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Revista Ciencia y Cultura

versão impressa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.21 no.39 La Paz dez. 2017

 

Artículos y Estudios

 

Soberanía y poder: una reflexión arendtiana sobre las experiencias políticas bolivianas

 

Sovereignty and Power: An Arendtian Reflection on Bolivian political experiences

 

 

Oscar Gracia Landaeta*

 

 


Resumen

La investigación se centra en la distinción arendtiana entre violencia y poder. A partir de ella se distinguen dos marcos posibles de comprensión del poder en la reflexión política: uno tradicional, consumado en la idea moderna de soberanía nacional; y otro distinto, basado en la noción de la acción concertada. Estos dos horizontes de comprensión disimiles se materializan en la experiencia boliviana -en sus propios procesos respectivos, claro está- en dos prácticas opuestas: la de la institucionalidad oficial, ceñida por el paradigma de la violencia; y la de los colectivos (indígenas, campesinos) "clandestinos", definida por la actividad democrática asamblearia. El trabajo sostiene la idea de que cualquier transformación estructural del Estado boliviano debe partir del reconocimiento y de la apropiación adecuada de sus tradiciones políticas esenciales.

Palabras clave: Violencia, poder, democracia directa, democracia representativa, soberanía, asamblea.


Abstract

The research focuses on the Arendtian distinction between violence and power. From this, two possible frameworks of understanding of power can be distinguished in political reflection: a traditional one, consummated in the modern idea of national sovereignty; and a different one, based on the notion of concerted action. These two horizons of dissimilar comprehension materialize in the Bolivian experience -in their own respective processes, of course- in two opposing practices: that of official institutionality, bound by the paradigm of violence; and that of "clandestine" groups (indigenous, peasantry), defined by democratic assembly activity. The paper supports the idea that any structural transformation of the Bolivian state must start from the recognition and suitable appropriation of its essential political traditions.

Key words: Violence, Power, Direct Democracy, Representative Democracy, Sovereignty, Assembly.


 

 

1. Introducción

La filosofía política puede permitirnos analizar en profundidad las debilidades de la forma en que nos representamos el sentido de la política en la interpretación regular. Repensar, en este sentido, la actividad de las comunidades históricas puede ganar para nosotros un espacio renovado desde el cual plantear una crítica, redefinir la significación de los fenómenos políticos y reconcebir los caminos posibles de transformación. El presente texto se propone pensar de este modo el valor esencial de las experiencias políticas bolivianas.

La filósofa Hannah Arendt —figura clave de la teoría política del siglo XX— ha construido un horizonte a partir de cual comprender los elementos más profundos del sentido de aquello que se juega en la acción política. Su pensamiento es, para este ensayo, un marco fructífero a partir del cual revisar una vez más los momentos y procesos fundamentales de la historia política del país. El trabajo se centrará, en este contexto, en un elemento clave de la reflexión arendtiana: la distinción entre el poder y la violencia; una distinción que, como veremos, ha sido prácticamente olvidada en el marco de los esquemas centrales del Estado moderno.

Replantear las distancias entre estos dos fenómenos concretos significará para nosotros distinguir dos experiencias diversas insertas en distintas tradiciones de la historia boliviana: una oficial, centrada en la idea de la soberanía (poder como violencia legítima); y otra clandestina, fundada a partir del hecho asambleario (poder como acción concertada). Cada una de estas experiencias pertenece a una de dos prácticas históricas distintas de nuestra historia: la occidental y la andina; y cada una de ellas ha tenido un peso decisivo en la coyuntura crítica de las últimas décadas.

La estructura de esta investigación obedece al deseo de exponer con claridad primero las distinciones teóricas pertinentes y después la lectura compleja que sobre los acontecimientos de la realidad éstas permiten. Por tal razón, los primeros dos subtítulos están reservados a la reflexión acerca del sentido de la política en el marco de la teoría arendtiana. En ese espacio se trabaja también apuntando hacia los hechos específicos que distancian a la violencia del poder y hacia las distintas realizaciones humanas que se juegan en cada uno de estos fenómenos.

El tercer subtitulo, dividido en un par de consideraciones separadas, realiza, a partir de las reflexiones logradas al inicio del trabajo, una valoración de las diferentes experiencias políticas bolivianas y de su desarrollo histórico durante la época republicana. Prima en este apartado la intención de clarificar el significado fundamental de aquellas acumulaciones de práctica popular que nos pertenecen como legado.

Finalmente, a manera de conclusión, el último subtítulo del trabajo plantea un análisis general y sucinto del modo en el que ambas experiencias políticas analizadas y sus representaciones respectivas han jugado un rol en el gobierno del MAS y en el Estado plurinacional. Cualquier análisis más profundo con respecto al momento político actual (al periodo que corre a partir del año 2005) es reservado para un futuro trabajo.

En líneas generales, la investigación ha aspirado a reinterpretar el sentido de la práctica política boliviana a partir de la profundidad de la reflexión filosófica. Queda para el lector el juicio acerca de su fortuna y pertinencia.

 

2. Estado-nación y violencia legítima: la representación moderna del poder como soberanía

Para Arendt, la asociación moderna entre violencia y poder tiene un sentido que puede ser al menos parcialmente entendido a partir de las experiencias del Estado-nación. Es cierto que la tradición occidental se hallaba ya desde la Antigüedad ligada a un rechazo de las frustraciones de la acción política1 en favor de las determinantes de la fabricación2, es decir, al repudio de la precariedad con la que los hombres tratan entre ellos y al favorecimiento sistemático de una previsibilidad gubernamental de tipo "artesanal". Tal tendencia había abierto ya, sin lugar a dudas, la comprensión del fenómeno político a una aceptación más o menos explícita de la violencia, que, como se sabe, desempeña un rol inesquivable en el oficio fabricante. Sin embargo, la soberanía moderna, en tanto comprensión explícita del dominio estatal como violencia legitimada, define el horizonte del entendimiento político contemporáneo de un modo decisivo. En su ensayo Sobre la violencia la pensadora alemana plantea esta idea en los siguientes términos:

En términos de nuestras tradiciones de pensamiento político estas definiciones [que confunden el poder con la violencia] tienen mucho a su favor (...) [S]e derivan [aunque no solamente] de la antigua noción de poder absoluto que acompañó a la aparición de la Nación-Estado soberana europea, cuyos primeros y más importantes portavoces fueron Jean Bodin, en la Francia del siglo XVI, y Tilomas Hobbes en la Inglaterra del siglo XVII... (Arendt, 2006b: 52).

Existe para Arendt un influjo directo de lo que podría llamarse la primera etapa del Estado-nación (aquella que se expresa en la vigencia de la monarquía absoluta) sobre los pilares esenciales de su segunda manifestación (el Estado democrático liberal burgués). En este sentido, la tendencia que termina siendo definitiva en el decurso, por ejemplo, de la Revolución Francesa, es justamente aquélla que se apoya en la experiencia previa del mando como pulsión irresistible de una personalidad casi divina. Cuando Arendt anota que "[e]n Francia la disolución de la monarquía no cambió la relación entre gobernantes y gobernados, entre el gobierno y la nación...", la autora entiende que los fundamentos de la "soberanía del pueblo" procedían de una tradición en la que imperaba la presencia de un absoluto.

