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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.26 La Paz jun. 2011

 

 

 

Tiempos de cambio y transformación: la ciudadanía ante los vendavales de la historia (2000-2010)

 

Times of change: citizenship on the winds of history (2000-2010)

 

 

Jorge Valda*

 

 


Resumen:

Desde el año 2000, Bolivia atraviesa por un periodo de profundas transformaciones institucionales que también afectan al concepto de ciudadanía, el nexo de cohesión social y la democracia misma. Este trabajo describe cómo, al no haberse erigido óptimos canales de comunicación entre la ciudadanía y los espacios de deliberación, se ha producido un quiebre en el sistema político, que el Estado plurinacional debe subsanar.

Palabras clave: ciudadanía, democracia, acción colectiva, movimientos sociales.


Abstract:

Since the year 2000, Bolivia is undergoing a period of deep institutional transformations, which also a)ect the concept of citizenship, the nexus of social cohesion and democracy itself. this paper describes how in the absence of channels to secure an optimal communication between citizens and the deliberative spaces, a rupture in the political system has occurred, something that should be resolved by the Multi-national State.

Keywords: citizenship, democracy, collective action, social movements.


 

 

1. Introducción

Para finales de los años 1990 era claro que el sistema político, económico y social había entrado en un periodo de franca descomposición. La democracia pactada había revelado sus límites, el neoliberalismo parecía estancarse y la sociedad comenzaba a agitarse ante la ausencia de resultados tangibles. No obstante, Banzer asumía su segundo mandato en un clima de confianza y de estabilidad; había logrado reunir a una colación de gobierno que aglutinaba al 72% de la masa electoral, otorgándole un poder prácticamente absoluto, una hegemonía sin precedentes que resultó ser un coloso con pies de arcilla (Sanjinés, 2006). Raudamente surgieron las rencillas internas, las taras de un sistema de alianzas cada vez más complejo que reunía a su seno agrupaciones políticas heteróclitas, una suerte de cacofonía gubernamental cuya cohesión estaba supeditada a la concesión de favores personales.

La llamada megacoalición marca el punto de saturación de la democracia pactada, acuerdos interpartidarios que posibilitaron coaliciones de gobierno, la elección congresal del presidente y la garantía de una gobernabilidad sostenida. El modelo fue percibido como un ejemplo de madurez institucional y fue elogiado por los organismos internacionales. Desde un punto de vista estrictamente teórico, la democracia pactada limitaba los excesos de un presidencialismo exacerbado (característica de la región) con un parlamentarismo moderado, generando un adecuado equilibrio de fuerzas (Centellas, 1999). No obstante, ese esquema mostró rápidamente sus deficiencias; la fragmentación del voto obligaba a los partidos a realizar alianzas cada vez más ampulosas, provocando la marginalización de la oposición en el diseño y aplicación de políticas públicas,al desplazar el eje dialéctico oficialismo-oposición, concentrando la toma de decisiones en el seno de la coalición (Pachano, 2006).

Esos acuerdos partidarios viabilizaron un proceso de transformación implementando cambios profundos a la organización política y estatal, redefiniendo a su vez las relaciones entre el Estado y la ciudadanía. Se abrieron nuevos espacios de representación, otorgándoles derechos políticos a comunidades históricamente marginadas. Sin embargo, la naturaleza de los acuerdos, suscritos entre rivales ideológicos, así como la corrupción endémica del aparato estatal, mellaron la credibilidad del sistema, derruido por sus propias contradicciones (Calderón y Gamarra, 2004). Más que gobernar un país, Banzer trataba de retomar las riendas de un caótico sistema de alianzas, acrecentado el paulatino distanciamiento entre la ciudadanía y las esferas de poder, provocando así un serio desgaste en el sistema político. Después de los acontecimientos de abril de 2000, era imperioso impulsar un cambio en la conducción política del país, sobre todo en lo que concierne a la relación entre el Estado y la ciudadanía, el eslabón más débil de la democracia al ser el centro neurálgico de la inestabilidad.

El presente ensayo analiza de manera diacrónica las mutaciones por las que ha atravesado el concepto enunciado en un periodo de transición y consolidación de un nuevo sistema político cuya pretensión era subsanar las deficiencias de la democracia pactada. Para tal efecto, el trabajo se encuentra dividido en tres partes que retoman las grandes etapas históricas de los últimos diez años.

 

2. Los límites de la política: del fracaso a la transición

La llamada “Guerra del agua” fue la notable expresión de un fracaso (García Orellana, García Yapur y Quitón Herbas, 2003); el sistema político mostró su inoperancia al no poder concebir una solución pacífica a un conflicto, provocando una ruptura insalvable en el erosionado modelo partidario. En el origen del diferendo se encuentra el pedido legítimo de la ciudadanía de encontrar una solución efectiva a un problema puntual: la escasez de agua en Cochabamba;  ante el hecho, los sucesivos gobiernos tan solo ofrecieron quimeras, promesas electorales que quedaron en el olvido. La solución en boga fue la capitalización, la intervención del capital privado en la ejecución de un proyecto ambicioso erigido como un parangón de modernidad: Misicuni, cuya sola mención ya garantizaba la resolución del problema, lo que desembocó en la promulgación de la Ley 2029 de 1999, que otorgó la concesión para la comercialización de agua a la empresa Aguas del Tunari, subsidiaria del grupo Bechtel.

La medida fue contraproducente al generarse un incremento exponencial de las tarifas de agua, en algunos casos en más de un cien por ciento, lo que desencadenó masivas manifestaciones de protesta (De la Fuente, 2000). Al no encontrar una respuesta efectiva por parte del Gobierno, la ciudadanía optó por mecanismos de presión, una constante a lo largo de la historia boliviana, al ser la acción colectiva1 el principal instrumento político para encausar reivindicaciones ciudadanas. Frente a la creciente agitación social, el gobierno optó por  la desestimación de las demandas, criminalizando a los movimientos sociales, promoviendo la represión y ahondando la verticalidad en el ejercicio del poder; el autoritarismo característico de los gobiernos bolivianos que no dudaron en imponer el Estado de sitio para contener la disidencia política y garantizar la ejecución de las directivas planteadas (Alenda, 2003). Al tratar de refrenar el ímpetu ciudadano, el Gobierno hizo gala de torpeza, no tuvo la capacidad de encaminar un diálogo apropiado entre las partes en disputa. Esa falta de concertación provocó una incontenible inestabilidad –que ya colindaba con la insurrección– ante la cual el Gobierno optó por la contención sistemática del foco rebelde; postura que derivó en violentos enfrentamientos, los hechos más deplorables desde el establecimiento de la democracia en 1982.

