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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult v.21 n.38 La Paz jun. 2017

 

TESTIMONIOS DEL PASADO

 

El modernismo

 

 

Oscar Cerruto

 

 


Los primeros tiempos de la república no fueron suelo favorable para el cultivo de la poesía. Las preocupaciones públicas estaban impregnadas por la política, y eran excluyentes. La política, además, se hacía con las armas: las armas y no la pluma regían el hábito de las manos Y cuando los hombres tomaban la pluma era también un arma la que empuñaban. Eso explica que el género dominante de esos años fuera la letrilla, envoltura propicia para el pasquín o cuando más para el asedio galante o ese reverso del libelo que eran las loas al caudillo victorioso, que tanto podía ser Belzu como Melgarejo o Morales.

El pasquín florece con abundancia dentro de ese molde escueto, de factura simple, sin más alarde técnico que el metro octosílabo y la apoyatura de la rima. Y, por su propia naturaleza agresiva y maldiciente, ese género mostrenco es anónimo.

Las endechas ("canción triste y lamentosa") sí suelen ser firmadas, pero igualmente cumplen una finalidad servicial. No llegan a ser madrigales porque carecen del elemento inventivo; sus imágenes son tópicas, apenas trascripciones haraganas de la retórica española en boga. Inclusive hay un poeta, José Manuel Loza, que escribe sus versos en latín.

Es el romanticismo, aunque demorado, el que trae a la poesía un fuerte soplo de renovación, al punto que casi podría decirse que con esa escuela nace en Bolivia lo que, literariamente, puede llamarse poesía. Los asuntos del poeta se dilatan y polarizan, y, si bien en gran parte son intimistas y cantan (o sollozan) dolores supuestos o reales, técnicamente el verso se enriquece y el lenguaje asume una ocupación artística. Algunos poetas descubren también la realidad y la exaltan en el paisaje, o la enjuician en la anarquía, la violencia y la injusticia que promueve el caudillismo.

Pero, asimismo, es éste también lo que se ha dado en llamar el "romanticismo de chaleco rojo", un signo que en muchos casos pudo ser el de la simple evasión por el dandismo intelectual pero que igualmente era una forma de rechazo del clasicismo personificado en la severa levita negra.

De cualquier modo, el romanticismo prepara el camino para el advenimiento del modernismo. Hay un hilo conductor que va de la poesía de Ricardo José Bustamante a la de Manuel María Pinto, verdadero padre del modernismo al que mucho deben, aunque lo callen, como dije ya en otra ocasión, todos los modernistas americanos, de Darío y Lugones a Tamayo.

Pero es Ricardo Jaimes Freyre, incuestionablemente, quien asume la primacía entre las figuras del modernismo boliviano, tanto porque fue, al lado de Darío, la cabeza más visible del movimiento en América y la que descolló en la contienda que impuso la nueva óptica poética que trajo esta escuela, como por su señalable tarea de codificación de las leyes del ritmo en el nuevo verso. Y, en fin, por su propia obra de poesía, la más representativa de la moderna estética y la que alcanza más finos timbres, mayor novedad en las imágenes y una alta perfección formal, sobre todo en esa obra incomparable por su estilo y su pureza que es Castalia bárbara.

De ahí que para ponderar los alcances y la importancia del movimiento modernista en la poesía, en lo que concierne a Bolivia, baste detenerse en la figura de Jaimes Freyre y en su obra -puesto que Tamayo con La Prometheida viene casi veinte años después, y la escritura de su poesía no hace sino refrendar el imperio de las doctrinas estéticas del modernismo en el país.

Ricardo Jaimes Freyre nació en un suelo que no era el suyo; en las huertas vecinas crecía el olor de las magnolias, de los tamarindos, de las buganvillas, mientras poetas y doctores firmaban el acta del advenimiento. Adolescente, recupera el cielo propio, encuentra el amor, encuentra también la vocación a la que estaba predestinado.

