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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.22-23 La Paz  2009

 

ARTICULO ORIGINAL

 

La revolución de la Intendencia de La Paz*

 

 

Manuel María Pinto

 

 


 

XI

Muy de ligero hemos de tocar los asuntos de ésta que llamó D. Gabriel René Moreno la primera revolución en la América española, porque la sumariedad del objeto veda prolijidades del puro dominio de la crónica. No es posible, asimismo, pasar en silencio el temperamento esencialmente republicano del Partido de Yungas y particularmente de su capital, la noble Villa de San Bartolomé de Chulumani, suerte de cabo y remate de las expediciones al Dorado. Esta portentosamente rica villa había venido a ser el natural refugio de esas almas del siglo XV que tuvieron por norte la aventura. Era partido tan levantisco e independiente como Potosí en la época de los Vicuñas y su refinada tradición no cede a cualesquiera de las otras ciudades coloniales, mucho más si era obligado pongo o paso de las entradas al Paitití y ya notable en época indigenal.

La retirada de los Hancoallus a los Yungas meridionales, como consecuencia del concierto de Paucaray, no tuvo, seguramente, por objeto la independencia, para esto les bastaba entrar, como sus aliados chankas, en la confederación: pero tan ostensible era el postulado político de ésta que suscitó la suspicacia indígena y con ella el convencimiento de una perpetua anarquía: entonces, ¿cuál mejor región que la meridional del Collasuyu confinante con los Carabayas cuya conquista habían asistido? Allí, pues, se establecieron difundiéndose hasta los Yungas de Cochabamba donde les halló Alonso de Alvarado; donde también les halló Juan Pérez de Guevara, en su jornada de Rupa-Rupa, que relacionó en Mocomoco, donde le alcanzaron los pucaranis de su encomienda; visitados más tarde por Diego Alemán que pereció con sus compañeros, a excepción de Francisco de Arroyo y Juan de Frías. Ciertamente tales fueron las riquezas de este Paitití, dependiente de Kopakawa, que no sabiéndole ubicar le reputan por Florida mitológica. Según el memorial de Juan de Alvarado, natural de Cochabamba, este repartimiento era del Cacique Guamán, que cuando la rebelión de Mango-Inga fue con 1500 indios desde Cochabamba hasta Cajamarquilla, prendió a Cayotopa y a los que con éste venían, mandando quemar en Cochabamba hasta 30. Este partido, pues, fue centro de la resistencia alto-peruana durante la magna lucha de veinte años (1805-1825), y como fue el Dorado para la colonia fue la palestra de la independencia.

* Reproducimos aquí los capítulos 11 y 12 del libro La revolución de la Intendencia de La Paz, escrita por el poeta e historiador paceño Manuel María Pinto en 1909 con motivo del primer centenario de la revolución de 1809. Hemos suprimido las varias notas que remiten a los Apéndices documentales que Pinto añadió a su investigación original.

Desde la revolución de 1781 ya había prevalecido este poderoso partido, obligando a la fuga a los europeos. D. José Ramón de Loayza, que comandaba las fuerzas, teniendo a D. Pedro Domingo Murillo por teniente, primero, y capitán después, tuvo que retirarse desde Irupana hasta Cochabamba convoyando las familias europeas y librando cada día encarnizados combates, pues las huestes mestizo-indígenas le habían cerrado el paso a la Paz y le tenían sitiado por hambre. En esta penosa jornada destacóse la figura del futuro caudillo, y el informe de su Comandante es harto significativo, no solamente del valor y pericia del patriota que abandonaba mujer e hijos en cumplimiento del deber militar sino también de la futura inteligencia de

D. José Ramón de Loayza con el conmílite. Por esta misma época y hasta principios del siglo XIX, los frayles del Convento de Nuestra Señora de los Ángeles, del orden de S. Francisco, procuraban el engrandecimiento de su nación de Mosetenes, hasta que el P. Marti obtuvo la real licencia para fundarla, llevando de esta manera la palabra del Evangelio hasta los afluentes occidentales del Madre de Dios y procurando al rico partido de Yungas esta salida al Atlántico.

