ander aparece a ratos y reniega, cuestiona, a veces, juzga: "Esto es lo que queda hoy en día de Siglo XX -lo que queda del siglo XX-: una tierra envenenada, una colonia de casas cochambrosas, familias que no comen lo suficiente, niños y niñas que trabajan en la minería" (p. 76).

¿Por qué una niña debe trabajar de minera? fue la pregunta detonante de este libro. Después de contar historias, perfilar personajes, hacer entrevistas —tan valiosas como la del padre Gregorio Iriarte que tan revolucionario como era murió de puro viejito—, la respuesta la da la propia crónica.

Periodística por rigurosa y con sello de buena pluma, que conmueve a la par que indigna, la crónica Potosí (nos) interpela a contar nuestras historias con mirada propia, boliviana, aunque agradecemos las otras. Nos reta desde donde estamos, sabiendo que nunca estamos del todo en ningún lugar, a narrarnos desde dentro; a entrar a la mina. "Aquí hay un sujeto que mira y cuenta. Créanle si quieren, pero nunca se crean que eso que dice es 'la realidad': es una de las muchas de las realidades posibles, y eso se me hace tan político", dice Caparrós. En este caso, lo suscribo.

Liliana Carrillo Valenzuela

 

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