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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.22-23 La Paz  2009

 

ARTICULO ORIGINAL

 

Independencia comparada: las Américas del norte y del sur*

 

 

David Bushnell

* Este texto es el capítulo 3 del libro Independence and Revolution in Spanish America: Perspectives and Problems, editado por Anthony Mc Farlene y Eduardo Posada-Carbó (London, Institute for Latin American Studies, 1999).

 

 


El concepto de una “historia común” de las Américas, que gozó de un breve apogeo hace poco más de medio siglo1, está hoy decididamente pasado de moda salvo en la retórica de eventos tales como el Día Panamericano y ocasiones similares. Pero si alguna vez el hemisferio compartió alguna experiencia histórica se podría argüir razonablemente fue a fines del siglo XVIII y principios del XIX, cuando las colonias americanas una después de otra empezaron a romper los lazos que las ligaban al poder europeo. Lo común de la experiencia resultaba absolutamente evidente para los que en aquella época aclamaban uno u otro de los varios “Washingtones del sur”, que activamente emulaban los acontecimientos gloriosos hechos de ese mismo “Bolívar (o San Martín) del norte”. No todos los contemporáneos, es cierto, admitían la exactitud del paralelo y posteriormente la historiografía aceptó la presencia de numerosas diferencias. Sin embargo, pareciera que los distintos movimientos independentistas tenían al menos algo en común para permitir alguna comparación significativa por la cual la caracterización tanto de las diferencias como de las semejanzas serviría para clarificar nuestra comprensión de todos ellos.

Para empezar, deberíamos observar que el impulso independentista no era de alcance hemisférico. No solamente había, por todas partes, quienes apoyaban la continuidad del gobierno colonial, sino que en algunas colonias su causa tuvo éxito. El Canadá británico no siguió el ejemplo de sus vecinos del sur, y las españolas Cuba y Puerto Rico se convirtieron en bases seguras para las acciones de las fuerzas realistas que operaban en el continente americano. En las Antillas francesas frecuentemente se sentían los destellos de los hechos revolucionarios de París, pero finalmente sólo Haití logró su independencia. Tampoco las Antillas británicas (o las holandesas, danesas o suecas i.e. las Antillas suecas de San Barthelemy que recién en 1877 pasaron definitivamente al dominio francés) rompieron las ataduras con sus respectivas metrópolis, aunque fueron profundamente afectadas por los distintos movimientos independentistas. Canadá se convirtió en objetivo de los ejércitos revolucionarios desde el sur, y las pequeñas islas del Caribe sirvieron como puestos de abastecimiento tanto para patriotas como para realistas además de haber dado figuras claves como Alexander Hamilton a la causa norteamericana y Luis Brion a la hispanoamericana. Desde un punto de vista comparado la no independencia de ciertas colonias sin duda ilumina lo que pasó en las otras y plantea interrogantes interesantes –por ejemplo ¿qué tenían en común Canadá con Cuba o Puerto Rico con St. Kitts que las hizo quedar rezagadas?– pero este tipo de cuestiones están más allá del alcance de este capítulo.

Lo que tenían en común todas las colonias –aún aquellas que en este momento no lograron su independencia– era un proceso de crecimiento social, económico y cultural que creó, en distintos grados, un sentido de identidad regional muy distinto del de la madre rio (como aquella de la que evidentemente gozaban las colonias inglesas) e hizo más fácil aceptar la opción por la independencia cuando otras circunstancias la pusieron a su alcance.

Otro rasgo común, sin embargo de distinta intensidad, fue el impacto de todas esas corrientes de pensamiento social y político que convencionalmente se las adscribe a la influencia intelectual del Iluminismo. Por supuesto que a las colonias inglesas les importaba menos la Encyclopèdie que los conceptos de Locke sobre los derechos individuales y el gobierno limitado, que absorbían directamente de sus propias tradiciones y no a través de los filósofos franceses, mientras que las autoridades intelectuales a quienes los reformistas y revolucionarios latinoamericanos apelaban eran predominantemente francesas. En el caso de la América española específicamente hay una escuela de pensamiento que atenúa el Iluminismo a favor de la influencia residual del pensamiento Católico Español de la escuela de Francisco Suárez. Sin embargo, el nombre de este último es una clara ausencia entre los autores citados por los publicistas de la era independentista, y es probable que los conceptos suarezianos de soberanía popular y demás sirvieran como reforzamiento subconsciente a las nuevas ideas asociadas con las revopatria, o incluso un conjunto de inteluciones angloamericana y francesa2 .

