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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.21 no.39 La Paz dic. 2017

 

Artículos y Estudios

 

Medio siglo en compañía de Cien años de soledad

 

Half a century in the company of Cien años de soledad

 

 

Daniela Renjel Encinas*

* Pontificia Universidad Católica de Chile Contacto: danielarenjel@hotmail.es

 

 


Resumen

La autora considera la novela Cien años de soledad como una obra imperecedera gracias a su unicidad artística. Más allá de los lugares comunes del realismo mágico, sostiene que esta unicidad se centra en la peculiaridad trágica que logra patentizar. A partir de ello lanza además vínculos temáticos inesperados, como la violencia, con narrativa colombiana y latinoamericana más reciente. El análisis concluye examinando la locura como un recurso ficcional para amagar el carácter fatídico de las relaciones humanas planteadas en la novela.

Palabras clave: Cien años de soledad; Gabriel García Márquez.


Abstract

The author considers the novel Cien años de soledad as an imperishable work thanks to its artistic uniqueness. Beyond the commonplaces of magic realism, she maintains that this uniqueness focuses on the tragic dimension that Gabriel García Márquez achieves. As a result, she launches unexpected thematic links, such as violence, with examples from the most recent Colombian and Latin American narrative. The analysis concludes by examining madness as a fictional device to avert the fateful character of the human relations raised in the novel.

Keywords: Gabriel García Márquez; Cien años de soledad.


 

 

1. Introducción

No son tantas las obras que llegan a los 50 años con tan buena salud y prometiendo vida para muchos años aún. La pregunta que lógicamente surge en estos casos es qué hace que determinado texto celebre tan anunciado aniversario, promoviendo un intento de racionalizar dichas causas, incluso sabiendo que la grandeza del arte y de creaciones tales no pasa por fórmulas exitosas sobre el tema o el estilo, sino por cierto indefinible que las hace tan completamente humanas como casi imposibles de copiar. En palabras de Todorov: "La gran obra crea, en cierta medida, un nuevo género, y, al mismo tiempo, transgrede las reglas hasta entonces vigentes de otro" (2003:34). Solo así el lector encuentra lo mejor que hay en sí, o puede haberlo, y ese horizonte con el cual sueña llegar, puesto que si el arte no nos seduce con las posibilidades, ¿qué realmente haría fuera de su ámbito ficcional?

Dicho esto, es acaso posible señalar algunos aspectos que hacen de Cien años de soledad una novela icónica que ha venido a consolidarse, especialmente para Latinoamérica, como la referencia que invita al mundo a fijarse en la producción del continente. Y no es menos válido, creo, el temor a sonar repetitiva, puesto que es tanta la crítica y discusión que ha generado en estos cincuenta años, que la originalidad de algún enfoque tendría más de ilusión que de aporte a las múltiples lecturas propuestas.

 

2. Qué se dice, qué se sabe, qué se espera

Tristemente, incluso en nuestros días, y en contextos que a nuestro pesar abundan, decir "realismo mágico" no significa nada para una inmensa cantidad de personas, pero para las que sí lo hace, convoca algo excesivamente importante y casi único, cuando se piensa en Cien años de soledad. En efecto, pareciera que la novela se hubiese reducido a la presentación de un mundo donde lo extraordinario se cotidianiza y, de esta forma, la admiración se explica porque alguien hubiese contado cosas irreales, pero que, finalmente, no nos son tan extrañas en estos países conquistados. Ciertamente, nadie levita luego de tomar chocolate, pero "vivimos con normalidad nuestro contacto con los muertos, y las ofrendas a la tierra y los poderes sobrenaturales", se escucha, lo que seguramente nos pone felices, porque al fin somos retratados en un contexto menos amargo que el de la esclavitud y la violencia que dejó la Colonia como legado, por los siglos.

Si bien la popularización de esta invención sugestionada y sugestionadora ha sido, es y posiblemente seguirá siendo un mérito indiscutible que García Márquez ha explotado para crear realidad, se hace vital un salto cualitativo hacia la búsqueda de otros sentidos que surjan desde la propia educación secundaria y pasen por alto, al menos momentáneamente, el tópico señalado.