Con relación al Viejo Mundo, mencionamos la continuidad de una tradición que parece apuntar hacia los últimos siglos del imperio romano y los primeros del cristianismo, cuando, después de que "el Verbo se hiciera carne", la encarnación de un absoluto divino estaba representada por los vicarios de Cristo, por el obispo y el Papa, quienes fueron sucedidos por reyes que reclamaban su reinado en virtud de derechos divinos hasta que, eventualmente, la monarquía absoluta fue seguida por una no menos absoluta soberanía de la nación (Arendt, 1990: 194).

El apunte al concepto de "nación" en la última parte de la cita es indicativo. Los hombres de la Revolución Francesa, al partir políticamente de una experiencia de dominación incuestionada en la que la violencia legítima cumplía un rol esencial, entendían el mismo hecho revolucionario como una reacción explosiva de contra-violencia acumulada. De tal forma, si bien se elimina el principio divino de gobierno con la muerte de Luis XVI, se mantiene todavía el horizonte a partir del cual el poder se representa como impulso irresistible de dominación. La imagen colectiva que "legaliza" este mando absoluto característico de la soberanía moderna es la de la "voluntad popular", representación que, casi inmediatamente, pasa de entender al pueblo como "comunidad de ciudadanos" a expresarlo como "comunidad de nacionales".

Al monarca absoluto se le consideraba servidor de los intereses de la nación en conjunto, visible exponente y prueba de la existencia de semejante interés común (...) [C]on la abolición del rey y con la soberanía del pueblo, este interés común se hallaba en constante peligro de ser reemplazado por un conflicto permanente entre los intereses de las clases y la lucha por el control de la maquinaria del Estado (...) El único nexo que subsistió entre los ciudadanos de una Nación-Estado sin un monarca que simbolizara su comunidad esencial, pareció ser el nacional, o sea, el origen común. De forma tal que en un siglo en que cada clase y cada sector de la población se hallaban dominados por intereses de clase o de grupo, los intereses de la nación, en conjunto, estaban supuestamente garantizados por un origen común que sentimentalmente se expresaba a sí mismo en el nacionalismo (Arendt, 1998: 197).

Para la tradición occidental, lo popular-soberano, dato nacido de la experiencia revolucionaria francesa, se vinculó inmediatamente a esta concepción casi mística de lo nacional. De tal forma, el pueblo, entendido como comunidad de origen, constituyó el horizonte a partir del cual se legitimó el mando soberano del Estado sobre la colectividad nacional. La justificación de la violencia soberana se establece, entonces, desde la lógica de la defensa del interés nacional3, ligada siempre a la idea de una "voluntad general" del pueblo. Albert Camus, en El hombre rebelde, ha bosquejado esta continuidad entre los esquemas fundamentales de la monarquía y del Estado-nación democrático vinculándola a la específica influencia de las teorías rousseaunianas sobre los revolucionarios franceses: "El Contrato social da una larga extensión y una expresión dogmática a la nueva religión cuyo dios es la razón, confundida con la naturaleza, y su representante en la tierra, en lugar del rey, el pueblo considerado en su voluntad general" (1978: 108).

Como hemos señalado, esta compleja imagen, que funge como una suerte ficción del origen para la soberanía estatal y que articula con la tradición despótica del absolutismo, constituye la representación esencial de la soberanía del Estado moderno. Lo que prima en ella, si consideramos lo político como algo ligado a la concertación entre individuos4, es una noción pre-política de la legitimidad del poder, es decir, una justificación del mando que precede y supera el acuerdo de voluntades. Desde tal afirmación mítica de la potestad estatal se concibe el impulso soberano como algo que excede esencialmente la realidad intersubjetiva, y se liga así el "poder" a una fuente que está más allá de la realidad concreta de la comunidad.

Así, cuando los hombres de la Revolución Francesa dijeron que el poder reside en el pueblo, entendían por poder una fuerza "natural" cuya fuente y poder yacía fuera del reino político, una fuerza que en su pura violencia había sido liberada por la revolución y que como un huracán había barrido todas las instituciones del Antiguo Régimen. Esta fuerza fue experimentada como sobrehumana en su fuerza y fue vista como el resultado de la violencia acumulada de una multitud fuera de toda atadura u organización política (...) Los hombres de la Revolución Francesa, sin poder distinguir entre violencia y poder, y convencidos de que todo poder debe surgir del pueblo, abrieron el reino político a esta fuerza natural y pre-política de la multitud y fueron tragados por ella, como el rey y los viejos poderes habían sido tragados antes que ellos (Arendt, 1990: 181).

Es importante entender la repercusión fundamental de esta influencia de la tradición monárquica sobre la dinámica del Estado-nación democrático. Desde el momento en que se trasciende la experiencia concreta del acto revolucionario, ya no se concibe el poder como un fenómeno surgido de la reunión fundante de una comunidad histórica. Al representarse la expresión política fundamental del Estado como un impulso soberano proveniente del ámbito absoluto del "espíritu nacional" se vulnera el carácter esencial de una fundación surgida entre hombres. La imposibilidad de pensar la dinámica política de la comunidad al margen de un centro irresistible que consagre la unidad colectiva favorece la continuidad de los esquemas centrales de la violencia monárquica.

El problema fundamental de esta "conquista del Estado por la nación" (1998: 197), en la que se renuncia a la experiencia revolucionaria concreta en favor de una representación absoluta del origen de la fundación política, es que se pierde el sentido esencial del hecho revolucionario. Para Arendt, la intención original de los hombres revolucionarios es la "fundación de la libertad" (1990: 61) y entendiendo que la libertad es el sentido fundamental de la actividad política (1997: 60, 61), las revoluciones son siempre momentos particulares de cristalización de lo político en una colectividad. Ahora bien, si la libertad es el sentido de la política, es indudable que la pluralidad es su condición esencial5. De tal forma, los momentos genuinamente revolucionarios, al permitir el establecimiento de la libertad como lógica central de interrelación entre los actores revolucionarios, impulsa la consumación de la pluralidad como realidad humana6.

La realización de la condición humana de la pluralidad está siempre vinculada al hecho de "vivir como ser distinto y único entre iguales" (2009: 202). Y donde, como en las revoluciones, la libertad permite una realización de la condición plural del hombre, se abre entre los individuos un espacio en el que la distancia es esencial. Esto solo quiere decir que para que la libertad sea la lógica del espacio político debe protegerse el carácter único de cada individuo y tal protección supone garantizar la posibilidad de la libre manifestación de esa individualidad en el marco de un "espacio-entre" abierto por la presencia de los otros. Esta relación plural entre individuos libres ha sido caracterizada por Arendt como una suerte de "respeto" en el que se liga lo propio a la presencia de los otros sin un afán de intimidad, puesto que allí donde se consagra la completa unidad se pierde la trama de efectuación de la libertad7. Donde existe la distancia del respeto, el mundo -entendido como espacio-entre- permite la realización plural y política del hombre: "De este modo, el mundo humano es este espacio entre, cuya ley sería la pluralidad" (1997: 20).

Espacio, pluralidad, libertad y realización política son fenómenos que se hacen visibles en cada momento genuinamente revolucionario. La estabilización de tales experiencias esenciales requiere siempre de la fijación de una legalidad desplegada desde la correcta apropiación de tales experiencias. Sin embargo, cuando la experiencia revolucionaria no es objeto de una apropiación adecuada por parte de la colectividad, la afirmación legal de la misma tiende a tergiversar el sentido original de tal experiencia8. Así, en el caso concreto de nuestro análisis, la interpretación de la Revolución Francesa como proveniente del ámbito mítico de una "voluntad común" concebida nacionalmente, impulsa la fundación de una legalidad que contradice la pluralidad esencial inherente a la experiencia revolucionaria.

