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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.21 no.39 La Paz dic. 2017

 

Ideas y pensamientos

 

Apuntes críticos sobre la filosofía política en Bolivia

 

Critical annotations on political philosophy in Bolivia

 

 

H.C.F. Mansilla*

 

 


Resumen

Revisión crítica de la producción ensayística boliviana en el marco de la historia de las ideas. Arranca evaluando la herencia cultural precolombina y continúa con la producción colonial, centrada en la Universidad San Francisco Xavier. Con el advenimiento de la República se forjaría la impronta general de la ensayística boliviana, alrededor de cuestiones devenidas clásicas, como la identidad colectiva de nuestra sociedad, los modelos adecuados de ordenamiento social y los vínculos complejos con los países altamente desarrollados. El siglo XX está marcado por la presencia de las dos figuras principales de las posiciones intelectuales respecto del perfil nacional: el liberalismo modernizante (Alcides Arguedas) y el telurismo nacionalista (Franz Tamayo). El artículo termina auscultando los desarrollos teóricos e ideológicos de la segunda mitad del siglo XX: telurismo e indigenismo (Roberto Prudencio y Fausto Reinaga), nacionalismo (Augusto Céspedes y Carlos Montenegro) y marxismo (René Zavaleta Mercado).


Abstract

Critical review of the Bolivian essay within the framework of the history of ideas. It starts by evaluating the pre-Columbian cultural heritage and continues with the colonial production, centered on the San Francisco Xavier University. With the advent of the Republic, the general imprint of Bolivian essays would be forged around classical issues, such as the collective identity of society, appropriate models of social ordering and complex links with developed countries. The twentieth century is marked by the presence of the two main figures of intellectual positions with respect to the national profile: modernizing liberalism (Alcides Arguedas) and nationalist telism (Franz Tamayo). The article ends analyzing the theoretical and ideological developments of the second half of the 20th century: telism and indigenism (Roberto Prudencio and Fausto Reinaga), nationalism (Augusto Céspedes and Carlos Montenegro) and Marxism (René Zavaleta Mercado).


 

 

Empezaré por las conclusiones. Desde hace mucho tiempo se dice que la porción más interesante del quehacer filosófico en las sociedades ibéricas y latinoamericanas se expresa mediante la literatura, las artes y la ensayística en ciencias sociales. La otra conclusión asevera que Bolivia, en comparación con naciones de magnitud poblacional semejante, ha generado notables productos en los campos de la historiografía, la filosofía política y social y la literatura de la más alta calidad. Si dejamos a un lado las modas relativistas y la corrección política del momento y si echamos un vistazo crítico a la creación filosófica y sociológica en la inmensa mayoría de los países de Asia, África y América Latina, podemos comprobar, efectivamente, que sólo los Estados con una población muy grande pueden exhibir manifestaciones intelectuales comparables a las bolivianas. Otra cosa muy diferente es que nuestra sociedad no ha sabido o no ha querido apreciar de manera adecuada lo que se ha elaborado en aquellos campos que exigen un cierto esfuerzo de comprensión. Este breve ensayo es un intento de recuperar la notable producción intelectual que han generado estas tierras.

Por falta de fuentes escritas precolombinas es casi imposible la reconstrucción de un pensamiento filosófico en la antigua civilización de Tiwanaku y en los señoríos aymaras posteriores. Lo mismo puede afirmarse del Imperio Incaico. Se conoce vagamente la existencia de dos jefes kollas, militares y políticos, de la región septentrional del altiplano, Huyustus y Takuilla, que habrían sido al mismo tiempo dos sabios eminentes, pero no ha sido posible determinar fehacientemente ni el contenido ni el marco de referencia de dichas reflexiones1. Es posible que éstas se hayan ocupado de problemas de moral práctica, rituales religiosos y cuestiones guerreras, que constituyen los temas con los cuales empieza el quehacer intelectual en todos los ámbitos civilizatorios. La arquitectura y las obras de arte que han quedado de la época de Tiwanaku son testimonios valiosos de una religión y una mitología muy diferenciadas y de conocimientos tecnológicos muy avanzados. Pero la carencia de fuentes escritas nos impide constatar dos elementos que son habitualmente el comienzo del quehacer filosófico en sentido específico: (1) la facultad, así sea incipiente, de poner en cuestionamiento lo obvio y sobreentendido de las propias creencias y pautas de comportamiento, por más entrañables que éstas resulten ser; y (2) la construcción de nociones abstractas, a partir de las cuales posteriormente se habría podido postular normas de validez universal. Pese a la complejidad alcanzada por la cosmología tiwanakota2, este modelo civilizatorio desconoció probablemente una meditación crítica en torno a él mismo. El notable teólogo suizo Josef Estermann ha llegado a conclusiones diferentes, lo que menciono aquí por razones de equidad (Estermann, 2007,2008 y 2010)3.

Para la esfera específica de la filosofía política hay que mencionar, sin embargo, que las culturas precolombinas -por ejemplo, el Imperio Incaico- no conocieron ningún sistema para diluir el centralismo institucional, para atenuar gobiernos despóticos o para representar en forma legítima y permanente los intereses de los diversos grupos sociales y de las minorías étnicas. La homogeneidad era su principio rector, como puede detectarse parcialmente aún hoy en el seno de las comunidades campesino-indígenas. Esta constelación histórico-cultural parece no haber fomentado el surgimiento autónomo de reglas normativas de comportamiento que resultasen a la larga favorables al despliegue de individuos incómodos y críticos con respecto a las ideologías y prácticas prevalecientes en su momento, lo cual ha sido decisivo para el surgimiento de una auténtica filosofía.