Ante la magnitud de los acontecimientos el Gobierno claudicó, otorgándole así a los movimientos sociales su victoria más significativa, ya que las medidas de presión cumplieron su cometido al inducir la expulsión de Aguas del Tunari, provocando un viraje en la política boliviana (De la Fuente, 2005). El balance de los eventos reveló dos problemas subyacentes: el profundo agotamiento de las instituciones y el resurgimiento de la acción colectiva como instrumento de participación ciudadana, dada la ausencia de los partidos políticos a lo largo del conflicto (García, García y Quitón, 2003), lo que indudablemente acrecentó la desconfianza ante su capacidad de representación; induciendo un cambio irreversible en la manera de percibir al sistema partidario. La Coordinadora del Agua –la organización que canalizó las demandas ciudadanas convirtiéndose de oficio en una instancia de representación–, en cambio, no solamente ganó credibilidad en el escenario político, sino que también alentó nuevas reivindicaciones bajo la égida del anti-neoliberalismo. Es sobre ese antecedente que se forjará un nuevo ideario político que pretende revertir los efectos perniciosos del modelo económico, la principal causa del desentendimiento (Khol y Farthing, 2007).

Si bien el sistema pudo resistir el embate, no supo sacar provecho de la tregua acordada para enmendar los errores cometidos. En las elecciones de 2002 nuevamente salieron a flote los mismos problemas, al conformarse una nuevamegacoalición2 en franco desafío al crecimiento desproporcionado del MAS, que obtuvo un sorprendente segundo lugar al encarnar el modelo alternativo (Stefanoni y Do Alto, 2006), la posibilidad asequible de un cambio sustancial en las estructuras poder, reacias a los liderazgos indígenas que se encontraban en pleno auge. La política boliviana entraba en una fase de polarización en la que se plasmaron diferentes imaginarios sociales (PNUD, 2007) con relación a la concepción del Estado y sus vínculos con la ciudadanía, condensados en una demanda simbólica: la reformulación del pacto social, el eje ordenador de la sociedad.

La “guerra del agua” inauguró un proceso de profundas transformaciones ante las cuales el sistema partidario, de alianzas clientelares cada vez más difusas, no supo cómo reaccionar. Sánchez de Lozada asumía su segundo mandato en medio de una fuerte y sostenible tensión social que estigmatizaba al modelo económico y deslegitimaba a la democracia, ya que ambas eran percibidas como un continuum histórico (Costas, 2005) nefasto para las clases menos favorecidas No obstante, el Gobierno mantuvo las directivas de sus antecesores, al marginar nuevamente las demandas sociales, por lo que estaba condenado al fracaso. Los enfrentamientos de abril y la masiva votación que obtuvo el principal partido opositor eran claras advertencias que evocaban la imperiosa necesidad de un cambio en la conducción y ejecución de las políticas de Estado. Por desgracia, el MNR también se replegó en la represión.

Los movimientos sociales sentaron un precedente que les hizo tomar conciencia de su protagonismo en el escenario político, pues nunca antes habían obtenido una victoria tan contundente (Komadina y Ge)roy, 2007). Esto se vio reflejado en las urnas, pues Evo Morales (el histórico líder cocalero) tenía la posibilidad de conformar un gobierno pactando un compromiso con alguna otra facción política. La alianza gubernamental acordada entre los residuos del desvencijado sistema partidario (MNR, UCS, MIR y NFR) desacreditó aun más la actitud de las elites políticas, que aislaron al principal líder de oposición, frenando así las aspiraciones de los movimientos sociales, cuyo principal componente –los pueblos indígenas– volcaron su intención de voto hacia el llamado Instrumento Político (Do Alto, 2007). Sánchez de Lozada ingresó al poder con la mayor tasa de rechazo ciudadano que cualquier otro presidente (Mihaly, 2006); en lugar de reconocer la precariedad de su mandato, se mostró soberbio y condescendiente ante las demandas, y al momento de ejecutar sus directivas, el Gobierno tuvo que afrontar su orfandad; cristalizado en el pedido unánime de renuncia, petición que cohesionó a todo un país.

La “guerra del agua” no fue un episodio focalizado y circunscrito, fue parte de un proceso histórico que se extendió hasta el 2003, año en el que se produjo el quiebre definitivo en el sistema político. Los antecedentes del conflicto fueron similares, pero sus consecuencias fueron catastróficas. Pocas veces en su historia Bolivia ha enfrentado un grado similar de convulsión social; entre febrero y octubre se produjeron intermitentes enfrentamientos armados que dejaron por lo menos una centena de muertos (Sanjinés, 2006). El impuestazo de febrero había marcado el inicio de una imparable espiral de violencia, al suscitarse la inesperada confrontación entre policías y militares. Si bien la naturaleza de la contienda difiere de los acontecimientos de abril, al tratarse de un motín, las demandas de los policías obtuvieron adhesión ciudadana, pues se centraron en el rechazo al alza en el costo de vida, una de las principales críticas al modelo económico, que nunca pudo cumplir con las expectativas generadas (González, 2007). Además, los policías no solamente se oponían a una medida autoritaria, sino que también le hacían frente al Fondo Monetario Internacional, el emblema del neoliberalismo e instigador de la medida, aspecto que fue rescatado y enaltecido por los principales frentes de oposición (Khol y Farthing, 2007).

La “guerra del gas” fue la culminación de una creciente tensión entre la sociedad civil y el Estado. El detonante fue la intención de exportar gas a California a través de un puerto chileno, lo que desencadenó manifestaciones masivas en defensa de los recursos naturales, uno de los principales ejes reivindicativos de las movilizaciones hasta la investidura de Evo Morales; la expresión de la evidente descomposición del modelo estatal. Sánchez de Lozada tampoco tuvo la capacidad de ofrecer una solución pacífica al diferendo, y en su lugar se refugió tras el ejército, optando por la represión (Ornelas, 2004). No obstante, los bloqueos de caminos se intensificaron y la resistencia se organizó, principalmente en la ciudad de El Alto. Para la primera semana de octubre, la insurrección era prácticamente inevitable, al recrudecerse las medidas de presión. El cerco a la ciudad de La Paz, cuyas connotaciones históricas son más que evidentes, forjó un nuevo imaginario social en el que se recuperó la larga tradición de las luchas indígenas; es sobre el mito de la heroica resistencia de la ciudad de El Alto que se establecerá un nuevo ideario político (Mamani, 2004), pues los acontecimientos se asemejan a un levantamiento indígena cuya finalidad era tomar el poder.

Sin embargo, fue toda la sociedad civil la que se movilizó en los disturbios; el país entero había colapsado, y finalmente, el viernes 17 de octubre, el presidente Sánchez de Lozada, que estuvo a punto de ser linchado por la turba, huyó del país abriendo paso a la sucesión constitucional. Tras los duros enfrentamientos, a la población no le queda más que recoger a sus muertos mientras el poder político reagrupaba sus cenizas para dar paso a la transición política. El vicepresidente, Carlos Mesa, asumía la primera magistratura con un impresionante respaldo ciudadano que le otorgaba un amplio margen de acción (Komadina y Ge)roy, 2007), aunque su obrar estaba supeditado a la llamada agenda de octubre, pues los problemas que desataron la sublevación se mantenían vigentes, sobre todo en lo que concierne a la nacionalización de los hidrocarburos y la conformación de una Asamblea Constituyente. En su voluntad de marcar un cambio, Mesa organizó un gabinete de independientes, prescindiendo del sistema partidario, por lo que no contaba con un adecuado respaldo político (Fernández, 2004). Rápidamente el Presidente se vio acorralado entre la continua presión de los movimientos sociales y el estancamiento de su Gobierno frente a un Parlamento hostil, a lo que se agregó un tercer factor: la demanda cruceña de autonomía departamental (Rojas, 2007).

