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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.24 La Paz jun. 2010

 

Artículos Originales

 

Reencuentros y pequeñas reflexiones

 

 

Alejandro Franz Mercado Salazar

 

 


Resumen:

En la búsqueda de una ética para los tiempos actuales, el autor sostiene que es posible postular el cristianismo y el liberalismo como dos formas de actuar libres y correctas, pero en distintas esferas. La moral cristiana proporciona una comprensión del principio y el fin del hombre y el universo con base en la realidad de Jesús. El liberalismo provee de una certidumbre científica acerca de la mejor manera de organizar la sociedad y la economía, frente a las tentaciones totalitarias y socialistas, que a la larga llevan a mayor servidumbre a la humanidad.

Palabras clave: Ética social, ética personal, liberalismo, cristianismo, doctrina social de la Iglesia, neoclasicismo económico.


Abstract:

In search of an ethic for modern times, the author argues that it is possible to postulate Christianity and liberalism are two ways to act as free and fair, but in different areas. Christian morality provides an understanding of the beginning and the end of man and the universe based on the reality of Jesus. Liberalism provides a scientific certainty about the best way of organizing society and the economy, against the totalitarian temptations and socialists, which ultimately lead to greater servitude to mankind.

Key words: Social Ethics, Personal Ethics, liberalism, christianity, social doctrine of the Church, economic Neoclassicism.


 

 

Advertencia previa

Cuando nuestro Vicerrector, Dr. Edwin Claros, me invitó a escribir un breve artículo que sería parte de una revista en homenaje a nuestro Rector, Padre Hans, me pareció una iniciativa muy interesante. Estoy seguro que Padre Hans habrá de recibir con mucho agrado que sus amigos hayamos dedicado parte de nuestro tiempo para expresarle, de esta singular manera, el aprecio que sentimos por él.

Seguramente que me habría sido muy cómodo enviar alguno de mis artículos anteriormente escritos y no publicados, salvándolos así de la crítica roedora de los ratones a la que hoy están expuestos, sin embargo, creo que ello habría sido como hacer trampa, y aunque estamos en un mundo donde hacer trampa se ha convertido en la norma, todavía me niego a intervenir en ese juego.

Pero más allá de hacer trampa, habría significado una apostasía a los sentimientos que me unen a Padre Hans. ¿Qué escribir entonces? Lo más fácil seguramente me hubiese sido escribir un artículo sobre economía, en realidad escribir artículos de este tipo ha sido mi oficio, y con ellos que me he ganado la vida durante varios años, creo que honradamente, ¿pero tendría el valor que me gustaría que tenga? Seguramente si mi artículo presentaba un modelo con cierta sofisticación matemática, habría quedado muy bien, dando cuenta de algo que tanto nos gusta a los economistas, dicen que para diferenciarnos de los charlatanes. Probablemente debía escribir sobre el cambio climático, ya que actualmente cualquier académico que se precié de serlo debe hablar y alarmarse sobre el cambio climático. Lo cierto es que todos estos temas podrían haber sido, con suerte, de utilidad para dar algo de lustre a mi currículum, pero de lo que se trata, creo yo, es de escribir algo que no debe ser para uno, sino para darlo en obsequio a quien se desea homenajear.

Lo anteriormente anotado hace que las siguientes líneas no sean una investigación académica o un artículo de debate sobre un tema de rabiosa actualidad, sino simplemente un conjunto de reflexiones o, quizá, una plegaria de alguien que en la medida del tiempo, del tiempo proustiano que, no se si para bien o para mal, ha dejado su huella en las últimas generaciones, no se considera un hombre que sabe pero sí un hombre que busca.

Habrán notado (y, como es costumbre en nuestra cultura, posiblemente seré duramente criticado por ello) que no antepuse al nombre de Padre Hans todos los títulos académicos que bien merecidos los tiene, ni tampoco me refiero a él como nuestro Magnífico Rector, sino simplemente como “Padre Hans”, utilizando un derivativo de la palabra simple no en el sentido que lo hiciera Poncio Pilatos frente a Jesús en la mañana de la crucifixión, “Chrestos ei” (¡Qué hombre tan simple eres!) (Graves, 1998) sino Chrestos en el sentido de bueno, íntegro, auspicioso. Espero que esto (aunque pueda peligrosamente parecerse a un acto de falta de respeto, pero que es para mí la única manera de acercarme a alguien que siempre tiene la mano abierta para quienes la necesitamos, como alimento insustituible y equilibrado para andar por la vida) sea entendido como un acto de homenaje
para un hombre que más allá de su actual posición será siempre, para quienes lo apreciamos, “Padre Hans”.