Esos ejemplos revolucionarios eran de las políticas imperiales. Tal desa-en sí mismos una forma de influenrrollo si bien no amenazaba la rela-cia política compartida –pese a que ción con la monarquía tradicional, sin los angloamericanos, que fueron los duda favorecía el sentimiento de una primeros, simplemente se influyeron limitada autonomía dentro del impe-unos a otros. En realidad, para los latinoamericanos, el hecho de que las colonias inglesas se hubieran liberado del yugo imperial era citado más frecuentemente como una justificación de su propio esfuerzo para lograr lo mismo, que para referirse a los meros discursos de filósofos norteamericanos tales como Franklin y Jefferson. Aunque con una visión más amplia obviamente, se puede decir que los movimientos de independencia americanos fueron parte de un ciclo “Atlántico” mayor de revoluciones que empezó en Lexington-Concorde en 1775 y culminó en Ayacucho en 1824, pasando incidentalmente por París. Cuánto en realidad tenían en común estos movimientos, aparte del uso de la violencia y la retórica revolucionaria, es algo altamente debatible particularmente en lo que concierne a la influencia de la Revolución Francesa, de la que muchos latinoamericanos tenían el cuidado de distanciarse en sus discursos públicos. Evidentemente, en ciertos momentos y lugares los revolucionarios de Hispanoamérica reaccionaban conscientemente contra la contaminación de la Revolución Francesa, que percibían que se expandía hacia ellos a través de España3.

Otro fenómeno de alcance atlántico, en el que sin querer participaron tanto la América del sur como la del norte, fue el intento de los poderes imperiales en el siglo dieciocho de ajustar el control sobre sus colonias americanas, sea a causa de la agenda del Despotismo Ilustrado o las necesidades provocadas por la rivalidad imperial. En la América inglesa, las medidas pertinentes fueron principalmente fiscales, tales como el famoso “impuesto al sello imperial” y los gravámenes sobre el té decretados por el Parlamento en Londres para que los angloamericanos aporten más a la causa de la defensa imperial. En la América española también se fijaron nuevos impuestos, incluyendo la extensión del monopolio del tabaco a otros espacios coloniales y asimismo se ajustó el control administrativo a través de mecanismos tales como el sistema de Intendencias, todos ellos resumidos en la continuamente citada referencia a una segunda conquista de Hispanoamérica de John Lynch4. Brasil siguió un proceso semejante con las reformas pombalinas, Santo Domingo fue menos afectado, solo porque el gobierno metropolitano francés, en los años que llevaron a 1789, estaba ocupado en otros temas. No quiero decir nada sobre Curaçao y la danesa St. Thomas.

En las trece colonias inglesas que eventualmente se convirtieron en los Estados Unidos, fueron aquellas medidas fiscales las que desencadenaron y pusieron en movimiento toda la serie de eventos que llevaron a la revolución. El problema, por supuesto, no era tanto la cantidad muy modesta de estos nuevos impuestos, sino el que la orden proviniera de un decreto del Parlamento británico, en lugar de haber emanado de las asambleas coloniales que, por la constitución no escrita del Imperio Británico, tenían el exclusivo derecho de imponer contribuciones de los colonos. Existieron ciertas excepciones a esa regla, tal como los impuestos aduaneros, cuyo principal objetivo se consideraba no era tanto aumentar los ingresos sino regular el comercio dentro del imperio, algo que inclusive en Boston era considerado una función legítima del Parlamento Británico. En consecuencia, el gobierno británico, al abandonar su desafortunado esfuerzo por imponer un impuesto al sello en 1765 (i.e. el uso de papel sellado) en sus colonias americanas ante las violentas protestas de los colonos, asumió que algunos nuevos gravámenes aduaneros –muy pronto revocados, excepto el del té– ya no enfrentarían esa resistencia. Sin embargo, calculó mal, y la misma moderación del gravamen al té aumentó la sensibilidad del resentimiento colonial, porque mostraba que el gobierno británico tenía realmente la intención de recaudar ese dinero, en lugar de que pudiese ser evadido con el contrabando, lo que a su vez implicaba que el objetivo era, francamente, aumentar los ingresos del imperio. La Fiesta del Té de diciembre de 1773 en Boston resultó provocadora y comprensiblemente dura y, en una nueva reacción descarriada de Londres en la forma de las llamadas “Leyes Intolerables”, que incluían desde el cierre del puerto de Boston hasta la restitución de una concesión de grandes privilegios a los odiados papistas del cercano Québec. De aquí en adelante, las cosas se deterioraron rápidamente hasta el primer choque armado en Lexington y la declaración de la total independenel dinero. Aún si todos los tan odiados impuestos hubieran sido pagados, esto habría tenido un impacto insignificante en el bienestar de los habitantes. El conflicto, entonces giraba principalmente en torno al tema del poder político, de la percepción de una amenaza a los derechos tradicionales de autogobierno –una amenaza que, si continuaba, podría llevar a futuros ataques más serios. Una vez que la amenaza fue exitosamente erradicada por la acción revolucionaria, aquellas antiguas libertades (que iban algo más allá que simplemente que el principio de “ningún impuesto sin representación”) fueron codificadas en constituciones estatales y nacional que, con la mera diferencia de estar escritas y de establecer una nueva unión federal, eran impresionantemente parecidas al sistema de gobierno del que previamente habían gozado las colonias bajo el holgado régimen del Parlamento Británico y la Corona. Es, en este sentido, que la revolución angloamericana fue esencialmente conservadora en sus objetivos políticos, aunque siempre manteniendo las instituciones “liberales”.

