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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.22 no.40 La Paz jun. 2018

 

Escritores del pasado

 

La búsqueda

Ensayo sobre la religión (Segunda parte)*

 

 

Guillermo Francovich

 

 


 

 

6. El espíritu y el amor

Alguien, cuyo nombre no recordamos, decía que si un dios hubiera creado realmente al hombre a su imagen y semejanza habría dado una muestra muy poco lisonjera de sí mismo. Y que, si disponiendo de la eternidad y siendo omnipotente, no logró producir sino un ser tan menguado como el hombre, no podía enorgullecerse ni de su habilidad ni de su generosidad.

Sin embargo, la opinión que, por lo general, tienen los hombres de sí mismos está muy lejos de ser tan deprimente. Los hombres se sienten, más bien, dotados de cualidades excepcionales y de posibilidades infinitas.

En el siglo V antes de Cristo, Sófocles decía ya que el hombre, que tiene el don de la palabra y el "alado pensamiento", es el ser más prodigioso del universo. Y en 1958, Julián Huxley, el famoso biólogo y filósofo inglés, que fue el primer director general de la Unesco, en un libro titulado Religión sin revelación, escribía lo siguiente:

La biología evolucionista establece que la desarrollada personalidad individual humana, en un sentido estrictamente científico, es dentro del proceso cósmico el producto más alto del cual tenemos conocimiento.

Pero nadie ha señalado la grandeza del hombre con más profundidad y dramatismo que Pascal, en uno, acaso el más famoso de sus "pensamientos", que dice así:

El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza. Pero es una caña que piensa. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero aunque el universo entero lo aplastara, el hombre seguiría siendo más noble que aquello que lo mata, porque sabe que muere y lo que el universo tiene de ventaja sobre él. El universo nada sabe de eso.

En efecto, el hombre opone a la ciega inmensidad de las cosas, la lucidez, la espontaneidad creadora de su espíritu. El hombre es un pensamiento y una libertad que se afirman en el mundo.

Evidentemente, el hombre es un ser natural. Hay, desde luego, en él, algo de material y automático que lo hermana con las cosas. En el siglo XVIII, un joven médico que cultivaba la filosofía, Julián Offrey de La Mettrie, escribió un libro famoso, El hombre máquina, sosteniendo que el ser humano era un mecanismo complicado, pero sujeto integralmente a las leyes de la materia. Digamos de paso que una de las teorías actualmente más difundidas sobre la naturaleza de lo ridículo, encuentra que éste se produce precisamente cuando el hombre en sus actitudes y movimientos muestra lo que hay de simple máquina en él. De todos modos, el cuerpo, con sus dimensiones y formas físicas, individualiza al hombre y le fija su lugar en la naturaleza.

El hombre es también un animal. Los instintos lo mueven con sus oscuras y permanentes exigencias, dando a su conducta los torrenciales contenidos vitales que tiene. San Francisco de Asís, después de saludar al hermano sol y a la hermana agua, saludaba al hermano lobo y a las hermanas aves. La hermandad del hombre con los animales es tan manifiesta que, sobre todo en nuestros días, es difícil mostrar que no es identidad. Después de Darwin, el hombre está incorporado a la escala zoológica. Según los paleontólogos, pertenece al orden de los primates y sus parientes más próximos en la familia animal son los chimpancés, los orangutanes y los gorilas.

Sin embargo de ello, el hombre es mucho más que un animal. No se diferencia de éste únicamente por la posición vertical de su cuerpo, por el tamaño de su cerebro o por su habilidad manual. No es solo el "bípedo implume" del cual se burlaba el cínico griego. El hombre es ante todo, una conciencia que ilumina y comprende el mundo. Jean Paul Sartre ha podido decir de él: "El hombre es una mirada".

Y si aproximamos esta definición a la que Louis de Broglie daba de la materia diciendo que es luz aprisionada, mientras que la luz es materia en libertad, tendremos que reconocer que nuestra visión del hombre y de las cosas es bastante diferente de aquella que tenía La Mettrie.

En realidad, casi nadie pretende ya reducir al hombre a la condición de una máquina o de un simio ingenioso. La amenaza que se cierne sobre él en nuestros días tiene otra forma. El filósofo estructuralista francés Michel Foucault, hace poco, pronosticó la muerte del hombre, anegado en el rumoroso océano de las muchedumbres. Y, como él, muchos creen que el ser humano no es más que un fruto hueco del conglomerado social.

El drástico rebajamiento de los índices de mortalidad, los progresos de la higiene, el desenvolvimiento económico han hecho que las poblaciones crezcan vertiginosamente en las ciudades y en los campos, en los países desarrollados y en aquéllos que están en vías de desarrollo. Las masas lo invaden todo y el individuo se siente cada vez más pequeño dentro de ellas. La humanidad parece no ser más que una manada inmensa.

En su libro El yo desconocido, Karl Jung cuenta que, paseando por una calle repleta de gente, un amigo que lo acompañaba le dijo riendo: "He aquí el argumento más convincente contra la creencia en la inmortalidad: toda esta gente quiere ser inmortal". Era la cómica megalomanía de los ceros, la risible vanidad de los gusanos.

Las personas se hallan efectivamente en nuestros días sometidas a toda clase de presiones. La palabra alienación está en boga para expresar el hecho de que el individuo no es dueño de sí mismo sino que pertenece a una clase, a una familia, a una facción o, en general, a una sociedad cuyas secretas compulsiones configuran su alma.

No se puede negar la existencia de estructuras sociales que actúan sobre el individuo ni la interdependencia de los destinos humanos. Esas estructuras y esa interdependencia crean las situaciones dentro de las cuales los hombres desenvuelven su actividad. Pero es innegable también que la sociedad no hace nacer en el hombre las fuerzas que sustentan su vida interior ni dota al ser humano de los atributos que forman su personalidad. En realidad, cada hombre, con anterioridad a las rutinas y a las imposiciones del ambiente, tiene su ser propio como algo original y único.

Cada hombre posee un alma. Es una conciencia vigilante, un pensamiento que se analiza a sí mismo. Una libertad que configura su destino. Aun el hombre al parecer más insignificante, el mendigo que se acurruca en los umbrales de una puerta es un haz de aspiraciones, una voluntad que trata de afirmarse en el mundo y entre los hombres sin rostro que se mueven en su torno. Se sabe dotado de un misterioso destino. Su vida, por insatisfactoria que sea, es un bien supremo para él, porque es la suya. Busca una plenitud inalcanzable y siente su soledad como un sagrario. Cada hombre es un mundo con nieblas, luminosidades y lobregueces más profundas que las del mundo físico. Por eso le es más difícil conocerse y dominarse a sí mismo que conocer y dominar las cosas que se hallan al alcance de sus manos. Sus deseos son inagotables y no tienen limitaciones. Cada hombre es capaz de repetir aquello que Hamlet le decía a su amigo Rosenskrantz: "Podría estar dentro de una cáscara de nuez y me tendría por rey del espacio infinito".

En efecto, pese a su insignificancia física, en medio de los objetos limitados y temporales entre los cuales se mueve, acuciado por los instintos que tratan de subordinarlo a su cuerpo, el hombre se halla abierto a lo absoluto y lo trascendente. En las actividades que le son propias y que definen su esencia, el hombre participa de un orden diferente del natural. Es un ser finito y temporal que se mueve en lo infinito y la eternidad. Vive en el mundo de las ideas y de los valores. Desde ese mundo contempla la realidad y tiene la conciencia de sí mismo y de las cosas. Desde ese mundo somete a un orden el universo.

El hombre pertenece, pues, a una dimensión de la realidad de la cual tiene la exclusividad y de la cual es responsable en la naturaleza: la dimensión espiritual.

El espíritu obliga al hombre a un esfuerzo permanente de superación. Por caminos rigurosos lo lleva a buscar la perfección en una entrega total de sí mismo. Y esa entrega libremente consentida desemboca en la soledad en que el hombre es el único responsable de lo que hace y en que nada puede interponerse entre su persona y el absoluto que ésta necesita alcanzar.

Con el amor, la vida del hombre adquiere una nueva dimensión. No nos referimos, naturalmente, al amor en su sentido erótico sino al amor en cuanto desprendimiento generoso, en cuanto abnegación. Por el amor, el hombre sale de la soledad a que el espíritu lo lleva con sus exigencias de perfección. Por el amor, cada nombre realiza la paradoja de darse a los otros y con ello hacerse más grande a sí mismo.

El "Sermón de la montaña" es, sin duda, la más alta expresión del ordo amoris. En él la paradoja del amor aparece en su más genuino sentido. En él están los elementos que dieron al cristianismo su inmensa fuerza renovadora. Las muchedumbres que lo escucharon debieron sentirse sacudidas desde el fondo de sí mismas. Eran inauditas las palabras que oían:

—Nadie ha hablado antes como este hombre —se decían los unos a los otros con asombro.

Jesús les pedía, en efecto:

—No resistáis al mal. Si os abofetean en la mejilla derecha, presentad la izquierda. Al que pleitea por llevarse el vestido dejadle también la capa.

Más todavía:

—Amad a vuestros enemigos. Rezad por los que os persiguen. ¿Qué mérito tiene amar a los que os aman? ¿No lo hacen los gentiles?