 

1. Re-encuentros

Primer re-encuentro

La portentosa expresión de Martin Heidegger: “El olvido del ser” (Heidegger, 1997), que nos conduciría a lo que el fundador de la fenomenología existencial denominó como una “existencia inauténtica”, donde el individuo se pierde en un mundo de objetos, en una rutina diaria, en una velocidad de cambios que no entiende, donde la aceleración transforma el panorama antes de que tengamos la posibilidad de entenderlo, o se sumerge en el comportamiento de las masas, tratando de ocultarse de sí mismo, sin tener conciencia del sentido de la vida, habría conducido a quienes temen a la libertad a experimentar un sentimiento de temor para confrontar la vida con la muerte, a evitar la dolorosa sensación de que hoy somos y mañana no y, por ende, ser incapaces de alcanzar el auténtico sentido del ser y de la libertad.

Aunque el filósofo alemán habría de iniciar un camino hacia un primer re-encuentro, la realidad, digamos la vida, como queriendo hacer una ironía con base en falsas interdicciones o, tal vez, con mayor precisión, esquematizar el pensamiento de Heidegger bajo normas dogmáticas o ineludibles por lúdica voluntad, derivó en un ataque a la modernidad (Arendt, 1998). Charlie Chaplin, con ingenio pero no con ingenuidad, en su clásica película “Tiempos modernos”, haría una parodia de la ironía que hoy recién empezamos a comprender.

Evidentemente que debe ser doloroso experimentar una sensación de frustración cuando se constata que la estrella buscada era un candil o, peor aun, que no era otra cosa que un sueño de un estado febril; debe ser poco agradable, por decir lo menos, sentirse amarrado a un mástil y darse cuenta que dicha tarea ha sido inútil ya que hasta las sirenas dejaron

Frente al derrumbe de uno de los paradigmas que más daño habría de infligir a la humanidad, el “olvido del ser” sería utilizado, como oxidada arma de ataque, en contra de los valores de la libertad individual. El ataque o, mejor, el disgusto o la repugnancia que sienten los espíritus que no pudieron aceptar e internalizar sus frustraciones, buscando, por ello, encontrar a los culpables fuera de sí mismos, transformaron de manera astuta las críticas a la modernidad en críticas contra las libertades individuales. Ejemplo de esta impostura puede ser vista en el texto que sigue: “En el desconcierto absoluto o malestar cósmico que produce la multiplicación de los objetos del mundo, los hombres están solos en medio de las cosas que se amplían sin cesar. ¿No es verdad acaso que esto es ya la soledad de la época, la falacia general de su identidad y, en fin, de lo que podríamos llamar la segunda pérdida del yo?... En consecuencia, no se es libre entre hombres libres. En último término, uno sólo es relativamente libre si la valeta, 1983: 93-94).

Evidentemente que debe ser doloroso experimentar una sensación de frustración cuando se constata que la estrella buscada era un candil o, peor aun, que no era otra cosa que un sueño de un estado febril; debe ser poco agradable, por decir lo menos, sentirse amarrado a un mástil y darse cuenta que dicha tarea ha sido inútil ya que hasta las sirenas dejaron de cantar para uno y ver, con estupor, que todas sus acciones han estado caracterizadas por una notable falta de éxito; sin embargo, seguir de allí que hay que “pegarle a la madre mientras se es joven” no sería otra cosa que la demostración, casi palpable, de que las frustraciones no asumidas pueden generar trastornos del tipo “síndrome de Fourier”.

La falta del sentido de la vida, la “existencia inauténtica”, para volver a utilizar la expresión hideggeriana, nos estaría conduciendo a pensar que estamos “poseídos” por las cosas materiales, que nos hacen perder la dimensión de los valores comunitarios o que estamos conducidos, como ciegos en un mundo iluminado, hacia una actitud básicamente instrumental que ha perdido su primitiva veneración por la naturaleza. Esta visión, cuyo aire exhala el aroma de pátina de hongos de inicios del pasado siglo, ha sido, y todavía es, la herencia negativa que debemos cargar, como filósofos convertidos en cobradores de impuestos; por el contrario, mi lectura, y digo mi lectura en tanto me identifico con la concepción de Zanotti (2009), diría:

El riesgo es no ver el centro; el riesgo quedarse en la superficie del yo, y no ver el centro, esto es, el yo, lo que primariamente no actúa, sino que radicalmente es. El riesgo es caminar sin ver quien camina; el riesgo es conocer nuestro hacer pero ignorar nuestro ser; el riesgo es vivir olvidados de nuestro ser, El primer olvido del ser comienza por el olvido de nuestro ser.

La soledad, como leitmovit de quienes consideran que la única escala de valores viene determinada por el beneficiario de nuestras acciones y esquiva, de manera viscómica, muy a lo Chaplin, la primacía de los valores que nos hacen seres humanos, choca con la razón contemplativa, una razón que nos permite acercarnos al sentido de nuestra existencia. Nos hemos acostumbrado a ser lo que no somos, nos dice Zanotti siguiendo las reflexiones de Santo Tomás, nos hemos acostumbrado a un hacer que peca de infidelidad respecto a nuestra esencia individual. ¿Puede haber acto de mayor infidelidad que la infidelidad frente a nosotros mismos?