Más tarde conoce los halagos del mundo; también la soledad y la pobreza. Pero hiciese lo que hiciese, ya no sería sino el Poeta, ya no sería otra cosa. Compuso un libro, Castalia bárbara; ese libro es Jaimes Freyre. Cuentos, discursos, piezas de teatro, volúmenes de historia, las leyes de la versificación castellana, acreditan su talento y su cultura. Lo que importa es su obra de creador, ese libro que él levantó como una torre encendida de poesía.

Su arte métrica, qué duda cabe, es una obra inaugural, grávida de sustancia, que habría asombrado a Ezra Pound, si es que éste no la conoció y fundamentó en ella sus investigaciones rítmicas. Pero infortunadamente nace en momentos en que se abren paso otras nociones estéticas, en que la poesía da un vuelco y emprende por otros caminos, y las Leyes de la versificación castellana se cubren injustamente de olvido. Sus tomos de historia tucumana, que apenas se conocen entre nosotros, deben ser textos notables. Sus cuentos, bueno, sus cuentos no añaden nada a su gloria y bien pudieron no haberse escrito. Y en cuanto a su concepto mismo de la poesía, nada nos lega, puesto que cuando le toca enjuiciar a Darío, sólo nos encontramos con palabras de exaltación, sin doctrina. Y únicamente aquella frase en que dejó expresado que "las costumbres indias son tan exóticas para nosotros como para los europeos, y un poema que celebrara las hazañas de Huayna Capac pareceríanos tan extraño como el que cantara las de Gengis Kahn" nos da un vislumbre de lo que hoy estimamos como una descolocación intelectual, no ya por su connotación menospectiva de una realidad insoslayable, ontológica, sino porque ningún tema puede ser ajeno al poeta, y menos aquéllos que forman parte de su mundo, dado que poeta y mundo constituyen una entidad indivisible. El modernismo adoleció de estas incongruencias (que en el caso de Jaimes, al fin y al cabo, no invisten mayor gravedad; sus palabras encubren un sentimiento no compartible, eso es todo, aunque lo compartieran, cuando las emitió, muchos de sus contemporáneos. En cambio pienso que difícilmente se daría hoy el desliz de un gran poeta americano que cantara una guerra de agresión y conquista dirigida contra dos pueblos hermanos, como lo hace Rubén Darío en su "Canto épico a las glorias de Chile").

Queda, pues, solamente Castalia bárbara, con catorce poemas, a los que podrían agregarse algunos de "País de sueño", "Los sueños son vida", "Anadiomena" y "Las víctimas", con composiciones en parte prescindibles y varias en las que siguen fulgurando las esplendideces del parnasianismo ("nieve y rosa su cuerpo, su rostro nieve y rosa y sobre nieve y rosa su cabellera obscura") y hasta palmarios rescoldos románticos ("¡Tú no sabes cuánto sufro! ¡Tú, que has puesto más tinieblas en mi noche, y amargura más profunda en mi dolor!"). Catorce poemas, digamos el doble. A quienes esto parezca insuficiente, o a quienes juzgan indispensable una maratón de treinta volúmenes, deberíamos invocarles la Parábola del palacio, de Borges. No la voy a reproducir, la voy a mencionar apenas, en mérito a lo que importa.

Aquel día, el Emperador Amarillo mostró su palacio al poeta. Fueron dejando atrás, en largo desfile, las primeras terrazas occidentales que, como gradas de un casi inabarcable anfiteatro, declinan hacia un paraíso o jardín cuyos espejos de metal y cuyos intrincados cercos de enebro prefiguraban ya el laberinto. Alegremente se perdieron en él, al principio como si condescendieran a un juego y después no sin inquietud, porque sus rectas avenidas adolecían de una curvatura muy suave y continua, y secretamente eran círculos. Hacia medianoche, la observación de los planetas les permitió desligarse de esa región que parecía hechizada. Antecámaras y patios y bibliotecas recorrieron después y una mañana divisaron desde una torre un hombre de piedra, que luego se les perdió para siempre.