Esas muchedumbres estaban acostumbradas a cantar el salmo décimo de David que dice: "El espíritu del Señor odia a aquel que vive en la iniquidad. Hará llover sobre los malos carbones ardientes y azufre; vientos abrasadores pondrá en sus copas".

A esas muchedumbres les exhortaba Jesús:

—Amad a vuestros enemigos para que seáis como vuestro padre que está en los cielos, el cual hace nacer el sol sobre los buenos y los malos y hace llover sobre los justos y los injustos.

Cuando Salomón pudo dirigirse a Dios, le pidió: "Dame la sabiduría que está sentada contigo en el trono". Salomón fue el más sabio y el más glorioso de los hombres. La reina de Saba, atraída por su fama, le llevó perfumes, oro y piedras preciosas para ponerlos a sus pies. Jesús, en cambio, se limita a pedir que el Padre Celestial haga su voluntad así en la tierra como en el cielo.

—No os acongojéis dice— por lo que habéis de comer ni por lo que habéis de vestir. Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan. Reparad cómo crecen los lirios del campo. Ni Salomón con toda su gloria estaba vestido como ellos.

Según Jesús, donde está su tesoro está el corazón del hombre. Por eso él desdeña las riquezas materiales. Las devuelve a su propia insignificancia. Los bienaventurados son los mansos, los pacíficos, los limpios de corazón, los misericordiosos. Él quiere la verdadera riqueza: la del corazón. La pureza de las intenciones, la ausencia de pasiones, la diafanidad del mundo interior. Jesús reclama la pobreza de espíritu, es decir, la renuncia a las ostentaciones del saber, del arte, de la moral.

Todo eso era extraordinario. Los hombres que escuchaban a Jesús se quedaban atónitos, desconcertados. ¿Ingenua sabiduría aldeana o sabiduría divina? El mensaje era tan singular que algunos lo consideraban desvarío: "¡Está loco!", decían, según cuenta San Marcos en el capítulo III de su Evangelio.

Pero el amar no es un desvarío. Y solo lo encuentran inocuo quienes no lo conocen. Evidentemente no se debe buscarlo en el fragor de las luchas que se traban por el poderío económico o por el control del mando. Pero es gracias al amor que los hombres conocen la tranquilidad y la felicidad en su agitada existencia. Los hombres realizan diariamente las paradojas cristianas. Viven perdonando a quienes les hacen sufrir. Hay siempre mejillas que se dejan abofetear y manos que devuelven el bien por el mal. Los hombres sienten la satisfacción de dar sin recibir nada. Las familias son nidos de víboras muchas veces. Pero en ellas, las más increíbles abnegaciones florecen. La mansedumbre, la humildad están ocultas siempre. El amor parece perdido entre las agresiones del egoísmo o las vociferaciones de la ambición.

Pero el mundo está hecho de infinitos sacrificios anónimos que permiten la expansión de innumerables vidas. Es por el amor que la humanidad se vuelve cada vez menos cruel y menos dura. Él se manifiesta en las exigencias difusas que van haciendo cada vez más amplia la comprensión entre los hombres y cada vez más humana la convivencia social.

En cierta ocasión, habiéndole los fariseos preguntado cuándo vendría el reino de Dios, Jesús les respondió: "El reino de Dios está en vosotros".

Esa frase ambigua puede significar dos cosas. Primeramente, que Dios no es una realidad separada o independiente de los hombres. Que está en éstos, en la medida que superan sus propias limitaciones y realizan los valores espirituales y el amor. Dios está constituido en este caso por todo lo que hay en el hombre de libertad y generosidad. Dios está allí donde los hombres se sobreponen a su egoísmo y buscan la plenitud de su conciencia. Pero la frase puede significar también que hay un Dios personal, invisible y diferente del mundo y de los hombres, que sin embargo se mezcla con éstos y está en contacto con cada uno de ellos, sin que ellos lo sepan, en la intimidad de sus almas.

La alternativa podemos encontrarla planteada de manera dramática en una de las escenas de la Ifigenia en Táuride de Goethe. Cuando la princesa griega se niega a casarse con Tnoas, rey de Táuride, y le dice a éste que los dioses le ordenan no aceptar el pedido, el rey objeta:

—No es la voz de los dioses que escuchas sino la voz de tu propio corazón.

Ingenia responde:

—Es a través de nuestro propio corazón que nos hablan los dioses.

Para Ingenia, el llamado interno, la advertencia del corazón, necesariamente proceden de una región más alta, son manifestaciones de una realidad trascendente. Vienen del cielo. En cambio, para Thoas, la voz de los dioses es la propia voz del hombre, la voz de sus deseos o sus sueños, la voz de exigencias subconscientes. Para Ingenia, algo más grande que el hombre existe en el universo. Para Thoas nada hay por encima del hombre en la realidad.

 

7. El punto de vista de Thoas

Fue Federico Guillermo Schleiermacher, teólogo y filósofo alemán, el primero que intentó reducir la religión a una pura experiencia subjetiva. Formaba parte del grupo de los románticos alemanes para quienes el cultivo de la emoción, las vagas aspiraciones de infinito, el sentido del misterio, el entusiasmo, eran los ingredientes del pensamiento.

Miembro de una familia protestante muy religiosa, Scheleiermacher, a la edad de dieciocho años, le escribió a su padre una carta diciéndole que no creía más en Dios y que había perdido la fe en la divinidad de Cristo. Sin embargo, se hizo pastor y fue uno de los teólogos más notables de su tiempo. Para él, la fe no estaba basada en los datos de la revelación ni en las doctrinas elaboradas por la razón, sino que provenía del sentimiento de absoluta dependencia que tiene el hombre en el fondo de su ser y que lo lleva a la actitud religiosa.

En 1799, cuando tenía treinta y tres años, publicó los famosos Discursos sobre la religión, en que sostenía que la religión no es pensamiento ni acción sino intuición y sentimiento. Acaso para no chocar con la ortodoxia protestante o tal vez por la imprecisión de sus ideas al respecto, el concepto que daba de la religión era vago. En el segundo de los Discursos decía: "La religión es el sentido y el gusto de lo infinito". Y en otro lugar del mismo discurso expresaba: "En la religión Dios no es todo. Es un elemento... Una religión sin Dios puede ser mejor que otra con Dios".

En todo caso, Scheleirmacher pensaba que la religión era esencialmente un fenómeno subjetivo. En el ya citado segundo discurso llegó a afirmar: "No hay ningún sentimiento que no sea religioso, excepto aquéllos que muestran una enfermiza condición de la vida". Lo importante, a su juicio, no era la inaccesible realidad divina sino lo que el hombre sentía con respecto a ella. La religión se justificaba según él por la actitud ennoblecedora que creaba en el hombre.

Con Ludwig Feuerbach, la reducción de la religión a lo humano se hace más radical todavía. La religión se convierte en una antropología. Feuerbach, conocido en el mundo sobre todo por sus vinculaciones con el marxismo, es actualmente considerado por los protestantes como un teólogo de tipo moderno. Fue, en efecto, un escritor que estuvo siempre preocupado por los problemas religiosos. Él mismo dice en su obra más importante, La esencia del cristianismo, publicada en 1841, que todos sus libros solo se referían a "la religión y a la teología así como a lo que se relacionaba con ellas".

Para Feuerbach, "la esencia del hombre es no solamente el fundamento sino el objeto mismo de la religión" y la religión no es sino "la conciencia que toma el hombre de su propia esencia, no de su esencia finita sino de su esencia infinita". Dios, el Ser Supremo, es para el hombre la propia esencia del hombre, es la imagen que el hombre se hace de lo mejor de sí mismo. La religión coloca fuera esa imagen interna del hombre, la proyecta hacia un plano ideal. Por consiguiente, la religión no es para Feuerbach una superchería. Es una forma de sublimación de lo humano. La religión existe porque el hombre adora la perfección ideal de sus propias cualidades, atribuyéndola a un Dios que por lo mismo no existe.

Ahora bien, Feuerbach piensa que esa transferencia es sumamente perjudicial. Coloca el ideal humano fuera del hombre. Convierte ese ideal en un espejismo, produciendo la enajenación del hombre. Éste se niega a sí mismo todo aquello que confiere a Dios. Venera la, perfección de Dios y olvida la suya propia. De ese modo, la religión pone al hombre contra sí mismo. Establece una barrera, abre un abismo entre la realidad humana y la perfección de ésta, que se vuelve inaccesible.

Frente a esa situación, Feuerbach propone el retorno de la religión a su autenticidad original. Pide que desaparezca la "enajenación" y se restablezca la subjetividad de aquello que fue objetivado. El hombre no debe prosternarse ante los ídolos sino ante su propio ser. El misterio del amor de Dios debe ser el misterio del amor del hombre por el hombre. "Dios es el ser que actúa en mí -dice- conmigo, por mí, para mí, el principio de mi salvación, de mis buenas intenciones y acciones, por lo tanto, mi propio buen principio y mi propia buena esencia".

La verdadera religión debe tener por objeto al hombre. El hombre debe poner en sí mismo los valores supremos y ser responsable de ellos ante sí mismo. "El momento culminante de la religiosidad -escribe Feuerbach- es aquél en que la religiosidad se convierte en irreligiosidad". La vida divina no está en el cielo, sino en la tierra, entre los hombres. En una de sus Tesis provisorias, decía Feuerbach: "El antropoteísmo es la religión consciente de sí misma, es la religión que se comprende a sí misma". Conocer a Dios, según él, es conocerse a sí mismo.