Este centro revolucionario no se paraba a mitad del camino: era radical en sus ideales republicanos. Apenas tuvo conocimiento, y algo tarde por ocultación del Subdelegado D. Cristóbal García, del movimiento del 16 y de la reconcentración en el Cabildo de la suprema autoridad, cuando, sin disfrazar su pensamiento e invocando lealmente la independencia absoluta, se dirige al comisionado exponiendo sus intereses y objetivos de ineludible cumplimiento: suspensión del cacicazgo y creación de Cabildo propio con ofrecimiento de recaudación gratuita de los tributos. Este memorial, dislocado de forma pero enérgico en el fondo, es quizá el documento capital de su programa revolucionario. Debe advertirse que este partido tenía dos motivos principales para anhelar la absoluta independencia: la necesidad de un gobierno inmediato para la administración de pronta y ejecutiva justicia, por la multiplicidad de las contenciones que su rica vida económica suscitaba; y el localismo que no se avenía ni consentía que Irupana, inferior a Chulumani y aun a Coroico, tuviera alcalde y no le tuviera la capital del partido. Fuera de estas razones ambientes militaba también el engreído espíritu yungueño, que, solicitado como caja inagotable, no se avenía con el régimen de perpetua minoridad a que estaba sometido, cuando sus inagotables riquezas y el desarrollo intelectual de sus habitantes, en su mayoría criollos y de la buena cepa de los ilustres conquistadores, pugnaba por cierta preponderancia que en justicia se merecía y por la que todavía lucha con la tezonera alma de sus progenitores

La revolución confió a D. Manuel Victorio García Lanza la comandancia general de este partido, y el mártir de las juntas no encontró tropiezos en su gestión, antes, contagiado por el espíritu de la falange platense que desacreditaba la república como un sueño de imposible realización, quiso moderar los impulsos de las aguerridas huestes relajando así la cohesión y disciplina de las mismas. No es culpa del diputado a Charcas haber llegado tarde y enfermo de desconfianza a un centro revolucionario cuyo programa no admitía disfraces ni atenuaciones de lealismos reputados por apéndices ridículos. Pérdida y grande fue no haber aceptado llanamente la bandera del rico y poderoso partido, y el error político tradújose, más tarde, en las sangrientas rotas de Irupana. Asimismo, la virilidad de sus habitantes y la porfía en la persecución de sus ideales hizo concebir al caudillo y a la falange anárquica de ultima hora, la retirada a ese centro de resistencia, sino favorable para el triunfo amurallado naturalmente contra las sorpresas, es decir apto para la lucha de guerrillas por los accidentes del terreno; pensamiento que adoptaría más tarde el hermano menor del actual caudillo Lanza.