Pasaba el séquito imperial y las gentes se prosternaban. Muchos resplandecientes ríos atravesaron en canoas de sándalo, o un río muchas veces. Parecía imposible que la tierra fuera otra cosa que jardines, aguas, arquitectura, y formas de esplendor. Lo real se confundía con lo soñado. Cada cien pasos una torre cortaba el aire; para los ojos el color era idéntico, pero la primera de todas era amarilla y la última escarlata, tan delicadas eran las gradaciones y tan larga la serie. Al pie de la penúltima torre fue que el poeta (que estaba como ajeno a los espectáculos que eran maravilla de todos) recitó la breve composición que hoy vinculamos indisolublemente a su nombre y que, según repiten los historiadores, le deparó la inmortalidad y la muerte. Unos pocos versos; unas pocas palabras. Lo cierto, lo increíble, es que en el poema estaba entero y minucioso el palacio enorme, con cada ilustre porcelana y cada instante desdichado o feliz de las gloriosas dinastías de mortales, de dioses y de dragones que habitaron en él desde el interminable pasado. Todos callaron. Pero el Emperador exclamó: ¡Me has robado el palacio! y la espada del verdugo segó la vida del poeta1.

Esta parábola tiene una significación múltiple, pero principalmente nos revela los poderes de la poesía, nos dice que a la poesía le bastan unas escasas palabras mágicas, un verso a veces, para enajenar una realidad, para apropiarse de ella, por vasta que sea, recreándola, transfigurándola, magnificándola, al punto que el modelo palidece, se encoge o se extingue. De ahí que Malraux haya podido decir: "Los grandes artistas no son los transcriptores del mundo: son sus rivales". Pensemos en aquellos clásicos cuyo nombre sigue resonando nada más que por obra de un soneto, de una composición breve. Lo esencial es que en esos organismos siga circulando la savia, y que no se hayan convertido en objetos de museo, a los que se retira del armario para hacerlos funcionar y después se guardan de nuevo. Jorge Guillen, en su estudio sobre San Juan de la Cruz, cita al autor del Cántico espiritual como "el poeta más breve de la lengua española, acaso de la literatura universal". "Dejando a un lado las composiciones de autenticidad discutible y algunas de menor interés, dice, San Juan de la Cruz se condensa en siete poesías: una pléyade suficiente". Y comenta: "Nadie más lejos del rimador profesional que aquel hombre"2. Mañana podría ocurrir que el tiempo elija una sola composición de Jaimes Freyre para mantenerla viva como una rosa de esplendor, ya inmarchitable, ya a salvo del olvido, y que ese poema fuera Siempre, el que abre el libro. Es un poema paronomástico, con versos iterativos (peregrina paloma imaginaria se repite tres veces; vuela sobre la roca solitaria otras tantas) y aliteraciones (ala de nieve, ala (ala leve; divina hostia, ala divina, hostia, neblina, etcétera) que crean una atmósfera de misterio, de encantamiento, que, asimismo, misteriosamente, penetra en nuestro espíritu y nos transporta. No hay aquí una historia, el poema no nos cuenta nada, no existe ese elemento subordinador que se ha venido en llamar anécdota. Apenas una paloma simbólica que vuela sobre una roca solitaria. Y, sin embargo, el poema está urdido en un lenguaje que, siendo incógnito, nos parece familiar. Vemos, vivimos esa adusta roca solitaria bañada por el mar glacial de los dolores, y nos sentimos ganados por el prodigio de esa trasmutación del sentimiento alcanzada por el poeta.

Ni fruto del azar, ni fruto de la inspiración, ni fruto del oficio, o por lo menos de ninguno de esos agentes aislados, sino más bien de esa compleja condición que es el encuentro del genio del poeta con el genio del idioma, y que explica, sin explicarla del todo, la presencia de los grandes logros de la poesía. ¿Por qué, si no, una simple agrupación de palabras, dispuestas conforme a subtensas cuyo secreto se nos escapa, tiene la virtud de producirnos una seducción sin equivalencia?