Pese a una fuerte tendencia actual, impulsada por intelectuales indianistas de indudable valía, que considera las antiguas culturas precolombinas como una "Edad de oro" libre de las alienaciones modernas y como un dechado de virtudes democráticas, se puede afirmar que los modelos precolombinos han sido proclives al consenso compulsivo y al verticalismo en las relaciones cotidianas. Esta constelación histórico-social generó una idea vigorosa de colectividad, a la cual las personas estaban sometidas a priori, sin gozar de derechos pre-estatales que puedan, en su caso, ofrecer protección contra decisiones y abusos del Estado. No era una civilización donde prevaleciera el derecho al disenso y donde el individuo tuviese una dignidad ontológica superior frente al Estado. La supervivencia y la consolidación de la comunidad era la ley suprema. La idea de una "Edad de oro" propia -exenta de fenómenos de explotación y de prácticas discriminatorias— es aún hoy una parte importante del imaginario popular4 y uno de los elementos centrales y permanentes de la filosofía andina consagrados a cuestiones sociopolíticas.

Hay que señalar los logros de las civilizaciones precolombinas en muchas otras áreas, logros que están fuera de toda duda, por ejemplo en la agricultura, las artes plásticas, la formación de sólidas identidades colectivas y los sistemas de solidaridad práctica, lo cual no es poco, ciertamente. Pero es también de justicia llamar la atención sobre un modelo hermético y demasiado homogéneo de organización sociopolítica, que a lo largo de los siglos adquiere un cariz básicamente conservador, como lo señaló Arnold J. Toynbee (1962 passim)5, el cual entorpece la comprensión de la constelación supranacional y de los aspectos positivos de otros sistemas culturales. Esta constelación dificulta probablemente hasta hoy la situación de los individuos y de los derechos humanos en las sociedades andinas.

Durante la era colonial española en el Alto Perú, es decir, desde 1537 hasta 1825, surgió una cierta actividad intelectual en torno a la Universidad de San Francisco Xavier (Francovich, 1948:34-44; Paz, 1914; Loayza Valda, 19986 y Mendoza Loza, 2005-2006:205-207) fundada en 1624. Paralelamente hay que mencionar que la época virreinal generó una considerable profusión de obras de primera calidad en las artes plásticas, la arquitectura y la música, que pueden ser calificadas como aportes originales a la constitución de un estilo barroco mestizo y, por ello, manifestaciones propias y específicas de un orden social distinto7. Los productos de este periodo en los campos de la filosofía, la teología, la historiografía y la observación de la vida cotidiana resultaron más modestos (Gisbert. 1968). En el campo de la literatura, por ejemplo, se puede constatar la ausencia de la novela, la biografía y la autobiografía, que representan etapas precursoras de la meditación filosófica existencialista.

Apoyándome en un interesante texto de Érika J. Rivera, se puede hacer la siguiente reconstrucción del pensamiento filosófico-político en la era colonial española8. En el ámbito universitario, en los seminarios de formación religiosa y en la intensa actividad jurídica y administrativa de la Audiencia de Charcas, se discutió y propagó una especie de filosofía oficialista, que tenía como fundamento teórico-ideológico una combinación de tomismo clásico, derecho natural según la Escuela de Salamanca (Belda Plans, 2010) y conceptos derivados del llamado Derecho indiano. En todo esto se puede detectar el espíritu del gran pensador español Francisco de Vitoria (1483-1546)9. Hay que señalar que casi toda la producción filosófica de entonces manifiesta un dilema mayor: los intentos de crítica y reforma evitan discretamente todo análisis del fundamento estructural de la declinación española, que tenía que ver directamente con una mentalidad adversa a la modernidad cultural e institucional, con un régimen marcadamente autoritario y con una serie de reyes y gobernantes de calidad muy mediocre.

Aunque no se registraron publicaciones por la falta de imprentas en la era colonial10, es razonable pensar que el fundamento teórico-ideológico mencionado más arriba influyera poderosamente sobre la obra de Juan de Matienzo (Morong Reyes, 2013) (1520-1579), quien llegó a ser presidente de la Real Audiencia de Charcas. En este contexto hay que mencionar también la contribución del jesuita José de Acosta (1539/1540-1600), quien vivió en La Paz, Potosí y La Plata (hoy Sucre) durante el siglo XVI. Este notable naturalista, astrónomo y teólogo, autor de numerosas publicaciones sobre los más diversos rubros y, ante todo, de la Historia natural y moral de las Indias (1590) (Acosta, 1962), ha provocado el interés de investigadores académicos contemporáneos a causa de sus reflexiones en torno al tratamiento adecuado de los indígenas y a su estrategia pedagógica de largo aliento, basada esta última en una educación moderada y paulatina como la manera más adecuada de atraer espontáneamente a los indios hacia la aceptación voluntaria de la fe católica11.

Vitoria y Acosta tuvieron una marcada influencia sobre Juan de Solórzano y Pereyra (1575-1655) y otros pensadores posteriores vinculados estrechamente con el Alto Perú, como Antonio de León Pinelo (1596-1660)12, Gaspar de Escalona y Agüero (1590-1659)13 y Fray Gaspar de Villarroel (1587-1665), este último arzobispo de Charcas14. Todos ellos propugnaron una doctrina basada en dos puntos esenciales: la igualdad de todos los seres humanos ante Dios y su participación en derechos similares, por un lado, y la legitimidad de la conquista del Nuevo Mundo de parte de los españoles, por otro. La filosofía política que generaron estaba centrada en los justos títulos, con los cuales se justificaba la colonización española. Como éste fue el tema central de la actividad filosófica colonial, no es del todo superfluo mencionar muy brevemente el argumento central (Baciero, 2006:263-327, especialmente pp. 266-269). La voluntad de Dios se habría manifestado en la inspiración concedida a navegantes y descubridores castellanos para llegar como primeros a las tierras incógnitas del Nuevo Mundo.