A causa de la centralidad del tema del impuesto en todas partes, un testigo poco amistoso podría resumir los eventos que llevaron a la revolución angloamericana como nada más que una batalla entre algunos evasores de impuestos y el Tesoro británico. Sin embargo, las colonias que protestaban tenían toda la razón al insistir en que estaba en juego mucho más que reacción que, en principio, no buscaba la separación sino solamente un remedio ante agravios específicos; pero tarde o temprano se transformaría en una lucha por la independencia. El primer ejemplo ocurrió en Santo Domingo, como reacción al estallido de la Revolución Francesa, donde los blancos, dueños de plantaciones, buscaban evitar medidas a favor de los esclavos y libertos, y estos grupos ejercían presión para asegurarse que esas medidas se ejecutasen, y una vez ejecutadas no sean frustradas por la población blanca de la Colonia. Los funcionarios enviados por Francia, rápidamente perdieron control de la situación y también los dueños de plantaciones, pese a la intervención de fuerzas esclavistas de poblados británicos cercanos5. Toussaint l Ouverture, como líder de los rebeldes ex-esclavos, estaba dispuesto a mantener la formalidad de la lealtad con Francia, particularmente porque las autoridades revolucionarias de París estaban de acuerdo con la abolición de la esclavitud; pero finalmente, una nueva intransigencia metropolitana hizo inevitable la indiscutible independencia de Haití.

Así como a Napoleón se le debe imputar la culpa de haber impedido cualquier solución aceptable para los haitianos, también es su responsabilidad o merece el reconocimiento por haber estimulado, sin darse cuenta, las revoluciones en la América española y portuguesa a través de su avance para tomar el control de las respectivas metrópolis. En Brasil, el desenlace se retrasó por la decisión de la corte portuguesa de refugiarse en Río de Janeiro; las cosas solamente estallaron después de que la corte volvió a Lisboa y el Brasil se negó a renunciar a la autonomía de facto que había adquirido mientras Río fue la capital de todo el mundo portugués. Las colonias españolas de la América del Sur, a excepción del Perú, también gozaron de una autonomía de facto, (aunque algunas veces por muy corto tiempo) como resultado de la invasión francesa a la península ibérica, por el simple hecho de haber establecido sus propios gobiernos provisionales para que gobiernen a nombre del cautivo Fernando VII; y, en México, Hidalgo al menos intentó hacer lo mismo.

Los sucesos en la América hispana no se dieron como la culminación de una controversia pública creciente (como la de la América inglesa) sobre agravios coloniales, pero la seriedad y naturaleza de esos agravios se puede inferir de la velocidad con la que las distintas Juntas se establecieron en 1810 y adoptaron medidas para su corrección. Al abrir los puertos al comercio con poderes amistosos, mostraron su disconformidad con las anteriores restricciones del comercio imperial, incluso cuando eran modificadas por repetidas concesiones de excepciones especiales y la tolerancia al contrabando. Al nombrar en posiciones importantes a los oriundos y, de alguna manera ejercer una discriminación revertida contra los peninsulares, respondían a las demandas criollas respecto de la promoción burocrática. Al proscribir el comercio de esclavos, la Inquisición y el tributo indígena (este último simplemente sometiendo a los nativos americanos a todos los impuestos comunes en vez del tributo), las Juntas mostraban un cariz de iluminismo social y cultural. Y al instituir asambleas por elección y aún alguna forma rudimentaria de constituciones escritas, se atribuían un aparato de representatividad de gobierno limitado en lugar del anacrónico pseudo-absolutismo del antiguo régimen español6.

En todos los casos mencionados arriba, los nuevos gobiernos establecidos en la América española no hicieron nada (excepto la apertura de los puertos coloniales y la abolición del comercio de esclavos) que no hubiera sido hecho ya por los gobiernos retrógrados que resistían, en España, a la impuesta monarquía francesa de José I. Por cierto, el movimiento hacia un gobierno representativo fue lanzado desde un extremo de España cuando la Junta Central de Sevilla invitó a las colonias americanas a elegir miembros para que formen parte de la misma; y uno de los logros más notables fue la Constitución de Cádiz de 1812 que convirtió a todo el imperio en una monarquía constitucional. Como lo ha demostrado Timothy Anna y otros, la Constitución española fue cálidamente acogida por muchos hispanoamericanos7, y una figura tal como Andrés Bello –agente de los revolucionarios venezolanos en Inglaterra y el primero en abandonar la pretendida lealtad a Fernando VII– se resistió persistentemente a abandonar la esperanza de conseguir un acuerdo entre España y América fundada en el constitucionalismo imperial8. Sin embargo, tal solución no fue posible.