No se trata de refugiarnos en una especie de nube procedente del hinduismo, convertirnos en un verdadero maquis de la introspección, mediante la repetición del OM, para encontrar el Atman al interior de nosotros mismos, estableciendo una resistencia absoluta frente a un mundo que no nos gusta; se trata, intentando interpretar a Zanotti, de reflejarnos en el ser amado, se trata de re-conocernos, re-encontrarnos a nosotros mismos, a nuestro yo olvidado, en los ojos de quienes nos aman.

Seguramente se podrá decir que el remate de mi análisis, que no es otra cosa que la aceptación del ser, me hace confesar más cartesiano de lo que me gustaría aceptarlo, pero, ¿acaso no me ampara el derecho a ver el mundo como lo veo? Probablemente se diga que mi visión está nublada y que, a pesar de mi larga caminata, no me he encontrado a mí mismo, lo acepto, pero me queda la alegría y la esperanza de que todavía estoy en camino. Para los peregrinos importa más el camino que la llegada, pues es en este caminar que nos confrontamos con nosotros mismos, es un caminar hacia la toma de conciencia de nosotros mismos como un ensayo único en la inmensidad del espacio y la no finitud del tiempo. Somos débiles, es cierto, pero ello no nos condiciona a que cual ostra debamos esperar estoicamente lo que naturaleza nos depara; por el contrario, tenemos conciencia de nuestra existencia, lo que nos hace más fuertes que toda la naturaleza en su conjunto y nos proporciona la capacidad de experimentar el efecto casi audible del movimiento de los espíritus que amamos.

Ciertamente que se hace difícil, casi imposible, parafrasear o resumir a nuestro filósofo amigo sobre un tema que va más allá de mi restringida capacidad, por lo que cerraré este primer re-encuentro transcribiendo textualmente sus palabras:

Quién eres, por lo tanto: eres aquel cuyos ojos son mirados por quien verdaderamente te ama. No trates de pasar esta respuesta por la razón que calcula, mide, planifica. Tu inteligencia, como nos hemos dado cuenta, es esencialmente contemplativa. Con esa contemplación, reflexión, introspección sobre ti mismo, descubres: a) que eres; b) que eres y puedes no ser; c) que eres un yo, corpóreo, con inteligencia y voluntad libre; d) orientado esencialmente a la capacidad de amar al otro en tanto otro; e) y que ese amor genuino te devuelve a la esencia de tu yo, perdido en la existencia inauténtica del correr y del hacer (Zanotti, 2009:34).

 

2. Segundo re-encuentro

¿Dónde buscar el segundo re-encuentro? ¿Será que una vez que nos encontramos a nosotros mismos todavía queda algo más allá? Lo cierto es que este segundo re-encuentro requiere un credo y una fe. Un credo basado en la libertad y una fe en Dios.

El credo al que me refiero no es fácil expresarlo con palabras. Podría explicarse así: creo que, a pesar de su aparente absurdo, la vida tiene sentido; y aunque reconozco que este sentido último de la vida no lo puedo captar con la razón, estoy dispuesto a seguirlo aún cuando signifique sacrificarme a mí mismo. Su voz la oigo en mi interior siempre que estoy realmente vivo y despierto. En tales momentos, intentaré realizar todo cuanto la vida exija de mí, incluso cuando vaya contra las costumbres y las leyes establecidas. Este credo no obedece a órdenes ni se puede llegar a él por la fuerza. Sólo es posible sentirlo (Hesse, 1983).

Quienes no creen en Dios, o piensan que no creen, podrían, sin mayores reticencias, aceptar este credo, en tanto y en cuanto no hace referencia a una doctrina determinada; y aunque pueda parecer no racional, ciertamente que es razonable. Simboliza, más allá de cualquier duda razonable, al hombre como un ser imperfecto y contingente, frente a un mundo absoluto e inconmensurable. Respecto a la fe debo confesar que este artículo está escrito por un creyente, aunque puede ser aceptado, eso creo, por quienes no han tenido todavía la dicha de experimentar lo trascendente. Digo todavía en el sentido de esperanza futura, porque me parece poco coherente que no se pueda creer en Dios, bajo la hipótesis de que no se puede probar su existencia, y creer, después, con toda firmeza, que Dios no existe y sentirse capaz de poder probarlo.

Dicho ello, nuestra búsqueda de este segundo re-encuentro la haremos transitando por los caminos de la Biblia. La Biblia de los Crestianos, de los seguidores del Chrestos, o del buen hombre. En lo que toca a los Evangelios, no es un conjunto de leyes, normas o recomendaciones para alcanzar el anhelado cielo. No es, en este sentido, la Torá o el Corán; es, nada más y nada menos, que una invitación para re-encontranos con nuestro Creador.