La ocupación colonial podría ser considerada como una manifestación práctica de la voluntad de Dios. Por otra parte, el pretendido estado de barbarie de los indios obligaría a la Corona española a una especie de estrategia pedagógica para convertir a los indígenas a la fe verdadera. Estos autores propugnaron simultáneamente una evangelización que debía llevarse a cabo con clemencia y compasión y mediante procedimientos educativos que respetasen la cualidad humana de los indios. Ellos rechazaron la esclavitud de los indígenas y sostuvieron que éstos, como seres plenamente racionales, tenían derecho a sus propiedades y a autogobernarse, pero que requerían de la guía de los españoles para conocer y adoptar la religión verdadera. Es evidente que desde un mismo comienzo se podía detectar un problema filosófico clásico: la distancia entre teoría y praxis, entre retórica y realidad.

La constelación teológico-filosófica se volvió más complicada a partir de la segunda mitad del siglo XVII mediante los debates públicos acerca de los abusos cometidos por los españoles contra los indígenas, sobre todo en lo referente a la mita, cuestionando su legitimidad doctrinal y su pertinencia económica. Entre muchos otros testimonios de protesta, que se originaron también a nivel de los virreyes y del Consejo de Indias, se debe mencionar en La Plata al sacerdote José de Aguilar (1652-1707), quien llegó a ser rector de la Universidad de San Francisco Xavier. Aguilar postuló en 1687 la entonces atrevida hipótesis de que las calamidades españolas -la decadencia de esta potencia en comparación con los avances de los otros Estados europeos— tenían que ver directamente con el maltrato continuado y sistemático sufrido por los indígenas altoperuanos. Los justos títulos de la dominación española estarían siendo socavados por el "infierno" que representaría el trabajo en las minas para los naturales de estas tierras15.

En la producción intelectual de aquella época se puede vislumbrar una discrepancia fundamental entre los principios humanistas de las Leyes de Indias y los lineamientos racionalistas del Derecho indiano, por un lado, y la situación real de los indígenas, por otro. Esto generó un desinterés teórico frente a la praxis cotidiana del coloniaje. La mayoría de los pensadores de aquella época no justificó las vulneraciones a los derechos humanos de los indígenas. Pero en ellos se puede detectar una fe algo ingenua en la capacidad y eficacia del Derecho indiano. En la cultura política de la actual Bolivia se puede vislumbrar la herencia de esa especie de optimismo legislativo: considerables sectores sociales creen aun hoy que la elaboración de constituciones, leyes y reglamentos constituye un paso esencial hacia el progreso del país, cuando en realidad la praxis diaria de la administración pública significa la multiplicación de trámites, papeles y sellos, lo que se puede detectar, de manera muy marcada, en el ámbito universitario. La distancia entre una legislación progresista y una praxis autoritaria fue advertida a fines del siglo XVIII por el último cronista-tratadista en tierras altoperuanas, Victorián de Villava, quien era fiscal de la Corona en Charcas y simultáneamente "protector de naturales". Villava analizó, en forma clara y severa, la contradicción entre la situación legal de los indígenas, que eran vasallos libres del rey (y con derechos correspondientes), y la existencia de servicios obligatorios, como la mita16, mal remunerados y cercanos a la esclavitud17.

La Guerra de la Independencia (1809-1825) y las primeras décadas de la joven república conllevaron un descenso de las actividades intelectuales debido a la inestabilidad política y a la falta de comunicaciones con el mundo exterior. Paulatinamente la situación fue mejorando a lo largo del siglo XIX. El representante más distinguido del espíritu positivista ilustrado, antidogmático y optimista de aquel tiempo fue Agustín Aspiazu (1826-1897), quien fue fundador de la Sociedad Geográfica de La Paz en 1889. Aspiazu realizó una labor pionera guiado por una actitud auténticamente filosófica: trató de reducir la influencia eclesiástica en cuestiones de ciencias naturales, intentó difundir la tolerancia ideológica y se esforzó por propagar la experimentación empírica antes de edificar cualquier hipótesis. Su labor no consistió primariamente en la elaboración de teoremas propios, sino en la exposición de concepciones de otros en las más diversas áreas del saber, que abarcaron desde el derecho hasta la geografía y la astronomía (Francovich, 1945,122, nota 18)18.

En el país ha existido desde el siglo XIX una rica tradición consagrada a la vieja pregunta por el destino de esta nación, tradición encarnada por nuestros grandes ensayistas e historiadores que se han dedicado a cuestiones devenidas clásicas, como la identidad colectiva de nuestra sociedad, los modelos adecuados de ordenamiento social y los vínculos complejos con los países altamente desarrollados. Estas indagaciones, que comenzaron con Manuel José Cortés y Gabriel René Moreno, han sido frecuentemente arduas y hasta dolorosas y han conformado algunas de las porciones más notables y controvertidas de la cultura boliviana y latinoamericana (Barnadas, 1988 y Albarracín, 1976). Los autores del ensayo político-histórico personificaron hasta aproximadamente 1960 al tipo humano-profesional percibido como el intelectual por antonomasia. Desde entonces las sociedades latinoamericanas experimentan lenta pero seguramente un acercamiento evolutivo a los parámetros correspondientes del mundo altamente desarrollado del Norte. Los clásicos hombres de letras —creadores de obras, expositores de cátedra, críticos y divulgadores en una persona— tienden a ser desplazados por profesionales universitarios cada vez más especializados y sin el brillo de los grandes generalistas del pasado. En Bolivia este fenómeno produce un decreciente interés público por los miembros de la llamada "Generación de la amargura" o por escritores como Fernando Diez de Medina. Pero hay que recordar que la "Generación de la amargura" y los más conocidos intelectuales del siglo XX, pese a todas sus diferencias y controversias, han realizado un significativo aporte para consolidar la idea colectiva de la nación.