El resultado práctico de esta contradicción fue que, a partir de entonces, los derechos humanos fueron reconocidos y aplicados solo como derechos nacionales y que la auténtica institución de un Estado, cuya suprema tarea consistía en proteger y garantizar a cada hombre sus derechos como hombre, como ciudadano y como nacional, perdió su apariencia legal y racional y pudo ser interpretado como nebuloso representante de un "alma nacional" a la que, por el mismo hecho de su existencia, se la suponía situada más allá o por encima de la ley. La soberanía nacional, en consecuencia, perdió su connotación original de libertad del pueblo y se vio rodeada de un aura pseudo-mística de arbitrariedad ilegal (1998: 197).

Es evidente que la interpretación de la soberanía como ejercicio justificado desde un ámbito absoluto (el del "alma nacional") promueve el ejercicio irresistible de una violencia sancionada, pues expresa la determinación desde una instancia que trasciende la acción colectiva concreta. Sin embargo, esta representación del poder en el horizonte de la violencia legítima no es la única distorsión implícita en la referencia moderna a una "voluntad nacional".

Habíamos expresado que la distancia -el "respeto" que configura el entre del espacio público— es elemental para el ámbito político libre y plural. La idea de lo "nacional", concebida a partir de la imagen de la familia, tiende a eliminar esa distancia, convirtiendo a los hombres en miembros de una comunidad con carácter "familiar": "A este respecto no es de gran importancia que una nación esté formada por iguales o desiguales, ya que la sociedad siempre exige que sus miembros actúen como si lo fueran de una enorme familia con una sola opinión e interés" (2009: 50)9. De tal forma, el espacio público pierde la lógica de relacionamiento inter-individual que le es propia. El profundo problema en esta tergiversación es el hecho de que cada espacio humano (privado, social, público) posee un orden esencial que permite su correcta realización10. Cuando, por ejemplo, el escenario público-político pierde la lógica que le es propia (la de la libertad), la condición humana de la que surge (la pluralidad) no encuentra un ámbito adecuado para su realización.

En este sentido, es plausible concluir que la "soberanía nacional", como esquema de representación del "poder" en el Estado-nación moderno, favorece la concepción de la actividad política como ligada primordialmente a una violencia instrumental (esto es, justificada por la búsqueda de fines "legítimos"). Esta coacción justificada se halla a la vez al servicio de una noción mítica de comunidad (la nación) que anula el reconocimiento esencial de la pluralidad. Sin pluralidad, como hemos visto, se pierde el espacio de vigencia y sentido de la libertad, por lo que, en última instancia, se desestructura el significado de toda actividad política.

Por tales condiciones se hace factible pensar la representación moderna de la política como radicalmente a-política, esto es, como encubridora de las experiencias genuinamente políticas. Reconsiderar, entonces, la política, supondrá para Arendt el ejercicio de visualizarla al margen de los esquemas tradicionales; solo de tal forma puede encontrarse el verdadero significado del poder como realidad humana.

 

3. Poder y acción concertada: tras la huella de un fenómeno esencialmente plural

En Sobre la violencia, nuestra autora ha delimitado el espacio posible de búsqueda de elementos para la resignificación del poder político:

...existe otra tradición y otro vocabulario, no menos antiguos y no menos acreditados por el tiempo. Cuando la ciudad-estado ateniense llamó a su constitución una isonomía o cuando los romanos hablaban de la civitas como de su forma de gobierno, pensaban en un concepto del poder y de la ley cuya esencia no se basaba en la relación mando-obediencia. Hacia estos ejemplos se volvieron los hombres de las revoluciones del siglo XVIII cuando escudriñaron los archivos de la antigüedad y constituyeron una forma de gobierno, una república, en la que el dominio de la ley, basándose en el poder del pueblo, pondría fin al dominio del hombre sobre el hombre, al que consideraron un "gobierno adecuado para esclavos" (2006b: 55).

Para Arendt, el problema radica en que, pese a la genuina vocación política implícita en la génesis de las revoluciones modernas, la incapacidad de los revolucionarios para representar la esencia de su propio actuar al margen de los esquemas de mando y obediencia termina por frustrar el genuino despliegue de la libertad pública (sentido más propio de la revolución). Sin embargo, la experiencia política que en realidad se funda en el curso de 1789 -pero que no se elabora adecuadamente a nivel de pensamiento- es la del consentimiento como fundamento del gobierno legítimo. El consentimiento de una colectividad, a diferencia de la soberanía, es un principio de justificación que "nunca es indiscutible" (56) y que sujeta el ejercicio del gobierno a lo concreto de una concertación activa en la que se expresa el sujeto político en tanto base plural. "Se supone que bajo las condiciones de un Gobierno representativo el pueblo domina a quienes le gobiernan. Todas las instituciones políticas son manifestaciones y materializaciones de poder; se petrifican y decaen tan pronto como el poder vivo del pueblo deja de apoyarlas" (56).

Esta idea de la acción como hecho intrínseco de un sujeto colectivo cuya principal característica es la dinámica concertada es fundamental para Arendt, y se convertirá en la clave para interpretar el poder como experiencia política, esto es, como fenómeno dado desde la pluralidad de la condición humana.

Poder (Power) corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido. Cuando decimos de alguien que está "en el poder" nos referimos realmente a que tiene un poder de cierto número de personas para actuar en su nombre. En el momento en que el grupo, del que el poder se ha originado (potestas in populo, sin un pueblo o un grupo no hay poder), desaparece, "su poder" también desaparece. En su acepción corriente, cuando hablamos de un "hombre poderoso" o de una "poderosa personalidad", empleamos la palabra "poder" metafóricamente; a lo que nos referimos sin metáfora es a "potencia" (Strength) (2006b: 60).

La capacidad de imponer la propia voluntad y de alcanzar los fines deseados se entiende únicamente desde la imagen de la singularidad. Esta representación, en tal sentido, es contraria a aquélla que corresponde al carácter plural de las comunidades. Por eso, la potencia o la fortaleza (strength) son cualidades "individuales" que pueden perfectamente articularse con la violencia para multiplicar lo irresistible del mando. Por otro lado, el poder, por ser un fenómeno político, responde a la condición esencial de libertad plural en la que nunca existe un único centro. De tal modo, parece evidente cómo el paradigma moderno —de la soberanía estatal— se expresa perfectamente a partir de fenómenos cuyo sentido es la singularidad, dejando de lado la consideración del poder como realidad concertada. De la "voluntad nacional" brota la voz única de una homogeneidad mítica y absoluta, misma que justifica y sanciona una violencia sin parangón dentro de la unidad territorial del Estado.

El problema esencial para nosotros es que tal representación impone "un tipo de ceguera" (59) ante la realidad política; la incapacidad interpretativa hace que se pasen por alto los fenómenos verdaderamente esenciales del espacio entre-hombres. Entender el poder como realidad política supondrá, en Arendt, replantearse el carácter esencial del ámbito de los "asuntos humanos", es decir, el hecho de que en política lo decisivo no surge en la subjetividad de los actores sino en el entre de las distintas personalidades. Definir el poder en tal sentido político es rechazar al menos dos asociaciones igualmente extendidas en la mentalidad contemporánea: la que entiende el poder como propiedad de la voluntad y la que lo prevé como hermano de la violencia. Dejar de representar este fenómeno político en el marco impropio abierto por el Estado-nación es un requisito para la recuperación de su trasfondo político esencial.