Vapuleado por la ingobernabilidad y la insostenible convulsión social, Mesa presentó su renuncia el 6 de marzo de 2005, la que fue rechazada por el Congreso, e incentivó un espontaneo movimiento de adhesión ciudadana, sobre todo en las clases medias (Sanjinés, 2006). El Gobierno parecía consolidarse, aunque sólo postergó lo inevitable. Las movilizaciones nunca cesaron, provocando un serio desgaste en la sociedad civil. En un intento desesperado por mantener el control, Mesa nuevamente reiteró su renuncia, esta vez ante la indiferencia general, abriendo paso a una nueva sucesión constitucional. La investidura recayó sobre el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Eduardo Rodríguez Veltzé, quien se puso al mando de un gobierno provisional, cuya principal prerrogativa era organizar las elecciones generales previstas para diciembre 2005.

 

3. Entre la Asamblea Constituyente y las autonomías departamentales

El gobierno de Rodríguez Veltzé marcó el final de una era en la historia política del país; aun así quedaban muchos problemas irresueltos, entre los cuales se destaca el pedido de conformar una Asamblea Constituyente. Ya la Coordinadora del Agua había planteado la necesidad de rearticular el pacto social frente a la indefectible degradación del sistema político, la expresión de una dicotomía social, erigida entre la democracia formal y los movimientos sociales –el canal de expresión ciudadana. Los pueblos indígenas, al ser el principal motor de la agitación social (González, 2007), fueron los artífices del cambio y plasmaron sus expectativas en una radical transformación de la estructuras de poder en concordancia con su imaginario político.

Lo notable del caso fue que la demanda provino de los pueblos indígenas de tierras bajas, comunidades marginadas que buscaban su incorporación efectiva a la esfera pública; la marcha organizada por la CIDOB en 2002 puso sobre la agenda política el tema de la Asamblea Constituyente (Albó, 2008), con el cual lidiaron todos los gobiernos hasta su instauración el 6 de agosto de 2006. Fue un lento periodo de gestación, pues existía una constante reticencia por parte de los partidos de viejo cuño para impulsar su ejecución; no obstante, para la sociedad civil era la única institución capaz de resolver las contradicciones de la sociedad boliviana, por lo que contaba con un gran adhesión ciudadana (PNUD, 2007). Era el momento histórico en el que la ciudadanía podía intervenir activamente en la conformación de un nuevo Estado, proyectando así una imagen de justicia y de legitimidad de la que carecía el sistema político.

Sin embargo, la Asamblea Constituyente fue una oportunidad desperdiciada, nunca fue un espacio de debate o de encuentro entre bolivianos; no pudo superar el desentendimiento imperante y confirmó la profunda polarización en la que estaba inmersa el país (Mayorga, 2006). Fue un escenario de confrontación en el que se opusieron dos proyectos irreconciliables, encarnados en las principales fuerza políticas, el MAS y PODEMOS, cuya actitud fue claramente obstruccionista (Gamboa, 2009); su finalidad era hacer fracasar el proceso, lo que entorpeció y bloqueó las deliberaciones. En una primera instancia, fueron los encarnizados debates en torno a la naturaleza de la Asamblea, sus competencias y atribuciones, las que delinearon dos frentes; el MAS, sustentado por los movimientos sociales, buscaba una verdadera refundación de Bolivia sobre un nuevo texto constitucional, mientras PODEMOS abogaba por una reforma moderada al texto vigente. Luego, fueron los interminables debates sobre los dos tercios, la modalidad para la aprobación de los artículos redactados, los que paralizaron los debates, generando movilizaciones a favor y en contra de su aplicación.

A más de un año de haber iniciado sus labores, la Asamblea Constituyente seguía varada sin poder dar curso al nuevo texto constitucional, pues ni siquiera el reglamento de debates había sido debidamente aprobado. Frente a la creciente ola de violencia que azotaba a la ciudad de Sucre, sede de la Asamblea, la misma tuvo que trasladarse hasta Oruro. Al partido de Gobierno no le quedaba otra salida más que forzar la aprobación, pues a las obstrucciones mencionadas se sumó la de demanda de capitalía plena –neologismo surgido al calor de las trifulcas– por parte de Sucre, que sorpresivamente buscaba reasumir sus funciones como capital de la República (Ávila, Tamburini y Ochoa, 2008), pedido que no fue reiterado una vez concluidas las actividades de la Constituyente. Fue el último intento desesperado para paralizar el proceso, cuyas sesiones se realizaron en medio de fuertes tensiones y enfrentamientos alentados por prejuicios raciales y antipatías ideológicas presentes en ambos flancos. Ante el persistente bloqueo, en una sesión bastante controvertida, y frente a la presión de los movimientos sociales, el MAS –casi unilateralmente– aprobaba la Nueva Constitución Política del Estado.

No fue el tan ansiado momento de la refundación y de la reconciliación; al contrario, fue la etapa decisiva que marcó la escisión política en Bolivia, y por ello fue un fracaso (Álvarez, 2007). El texto constitucional redactado no fue el producto de un consenso, por lo que es ilegitimo para gran parte de la población; el pacto social no fue rearticulado sobre un ideario inclusivo y por ende es deficiente en su formulación (Romero, 2009). Ciertamente hubo un cambio de hegemonías, pero no hubo un cambio en la manera de percibir y concebir la política; el MAS usó su aplastante mayoría para habilitar un texto que no fue debidamente discutido y aceptado, manteniendo así la verticalidad en el ejercicio del poder. Por consiguiente, el Estado plurinacional fue fundado bajo la misma retórica que el modelo político que pretendía substituir; es el proyecto de una clase dirigente que no engloba a la totalidad del país. La actitud de la oposición tampoco fue loable, sus intentos de sabotaje eran contrarios al discurso que esgrimieron en defensa de la democracia ante el autoritarismo del MAS, postura que también daba continuidad a las prácticas perniciosas del sistema político: la falta de concertación y diálogo. La Asamblea Constituyente fue diseñada como un instrumento de participación ciudadana para saldar los problemas pendientes del Estado boliviano (Romero, 2009); no obstante, fue instrumentalizada por los partidos políticos en función a sus propios intereses: la consolidación hegemónica, por parte del MAS, y la obstinación en dilatar el cambio inexorable en la conducción estatal, por parte de PODEMOS. Finalmente, el texto, sometido a referéndum, implementaba una profunda transformación estatal y en cierta medida respondía a la “agenda de octubre” al reinstaurar el modelo estatista, al imponer la protección de los recursos naturales y sobre todo al revalorizar el rol de los pueblos indígenas en la política nacional. La Constitución, promulgada el 7 de febrero 2009, contiene una carga semántica indianista, lo que suscitó más de una crítica en un país en el que perdura el desprecio hacia las culturas originarias; no es una coincidencia que el pedido de autonomía, por parte de Santa Cruz, haya surgido en el auge de las movilizaciones indígenas.