Tampoco debemos pasar en silencio cada uno de los matices del pensamiento revolucionario: de otra suerte no sería posible la cabal inteligencia de sucesos en apariencia contradictorios. Como tenemos dicho, había evidente disparidad entre los revolucionarios de principios del siglo y los elementos adventicios atraídos por la grande república como terreno único para el progreso de las ideas de independencia y total o parcial autonomía de la Colonia. Los nativos exigían simplemente la implantación de las repúblicas municipales, sin perjuicio de un anfictionado americano de comunas libres, política y económicamente; los sectarios de Buenos Aires y de Tucumán, educandos de Córdoba, Charcas, el Cuzco o Lima, no repugnaban en principio el sistema monárquico, eso sí pretendían uno propio que alejara esa nube de intermediarios que, perturbando el juego de los resortes de la autoridad, hacían odiosa la administración de la Corona, por las medidas que en beneficio propio, aun cuando en nombre de la regia autoridad, prodigaban a diario, en desmedro de cada interés local. Estos elementos adventicios, inorgánicos por fuerza de su idiosincracia, reconocían como jefe al tucumano D. D. Antonino Medina, y, bajo simples esperanzas que nunca tenían ejecución, aconsejaban la resistencia y prometían adherencias que jamás se obtuvieron: filósofos divagantes entre los médanos que el huracán revolucionario movía y empujaba hasta su final destino, fueron, antes que coadyuvantes, elementos entorpecedores de la marcha directa hacia la independencia. El pensamiento autónomo se bifurcó también en dos distintos matices: los francos y radicales localistas, que no admitían el injerto de ideas extrañas y nocivas de su ideal organizado ya en la lucha de los que llamó quince años Goyeneche; los elementos moderados, que perseguían con igual tenacidad la independencia local, pero que con la prudencia que rige las justas y cabales aspiraciones, no comulgaban con los radicales ni mucho menos con los allegadizos. Finalmente el elemento anárquico, solidarizado con la revolución por coincidencia de apetitos más bien que por comprensión de los altos objetivos que se perseguían, elemento advenedizo de reclutas ambulantes, suerte de microbios sociales que el fatalismo de toda alteración atrae generalmente como epidemias precursoras de catástrofe. Los doctores Juan Basilio Catacora Heredia y Gregorio García Lanza, el preceptor de latinidad D. Buenaventura Bueno, el meritorio alguacil D. Mariano Graneros, y D. Melchor Ximénez, eran radicales pronunciados; el Comandante general, el Alcalde Provincial y el Cabildo eran núcleo del elemento moderado; y el cuociente de energía, es decir, el elemento anárquico, no tenía aún cabeza visible, porque era un conglomerado latente pero no todavía pronunciado. El mismo elemento moderado se subdividía en dos tendencias virtualmente contrarias: los pacifistas, que apadrinaban Yanguas en el Cabildo e Indaburu en el Ejército, y los obstinados, que dirigía D. José Ramón de Loayza en el Cabildo y D. Pedro Domingo Murillo en el Ejército.

La Revolución venía pues al mundo con el estigma de sus facciones. Solidarizados, moderados y radicales, desde el principio, asistieron a la escisión del primer elemento. D. Juan Pedro Indaburu y el alcalde Yanguas propendían a su propio engrandecimiento, pero eran resistidos por todos los demás componentes de esa cantidad heterogénea imposible de reducir a un común denominador. Triunfó el partido moderado de Loayza con el otorgamiento de la comandancia general a D. Pedro Domingo Murillo y postergación del engreído Indaburu, que en el primitivo plan había sido designado como Comandante General de toda la provincia y por ende con autoridad superior al comandante de la plaza. Pero este hecho fue síntoma de un pronunciado dislocamiento que inhibiría los factores y abriría el campo a la anarquía.

El primer choque, o, si se quiere, la primera desinteligencia tuvo lugar con motivo de la causa a instruirse al ex gobernador y obispo dimitentes. Concurrieron radicales y moderados yanguistas, aquéllos para exteriorizar los vicios de las autoridades, éstos para complacer a los radicales que habían renegado o sospechaban de la intemperancia y autoritarismo de Indaburu; concurrió también el elemento adventicio para significar el carlotinismo de las autoridades depuestas y, por consiguiente, para poner antifaz de fernandinos a los revolucionarios de julio. El hecho era completamente inútil una vez que se había obtenido la renuncia de ambas autoridades, y también, hasta cierto punto, desleal con Dávila que, amén su codicia, había siempre cerrado los ojos o socapado ostensiblemente la revolución. El prelado se humilló inútilmente solicitando una conferencia al Cabildo en términos que exteriorizaban su absoluta sumisión: el partido yangüista, que aspiraba a recobrar su preponderancia, cerró el camino a toda inteligencia y se procedió a la publicación, por pregones, de la causa. Parecería que tan liviano asunto no tuvo importancia alguna y sin embargo fue éste uno de los más graves capítulos de cargo al tiempo de la liquidación; porque también, en la referida causa, se puso de manifiesto la complicidad de Goyeneche. D. Pedro Domingo Murillo tuvo que ceder para no comprometer la revolución, pero el inflexible Alcalde provincial no sólo hizo oportunas y muy enérgicas representaciones, sino que manifestó en pleno Cabildo “que antes se dejaría cortar las manos que suscribir el auto que ordenaba la instrucción de la causa”.