Arendt, en esta línea, dirá que "el poder no es un correlato natural de la voluntad" (2006a:233).Tal representación común de la modernidad es para la autora alemana la que ha favorecido la idea de la "indivisibilidad" del poder. Como la voluntad absoluta de la comunidad nacional es la máxima referencia, se resalta en ella la singularidad, imponiendo al poder un sello unidireccional. Este momento fundamental en el esquema ideológico del Estado moderno va indisociablemente ligado a una repercusión: la de entender el poder soberano como materialización instrumental de la voluntad nacional. Este pensamiento, en el que la soberanía se piensa como materia "disponible", favorece la sustantivación del poder, algo que no corresponde con el carácter concertado del mismo. El poder, como actuación entre-los-hombres, no tiene una realidad objetiva en sentido duradero, sino que existe únicamente cuando se realiza en la práctica colectiva. Por esta razón, y a diferencia de los materiales de la violencia, el poder no puede poseerse, sino que depende de la conjunción con los otros en la que se viabiliza el movimiento coordinado. Arendt, en su Diario filosófico (2006a: 263), ha planteado las diferencias centrales entre el horizonte político del poder y el marco instrumental de la violencia.

La diferencia entre poder y violencia está en que:

a. La violencia es medible y calculable y, por el contrario, el poder es imponderable e incalculable. Esto hace el poder muy "terrible", pero precisamente ahí está su cualidad eminentemente humana.

b. El poder surge siempre entre hombres, mientras que la violencia puede ser poseída por uno. Si se "toma el poder" se destruye el poder y queda la violencia.

c. De lo dicho se sigue que la violencia es siempre objetiva; la violencia es idéntica con los medios que utiliza -los batallones de la fuerza-, mientras que el poder surge solamente en la acción misma y consiste en ella. Puede desaparecer en todo momento; es actividad pura.

La idea del poder como "actividad pura" es extremadamente sugestiva. Si, como en todo fenómeno político, en el ejercicio del poder se manifiesta el sentido esencial de la vida colectiva (la libertad plural como lógica del espacio-entre), entonces éste solo existe cada vez que las condiciones genuinas de la acción común permanecen abiertas. "El poder es lo que mantiene la existencia de la esfera pública, el potencial espacio de aparición entre los hombres que actúan y hablan" (2009: 223).

Estamos acostumbrados a imaginar la política como una contienda permanente por la posesión y ejercicio del poder. Esta representación nos demuestra lo desacostumbrados que estamos a pensar la realidad plural de tal fenómeno. Todas nuestras interpretaciones tienden a prever la actuación poderosa como atributo de la personalidad singular, esto es, a asociarla con la voluntad o con la violencia. "... [E]l poder es siempre un poder potencial y no una intercambiable, mensurable y confiable entidad como la fuerza. Mientras que ésta es la cualidad natural de un individuo visto en aislamiento, el poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en que se dispersan" (223).

La pluralidad —que, como sabemos, solo es real donde la libertad es la estructura del espacio público- es el fundamento esencial de la generación de poder. El poder, en tal sentido, se expresa a partir de las formas en que una colectividad fija las condiciones de la acción concertada. Allí donde la esfera política es afirmada como centro de la generación de actos colectivos el poder se establece como experiencia constante de una comunidad11.

El único factor material indispensable para la generación de poder es el vivir unido del pueblo. Solo donde los hombres viven tan unidos que las potencialidades de la acción están siempre presentes, el poder puede permanecer con ellos, y la fundación de ciudades, que como ciudades-estado sigue siendo modelo para toda organización política occidental, es por lo tanto el más importante prerrequisito material del poder (224).

Lo que caracterizaba a la ciudad-estado griega era la centralidad de la asamblea en la vida pública, y ésta no era más que el espacio colectivo regular marcado por una actividad cuya lógica era la libertad plural12. La dinámica asamblearia está, para Arendt, profundamente centrada en la experiencia del libre trato entre hombres iguales y distintos: "...el sentido de lo político (...) era que los hombres trataran entre ellos en libertad, más allá de la violencia (...) iguales con iguales, que mandaran y obedecieran solo en momentos necesarios —en la guerra— y, si no, que regularan todos sus asuntos hablando y persuadiéndose entre sí" (1997: 69).

Esta característica de la asamblea, la de ser una cristalización del sentido de la política, tiene repercusiones fundamentales en la colectividad. El próximo subtitulo del trabajo nos permitirá analizar más a fondo las experiencias colectivas que se juegan en ella.

 

4. Asamblea, libertad y política en Bolivia: pensando la pluralidad al margen de la tradición occidental

Fina Birulés, en su introducción a ¿Qué es la política?, ha escrito, parafraseando a Arendt, que "...los griegos aprendieron a comprender, no a comprenderse, como individuos, sino a mirar el mismo mundo desde la posición del otro, ver lo mismo bajo aspectos muy distintos y, a menudo, opuestos" (Arendt, 1997: 34). Esto es, para la pensadora alemana, un horizonte legado al mundo occidental por Homero13, un marco de comprensión brindado especialmente por la Ilíada en el que la significación del acto y de la palabra se suscita considerando la postura del otro14. Más adelante, en la obra de Arendt, se hará evidente que tal posibilidad de representación en la que los fenómenos se vinculan al hecho de darse en un mundo plural es una condición ejercida en el juicio15. Lo importante para nosotros es que la pluralidad como experiencia política tiene su correlato en el ejercicio individual del juzgar, es decir, en la formación de opiniones que surgen de un ámbito en el que se manifiesta el espacio-entre. "Tal posibilidad de juzgar como espectadores la debemos al sentido común, que no es más que nuestro sentido del mundo y de la intersubjetividad, una cualidad producida en común" (35).

La noción de sentido común nos ayuda a pensar la política al margen de las connotaciones de conocimiento que tradicionalmente han separado a los hombres que gobiernan de los que obedecen. El pensamiento se nutre de la experiencia y cuando tal experiencia es efectivamente plural —como en el diálogo asambleario, por ejemplo-, el comprender se transforma en un ejercicio en el que permanentemente se trasciende la subjetividad propia. Esto tiende a ser así porque vivimos en un mundo en el que la pluralidad es condición humana y en el que la consumación de dicha pluralidad se da en la actuación libremente concertada.

El hecho de que el ejercicio de la pluralidad, como hecho humano consumado en la política, es una prerrogativa humana y no occidental, se hace evidente para nosotros en la constatación de que las dinámicas democráticas asamblearias han sido una experiencia central en colectividades no occidentales. En la zona andina, y concretamente en el caso de la actual Bolivia, la fijación de espacios plurales de concertación ha sido una característica pre-colonial que, hoy por hoy, en su pervivencia, define el marco democrático del Estado actual. Es en la interpretación de estas experiencias colectivas no occidentales que queremos centrarnos ahora, vinculando la reflexión teórica de Arendt al estudio de una realidad concreta y profundamente significativa.

4.1. Soberanía y poder: Bolivia, entre la violencia oficial y la democracia pre-estatal

En un estudio cuya pertinencia para el análisis de la institucionalidad democrática boliviana difícilmente puede ser exagerada, Iván Finot decía, en 1990, que, al margen de la época de dominación colonial, los caudillismos tiránicos republicanos y los espacios dictatoriales del siglo XX, "...en la sociedad civil la democracia nunca dejó de funcionar"; y esto porque "...el espíritu de asociación y de organización democrática están sin duda entre las tendencias más fuertes y más constructivas de los bolivianos" (Finot, 2016: 22).