La Constituyente debió haber cerrado una etapa histórica al establecer nuevos vínculos entre la ciudadanía y sus instancias de representación, inaugurando así un cambio profundo en las prácticas políticas, impulsado por un gobierno surgido de la acción colectiva y de los movimientos sociales; sin embargo, rápidamente salieron a flote los problemas recalcitrantes: el clientelismo, la cooptación y la personalización del poder. Su conformación generó inmensas expectativas en un país sumido en la confrontación; en ella se plasmaron los anhelos y las aspiraciones de los grupos marginados que buscaban una mayor equidad social y una justa distribución del poder (Estenssoro, 2009). En ella confluyeron ideas dispares reflejadas en antagonismos sociales, raciales y regionales que esperaban la resolución efectiva de las tensiones prevalecientes, sobre una propuesta política capaz de superar el conflicto en el que persiste la degradación de la alteridad, la política de la suspicacia en la que el otro es percibido como un enemigo al que es necesario eliminar.

El segundo tema pendiente en la agenda política fue la implementación de las autonomías departamentales; demanda impulsada desde los comités cívicos, en particular el de Santa Cruz, que buscaban la profundización del proceso de descentralización, traspasando competencias legislativas y ejecutivas hacia asambleas regionales. De esa manera se esperaba romper el vínculo de dependencia con relación al Estado central, fortaleciendo el nivel intermedio en la toma decisiones y revigorizando a la Prefectura como instancia de representación. Bajo esa perspectiva, el proyecto encajaba muy bien en el proceso de consolidación democrática, al extender el rango deliberativo a las regiones, complementando a la descentralización municipal, impulsada en los años 1990.

Sin embargo, la propuesta autonómica surgió con fuerza en un momento en el que se pregonaba la nacionalización de los hidrocarburos y el intervencionismo estatal, y era tangible la posibilidad de conformarse un gobierno indígena, aspectos que fueron percibidos como una amenaza por la élite empresarial cruceña (Zúñiga, 2005). Por ello, su propuesta se erigió como un proyecto alternativo en defensa de los valores occidentales ante el inminente “peligro” indígena; el Movimiento Nación Camba de Liberación, el brazo político-ideológico de la corriente autonomista radical, esgrime un discurso de corte separatista y vindicatorio ante lo que llaman “el colonialismo interno”, la sujeción de Santa Cruz al poder central (Hurtado, 2005). Pero lo cuestionable de su postura es la retórica virulenta que establece una clara diferenciación étnica-cultural entre las regiones altiplánicas y amazónicas del país, bajo el amparo del supremacismo de la civilización occidental, de la cual Santa Cruz pretende ser la viva encarnación (Plata, 2008).

La construcción de la identidad “camba”, vocablo que fue asimilado por las élites regionales en su afán de cimentar una base cultural sobre la cual pueda sustentarse el ideario nacionalista que reivindican, es el producto de una reconstrucción histórica (Peña, 2003). Desde esa perspectiva, la autonomía responde a una premisa: establecer una especificidad cultural en contraposición al proyecto indígena, edificando una clara demarcación racial con el resto del país. Es ante la otredad que se moldea la identidad; en este caso es la negación del otro y por ende la complementariedad con lo opuesto, lo que motiva la construcción del imaginario cruceño. En términos relativos, Santa Cruz es el departamento más rico y próspero de Bolivia, por lo que la principal demanda se planteó sobre la base de la propiedad de los recursos naturales; desde el punto de vista cruceño, los departamentos productores de materias primas exportables (hidrocarburos, ante todo) deben recibir un porcentaje mayor de las regalías generadas, pues según el discurso empleado es el trabajo del pueblo cruceño el que sostiene a todo el país (Antelo, 2005).

Esa injusticia primigenia, sobre la que se forja el ideario autonomista, caló hondo en la ciudadanía cruceña, lo que fue demostrado de manera contundente en las movilizaciones masivas que impusieron la “agenda de enero 2005” frente a la “agenda de octubre 2003” (Toranzo, 2006), cuyas principales demandas fueron la realización de un referéndum autonómico y la elección libre de prefectos; por lo que la petición cruceña fue debidamente legitimada en las urnas, marcando una ruptura profunda en la concepción del Estado y en la geografía política del país. A partir de ese hecho, concomitante a la elección de Evo Morales, es que se establece un frente opositor: la llamada “media luna” (Assies, 2006) organizada en una agrupación política, CONALDE, cuya postura conservadora retomó las principales líneas directivas de los partidos de oposición empecinados en denunciar el autoritarismo del MAS, revestido de un neopopulismo peligroso para los valores democráticos (la alternancia en el poder y respeto a la disidencia), que fue equiparado al modelo chavista en Venezuela.

De esa manera, las prefecturas disidentes, establecidas después de las elecciones de prefectos y constituyentes en 2006, lograron consolidar un instrumento que les permitió generar una fuerte oposición a la Asamblea Constituyente –y al proyecto de Estado que ésta trataba de impulsar–, desde el cual se organizaron los disturbios que culminaron con la renuncia del prefecto chuquisaqueño afín al MAS, hecho que marcó un viraje a favor de la media luna, aunque cabe señalar que la propuesta surgida de esas reivindicaciones no pudo consolidar un proyecto político de alcance nacional, más allá de la simple oposición al Gobierno y su ambicioso proceso de cambio (Tuero, 2010). Es innegable que el pedido de autonomía fue respaldado por una amplia movilización ciudadana que motivó la vivificación de un sentimiento de   pertenencia hacia una comunidad política determinada sobre una base territorial: el clivaje Orientefi Occidente, generando, así, una cisura interna que se sobrepuso a la histórica dicotomía entre el campo y la ciudad (Zuazo, 2009). De esa manera, la crisis estatal, social y política dio pasó al afianzamiento de dos modelos, cuyo resultado fue el impasse, claramente reflejado en la crónica estagnación de la Asamblea Constituyente.

Ante la consumación del hecho, la aprobación de una nueva Constitución, los departamentos autonomistas convocaron a asambleas regionales para aprobar sus propios estatutos en detrimento de todos los aspectos legales (Albó, 2008), llevando a cabo una suerte de “golpe cívico” (Gandardillas, 2008) y por consiguiente un recrudecimiento en los  enfrentamientos, que llegaron a su paroxismo en los luctuosos acontecimientos acaecidos en Pando. Estos hechos no fueron esclarecidos del todo y fueron utilizados en ambos frentes para sustentar sus argumentos. El MAS se refugió en la tesis del “complot” cívico-prefectural que pretendía derrocarlo, mientras la “media luna” reiteraba sus críticas al “totalitarismo” vigente y el irrespeto de los derechos humanos y las reglas democráticas. Pero es claro que, ante lo que pareció ser una derrota, la “media luna” consolidó una victoria al adjudicarse un espacio político; si en una primera instancia cuatro fueron los departamentos que respaldaron el proyecto autonómico, a finales de 2007 eran seis, con la incorporación de Chuquisaca y Cochabamba.