Esa identidad de lenguaje gobierna la suma de los poemas de Castalia bárbara. Hay una técnica unísona, también, y una integración temática. El primer poema, Siempre, nos instala ya en la atmósfera del gran cuadro que es el conjunto, siendo a su vez ese poema una suerte de arte poética del autor, que no en vano lo ha diferenciado del resto poniéndolo en letra cursiva. En él ya están dados su maestría expresionista y los elementos de innovación estructural y rítmica que trae a la poesía Jaimes Freyre, que si son los del modernismo, son notoriamente los de su personal e inconfundible estilo, el sello de su genio creador. Porque el estilo no sólo atañe a la expresión. En concepto de la ciencia estilística, "la obra de arte puede y debe tener contenidos valiosos por muchos motivos; más, si es obra de arte, una cosa le es esencial: que esos contenidos formen una construcción de tipo específico, que en sentido lato llamamos artística"3. O sea que el estilo comprende no sólo el manejo que el poeta hace del idioma, su maestría o virtuosismo idiomáticos, sino a todo su sistema expresivo.

Un gran poeta es siempre un innovador, aparentemente parte de cero, funda su imperio verbal. La poesía boliviana, antes de Jaimes Freyre, era un territorio menesteroso; los brotes que en él se daban nacían mustios, como si una aciaga esclerosis hubiera agotado las fuentes de la creación poética. Tanto que Jaimes Freyre y Tamayo aparecen como los inventores de la poesía boliviana. No importaba que aquellos brotes de la poesía posromántica boliviana fueran resonancia de sistemas poéticos periclitados. Es que eran resonancia sin resonadores, formas vacías y congeladas que ya nada representaban ni nada decían. El modernismo también recoge resonancias. Pero con esas resonancias, con esos acarreos, crea su propio sistema. Darío, Jaimes Freyre, Lugones, Herrera y Reissig, los mayores, los fundadores, los adalides, junto con el torrente vitalizador que remueve las viejas estructuras, traen ese aporte oracular que es la poesía, los emblemas de la belleza raigal, un universo de esencialidad estética que se expande por todos los confines del idioma.

Odioso sería discriminar cuál de los cuatro es más artista, más exigente consigo mismo y con su obra, si los cuatro son grandes en su grandeza pareja. Pero en el desborde creador suelen alguna vez resbalar en desatenciones. Un crítico latinoamericano mencionaba recientemente unos versos de "Blasón", de Darío, cuyo sujeto, como se sabe, es el cisne.

Boga y boga en el lago sonoro
donde el sueño a los tristes espera,
donde aguarda una góndola de oro
a la novia del Rey de Baviera.

Y decía: "La repetición del verbo inicial no es afortunada, la palabra sueño es impropia, la semejanza de aguardar y esperar puede ser incómoda"4. A ese escrutinio yo añadiría que la convocación del rey bávaro pareciera obedecer a una exigencia de la rima.

No es improbable que Jaimes en algún poema caiga en renuncios paralelos. Pero será difícil descubrir a lo largo de Castalia bárbara (que es lo que aquí interesa, por ser el fundamento del edificio poético de Jaimes Freyre o el edificio mismo) un resquicio, un desajuste, una muestra de negligencia. El poeta ha vigilado con rigor la elaboración del poema, su crecimiento nítido, con esa pertinacia del artista en su búsqueda de la perfección. El regidor de la mano que empuñó el escoplo para desbastar la materia poética y pulir, luego, aquí y allá, concibió también el fresco extenso que es el poema, donde un vasto período de la historia de la humanidad, desde la oscuridad de la barbarie pagana hasta el alumbramiento del cristianismo, se condensa en trece composiciones más bien breves, dos de ellas de ocho versos, dos apenas de cuatro. Un poeta desprevenido, que no moviliza poesía sino versos, puesto en una empresa análoga, habría necesitado un apretado tomo de ochocientas páginas, y no para iluminarnos sino para confundirnos.

En el poema de Jaimes Freyre las imágenes destellan como fogonazos de magnesio, o como relámpagos de larga duración. Y a su lumbre vemos las revueltas olas que baten las playas de la noche de los hielos:

Crespas olas que cobijan los amores
de los monstruos espantables en su seno,
cuando entona la gran voz de las borrascas
su salvaje epitalamio, como un himno gigantesco.