El paso de la antropología a la sociología lo dio Augusto Comte, quien, en un sorprendente viraje de su pensamiento, fundó la religión de la Humanidad. La Humanidad, para el creador del positivismo, no es una abstracción. Concreta y real, es la suma de los seres humanos que a través de los tiempos realizan una labor conjunta de superación. Comanda y orienta a los individuos. Actúa desde las lejanías del tiempo con la influencia de los antepasados. Inspira la acción presente dentro de la cooperación y la solidaridad. Edifica el futuro mediante las ideas qué inculca a los hombres. Las generaciones se suceden creando el orden y el progreso, fundamentos del bienestar.

Comte, en su empeño religioso, no se limitó a consideraciones teóricas. Fundó una verdadera iglesia, sobre el modelo de la católica, con un sacerdocio, con ritos e inclusive con un calendario en que los meses y los días estaban consagrados a los personajes más ilustres de la historia. Su lema era: el amor por principio, el orden por base y el progreso por fin. Comte caracterizó así el papel de la Iglesia Positivista: "En nombre del pasado y del porvenir, los servidores teóricos y los servidores prácticos de la Humanidad vienen a tomar dignamente la dirección de los negocios terrestres, a fin de constituir la verdadera providencia intelectual, moral y material".

Julián Huxley, en su libro Religión sin revelación, que hemos citado ya y que es uno de los más genuinos ensayos de humanización de lo religioso formulados en nuestros días, propone una religión sin dogmas y sin sobrenaturalismos, basada en la "fe en las posibilidades humanas".

Comienza Huxley expresando la convicción de que una religión depurada y auténtica puede existir perfectamente prescindiendo de la creencia en un Dios personal y de cualquier revelación. Afirma al mismo tiempo que el hombre necesita creer en algo para vivir, porque el escepticismo no conduce a nada. La religión es para Huxley una forma de vida. Le señala al hombre su posición y su rol en el mundo, le muestra sus relaciones con las cosas, en una palabra, le da una actitud frente al universo. Va acompañada de reverencia y del sentimiento del misterio sin que para ello sea necesaria la creencia en seres sobrenaturales.

Siendo la religión un elemento natural de la existencia humana, tiene que estar de acuerdo con las condiciones en que ésta se desenvuelve a cada momento. No puede ser la misma en todas las épocas. Progresa con la civilización, creando objetivos siempre más nobles y más razonables para los hombres.

Por consiguiente, el hombre del siglo XX debe tener una religión que corresponda a las experiencias y al pensamiento de su tiempo. Ella tendrá como fundamento los datos de la ciencia, el conocimiento de la formación evolutiva del mundo y la certeza de que el hombre es la culminación del proceso cósmico.

Sobre esas bases, Huxley propone como religión un humanismo evolucionista, con un doble objetivo: por un lado, la realización de posibilidades cada vez más altas por hombres cada vez más desarrollados, y, por otro lado, el mejor aprovechamiento técnico y artístico del planeta. Según Hukley, esa religión no solamente está de acuerdo con el saber humano actual, sino que, además, trae los objetos sagrados que se suele poner en la lejanía sobrenatural y los coloca cerca del hombre y de su inmediata experiencia.

Al hablar de la humanización de lo divino no se puede dejar de citar a uno de los más singulares personajes creados por Dostoievski. Alexis Kirilov pertenece al grupo de los protagonistas de la novela Los endemoniados del gran escritor ruso. Joven ingeniero, nihilista, incidentalmente metido en la política, Kirilov vive obsesionado por la idea religiosa. Repudia a Dios. Pero tiene una desesperada nostalgia de la divinidad. "Si Dios no existe -dice- el hombre es Dios".

La divinidad consiste, para Kirilov, principalmente en la libertad, en la independencia frente a cualquier posibilidad de poder. Si Dios existe, todo tiene necesariamente que depender de él. Pero si no existe, el hombre es libre y todo le está permitido. Es él quien debe fijar su propio destino y determinar los medios de su realización.

Kirilov piensa que los hombres han inventado a Dios para evadirse, para no verse obligados a asumir la responsabilidad de ser hombres. Él se propone destruir la mentira y libertar a los hombres haciéndoles ver su propia divinidad. "Me mataré -dice- para afirmar mi insubordinación, mi terrible libertad. Abriré así las puertas a los otros".

Su actitud no es una incitación al suicidio general. Es una experiencia. Es, sobre todo, una demostración. Quiere probar que el hombre es dueño absoluto de sí mismo. En adelante, los hombres podrán vivir en la plenitud de su propio ser, sin servir a nadie ni a nada. "Comenzará entonces una nueva vida —dice todavía Kirilov- la transformación física del hombre y de la tierra. El hombre será Dios".

Y en efecto, Kirilov se suicida. Tranquilamente, casi con indiferencia, asumiendo inclusive la responsabilidad de un crimen que, por motivos políticos, ha cometido uno de sus compañeros, se da un tiro.

En nuestros días, el esfuerzo de secularización de la religión es muy intenso. Scheleiermacher y Feuerbach proyectan sus grandes sombras sobre la teología contemporánea. Principalmente en Alemania y en los Estados Unidos, las tentativas avanzan tanto que Dios parece diluirse en las brumas de la abstracción o de la emoción y la religión se convierte en una ética, en una forma de servicio social.

Rodolfo Otto, pastor y teólogo alemán, se hizo famoso en el mundo intelectual, cuando en 1917 publicó su libro titulado Lo santo, que era como el remate de una labor dedicada por muchos años a la investigación religiosa. El hombre, según Otto, vive, siente lo sagrado. Pero éste no puede ser definido. Lo conocemos únicamente por las emociones que despierta. Es "numinoso". Es imponente. Le da al hombre la sensación de su propia pequeñez, de su dependencia, de su condición de criatura. Lo sagrado se presenta como lo totalmente extraño, como algo que está fuera de lo corriente y familiar y, por lo mismo, lleva el alma a la admiración y al temor. Al mismo tiempo es subyugante, fascinando al hombre y obligándolo a aproximarse a él. Esas experiencias de naturaleza irracional son el fundamento de la religión. Proporcionan los elementos informes, la materia prima que éste maneja. Las emociones de lo sagrado son convertidas en fe por las religiones, que proporcionan las estructuras con las cuales lo sagrado se manifiesta en la historia.

Muy diferente es la posición de Paul Tillich, otro prominente teólogo protestante de la actualidad. Es religiosa, según él, cualquier preocupación que trasborda los límites del interés inmediato. Ser religioso es estar afectado, atraído, interesado (concerned) por preocupaciones superiores. Dios está presente en lo que el hombre hace como ciudadano, en la creación del artista, en la amistad, en el amor, en el trabajo del obrero. Tillich define la religión como "el estado del ser dominado por una preocupación suprema, que responde al sentido de la vida y que convierte en secundadas todas las demás preocupaciones". Inclusive el ateísmo puede considerarse como una forma de religión, según Tillich. No se puede, a su juicio, rechazar a Dios sin hacer de ese rechazo una suprema preocupación. No se niega lo absoluto sino en nombre de otro absoluto. También el sentido de lo absurdo (meaning ofmeaninglessness) tiene un contenido religioso. Si se desespera de la vida es porque se desea una significación para ella. La concepción que Tillich tiene de la religión es una de las más elásticas que se han formulado hasta ahora. Solo quedarían fuera de ella las actitudes inspiradas por un materialismo egoísta o por una superficial frivolidad.

En los Estados Unidos hay actualmente un grupo de teólogos que, partiendo del supuesto de que Dios ha muerto, predican una especie de humanismo penetrado de emoción sagrada. "Una nueva religión surge de la tumba del Dios muerto", dice Gabriel Vahanian, que es uno de los integrantes de ese movimiento, en su libro titulado La muerte de Dios. Según Vahanian, la visión del mundo que impuso el cristianismo ha sido superada por el pensamiento contemporáneo. "La aprehensión del mundo —dice— está amputada enteramente de la necesidad de un conocimiento de Dios. Es más fácil comprenderlo sin Dios que con Dios. El hombre moderno vive en un mundo en que todo es inmanente". Por eso las bases de la cultura no son ya en nuestros días cristianas. Vivimos en una época post-cristiana. "La civilización del asfalto —añade— y del cemento armado no es pagana sino sobre todo post-cristiana".

Otro teólogo del mismo grupo, William Hamilton, proclama la necesidad de practicar una religiosidad consagrada al mejoramiento de los seres humanos y a la fraternidad universal, en una actitud llena de amor. Propone una religión que haga de Jesús el modelo de la total entrega del hombre al servicio del prójimo. "En la época de la muerte de Dios —expresa Hamilton— hay un lugar en que debemos estar todos. No es delante del altar, sino frente al mundo, en la ciudad, junto al prójimo necesitado tanto como junto al enemigo". Lo fundamental en la religión, según Hamilton, no es la creencia en una entidad divina sino la vida en el amor y en la verdad. La fe debe incorporarse plenamente a la realidad dentro de la cual vivimos, olvidar para siempre el paraíso perdido y hacer que el Cristo, limpio de mitos y leyendas, sea real y esté presente en cada uno de los hombres".