Nuestra Biblia, como bien sabemos, está dividida en el Antiguo y el Nuevo Testamento. No se trata de una división simplemente histórica, ni siquiera basa su división en el nacimiento de Dios hecho hombre, sino, fundamentalmente, en tres hechos que cambiarían la percepción de nuestra relación con Dios. La primera es que Jesús viene al mundo para abrir las puertas del cielo, la segunda es que el mensaje de Jesús trae la esperanza de una segunda oportunidad, y la tercera es que el pacto que Jesús nos propone deja de ser un pacto con su pueblo para ser un pacto individual.

Las puertas del cielo estaban cerradas para los hombres hasta el momento del juicio. “Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para la vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua” (Daniel, 12.2), Los Evangelios, las “buenas noticias” (God spell), son la llegada de la salvación; es con Jesús que se nos abren las puertas del cielo.

Y Yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán sobre ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos (S. Mateo 16. 18-19)

Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta le dijo: Yo sé que resucitará en el día postrero. Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? (S. Juan 11. 23-26).

La buena noticia es que Jesús nos trae un mensaje de esperanza, de esperanza en su misericordia, es un Dios que nos anuncia el perdón, una segunda oportunidad.

La palabra per-dón es muy interesante, porque es como una nueva creación. En la creación hay un primer don, que es el don de la existencia. Ese don no puede ser demandado por justicia y responde a un regalo gratuito del donante, el creador. Ahora esa existencia es afectada por la sombra del pecado y recibe un segundo don: un segundo don, un per-don, el don de recrear la existencia afectada por el mal, restaurando la relación de amistad entre Dios y el hombre. Ello es toda la historia de la salvación del Dios de Israel, de la antigua y nueva alianza. En ello radica la esperanza. No podía radicar en otra y otros para vergüenza y con-cosa (Zanotti, 2009).

La alianza nueva y eterna que Jesús nos trae difiere de las antiguas alianzas o pactos. Para el pueblo hebreo, la Biblia, o, para ser más específicos, los libros considerados como parte del canon bíblico, tienen como tema central el pacto establecido entre Dios y el pueblo hebreo (Asimov, 1995).

En aquel día hizo Jehová un pacto con Abraham diciendo: A tu descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Eufrates, la tierra de los ceneos, los cenezeos, los cadmoneos, los heteos, los ferezeos, los refaítas, los amorreos, los cananeos, los gergeseos y los jebuseos (Génesis 15. 18-21).

Este pacto se repite varias veces en el Génesis, reiterando el compromiso establecido por Abraham a nombre del pueblo hebreo. “Dijo Dios de nuevo a Abraham: En cuanto a ti, guardarás mi pacto, tú y tu descendencia después de ti por sus generaciones” (Génesis 17. 9). La renovación del pacto se la establece con Moisés: “Y dio a Moisés, cuando acabó de hablar con él en el monte Sinaí, dos tablas de testimonio, tablas de piedra escritas con el dedo de Dios” (Éxodo31. 18) “Y aconteció que cuando él llego al campamento, y vio el becerro y las danzas, ardió la ira de Moisés y arrojó las tablas de sus manos, y las quebró al pie del monte” (Éxodo 32. 19)

Y Jehová dijo a Moisés: Alísate dos tablas de piedra como las primeras, y escribiré sobre esas tablas las palabras que estaban en la tablas primeras que quebraste… Y Jehová dijo a Moisés: escribe tú estas palabras; porque conforme a estas palabras he hecho pacto contigo y con Israel” (Éxodo 34. 1, 27).

El libro de Los Jueces trata del cumplimiento de los términos de la alianza, es un ciclo de apostasía y castigo, arrepentimiento y perdón. (Asimov, 1995).

Jesús cambia y renueva la alianza. “Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (S. Mateo 26. 27-28). El nuevo pacto ya no es para con un pueblo, ni es un pacto colectivo, se trata, claramente, de un pacto que está abierto a toda la humanidad pero cuya adscripción es de carácter individual. Es el compromiso de cada uno de nosotros para con Dios.

Como corolario de esta reflexión destaquemos que Jesús vino a proponernos un pacto que no se traduce en normas impuestas, sino en la libertad individual que tenemos para re-encontranos con Dios, en la libertad que tenemos para escuchar, si tenemos oídos, cuando Jesús nos dice: “Ven y sígueme”.