La bifurcación del Cabildo tuvo todavía mayor significado al tiempo de la aprobación del Plan: éste era el programa de los moderados loayzistas, que desde fines del anterior siglo venían conspirando por el propio gobierno con absoluta independencia de la península. Era también programa de los disidentes, que con Indaburu se habían adherido desde antes del 30 de marzo, porque, como ya tenemos dicho, Yanguas e Indaburu no fueron extraños al pronunciamiento del Jueves Santo. Pero el plan contenía el nombramiento o confirmación de Murillo en el cargo de Comandante General: mal de su grado, tuvo que concurrir Yanguas al Cabildo abierto en que se aprobó el Plan, ya que hubiera preferido retirarse cuando se trasladaban de la Sala Capitular a las casas pretoriales, “a donde para su mayor seguridad y extensión se retiró el Ayuntamiento” de los solos tres cabildantes: Yanguas, Loayza y Bustamante, que fueron también los únicos que aprobaron en todos los artículos que contenía el programa de 1805. Notable es la deserción del Cabildo al tiempo de aprobar el más alto de los documentos revolucionarios: único en los fastos de la independencia hasta más allá del Congreso del Tucumán, y esta deserción sólo se explica si se tiene en cuenta que la implantación del mismo fue contraria al yanguismo solidarizado, en esos momentos, con radicales y adventicios, en la causa contra Dávila y La Santa.1

Los elementos anodinos o revolucionarios tibios que seguían el programa yangüista hicieron liga con D. Antonino Medina y seguían sus inspiraciones. Bajo de éstas se verificó el supuesto Cabildo abierto del 19 de Julio, propiciado por el D. D. Joaquín de la Riva y conducente a disfrazar la revolución. Este Cabildo abierto era de afiliados yangüistas que sellaban su programa de alianza con el capítulo de la defensa a Fernando VII y acusaban a los pretendidos o reales carlotinos: pero el Cabildo por toda resolución mandó que los diputados del pueblo hicieran sus pedidos en orden para consultar el más pronto y expedito despacho. Los mismos yangüistas, siempre al acecho de popularidad, provocaron el destierro del ex comandante general D. Diego Quint Fernández Dávila, so pretexto de que conspiraba contra la causa revolucionaria. La facción había también trabajado las milicias acuarteladas, y así D. Pedro Domingo Murillo tenía que dirigirse al Cabildo, al día siguiente, manifestando que las tropas no eran todas de su confianza y que habían tomado con cierto entusiasmo la causa que defendía negándose a recibir la suma destinada a propinas y pidiendo que el derame se hiciera al pueblo, pues las milicias sólo aceptarían al prest que les correspondiera. En esta misma nota el Comandante General, con cierto tono de amenaza, manifiesta que las tropas no encontraban razonables las juntas subrepticias que se realizaban en el Palacio y que las tales no hacían sino perturbar la tranquilidad pública. Esto equivalía a prevenir a los yangüistas y sus aliados que las fuerzas de la plaza vigilaban y sabían a qué atenerse. El Cabildo decretó el correspondiente auto, que se publicó por bando, vedando que se hicieran suposiciones o se diera asenso a manifestaciones capciosas tendientes a perturbar el sosiego púlico y la confianza que se debía tener al juramento de lealtad prestado por los europeos en reciprocidad a la unión que los americanos prometían. Felizmente inspirada la advertencia del Comandante de la plaza, moderó la reacción anárquica que se insinuaba, y el proceso revolucionario pudo esperar otra fortuna si fuera más homogéneo y esas aspiraciones alborotadas por la independencia hubieran hallado su conjunción de finalidad. No hubo ésta en los hombres que encarnaban el sentimiento público; tales como robles centenarios perdidos en las vegetaciones lujuriantes de una selva pródiga, cerrándose recíprocamente el espacio indispensable para su desarrollo, se ahogaron marchitando sus energías.