Y a Lok el guerrero de rojos cabellos su canto de guerra:

Cuando el himno del hierro se eleva al espacio
y a sus ecos responde siniestro clamor,

y en el foso, sagrado y profundo, la víctima busca
con sus rígidos brazos tendidos la sombra de Dios,
canta Lok a la pálida Muerte que pasa
y hay vapores de sangre en el canto de Lok.

Y el combate de los bárbaros:

Y se destacan, entre lampos rojos,
los anchos pechos, los sangrientos ojos
y las hirsutas cabelleras blondas.

Los cuervos que velan la muerte del héroe:

Los dos cuervos silenciosos ven de lejos su agonía
al guerrero las sombrías alas tienden,
y la noche de sus alas, a los ojos del guerrero resplandece como el día.

Y los endriagos del bosque deslizándose fugaces a la luz de la luna:

entre el musgo donde vagan los rumores de la noche.

Y la jabalina ensangrentada que vibra en el tronco de la encina añosa:

A los vientos que pasan cede y se inclina
envuelta en sangre y polvo la jabaIina.

Y el paso de las hadas esclareciendo el bosque con su luz de leyenda, y el alba despertadora, y en seguida el sol (corcel luminoso de roja crin, lo llama Jaimes) que baña la espada rota caída en el polvo como un ídolo humillado, y el Walhalla, donde los guerreros muertos siguen chocando sus armas y bebiendo hidromiel para apagar la sed de la muerte. Luego el himno, y el terror que infunde en los fieros luchadores la voz del trueno que confunden con la cólera de su Dios:

Cuando tu aliento se cierne sobre el campo de batalla
ríe el guerrero a la muerte que le acecha:
si en el espacio infinito, con el trueno, tu potente voz estalla
se hunde en el cuello la lanza y en el corazón la flecha.

Yde nuevo los dos cuervos, los tenebrosos mensajeros posados ahora en los hombros de su Dios y que al hablarle al oído parecen anunciarle la adversa nueva. Y, en fin, el remate supremo, Aeternum vale, el poema final y el de mayor eminencia en toda la obra de Jaimes Freyre:

Un Dios misterioso y extraño visita la selva.
Es un Dios silencioso que tiene los brazos abiertos.
Cuando la hija de Nhor espoleaba su negro caballo,
lo vio erguirse, de pronto, a la sombra de un añoso fresno.
Y sintió que se helaba su sangre
ante el Dios silencioso que tiene los brazos abiertos.