 

3. Pequeñas reflexiones

Principio y fin

En mis primeros años de juventud, cuando todavía se confunden con los difíciles años de la adolescencia, pasando el río, muy cerca de mi casa, había cavernas y cráteres que se constituirían en refugio para mis meditaciones. Hoy allí hay lujosas casas. En las noches, cuando el manto de la oscuridad cubría el cielo, me dirigía a uno de esos pequeños cráteres naturales para contemplar el cielo cual si estuviese en un planetario. El centro iluminado de la ciudad estaba lejos, así que me permitía tener una visión hipnótica del universo. No alcanzo a recordar con precisión cuánto tiempo pasaba allí, en realidad el tiempo poco importaba, por lo menos en esa época no teníamos que preocuparnos de la seguridad pública, digo seguridad pública y no seguridad ciudadana porque eran tiempos de dictadura y, obviamente, no había ningún tipo de seguridad ciudadana. Hoy mis amigos comunicadores confunden la seguridad pública con la seguridad ciudadana, pero no dejemos que ello nos aleje de nuestra reflexión.

Sentado en el centro del cráter me maravillaba con las estrellas, la Vía Láctea, y a veces, por suerte, con el paso de lo que se conocía como estrellas fugaces. Mi padre me regaló un pequeño telescopio, que hoy no sería otra cosa que un juguete, pero que en su momento me permitió extasiarme al observar, por primera vez, los anillos de Saturno. Era maravilloso experimentar cómo, mirando el firmamento, podía uno recordar las diversas divinidades del panteón grecorromano o los signos del zodiaco. Durante ese tiempo, sin preparación suficiente, me puse a leer la Teoría de la Relatividad, de Einstein, y otros libros sobre física y cosmología; aún sin comprender en su verdadera dimensión a los quásares, los pulsares o los agujeros negros, logré comprender la infinitud del universo y, lo más importante, sentir a Dios en su no finitud.

El avance de la ciencia, los descubrimientos sobre el origen de la vida, el origen del hombre y las teorías sobre el origen del universo, parecían alejarnos de Dios o, al menos, plantearnos la duda al respecto. Tuvieron que pasar muchos años antes de que las teorías de Newton y de Einstein nos condujeran a la hipótesis de que debió haber algún momento, entre 10.000 y 20.000 millones de años atrás, en que la densidad del universo era infinita, y que allí, en el denominado big bang, se habría originado el universo. ¿Esta hipótesis nos alejaba más aun de nuestra creencia religiosa? Al parecer sí, porque nos dejaba con la pregunta de ¿qué es lo que hacía Dios antes de la creación del universo?

Lo cierto es que la ciencia nos acercó más a Dios, porque el big bang no solamente fue el comienzo del universo sino también el comienzo del tiempo.

A muchas personas no les gusta que el tiempo tenga un comienzo, probablemente porque suena a intervención divina. (La Iglesia Católica, por el contrario, ha aceptado el modelo del big bang, y en 1951 proclamó oficialmente que está de acuerdo con la Biblia) (Hawking, 2007).

Este acercamiento entre la ciencia y la fe trasciende al ámbito de lo cotidiano, dándonos mayor fuerza a quienes investigamos el universo, en cualquiera de sus manifestaciones, desde una posición de fe.

Hemos hablado del comienzo y nuestra reflexión quedaría inconclusa si no hablamos del fin. Las profecías que predicen el fin del mundo han cautivado a muchas generaciones y han generado centenares de libros para divertimento de quienes no tienen en que pasar su tiempo. Entre las más difundidas está, sin duda, la contenida en las cuartetas de Nostradamus, donde se nos señala que el inicio del fin será el año 1999. Creo que a la fecha su profecía no amerita mayores comentarios. También están las profecías derivadas de la pirámide de Keops, que predice el fin del mundo para el siglo XXI; en este caso todavía nos resta tiempo para ocuparnos de ella. Las profecía de los Papas, atribuidas a San Malaquías, dan cuenta que el hombre sólo verá los albores del segundo milenio. Aquí parece que la cosa se pone más preocupante, pues tiene que ver con las predicciones astrológicas que predicen que el mundo terminará coincidiendo con el paso de la era de Piscis a la de Acuario.

Los profetas del fin del mundo son legión y con sus profecías podemos llenar varios anaqueles de textos, mejor dicho, de acumuladores de polvo. Junto a ellos están las profecías, cubiertas por un velo científico, que dan cuenta que el fin de la humanidad será responsabilidad de la especie humana. Durante el periodo de la guerra fría el holocausto nuclear era la más atractiva para las mentes sublunares; el descubrimiento de la energía atómica nos depararía un castigo igual al que sufrió Prometeo por haberle robado el fuego a Zeus. De manera magistral, Stanley Kubrik, en su “Dr. Strangelove”, nos relata una historia en la que el fanatismo militar nos conduciría a nuestro fin. Acabada la guerra fría, el interés por el fin del mundo recayó en el agotamiento de los recursos energéticos, la contaminación del aire y de las aguas, el tristemente famoso agujero en la capa de ozono, y hoy, como señalé al comenzar este artículo, parece que es obligación para los académicos referirse de manera alarmante al cambio climático.

