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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.22-23 La Paz  2009

 

ARTICULO ORIGINAL

 

Brasil: una independencia sui generis

 

 

Guillermo Palacios

 

 


Desde sus orígenes, la historiografía brasileña ha establecido que el proceso de independencia de Brasil se diferenció notablemente del resto de los movimientos emancipatorios de Iberoamérica. Se trata de una perspectiva inaugurada por las obras fundadoras de la historiografía nacional y por sus soportes iconográficos durante las décadas nucleares del siglo XIX. En ellas se proyecta una imagen del Estado brasileño caracterizado por virtudes inexistentes en el resto de las antiguas colonias de los imperios peninsulares, con la posible excepción de la República de Chile.

Estamos ante un Estado sólido, de rápida consolidación, estable y pacífico, liberal, ordenado y unificado en torno a un gobierno central, cuyos ideólogos proclaman con arrogancia esas características diferentes. Todo eso, dice el discurso historiográfico, gracias al sistema monárquico alrededor del cual se fundó la nación. La brasileña es sin duda una de las historiografías que más éxito han tenido, en el nivel mundial, en su función de promotora y ayudante de la consolidación del Estado nacional. Es una historiografía que enfatiza la ausencia de conflictos, la inexistencia de rupturas y el predominio de suaves transiciones indoloras, pactadas y consolidadas por acuerdos generales entre las élites.

Esa construcción historiográfica –e ideológica- del Estado brasileño fue fundamental para justificar y legitimar instituciones tan temidas y condenadas por la cultura política decimonónica predominante en los antiguos territorios iberoamericanos, como la monarquía –con matices- y la esclavitud, y para dar un basamento factual al relativo aislamiento del imperio de Brasil, rodeado por todos lados por regímenes republicanos, por lo menos en sus dimensiones discursivas. El mensaje historiográfico era claro: Brasil era diferente de las naciones surgidas del derrumbe del imperio español en América, y no sólo por consideraciones étnicas o por su sistema monárquico (pues la esclavitud nunca fue mencionada como parte de la diferencia), sino por lo que esa monarquía había logrado desde el momento de la independencia: estabilidad política, orden social, integridad territorial, crecimiento económico.

En los últimos años, esa historiografía de la diferencia está dando paso a una nueva perspectiva que acompaña los recientes procesos de integración regional –el Mercosur, la Unión de Naciones Sudamericanas, etc.– y que ahora revisa la visión del Brasil como un Estado distinto de sus vecinos, para enfatizar, por el contrario, semejanzas y paralelismos en el desarrollo histórico; esta vez a pesar de la monarquía y de las otras características distintivas apuntaladas por los fundadores del relato histórico nacional. En cierto sentido, se trata de estudios que tienen como consecuencia colateral el desmonte del discurso ufanista de la historiografía “oficial” –exceptuando de esta vertiente, desde luego, a los autores de tradición marxista.

El proceso de indepedencia es quizá uno de los momentos principales en torno al cual se libra la batalla entre “diferenciadores” y “semejantistas”, una batalla que quiero únicamente dejar consignada sin entrar en esta presentación en sus complejidades, inclusive por lo verde que es aún la rama de los revisionistas.

La independencia de Brasil es un proyecto que se va construyendo paulatinamente a partir de la llegada de la Corte portuguesa a Río de Janeiro en 1808 y que culmina 15 años después, con la decisión del príncipe regente, Pedro de Alcântara, de no atender el llamado de las Cortes de Lisboa para retornar a Portugal, y proclamar, en su lugar, la independencia de Brasil. La naturaleza paulatina, pausada y bien comportada de la construcción de la nación independiente ha sido inclusive motivo de juegos académicos cuyo fin es decidir cuándo podemos decir que Brasil ya es una entidad autónoma y soberana. Se barajan tres momentos principales y una coda: 1808, 1815 y 1822, con 1831 como alternativa de provocación.

El juego se monta desde el primer mes de la residencia de la Corte portuguesa en la capital de su colonia tropical. Como sabemos, la Corte y el grueso del Estado portugués, acompañados de millares de funcionarios y burócratas, salieron huyendo de Lisboa en diciembre de 1807, protegidos por un escuadrón de la marina británica, ante la aproximación de las tropas napoleónicas. En los meses anteriores, el gobierno portugués había abandonado su infructífera política pendular en la guerra entre Francia e Inglaterra, y se había inclinado cada vez más claramente hacia Londres.