 

8. El punto de vista de Ifigenia

El punto de vista de Thoas conduce, pues, a la disolución de lo divino en lo humano. El mundo espiritual no tiene existencia sino en el hombre y por el hombre. Depende de éste y del sustento que él le da. Dios es una sombra vacía de sustancia propia y la religión no es más que una proyección mental, una sublimación de aspiraciones humanas. Ya Jenófanes, en los albores de la filosofía griega, había dicho: "Son los hombres que han creado los dioses porque en éstos encuentran su propio rostro, sus sentimientos, su lenguaje".

Por lo tanto, desde el punto de vista de Thoas, la religión no sale del mundo empírico. La trascendencia es más que una ilusión. El hombre, mediante las religiones, no hace más que rendir culto a valores puramente humanos.

En cambio, para el punto de vista de Ingenia, que vamos a tratar de caracterizar ahora, Dios es una realidad efectiva, la realidad suprema, el ser puro que tiene en sí mismo la razón de su existencia. Dios es trascendente, existe independientemente del hombre y de las cosas y está más allá del tiempo y del espacio en que aquéllos se mueven. Dios es el ser absoluto.

Y en cuanto al hombre, lejos de ser un ingenuo creador de simulacros sagrados, es el intermediario entre lo divino y la naturaleza. Es la brecha que Dios se abre para manifestarse en el mundo que parece negarlo o que por lo menos se empeña en ocultarlo. Para el punto de vista de Ifigenia, el hombre, a pesar de ser una realidad contingente y finita, es el soporte del espíritu en el mundo. El espíritu actúa en el hombre anunciando la infinita e inaccesible realidad de Dios.

Consiguientemente, no es el deseo, como pretende el punto de vista de Thoas, que crea a Dios. Por el contrario, es del propio Dios que proviene la aspiración que el hombre tiene de llegar a él. No es que Dios sea antropomórfico sino que el hombre es deiforme. El deseo, la necesidad de Dios son manifestaciones de la propia divinidad. Se presentan en el hombre por el hecho de que éste es un ser afín a lo divino.

El punto de vista de Ifigenia tiene un largo y prestigioso pasado. Se remonta a Plotino, para quien el hombre era una emanación de Dios, y más atrás aun, a Platón, que consideraba al hombre como una realidad espiritual nostálgica de lo divino. Adquirió su plena conciencia en San Agustín. En el capítulo XXVII del libro X, de esa obra tan personal como profundamente religiosa que son Las confesiones, decía el rebelde y tempestuoso teólogo, dirigiéndose a Dios: "Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé, y, sin embargo, estabas dentro de mí y yo buscándote fuera. Estabas conmigo y yo lejos de ti".

Pascal, como es sabido, tenía una de sus fuentes de inspiración en San Agustín. Philippe Sellier, en un voluminoso libro que acaba de publicar en París con el título de Pascal y San Agustín, afirma inclusive que Pascal "es uno de los más grandes teólogos de la estirpe agustiniana". Para Pascal, como para el africano, el hombre en su tremenda soledad, perdido en la inmensidad de los espacios que lo aterran, halla a Dios en sí mismo, en el núcleo de su propio ser. Las palabras con que Pascal habla de éste son casi idénticas a las que Goethe ponía en boca de Ifigenia: "Es el corazón que siente a Dios".

Y en nuestros días, el pensamiento religioso, profundamente influenciado por las filosofías existencialistas, centra lo religioso en el hombre y afirma que Dios debe ser buscado sobre todo en las profundidades del alma humana.

Su propio ser le es tan familiar que, con frecuencia, el hombre no repara en su singularidad y en lo que, hasta cierto punto, hay de maravilloso en él. El atareamiento cotidiano y la absorción de la conciencia por las preocupaciones rutinarias hacen que no se pregunte por su propio ser como se pregunta por el ser de las cosas que lo rodean. Lo acepta como un supuesto que no necesita justificación.

Pero cuando ahonda dentro de sí mismo, se da cuenta de la realidad sorprendente que es. En ese

tête-à-tête sombre et limpide
d'un coeur devenu son miroir1

como diría Baudelaire, el hombre tiene una visión deslumbrante de la distancia que lo separa del mundo material, advierte que su propio ser posee una estructura y exigencias que ningún otro ser presenta en el mundo.

Refiriéndose a la densidad de la vida interior del hombre, decía el viejo Heráclito: "Aunque hayas recorrido todos los caminos, jamás descubrirás las fronteras del alma, tan profunda es su realidad".

Los psicólogos de todos los tiempos han querido llegar a la esencia de la realidad humana, tratando de encontrar la clave de sus secretos. Han descompuesto esa realidad, reduciéndola a sus elementos conocidos, instintivos o biológicos. Para unos el hombre es solo sexo, para otros solo economía. Pero nadie ha logrado desvendar el misterio que es acaso, en último término, el misterio del universo mismo. Nadie puede explicar el prodigio de que el hombre que emerge de esa masa ciega que es el mundo material, se abra sobre sí mismo y sobre las cosas y acabe iluminándolas con una especie de luz interior.

En efecto, con el hombre el mundo se hace una realidad consciente. Sale de las tinieblas de la existencia bruta y se llena de luz. El hombre da a las cosas una apariencia y una significación que en sí mismas no poseen. Los objetos del mundo se despliegan en su torno y adquieren formas y dimensiones. El hombre es algo así como el ordenador del universo. Éste es un juego de fuerzas, un movimiento de partículas materiales en que todo se equivale. Su indiferencia envuelve por igual al átomo y al astro. Las cosas ignoran el amor, la belleza, la poesía. En su realidad inconsciencia son ajenas al bien y al mal. Con el hombre adquieren jerarquía y significación. Toman un puesto y ofrecen una perspectiva. Se vuelven objetos de valor. Sus procesos revelan una dirección. La presencia del hombre da a la naturaleza una unidad armoniosa y dotada de sentido Por él, en la corriente del acontecer existen el pasado y el futuro.

Su pensamiento, además, trasponiendo los límites de la inmediatez empírica, conoce la estructura de las cosas y las relaciones que existen entre ellas. Asciende así a la vivencia metafísica, a la conciencia de lo perfecto y a la noción del bien universal. "No veo sino el absoluto por todas las ventanas", decía Baudelaire. Solo el hombre es capaz de semejantes experiencias.

Pero el hombre, además de conocer el mundo y de darle un sentido, actúa sobre él. Interviene en sus procesos. Los altera, sometiéndolos a sus propósitos. Utiliza los recursos de la naturaleza, desata las energías de ésta, modifica los objetos, vence las distancias y puede producir catástrofes cósmicas. Su iniciativa no es arbitrario impulso. Sigue caminos que las cosas ignoran. El animal está encajado, acomodado, en la naturaleza. Es siempre idéntico a sí mismo. Sus reacciones se hallan predeterminadas y se producen siempre del mismo modo en las mismas circunstancias. El hombre toma decisiones, canaliza su actividad de acuerdo con exigencias que le son exclusivas. Se hace a sí mismo, frente a la indeterminación del mundo. El hombre es un ser solitario en el cosmos, algo así como un caballero andante del universo. Camina por entre las cosas. Pero no se pierde en ellas. Por el contrario, es el señor de sus actos y hasta el enderezador de los entuertos del mundo. La historia es la sucesión de los esfuerzos que realiza para imponer un orden a la naturaleza y dar un carácter a los acontecimientos.

Finalmente, el hombre tiene la capacidad de amar. Con el amor, el espíritu entregado a su propia soledad, empeñado en la búsqueda de su propia perfección, se vuelve sobre los otros hombres. Más allá de la convivencia que permite la colaboración con los demás, el amor es la abertura del hombre hacia el ser de otro hombre. Es la superación de los individualismos que encierran a cada hombre dentro de sí mismo. Es la comunión de los espíritus que les da la conciencia de algo más grande que ellos mismos.

San Pablo mostró el carácter singular del amor en su primera epístola a los Corintios. Lo pone por encima de cualquier saber, más allá del desinterés, más allá de la fe. "Aunque hable todas las lenguas de los hombres y de los ángeles -dice- si no tengo el amor no soy más que como el bronce que vibra o como el címbalo resonante. Si tengo el don de la profecía, si conozco todos los misterios y toda la ciencia, si tengo la fe que transporta montañas y no tengo el amor, no tengo nada. Si distribuyo mis bienes, si entrego mi cuerpo para que lo quemen y no doy el amor no he dado nada. Lo permanente es la esperanza, la fe y el amor. Y el más grande de los tres es el amor".

Para Pascal, el amor constituye dentro del universo un orden aparte. "Todos los cuerpos, el firmamento, las estrellas, la tierra y sus reinos no valen lo que el menor de los espíritus —dice— porque éste conoce todo y se conoce además a sí mismo; en tanto que el cuerpo no conoce nada: Todos los cuerpos juntos y todos los espíritus juntos, con todas sus producciones, no valen lo que el más pequeño movimiento de caridad. Éste es de un orden infinitamente más elevado".

Por el amor, el espíritu del hombre descubre su consubstancialidad con otro espíritu y entra en un mundo trascendente que es el mundo específicamente suyo.

El espíritu y el amor no solo ponen de manifiesto una dimensión de la realidad que no puede confundirse con las de la materia o de lo orgánico, sino que muestran también, con su presencia, que el universo no es una realidad homogénea y que hay en él órdenes o esferas del ser con características y estructuras diferentes.