La lucha de la América española fue la más larga (y excepto por Haití) la más dura de las guerras de la independencia en las Américas. La batalla decisiva se libró en Ayacucho, quince años después de que se lanzaron los primeros disparos, sin embargo hubo choques esporádicos y guerra de guerrillas durante algunos años más, y las fortalezas de Callao y San Juan de Ulúa recién cayeron en 1826. Entre tanto, el conflicto quedaba marcado por medidas extremas tales como la declaración de guerra a muerte de Bolívar a las ejecuciones masivas de los patriotas de Nueva Granada llevadas a cabo por orden de Morillo. En contraste, la Guerra de la Independencia de la América inglesa duró solamente y Nueva Granada, y todavía más para otros países). Por otra parte, George Washington jamás se vio apremiado a declarar una “Guerra a Muerte”. El único indicador de encarnizamiento en el que la lucha de Washington sobresale es en la proporción de población colonial que terminó en el exilio: entre un dos y tres por ciento del total (y un porcentaje aún mayor en la población blanca), lo cual implica un éxodo significativamente más grande que el que causaron las revoluciones hispanoamericana o francesa9.

La relativa accesibilidad de Canadá como puerto fue naturalmente un factor importante en este último aspecto. Hasta cierto punto, en la misma forma la corta duración de la guerra en la América inglesa se debió en no poca medida a la masiva ayuda extranjera que los revolucionarios recibieron –de Francia, España y aún Holanda— lo que contrasta agudamente con la ausencia de algún poder extranjero que declarase la guerra a España para aliarse con sus colonias rebeldes. Estas últimas recibieron cantidad de voluntarios y mercenarios para la lucha así como armamento militar de comerciantes privados, pagando o tomándolas a crédito; pero esta ayuda no oficial no puede ser comparada de ninguna manera con el valor del ejército regular francés que peleó junto a Washington en el centro de norte América o con los servicios de la flota francesa (previamente abastecidos en La Habana) que hicieron posible la victoria de Washington en Yorktown al impedir a los refuerzos británicos llegar a la sitiada Lord Cornwallis.

Solo la revolución de Haití muestra un grado similar o mayor de internacionalización con España, nuevamente y curiosamente alineada (por lo menos brevemente) con los revolucionarios contra un enemigo europeo. Pero, en este caso, las intervenciones extranjeras tendieron a cancelarse mutuamente y ciertamente fue poco lo que contribuyeron al resultado final. Tampoco hubo poderes extranjeros que intervinieran en la guerra de independencia del Brasil, cuya corta duración se debió más a la tremenda disparidad de recursos entre la colonia rebelde y la madre patria; aunque, claro, los buenos oficios de la diplomacia británica, favorables a una rápida solución del conflicto entre un viejo cliente y un potencial nuevo, tuvieron al menos algo que ver con la pronta aceptación de Portugal ante lo inevitable10 .

Para el estudio comparativo de las revoluciones, estos detalles militares y diplomáticos sin duda son de menor interés que el contexto social; ambos referidos a las bases sociales de las fuerzas a, y al grado de cambios estructurales u otros que se produjeron. Y obviamente a la revolución de Haití ninguna otra se le acerca en lo que al significado social se refiere. Con pequeñas excepciones, la división de fuerzas fue absolutamente clara: los miserables esclavos rebeldes enfrentados contra blancos dueños de plantaciones y petit blancs; la principal ambigüedad era el rol de los libertos de color, quienes tenían sus propias quejas contra el orden pre-revolucionario, pero dudaban de hacer causa común con los esclavos, ante quienes se sentían superiores. El resultado fue también absolutamente claro pues Haití se convirtió en la primera nación del Nuevo Mundo en abolir completamente la esclavitud y con ella (aunque contra los deseos de líderes tales como Toussaint l Ouverture) el sistema mismo de plantaciones. Comparada con esta revuelta social, el hecho de independizarse de Francia aparece con una importancia casi incidental.

En la América inglesa, los cambios políticos y sociales parecen de una magnitud similar, sin embargo, en ningún caso se alcanzó tan profunda transformación como la que se experimentó en Haití. La independencia política, como se ha señalado, solamente reafirmó y aumentó la autonomía de facto que existía antes de 1776. En cuanto al impacto social, una cuestión preliminar que necesita examinarse es si había diferencias sociales significativas o de otro tipo entre los grupos que peleaban en cada uno de los bandos, los patriotas y los Tories, como convencionalmente se los llamaba. La impresión popular en los Estados Unidos es que los enemigos de la independencia eran esencialmente los británicos y las tropas mercenarias alemanas que ellos habían contratado, pero habían realistas nativos de todos los grupos sociales, desde los esclavos negros hasta los terratenientes aristócratas. La causa británica claramente tenía el apoyo de muchos indios no asimilados que vivían más allá de asentamientos blancos en las vastas extensiones interior continental; no es sorprendente que viéndose forzados a elegir hayan preferido la mano distante de Londres a la de sus vecinos más inmediatos11.