La historia de esta primera y grande revolución, oscurecida por el juego no siempre bien definido de sus facciones, dificúltase por la confusión adrede provocada en los voluminosos procesos. Alguien, con escaso criterio jurídico, ha pensado motejar a D. Bartolomé Mitre cuando observó que los mártires habían sido victimados sin forma ni figura de juicio, queriendo presentar como tales juicios el montón de expedientes así llamados y que sólo demuestran que las víctimas, señaladas de antemano, estuvieron inhabilitadas para la defensa por el procedimiento inusitado que obstruía toda clase de pruebas o no dejaba que se produjeran, como ocurrió, entre varias otras, con el reconocimiento de la carta-oficio de Vercolme que comprometía, a Jaén, su palabra de honor y la de Goyeneche, asegurándole que no sería molestado. Para los que piensan que hacinar papel y procurarse un fedatario de la talla de D. José Genaro Cháves de Peñalosa, es suficiente para presentar el simulacro de una causa, naturalmente nadie negará que la hubo, pero para aquellos que creemos que la vida humana merece otros respetos y estamos habituados a conceptuar los resortes legales como suprema garantía de la convivencia humana, no hubo forma ni figura de juicio, y basta señalar el hecho de que el 21 de enero principiaron a correr los seis días de la prueba de plenario, cuya prórroga se denegó; el 27 del mismo enero se pronuncia la inicua sentencia y el 29 se la ejecuta, sin que mediara el tiempo suficiente para estampar o caligrafiar el centenar de declaraciones y certificados, y mucho menos para motivar un fallo de antemano pronunciado, como se puede certificar con el oficio de Goyeneche que indica las víctimas indispensables y la pregunta 3a. del interrogatorio fiscal del 23 de diciembre.

XII

Una vez que hubieron prestado los españoles el juramento de fidelidad a los americanos y mientras se cumplimentaba, por Sagárnaga y Monroy, la recolección de armas conforme a lo prevenido por el bando, se decretó (18 de julio) el registro de la casa y de la hacienda de Cebollullo, de propiedad del europeo D. Jorge Ballivián. Éste y su hermano Ramón ejercitaban el comercio de empeños, y de esta guisa, sea por la natural malquerencia que este género de negocios provoca o porque dispusieran de las Cajas Reales para el menguado ajetreo, habían suscitado en su contra la odiosidad pública, y en la noche del 16 grandes y poderosos esfuerzos tuvo que hacer D. Mariano Graneros para impedir que, por represalia, incendiara el pueblo las casas de usura. El registro obedecía a la presunción de que la referida hacienda de Cebollullo era cuartel y parque de los europeos, y no debieron ser tan vagas e infundadas las sospechas de los revolucionarios cuando los desertores, que fugaron a Cochabamba, refieren que en Cebollullo se fundían cañones. Comisionado para la requisa D. Antonio Lecaros, despachó su comisión con inusitada rapidez informando con resultado negativo, al propio tiempo que D. Jorge Ballivián se dirigía al Cabildo, suplicatoriamente, haciendo saber que había permitido la requisa y cumplimentado al requisante. Sea corno fuere, el hecho es que los referidos Ballivián discretamente desaparecieron y sólo al tiempo del proceso ocurrió D. Jorge, con sus empleados, a declarar en favor de Graneros.