En efecto, originariamente se hallan en el mundo las cosas materiales con su riguroso determinismo y su inflexible regularidad. Surge, después, como una ínfima parte de la realidad, la vida sustentada por la materia y animada por impulsos propios. La conciencia hace que los seres vivos comiencen a abrirse para el mundo. Finalmente, irrumpe con el hombre el frágil y ambiguo espíritu, haciendo que el proceso cósmico tome conocimiento de su propia existencia.

La ciencia no puede dar razón de esa variedad de formas del ser, ni de su aparición sucesiva, pero el hecho ha llevado a pensar en un designio misterioso que dirige la evolución, en una necesidad oculta de ascensión que mueve al mundo. Filósofos como Henri Bergson y Samuel Alexander creen, por ejemplo, que un impulso profundo lleva a través de la materia, de las manifestaciones de la vida y de los florecimientos del espíritu, hasta la eclosión de la divinidad. Dios no se halla, por lo tanto, según dichos filósofos, en la base sino en la cúspide del mundo. Dios está haciéndose. El universo es un proceso evolutivo y convergente. Dios es el sentido y la justificación de ese proceso. Dios es el universo aspirando a lo divino. Es el contenido intencional del universo.

Y en nuestros días tienen dentro del catolicismo una grande difusión las ideas de Pierre Teilhard de Chardin. Este sacerdote jesuita y paleontólogo, fallecido en 1955, sostenía que hay una evolución en el universo que crea seres cada vez más complejos, en una ascensión continua de organización y de conciencia. Una energía espiritual, según Teilhard de Chardin, ha hecho surgir poco a poco de la materia ese ser prodigioso que es el hombre y conduce hacia la suprema forma de conciencia que es la divinidad. El hombre debe contribuir a la realización de ese proceso dentro de sí mismo. El cristianismo es la creencia en la unificación del mundo por la acción en el hombre del principio espiritual representado por Cristo.

Pero no es indispensable aceptar esas u otras explicaciones semejantes, para darse cuenta de que, dentro de la realidad, la materia y el espíritu constituyen dos regiones diferentes del ser, con características y dimensiones propias. La una con su inmensidad y sus estructuras físico-matemáticas y la otra con las iluminaciones del pensamiento y la comunión por el amor.

Dice Toynbee, en el último capítulo de su libro El historiador y la religión: "No hay razón alguna, a no ser el capricho o el prejuicio, para tratar el aspecto físico-matemático del mundo como si fuera más real que el espiritual. Ambos aspectos son referencias de la conciencia humana. Un aspecto humano del universo es tan lícito como cualquier otro".

El punto de vista de Ifigenia prefiere el aspecto humano del universo. Lo importante para él es que la presencia del hombre pone de manifiesto en el mundo una forma de la realidad que es diferente de la material. El cuerpo del hombre es un fragmento de la realidad material entregado a un espíritu. El espíritu del hombre es un fragmento del puro espíritu confinado en un cuerpo. Y así como físicamente el hombre pertenece al cosmos del cual es una partícula, es también partícipe de una realidad espiritual mayor, de la cual su alma es una manifestación parcial y limitada.

Para el punto de vista de Ifigenia, el poder iluminante y el anhelo de infinitud del alma humana trasbordan las posibilidades del mundo material, haciendo suponer que esa alma pertenece a una esfera del ser que está por encima de la materia y que le sirve de sustento.

Hace setecientos años, un discípulo de San Agustín, San Buenaventura, en un opúsculo titulado Itinerario de la mente en Dios, hacía esta pregunta que corresponde a un sentimiento que se halla en el centro mismo del punto de vista de Ifigenia:

—¿Cómo podría verdaderamente conjeturar la mente humana que las cosas particulares con las cuales tiene contacto son defectuosas e incompletas si no poseyera algún conocimiento de un ser que está absolutamente limpio de imperfección?

Según San Buenaventura, el hombre contempla y somete a juicio el mundo porque su espíritu está por encima de éste. Pertenece a una dimensión desde la cual abarca con el pensamiento las cosas. Si éstas le parecen absurdas es porque tiene conciencia de un orden racional. Si le atormenta el mal que corroe el mundo es porque tiene la noción del bien universal. Pascal refiriéndose a las frustraciones del hombre en el mundo, decía casi lo mismo, en el tono pesimista que le es peculiar:

—Todas estas miserias son otras tantas pruebas de la grandeza del hombre; son las miserias, de un gran señor; las miserias de un rey destronado. La grandeza del hombre consiste en que se conoce miserable. Un árbol no se conoce miserable.

En suma, para el punto de vista de Ifigenia, la presencia del espíritu humano es el testimonio visible de la existencia de Dios, que se halla oculto en el mundo de la naturaleza. Las exigencias de trascendencia que tiene el hombre son manifestaciones de lo divino. Su afinidad con Dios le hace sentirse al hombre exilado en el mundo. Es de Dios que proviene la conciencia que el hombre tiene de pertenecer a un mundo de perfección que no es el de las realidades empíricas.

El conocimiento directo e inmediato de Dios solo pueden atribuírselo a sí mismos los místicos. Éstos parecen realizar una especie de salto a lo absoluto, liberados de lo terreno. La iluminación del éxtasis los lleva a la presencia de Dios. Empero, sus experiencias, si bien aparecen siempre con los mismos rasgos, dando la impresión de que corresponden a algo constante, son de tal naturaleza que solo están al alcance de determinadas personas.

La generalidad de los hombres, que carecen de la capacidad mística, solo consigue presentir a Dios, tener de él una idea imprecisa, una idea rodeada de incertidumbre. El conocimiento de Dios es una experiencia profundamente subjetiva. "El corazón siente a Dios", decía Pascal.

El corazón ha sido usado como símbolo de muchas cosas. Para Pascal representaba ante todo la sensibilidad inteligente que permite llegar al ser íntimo de las cosas y de los hombres. El conocimiento proporcionado por el corazón era, según él, más flexible, más fino, más perspicaz que el del puro raciocinio. Las razones del corazón no eran, por lo tanto, los sentimientos sino los justificativos de un pensamiento que transborda las simples exigencias lógicas, abierto a las revelaciones de la vida. Nacían de una forma de comprensión más penetrante que el conocimiento teórico de una aproximación a la realidad palpitante de un mundo cuya complejidad y cuya riqueza infinitas no pueden ser captadas por las abstracciones.

El punto de vista de Ifigenia conduce, pues, al pensamiento hasta una posición que trasborda el racionalismo. Dios es inaccesible a nuestro conocimiento racional. Está oculto. Dios no se prueba. Se lo presiente. Se lo busca. Y solo una abertura total de la mente permite la aceptación de su existencia.

 

9. En los confines del pensamiento

Así, pues, desde el punto de vista de Thoas, la teología se reduce a una antropología. La idea de Dios no corresponde a ninguna realidad efectiva. Dios es un símbolo que le permite al hombre dar significación a su propia vida. La fe crea su objeto y la religión no es más, en suma, que la adoración del hombre ideal por el hombre real. Mientras tanto, para el punto de vista de Ifigenia lo divino se halla como algo inmaterial y absoluto por encima del mundo empírico. No es un mero contenido de conciencia ni un simple objeto mental. Es una verdadera realidad independiente del ser humano y el permanente fundamento de lo que en éste hay de más puro.

Son dos posiciones perfectamente definidas. Ambas giran en torno al hombre y reconocen la desconcertante ambigüedad de la naturaleza humana. Ambas prueban que la idea religiosa no es una simple invención sino que corresponde a exigencias profundas de la conciencia del hombre. Ambas muestran que éste no podría vivir privado de un sistema de valores, sin el cual se vería reducido a la condición de un objeto natural, sometido únicamente a las leyes de la necesidad.

Ahora bien, el Dios inaccesible a que conduce el punto de vista de Ifigenia ¿existe realmente? ¿0, por el contrario, el hombre deberá resignarse a hacer de sí mismo esa divinidad frustrada que, en último término propone el punto de vista de Thoas?

La razón se esfuerza por dar una respuesta. Ha tratado de encontrar a través de los siglos pruebas precisas y cada vez más rigurosas en pro o en contra. No ha conseguido su propósito. Lo máximo a que llega es a dar, a quienes han adoptado ya una de las posiciones, la justificación para sus actitudes, asegurándoles que no son absurdas. Sin embargo, el empeño continúa. La razón, aunque se da cuenta de que no llega a las iluminaciones de la evidencia, no renuncia al propósito. La pertinacia del esfuerzo no solo muestra la precariedad de los resultados obtenidos, sino también la profunda necesidad que lo origina.

Todo conocimiento bordea los abismos de la incertidumbre. Y con mayor razón aquél que enfrenta los problemas trascendentes. Jean Rostand, el famoso biólogo francés, decía, por ejemplo, refiriéndose a la inmortalidad: "Sobre punto tan grave no pretendo saber más que cualquier otro. Y concedo de buen grado que lo que me parece inconcebible a la luz de lo poco que creo saber podría parecérmelo a la luz de lo que ignoro". El saber humano es provisional y limitado. Lo que se conoce es inmensamente menor que lo que se ignora y lo que siempre se ignora. ¿Cómo puede el hombre pretender definir el universo entero sobre la base de los datos que recoge en la ínfima porción de éste que se halla dentro de su experiencia? Por otra parte, la incertidumbre en cuanto a Dios parece provenir no solo de la falta de elementos decisivos del saber sino también de la inadecuación del pensamiento humano a la realidad que pretende abarcar. El hombre puede ser la medida de las cosas que están debajo de él o a su lado. ¿Podrá ser también la medida de esa inmensidad de la cual se supone que es parte? La idea de Dios es algo que sobrepasa no solo al pensamiento sino también al propio ser del hombre.