Pero, dejando a un lado a los indios –cuya parte en el conflicto fue pequeña– y, por el momento, también a los esclavos, en cuanto al origen social de las facciones enfrentadas es necesario hacer algunas distinciones entre las colonias del Norte y las del Sur. En el norte la crema de la crema de la oligarquía comercial tendía a ser Torie, sea por un miedo instintivo al cambio, sea por sus íntimas relaciones con los intereses comerciales británicos o aún por un factor religioso, puesto que eran predominantemente anglicanos, miembros de la iglesia oficial de la madre patria en oposición a las sectas protestantes disidentes que estaban en su mayoría, en todas las colonias de Pennsilvania hacia el Norte. Pero si la cresta de la pirámide social en el Norte era realista, los grupos intermedios, tanto mercantiles como profesionales, junto con el clero puritano y una pluralidad del resto de la población – mayormente granjeros y artesanos – eran patriotas. Digo pluralidad, porque ninguno de los bandos gozaba de una mayoría absoluta de apoyo y un número indeterminado de gente evitaba comprometerse con las fronteras de los asentamientos blancos efectivos. Sea que los natiuna u otra causa12 .

Jefferson y otros menos conocidos que, como los Bolívar en Venezuela, asumieron el liderazgo de la causa patriota. Como personas que controlaban los órganos gubernamentales existentes buscaban salvaguardar su posición contra la interferencia metropolitana; como exportadores agrícolas vieron una oportunidad para librarse de las regulaciones comerciales del imperio, que no es que significaran una gran desventaja, pero sí una molestia. Los más importantes comerciantes de las ciudades portuarias del sur también se inclinaban hacia la causa patriota, pero naturalmente había excepciones, y una buena cantidad de pequeños propietarios de los condados del interior que se las veían muy duras eligieron –como muchos de los mismos indios cuyas tierras ellos estaban usurpando– identificarse con el distante Jorge III y no con los grandes dueños de plantaciones que controlaban los gobiernos locales o con los comerciantes a quienes les debían dinero.

El otro grupo grande de población, por lo menos en el sur, era el de los esclavos, que en su mayoría seguía labrando la tierra o realizando tareas urbanas y domésticas igual que lo hacían antes de que se iniciara el conflicto. En la historiografía de los Estados Unidos este hecho parece tan natural e inevitable que no es objeto de ningún comentario. Desde una perspectiva hemisférica, en cambio, el fracaso de ambos bandos en utilizar la fuerza de los esclavos con fines militares, como Boves lo hizo contra Bolívar o San Martín al cruzar los Andes, es más impresionante. Hubo intentos dispersos de servicio militar de los esclavos y negros libertos, y el último gobernador británico de Virginia hizo brevemente del reclutamiento de esclavos una parte importante de su estrategia. Sin embargo, el intento fue rápidamente abandonado como contraproducente: el apoyo de los dueños de esclavos era más importante que la ayuda de los esclavos13 .

Aparte del estatus marginal de los esclavos y del papel predominantemente pro-británico, pero también, del rol marginal, de los pueblos indios autónomos, es difícil encontrar patrones consistentes de alineación social en la Guerra de la Independencia angloamericana. Lo que se podría decir a grosso modo de una región no sería necesariamente aplicable a otra, y además, las distancias entre estratos sociales eran menos pronunciadas que en otras partes del mundo occidental en esa época. Se recuerda, en relación a este punto, la tremenda sorpresa de Francisco de Miranda, cuando viajaba por la costa nor atlántica en esa época, al observar la camaradería entre los empleadores y los empleados (blancos).14 Esta era una sociedad sin obispos o nobleza portadora de títulos, y si había una gran diferencia entre los niveles de confort material entre un dueño de plantación en Carolina del Sur y un hombre de la frontera de Pennsylvania, al menos ambos poseían tierras. En las colonias inglesas de Norte América virtualmente todos los miembros de la población blanca poseían tierras o podían esperar razonablemente convertirse en propietarios, trasladándose a la frontera si era necesario. Una situación parecida existía en cuanto al nivel de la educación popular, habiendo alcanzado Nueva Inglaterra una alfabetización casi universal y las otras colonias superando los niveles europeos. Todavía más, la sociedad en su totalidad se adscribía a los valores del sentido común práctico, del trabajar duro y de la acumulación, valores tan elocuentemente elogiados en los escritos de Benjamin Franklin. De la misma manera que, así como Tulio Halperín habla de la Argentina como una nación “nacida liberal”,15 se puede describir a los Estados Unidos como una nación “nacida burguesa”. No es que todos eran estrictamente burgueses en tanto función económica pues aún la aristocracia de las plantaciones del sur, pese a practicar una agricultura comercial de exportación, hacía uso de un sistema de trabajo precapitalista. Pero el espíritu de la sociedad en su conjunto era burgués, y el conflicto entre Tories y Patriotas puede describirse simplemente como una guerra civil entre estratos de la burguesía misma.