Por tanto, a ellos me dirijo cuando pienso en la posibilidad de experimentar esta novela desde otros mecanismos narrativos que nos conecten con lo más humano que tenemos, para dar cuenta de un mundo donde pueda reflejarse el hombre contemporáneo de todas las latitudes, e incluso aquél que todavía está luchando con las etiquetas y las posibilidades de esas locuras en nuestro pintoresco continente. En este sentido, propongo pensar esta novela también desde la imposibilidad, la violencia y la locura.

 

3. De lo imposible y otras consecuencias

Claramente, suena a contradicción pensar en lo que promueve la imposibilidad de hacer algo, pero ésta no es más que la contracara de una acción no elegida, que son las que abundan en esta novela. García Márquez nos ofrece un catálogo de pesares, infelicidades, huidas e imposiciones que parecen ser connaturales a varios de sus personajes. En el mundo macondiano, la fatalidad se hace casi un personaje al no permitir el progreso, no solo del pueblo (que la vive como una ilusión bastante corta), sino de las estructuras más íntimas de casi todos los personajes. Es mucha la crítica que se ha referido a esta historia de seis generaciones como una estirpe maldita, destinada a lo trágico y proscrita para cualquier tipo de felicidad duradera.

Sin embargo, lo que quiero apuntar es que no son solamente el mal o el infortunio los acompañantes de esta familia, sino, principalmente, la presencia constante de lo que se desea como algo imposible de satisfacer. Parece haber una proscripción mayor cuando se trata de experimentar la plenitud, entendida como la obtención de lo que se desea, en la mayoría de los personajes. De hecho, quienes sí se atreven a vivirla son la vergüenza de la familia y, por tanto, los excluidos de la misma. Petra Cotes es un ejemplo de vida al margen de las convenciones de los Buendía y una de las pocas que, sin importar ser juzgada por su descaro y ligereza, vive plenamente y prospera todo lo que le rodea. Por el contrario, Meme, la hija de Fernanda y Aureliano Segundo, es una muestra de quien merece ser castigada por haber equivocado su deseo, al amar a Mauricio Babilonia, un hombre ajeno a su clase y educación, y con quien engendró un hijo, por cuya causa es recluida en el hospital de Cracovia sin proferir más palabras en su vida. Ese hijo, Aureliano, enviado a Macondo, luego de haber vivido excluido por su impureza de cuna, sí logra la felicidad con su tía, Amaranta Úrsula, concibiendo al único hijo fruto del amor, pero esta nuevamente, no dura mucho, porque la profecía se cumple con su lectura, y el pueblo y los pocos habitantes que quedan en él desaparecen.

La propuesta de la novela, entonces, es que, por regla, las cosas no logren florecer, movilizarse o proyectarse, y sean los convencionalismos de la dinastía, instaurados por Úrsula y reforzados por Fernanda, principalmente, los valores inviolables y a los cuales conviene rendir culto, si se quiere ser parte del clan. Pensemos, sin ir más lejos, en la idea persistente de no relacionarse sexualmente con miembros de la familia, por temor a una catástrofe en la descendencia. Ésta pareciera apuntar a que el amor es algo sobre lo que se debe ejercer control para evitarlo o limitarlo a un espacio en el que no afecten las uniones reconocidas y/o convenientes, como garantía de orden y sobrevivencia. Mandatos así actúan a la manera de un derecho de pertenencia que transgreden la necesidad de compromiso evidente con lo que se entiende como un valor familiar, sino prácticamente obligan a sus miembros a consagrarse al sufrimiento, porque es lo esperado tras la transgresión o simplemente porque así debe ser. Tal el caso de Rebeca, quien se aparta de la vida hasta el advenimiento de su muerte, porque la pérdida de su marido no debe ser vivida sin la más completa soledad; soledad a la que Amaranta se consagra porque también había perdido a quien entendía su primer y más puro amor, o la decisión que toma Fernanda, en el sentido inverso, apartando a Meme, su hija, de la familia por haber contradicho la convención familiar de no vincularse sexualmente (amar) con quien debía quedar proscrito. Por su parte, José Arcadio Segundo muere solo, en el taller de Melquiades, al borde de la locura, como su abuelo lo hiciera a la sombra del castaño, donde también muere el coronel Aureliano, ilustrando las repeticiones que tienen el poder de pacto de sangre dentro de un clan.