Aquello a lo que se refiere Finot con esta idea aparentemente sencilla es una experiencia sumamente compleja a partir del cual se abren opciones para repensar el sentido de la política desde la experiencia local. Existe en Bolivia una tradición pre-colonial (la de las comunidades indígenas andinas) que, transformada parcialmente por los procesos republicanos de sindicalización (con la creación de sindicatos campesinos) y urbanización (con la formación de juntas vecinales barriales), ha conservado a la asamblea democrática participativa16 como núcleo central de su organización política. Esta tradición se ha consolidado y desplegado siempre "por fuera" de los espacios institucionales reconocidos; esto especialmente por el hecho de que la organización "oficial" del Estado se ha derivado siempre de representaciones y ejercicios políticos occidentales.

En el ámbito de la historia reciente, las diferentes expresiones de estas dinámicas democráticas pre-estatales, convergen a principios del presente siglo para interpelar la institucionalidad estatal e impulsar las transformaciones democráticas más importantes de la historia del Estado boliviano17. Zegada et al. (2011) han descrito el momento de este cuestionamiento crítico al sistema institucional de la siguiente manera:

Este proceso, que removió las estructuras estatales y generó una de las reformas constitucionales más profundas de la memoria histórica boliviana, está ligado a la emergencia de nuevos sujetos en el campo político, que irrumpieron desde la sociedad civil, es decir, desde los márgenes de la política institucional, posicionaron nuevas propuestas y universos simbólicos en el campo político, así como nuevas formas de articulación democrática ampliando sus límites y otorgándole un contenido distinto (9).

Esta particular situación de la historia política boliviana prefigura un horizonte en el que se anuncian dos ritmos políticos fuertemente diferenciados: el primero, oficial, formalmente democrático pero excluyente, verticalista, centralista y violento —en el sentido de lo que arriba hemos comprendido como el marco instrumental de representación del poder- y el segundo, asambleario, horizontal, plural, participativo y centrado en el ejercicio colectivo del poder concertado. Tenemos, así, por un lado, una pulsión que ha replicado las deficiencias centrales de la política occidental moderna —las de la representación absoluta del poder como violencia soberana y nacional- y, por otro, una experiencia distinta, en la que, como veremos, se han conservado las condiciones genuinas de libertad, pluralidad y actuación coordinada que revisábamos al comienzo del texto.

Esta tensión entre modelos políticos la ha remarcado Finot con las siguientes palabras: "Contrasta el carácter excluyente y poco participativo del Estado boliviano con el comportamiento profundamente democrático, participativo y solidario de la sociedad civil ante la necesidad de organizarse frente o al margen del Estado" (Finot, 2016: 39).

Así, se entiende que estas dos corrientes autónomas, determinadas por horizontes de comprensión opuestos y por prácticas esencialmente distantes, constituyen históricamente las experiencias políticas al interior de la colectividad boliviana. De tal forma, el reconocimiento y apropiación productiva de ambas prácticas puede abrir la perspectiva de nuestra comprensión política y facilitar los caminos para un desarrollo institucional provechoso del sistema democrático boliviano.

4.2. La transformación histórica y el despliegue de los dos modelos políticos del país

El sistema político oficial boliviano, en su desarrollo post-colonial, ha atravesado por una serie de transformaciones distintas antes de manifestar su decadencia definitiva a principios del siglo XXI18. La primera de ellas se expresó en lo que Finot ha llamado el "Estado de los latifundistas". Esta primera forma, desarrollada durante el siglo XIX, tuvo como principal característica el ser una prolongación de las lógicas de dominación colonial. "La razón de ser de la organización del poder colonial era la dominación de los vencidos para poder explotarlos. La institución dominante eran las fuerzas armadas (...) Para la exacción colonial el mando único, el verticalismo, la subordinación jerárquica eran indispensables. El centralismo era vital e imprescindible" (Finot, 2016: 26). La representación que justificaba el ejercicio de la violencia vertical como lógica de dominación era la de la primacía de la potencia colonizadora. Ingresando en la República, y con la preeminencia de la élite latifundista, "los objetivos históricos de (la) clase dirigente, es decir, de los terratenientes criollos, fueron poder expandir libremente las relaciones serviles y apropiarse del tributo" (29). Esto promovió una continuación de la representación instrumental del poder estatal en favor del grupo dominante.

La organización semi-feudal de los latifundistas abrió paso en la segunda mitad del siglo XIX a un sistema económico marcado por los intereses de la oligarquía minera y del grupo terrateniente. La transformación estatal que correspondió a ese cambio fue, a comienzos del siglo XX, la del llamado "Estado liberal". "Su ideología era racista y (estaba) fundamentada en la comparación de la realidad boliviana con lo acontecido en otras antiguas colonias, tanto británicas como ibéricas, que atrajeron inmigraciones masivas. Ante el atraso de Bolivia, los liberales proponían como "única solución" el ingreso de capitales extranjeros, la atracción de migrantes europeos y el transporte expedito de los minerales hacia los mercados mundiales" (30). La soberanía estatal, en este periodo, se legitimó a partir de una "razón de Estado" que proponía la instrumentalización del poder para la consumación de un proyecto de modernización del país. Tal proyecto supuso igualmente una imagen absoluta centrada en el ideal de "desarrollo nacional", imagen desde la cual se justificaban los actos verticales del poder.

El derrumbe del Estado liberal a mediados del siglo XX se dio a partir de uno de los momentos políticos más significativos de la historia republicana: la Revolución Nacional de 1952. Se tildó, en su marco, a las oligarquías de antinacionales y se homogeneizó al conjunto heterogéneo del país (indígenas, campesinos, pequeña burguesía, citadinos, etc.) bajo la imagen de la unidad nacional19. "Este nuevo movimiento nacionalista creía en una "verdadera" nación boliviana, distinta de la nación "criolla" nacida en 1825 (...) [S]e apostó por una nueva identidad basada en las dos tradiciones culturales/ civilizatorias más importantes en el territorio boliviano: es el nacimiento del mestizaje como discurso y práctica política" (Urioste et al., 2008: 200). Este ideal de lo nacional articula en Bolivia, al igual que en Occidente, con la experiencia fundamental del poder oficial consagrado como violencia irresistible (primero legitimada por el principio colonial y después por el racial-modernizante). En tal sentido, se consolidan, en la segunda mitad del siglo XX boliviano los elementos de una representación de la soberanía estatal que coincide en lo fundamental con los esquemas de la tradición europea.

Tal es el horizonte de comprensión dentro del cual en Bolivia se halla constituida la representación oficial del poder como soberanía nacional. Como puede verse, el impulso heredado de la violencia colonial se combina con la imagen de la nación como absoluto- legitimante, promoviendo una continua e invariable interpretación oficial del poder como hecho instrumental, vertical y centralizado. Tal es la tradición que llega desde la experiencia del sistema político regular al escenario democrático (1982) y, casi sin mayores cambios, al periodo de transformaciones y reformas estatales (2005-2009) operadas en la última década.

Lo que podría llamarse, por otra parte, la práctica política popular, aquella profundamente marcada con el signo democrático y mantenida siempre como un ejercicio activo al margen del Estado republicano, tiene también su propio proceso de transformación. Las características de lo que Guzmán (2014) ha denominado "Modelo político andino" pueden servirnos para caracterizar de un modo suficientemente cabal los pilares fundamentales de este sistema y para marcar también su diferencia con respecto a la experiencia democrática occidental de corte representativo20.