Pero ¿ese conflicto produjo algún cambio significativo en la sociedad norteamericana? Con seguridad que lo hizo, de acuerdo con una escuela de pensamiento bien ejemplificada por el trabajo de Gordon Wood, The Radicalism of the American Revolution16 . La tesis de Wood es que la sociedad prerevolucionaria estaba controlada por oligarquías terratenientes y comerciales y que lo que se consiguió con el conflicto fue un verdadero orden democrático por primera vez. En efecto, los sectores populares y los granjeros y artesanos independientes que pelearon en los ejércitos revolucionarios y apoyaron la causa de muchas otras maneras tomaron literalmente la retórica igualitaria de la Declaración de la Independencia y exigieron tener una voz significativa en el proceso político. Uno de los resultados fue la mayor extensión del sufragio, a medida que un estado tras otro disminuía las restricciones para otorgar el derecho al voto (bastante expandido aún antes de la revolución a causa de la amplia distribución de la propiedad de la tierra) y/o consiguieron o se acercaron al ideal del voto universal masculino –referido, particularmente, a hombres blancos, puesto que los negros libertos no siempre obtenían ese privilegio17 .

Otro resultado fue la serie de medidas para eliminar características del régimen colonial tales como iglesias establecidas (Anglicana en el sur y Puritana en el norte) y la ley de la primogenitura en aquellos lugares donde había existido. Se dio también el inicio de la abolición de la esclavitud; sea durante o poco después de concluida la guerra ciertos estados terminaron con tal institución o adoptaron el principio del libre nacimiento, que posteriormente sería ampliamente usado en la América española. Como era de esperar, los estados abolicionistas fueron aquellos con muy poca población de esclavos, como Massachussets; los estados del nacimiento libre fueron aquellos como Nueva Jersey, donde la esclavitud era lo suficientemente importante para los intereses de los dueños de esclavos para tener peso en la política del Estado. Donde no se hizo absolutamente nada con la esclavitud fue, por supuesto, en los estados del sur donde ésta tenía un papel vital para la economía –pero debe hacerse notar que la misma Constitución Federal de 1789 fijó una fecha para terminar con el comercio de esclavos18. Se pueden citar muchas otras reformas democráticas o “radicales” al menos para la época y las disgustadas oligarquías naturalmente hubieran apuntado a las características demagógicas de la onda fiscal y a otras de política estatal en los años inmediatos después de la guerra. La creación en 1789 de un gobierno federal fuerte suponía que al menos podría controlar esos excesos. Sea como fuere, las consecuencias sociales y económicas de la Revolución Angloamericana, aunque reales, no pueden compararse con los de las revoluciones francesa o haitiana que iban a seguir, ni tampoco con las grandes revoluciones del siglo veinte. Precisamente a causa de esa relativa igualdad social (entre varones blancos) y el ethos predominantemente burgués existente antes de la revolución, los cambios sociales no representaron una ruptura seria con el pasado, pero igual que los cambios políticos fueron mayormente de grado.

En Hispanoamérica el contexto social era más complicado. En cuanto al alineamiento de las fuerzas, se puede decir con seguridad que los comerciantes importadores-exportadores –a excepción de los representantes de las casas comerciales de Cádiz- en su mayoría apoyaban el movimiento independentista. Así también lo hicieron los terratenientes cuya producción estaba destinada a mercados extranjeros, como en Venezuela o en el Río de la Plata y, también los abogados y funcionarios que servían a estos grupos. Es debatible hasta qué punto estos sectores pueden ser calificados como “burgueses”, pero al menos se puede aplicar la etiqueta a su objetivo final de ampliar y profundizar las conexiones con el mercado del Atlántico norte. Sin embargo, ellos no podrían haber ganado la batalla sin el apoyo de los propagandistas clericales, los terratenientes que no eran agro-exportadores (particularmente en colonias como Nueva Granada donde el comercio exportador era limitado), y los miembros de las clases populares que servían como carne de cañón. El clero, podemos asegurar, parece haberse alineado en ambos bandos, en la misma forma que los seglares de orígenes sociales y regionales semejantes. En cuanto a los hacendados no exportadores, por su función económica no tenían motivos para abrazar los ideales de independencia; pero esto no significa que siempre apoyaban a los realistas.

Las mismas clases populares, naturalmente, también eran captadas por los enemigos de la revolución y a menudo con gran éxito. Aunque la preferencia real de los nativos americanos en las colonias españolas, indudablemente era mantenerse al margen y dejar que criollos y peninsulares luchen entre ellos, parece que cuando tenían que participar, con mayor frecuencia, apoyaban a los realistas, tanto porque una gran parte de las áreas con mucha población indígena (e.g. Perú) estaban controladas la mayor parte del tiempo por los españoles, como por alguna razón semejante a la que llevó a los iroqueses de Norte América a preferir espontáneamente a los británicos. El éxito de los realistas no regulares en reclutar esclavos y pardos libertos contra la Segunda República Venezolana es bastante conocido, aunque no tanto como el ejemplo de quitarle apoyo a Hidalgo entre las masas del México central. Pero, como lo demuestran esos casos contrastantes, no hay una fórmula que pueda relacionar el origen social con el alineamiento patriota/realista para la América hispana en su totalidad. Después de todo, aún en Cuba los intereses terratenientes y de comercio agro-exportador eran sólidamente pro-españoles.