De todas maneras: a comienzos del siglo XX emergieron los intelectuales que podemos llamar profesionales en sentido estricto, conscientes de su rol social, de sus posibilidades y también de sus limitaciones. Acariciaban el anhelo de autonomía de pensamiento y creación genuina, pero, al mismo tiempo, se inclinaban por la adopción de ideas, teorías y orientaciones provenientes de los países más adelantados del Norte. Este dilema permanece hasta hoy. La autoconsciencia crítica de los intelectuales ha sido y es aún hoy mal vista por el conjunto de la sociedad, que en todas las latitudes sanciona a los individuos que ponen en duda las normas habituales de sentir y obrar. Salvador Romero Pittari realizó una contribución muy importante al estudiar sistemáticamente el proceso de formación de las primeras generaciones de intelectuales (Romero Pittari, 1997, 1998 y 2009). Estos literatos, pensadores y orientadores de la opinión pública configuraban un grupo numéricamente muy pequeño, pero de una considerable influencia sobre una sociedad que transitaba del orden tradicional localista a la modernidad de corte universal.

El ensayo, género difícil de ser clasificado, pero abierto y exploratorio, ha constituido el principal instrumento de estos intelectuales porque permite un enfoque multidisciplinario de las temáticas tratadas, evitando los extremos de la erudición y del diletantismo. Participa tanto del aura estética superior que posee la literatura como del prestigio contemporáneo que brindan las ciencias sociales. El ensayo ha representado probablemente la porción más creativa y conocida del quehacer intelectual en Bolivia. Uno de sus temas centrales (y más fructíferos) ha sido el vínculo ambiguo y complejo entre las pretensiones teóricas de las élites modernizantes y los modestos resultados de la praxis política cotidiana. Por todo ello debemos considerar al ensayo como un modelo legítimo de creación filosófica, pues así la sociedad adquiere una noción fundamentada de su sentido histórico, de su propio pasado y de las perspectivas del futuro.

A comienzos del siglo XX, Alcides Arguedas (1879-1946) y Franz Tamayo (1879-1956) personificaron las dos tendencias básicas del debate sobre el destino de la nación: el liberalismo modernizante y el telurismo nacionalista. Arguedas fue el crítico radical de lo ancestral, es decir, de las tradiciones culturales y las mentalidades concomitantes que se arrastraban desde muy atrás. Él señaló que los factores de la mentalidad colectiva pueden mantenerse activos durante periodos muy largos, y entonces determinan en alguna medida, difícil de precisar, el sentido colectivo y la identidad social (Arguedas, 1959: 415 y siguientes). Arguedas percibía los males de la patria en la contextura sociocultural y en los comportamientos anti-éticos de los gobernantes y los partidos, y no tanto en las condiciones socioeconómicas que provenían de larga data. Esto, que puede parecer equivocado y anacrónico, adquiere hoy una cierta eficacia explicativa ante el fracaso de una masa gigantesca de teorías economicistas, institucionalistas y afines que han demostrado su incapacidad para comprender la cultura política y las pautas recurrentes de comportamiento de la población19. Arguedas mismo enfatizó el carácter histórico (es decir: pasajero) de los fenómenos criticados, para no caer en un determinismo culturalista, el cual presupone que toda evolución estaría motivada y delimitada por los factores propios de los periodos precedentes y que los actores sociales carecerían de la facultad de desarrollar estrategias propias y fijar preferencias basadas en la elección consciente20.

Tamayo fue sin duda una de las figuras más importantes de la cultura boliviana en el siglo XX. Su notable actividad como poeta, escritor y político es bien conocida. El gran logro de Tamayo, dice Josefa Salmón, es haber puesto al indígena como sujeto de la historia y haber superado esa poderosa mentalidad que lo mantenía como mero objeto de políticas públicas, por más bien intencionadas que éstas hayan sido, como fue el caso de las reformas educativas liberales (Salmón, 2013: 42). Tamayo crea otra imagen social boliviana, según la cual la "unidad social" de la nación estaría asentada sobre la psicología del carácter nacional indígena (Salmón, 2013: 42).

Franz Tamayo sostuvo repetidamente la existencia de una esencia inconfundible y perenne del ámbito indígena, especialmente del grupo étnico aymara. Pese al elaborado énfasis de sus declaraciones ("el alma de nuestra raza", "el genio de su historia", "afinidades y repulsiones", "la resistencia y la persistencia", "la fuerza de la raza" (Tamayo, [1910], 1944:10,42, 96,191), no se puede reconstruir con seguridad en cuáles factores concretos y discernibles estaría basada esa identidad inmune al paso del tiempo. Lo que en Tamayo se acerca más específicamente a una definición de la esencia indígena es una concepción vitalista del orbe social, como era lo usual a comienzos del siglo XX, bajo fuerte influencia de Friedrich Nietzsche y de las escuelas románticas e irracionalistas de aquella época (Tamayo, [1910], 1944: 96,97). Tamayo es el representante más conocido de la "mística de la tierra", como llamó Guillermo Francovich a esta corriente doctrinaria, que se opone al universalismo de los valores y de las metas de desarrollo y que impugna el racionalismo abstracto de la tradición occidental (Francovich, 1945:156 y siguientes). Por otra parte, la obra de Tamayo parece exhibir un carácter paternalista: celebra la frugalidad y el laconismo de los indígenas, la radiante energía física y las magníficas condiciones morales de los mismos, el hecho de que encarnen un carácter formado por la "persistencia y la resistencia", pero no les confiere aptitudes filosóficas o políticas (Tamayo, [1910], 1944: 82, 83, 147-148, 151 y 191). Afirmó el gran pensador textualmente: "Ya se ve el lado débil de la pedagogía del indio: la inteligencia" (Tamayo, [1910], 1944: 147). Y continuaba:

En medio de las magníficas condiciones morales que han caracterizado siempre la historia del indio, se encuentra siempre una deficiencia de organización mental y la falta de un superior alcance intelectivo. La verdad es que el indio ha querido siempre y ha pensado poco. Históricamente el indio es una gran voluntad y una pequeña inteligencia (Tamayo, [1910], 1944: 151, énfasis y repeticiones en el original).