¿Qué dice la Biblia? El último libro de la Biblia, el Apocalipsis, escrito por San Juan, ha sido interpretado como un mensaje de terror, como sinónimo de algo terrible que le sucederá a la humanidad. El flamígero holocausto vendrá de la mano del mal.

Cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de reunirnos para la batalla; el número de los cuales es como la arena del mar (Apocalipsis 20. 7-8).

Lo cierto es que el Apocalipsis de San Juan es un texto deliberadamente simbólico, cuya finalidad es enviar un mensaje de esperanza sobre el triunfo de Dios, es una revelación de un futuro en el Reino de Dios. Leamos lo que nos dice el Padre Martini:

Y qué es lo que el Apocalipsis, el último de los libros que compone el Nuevo Testamento, tiene que ver con todo ello? ¿Se puede realmente definir este libro como un depósito de imágenes de terror que evocan un fin trágico e irremisible? Pese a las semejanzas de tantas páginas del llamado Apocalipsis de San Juan con otros numerosos textos apocalípticos de aquellos siglos, su clave lectura es distinta… una vez que se lee el libro [El Apocalipsis] desde la perspectiva cristiana, a la luz de los Evangelios, cambia de acento y de sentido. Se convierte, no en proyección de las frustraciones del presente, sino en la prolongación de la experiencia de la plenitud, en otras palabras, de la salvación… Este sentido no es puramente inmanente sino que se proyecta más allá y, por lo tanto, no debe ser objeto de cálculo, sino de esperanza. (Eco y Martini, 1997).

 

4. La civilización occidental

Sin desmerecer los aportes de las civilizaciones nacidas en China, India, Egipto, la azteca o la incaica, lo que conocemos como la civilización occidental, nacida en Europa occidental en plena Edad Media, no solamente que ha aportado los más importantes avances en el campo del conocimiento científico, sino que, a partir de esta supremacía tecnológica y cultural, ha proyectado un modelo, un paradigma de sociedad basado en el desarrollo, que ha permeado, si vale el término, la cosmovisión del mundo contemporáneo.

Una civilización no es otra cosa que el estado de desarrollo de una sociedad, que posee una unidad histórica y cultural y que se identifica con ciertos patrones de conducta que la caracterizan. Así, la civilización occidental descansa en tres pilares fundamentales: la lógica griega como método para alcanzar el conocimiento, la moral cristiana como ética y la libertad individual como modelo de desarrollo.

La moral cristiana, los valores éticos que de ella se derivan, no están a la vista en un escaparate, son el sustrato del comportamiento social que respeta al otro en la misma medida que nos valoramos a nosotros mismos. No se trata de negar u ocultar, bajo un manto de lo abstruso o de un altruismo mal entendido, que el hombre libre tiene el derecho y la obligación de considerarse a sí mismo como el valor máximo, como un fin en sí mismo, cuyo propósito moral más elevado es su perfeccionamiento. De allí no se deriva, en modo alguno, la monserga de que ello signifique el sacrificio de los demás para beneficio propio. No hay espacio para un canibalismo social, donde la búsqueda de la felicidad de un hombre requiera necesariamente el perjuicio de los otros; por el contrario, como destacamos en el segundo re-encuentro, se trata de reconocernos a nosotros mismos en los demás.

Jesús fue muy claro en esto:

Entonces los fariseos, oyendo que había hecho callar a los saduceos, se juntaron a una. Y uno de ellos, intérprete de la ley, preguntó por tentarle, diciendo: Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la ley? Jesús dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Éste es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas (S. Mateo 22. 34-40).

Jesús no nos pide que amemos a nuestro prójimo como amamos al Estado, a la patria, a la sociedad o a cualquier otro valor, por más alto que sea; nos pide que demos a nuestro prójimo el mismo amor que sentimos por nosotros.

Este sencillo código de la moral cristiana, que no cuestiona el hecho de que cada uno de nosotros deba estar obligado para con nosotros mismos, sino que amplia tales obligaciones a los otros en quienes nos reconocemos, no se contradice, sino que se fortalece en conjunción a los otros dos pilares de la civilización occidental.

Lo que caracteriza a las sociedades desarrolladas, desde el punto de vista moral, es que en ellas existe un consenso mínimo acerca de un puñado de comportamientos morales que a su vez implican un mínimo de moral: la necesaria para la confianza recíproca y la convivencia. Una sociedad puede ser imaginada, desde tal perspectiva, como un pacto moral entre sus miembros, cuya promesa es que habrán de respetarse, sin necesidad de vigilancia (Grondona, 1987).

Huntington (1997) anotaba que la civilización judeocristiana, sobre cuyas bases morales se erigiría la civilización occidental, de acuerdo con las encuestas de opinión llevadas a cabo a personas de las principales civilizaciones que coexisten en el mundo, era la que más se acercaba al individualismo.