Con frecuencia se arguye que la alianza necesaria de los revolucionarios burgueses o proto-burgueses revolucionarios con sectores clericales y de terratenientes más tradicionales condenó a la independencia de la América española a convertirse en una “revolución incompleta” –que logró una gran apertura al comercio mundial pero fracasó en eliminar los privilegios corporativos atrincherados y otros rasgos del régimen colonial que se convirtieron en obstáculos para el desarrollo capitalista19. O, para ser más precisos, se empezó a intentar eliminar esos obstáculos, aunque los principales avances recién llegaron a mediados del siglo. Entre los pasos tomados durante o inmediatamente después de la lucha armada están medidas tales como la abolición de mayorazgos casi en todas partes; igual en todas partes se inició la abolición de la esclavitud; la sustitución de requisitos económicos por los étnicos como condición para el acceso a la participación política y a las profesiones más prestigiosas; y se emitieron una serie de decretos para la conversión de las tierras comunitarias indígenas en propiedad privada. Estas últimas, hay que admitirlo, quedarían en la mayoría de las instancias como letra tinoamericano es sorprendentemente similar al de los Estados Unidos: donde la esclavitud era insignificante, como en Chile, se la abolió inmediatamente; donde tenía moderada importancia, o la tenía sólo en algunas provincias, como en la Gran Colombia, se adoptó la vía de los vientres libres; donde tenía un papel central en la economía, como en la Cuba hispana, no pasó absolutamente nada. Tampoco pasó nada en el Brasil imperial, donde la existencia de la esclavitud a escala masiva le dio a la sociedad un tinte más conservador que en cualquiera otra de las nuevas repúblicas –sin embargo se aceptaron otras innovaciones tales como la tolerancia religiosa.

En el caso de la esclavitud, los decretos de manumisión probablemente tuvieron menos efecto en apresurar la desaparición de la institución en la América española independiente que los efectos de la lucha militar misma, con el reclutamiento de esclavos para el servicio en los ejércitos de ambos lados, quienes ya no podían retornar a la esclavitud, y además las muchas oportunidades que el tiempo de guerra brindaba para escapar. De manera más o menos semejante, el servicio militar brindó oportunidades de ascenso social a muchos hombres libres de origen social humilde o intermedio, mientras que los préstamos forzosos y las confiscaciones de bienes significaron un modo de descenso social para otros, particularmente realistas. El exilio voluntario o involuntario de muerta por muchas décadas, y tampo-los derrotados abrió nuevas oportunico esto ayudaba mucho a un pardo a dades para empresarios locales y otros ser aceptado en una universidad, si ni recién llegados de otras partes. Todas siquiera sabía leer. En cuanto a lo con-estas instancias de movilidad social: cerniente a la esclavitud, el modelo la-ascenso y descenso (o de inclusión, exclusión) no necesariamente hizo mucha diferencia en la estructura social total, puesto que los movimientos en una dirección compensaban aquellos que se daban en la dirección inversa. No obstante, no fue del todo así, puesto que la sociedad que emergió de la lucha independentista fue ligeramente más abierta que su predecesora colonial, y no solamente por la adopción de algunas reformas como la eliminación de los mayorazgos o por las repercusiones sociales de la lucha militar misma. Las formas de gobierno representativa y constitucional que se adoptaron –más novedosas en América Latina que en la América inglesa– por sí mismas expandieron las oportunidades para el empleo de los sectores medios. La élite burocrática de fines de la colonia no podía llenar todos los puestos creados, y como resultado, ambiciosos recién llegados de lejanas regiones y de sectores sociales marginales eran admitidos a compartir el poder20. Esto resultaba muy diferente a la ampliación de la participación política que se dio después con la realización más o menos regular de elecciones populares. Casi en todas partes, el sufragio era más restringido que en los Estados Unidos; sin embargo, las elecciones eran probablemente más significativas en la totalidad del proceso político que lo que se había podido imaginar de manera convencional.