El establecimiento de autonomías departamentales fue un momento fundacional en la construcción ciudadana, ya que el pueblo cruceño no solamente expresó su adhesión al proyecto, sino que también forjó un sentimiento de pertenencia a una comunidad política circunscrita al fuero departamental. Santa Cruz, y en menor medida los departamentos de Beni, Pando y Tarija, han establecido un imaginario colectivo con la suficiente carga simbólica como para conformar una unidad política coherente. Lo cuestionable, sin duda, reside en la forma en que se planteó la autonomía, enarbolando un discurso racial y aprobando de facto estatutos autonómicos que confieren enormes competencias ejecutivas a los gobernadores. Por consiguiente, ese esquema institucional reproduce las mismas falencias del sistema político, al solventarse en una un estructura vertical, que si bien refleja demandas ciudadanas, impuso una determinan organización territorial en función a intereses no consensuados.

 

4. La era del cambio: de la ilusión al desencanto

La elección de Evo Morales en 2005 no fue un acontecimiento fortuito, fue la culminación de más de una década de encarnizadas luchas políticas que socavaron los cimientos teóricos sobre los cuales se había fundado la República de Bolivia: la segregación de los pueblos indígenas. El movimiento sindical fue el instrumento político que pudo tutelar su representación ante el aparato estatal (García, 1999), y su desestructuración fue percibida como una derrota, por lo que era necesario construir un nuevo instrumento capaz de encausar las históricas demandas de los pueblos indígenas, la tenencia de la tierra y la autonomía política (Bello, 2004). Fue precisamente en 1992, durante las conmemoraciones del quinto centenario de la Conquista española, que las organizaciones indígenas, incluyendo a las de tierras bajas, se reagruparon en la Asamblea de las Nacionalidades (Albó, 2008) con el fin de diseñar una estrategia política para así superar el fraccionamiento de su propuesta.

A partir de ese momento, la identidad étnica jugará un papel preponderante en la construcción discursiva del movimiento, sustituyendo a la retórica marxista propia del sindicalismo. Ahí se produjo una ruptura con relación a las tácticas empleadas bajo el imaginario de la “revolución india”, para suplirlas por una aproximación legalista: la construcción de un partido político (Zuazo, 2009) que viabilice la conformación de un gobierno indígena. En marzo de 1995 se conformaba la Asamblea para la Soberanía de los Pueblos, el antecesor del MAS, el instrumento político de los pueblos indígenas que recusaron el apelativo de partido, pues su pretensión era superar un esquema deficiente que ha sido contrario a sus intereses; es un deslizamiento semántico que expresa el profundo repudio que han generado los partidos políticos, supeditados a intereses personales.

El proletariado minero fue el principal artífice de las luchas políticas hasta la “relocalización”, lo que irónicamente provocó el surgimiento de un nuevo foco de resistencia con la progresiva politización de la hoja de coca y la emancipación del campesinado (Stefanoni y Do Alto, 2006). El escenario de confrontación entre el Estado y la ciudadanía había dejado atrás a las luchas sindicales para situarse en un terreno más escarpado: la lucha contra el narcotráfico y por ende la erradicación de los cultivos de coca excedentarios, provocando la resistencia de los campesinos, que no estaban dispuestos a renunciar a ese trabajo lucrativo en un país derruido por la pobreza. La violencia ejercida motivó una organización política (González, 2007) y promovió el surgimiento de nuevos líderes, como Evo Morales, la cabeza del movimiento cocalero que retomó los ejes directivos de las luchas indígenas, asumiendo la defensa de las culturas originarias bajo el amparo de la “hoja sagrada”; convirtiéndose en una fuerza política en constante crecimiento.

La “guerra de la coca” (CEDIB, 1993) generó violentos enfrentamientos que fueron percibidos como agresiones a los pueblos indígenas y su derecho a la subsistencia; la vulneración de los derechos individuales se hizo patente con la promulgación de la Ley 1008 (en 1988), al presuponer el delito antes de probarlo, provocando la progresiva criminalización de los movimientos sociales (Dangl, 2010), en particular en la región del Chapare, al equiparar a los campesinos con narcotraficantes, un reduccionismo peligroso que tan solo atizó el descontento social, fomentando la construcción de una identidad vindicativa. La política de la coca es el ejemplo canónico de las deficiencias del Estado, que al promover la imposición en detrimento del diálogo expresa el autoritarismo imperante que pisotea al ideal democrático.

Sin duda, la política antidroga fue un fracaso que consolidó a las seis federaciones del Trópico de Cochabamba como un interlocutor legitimo ampliamente respaldado por las estructuras de base. Desde su seno surgió el MAS-IPSP que salió en defensa de un modo de vida, de una expresión comunitaria y de una articulación social, canalizando de esa manera la indignación generalizada ante la erradicación forzosa de cocales. Desde luego, esa incursión política no hubiera sido posible sin la Ley de Participación Popular (Albó, 2007), que fomentó el surgimiento de agrupaciones partidarias locales como el Movimiento Sin Miedo, en la ciudad de La Paz, y Nueva Fuerza Republicana, en Cochabamba, reconfigurando el panorama político. Esa modalidad estatal le permitió al MAS expandir progresivamente su rango electoral (Rivera, 2007) hasta proyectarse como la principal fuerza a nivel nacional. En cierta medida, el MAS suplía el vacío dejado por UCS y CONDEPA, al retomar a los mismos ejes discursivos, sobre todo en lo que concierne al antiimperialismo, cuya expresión más notable era el modelo económico implantado por medio de la capitalización y la enajenación de los recursos naturales; con ello entraba en concordancia con las reivindicaciones sociales y fue un actor de primer orden en las movilizaciones que sacudieron al país desde abril de 2000. El MAS pudo consolidar una propuesta electoral que reagrupaba a las corrientes indianistas intransigentes, así como a la clase media atemorizada por la agudización de los conflictos y al ímpetu galopante de los movimientos sociales; era un proyecto alternativo viable ante el desmoronamiento del sistema partidario.

En paralelo se desarrollaba la organización de los pueblos indígenas de tierras bajas, comunidades marginadas y sin representación política. En 1982 se fundó la CIDOB, acto equiparable a la creación de la CSUTCB, pues desde ese momento los pueblos del oriente boliviano entraron en el escenario político, adquiriendo representación nacional, lo que les confería autonomía en la canalización de sus demandas. En 1990 protagonizaron la “Marcha por el Territorio y la Dignidad” (Albó, 2007); era el despertar de una consciencia política para pueblos que nunca tuvieron la oportunidad de ejercer una ciudadanía plena; fue un momento de encuentro entre los diferentes estratos de la realidad boliviana, una muestra tangible de la diversidad cultural y la consolidación de un proyecto común: la lucha constante para obtener el reconocimiento de sus expresiones culturales y sus modos de organización política y administrativa.

Por ello, el despertar de las tierras bajas constituye un antecedente primordial en la politización de las identidades étnicas; por primera vez la República debía enfrentar sin remilgos el problema indígena en toda su magnitud. Más allá de las categorías sociales, los pueblos indígenas encontraron una identidad común, una historia compartida, la misma humillación infligida, de la que surgió un proyecto político. A diferencia de las habituales medidas de presión, esta organización optó por la legalidad y presentó varios proyectos de ley para regular la situación indígena en Bolivia; los que fueron relativamente incorporados en las reformas constituciones de 1994, sobre todo en lo que concierne al reconocimiento de las Tierras Comunitarias de Origen (TCO), el primer paso hacia el establecimiento de autonomías indígenas y de una ciudadanía diferenciada sobre la base del reconocimiento jurídico de una entidad territorial.