Dios, si existe, se esconde, pues, a los ojos de nuestro cuerpo y a los ojos de nuestra razón. Como el bosque desaparece detrás de los árboles, Dios está oculto detrás de las cosas entre las cuales estamos. Ese ocultamiento, que provocó los sarcasmos que Nietzsche puso en boca de los interlocutores del personaje de su historia, puede suscitar también resentimientos, como el que el dramaturgo francés Armand. Salacrou expresaba en estos términos:

—¿Por qué envolvernos así en las tinieblas? ¿La vida es acaso una charada o una lotería? ¿Qué significa esa carrera dolorosa a través de un negro laberinto en que todos van a tropezones? Si me despertara súbitamente delante de Dios, le reprocharía su silencio, su absurdo juego al escondite y le pediría cuentas de mi abandono así como de mi ceguera y de mi soledad.

Pero el hombre no está en condiciones de exigir semejante rendición de cuentas. Dios nunca está delante de él. Según Kant, la presencia de Dios, la certidumbre absoluta de su existencia paralizaría totalmente al hombre. La terrible grandeza consumiría su ser. Ya Job había dicho que el hombre "puede oír el rumor de Dios, pero no podría soportar el estruendo de su presencia".

La existencia de Dios no puede ser, pues, probada. Pero tampoco se puede probar su no existencia. La existencia de Dios tiene en su favor las intuiciones que avecinan al hombre a lo absoluto. En su contra, el silencio del mundo que nada parece manifestar fuera de su inflexible y ciega regularidad. Pero tanto las intuiciones pueden ser ilusorias como la naturaleza puede ocultar mucho más de lo que muestra. El pensamiento no consigue la certeza. Llegado a sus últimos confines, desemboca en la incertidumbre. Cualquier dogmatismo resulta presuntuoso. La radical negación sería tan temeraria y tan frágil como la categórica afirmación.

Lo más que puede decirse con respecto a la existencia de Dios es que ella es posible.

Posible es, para el pensamiento, aquello que puede ser, que puede hacerse o que puede ocurrir. Es algo que no sabemos si existe pero que puede existir. Hay posibilidades que dependen de la voluntad del hombre individual o colectivo. Son posibilidades en el tiempo. Serán realidad si se producen las circunstancias que las determinan. Aparecen en la conciencia como incitaciones a la acción. Hay otras posibilidades cuya realidad o cuya irrealidad están ya definidas, pero cuyo conocimiento es inaccesible. A estas últimas pertenece la existencia de Dios. Es posible que él esté en una región del ser a la cual nuestro conocimiento, en las actuales condiciones, no tiene acceso. Es posible que no exista sino como una creación de nuestra mente.

La razón se encuentra frente a una alternativa, está ante dos posibilidades igualmente válidas entre las cuales no puede resolverse. Se detiene al borde de la decisión. Ni la filosofía ni la ciencia pueden tomar una posición sin renunciar a sus ineludibles exigencias de evidencia y de universalidad. Abandonan cautamente el problema. El filósofo no se interesa por él. Lo considera insoluble y por lo tanto ocuparse de él le parece una pérdida de tiempo. Por su parte, el hombre de ciencia falla que ese problema está fuera de su campo de investigaciones. Todo hombre de ciencia puede decir aquello que Francois Jacob, Premio Nobel de medicina en 1965, declaraba el año pasado a una revista parisiense: "Dios ya no es un problema para ciencia. No digo para algunos hombres de ciencia sino para la ciencia".

La ciencia busca en efecto el conocimiento de las cosas tal como ellas se muestran en su realidad objetiva. Trata de encontrar sus secretos, de descubrir sus propiedades, de establecer sus relaciones. Busca la desnudez de su íntima realidad. Se diferencia de la filosofía en que ésta comienza poniendo en duda el ser de las cosas que aparecen frente al hombre. La filosofía es el esfuerzo por llegar al conocimiento del ser en todas sus formas.

De cualquier modo, tanto la filosofía como la ciencia aspiran a una objetividad pura. Ésta es para ellos una exigencia consubstancial. No pueden prescindir de ella sin dejar de ser lo que son. El filósofo y el hombre de ciencia tienen que eliminar de su pensamiento cualquier manifestación de la subjetividad que pueda empañar o deformar la visión de sus ojos o de su mente. Es gracias a esa exigencia de objetividad que la ciencia ha realizado tantos progresos y que la filosofía limpia el pensamiento de mitos y fanatismos, dispuestos siempre a las más monstruosas proliferaciones.

Pero al hombre concreto y personal no le bastan el esquematismo y la generalidad del conocimiento científico. Se halla en medio de la variedad y la riqueza de las cosas concretas y de los hombres individuales. Y tiene necesidad de valores. El mundo cuenta para él con otras cualidades además de su regularidad científica. El artista, por ejemplo, le muestra la singularidad de cada cosa. Para él una rosa no es una dicotiledónea actinomorfa, ni la sonrisa femenina una contracción neuromuscular. Para el moralista, un hombre no es un pitecántropo, sino el actor o el partícipe del acontecer, un agente del humano destino. Cuando el hombre descubre la realidad de su propia existencia como algo profundamente original e incomparable; cuando, superando la ambigüedad de su propio ser, se da cuenta o presiente que su existencia frágil y limitada puede tener un sentido y una significación en el mundo, la religión surge, asumiendo la responsabilidad que ni la ciencia ni la filosofía pueden tomar. La religión no se resigna a la abstención, no acepta la actitud puramente espectadora. Cede a esa exigencia de la conciencia que rehúye la incertidumbre. Osa trasponer la indecisión, encontrando en el mundo un sentido que la ciencia no es capaz de conocer.

En la declaración que acabamos de citar, Francois Jacob proseguía diciendo de Dios: "Se ha convertido en un problema puramente afectivo. Hay quienes aman y quienes no".

La religión es, pues, una aventura personal. Avanza en las penumbras del conocimiento, trasponiendo los límites de la razón, rebasando las categorías lógicas, para entrar en otra dimensión del pensamiento. Corre el riesgo de engañarse. Pero prefiere ese riesgo a la abstención y admite la posibilidad de la existencia de Dios.

Pascal puso de manifiesto y racionalizó aquello que en la base de esa actitud hay de aleatorio, cuando formuló su famoso y discutido argumento de la apuesta, que figura en un diálogo de Los pensamientos y cuya esencia podría resumirse así:

—Dios existe o no existe. La razón no puede determinarlo. En la extremidad de la distancia infinita se juega a cara o cruz. ¿Qué apostarás?

—Lo justo es no apostar.

—Tienes que hacerlo. Estás metido en el juego. Si Dios existe, ganas la eternidad. Si no existe no pierdes más que una vida llena de miserias.

En la época de Pascal, la idea de Dios tenía una vigencia mayor que actualmente, lo cual daba al argumento un carácter menos sofisticado que el que parece tener en nuestros días. Apostar era naturalmente apostar al Dios de la fe cristiana, y perder la vida significaba renunciar a los placeres de ésta para entregarse a un ascetismo de tipo jansenista. De todos modos, la apuesta pascaliana no es simple juego de azar. No es como si un cubilete de dados fuera encargado de resolver el problema. Se apuesta porque la ignorancia crea la incertidumbre y porque hay una verdad en la "lejanía infinita" a la cual es preciso amoldar el presente inmediato.

Samuel Beckett, en nuestros días, ha hecho de la misma situación el centro de la pieza teatral que lo llevó al Premio Nobel, titulada Esperando a Godot. Godot es en inglés un diminutivo de la palabra Dios (God). Sintetizando la angustia sardónica de la pieza, Jean Anouilh dijo que era "la teatralización de Los pensamientos de Pascal hecha por los hermanos Fratellini". Los Fratellini son payasos mundialmente famosos.

En la obra de Beckett, dos vagabundos, medio bufones, medio mendigos, aguardan a un personaje que no conocen, que nunca llega y que no saben si acabará por llegar alguna vez. En un camino abandonado, lejos de la ciudad y de sus agitaciones, junto a una higuera seca, Estragón y Vladimir, protagonistas de la pieza, charlan, ríen, discuten, intentan suicidarse, hacen piruetas, a la espera de Godot. Éste no es un ser imaginario. Les ha dado cita. Inclusive el anuncio de su venida les es reiterado por un muchacho que aparece en la escena, aunque tampoco lo conoce. En su desvalimiento, en su soledad, en su ignorancia de lo que va a ocurrir, los míseros y ridículos personajes son los símbolos del hombre de nuestro tiempo. Esperan algo que ha de salvarlos. Piensan en él con alivio y con espanto al mismo tiempo. Claro está que ellos podrían tomar otra actitud. Podrían desinteresarse por el personaje que nadie conoce y que siempre pospone el encuentro. Podrían despreocuparse de él y dedicarse a cosas más útiles que la espera absurda y exasperante en que se hallan. Pero no lo hacen. Se mantienen donde están. No pueden proceder de otro modo. Está en juego su destino. Necesitan ver a aquél que, más poderoso que ellos, dará sentido a sus vidas. En realidad los retiene junto al árbol una nostalgia de ser. La inseguridad en que viven, su desvalimiento, la miseria que los humilla, no les repugnan tanto como la amenaza de su aniquilación definitiva. Es su ser profundo, su existencia total lo que está en juego. Por eso esperan.