Aquí todo comentario es superfluo; no hay duda de que Tamayo reproduce el esencialismo positivo (las cualidades morales y físicas del indio) mezclado con un esencialismo negativo: el indio como privado por naturaleza de aptitudes superiores en los órdenes intelectual y político. Son claramente cualidades permanentes que corresponden al núcleo de la identidad indígena y, por lo tanto, resultan, de acuerdo a Tamayo, difíciles o imposibles de ser modificadas. Y esto significa que el indio, según este gran autor, no es apto para la esfera de la política y tampoco para el autogobierno. Aquí radica el innegable paternalismo de Tamayo, quien consecuentemente nunca propuso una reforma agraria o algún programa revolucionario concreto en favor de los intereses indígenas.

En el seno del telurismo boliviano hay que destacar la figura de Roberto Prudencio (1908-1975), notable pensador y profesor universitario, influido desde muy joven, como muchos integrantes de su generación, por corrientes filosóficas alemanas, especialmente por Schopenhauer, Nietzsche y Heidegger. El foco más relevante para la irradiación de concepciones filosóficas en Bolivia ha sido la revista Kollasuyo, que Prudencio -sin ayuda de nadie- publicó durante más de veinticinco años y donde hizo gala de un estilo claro, elegante y persuasivo. Su fundamento filosófico es el intuicionismo, que él contrapuso explícitamente a los esfuerzos racionales sistemáticos. El conocimiento ganado por la pura intuición resulta ser el más valioso, porque perdura a través de todas las mutaciones teóricas y las revoluciones ideológicas. Se trata de un enfoque irracionalista y, al mismo tiempo, elitario, que desdeña fundamentar argumentativamente sus conclusiones espontáneas (Prudencio, 1977, 1990a y 1990b). Las grandes concepciones racionalistas para explicar la evolución histórica le parecían construcciones artificiales y efímeras que no podían llegar al fondo de las cosas, a la esencia de las mismas. Por ello Prudencio sobrevaloró las civilizaciones precolombinas y el régimen colonial, pero sin analizar su funcionamiento político y su vida diaria y prosaica. En realidad, Prudencio no mostró interés o curiosidad por las dimensiones económica o institucional de las culturas que él admiraba. La esencia de las cosas puede resultar fácilmente una quimera sin contenido, como lo reconoció Prudencio en un rapto de pesimismo realista: "Tal vez el Universo no es sino la bella apariencia de la Nada" (1977:298)21. Prudencio, por otra parte, tuvo una concepción muy alta de la creación artística: es la transgresión que el ser humano realiza contra la vida como mera supervivencia, es la rebeldía contra las prosaicas necesidades cotidianas y, por consiguiente, la actividad más elevada y noble de nuestra especie.

Me detuve en el enfoque de Roberto Prudencio porque, paradójicamente, las corrientes indianistas posteriores, especialmente la de Fausto Reinaga (1906-1994), comparten un rechazo similar del racionalismo y una apreciación parecida del rol positivo de las intuiciones y del telurismo. Al colocar la vivencia existencial como la base razonable y a veces única del trabajo intelectual y, al mismo tiempo, al cuestionar radicalmente la vigencia de la tradición occidental del racionalismo, Reinaga inaugura un relativismo de valores y una variante de la deconstrucción, y todo esto mucho antes de la actual expansión de las teorías postmodernistas. Aquí reside su importancia: Reinaga se adelantó a su tiempo al edificar un modo de articular ideas que se distancia enfáticamente de la herencia occidental y que postula la experiencia personal como la fuente de otra manera de ver el mundo. Se debe a esta opción teórica y metodológica su rechazo radical y visceral de la tradición que se inicia con Sócrates: "El imperativo socrático —dice Reinaga— es miente y mata" (Reinaga, 1991:13). Reinaga creó una prosa poética que evoca con pertinencia y pasión sus sufrimientos personales y los de su pueblo. A diferencia de las tediosas teorías de la descolonización de fechas posteriores, la prosa reinaguista es brillante y llena de momentos emotivos, y por ello muy adecuada para expresar agravios milenarios. A toda su obra subyacen un poderoso impulso moral y un talante que podemos llamar quijotesco, ambos consagrados a enderezar el destino de su pueblo y a "deshacer entuertos", como se decía en la literatura clásica castellana. Él conocía sus cualidades y quería ser visto como el "profeta agrio" que se atreve a decir las verdades incómodas y que, por lo tanto, pasará a la historia de los indios de Bolivia como el visionario precursor de la emancipación definitiva de los indígenas (Reinaga, 1978:107).

El severo rechazo del universalismo occidental emerge claramente cuando Reinaga, ya en 1969, identificó los cuatro elementos de la civilización occidental que debían ser radicalmente rechazados y eliminados porque esclavizaban a los indios sudamericanos: el derecho romano, los códigos napoleónicos, la democracia francesa y el marxismo-leninismo (Reinaga, 1969:15). No hay duda, por otra parte, de que estos elementos, pese a su origen "occidental", representan también -debido a su carácter relativamente abstracto y general- construcciones teóricas y prácticas que pueden servir para configurar un orden racional en el sentido de evitar arbitrariedades consuetudinarias y para debatir libremente sobre opciones diferentes de futuro.