El establecimiento de la Corte y de las dependencias centrales del Estado en Río de Janeiro, hasta ese momento capital de una enorme y rica colonia tropical, convirtió a esta ciudad, literalmente de la noche a la mañana, en la cabeza del imperio portugués. Allí se establecieron todos los ministerios que administraban tanto el interior como los territorios ultramarinos, sólo que ahora “el interior” era Brasil y Portugal uno de los espacios de ultramar, en la práctica, una dependencia cuasi-colonial, gobernada a distancia por un poder situado allende el mar. Una transposición sin precedente en la historia de los imperios del viejo continente.

Vale advertir que la transferencia de la Corte a Brasil no fue un acto fortuito, de último momento, producto únicamente del pánico producido por la inminente caída de Lisboa en manos de Napoleón. Por el contrario, era una idea que rondaba el imaginario de los principales estadistas lusitanos desde la primera mitad del siglo XVIII, cuando Brasil se había transformado, gracias a sus minas de oro y piedras preciosas, en la colonia más rica del imperio. Desde entonces, diversos proyectos sostuvieron la idea de refundar la monarquía portuguesa, de cambiar el pequeño, vulnerable y empobrecido Portugal, por el inmenso, distante y rico Brasil.

La conversión de Río de Janeiro en sede del imperio portugués anuló de inmediato la condición colonial de Brasil, su antigua naturaleza de territorio dependiente, y transformó ipso facto a su capital no sólo en un espacio independiente sino en un centro que controlaba periferias dispersas por todo el planeta. Era una situación compleja y paradójica: Brasil no era todavía una nación como lo sería algunos años después, pero ya no era tampoco una colonia como lo fue hasta 1807. Se había transmutado en un territorio soberano e independiente, no debido a un proceso de emancipación, sino a su conversión en metrópoli del imperio.

El establecimiento de la monarquía portuguesa en Brasil amenazó, por un momento, con tener efectos importantes sobre el resto del continente y sus incipientes movimientos de autogestión, motivados por el “secuestro” de Fernando VII. En efecto, la consorte del regente portugués avecindado en Río de Janeiro, la princesa Carlota Joaquina, era hermana del “deseado” y como tal posible heredera del trono, tan pronto pisó tierras americanas se lanzó a un descabellado proyecto de reclamar para sí la regencia de todo el imperio español. Aunque envió emisarios a varias capitales virreinales, sólo en algunos círculos de comerciantes de Buenos Aires la propuesta tuvo cierto eco. Pero el efecto pudo haber sido el contrario, esto es, un refuerzo en los territorios todavía formalmente españoles de América de las tendencias al autogobierno, pues la pretensión de Carlota Joaquina significaba no sólo una posible unión de las dos monarquías ibéricas en una sola capital, sino el predominio de la Corona portuguesa sobre los territorios españoles de América.

1808 queda entonces como una opción para declarar un inicio sui generis de lo que será años después una independencia igualmente peculiar.

El segundo momento de ese proceso se sitúa en 1815. Un año antes, la derrota de Napoleón y la “independencia” de los territorios que habían caído bajo su dominio, entre los que se encontraba una buena parte de la península ibérica, había dado a los círculos políticos lusitanos que se habían mantenido en el pequeño reino un nuevo aliento para reclamar el retorno de la Corte a Lisboa. En 1815, el congreso de Viena decretó la restauración de las monarquías que habían sido derrocadas por Bonaparte, lo que puso al ya por ese entonces rey portugués João VI y a su Corte en un aprieto, pues, para todos los efectos legítimos y ante los ojos de las otras cabezas coronadas europeas, la capital oficial de la monarquía portuguesa seguía siendo Lisboa. Si bien la Corona portuguesa no había caído en manos de los franceses, su “exilio” en Brasil era visto como equivalente a una destitución. Por lo tanto, era necesario “restaurarla”, y eso significaba, naturalmente, el retorno del Estado lusitano a su lugar de origen.