Por esta fecha ya el activo Comandante, secundado eficazmente por Indaburu, Arroyo y Manuel Cossío, contaba con 1200 hombres perfectamente armados. Continuando, como la circunstancia exigía, el enrolamiento de voluntarios, a fines del mismo julio el ejército de la patria, o de la “reunión nacional”, contaba mas de 3000 hombres. El cuadro que publicamos en el Apéndice, por primera vez completo, teniendo en cuenta que las compañías no bajaban de 80 plazas, da una idea de las fuerzas militares que podía oponer la revolución. El Cabildo, celoso guardián de la economía nacional, quiso moderar los gastos militares limitando el número de compañías, pero el pueblo irrumpió en la Sala Capitular y exigió el alistamiento general, en el Acuerdo y Cabildo abierto del 19 de julio. EI entusiasmo público no conocía límites y todas las clases sociales, gremios e individuos de todas las profesiones y empleos, concurrieron a defensa, comprando algunos sus plazas con donativos respetables, como D. Vicente Medina y el Capitán de la Sala de Armas. Los adolescentes estudiosos acudieron también solicitando plazas de cadetes y con habilitación de oficiales, como Manuel Herrera, Ponferrada, Prado, lturralde, Rodríguez, Murillo, Manuel Pacheco, Gonzáles y los abanderados Francisco y Cristóbal Pacheco. Adoctrinaba las milicias, como más inteligente en la materia, el Sargento Mayor D. Juan Bautista Sagárnaga, subteniente que había sido de milicias disciplinadas, abogado de la Audiencia de Charcas y regidor perpetuo de la Ciudad. D. Juan Pedro Indaburu atendía el parque e intendencia militar, cuidando de la fabricación de los cañones, pólvora, chispas y otros artículos indispensables, para lo que utilizaba a Arroyo y Monterrey. Por fin llegó momento en que habían 9 compañías de infantería, 2 de caballería, 2 de artillería, 8 compañías urbanas, fuera de las de empleados, pardos, morenos y otras provinciales cuyos contingentes eran superiores por el número de indígenas, como resulta de la referencia del Protector de naturales de Pacajes, D. Eugenio Romero, según el cual tenía en su partido 1.400 españoles y 16.000 indios dispuestos para defender la patria.

La hacienda de la Intendencia estaba suficientemente provista de fondos y la saludable medida de retener el numerario, dictaminada por el Plan de Gobierno, hizo que la Caja Real estuviera suficientemente provista así de moneda del real rostro (a estilo de tabelión), como de barras de plata, después de las ingentes erogaciones, y así todavía pudo entregarse a Ximénez, el 18 de octubre, $ 23.500, cuando ya había fracasado completamente la revolución. Ninguna de las secciones de la Colonia podía contar con los elementos que contaba La Paz y para el convencimiento basta compulsar las cifras de los alcances y mantenimiento de milicias (1) con el informe que el tesorero y contador de Charcas, D. Manuel Delmado y D. Feliciano del Corte, respectivamente, elevaron a Nieto, y con el dato que suministra el historiador Mitre, relativamente al estado de la hacienda del Virreynato y el déficit de su presupuesto ordinario en 1810, para darse cuenta del poder y riqueza de La Paz. Mientras Chuquisaca gastaba, a duras penas, alrededor de 29.000 $ y Buenos Aires necesitaba 200.000 $ para cubrir su déficit, La Paz, sin grandes esfuerzos, podía gastar una suma igual a esta última, el tucumano Medina pedía a las concepcionistas otra igual cantidad para evitar las extorsiones del bando anárquico, y con la circunstancia de que las subdelegaciones tenían retenidos sus caudales, como ocurría con la de Sicasica, donde D. Hermenegildo de la Peña, primo hermano de D. Antonino Medina, tuvo que entregar a la fuerza alrededor de 17.000 $ al alcalde D. José Ramón de Loayza, que los remitió al Virrey Cisneros. Debe advertirse que para la época las decenas de millares significaban económicamente como los millones de nuestros días. Es todavía de notar que el presupuesto charquino cubrió los gastos desde el 28 de mayo hasta el 22 de diciembre de 1809, mientras que el de La Paz sólo abarca desde el 17 de julio hasta el 25 de octubre del mismo año 1809, es decir, la mitad del tiempo de aquél. Sin estrecheces económicas y en un ambiente de moralidad que el mismo cuadro de gastos atestigua, la poderosa Intendencia podía cifrar cabales esperanzas de triunfo, si no envenenara esa saludable atmósfera el elemento advenedizo. La segunda quincena de julio y primera de agosto era la valerosa ciudad como un enorme arsenal donde a porfía se adoctrinaban los habitantes, se fundían cánones, se fabricaba pólvora y balas, se construían lanzas, piafaban las caballerías en los festivos ejercicios del arma, y no se oían sino los marciales tambores y clarines solicitando a los esforzados ánimos al cumplimiento del supremo deber que reclama la patria.