Hoy en día la importancia del pensamiento de Fausto Reinaga reside, entre otros aspectos, en su temprana crítica a la racionalidad instrumental, que es una de las manifestaciones del racionalismo occidental. Aunque esta crítica era conocida desde hace un siglo mediante la obra clarividente de Max Weber, no se puede escatimar a Reinaga el haber formulado, de manera totalmente autónoma, una versión muy interesante de la misma a través de sus observaciones, comparaciones e intuiciones, es decir mediante sus análisis y también por medio de sus corazonadas. En 1978 llegó a la conclusión de que la guillotina de la Revolución Francesa y la hoz y el martillo de la Revolución Soviética eran de igual modo productos genuinos y diabólicos de la "diosa razón" (Reinaga, 1978:14). En forma similar a la Escuela de Frankfurt, Reinaga sostiene que "la razón se asesina a sí misma" (Reinaga, 1991:14) y tiene la originalidad y la valentía de incluir a los experimentos socialistas de entonces dentro de los magnos productos de la misma razón occidental. Y también tempranamente nuestro autor tuvo el mérito de señalar los efectos nocivos de la modernización en el campo del medio ambiente, proclamando la imperiosa necesidad de una convivencia amistosa con la Madre Tierra, aunque, lamentablemente, todas estas ideas nunca llegaron a ser formuladas de manera adecuada y transmisible a amplios sectores sociales.

Como esbozo de crítica se puede afirmar lo siguiente. Reinaga y las doctrinas de la descolonización que se basan en sus teorías menosprecian la civilización occidental moderna porque desconocen muchos rasgos fundamentales de la misma, especialmente su enorme diversidad y sus facultades de autocrítica. Esta civilización es percibida como un bloque homogéneo de naturaleza intrínsecamente maligna, encargada de traer sólo hambre y guerra al resto del planeta. En la extensa obra de Reinaga y en las múltiples manifestaciones de las teorías de la descolonización no hay prácticamente ningún reconocimiento hacia los logros positivos de la modernidad en sentido político-institucional, como han sido por ejemplo los derechos humanos, la lucha contra los dogmatismos religiosos, la edificación de poderes políticos que se controlan mutuamente y la discusión libre en torno a políticas públicas. Hay que tomar en cuenta que pensadores y escuelas asociadas a la cultura occidental se enfrentaron a la tradición, a todo aquello que, por muy ancestral y sagrado que pareciera ser, sólo conllevaba servidumbre y nexos irracionales. Y es probable que algunos rasgos de todo orden social premoderno hayan pertenecido y pertenezcan al ámbito de lo irracional, lo artificialmente arcaico y lo políticamente autoritario, es decir, a la esfera de lo indefendible.

Este desconocimiento del mundo occidental tiene paradójicamente un paralelismo en el conocimiento deficiente de la propia realidad boliviana de parte de aquellos que vislumbran en la obra reinaguista una iluminación para el propio pensar y actuar. A lo largo de los últimos siglos Bolivia ha evolucionado hacia sistemas sincretistas en varios sentidos, no sólo en términos étnico-culturales, transformándose en una sociedad mayoritariamente urbana, regida por los valores de la modernidad occidental, con estructuras sociales complejas y una pluralidad de intereses económicos, políticos y culturales, que seguramente no apoyarían un retorno a modelos simples, básicamente agrarios de ordenamiento social. Los ejemplos más evidentes de este desarrollo actual son los jóvenes, los comerciantes, los empresarios y los políticos indígenas. Todos ellos no se sienten probablemente inspirados por las distintas variantes de la filosofía indianista.

La atmósfera en la cual se formó Reinaga y de la que también salió también la mayoría de los pensadores bolivianos del siglo XX fue calificada por Pablo Stefanoni como el "magma antiliberal" (Stefanoni, 2015: 16, 20, 84-85, 184, 258-264, 328-330, 345). Basado en una investigación exhaustiva de fuentes documentales, este autor llega a la conclusión de que el antiliberalismo ha sido la fuerza aglutinadora de la política y de la cultura bolivianas después de 1920. El antiliberalismo fue el caldo de cultivo tanto de concepciones filosóficas como de programas políticos y de modas literarias. Fue el denominador común de doctrinas conservadoras y nacionalistas, pero también de tendencias revolucionarias, socialistas, teluristas e indianistas. Sus rasgos principales eran el radicalismo verbal y el inconformismo con la situación general del país y del mundo, complementados con un entusiasmo algo ingenuo por soluciones radicales y con una gran imprecisión a la hora de definir políticas públicas concretas. Se nutrió del romanticismo que nació como respuesta al racionalismo de la Ilustración y como alternativa al ámbito de las alienaciones modernas que tanto marxistas como conservadores atribuían al orden industrial y urbano, basado en la ciencia y la tecnología, por un lado, pero también en la deshumanización de las relaciones sociales, por otro. En la misma línea, aunque con terminología contemporánea, numerosos grupos políticos y distinguidos intelectuales proponen hoy la restitución de una comunidad orgánica premoderna como alternativa frente al avance del paradigma globalizador actual.