La elección constitucional de Evo Morales Ayma sentó un precedente histórico, al ser el primer mandatario de origen indígena elegido por mayoría absoluta de votos, sin la necesidad de establecer una coalición de gobierno; marcando, de esa manera, el final de la “democracia pactada” y su esquema multipartidario sustituido por un claro bipartidismo ideológico. Morales asumía la presidencia con un inédito respaldo ciudadano confiriéndole una gran legitimidad en la ejecución de un ambicioso proceso de refundación estatal, la principal demanda de la movilizaciones sociales entre 2002 y 2005. A la vez, el Gobierno impulsó un proyecto de conducción estatista, al promover la nacionalización de los hidrocarburos, en los hechos una renegociación de contratos, inaugurando una etapa de bonanza económica; cumpliendo así con las principales demandas de la “agenda de octubre”. Asimismo se crearon ciertas medidas de protección social, una de las tareas pendientes del Estado, incitando la creación de bonos subsidiarios (Lanza, 2010 ); un placebo incapaz de solucionar los problemas de fondo de la sociedad boliviana: las profundas desigualdades sociales, la distribución inequitativa de las riquezas y el restringido acceso a los servicios de salud y educación, entre tantos otros dilemas que permanecen arraigados a la mesa de debates.

Pero tal vez es el punto más positivo del gobierno de Morales fue la revalorización de los pueblos indígenas, lo que se vio claramente plasmado en el texto constitucional que reconoce identidades y prácticas culturales, así como modos de organización social. En un gesto altamente significativo y simbólico, la incorporación de la wiphala a los símbolos patrios, el Estado propició un cambio sustancial al mostrar la plena integración de las comunidades originarias al proyecto de construcción estatal. El nuevo texto constitucional indudablemente propone redefiniciones conceptuales con relación al modelo estatal, económico y político (Prada, 2008); es el paso de una concepción multicultural, el reconocimiento formal de las culturas aborígenes, hacia una construcción intercultural (Walsh, 2006), que promueve un intercambió activo entre los diferentes componentes del Estado –las 36 nacionalidades reconocidas– bajo un principio de equidad; fomentado el diálogo y la complementariedad, superando así las contradicciones internas, cuando menos desde la construcción discursiva del Estado.

Mas esto no deja de ser una abstracción jurídica cuya viabilidad se encuentra en duda, pues si bien la normativa ha cambiado, las prácticas culturales que promueven la discriminación y el racismo se mantienen inmutables, habiéndose generando un nuevo clivaje entre las nacionalidades étnicas y las identidades regionales. Asimismo, la propuesta  institucional no difiere sustancialmente del esquema republicano (Molina, 2009 ), los cambios implementados son ante todo simbólicos o nominativos, lo que es particularmente evidente en el concepto de ciudadanía. Si comparamos los artículos 40 al 42 de la Constitución Política del Estado, reformada en 2004, con el artículo 144 de la actual Constitución, podemos constatar que el concepto no ha sido reformulado, preservando el principio republicano que cantona a la ciudadanía a una vocación meramente electiva: elegir y ser elegido. No obstante, ese concepto, en principio restringido, en cierta medida es ampliado por los conceptos de participación y control social, contemplados en los artículos 241 y 242, respondiendo una vez más a las demandas de octubre de 2003, pues la sociedad civil tiene la potestad de participar en el diseño de políticas públicas, aunque los mecanismos que sustentan esa participación no están debidamente explicitados.

El texto constitucional esboza una nueva relación entre el Estado y la ciudadanía, pero hasta el momento la sociedad civil ha sido marginada en la proyección de políticas públicas, lo que se vio claramente reflejado en los disturbios que siguieron a la promulgación del “gasolinazo” en diciembre de 2010. Por ende, la acción ciudadana, entendida como un conjunto de recursos legales que propician y fomentan la participación, no ha suplido a la acción colectiva como principal vector de canalización de demandas irresueltas. Ciertamente se han producido cambios formales que atañen a la formulación de los derechos ciudadanos, rebasando la triada clásica al incorporar derechos específicos para los pueblos indígenas, así como para todas las poblaciones en situación de desventaja, y ampliando ampulosamente la enumeración de derechos sociales (Moscoso, 2009). A nivel institucional se ha creado el Viceministerio de Coordinación con Movimientos Sociales y Sociedad Civil, instancia queno ha podido contener el conflicto y la presión social, por ser una modalidad representativa inapta en su vocación de endosar la fuerza creadora de la acción colectiva (Mokrani, 2009).

La dupla Morales Ayma/García Linera –pues el rol del Vicepresidente fue plenamente revalorizado hasta conformar una suerte de copresidencia–, elegida y reelegida con la mayor cantidad de votos emitidos desde la apertura democrática, ha generado una situación completamente inédita: la hipertrofia del oficialismo, la concentración del poder en el partido de gobierno, acrecentando el autoritarismo imperante en el sistema político, pues ya no es necesario buscar alianzas estratégicas ni negociar con la oposición; el MAS tenía carta blanca para implementar su modelo, lo que generó gran resistencia en los departamentos de la llamada “media luna”, que impulsaron medidas de desestabilización llegando a propiciar un enfrentamiento directo con el oficialismo. No obstante, los frentes de oposición no pudieron consolidar un proyecto alterno y el MAS salió victorioso de los enfrentamientos; pudo contener el auge de la “media luna” e incrementar su presencia a nivel nacional, invirtiendo la relación de fuerzas. Las elecciones de diciembre de 2009 le confirieron al MAS una hegemonía sin precedentes, habiendo incrementado su caudal electoral en más de diez puntos.