El gusto de la Corte portuguesa por Río de Janeiro y por la naturaleza exuberante que rodeaba a la nueva sede del imperio, a siete años de su establecimiento, es uno de los motivos más celebrados de la historia de Brasil. Ha sido varias veces tema de los enredos de las escuelas de samba cariocas. Y no era sólo el disfrute de la tranquilidad, lejos de los conflictos europeos, apenas interrumpida por escaramuzas armadas en la región del Plata, sino que casi todos los cortesanos y altos funcionarios que componían el gobierno imperial se habían hecho de propiedades y negocios en Brasil, y no se sentían muy inclinados a dejarlos y retornar al deprimido territorio peninsular.

Por otro lado, para los círculos luso-brasileños, esto es, los portugueses americanos, los cuales habían financiado en buena parte el establecimiento de la monarquía en suelo americano y el funcionamiento de su Tesoro, el posible retorno de la Corte a Lisboa reconducía Brasil a la condición de colonia, con todo lo que eso significaba en términos de pérdida de privilegios sociales y económicos y de reducción de sus márgenes políticos de maniobra.

Ese conjunto de intereses confluyó en una estratagema política que, en cierta medida, cristalizaba el proyecto de refundación del imperio desde un nuevo punto focal, proyecto que se había venido trabajando de manera natural a lo largo de los siete años de estancia de la monarquía lusitana en América. La necesidad de contornar el dilema provocado por los acontecimientos en Europa y al mismo tiempo atender los intereses de toda índole que se habían construido y consolidado en América dio por resultado la creación de una nueva entidad política en el concierto de las monarquías occidentales.

Así, en diciembre de 1815, el príncipe regente convirtió el añejo reino de Portugal y su imperio en el Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve. Con este acto, las ambigüedades provocadas por la transmutación de colonia en metrópoli y de metrópoli en territorio ultramarino parecían haber llegado a su fin. Brasil, elevado a “reino”, quedaba equiparado a Portugal y con ello se suprimía de manera explícita, oficial, su condición colonial. Por lo tanto, antes de ser una nación independiente y soberana, Brasil ya era una monarquía y con la muerte de la reina María en 1816, João VI se convirtió en su rey.

Queda entonces 1815 y su acontecimiento central como otro momento en que se pueden fijar basamentos de la independencia de Brasil y, a la mirada retrospectiva, como un lapso fundamental para entender la modalidad que asume el tercer momento del proceso de independencia, el de 1822.

En agosto de 1820 estalló en la ciudad portuguesa de Oporto una revolución de índole liberal que, entre otras cosas, exigió el retorno de João VI a Lisboa so pena de destronarlo. Los dirigentes del movimiento estaban vinculados con la burguesía comercial portuaria que había perdido gran parte de sus ganancias con la apertura de los puertos del imperio a las “naciones amigas” –esto es, Inglaterra-, decretados en 1808 desde Río de Janeiro. Además del regreso del rey y de la instauración de una monarquía constitucional, los insurgentes demandaban el retorno de Brasil a la condición de colonia con la supresión de la figura del “reino unido”.

El movimiento se extendió rápidamente a otras ciudades y se consolidó al ocupar sus partidarios las calles de Lisboa. La junta de gobierno lisboeta que había fungido como gobierno local desde la partida de la Corte, encabezada por un lord inglés, convocó a las Cortes para redactar una constitución. La noticia llegó a Brasil en octubre y provocó reacciones encontradas. En tres importantes provincias del norte, Grão-Pará, Maranhão y Bahía, que hasta mediados del siglo XVIII había sido la sede virreinal, hubo levantamientos de tropas en apoyo a los revolucionarios de Oporto. Allá se formaron, por primera vez en Brasil, juntas gubernativas según el modelo hispanoamericano, que desconocieron la autoridad de Río de Janeiro y se declararon obedientes a las Cortes constitucionales portuguesas.