Aprobado el Plan e inaugurado el nuevo sistema de gobierno, antes se había procurado satisfacer una aspiración económica y el doctor Don Joaquín de la Riva, con motivos puramente personales para el juicio del analista, redactó la solicitud de condonación de las deudas en términos que despiertan la sospecha de las nuevas teorías administrativas, cuando se insistía en la significación del valor pasivo del deudor al fisco y de la pesada herencia que reataba, a tan lamentable extorsión, el esfuerzo de la familia, cegando los estímulos humanos que alimentan la máquina productora por excelencia que es el hombre. Un detalle que nos refiere D. Manuel Josef Cossío, en su declaración preventiva, explica el entusiasmo popular. En prenda de las deudas al fisco guardaba la Real Caja copia de alhajas que representaban santos recuerdos de familia: la devolución de esas preciosas y suspiradas prendas movió el entusiasmo público. El Cabildo prestó su acuerdo a la solicitud popular. Cierto es que no se incineraron la totalidad de los documentos y que, por ardid de Casellas, Vargas, Mariano Talavera y otros, se reservaron la mayor parte si no todos los justificativos y todos los Libros Reales, existiendo también en Buenos Aires los comprobantes, de manera que más fue simulacro complaciente que efectiva remisión que acordó el Cabildo. Para comprobar acabadamente que no se verificó el acuerdo basta confutar las siguientes fechas: la solicitud fue presentada y proveida el 20 de julio y la incineración tuvo lugar en igual fecha, y el 8 de agosto próximo, D. Tomás Domingo de Orrantia comunica al Cabildo haber recogido todos los expedientes relativos. El escribano D. Mariano del Prado nos hace saber: “que llevó expedientes y Registros a la Sala del Cabildo, de donde, después que se desocupó a poco la gente, pudo escapar los Registros y ninguno entró a la quema”. Podríamos informar el acerto con otras varias y respetables declaraciones, pero basta al efecto la del honrado fedatario. Aun cuando no tuvo lugar la incineración, el Cabildo mantuvo honradamente su proveido durante el periodo de su gobierno y así, a título de compensación, ordenaba al Cacique de Calamarca procurara proveer plomo y salitre, habilitaba las casas del Oídor Medina y de Crespo para recinto de la Junta y cuartel respectivamente, por haber sido beneficiadas las sucesiones de los tales con la remisión de las deudas; y como resultaba que la medida era más en provecho de los ricos que de los verdaderamente necesitados, D. Buenaventura Bueno, en su calidad de miembro del departamento de hacienda, significaba a la Junta la necesidad de insinuar los beneficiarios de la condonación que practicaran donativos para la defensa de la patria en la medida de su beneficio.

La raza indígena no fue tampoco olvidada. Los artículos de su comercio denominados efectos de la tierra y que no eran otros que los artículos de primera necesidad, fueron exonerados del pago de sisa y alcabala, incrementando con esta saludable medida el comercio interior. A este mismo efecto solicitó la Junta se dirigiera comunicación a todas las Intendencias insinuándoles no paralizaran el comercio con el mercado de La Paz. Comerciante e industrial por excelencia, esta población cuidaba más de la tranquilidad pública y de la confianza mercantil, siendo cada uno de sus habitantes celoso vigilador del orden, porque cifraba su prosperidad en su propia riqueza y en el juego de sus valores en el mercado, salvaguardando aquélla y propiciando éste a base de tranquilidad; y sin que su objetivo revolucionario, absoluto y por ende económico, impidiera la consecución de tan nobles aspiraciones. No hay una sola palabra ni testigo, por menguado que sea, que no pare la atención en el desarrollo circunspecto y a todas luces honrado, en el respeto por la vida y la propiedad, en la normal y sana tarea de ese pueblo movido a un solo impulso revolucionario pero con una bandera limpia como sus ideales2.