Lo que no cambió, aun así, fue que las nuevas repúblicas (y la nueva monarquía de Brasil) quedaban en última instancia controladas por una relativamente pequeña clase alta con intereses ligados a la agro-exportación o, según la región, a grandes propiedades de tierra más tradicionales. Esta clase alta no era tan pequeña como lo había sido antes, pero como efecto del hecho político de la independencia recayeron en sus manos ciertas funciones de toma de decisiones y administración que previamente correspondían a una monarquía distante y a sus agentes coloniales. Este logro, sin duda importaba más que la necesidad de compartir el poder con otra gente del lugar. En una perspectiva comparada, se podría todavía argüir que la dirección del cambio social en la América española –y también el de la portuguesa, aunque el Brasil de alguna manera ha sido descuidado en esta parte de la discusión– era comparable a la de la América inglesa, e inclusive se puede decir que el grado del cambio era comparable. La principal diferencia está en el punto de partida, tanto política como socialmente las colonias inglesas estaban mucho más cerca de alcanzar las metas del liberalismo burgués que las españolas. Para las primeras, la Guerra de la Independencia en un último análisis trajo más de lo mismo; para América Latina lo que trajo fue algo diferente, pero todavía mezclado con mucho de lo mismo.

 

NOTAS

1 Para una compilación de textos sobre el tema véase Lewis Hanke (ed), Do the Americans Have a Common History?: A Critique of the Bolton Theory (New York, 1964).

2 Para ver un ejemplo de las autoridades citadas: David Bushnell, “El modelo angloamericano en la prensa de la emancipación: una aproximación cuantitativa de su impacto” apéndice a Javier Ocampo López, La independencia de los Estados Unidos de América y su proyección en Hispanoamérica. El modelo norteamericano y su repercusión en la independencia de Colombia. Un estudio a través de la folletería de la independencia de Colombia (Caracas, 1979).

3 Ver, por ejemplo, de Manfred Kossok, “La imagen de Robespierre en Latinoamérica (1789-1825)” en: La revolución en la historia de América Latina: Estudios Comparativos (Havana, 1989), pp. 209-218.

4 John Lynch, The Spanish American Revolutions 1808-1826 (New York, 1973), p. 7 y la nota 5, p. 349, donde generosamente atribuye el concepto a David Brading.

5 No solamente los fracasos británicos sino también los otros aparecen expuestos lúcidamente en David Patrick Geggus, Slavery, War and Revolution: The British Occupation of Saint Domingue 1793-1798. (Oxford, 1982).

6 Para el caso de la Argentina, véase David Bushnell, Reform and reaction in the Platine Provinces, 1810-1852. (Gainesville, Fla, 1980), Capítulo 1, que incluye referencias a paralelos liberales españoles.

7 Fue “saludada... con entusiasmo” como dice Anna de los criollos de Ciudad de México. Ver Timothy Anna, The Fall of the Royal Government in Mexico City (Lincoln, Nebraska, 1978), p. 108. En la Antigua capital de la Florida española, San Agustín, todavía hay una Plaza de la Constitución y un Monumento a la Constitución en honor no a la Constitución de Filadelfia, sino a la de Cádiz.

8 Antonio Cussen, Bello and Bolivar: poetry and Politics in the Spanish American Revolution (Cambridge, 1992).

9 Robert McCluen Calhoun, The Loyalists in Revolutionary America (1760-1781). (New York, 1965), p. 501.

10 Neil Macaulay, Dom Pedro: The Struggle for Liberty in Brazil and Portugal, 1798-1834 (Durham, N.C., 1986) pp. 181-5.

11 Respecto a los indios ver Barbara Graymont, The Iroquois in the American Revolution (Syracuse, N.Y, 1972) y James ODonnell, Southern Indians in the American Revolution (Knoxville, Tenn, 1973).

12 Robert Middlekauf, The Glorious Cause: The American Revolution 1763-1789 (New York, 1982) pp. 549-55 da una visión panorámica de los realistas, estimando que eran más o menos cerca de un quinto de los colonizadores.

13 Middlekauf, Glorious Cause, pp. 556-7.

14 William S. Robertson (ed.) The Diary of Francisco de Miranda: Tour of the United States 1783-1784. (New York, 1928), e.g., pp. 82-3.

13 Middlekauf, Glorious Cause, pp. 556-7.

14 William S. Robertson (ed.) The Diary of Francisco de Miranda: Tour of the United States 1783-1784. (New York, 1928), e.g., pp. 82-3.

15 Tulio HalperínDonghi, “Argentine: Liberalism in a Country Born Liberal”, en Joseph L.Love and Nils Jacobsen (eds), Guiding the Invisible Hand: Economic Liberalism an the State in Latin America (New York, 1988), pp. 99-116.

16 Gordon Wood, The Radicalism of the American Revolution (New York, 1992).

17 Chilton Williamson, American Suffrage: From Property to Democracy. 1760-1860, (Princeton, 1960), Capítulos 6 y 7.

18 William M. Wiecek, The Sources of Antislavery Constitutionalism in America. 1760-184 8. (Ithaca, N.Y., 1977).

19 Ver, por ejemplo, Kossok, La revolución en la historia de América Latina, pp.139-40 y passim.

20 Para el caso de Nueva Granada específicamente, ver la disertación altamente sugestiva de Víctor Manuel Uribe Durán, “Rebellion of the Young Mandarins: Lawyers, Political Parties and the State in Colombia, 1780-1850”, Unpublished PhD thesis, University of Pittsburgh, 1993.

 

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