Por consiguiente, el progresivo distanciamiento entre el MAS y su base electoral no proviene de un mayor protagonismo de la oposición política atrincherada en un discurso conservador, que mantiene indiferente a la opinión pública, más bien es el resultado de sus propios desatinos. Nos referimos a los eternos y tediosos escándalos de corrupción: Santos Ramírez, hombre de confianza de Morales y Presidente de YPFB fue implicado en un sórdido asesinato que “destapó” la firma irregular de un contrato por una suma exorbitante que recaía en manos de unos cuantos beneficiaros; Abel Mamani, Ministro de Aguas fue destituido tras publicarse fotografías poco profesionales en un viaje de trabajo; el General (retirado) René Sanabria ex director de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico entre 2006-2007, fue detenido en Panamá por presuntos vínculos con el narcotráfico; finalmente el caso del operativo militar que terminó desarticulando una supuesta banda terrorista en Santa Cruz, despertó muchas sospechas desde un inicio, hasta hacer dudar de la veracidad de los hechos, lo que hace apuntar hacia un montaje gubernamental, aunque es prematuro sacar conclusiones al respecto.
En suma, no se produjo un cambio cualitativo en la conducción del Estado, que sigue arrastrando el problema endémico de la corrupción, lo que melló considerablemente la credibilidad del cambio. Tras un quinquenio en el poder, el MÁS mostraba claros signos de desgaste; su popularidad cayó estrepitosamente a medida que la acción colectiva resurgía como el principal instrumento de agitación social. En 2010 los enfrentamientos en Caranavi (El Diario, 8fi5fi10) y las protestas por el incremento de salarios por parte de la COB (La Razón, 1/5/10) marcaron un viraje en la conducción estatal; pues si bien los conflictos nunca cesaron, éstos fueron la expresión de las rupturas ideológicas entre el Gobierno y la “media luna”, que buscaba la rearticulación del antiguo sistema político sobre el fuero departamental. Desde el advenimiento del MAS, no se habían producido enfrentamientos directos con la sociedad civil; pero ya al inicio de su segundo mandato las reivindicaciones sociales regresaron con fuerza, generándose un nuevo polo opositor; incluso en el seno del partido de gobierno se manifestaron divisiones, lo que permite avizorar la conformación de un nuevo frente político en miras a futuras elecciones (La Razón, 23fi7fi10). El régimen parecía resquebrajarse presa de sus paradojas: la propugnación de un cambio sustentado en quimeras.

A ello se sumaron los disturbios acaecidos en Potosí (Vaca, 2010), uno de los principales bastiones del MAS; era la primera vez que el Gobierno debía lidiar con un conflicto surgido en su propio frente. Tras su aplastante victoria en las elecciones de diciembre de 2009, el partido de gobierno trató de contener el efecto contra-hegemónico de las elecciones municipales y departamentales de abril de 2010; que en términos absolutos fueron una derrota para el MAS, estableciendo un cierto equilibrio de fuerzas, pues de las nueve capitales departamentales, el MAS sólo obtuvo una alcaldía (la de Cochabamba) y cinco gobernaciones (La Paz, Chuquisaca, Oruro, Cochabamba y Potosí). Eran las primeras elecciones celebradas bajo el marco normativo de la Constitución promulgada en febrero de 2009, dando curso a distintos estratos autonómicos, y en los hechos el partido de gobierno perdió presencia a favor de agrupaciones locales con mayor arraigo político.

Utilizando un recurso que le fue efectivo, el oficialismo inició un juicio por supuesta malversación de fondos contra René Joaquino, alcalde de Potosí electo con más del 50% de los votos, que condujo a la suspensión de funciones y a la condena a tres años de prisión ( Jornada, 18fi11fi10), siendo reemplazado por un oficialista y sin haberse celebrado nuevas elecciones. Esto provocó la indignación de la ciudadanía potosina, pues uno de los principios más significativos de la democracia fue desconocido en un acto arbitrario, una maquinación gubernamental para eliminar a un rival político, cuando menos desde la perspectiva potosina. Fue un error garrafal que le restó apoyo ciudadano al partido de gobierno.

La población manifestaba su impaciencia ante un cambio que nunca se produjo realmente. Más allá de los símbolos y los discursos, la ciudadanía espera resultados tangibles que afecten su diario vivir. El punto de inflexión fue la promulgación del “gasolinazo” el 26 de diciembre de 2010, generando vehementes reacciones de protesta en contra de la medida; la ciudadanía tomó las calles y se registraron escenas de violencia similares a las acontecidas en 2003. Ante la magnitud de las protestas, el Gobierno claudicó, derogando la medida, pero la inestabilidad se mantuvo4. Frente a la creciente presión social, el Gobierno retomó viejas tácticas políticas, que Evo Morales denunció en su momento al ser parte de la oposición: la desestimación de las demandas, la minimización de los conflictos, el desdén hacia la oposición y la arrogancia en las esferas de poder5. Nuevamente eran perceptibles las taras inmanentes del sistema político: el liderazgo personalizado, la patrimonialización de los bienes del Estado, la prebenda y la cooptación de cargos públicos. Esas características son las que inducen a pensar que, hasta el momento, la instauración del Estado plurinacional no cumplió con su cometido, pues no se produjo un cambio sustancial en la cultura política, al mantenerse la relación asimétrica entre el Estado y la ciudadanía, el eslabón más débil del sistema político.

En Bolivia, la fuerza de la acción colectiva ha generado una constante tensión con el sistema político; la democracia y las reformas sucesivas que intentaron paliar algunos de sus defectos más visibles no pudieron resolver los problemas de fondo que producen un desapego con relación a la esfera pública, percibida como un espacio indeterminado, que sólo es copado en el momento del conflicto, ya que el sistema político se encuentra supeditado a intereses personales y no refleja las demandas de la sociedad civil. La democracia no pudo apuntalar mecanismos capaces de endosar esa fuerza motriz, y el Estado plurinacional,  erigido con la finalidad de solucionar ese desfase, que ha provocado el colapso del sistema político, reproduce las mismas deficiencias. No obstante, el modelo todavía no ha llegado a saturación, y es probable que resista al decaimiento del MAS; aunque su auge se encuentra directamente ligado a la consolidación de la ciudadanía como el principal nexo de cohesión social. Para ello es imperioso abrir espacios que puedan facilitar el diálogo y el intercambio de ideas que permite diseñar políticas públicas. Desde luego, es un proceso lento que necesita un verdadero viraje en los hábitos perniciosos del sistema político.

 

5. Conclusiones

La ciudadanía debe ser entendida desde una triple entrada semántica: es un principio jurídico, un principio de legitimidad política y el principal nexo de cohesión social (Shnaper y Bachelier, 2000). Abarca un conjunto de valores sobre los cuales se construye una sociedad, garantizando la convivencia pacífica y fortaleciendo a su vez un sentimiento de pertenencia a una comunidad política construida sobre un ideario común; definición que rebasa la concepción clásica: la adquisición paulatina de derechos civiles, políticos y sociales (Marshall y Bottomore, 1950) y complementa el ideario multicultural (Kymlicka, 1996), que rompe con el mito de la homogeneización, principio rector del Estado-Nación, propugnando el reconocimiento de las diferentes identidades culturales presentes en un ordenamiento estatal. Bajo esa perspectiva, el ciudadano es un sujeto de derecho pero también es un componente esencial para la manutención del sistema político, y es desde ese ángulo que debemos abarcar al sistema boliviano.

El concepto de ciudadanía, implementado en los albores de la República, fue una construcción discursiva decimonónica acuñada en el auge de las revoluciones burguesas (Lettieri, 2004), que circunscribe la participación política al hecho electoral; un ciudadano es ante todo un elector. Por consiguiente, la participación política se expresa mediante el voto, principio rector de la democracia representativa vigente hoy en día, construida sobre una ficción jurídica: la igualdad de todos los individuos ante la ley. Esa concepción liberal republicana encubría las profundas desigualdades que caracterizaban a la sociedad boliviana del siglo XIX (Espósito y Arteaga, 2006), en la que existía una segregación de facto entre indígenas y no indígenas. De esa dicotomía primigenia derivan las tensiones inmanentes del Estado, pues la República no solamente impuso las restricciones habituales para que el individuo pueda llegar a ser un ciudadano, como ser el sufragio censitario y los criterios de género, sino que también establece al español como idioma oficial y estipula un grado mínimo de instrucción, excluyendo de oficio a las comunidades indígenas, que no tienen la posibilidad de acceder a la esfera pública, generando un creciente malestar social.