Es esta lógica de fondo la que impera al momento de establecer quiénes son parte del clan, un clan que, de hecho, está signado por el sufrimiento. No se necesita buscar a fondo para percibir que quienes se liberan del mecanismo deseo/castigo/sufrimiento son quienes quedan desvinculados de la familia y quienes, seguramente, experimentan una felicidad posible. Por lo demás, el progreso es imposible y su visualización solo un espejismo, así como pura ilusión es pensar que se puede vivir el deseo sin violencia y sin consecuencias desafortunadas. Prueba de esto es la proliferación de niños que nacen en la novela, concebidos a la luz del apetito sexual y las violencias que se ejercen sobre las mujeres para acceder a ellas; lo que pasa con esos niños ilegítimos, el castigo que sufre Meme por haber engendrado un niño con Mauricio Babilonia o los apasionados encuentros entre Amaranta y su sobrino, ocultados, negados y condenados luego. Estas, entre muchas, relaciones y consecuencias tortuosas dan cuenta de la dificultad de vivir el deseo sin culpa y condenas. La condena, en este sentido, no está tanto en lo que hay que padecer tras la transgresión, sino en lo que queda prohibido obtener.

No obstante, la violencia no solamente es la contracara del deseo, sino el mecanismo que permite el avance de la propia historia. Por lo general, decir "violencia" en Cien años de soledad es pensar en el coronel Aureliano Buendía y en el aparato absurdo que implementa para combatir, en última instancia, a la soledad; pero lo cierto es que esta manifestación extrema no es la única, si se considera que es en el ejercicio de la fuerza en el que se basan casi todas las relaciones presentadas: pasiones, amores y el vacío de la propia guerra instalada por los liberales y los conservadores.

Si hay una presencia indiscutible y tan latente como el señalado estilo maravilloso inserto en la vida cotidiana, es la crítica al poder que, al final, no tiene más objetivo que sí mismo, como medida desesperada contra la aludida soledad. La novela podría ser leída como la visualización del vacío que genera la violencia y su mayor metáfora: la guerra. El ímpetu de los combates y del exterminio es la manifestación de un deseo insatisfecho y condenado a la imposibilidad de satisfacerse, porque estos personajes no parecen ir hacia ninguna parte, sino hacia la perseverancia en la vida como algo que toca hacer. Dichas finalidades, tan próximas al vacío -tejer una mortaja, hacer y deshacer pescaditos de oro, criar un niño para que sea obispo, vivir para prohibir, para educar o para restringir- dan lugar a las excepciones encarnadas en quienes optaron por desvincularse de ese ejercicio del sometimiento y el deseo de inclusión. De esta forma, es la propia violencia del deseo la que termina multiplicándose en nuevos niños, concebidos por la fuerza o la asunción de un destino trágico, donde la gente viene al mundo porque sí. Tan terriblemente trágico es dicho destino que, cuando Mauricio Babilonia y Amaranta Úrsula conciben un hijo con amor, éste nace condenado a morir. La cola de cerdo viene a ser un detalle anticipatorio de catástrofe, porque son las hormigas las que en realidad acaban con su vida.

Finalmente, el tema de la violencia -y no solamente la que convoca a liberales y conservadores, enfrascándolos en una guerra estéril al mando del Coronel, que dura años y acaba con la vida de tanta gente- es un tema tan medular en la historia de los últimos 70 años de la vida de Colombia, que no puede ser mirado como algo tangencial en ese pueblo donde lo imposible toma cuerpo. Considero, en cambio, que el sometimiento al otro, de forma física o psicológica y, en este sentido, la presencia del miedo, es una forma de meter el dedo en la llaga en un fenómeno todavía incipiente frente a lo que sería después el uso irrestricto de violencia en los siguientes años. No en vano Diana Palaversich habla de "narcorrealismo mágico" (2012) cuando analiza las representaciones de lo que ha venido a llamarse narcoliteratura; es decir, una forma casi fantástica y en extremo cruel de usar los cuerpos, los cadáveres y sus partes para la guerra entre cárteles y con el Estado. Por ejemplo, en Fiesta en la madriguera (2010), del mexicano Juan Pablo Villalobos, el protagonista niño, hijo de un capo del narcotráfico, narra con la tranquilidad que es propia a quien crece en medio de la violencia naturalizada la situación de México, lo que ve en la televisión, al llegar de Liberia, país al que fue con su papá para comprar unos hipopótamos enanos:

Desde que volvimos de Monrovia las cabezas cortadas pasaron de moda. Ahora en la tele se usan más los restos humanos. A veces es una nariz, otras veces es una tráquea o un intestino.También las orejas. Puede ser cualquier cosa menos cabezas y manos. Por eso son restos humanos y no cadáveres. Con los cadáveres se sabe las personas que eran antes de convertirse en cadáveres. En cambio con los restos humanos no se sabe qué personas eran. Para guardar los restos humanos no se usan cestas ni cajas de brandy añejo, sino bolsas del súper, como si en el súper se pudieran comprar los restos humanos (2010: 46)

Y algo así puede leerse en La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo. La violencia casi increíble en una urbe del siglo XX es parte consustancial del Medellín de los 90, y la escena pone al protagonista caminando por una calle en la que se desata un enfrentamiento de la nada.

Iba por la estrecha calle de Junín rumbo a la catedral, llegando al parque, viendo, sin querer, entre la multitud ofuscada una señora de culo plano que iba adelante, cuando ¡pum!, que se enciende la balacera: dos bandas se agarraron a bala. Balas iban y venían, parabrisas explotaban y caían transeúntes como bolos en la barahúnda endemoniada."¡Al suelo! ¡Al suelo!"gritaban. ¿Al suelo quién? ¿Yo? ¡Jamás! Mi dignidad me lo impide. Y seguí por entre las balas que me zumbaban en los oídos como cuchillas de afeitar. Y yo pensando en el viejo verso ¿de quién? "Oh muerte ven callada en la saeta". Pasé ileso, sano y salvo, y seguí sin mirar atrás porque la curiosidad es vicio de granujas (1994: 23)

Y  no puedo pasar sin mencionar la imagen introductoria de No nacimos pa' semilla, de otro colombiano, Alonso Salazar, quien describe el rito de iniciación de un niño en el mundo del sicariato, en estos términos:

Sobre la luna redonda se dibuja la silueta de un gato sin cabeza que cuelga amarrado de las patas. En el piso, en una ponchera, se ha recogido la sangre. Ahora caen solo gotas de manera intermitente y pausada. Cada gota forma al caer pequeñas olas que se crecen hasta formar un mar tormentoso. Olas que se agitan al ritmo del rock pesado que se escucha a todo volumen. A un lado está la cabeza, que todavía mira con sus ojos verdes y luminosos. Quince personas participan silenciosas del ritual. Al fondo está la ciudad (Salazar, 1991:5).

Como se ve, al mundo del narco no le son ajenas las representaciones propias del realismo mágico, las mismas que descentradas de un estilo o una forma de concebir la realidad, pasan a formar parte de una lógica de exterminio donde el exceso, naturalizado, es la consecuencia de un poder soberano que desconoce toda legalidad que no sea la propia.

Por último, otro de los ejes medulares del que me gustaría tratar es la presencia de la locura, entendiendo por ésta la posibilidad de evadir la realidad que parece venir marcada por ese destino funesto, del que hablábamos, y la dirección de las mujeres que señalizan el camino de su aceptación, por decir lo menos. La ruptura con el pacto, tácitamente entablado con los semejantes y por el cual las convenciones y los códigos se comparten, posibilita la libertad de las decisiones, aunque ésta tenga un precio que, en última instancia, es el olvido o la cosificación por parte del grupo. Huir de la resignación o la condena implica ser un excluido. Entonces, la locura no es solamente la insania que presenta quien ha roto todo código posible con el resto, como el primigenio José Arcadio, sino simplemente romper con el código del poder y encarnar lo no permitido hasta hacerse el otro, el monstruo, el malo, el enemigo peligroso. Bajo este entendido, tan otras y extrañas son, por ejemplo, Remedios como Pilar Ternera o Petra Cotes; seres que decidieron vivir de manera muy distinta a la dictaminada por el grupo familiar.