De esta base antiliberal ha brotado asimismo un conservadurismo que trata de recuperar los valores del catolicismo y de la tradición prerrevolucionaria para mitigar los errores del tiempo actual. Su representante más distinguido fue Jorge Siles Salinas22, un discípulo de Roberto Prudencio. Siles negó la existencia de leyes históricas de validez obligatoria y su aplicación a cualquier espacio geográfico, como las habían propugnado Hegel, Marx y Comte. Siles sostuvo que los grandes pensadores conservadores, como Edmund Burke y Joseph de Maistre, habían sido clarividentes en sus críticas a los excesos inherentes a la Revolución Francesa y a toda idea de modificar el mundo de acuerdo a principios racionalistas, excesos inevitables cuando el ser humano, imbuido de un ímpetu luciferiano, intenta transformar la pluralidad de los modelos sociales en un solo molde dictado presuntamente por la razón. El desarrollo sustentado en la ciencia y la tecnología, nos dice Siles, no nos exime de valores morales y de complejas decisiones éticas (Siles Salinas, 1969: 5-64, 117-131, 135-244). Este programa, después de la declinación del socialismo real y en vista de los peligros ecológicos, ha recobrado una cierta plausibilidad en los planos filosófico, cultural y político.

En este contexto hay que mencionar someramente la obra de René Ballivián Calderón (1909-1979), quien, desde una posición filosófica cercana al catolicismo moderado y modernizado, interpretó la evolución histórica, combinando un análisis socioeconómico con la doctrina católica postconciliar (Ballivián Calderón, 1966). Ballivián fue un precursor, es decir, alguien que va contra las grandes corrientes de moda y que abraza una causa que mucho después se transformaría en una tendencia muy influyente del mundo actual. Los precursores son gente incómoda: los propios contemporáneos los combaten sin piedad (o no los comprenden) y las generaciones posteriores se olvidan fácilmente de ellos. Otro notable precursor incómodo fue Wagner Terrazas Urquidi, quien tempranamente estudió lo que ahora se llama la problemática del medio ambiente. La originalidad de Terrazas reside en haber llamado la atención acerca del papel nada benéfico que ejerce una parte considerable de la población boliviana con respecto a ecosistemas precarios y altamente vulnerables, cuando casi todos los sectores sociales, los partidos políticos y la opinión pública creían sin reservas en la trinidad sagrada de crecimiento, desarrollo y progreso. En su obra principal de 1973, Bolivia: país saqueado"23, Terrazas se abstiene de la típica diatriba antiimperialista que podría sugerir el título y se dedica, en cambio, a mostrar en detalle las consecuencias catastróficas de muchos de los afanes reputados como progresistas y necesarios, entre los cuales se hallan la ampliación de la frontera agrícola, la colonización de las regiones tropicales, la prospección minera en el Oriente, la urbanización caótica y acelerada y la contaminación derivada de las tareas industriales y mineras. En aquellos años se requería de perspicacia y talento para abordar esa temática poco grata a los políticos, ideólogos y planificadores, mucho antes de que la temática ecológica se ponga de moda por la acción y los fondos generosos de la cooperación internacional.

A mediados del siglo XX el magma antiliberal coincidió con el "nacionalismo autoritario", término acuñado por la notable historiadora Irma Lorini para designar los periodos dominados por los partidos nacionalistas (Lorini, 2006: 187-225), periodos que no se destacaron por la vigencia del Estado de derecho ni por prácticas democráticas, pero sí por modestas reformas en los campos social y económico, y, ante todo, por despertar anhelos colectivos de participación política y reconocimiento cultural en sectores de la población que habían sufrido procesos seculares de discriminación24. Los dos mayores representantes culturales del nacionalismo autoritario fueron Augusto Céspedes (1904-1997)25 y Carlos Montenegro (1903-1953) (Abecia López, 2007 y Antezana, 2013), quienes, a su vez, tuvieron una destacada influencia sobre los intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, como Sergio Almaraz (1928-1968)26 y René Zavaleta Mercado (1937-1984)27. Céspedes y Montenegro popularizaron exitosamente la dicotomía nación-antinación, que es similar a patria-antipatria, basadas ambas en la conocida contraposición amigo-enemigo, dicotomía que tiene hasta hoy una considerable eficacia en la praxis política y una curiosa relevancia en sectores intelectuales de toda América Latina, como lo atestigua la persistente popularidad de la filosofía política de Carl Schmitt. Estas oposiciones binarias excluyentes definen a priori lo que es la verdad histórica y los fenómenos de la praxis. ¿Quién va a estar dispuesto, por ejemplo, a buscar o encontrar aspectos positivos en un fenómeno llamado antipatria o antinación?

Es probable, sin embargo, que toda identificación fácil sea a la larga un obstáculo con respecto a un proceso intelectual que intenta comprender una temática compleja. El pensar y sentir en antinomias binarias excluyentes ha gozado y goza de una notable simpatía en todo el mundo. Pero, como sabemos a causa de la terrible historia del siglo XX, la popularidad de una doctrina o la fuerza de un movimiento político no garantizan su calidad intrínseca o su justificación a largo plazo. La contraposición amigo-enemigo explica aparentemente la realidad, pero lo que logra de manera efectiva es legitimar un orden político y también dar lustre argumentativo a una constelación preconstituida como tal en el imaginario colectivo. La realidad, como siempre, resulta mucho más complicada, y por ello un análisis diferenciado de la misma es mal recibido por aquella mentalidad que evita esfuerzos cognoscitivos.

Aunque no fue un filósofo en sentido estricto, Zavaleta se ha convertido en un clásico de las ciencias sociales. Sus escritos son indispensables para comprender la Bolivia contemporánea, sus mitos colectivos y sus anhelos de largo plazo. En nuestro contexto es necesario referirse a Zavaleta, pues en su obra se condensan las tendencias políticas y filosóficas más relevantes de su época. El núcleo del pensamiento zavaletiano se halla en el campo entre el nacionalismo revolucionario y el marxismo tercermundista. Por ello Zavaleta combina ideas vitalistas y teluristas con inclinaciones autoritarias y elitistas. Siguiendo las corrientes de su tiempo, Zavaleta exhibe una curiosa fidelidad a una ortodoxia marxista: la propalada en su época por la Unión Soviética y repetida sin variantes por el régimen cubano, fidelidad que incluía un claro desdén por la proporcionalidad de los medios y por la llamada democracia formal-burguesa. El núcleo teórico de Zavaleta no ha sido el marxismo occidental o crítico que surgió en la primera mitad del siglo XX, sino una doctrina militante, que no admitía un cuestionamiento de sí misma y que se aplicaba por igual a todos los fenómenos naturales y sociales.