Buscar justificar las críticas a la libertad con base en la cuestión del libre albedrío es, ciertamente, moverse en el mundo de las nociones o, con mayor precisión, moverse bajo la óptica de un rígido empirismo que no encontrará nada, como realmente ocurre, cuando no hay nada que buscar. Asimismo, intentar encontrar un sentido utilitarista a la libertad, de manera que nos permita justificar la idea del bien común, es una mentira piadosa, que solamente nos consuela ante nuestros reiterados fracasos por querer cambiar a nuestro gusto el orden social existente. Subrayo la palabra orden, en contraposición al caos que algunos ven cuando se defiende la libertad individual. La idea del bien común, de una sociedad maravillosa, de una sociedad completamente nueva, en la cual toda la gente se amaría y la paz reinaría sobre la tierra, aunque es muy romántica, en palabras de Popper (1991), es una especie de trampa de ratones, en la cual muchos de nosotros caemos, sin darnos cuenta que detrás del queso puede estar la pérdida de nuestras libertades y el avance del totalitarismo (Mercado, 2005).

 

5. Fe cristiana y liberalismo

En muchas ocasiones varios de mis amigos y colegas me han cuestionado sobre cómo podía declararme católico y, al mismo tiempo, adscribir mi concepción filosófica y económica al liberalismo clásico. Mi respuesta a estos cuestionamientos era que se trataba de dos estadios analíticos distintos, uno correspondiente a la vid a mundana y otro a la vida espiritual, y que nada tenían que ver el uno con el otro. Aunque estaba convencido, y todavía lo estoy, de que esto es así, y a pesar de que dichos cuestionamientos provenían de amigos que poco sa

gesis, a veces malintencionada y a veces no, de la Teología de la Liberación, convirtieron el callejón sin salida en una suerte de galera que no me permitía seguir avanzando. Pero el mundo no es un sinsentido, y la Divina Providencia me otorgó la oportunidad de conocer a un amigo filósofo de una sólida fe católica y, al mismo tiempo, tributario de las ideas liberales, que había trabajado en la búsqueda de la necesaria coherencia ética, que yo había buscado sin encontrar salida.

Las conversaciones con Gabriel Zanotti en torno a una mesa de café, el intercambio de correspondencia y la lectura de sus libros fueron para mí la llave para salir de la galera en que había caído. Gabriel explica que sus investigaciones y reflexiones no tienen como objetivo construir una teología de la liberación “del otro lado”, ya que ello significaría que la economía de mercado es salvífica, y que intentar derivar de la doctrina social de la Iglesia sistemas políticos y económicos concretos sería otra forma de clericalismo, esto es, pretender deducir un único sistema social posible a partir del depósito de la fe católica. Se trata, explica Gabriel, simplemente de encontrar que la doctrina social de la Iglesia no se contradice con la economía de mercado ¡Eureka! Allí estaba la solución al problema.

A modo de introducirnos a sus reflexiones, Gabriel destaca:

Lo que hacemos es: a) depurar los elementos filosóficos y epistemológicos de Mises y Hayek de elementos contradictorios con la filosofía de Santo Tomás de Aquino b) explicar, desde allí, la teoría del proceso de mercado en una visión de la acción humana intencional sin contradicción con la antropología y metafísica de Santo Tomás de Aquino, c) afirmar, consecuentemente, que si la teoría del market process es correcta, entonces se presenta como uno de los elementos del bien común temporal, bien común que facilita el desarrollo y perfeccionamiento de la persona pero que no se confunde con el Reino de Dios” (Zanotti, 2005:3).

Lo que hoy conocemos como modelo neoclásico, el único modelo que conozco, para explicar el comportamiento de la economía, si bien está constituido por una compleja urdimbre de relaciones causales, todo su andamiaje teórico y su arsenal matemático, que generalmente produce grima a los no iniciados, descansa en una sola hipótesis: la capacidad de los individuos de elegir entre alternativas posibles, es decir, la simple constatación de que un niño es capaz de elegir entre un caramelo y un chocolate. Todo lo demás es simple deducción lógica. De allí se sigue que el modelo neoclásico, cuya base está en la libertad de los individuos, no se contradice, de ninguna manera, con las leyes naturales sobre la que descansa la doctrina social de la Iglesia.

A riesgo de pecar de reiterativo, conviene volver a citar a Gabriel:

Éste es el motivo por el cual de ningún modo afirmamos que la economía de mercado “se desprende de” la doctrina social de la Iglesia, sino que el mercado libre, entendido como teoría del market process (Mises, Hayek, Kirzner) no se contradice con los preceptos de derecho natural primarios y secundarios de la doctrina social de la Iglesia, lo cual obviamente no es lo mismo (Zanotti, 2005:4).