El poema se compone de cinco estrofas de seis versos con una sola asonancia, e-o, en el segundo, el cuarto y el sexto: la última estrofa con los dos versos finales separados como formando otra, por razones de énfasis. Conforme al modo expresivo de Jaimes Freyre, es un poema con anáforas, la uncial, un Dios silencioso que tiene los brazos abiertos, que ensambla en la estrofa mediante el recurso de una preposición, un adverbio o un verbo antepuestos. La sabiduría con que ha sido administrada la epítasis del poema, es decir, el desarrollo del contenido simbólico, es ejemplar. No me refiero a la destreza formal sino al ritmo interno, a la eficacia de las imágenes, al proceso de la condensación poética, merced de la síntesis semántica que supone la faena de la creación. Conforme a la conveniencia de lo que en poesía se llaman vacíos semánticos, o sea, lo implícito en el discurso poético, los espacios entre lo significado o dicho, la presencia del Dios misterioso y extraño en el poema de Jaimes tenía que ser incidental pero al propio tiempo suscitadora de una impresión correspondiente a su magnitud sobrenatural, portentosa. Porque era la Revelación. En la primera estrofa, que es también una suerte de presupuesto del poema, lo descubre la hija de Nhor. ¿Quién es Nhor, quién su hija? Nadie especialmente. Lo que importa es que este elemento del poema juegue en él un papel catalítico, pues responde a una necesidad de la intuición poética. La niña espoleaba su negro caballo, cumplía una acción habitual o de rutina, cuando discierne a la sombra de un fresno al Dios desconocido, "y sintió que se helaba su sangre". Con esta imagen el poeta nos sumerge en el drama alucinatorio: hay allí un grupo de seres que de algún modo está en falta, que de algún modo está al servicio de una ley falaz. En la segunda, es la Noche, así con mayúscula, como una entidad hierática, la que revela el secreto a los dioses forestales, "y a los Dioses mordía el espanto". Esos dioses son susceptibles de espanto, y el espanto es una alimaña que hinca sus colmillos en la materia de que está hecha su condición adventicia. La selva se agita inquieta en la tercera, el poeta sabiamente gradúa el suspenso, emplea alegorías hipostáticas al modo de Dante, hay conciliábulos, fugas, extrañas salmodias. En la cuarta estrofa el drama se precipita: Thor, el rudo, terrible guerrero, blande la maza, en su necia soberbia de bruto, para aplastar a ese Dios intruso y misterioso. El poema nos ilustra en cuanto al incalculable poderío físico del gigante diciéndonos, con espléndida imagen, que "en sus manos es (un) arma la negra montaña de hierro". Thor, pues, blande la maza, "y los dioses contemplan la maza rugiente, que gira en los aires y nubla la lumbre del cielo". Si la montaña de hierro como arma en las manos de Thor asumía una grandiosa elocuencia poética, la maza que nubla la lumbre del cielo completa el propósito de expresividad estética del artista, que acuña así dos de las más bellas y vigorosas imágenes de toda la producción modernista. Después de una cesura en forma de un renglón de puntos, en la última estrofa el drama se resuelve en la agonía de los dioses que pueblan la selva sagrada, donde han callado las viejas salmodias, y solo, a la sombra de un árbol, sigue erguido y vivo para siempre el Dios silencioso que tiene los brazos abiertos.

De más está recordar que no se trata de un poema conceptual: lo sabemos de sobra; ni siquiera es un poema religioso, aunque en su concepción constituya una de las más admirables, una de las más deslumbrantes alegorías del triunfo del cristianismo, con una inconmensurabilidad poética que desborda el tema, como lo sobrepasa un oratorio de Haendel o el Guernica de Picasso. Aeternum vale ("Para siempre jamás") es una obra de estricta poesía, concebida como no otra cosa que poesía, y todo Castalia bárbara encarado y resuelto conforme a un esquema artístico en el que cada uno de los elementos que integran su repertorio ha sido prefigurado en función de la coronación del poema: de Aeternum vale. La adjetivación misma es precisa, insustituible, como teniendo en cuenta la regla tan posterior de Huidobro: "El adjetivo, cuando no da vida, mata". Porque el poeta ha armado una estructura dinámica en la que el lenguaje, las palabras, asume su propia realidad, ha sido redimido de su condición mostrenca de signos o vehículos de uso utilitario (desechables después de haber servido a una finalidad inmediata) para convertirse, merced al rescate de la poesía, en con-sustancia de la obra de arte, en "patrimonio duradero"5.