El propio final de la novela puede ser leído como la textualización de la locura, aprovechando que las convenciones del estilo lo permiten. Terminar leyendo el pergamino que viene a ser la propia novela que tenemos entre manos, y considerar, como señala Vargas Llosa, que es Melquiades el narrador; es decir, quien iba escribiendo la historia de la familia al tiempo de ser un personaje construido por el que pensábamos era otro narrador, ¿no es acaso cosa de locos? Sí; la ficción nos permite entender la excepción vista cual locura como parte fundamental de la convención que llamamos realidad.

Este proceso enajenante por el que de alguna manera atraviesan la mayoría de los personajes, incluso Úrsula, con su sabiduría delirante, les permite habitar la soledad más profunda por la que puede pasar el ser humano, de tal forma que es difícil precisar si no es esta soledad quien termina enloqueciéndolos. Me atrevo a decir que, en todo caso, lo seguro es que esa soledad los termina humanizando, no solo en gestos específicos, como el que tiene el papá José Arcadio hundido en la culpa por haber quitado la vida a Prudencio Aguilar, en un acto entendido propio del honor, cuando éste sembrara dudas sobre la hombría del patriarca que terminaría loco, amarrado a un castaño y manteniendo conversaciones con el fantasma del difunto. Esta humanización se trasluce principalmente en momentos fundamentales que llevan a los personajes a una mayor comprensión del sentido de la vida, no exenta de soledad, la misma que se presenta como cierto precio a pagar por la posibilidad de ver. Quién más que Úrsula para ejemplificar ese movimiento; esa reclusión en su interior a través de la cual parece ser la única capaz de comprender las contradicciones de su propio ser.

No bien se habían enfriado los cuerpos de los Aurelianos en sus tumbas, y ya Aureliano Segundo tenía otra vez la casa prendida, llena de borrachos que tocaban el acordeón y se ensopaban en champaña, como si no hubieran muerto cristianos sino perros, y como si aquella casa de locos que tantos dolores de cabeza y tantos animalitos de caramelo había costado, estuviera predestinada a convertirse en un basurero de perdición. Recordando estas cosas mientras alistaban el baúl de José Arcadio, Úrsula se preguntaba si no era preferible acostarse de una vez en la sepultura y que le echaran la tierra encima, y le preguntaba a Dios, sin miedo, si de verdad creía que la gente estaba hecha de fierro para soportar tantas penas y mortificaciones; y preguntando y preguntando iba atizando su propia ofuscación, y sentía unos irreprimibles deseos de soltarse a despotricar como un forastero, y de permitirse por fin un instante de rebeldía, el instante tantas veces anhelado y tantas veces aplazado de meterse la resignación por el fundamento, y cagarse de una vez en todo, y sacarse del corazón los infinitos montones de malas palabras que había tenido que atragantarse en todo un siglo de conformidad.

—¡Carajo!— gritó.
Amaranta, que empezaba a meter la ropa en el baúl, creyó que la había picado un alacrán.
—¡Dónde está!— preguntó alarmada
-¿Qué?
—¡El animal!— aclaró Amaranta.
Úrsula se puso un dedo en el corazón.
—Aquí— dijo.
(1967: 422)

Pero ésta no es la única revelación que trae la soledad, porque también existe otro momento que bien podría rayar tanto con el desvarío como con la epifanía, y es el relacionado con la percepción que llega a tener Úrsula de una de sus hijas:

Amaranta, en cambio, cuya dureza de corazón la espantaba, cuya concentrada amargura la amargaba, se le esclareció en el último examen como la mujer más tierna que había existido jamás, y comprendió, con una lastimosa clarividencia, que las injustas torturas a que había sometido a Pietro Crespi no eran dictadas por una voluntad de venganza, como todo el mundo creía, ni el lento martirio con que frustró la vida del coronel Gerineldo Márquez había sido determinado por la mala hiel de su amargura, como todo el mundo creía, sino que ambas acciones habían sido una lucha a muerte entre un amor sin medidas y una cobardía invencible, y había triunfado finalmente el miedo irracional que Amaranta le tuvo siempre a su propio y atormentado corazón (1967: 300)

La locura, así, no es solamente un tema querido por la literatura y de una actualidad frecuente, sino retomada en la misma tradición colombiana por Laura Restrepo, quien presenta en Delirio (2004) a una protagonista trastornada, y no por causas distintas a las que podemos encontrar en Cien años de soledad. Agustina enloquece porque la violencia familiar de la que no puede escapar es más contundente que la propia violencia por la que está atravesando el país en la década de los 80-90 por causa del narcotráfico.

La seguridad en las calles se ha perdido; secuestros y torturas son la noticia de cada día, pero, finalmente, ante esa segunda violencia, uno parece poder protegerse, sino tiene la mala suerte de transitar por donde se tiene previsto explotar una bomba. Uno puede cerrar puertas y ventanas, como hacía Úrsula al paso de la guerra encabezada por su hijo cuando llegó hasta su casa, despertando en ella más compasión que miedo; sin embargo, la violencia más temible y desestructuradora es aquélla que se encuentra en el mismo seno de la familia y de la que no hay lugar al cual uno pueda escapar sin que termine de encontrarnos, puesto que, nuevamente, el pacto familiar y social implica no hablar de eso ni exteriorizarlo en favor de las apariencias. La locura, de este modo, se hace nuevamente un mecanismo de condena para quien la padece, por denunciar en su insania los vacíos dolorosos del grupo, pero, por otro lado, también lo salva de la conciencia de su existencia. De hecho, Foucault afirma que hablar de la locura desde un punto de vista no psiquiátrico es hacer la "arqueología de un silencio" (1996: 25), por lo que me parece interesante considerar esta ausencia de discurso como generadora de significancia, paralelamente a lo que se ha manifestado sobre el texto.

Cien años de soledad es una obra inagotable, y a medio siglo de su publicación —con seguramente más de cien lecturas posibles, y enriquecedoras, y prometiendo otros cien años de cautivadas interpretaciones- continúa interpelando a quien queda fascinado por esta apuesta mítica y totalizadora. En ese sentido, la imposibilidad, como clave de lectura, junto con la violencia y la locura, son sobrevuelos de la novela que miran como a hurtadillas por encima de las exhaustivas investigaciones que la obra ha inspirado desde su publicación. Si es cierto que una comprensión del mundo es lo que se juega en cada gran texto, la fuerza de lo inexpresado, prohibido y excluido, desde la violencia, puede ser escuchado y hasta realizado a través de la latente locura presente en nuestras formas de ser y olvidar. Creo que una gran obra, como Cien años de soledad, hace justamente eso: humanizar lo inexplicable del hombre en su esfuerzo por naturalizar el deseo, lo absurdo y la persistencia de la vida sobre la muerte.

Recibido: Octubre de 2017

Aceptado: Diciembre de 2017

Referencias

1. Foucault, Michel. Historia de la locura en la época clásica. México: FCE, 1996.        [ Links ]

2. García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1967.        [ Links ]

3. Palaversich, Diana. "Narcoliteratura (¿De qué más podríamos hablar?)". Foro organizado por la Universidad Javeriana-Bogotá. Web, 25 de septiembre de 2012.        [ Links ]

4. Salazar, Alonso. No nacimos pa' semilla. Bogotá. Centro de investigación y educación popular, 1991.        [ Links ]

5. Todorov,Tzevetan. "Tipología de la novela policial". En: Daniel Link (comp.), El juego de los cautos. Buenos Aires: Ed. La marca, 2003.

6. Vallejo, Fernando. La virgen de los sicarios. Colombia: Alfaguara, 1994.        [ Links ]

7. Villalobos, Juan Pablo. Fiesta en la madriguera. México: Anagrama, 2010.        [ Links ]

 

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