Lo que distinguirá al "Modelo político andino" de otros modelos políticos democráticos, es precisamente el ejercicio colectivo y permanente de la democracia (...) Los elementos del proceso decisional (entre ellos, la participación de todos los ciudadanos en la asamblea), al constituir fundamentos democráticos distintos a la democracia representativa, también posibilitan que las estructuras sociales y políticas de una sociedad dada sean diferentes en uno y en otro modelo democrático (...) [E]n la democracia directa del mundo andino boliviano, esta participación es un elemento dinamizador, tanto de la sociedad como de su sistema político (Guzmán, 2014: 51-52).

Hay una herencia democrática esencial legada desde la experiencia indígena antes, durante y después de la Colonia. Ésta ha sufrido transformaciones importantes, pero ha mantenido su núcleo esencial de sentido. En tal núcleo resalta el constante impulso hacia la participación colectiva, hacia la acción concertada y hacia una comprensión intersubjetiva de los acontecimientos del mundo compartido. En cada una de las expresiones de participación popular (comunidad indígena, sindicato, junta vecinal), el eje central del hecho político ha sido siempre la asamblea democrática21.

A lo largo y ancho del territorio boliviano, fundamentalmente en el espacio andino, se ejercen desde tiempo atrás formas locales de organización política que desde el ámbito académico han sido denominadas como democracia comunal, democracia étnica, o democracia del ayllu. En términos generales los gobiernos locales y sus sistemas de autoridad funcionaron de manera paralela a las estructuras del sistema político oficial del Estado boliviano (Zegada et al., 2011: 165).

Estas prácticas democráticas populares en los Andes cumplieron un papel dinámico durante la Colonia, permitiendo una relación de continuidad con los intereses del régimen colonial a cambio del derecho a la autoorganización política (Finot, 2016: 27). Con la continuidad de la dominación violenta pero el cambio de elites en la época republicana, esta doble función de la comunidad se mantuvo, por lo cual la acción concertada fue la nota dominante en todo el espacio "clandestino" de organización política. La principal transformación operada en este contexto fue la de la sindicalización, dada a mediados del siglo XX con motivo de la Revolución Nacional. Sin embargo, la organización sindical mantuvo las principales características asamblearias de la comunidad indígena.

Uno de los elementos centrales de la denominada democracia comunitaria es la predominancia de la asamblea. Tanto en los sectores de ayllus y comunidades tradicionales como en aquéllos donde impera la forma sindical, se pone fuerte énfasis en la participación asamblearia. Las asambleas son espacios privilegiados para la deliberación de diversos asuntos de la vida comunitaria... (Zegada et al., 2011: 166).

Otra transformación importante en este sentido la efectuó la tendencia migratoria campo-ciudad. La urbanización de los grupos anteriormente vinculados a la dinámica del campo supone una modificación que no puede ser soslayada. Los estudios apuntan, sin embargo, a que, a pesar de las obvias mutaciones en los más diversos aspectos de la vida, la mentalidad política ha conservado su particular perfil democrático:

Por su parte las ciudades han crecido y la antigua asamblea de ciudadanos resulta imposible, pero los inmigrantes campesinos han reproducido su tradicional forma de gestión comunitaria en las juntas de vecinos. Dentro del ámbito del barrio, la "zona" o el pueblo, el rol del Estado también suele ser complementario al esfuerzo local (...) De manera similar a lo que ocurre en la comunidad campesina, en la asamblea de vecinos se planifica y evalúa la solución de los problemas comunes (...) Al igual que las comunidades, las juntas de vecinos son pequeños gobiernos parlamentarios. Actualmente existe una junta vecinal virtualmente en todos los barrios y pueblos del país (Finot, 2016: 54).

De esta forma, consolidada en las dinámicas sindicales y en los gobiernos barriales, ha llegado a la actualidad política de la última década una corriente de experiencia potencialmente aprovechable en la que la libertad plural se ha mantenido como hecho esencial. Tal práctica política de las organizaciones no estatales no ha permanecido oculta en absoluto a los ojos del sistema oficial en la época democrática. A finales del siglo pasado (1993-1995), la actuación gubernamental giró parcialmente hacia la toma de medidas que apuntaron a conciliar ambas experiencias políticas. La Ley de Participación Popular22, promulgada en 1994, por ejemplo, apuntó a reconocer e incorporar a la narrativa institucional occidental los diferentes espacios colectivos de democracia activa. Sin embargo, a pesar de haber esta ley constituido una de las experiencias más notables de transformación del aparato institucional, su vocación de aferrarse a la idea de lo "nacional" —que como hemos visto contradice esencialmente las experiencias de poder y libertad plural en una democracia dinámica y participativa— impidió un enriquecimiento verdaderamente sustantivo del horizonte político boliviano.

Tal incompatibilidad muestra en lo esencial las diferentes disposiciones políticas que guían a las dos experiencias democráticas consideradas. Por un lado, tenemos la democracia representativa, inscrita en el marco de la soberanía nacional y nacida con ella; por otro, se ubica la democracia participativa, consustancial a la experiencia del poder y la acción concertada. Pensar la configuración básica de ambas es abrir posibilidades para reconsiderar lo político en cualquier contexto actual.

4.3. Democracia asamblearia y democracia representativa: las expresiones de dos paradigmas opuestos

El contraste entre una democracia asamblearia colectiva y una democracia representativa no se reduce al aspecto meramente cuantitativo, como si la última trasladara la esencia de la política a un ámbito reducido y ordenado. De hecho, el problema esencial es justamente que aquello que hemos señalado como esencial en la política (la pluralidad, la libertad, la acción concertada y el poder como experiencia pública), pasa, en un gobierno representativo, a ser prerrogativa de un grupo reducido. Así, aunque "todo poder deriva del pueblo, el pueblo solo lo posee en el día de la elección, después de esto, es propiedad de sus gobernantes" (Arendt, 1990: 236).

Arendt ha reflejado la problemática de esta situación especialmente en torno a la configuración del gobierno nacido de la Revolución Americana. "La revolución, aunque había dado libertad al pueblo, había fallado en proveer un espacio donde esta libertad pudiera ser ejercida. Solo los representantes tenían la oportunidad de realizar esas actividades de expresarse, discutir y decidir en un sentido positivo con las actividades de la libertad" (235).

Para Arendt, esta pérdida de espacio se deriva de la incapacidad de los Padres Fundadores de incorporar a la constitución los espacios —y experiencias— de poder colectivo pre-revolucionarios: las juntas locales y citadinas, que habían sido el motor de gestación del espíritu independentista. La realidad del poder político es la acción concertada. Ésta se basa en una actividad regular en la que los individuos se hallan en libertad de discutir y consensuar los problemas colectivos. Así, existe un compromiso constante y activo en favor de la opinión y el juicio compartido, un compromiso que requiere siempre de un espacio asambleario en el que ser ejercido23.

Allí donde la soberanía nacional y la democracia representativa priman, la institucionalidad tiende a dejar fuera de la concertación pública a enormes sectores de la colectividad. Ésta es la vocación típica de un paradigma en el que se piensa el gobierno como materialización de una voluntad homogénea y común, donde el poder se halla justificado y constituido de modo pre-político.