 

10. La esperanza

El concepto de esperanza es bastante impreciso. No debe, desde luego, confundirse con la espera, que consiste en aguardar algo que necesariamente deberá ocurrir. La espera presupone una inminente realización. Se está a la espera de algo que sucederá. Se espera la salida del sol. Se espera el nacimiento de un niño. Se espera la terminación de una obra. La esperanza, en cambio, supone la contingencia, la incertidumbre. Hay la posibilidad de que se produzca aquello que es objeto de la esperanza. Pero hay también la posibilidad de que no se produzca. Además, la esperanza no es un simple cálculo de probabilidades, no es una planificación de lo aleatorio, un seco y frío entregarse a las circunstancias. En la esperanza hay el anhelo de que la posibilidad favorable se produzca. De todos modos, es la posibilidad que engendra la esperanza. Ésta surge ante lo que no sabemos si ocurrirá o no, si bien deseamos que ocurra. Es un destello en las brumas de la incertidumbre. Franz Tamayo, el poeta boliviano, hace de ella una descripción que nos parece exacta en los siguientes versos que extraemos de su poema dramático La Prometheida:

¿Conoces la esperanza,
la dea misteriosa
que emerge de las ruinas

y de agonías vive?
Su magia envuelve el mundo
como nimbo invisible.
Nadie ha visto a la dea,
pero todos la saben
honda, remota, íntima,

presente y fugitiva.
Sus incorpóreas palmas
llueven sobre los seres

un manjar infinito
e inefable que es menos
que viento y más que pan.
Cuando todas las luces
se apagaron, sus ojos
contemplan todavía,
y cuando al fin callaron

todas las voces, todas
sus oídos sin fondo
siguen aún escuchando.

Tamayo ha mostrado en esos versos lo que hay de incierto y de frágil, de transparente y de amargo, al mismo tiempo que de promisor, en ese sentimiento que, frente a la mudez de las cosas, es como un rumor perceptible únicamente en la profunda soledad del alma. Ha mostrado la consistencia rea y la fuerza sustentadora de esa actitud que, sin estar nunca segura de sí misma, impide que el alma desfallezca frente al desolador derrumbe de las cosas.

La esperanza está en los confines de lo racional, cercada de incertidumbre. Es la abertura del alma a lo que la razón puede aceptar como una máxima concesión: lo posible. La esperanza abre las alas en el umbral que separa el "ser" de lo que "puede ser".

No es la esperanza, como algunos pretenden, un modo de conocimiento, una condición profética o una estructura metafísica del alma precursora de lo trascendente. Cuando Gabriel Marcel escribía: "El alma no es más que la esperanza, la esperanza es quizás la tela de que está hecha nuestra alma", estaba exagerando. La esperanza es una actitud. Una actitud de expectación ante la posibilidad. Ésta no es creada o revelada por la esperanza. La posibilidad es por sí misma, en la medida en que lo posible puede considerarse siendo. La posibilidad es lo que hace brotar la esperanza en el corazón del hombre.

La esperanza se diferencia de la fe en que ésta es una certeza. La fe implica la adhesión a una verdad que no se conoce por la experiencia ni por las exigencias de la razón sino por una revelación. La esperanza, en cambio, está en la total incertidumbre. "Lanza el ancla, como dice San Pablo, hacia la inmensidad del cielo", sin saber si encontrará asidero.

Ahora bien, ¿puede existir una religión de la esperanza, es decir, una religión sin certidumbres racionales y sin fe, una religión en la cual Dios no sería más que una frágil posibilidad, casi evanescente, para el hombre?

En realidad, es la única religión viable en nuestros tiempos, en que la ciencia presenta el universo como un juego de fuerzas ajeno a toda intervención divina y en que la psicología y la historia han pulverizado los contenidos demasiado humanos de las creencias.

La religión de la esperanza está constituida por la confianza de que si Dios existe realmente no podrá dejar de hacerse manifiesto al hombre en ciertas circunstancias. Un Dios definitivamente inaccesible, oculto para siempre al hombre sería un Dios prácticamente inexistente. La posibilidad de Dios implica la posibilidad de su vinculación con el hombre. Tiene que haber una oportunidad en que esa posibilidad se haga efectiva. Esa oportunidad solo puede presentarse cuando el hombre experimente un cambio radical en su condición actual y trasponga las murallas del mundo empírico en que se encuentra colocado. Es decir, en el momento de la muerte.

La muerte recobra así la misteriosa significación y el profundo sentido religioso que ha tenido siempre. Vuelve a ser la clave del enigma que constituye la presencia del hombre en el universo.

La muerte es para la biología un minúsculo suceso. Es un incidente de la vida cotidiana. Dentro de las estadísticas demográficas tiene una regularidad banal. Socialmente, es una complicación, con sus despojos que estorban y que es preciso eliminar lo más rápidamente posible. Dentro del mecanismo de la naturaleza, la muerte es la prueba más palmaria de la irrisoria insignificancia del hombre.

Sin embargo, para cada ser humano, quiéralo o no, la muerte constituye un tremendo misterio. La máxima eventualidad. Es el abismo de lo insondable que se abre ante el alma, que no puede concebirse a sí misma como inexistente. El pavor que produce puede ser el presentimiento de la definitiva aniquilación pero puede también corresponder al anuncio del portentoso salto que lleve al hombre a la suprema realidad espiritual que es su fundamento y su razón de ser.

Infortunadamente, sus revelaciones, si es que existen, son inaccesibles. La muerte se lleva consigo no solo la vida sino también el secreto de ésta. El hombre entra en la muerte solo y para siempre. "¡Morir... dormir! ¡Dormir! ... ¡Tal vez soñar!", decía Hamlet en su famoso monólogo, expresando uno de los más profundos sentimientos del hombre. ¿Dormir? ¿Soñar? Nadie puede saberlo sino después de haber traspuesto los confines que jamás se pasa de nuevo. "Se juega a cara o cruz en la lejanía infinita", decía Pascal.

Vladimir Jankélévitch, profesor de la Sorbona, publicó a fines de 1966 un voluminoso libro titulado La muerte. En la última página del libro dice el eminente filósofo que acaso la muerte sea algo muy sencillo, sin ninguna de las complicaciones que solemos darle, un misterio que se resolverá con la mayor naturalidad. "Será una cosa simple, extraordinariamente simple, de una deslumbrante simplicidad; simple como un "buen día" o como una "buena noche"; tan simple que el día que lo sepamos nos preguntaremos cómo no habíamos pensado antes en ello".

En ese libro, apasionante como todos los suyos, Jankélévitch hace un minucioso análisis de la muerte como un problema filosófico. Ciñéndose con rigor al tema, estudia la muerte en la vida, como una profundización de ésta; se inclina sobre el instante único, irreversible del fallecimiento, y, finalmente, trata del más allá de la muerte. Encuentra que la sobrevivencia parece absurda, pero que no menos, absurda parece la aniquilación. La muerte es para él un misterio infinitamente ambiguo. Es a la vez un dilema y un equívoco. "La muerte es imposible y necesaria —escribe Jankélévitch— así como la inmortalidad es necesaria e imposible. La muerte inflige el brutal, el ciego desmentido al supuesto de la continuación. La exigencia de continuación protesta desesperadamente contra el absurdo de la negación". Esta situación trágica, según Jankélévitch, produce en nosotros la esperanza. "Ésta no sería necesaria si la idea de la inmortalidad fuera perfectamente racional. Sería imposible si la certeza de la aniquilación nos condenara a la desesperación". Pero como la idea de la aniquilación es tan incomprensible como es incomprensible la idea de la inmortalidad, el hombre fluctúa en la contradicción, sin poder decidirse. Alternativamente, el absurdo de los dos incomprensibles despierta la inquietud en la esperanza, reanima la esperanza en la inquietud.

La actitud de la esperanza no es la única posible ante la contingencia de que Dios pueda o no revelarse al hombre. Hay también la actitud de la angustia. La diferencia entre ellas proviene de la colocación del acento en los términos de la alternativa. La actitud angustiada es sensible sobre todo a la amenaza negativa, mientras que la esperanza acepta la posibilidad afirmativa como una promesa.

El hombre angustiado siente el asedio de la nada. Vive en la actitud defensiva, crispado, con la sensación de tener un abismo abierto a sus pies. Le atormentan las posibilidades negativas que se arremolinan en su torno. Considera absurdo el mundo. La historia se le aparece como una insensatez y el ser humano como una oquedad. Pascal, que era un angustiado, escribía: "El silencio de estos espacios finitos me espanta". "El yo es odioso". "El corazón humano es hueco y está lleno de basura". El hombre angustiado se siente perdido en un mundo que se derrumba. Su soledad lo desespera. Su existencia es una frustración radical.