El hombre se define o, con mayor precisión, se distingue de los otros seres vivos, porque tiene tres necesidades axiomáticas básicas: “Ser”, “Tener y “Hacer”. Siguiendo a Hegel, la primera categoría de su sistema dialéctico es la categoría del “Ser”, es decir, la existencia. Solamente si partimos de un “Ser” podemos definir, en el sistema dialéctico, un “No Ser” (Findlay, 1969). En términos humanos, el Ser o la existencia significa identidad y reconocimiento, es decir, la historia de la humanidad ha sido, es, y seguirá siendo, una constante lucha por el reconocimiento.

La necesidad de “Tener” es una necesidad natural de apropiarse, mediante su trabajo, de parte de la naturaleza para su disfrute. Aunque algunos teóricos han intentado construir un paradigma basado en la propiedad común o colectiva, todos ellos han fracaso por el carácter individual del consumo. Por más que un conjunto de personas se reúna alrededor de una mesa común y comparta sus alimentos, la utilidad o satisfacción que deviene del consumo es algo individual, más aun, la posibilidad de que se organice dicha mesa común requiere, previamente, de la existencia de propiedad individual. Ligada a esta necesidad de tener está la concepción que se tenga sobre el valor de las cosas. Varios han sido los intentos, fracasados por cierto, de ligar el valor a las cosas, cuando en realidad el valor está determinado por el individuo.

La necesidad de “Hacer” hace referencia a la libertad positiva y la libertad negativa; es decir, a la necesidad que tienen los individuos de actuar en un sistema donde sus derechos no estén coartados por los deseos de otros hombres y, al mismo tiempo, hace referencia a la libertad positiva, en el sentido democrático de autonomía o, si se prefiere, la capacidad de autodeterminación (Berlin, 1958).

Antes de entrar a discutir la racionalidad económica, conviene completar esta trilogía de Ser, Tener y Hacer, con una nueva necesidad axiomática, la misma que con el desarrollo de los mercados y la globalización económica representa tanto una necesidad como un valor: nos referimos a la confianza, entendida en el sentido de Fukuyama (1996), como capital social.

En el marco de las necesidades expuesto, la racionalidad económica no es otra cosa que la elección que hace un agente económico sobre un conjunto de oportunidades que enfrenta, eligiendo siempre aquélla que domine a las otras no elegidas. Como lo ejemplifica claramente Phelps (1986), cuando una molécula choca otro objeto y, por tanto, cambia de trayectoria, no es posible decir que este cambio le ha sido favorable o desfavorable, sencillamente porque las moléculas no quieren llegar a ninguna parte. Los hombres, por el contrario, siempre van, hacen o dicen algo con el propósito de llegar a alguna parte, por lo que sus acciones son racionales en el sentido de que apoyan la consecución de dicho objetivo.

La elección supone libertad, entendida ésta como la capacidad de optar por una alternativa, lo cual supone el rechazo de las otras. El conjunto de oportunidades es lo que Sen (1988) denomina como las capacidades, las que representan las diversas combinaciones de funcionamientos que la persona puede alcanzar, siendo por ello la capacidad un conjunto de vectores de funcionamiento que reflejan la libertad de un individuo para llevar un tipo de vida u otro. La alternativa dominante hace referencia a la elección de aquella oportunidad que ofrezca mayor cantidad de bienes o satisfactores que las otras, con un costo de oportunidad neto no mayor que cero.

En suma, la racionalidad que exige el análisis económico es muy sencilla, no es nada más que la decisión de un agente económico de elegir la opción que le brinde mayor satisfacción, en la medida que ello no le signifique renunciar a otras opciones que, en términos netos, no le reduzcan su satisfacción.

Para el cierre permítanme anotar que Gabriel, fuente de inspiración de esta reflexión, destaca su fe señalando que no busca debatir la doctrina social de la Iglesia, la que afirma en todo su texto, sino lo que pretende es establecer una conversación de un hijo hacia su padre.

Pero, ¿por qué esta conversación puede ser tan importante? Porque no sólo ese hijo comparte la misma doctrina social, sino las mismas preocupaciones. ¿Cuántos seres humanos más se seguirán muriendo cruelmente por el subdesarrollo y la miseria? ¿Cuántos niños más morirán por desnutrición? ¿Cuántas familias más seguirán sufriendo el desempleo, el analfabetismo, la más indigna pobreza? ¿Cuántos emigrantes seguirán muriendo en sus intentos de fuga de diversos infiernos? ¿Cuántos? ¿Cuántos más? Si ante tamaño sufrimiento, hay algunos que “insistimos” con el mercado libre ¿será acaso por perversión y malicia? Y si no, ¿no podríamos al menos ser escuchados?(Zanotti, 2005:68).

 

Referencias bibliográficas

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