Es justamente a las representaciones del poder que debe volcarse uno a buscar explicación en torno al fracaso de la primera experiencia de descentralización boliviana en 199424. Aun si la Ley de Participación Popular trató de incorporar las organizaciones democráticas tradicionales -en la forma de comunidades indígenas, por ejemplo— a las dinámicas institucionales estatales, es claro que toda la disposición institucional funcionaba en torno a criterios de efectivización de la gestión municipal. Así, aun si ciertos espacios democráticos tenían un valor consultivo, la lógica del gobierno local pasó a funcionar con un ímpetu típicamente "profesional", restando importancia y vitalidad a la dinámica popular que permaneció existente pero aún al margen del Estado25.

Toda reforma constructiva del sistema político oficial debe pasar por una disposición seria a repensar el sentido de la política a partir del conjunto de experiencias existentes en el país. Así, es necesario oponer constructivamente al horizonte de la tradición política oficial —que al igual que la tradición occidental concibe el poder a partir de los esquemas de la violencia- el sentido de las prácticas populares en las que se conserva el genuino significado de la política como espacio de realización humana.

 

5. A manera de conclusión: algunas perspectivas sobre las representaciones del poder en el Estado plurinacional

Aun si las reformas llevadas a cabo en el gobierno de Evo Morales han tenido un desarrollo aún incipiente y sus resultados no brindan conclusiones decisivas, es posible evaluar las convicciones expresadas en su planteamiento general, valorando si en ellas se rescata o no lo fundamental de las prácticas populares democráticas. Aunque el propósito del presente texto era pensar la configuración y el proceso de las dos experiencias políticas fundamentales de la historia boliviana a partir de un horizonte teórico renovado26, tal análisis debe al menos considerar la forma en la que estas dos corrientes se han ubicado en la nueva organización del Estado Plurinacional.

Es evidente que una reforma estatal que se apropie adecuadamente de las experiencias de poder popular que en determinado momento interpelan al sistema oficial debe plantear cambios estructurales radicales que permitan una compatibilización entre los distintos espacios institucionales y la práctica activa de la acción política concertada, libre y plural. De tal forma, una transformación real del sistema político no puede depender de un acuerdo circunstancial entre actores sino de la legalización y estabilización de condiciones para la práctica política. Ahora bien, si en primera instancia parece evidente que el gobierno del Movimiento al Socialismo se sostiene sobre una relación de diálogo con las organizaciones sociales insertas en la corriente de la práctica democrática popular, lo verdaderamente importante es determinar en qué medida se ha estructurado el nuevo Estado a partir de estas experiencias esenciales. Es indudable que, al menos a priori, la fortaleza de los grupos que portan la experiencia popular democrática es decisiva en el último tiempo:

No se puede entender el proceso actual sin remitirnos a la acción colectiva de los movimientos sociales que permitió la apertura del ciclo de protestas el año 2000, el movimiento de los movimientos (...), la plebe en acción o la multitud en acto consciente, que fueron capaces de rechazar el orden existente pero también de ser constructivos y propositivos, como lo fue el Pacto de Unidad27, con la elaboración y articulación de una propuesta de nuevo Estado. De ahí que los movimientos sociales en Bolivia, con su acción estratégica y su discurso, propiciaron la profundización y radicalización de la democracia (Zegada et al., 2011:306).

Sin duda, en la caída del sistema político oficial convergen un conjunto de actores a partir de prácticas populares tradicionales, es decir, portando una experiencia desde la cual cuestionan las dinámicas institucionales del Estado. Sin embargo, como hemos visto en el caso de las revoluciones occidentales, el movimiento concreto de la colectividad es uno de los momentos de la transformación política, pero la auto-interpretación es otro que regularmente no ha acompañado al primero. Éste, lamentablemente, parece ser también el caso del gobierno del MAS, que, en contra de los principios fundamentales de su propia experiencia28, interpreta su propio sentido político dentro del marco de absolutos como la "nación" y el "proceso de cambio"29: "El sustento ideológico del gobierno del MAS es ciertamente ambiguo y evoca distintas matrices de pensamiento. Sin embargo, el núcleo duro del proyecto hegemónico del actual gobierno es, sin duda, el nacionalismo en torno al cual se articulan los demás" (291).

Es curioso hablar del absoluto "nación" a la hora de interpretar un proceso que se auto-caracteriza discursivamente como "plurinacional". Sin embargo, lo plurinacional se expresa como un compuesto ideológico inentendible fuera de su articulación con la idea del "proceso de cambio", una idea que lo define y conjuga en clave de dominación. La figura plurinacional, como tal, solo se hace visible en tanto imagen de una diversidad ya homogeneizada en la aceptación del proceso de cambio hegemonizado por el MAS. Así, lo pluri pierde vigencia concreta en favor de una materialización unitaria y absoluta bajo el signo del poder gubernamental. En todo caso, se sigue dentro del marco de "violencia legitimada" que ha caracterizado la representación "oficial" del poder en la historia política boliviana. Fernando Mayorga ha analizado esta continuidad entre los esquemas de la Revolución Nacional -con la preeminencia del concepto nación- y del Estado plurinacional:

La centralidad estatal en el proyecto revolucionario del 52 fue definida (...) de la siguiente manera: el pueblo se subleva en tanto nación y la nación se materializa en el Estado soberano e independiente frente al colonialismo y la antinación. En la actualidad se reedita ese orden discursivo a pesar de la renovación de las elites políticas y las transformaciones políticas y socioculturales en curso.

Por ejemplo, la dicotomía nación/antinación se manifiesta bajo otros códigos, pero reproduce su lógica maniqueísta (Mayorga, 2011: 85-86).

La extensión de este texto no permite más que este análisis genérico de las tendencias discursivas fundamentales en la representación actual del poder. Desde tal interpretación general, sin embargo, ya es posible prever que el conjunto de reformas democráticas insertas en la nueva Constitución (vigencia de cabildos y asambleas, referéndums y gobiernos locales e indígenas) puede ser absorbido y neutralizado por una vocación gubernamental que responde a la tradición de representación del poder como violencia.

 

Recibido: Octubre de 2017

Aceptado: Noviembre de 2017

Notas

* El autor es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Católica Boliviana "San Pablo" y doctorando en el Programa de Filosofía del Instituto de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Contacto: landaeta_oscar@yahoo.com

1 En La condición humana (Arendt, 2009: 241) se menciona la antigua "[...] exasperación por la triple frustración de la acción -no poder predecir su resultado, la irrevocabilidad del proceso, y el carácter anónimo de sus autores.."

2 Este "deseo platónico de sustituir el actuar por el hacer", esto es, de cambiar los principios de la acción por los de la fabricación puede revisarse en La condición humana (Arendt, 2009: 246). En general, la preferencia platónica por los modelos de la fabricación se halla vinculada, según Arendt, a un deseo de vulnerar el carácter an-archico de la política, introduciendo en el reino de los asuntos humanos un paradigma que replica la estabilidad del trabajo artesanal -un autor, un modelo y un fin previsible.

3 A pesar de no encontrar una referencia explícita a este hecho, tendemos a pensar que en Arendt sería muy difícil justificar la existencia de un "interés nacional", al menos en el sentido tradicional del concepto. Los intereses (intere-est) constituyen el mundo-entre de una colectividad activamente comprometida con una realización política plural, compromiso que no es característico del Estado-nación moderno.