De todos modos, la frustración, el sentimiento de soledad, la conciencia del absurdo suponen una honda necesidad afirmativa, en que se piensa siempre y que íntimamente se desea. El hombre de la angustia se considera mutilado, dentro de su natural condición. La existencia es para él una especie de exilio que le hace evocar una oculta patria de origen.

El hombre angustiado puede entregarse a la desesperación frente a la deprimente posibilidad negativa; puede rebelarse contra su propia condición y contra el universo; puede resignarse a vivir como un dios fracasado; puede, en fin, dar las espaldas a toda trascendencia y sumirse en un ascético quietismo; pero siempre sentirá el ansia secreta de aquello que le niega la nada que parece cercarlo, estrujándole el corazón.

El hombre de la esperanza, en cambio, ve surgir la posibilidad afirmativa como una promesa. Es como si el mundo indiferente en que se halla colocado se orlara de luz. La posibilidad afirmativa entreabre para él una prodigiosa dimensión que se suma al prodigio de la dimensión presente. Presiente que la existencia puede escapar a su propia fugacidad. Percibe un rumor de alas, una música de campanas lejanas. Sobre la realidad cotidiana siente pasar la tenue sombra de lo divino. Con alborozo puede decirse; tal vez...

La esperanza no es una actitud estática, sin embargo. Hemos dicho que se diferencia de la espera; que es un aguardar pasivo de aquello que ha de ocurrir, porque hay en ella un anhelo. Tampoco es frío cálculo de probabilidades, como también lo hemos dicho ya. La esperanza religiosa constituye una verdadera búsqueda, en cuanto ésta es un esfuerzo para alcanzar algo. La búsqueda no es solo indagación sino sobre todo voluntad de llegar a lo que se busca. Es acumular los elementos que hacen necesaria la aparición de aquello que despierta la esperanza. Y la esperanza religiosa es precisamente eso. Hecha de incertidumbre y de deseo, la esperanza religiosa es expectación activa. Enriquece todo aquello que en la vida le sirve de fundamento. Vigoriza las fuerzas del espíritu cuya existencia justifica la posibilidad de lo divino.

En efecto, sin descuidar sus responsabilidades para con la realidad inmediata, el hombre de la esperanza religiosa se prepara para la emergencia favorable, fortaleciendo todos los elementos que dentro de su propio ser le dan mayor consistencia. Su religiosidad se manifiesta, antes que en la adhesión a un determinado credo, en una actitud de respeto y en una franca preferencia por los valores superiores del espíritu. Dando al cuerpo y a las necesidades vitales el lugar que les corresponde, el hombre de la esperanza tiene la lucidez en el pensamiento y la reverencia en el corazón.

Pascal hacía de la búsqueda de Dios algo dramático. "Buscar gimiendo", decía dentro de su posición angustiada. Pero la búsqueda puede ser confiada, gracias a la esperanza.

Quizás la irreligiosidad de nuestra época es producto, más que de cualquier otra cosa, de la inseguridad, del temor en que ella se debate. El mundo está lleno de problemas, cargado de responsabilidades. La vida es demasiado complicada y difícil para que pueda parecer un don divino y mostrarse como el prodigio que realmente es. Como en todas las épocas conturbadas, los individuos, en la nuestra, preferirían no haber salido de la nada. Antes que sentir la belleza de la existencia están inclinados a considerar a ésta como una maldición.

Rilke, en las últimas etapas de su vida, cuando hubo superado las incertidumbres de la juventud, escribió: "Para encontrar a Dios es necesario ser feliz". La esperanza puede hacer que, por lo menos, para buscarlo, no sea necesario sentirse desdichado.

Ahora bien ¿qué encontraremos si aquello que la esperanza vislumbra se produce? ¿Qué será esa suprema realidad cuya posibilidad aceptamos, deseando que sea efectiva?

Las representaciones de Dios son de una inagotable variedad. Podría decirse que cada hombre, de acuerdo con sus experiencias, sus sentimientos y sus ideas, tiene de él una imagen que le es propia. En efecto, son infinitos los matices que van desde los antiguos dioses, dominadores y celosos frente a cuya cólera temblaban las cosas y los hombres, hasta los dioses vagos y delicuescentes que proponen los teólogos más atrevidos de nuestro tiempo.

En su pieza teatral titulada Androcles y el león, Bernard Shaw hace que, en cierto momento, un capitán romano pregunte:

—¿Qué es Dios?

Una joven interlocutora le responde sonriendo:

—Cuando lo sepamos, capitán, nosotros mismos seremos dioses.

La respuesta parece un evasivo juego de palabras. Pero es evidentemente una abrumadora verdad. La inmensidad de Dios, si es que existe, no cabe en el cerebro humano. Solo un Dios podría comprender a Dios. Los hombres, para representárselo, subliman aquello que de mejor conocen en su experiencia cotidiana. Hacen de él una "glorificación" de lo empírico, como decía Jankélévitch.

La imagen más generalizada que los teólogos dan de Dios lo presenta como un ser omnipotente, de quien todas las cosas reciben el ser, una sabiduría infinita que mueve el mundo hasta en sus más ínfimos detalles, una perfección absoluta hacia la cual todas las cosas tienden como a su último fin.

Pues bien, de acuerdo con el conocimiento que tenemos de la realidad espiritual y de la realidad del mundo, y sobre la base de las experiencias que nos ofrecen la vida y el acontecer histórico, la imagen que nuestra esperanza consigue hacerse de Dios es infinitamente más imprecisa. Está hecha apenas de rasgos trémulos.

Desde luego, puede afirmarse que, si Dios, existe, deberá ser un ser espiritual. El espíritu, tal como lo conocemos en el hombre, es la capacidad de pensar, de valorar y de amar. Dios tiene que ser el ejercicio de esas actividades en su forma más pura.

El espíritu del hombre está inmerso en la naturaleza, confinado en una región de la realidad. Su actividad es, por lo tanto, limitada. Las cosas y los demás hombres son para él opacos. Tiene de ellos percepciones fragmentarias y contingentes. Su pensamiento está restringido por la insuficiencia de esas percepciones. Los valores morales que se manifiestan en su conducta se enturbian con las irrupciones instintivas. Los valores estéticos se despliegan para él dentro de la estrechez de sus sentidos. Los valores religiosos, que tratan de librar al hombre de su insignificancia y se manifiestan en la religiosidad, están circunscritos al rincón del mundo que habita. Finalmente, la capacidad de amar es reducida en el hombre y se debilita cuando más trata de abarcar.

Dios, en cambio, tiene que ser el espíritu en su plenitud. Colocado por encima del espacio y del tiempo, será algo así como la conciencia del universo todo, del mismo modo que nuestro yo es la conciencia de esa misteriosa porción de materia que es nuestro cuerpo. Dios no puede ser un objeto sino el ejercicio puro de la actividad espiritual. Tampoco puede ser un valor. El valor religioso que vincula al hombre con el destino universal encuentra su soporte en Dios, que, a su vez, será el poder de valorizado todo. Dios será la libertad radical. Abierto plenamente y sin limitaciones a la total realidad del universo, debe cubrir de belleza, de perfección y de sentido absolutos a ese universo.

Otra característica que acaso puede atribuirse a Dios es que no interviene en la naturaleza sino en la medida en que otros seres espirituales incorporados a ésta, concretamente los hombres, participan en su actividad.

El argumento más importante que suele oponerse a la posibilidad de Dios es la presencia del mal en la naturaleza. Parece absurdo, en efecto, que un ser infinitamente poderoso permita el sufrimiento y tolere la injusticia, la crueldad y el odio. Se acusa a Dios de producirlos. Pero, en realidad, Dios no puede ser sino la fuente del bien que existe en el mundo. Es de suponer inclusive que los sufrimientos que existen dentro de éste los sienta también él.

Hemos visto que, según la ciencia, las cosas existen por sí mismas y se mueven obedeciendo a leyes implacables. La naturaleza no conoce los valores, las ideas, el amor. No se puede decir que sea hostil a éstos. Les es más bien indiferente. Los valores, las ideas, el amor aparecen en el mundo con el hombre y son de tan grande fragilidad como éste. Lo sabemos por experiencia. El espíritu no es despliegue gratuito de perfecciones. Es un triunfo sobre los elementos que se resisten a sustentarlo y que amenazan permanentemente con anegarlo. Dentro de acontecer histórico, la barbarie acecha siempre agresivamente. Solo con un ininterrumpido esfuerzo los hombres consiguen establecer y mantener en el mundo el orden que les es propio.

Pues bien, el impulso que lleva a los hombres a afirmarse tiene su origen en Dios. Es gracias a él que el mundo puede vislumbrar el bien. A él se debe que el mundo no esté condenado definitivamente a la inercia material y constituya una permanente aspiración la conciencia, la libertad, la perfección, en suma, a algo que no es él mismo.

Dios, si existe, debe hallarse en la cúspide del universo, como una forma del ser que, al igual que la materia, existe por sí misma, pero que se diferencia de ésta porque es la expresión de la libertad absoluta. Dios tendría que decir, si es que existe, aquello que Jesús, según San Juan, dijo una vez: "Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, porque tendrá la luz de la vida".

 

Notas

* La primera parte de este ensayo se publicó en el número 39 de la revista (diciembre de 2017).

1 En ese encuentro sombrío y límpido/de un corazón convertido en su propio espejo.

 

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