Por consiguiente, la ciudadanía en Bolivia es una lucha constante por el reconocimiento jurídico y cultural de las comunidades marginadas, aquéllas que fueron excluidas de la construcción nacional, mediada por la acción colectiva y los movimientos sociales. Cabe señalar que la República sustentó un discurso racista, categorizando a los indígenas como culturas bárbaras incapaces de adaptarse al progreso y la civilización (Alama, 2007), percepción profundamente enraizada en la cultura boliviana, propiciando la fragmentación de la comunidad política en proyectos antagónicos. Habrá que esperar más de un siglo para que los pueblos indígenas obtengan un cierto reconocimiento jurídico en la Convención Nacional de 1938 (Klein, 1995). El desastre de la Guerra del Chaco indujo un viraje en la conducción política del país, socavando las bases de un modelo estatal abiertamente racista y dando paso a una reestructuración del poder sobre un imaginario aparentemente democrático e inclusivo. La Revolución Nacional llevo a cabo una serie de reformas, redefiniendo el concepto de ciudadanía al ampliar la base electoral, adjudicándole el derecho al voto al conjunto de la población boliviana.

El proyecto buscaba la asimilación de las comunidades indígenas al Estado Nación bajo el amparo de un rótulo conciliador: el mestizaje. No obstante, tras de sí disimula una realidad incómoda, los pueblos indígenas pueden adherir al proyecto político siempre y cuando renuncien a su legado cultural (Rivera, 1993), por lo que el modelo no pudo generar un adecuado sentimiento de pertenencia, manteniendo prácticamente inmutables las relaciones asimétricas entre el Estado y las culturas originarias. Desde luego, el modelo también introdujo cambios fundamentales en la concepción y percepción del Estado, al implementar reformas de gran trascendencia con relación a la tendencia de la tierra, el acceso a la educación y la propiedad de los recursos naturales (Dunkerley, 1987), concesiones que cimentaron el Pacto Militar-Campesino, posibilitando la manutención del régimen, hasta el paulatino decaimiento del banzerato, pináculo de los regímenes militares en Bolivia. La  violencia ejercida desgastó a la sociedad civil, favoreciendo la conformación un vasto movimiento ciudadano en defensa de los derechos civiles y políticos.

La caída de Banzer abrió una fase de transición particularmente caótica, proyectando a la democracia como el único sistema político capaz de resolver los problemas subyacentes ligados a la exclusión de vastos sectores de la población y a la pobreza endémica diseminada a lo largo del tejido social. Por ello, la democracia se estableció como una promesa que auguraba un futuro mejor, fue una demanda articulada desde la sociedad civil sin la intervención de los partidos políticos (Albó, 2007). Dadas esas características, podemos establecer que la ciudadanía en Bolivia es ante todo una construcción histórica, una búsqueda constante de nuevos espacios de representación y participación. Bolivia no cuenta con una larga trayectoria democrática, por lo que el recurso a la acción directa rebasa habitualmente el marco institucional. Si bien pudo afianzarse un sistema de partidos, garantizando la correcta alternancia en el poder, no se han generado óptimos canales de comunicación entre la ciudadanía y las esferas de poder, provocando un desgaste progresivo en el sistema político, que no pudo cumplir con las expectitivas generadas.

Es innegable que a lo largo de la historia boliviana el concepto de ciudadanía ha atravesado por una serie de transformaciones, aunque se han mantenido vigentes parámetros constantes: la correlación ciudadano/elector y la estigmatización de las diferencias. El primer elemento genera una considerable reducción de la participación política ciudadana, pues la ciudadanía es la capacidad que tiene el individuo de incidir en la esfera pública, conditio sine qua non para la plena realización del ideal democrático (Dahl, 1989). La integración de la ciudadanía a los espacios de deliberación es el sustento del sistema político y la fuente de su legitimidad. Por ende, un distanciamiento progresivo entre la ciudadanía y sus instancias de representación induce apatía y un perdurable desinterés por el quehacer público, que a la larga erosiona al sistema político, provocando su implosión. El segundo elemento genera suspicacia, una desconfianza sostenida frente a la alteridad, pues el otro es percibido como un enemigo al que es necesario eliminar, lo que indudablemente mitiga el sentimiento de pertenencia a una comunidad política, fomentando la intolerancia y la discriminación (Mouffle, 1993), entorpeciendo el diálogo y la resolución pacífica de conflictos.

Si bien la democracia en Bolivia pudo consolidar un andamiaje institucional relativamente sólido y que en algún momento fue laudado por los organismos internacionales, no supo asimilar correctamente las especificidades locales; la tensión permanente entre lo individual y lo colectivo. No tuvo la capacidad de integrar la fuerza motriz de la acción colectiva, preservando casi intactas las intrincables redes de discriminación y exclusión. Por tanto, los espacios de representación adjudicados fueron insuficientes para encauzar el flujo constante de demandas ciudadanas.

Debemos tomar en cuenta que en Bolivia la política trasciende el ámbito tecnocrático, para difuminarse en toda la sociedad; sustentado por un modo de organización que propugna mayor participación y pretende ejercer un rol de fiscalización. Estos aspectos fueron obviados por el sistema político, atizando el malestar social. Es necesario tomar en cuenta que la sociedad boliviana está compuesta por una infinidad de grupúsculos que buscan protagonismo, la resolución de problemas puntuales o la rectificación de una situación adversa. El problema reside en la poca interacción de estas organizaciones, que ensimismadas en sus objetivos no están dispuestas a ceder ante la negociación, pues impera la desconfianza; lo que muestra la ineficiencia del sistema político, que debió haber resuelto esa falencia. El diálogo y la concertación no forman parte de la cultura política, y por consiguiente la democracia se parece más a una ficción consensuada que a un sistema político operante.

El balance no es alentador, pues se requiere de un cambio profundo en la cultura política para asegurar la superación del conflicto y la eterna confrontación de intereses divergentes; para ello es imprescindible hacer concesiones, el individuo tiene que estar dispuesto a renunciar a su beneficio personal, a sus requerimientos mezquinos, para así llegar un acuerdo en provecho de la comunidad. La ciudadanía, más que una categoría eminentemente jurídica, es un aprendizaje (Cortina, 1997), es un conjunto de valores éticos y morales que viabilizan el entendimiento, la tolerancia y el respeto a posturas adversas; existe ahí donde impera la igualdad (rebasando la concepción meramente formal del simple y llano reconocimiento jurídico, la igualdad ante la ley; pues la misma se encuentra condicionada por ciertas garantías materiales), el reconocimiento a las identidades culturales (la tolerancia a las diferencias) y una alta vocación cívica (el conjunto de valores que rigen el comportamiento de los individuos y le otorgan conciencia de su pertenencia a un grupo). La ciudadanía es el fundamento que permite cohesionar a la sociedad sobre un imaginario político, una causa común que incentiva la participación y el intercambio de ideas.

 

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