4 Y ésta es indudablemente la comprensión arendtiana de la política.

5 "Mientras que todos los aspectos de la condición humana están de algún modo relacionados con la política, esta pluralidad es específicamente la condición -no solo la conditio sine qua non, sino la conditio per quam- de toda vida política" (Arendt, 2009: 22).

6 Esto entendiendo que la pluralidad no es para Arendt un dato que se brinde naturalmente, sino que implica el establecimiento de una esfera artificial de libertad e igualdad. Confróntese en este sentido la distancia entre pluralidad y alteridad en Arendt (2009: 200).

7 "El respeto, no diferente de la aristotélica philia politiké, es una especie de «amistad» sin intimidad ni proximidad; es una consideración hacia la persona desde la distancia que pone entre nosotros el espacio del mundo, y esta consideración es independiente de las cualidades que admiremos o de los logros que estimemos grandemente" (Arendt, 1997: 262).

8 En su prefacio a Entre el pasado y el futuro: Ocho ejercicios sobre la reflexión filosófica, Arendt ha descrito esta incapacidad de las revoluciones modernas para apropiarse de su esencia más propia. Para la autora tal imposibilidad estaría relacionada con el hecho de que la libertad pública -tesoro de todas las revoluciones- se ha perdido en la tradición del pensamiento político y, por lo tanto, no contamos con los esquemas heredados que nos permitirían nombrarla y representarla adecuadamente. Tal perspectiva es cifrada para Arendt en la frase del poeta francés Rene Char: "Nuestra herencia no proviene de ningún testamento". "Es decir que el tesoro no se perdió por circunstancias históricas ni por los infortunios de la realidad, sino porque ninguna tradición había previsto su aparición ni su realidad, porque ningún testamento lo había legado al futuro" (Arendt, 1996: 11).

9 La introducción de caracteres provenientes del ámbito familiar-privado en la arena pública genera distorsiones que para el pensamiento moderno han sido ya convertidas en "lugares comunes" de la comprensión política. Éste es el caso de los conceptos de sangre y tierra vinculados al imaginario del Estado-nación: "Debido a que la sociedad pasa a ser el sustituto de la familia, se da por supuesto que 'la sangre y el suelo' rigen las relaciones entre sus miembros; la homogeneidad de la población y su enraizamiento en el suelo de un determinado territorio se convirtieron en los requisitos de la nación-estado" (Arendt, 2009: 285).

10 "....siempre que se juntan hombres -sea privada, social o público-políticamente- surge entre ellos un espacio que los reúne y a la vez los separa. Cada uno de estos espacios tiene su propia estructura.." (Arendt, 1997: 57).

11 "Lo que mantiene al pueblo unido después de que haya pasado el fugaz momento de la acción (lo que hoy día llamamos "organización") y lo que, al mismo tiempo, el pueblo mantiene vivo al permanecer unido, es el poder. Y quienquiera que, por las razones que sean, se aísla y no participa en ese estar unidos, sufre la pérdida de poder y queda impotente, por muy grande que sea su fuerza y muy válidas sus razones" (Arendt, 2009: 224).

12 "Lo político en este sentido griego se centra, por lo tanto, en la libertad, comprendida negativamente como no ser dominado y no dominar, y positivamente como un espacio solo establecible por muchos, en que cada cual se mueva entre iguales. Sin tales otros, que son mis iguales, no hay libertad" (Arendt, 1997: 69, 70).

13 "En este sentido, es de decisiva importancia que el canto homérico no guarde silencio sobre el hombre vencido, que dé testimonio tanto de Héctor como de Aquiles y que, aunque los dioses hayan decidido de antemano la victoria griega y la derrota troyana, éstas no convierten a Aquiles en más grande que Héctor ni a la causa de los griegos en más legítima que la defensa de Troya" (Arendt, 1997: 108).

14 "Esta gran imparcialidad de Homero, que no es objetividad en el sentido de la moderna libertad valorativa, sino en el sentido de la total libertad de intereses y de la completa independencia del juicio de la historia-contra la cual consiste en el juicio del hombre que actúa y su concepto de la grandeza-, yace en el comienzo de toda historiografía, y no solo de la occidental" (Arendt, 1997: 108).

15 No tenemos espacio en este texto para reflexionar profundamente sobre el valor del juicio en la política. Puede acudirse, sin embargo, al texto clásico de Arendt en este sentido: Conferencias sobre la filosofía política de Kant (Arendt, 2003).

16 La actividad política asamblearia es uno de los conceptos centrales del presente texto y será desarrollada in extenso a lo largo del ensayo.

17 Nos referimos, en este caso, a las interpelaciones diversas al Estado oficial (2000-2005) que motivaron la promulgación de la nueva Constitución Política del Estado que entró en vigencia en 2009. Sin importar el contenido específico de esta última, nos concentramos aquí en las experiencias desde las que se cuestiona el modelo político occidental en favor de uno participativo, dinámico y profundamente democrático.

18 Hacemos referencia a la crisis del Estado boliviano caracterizada por tres momentos críticos fundamentales: la denominada "guerra del agua" en Cochabamba (2000), "Febrero negro" (2003) y "Octubre negro" (2003), estos dos últimos eventos registrados en la ciudad de La Paz.

19 Nosotros preferimos considerar este momento como el de irrupción del "absoluto nación" -que hemos analizado más arriba- en los esquemas de representación política bolivianos. Blas Urioste, sin embargo, en Urioste et al. (2008: 197-201), habla de los diferentes momentos aquí considerados como de diferentes manifestaciones del ideal nacional.

20 El carácter "democrático" del paradigma occidental no contradice el carácter "absoluto" de la soberanía estatal que hemos revisado. Ambos se articulan y definen mutuamente como veremos más adelante.

21 Una comparación específica entre el sistema democrático asambleario ateniense y andino, con sus similitudes y diferencias, ha sido realizada por el propio Guzmán (2014: 51-52).

22 Ley en la que se reconfiguró la distribución territorial creando un conjunto significativo de gobiernos municipales y reconociendo las organizaciones democráticas naturales de la sociedad como elementos participativos.

23 En Guzmán (2014: 275) existe un testimonio valiosísimo del apego de las comunidades campesinas bolivianas a las lógicas asamblearias. Un miembro de la comunidad, en tal sentido, refiere que ".. es como los toros; en el campo gana el más fuerte. Aquí gana el que mejores argumentos nos muestra; por eso nos gusta ese thinku (choque, encuentro) de ideas, para ver quién tiene razón".

24 Fracaso en el sentido de no haber podido contener el proceso de crisis estatal que se daría unos años después.

25 La disyuntiva entre participación y representación, por supuesto, no es absoluta. La propia práctica popular democrática ha abierto experiencias de conjugación importantes. Es, por ejemplo, interesante cotejar las nociones de representación por sustitución y por delegación al interior del "Modelo político andino"en Guzmán (2014).

26 El ofrecido por la teoría política de la filósofa alemana Hannah Arendt.

27 El Pacto de Unidad fue una articulación de diversas organizaciones sociales que estructuró un proyecto conjunto que resultó siendo decisivo en la formulación asamblearia de la nueva Constitución Política del Estado.

28 Una experiencia democrática cuya configuración ha sido, por ejemplo, llevada de forma magistral a la forma documental por el director Alejandro Landes en el film Cocalero, de 2007.

29 El "proceso de cambio" es, de hecho, un recurso ideológico a partir de cual se plantea un horizonte de desarrollo político que se halla sostenido fundamentalmente en elementos discursivos que no tienen vinculación efectiva con realidades concretas y palpables.

 

Referencias

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