Siempre he juzgado como superficiales a aquellas voces que dogmatizan que Jaimes Freyre se inspira en la mitología escandinava, como Tamayo en la grecolatina. Utilizan convenciones, signos convencionales, que es otra cosa. Además de expresarse por símbolos, el poeta crea su propio lenguaje y lo emite a través de imágenes; los símbolos pueden ser duraderos, pero las imágenes tienen una vida más aleatoria y algunas veces envejecen con más prontitud que otras. Por ejemplo hoy nos parecen ya obsoletas ciertas decoraciones rubenianas, con pajes y góndolas, abates madrigalizadores y duquesas dieciochescas, que encontramos también en poemas menos memorables de Jaimes. Hay poesía, en cambio, que no se gasta, porque el poeta ha tenido la virtud de condensar en su lenguaje valores permanentes, que seguirán provocando en nosotros un estremecimiento estético, que seguirán hiriendo nuestro sentimiento y capturando nuestra sensibilidad. Podemos sentirnos inclusive ajenos al asunto del poema, pero la creación artística ha sustanciado de tal manera forma y contenido, que el resultado es esa obra de misterio y magia que hace esplender la belleza y nos instala posesivamente en su ámbito. Eliot afirma a este respecto que si bien la Divina Comedia no habría podido ser escrita sin la fe religiosa de Dante, no es necesario compartir su fe para comprender el poema y apreciar su belleza. Vale la pena escuchar a Eliot. Dice: "Su credo personal se convierte en algo distinto al transformarse en poesía. No es aventurado reconocer que en Dante esto se da de un modo más verdadero que en ningún otro poeta filosófico6. Con Goethe, por ejemplo, muy a menudo siento agudamente algo que me dice: esto es lo que Goethe hombre creía, que me impide sencillamente penetrar en el universo creado por Goethe; con Lucrecio me ocurre algo análogo. Con Dante, en cambio, no. Creo que esto se debe a que Dante es un poeta más puro, y no al hecho de que yo sienta más simpatía por Dante como hombre que por Goethe”. Esta pureza a que alude aquí Eliot no quiere decir desasimiento de vida, divorcio de realidades, glacial esteticismo, como a menudo se piensa cuando se habla de poesía pura. Con la calificación pura se quiere apuntar a una calidad desprovista de toda sospecha de retórica y a la autenticidad de la expresión esencial que hace del poema una arquitectura plenaria, que no admite desgajes o substituciones7. Jaimes Freyre no es, ciertamente, un poeta filosófico; es un poeta, un gran poeta de una insobornable pureza, y, como tal, perdurable para gloria del idioma en que compuso su poesía.

La batalla del poeta con el lenguaje es la lucha con el ángel, una porfiada contienda. Mas hay también una rebelión contra el lenguaje, que lleva al poeta a desechar los modos fáciles de expresión y a buscar una dicción radicalmente propia, con riesgo de caer en la intrincación del lenguaje. Un ejemplo feliz es Góngora; otro ejemplo entre nosotros esTamayo, en ocasiones poco afortunado. Pero qué duda cabe que los dos más grandes poetas de Bolivia son Ricardo Jaimes Freyre y Franz Tamayo. Lo anterior a ellos, a mi juicio, no cuenta, salvo como dato histórico8, ni cuenta lo posterior en su forma modernista, salvo José Eduardo Guerra y parte de la obra de Reynolds. Lo demás es el nuevo alumbramiento. Y ese alumbramiento está enlazado irremisiblemente (y afortunadamente) al proceso de autoconciencia de la poesía que ellos representan.

Antes de ellos la poesía boliviana aparecía cruzada por elementos extraños, que la subalternizaban y la empobrecían; Jaimes Freyre y Tamayo restituyen a la poesía su condición prístina de canto, su decoro y hasta su ufanía como género diferenciado y superior, la prestancia, en fin, de su ejecutoria expresiva de nuevo restablecida. Que si han tenido o no discípulos, no viene al caso. Jaimes Freyre y Tamayo son, seguirán siendo, un ejemplo de consagración a una causa espiritual incomprendida y, sin embargo, secretamente reverenciada, un ejemplo de fe en la poesía. Sus continuadores han recogido esa lección, que se prolonga en ellos como un proseguimiento bergsoniano del pasado en el presente.

A lo largo de los tiempos, casi desde los orígenes mismos del hombre, cuando el primer chispazo de espíritu alumbró en su conciencia primitiva, la llama de la poesía ha luchado contra vientos adversos, calladamente pugnaz, y cada vez se ha levantado con tanta mayor humildad como determinación. ¿Por qué razón desconocida? Es que tal vez hay una zona del sentimiento humano de tanto en tanto necesitada de su frescor de alborada, de su renovada juventud, de su continuado descubrimiento del mundo, de su ínsita rebeldía, de sus exploraciones en ese enigma que son el hombre y su destino y de su ansia de autenticidad frente a una sociedad imperfecta y arbitraria y por el abanico de asombros que la obra abre delante de nuestros ojos gozosamente desconcertados.