Por otra parte, creo que el mayor problema del quehacer filosófico y científico en el país ha sido durante largas décadas el predominio de un marxismo tercermundista, desconectado de los grandes temas globales y cerrado doctrinariamente sobre sí mismo. En los últimos años este dogmatismo ha sido reemplazado por otro, conformado por las modas postmodernistas de diversa especie y aderezado con un resto melancólico de radicalismo inofensivo. Estas corrientes relativistas y deconstructivistas tienen obviamente la ventaja de brindar un hálito de actualidad y cosmopolitismo a los trabajos que surgen dentro de su

órbita. Los estudios postcoloniales y subalternos, las teorías de la infrapolítica y la posthegemonía y muchas otras novedades teóricas tienden a igualar la ciencia a la literatura cotidiana, el texto filosófico a la narrativa prosaica, y así borran las odiosas distinciones entre el esfuerzo académico y la ocurrencia fortuita. Este desarrollo tiene evidentemente un aire democrático, igualitario y hasta juvenil, pero no creo que contribuya al avance del conocimiento científico. A estos dogmatismos se contraponen, por suerte, el pluralismo de ideas que todavía prevalece en la opinión pública y en el ámbito intelectual del país. Ser puede percibir una actitud que combina la independencia política con la preservación de una considerable calidad intelectual. Por ello hay todavía un resquicio de esperanza para el pensamiento boliviano.

Notas

* Doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín. Contacto: hcf_mansilla@yahoo.com

1 Algunas referencias poco exactas en Francovich (1945:13-23) y Valencia Vega (1973:13-31).

2 Sobre la complejidad de esta cosmología, que ahora es objeto de múltiples estudios, ver la obra pionera de Ramiro Condarco Morales, Historia del saber y la ciencia en Bolivia (1978:23-25).

3 Sobre esta temática ver Lozada Pereira (2013).

4 Para una descripción exhaustiva, pero fantasiosa, de la "Edad de oro" prehispánica, basada en los conceptos de "paraíso terrenal" y "el trabajo era una fiesta permanente", ver Reynaga Burgoa (1978 y 1984).

5 Sobre esta temática, ver Gisbert (1981:67-85).

6 Cubre principalmente el periodo previo a la independencia: fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX.

7 Entre la abundante literatura sobre esta temática ,ver Mesa Figueroa (1989:606 y siguientes).

8 Para esta temática, ver el excelente ensayo de Érika J. Rivera, Los elementos de filosofía política en la era colonial del Alto Perú. Una aproximación provisional (2015).

9 Ver, entre muchos otros, Hernández (1977, especialmente pp. 72-73); Beuchot (1976); Truyol Serra (1984) y la investigación basada en nuevos datos documentales de Francisco Castilla Urbano, El pensamiento de Francisco de Vitoria: filosofía política e indio americano (1992).

10 Ver la gran obra bibliográfica de Josep M. Barnadas, Bibliotheca Boliviana Antiqua: impresos coloniales (1534-1825) (2008).

11 Sobre este pensador existe una amplia literatura secundaria (Ivanhoe, 1967; Burgaleta, 1999; Pagden 1997; MacCormack, 1991).

12 Sobre Antonio de León Pinelo, su vida y sus escritos, ver Muro Orejón (1989: 110-115); Bravo Lira (1988: pp. 5-80, aquí: pp. 11-12).

13 Escalona y Agüero ([1647] 1941) y ediciones posteriores. Sobre la vida y los escritos de este autor, ver Bravo Lira, (1988, nota 12: 42-43).

14 Villarroel (1656-1657). Sobre la vida y obra de Gaspar de Villarroel, ver Francovich (1966: 27-32) y Gori (2010:169-190, especialmente pp. 172-173).

15 Sobre la vida y obra de José de Aguilar, ver Francovich (1945: 33-37).

16 Sobre esta temática, ver López Beltrán (1991).

17 Victorián de Villava, Discurso sobre la mita de Potosí [1793], en Levene (1946: I-CXXX). Sobre la vida y obra de Victorián Villava, ver Francovich (1945, 51-55); Portillo Valdés (2009, especialmente pp. 29-30); Tandeter (1992).

18 También Crespo Rodas (1948: 11 y siguientes).

19 Para una crítica de Arguedas, ver Larson (2001: 36); Baptista Gumucio (1979); Signo. Cuadernos Bolivianos de Cultura (La Paz), N° 39-40, mayo-diciembre de 1993 (número monográfico dedicado a Arguedas).

20 Para un retrato equilibrado de Arguedas, ver Romero Pittari (1979 y 1982).

21 Sobre este autor, ver Molina (2015:63-84).

22 Sobre Siles Salinas, ver Molina (2015:57-59).

23 Sobre Terrazas, ver Zárate (2013:A8).

24 Dentro de la abundante literatura sobre esta temática, ver Stefanoni (2010:39-69).

25 Sobre Augusto Céspedes y su influencia, ver Gildner (2012:59-64, especialmente p. 60).

26 Sobre Almaraz, ver Luján Soria (2009), con amplia bibliografía y Almaraz et al. (1979).

27 Sobre Zavaleta, ver Aguiluz Ibargüen y Ríos (2006); Tapia (2002); Antezana (1991) y Molina (2011).

 

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