Con la revolución de Oporto, las tensiones entre portugueses europeos y portugueses americanos, surgidas en 1808 por los privilegios de los primeros en el nuevo orden político y social instaurado con la llegada de la corte, se agudizaron y concretaron en la formación de dos “partidos” claramente definidos: el partido “portugués”, formado por la tropa europea y los comerciantes con intereses en Portugal, que presionaban por el retorno a Lisboa, y el “brasileño”, que aglutinaba a quienes interesaba más la permanencia de la Corte en Brasil. En un primer momento, João VI optó por resistir la presión de Lisboa y permanecer en los trópicos, pero en febrero de 1821 varios contingentes de tropas favorables a la revolución liberal se reunieron en una céntrica plaza de Río de Janeiro para exigir, entre otras cosas, que el rey y el príncipe heredero, Pedro de Alcântara, prometieran jurar la Constitución que estaba siendo redactada por las cortes en Lisboa.

Una nueva asamblea popular, que demandaba que el rey jurara la constitución española de 1812 mientras las Cortes terminaban de redactar una propia, fue reprimida con muertos y heridos por tropas comandadas por el príncipe Pedro. A finales de ese mes, João VI, su Corte y 4.000 portugueses retornaron a Lisboa, dando por terminado con eso el sueño de la refundación tropical del imperio lusitano.

No obstante las demandas de las Cortes portuguesas, el retorno del rey no canceló el estatuto autónomo y monárquico de Brasil ni mucho menos restauró el pacto colonial. Por el contrario, el proyecto se mantuvo al dejar João VI a su hijo Pedro como príncipe regente, rodeado y apoyado por el “partido brasileño”, constituido básica, pero no exclusivamente, por portugueses americanos. Las funestas consecuencias que podría acarrear el retorno a la condición colonial incentivaron entre este grupo las tendencias a la separación definitiva del viejo reino peninsular.

En diciembre de 1821 llegaron a Río de Janeiro los decretos de las Cortes portuguesas que ordenaban el inmediato retorno del príncipe Pedro, heredero del trono lusitano, a Lisboa, la extinción del instituto de la regencia en Brasil y de otras instituciones del gobierno portugués que allá quedaban, y la orden para que las provincias brasileñas se subordinaran a las autoridades de la renovada metrópoli europea y se olvidaran de Río de Janeiro. Era, claramente, la restauración del pacto colonial. Las noticias se diseminaron con la rapidez del fuego encima de la pólvora, y la posibilidad de una revolución popular, desenfrenada, comenzó a inquietar a los círculos dirigentes de la sociedad brasileña. El fantasma de la anarquía hizo que de varios puntos del país comenzaran a llegar representaciones pidiendo a Pedro de Alcântara que desobedeciera a las Cortes y permaneciera en su puesto de regente de Brasil. El príncipe aceptó el reto y en enero de 1822 tomó la decisión de mantener el reino independiente con la tan famosa como simplona expresión de “me quedo” (fico), gritada en altas voces.

A partir de allí, el rompimiento entre lo que era ya para todos los efectos un gobierno autónomo en Brasil se profundizó con la decisión del regente de que todo decreto de las Cortes tendría que llevar un visto bueno suyo –un “cúmplase”-antes de obedecerse. En mayo de 1822, el Senado de la Cámara de Río de Janeiro le ofreció el título, tan sudamericano, de “defensor perpetuo del Brasil”.

La historiografía brasileña coincide en presentar a la aristocracia rural esclavista, sobre todo a la de las provincias del Sur, como uno de los principales baluartes de la tendencia independentista. Eran conocidos –y temidos– los acuerdos que Portugal estaría dispuesto u obligado a firmar para abolir la esclavitud en Brasil como forma de congraciarse con su “defensor perpetuo”, el Reino Unido de la Gran Bretaña. Por otro lado, a ninguno de los integrantes de las oligarquías regionales brasileñas les convenía una nueva estructura de restricción colonial de su comercio exterior. Por último, pero de ninguna manera menos importante, Pedro de Alcântara, creado en la cultura de las monarquías absolutistas, aborrecía al movimiento liberal que estaba por detrás de las Cortes y del nuevo régimen constitucional portugués.

El 7 de septiembre de 1822, el Príncipe Regente recibió una carta de su padre, el rey de Portugal, en la que don João, de mala gana, reclamaba su obediencia para sí y para las Cortes, y le mandaba retornar de inmediato a Lisboa. Apoyado por el partido conservador, Pedro decidió declarar el rompimiento final de Brasil con Portugal (aunque no el suyo con la Corona portuguesa). El 12 de octubre fue aclamado emperador con el nombre de Pedro I.