Presencia 6 de agosto de 1975

 

Notas

* En agosto de 1975, con motivo del Sesquicentenario de la República, el extinto periódico Presencia publicó un voluminoso número conmemorativo. A Oscar Cerruto se le solicitó se encargara de hablar de la poesía en Bolivia, y como se ve en este texto que ahora reproducimos, menos que hacer un panorama superficial y amplio pero carente de médula de la historia de la poesía en el país, el escritor paceño prefirió ocuparse casi exclusivamente del poeta más importante de la primera mitad del siglo XX: Ricardo Jaimes Freyre. Lo hace, de manera ejemplar, saldando cuentas con lo vivo (y esencial), y lo muerto de su obra (y del modernismo), por lo cual consideramos valioso volver a publicarlo en nuestra revista.

1 En realidad se trata de una reproducción casi exacta de la parábola borgiana incluida en El hacedor, pero incompleta, desde luego, y además con ligeras modificaciones que muestran la particular manera cerrutiana de utilizar sus fuentes literarias (N. del Ed.).

2 Cerruto cita del ensayo "Lenguaje insuficiente: San Juan de la Cruz o lo inefable místico", incluido en el libro Lenguaje y poesía. Algunos casos españoles, publicado en 1962 por el poeta español (Madrid, Revista de Occidente, p. 97) (N. del Ed.).

3 Amado Alonso, "La interpretación estilística de los textos literarios". En Materia y forma en poesía, Editorial Gredos, Madrid, 1960, p. 89.

4 Jorge Luis Borges, "Vindicación de la poesía" (en La Nación de Buenos Aires, 17-XI-1968). Conviene aclarar que el comentario de Borges no está cavilado en una intención negativa, porque agrega: "...la usura de los años ha gastado los lagos y las góndolas, pero la estrofa sigue siendo, en 1968, un símbolo preciso de nuestra soledad y de nuestras tardes. Más allá de la mera inteligencia, más allá de sus meras operaciones, laudatorias u hostiles, la estrofa de Darío nos confiesa y misteriosamente nos place".

5 "Los poetas son hombres que se niegan a utilizar el lenguaje", dice Sartre. "En efecto, el poeta considera las palabras como cosas y no como signos, pues la ambigüedad del signo implica que se pueda a voluntad atravesarlo como un vidrio y perseguir a través de él a la cosa significada (...). Para el hombre que habla, las palabras son domésticas; para el poeta, permanecen en estado salvaje. Sin duda, la emoción, la misma pasión, están en el origen del poema. Las palabras las toman, las penetran, las metamorfosean" (Jean Paul Sartre, ¿Qué es literatura?, Losada, Buenos Aires, 1957, pp. 48-49) (Nuevamente Cerruto demuestra aquí su muy libre manera de citar, pues las ideas de Sartre que le interesan están en realidad en diferentes lugares entre las páginas 48 y 55 de la edición española del famoso libro del filósofo francés, N. del Ed.).

6 Poetas filosóficos, que no poetas filósofos. Aclaremos el concepto de Eliot. Filosóficos, en el sentido de que su poesía, sin dejar de ser lírica o épica, trasciende por su tema a un plano "donde el orden de las cosas es el mismo que el orden de las ideas", que decía Unamuno; a través de la visión, al plano de la verdad. Poetas-filósofos fueron, en cambio, Jenófanes, Parménides y Empédocles, que compusieron en hexámetros poemas teológicos, ontológicos, fenomenológicos y naturalistas, y cuyos recitales por las ciudades de Grecia, dicho sea de paso, terminaron en pedreas.

7 En otro lugar he hablado de los versos "intercambiables" que trabaja la mala poesía, versos que pueden ser traspuestos o canjeados por otros del mismo canto, sin que se altere ni el sentido del texto ni el ritmo interno del poema (ni su vacío).

8 Supondría injusticia no nombrar aquí a Manuel María Pinto. El modernismo le debe el impulso innovador, sus elementos elocutivos sensualmente lujosos y la tensión intelectual. Pero más que su propia obra de creación, su primado finca en el influjo que polarizó en los prebostes modernistas, de Darío para abajo, incluido Tamayo, aunque todos se cuiden de mencionarlo.

 

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