A la declaración de independencia siguió una secuencia de breves enfrentamientos contra las tropas portuguesas que aún se encontraban en Brasil. Los principales fueron los de la Provincia Cisplatina (el actual Uruguay), Bahía, Piauí, Maranhão y Pará. En las últimas tres, geográficamente casi tan distantes de Río de Janeiro como de Lisboa y con comunicaciones igualmente difíciles, las élites económicas habían mantenido fuertes vínculos con la metrópoli portuguesa y resistieron su incorporación a un imperio independiente, que significaba, entre otras cosas, su subordinación a Río de Janeiro. Sin embargo, hacia junio de 1823, la endeble resistencia había cesado, el nuevo ejército imperial vencía en todos los frentes y la unidad territorial se mantenía incólume, en contraste con la tremenda fragmentación que experimentaban los antiguos virreinatos y capitanías del desaparecido imperio español en América.

La constitución de Brasil como nación independiente dotada de un sistema monárquico, con un príncipe portugués en el trono, significó el predominio de la continuidad en el seno de la ruptura, una característica que habría de marcar por mucho tiempo la historia de Brasil. Con eso se atendían los intereses de los grupos dirigentes formados durante los últimos años del régimen colonial, se salvaguardaba el sistema esclavista y se impedía el acceso de segmentos populares o de la incipiente clase media a los círculos de poder. En consecuencia, la preponderancia de los sectores conservadores sería notable durante la mayor parte del periodo monárquico.

1822 es, entonces, la fecha oficial de la independencia de Brasil, cuando el príncipe portugués, a la orilla de un modesto riacho que la pintura patriótica transformará en un potente caudal, pronuncia su célebre fórmula: ¡independencia o muerte!

La suave transición de colonia a sede esdrújula del imperio, de ésta a reino unido y de reino unido a monarquía independiente supuso también, como ya lo dije en otra ocasión, la inexistencia de los complejos debates sobre problemas de soberanía, de representación o de legitimidad del nuevo Estado, y de los consecuentes argumentos y conflictos que caracterizaron el tortuoso camino de las repúblicas hispanoamericanas a la consolidación nacional. Pues más que “nuevo”, el Estado monárquico brasileño era un extraño retoño del antiguo, del también extraño Estado portugués del periodo 1808-1821.

Esa tan encomiada suavidad de la transición ha sido una de las explicaciones dadas por la historiografía para la imagen de un Brasil librado de guerras intestinas y segmentaciones territoriales –por más que en la década de 1830 una secuencia de revueltas y levantamientos regionales puso en peligro la integridad del imperio. No por acaso esa década estuvo caracterizada por la ausencia de un soberano en pleno ejercicio de sus poderes, pues a la abdicación de Pedro I en abril de 1831 siguió la constitución de una regencia que gobernaría Brasil hasta que el heredero del trono, Pedro II, obtuviera anteladamente, por la profundidad de la crisis de legitimidad, la mayoría de edad. Esa década y los últimos años de la de 1840 fueron los únicos momentos de la fase monárquica, con la salvedad del surgimiento de un poderoso movimiento republicano en 1880, en los cuales el derecho a la existencia de un Estado imperial centralizado fue puesto en duda por las élites de varias provincias.

La coda del juego de los historiadores, el cuarto momento de este proceso, se sitúa, precisamente, en 1831. La abdicación de Pedro I a favor de su hijo y su partida para Portugal dejaron al imperio de Brasil con la Corona en la cabeza de un infante de 6 años mal cumplidos. Asumió entonces una regencia trinitaria que gobernó hasta 1841, cuando Pedro II, entonces con 16 años, fue declarado mayor de edad. La partida de Pedro de Alcântara y el séquito de portugueses que lo había apoyado durante su atribulado reinado dejó por primera vez el gobierno de Brasil en manos de brasileños, lo cual no deja de constituir, también, una vertiente importante de la independencia.

Paraguay o la provincia del Río de la Plata, con las regiones adyacentes de Tucamén y Santa Cruz de la Sierra (1616) (Biblioteca Mundial Digital de la UNESCO)

 

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