La revolución abrigaba fundadas zozobras mientras los nuevos subdelegados no se hicieran cargo del gobierno de cada uno de los partidos, porque la enorme densidad de los mismos, con población en su mayor parte indígena pero aguerrida, solicitaba cuidados inmediatos y directos. El primero de los sobresaltos ocurrió con motivo del rumor de una presunta invasión de indígenas concentrados en Guarina: de donde la prisión de los subdelegados Arze y Ramos, verificando la de este último D. Juan Pedro Indaburu, en el inmediato pueblo de Achocalla, a altas horas de la noche del 23 de julio. Con este motivo se apresuraron las comunicaciones y viajes de los nuevos subdelegados, quedando cesantes con los dos antes nombrados: D. Cristóbal García, D. Juan Francisco Ribero y D. Idelfonso Ramos Mexía, que lo eran de Yungas, Larecaja y Pacajes respectivamente. Obedeciendo a iguales sugestiones pidió la Junta que se intervinieran las correspondencias de Prelado y Gobernador dimitentes, y tal medida, con el beneplácito de los damnificados, evidenció los dañados propósitos del obispo y las medidas que había tomado Dávila para ausentarse, y juntamente la orden del virrey Liniers, retenida sin motivo por el ex gobernador, conducente a dejar sin efecto el monopolio de tabacos, para desarraigar el contrabando que a la sombra del dicho monopolio prosperaba. Contraído el Cabildo a inducir en el público tranquilidad y confianza, dictó autos que mandó publicar por bando, recomendando la unión y buena armonía, el alumbrado, la prohibición de juntas secretas, la clausura de los locales de expendio de bebidas, las murmuraciones sediciosas y otras medidas de igual estilo que podrán contemplarse en los relativos Bandos. Al mismo efecto y a incitación del Cabildo, el eclesiástico ordenó que comparecieran en la capital todos los curas europeos bajo pena de suspensión. El cura de S. Sebastián, D. Francisco Isaura, y su ayudante, don Francisco Rodríguez, que se habían permitido licencias de tarabilla, fueron depuestos a solicitud del pueblo. En el mismo orden de prevención ordenó el Cabildo que ningún habitante abandonara la ciudad sin correspondiente pasaporte otorgado por la Comandancia general.

Estos temores públicos trascendieron a las milicias, donde los elementos yangüistas procuraban soliviantar opiniones, y con este motivo Murillo se dirigía al Cabildo en estos términos: “Acabo de saber por sujetos fidedignos de la Plebe, que ha determinado V. S. se practique ante el Coronel Diego Quint el alistamiento de los individuos de primera clase, y éstos al paso que han ofrecido la reunión en masa, aspiran también a una división tan manifiesta indicada en las denominaciones de Pueblo Alto y Pueblo Bajo. V. S. me tiene conferido el comando de armas de esta Plaza con todas las funciones que le son anexas, como conducentes al sosiego popular y no obstante esto ha tenido a bien tomar resoluciones contrarias, que ya desde ahora se preveen indispensables”. La singular y enérgica representación puso en vereda al Cabildo, que le confirmó en el carácter de Comandante, reconociéndole las funciones privativas de su empleo y concluyendo su oficio con estos términos: “sirviéndole este de más que satisfacción”. Las denuncias de juntas secretas eran frecuentes y ya se sindicaban como puntos de reunión determinados conventos. En este orden merece anotarse la representación que la Junta Extraordinaria dirigía al Cabildo, el 24 de julio, diciendo: “que ha llegado a su noticia por conductos seguros que desde las nueve de la noche adelante se forman, en varias casas de esta ciudad, juntas secretas en las que se habla con libertad y deshonor contra las operaciones del 16, y pide por ello se imponga el último suplicio a los que califiquen aquellas operaciones de traición y perfidia, y se publique bando”. El Cabildo, inspirado por aquellos contra los cuales se dirigía la representación, dictó este singular proveido: “En todo como se pide ampliando contra todas las que forman los criollos en odio a lo señores europeos”. De aquí el bando del 24 de julio (1).

Combatidos eficazmente los temores, se afianzó una relativa confianza, y, nombrado Coronel D. Pedro Domingo Murillo, Teniente Coronel D. Juan Pedro Indaburu y Sargento Mayor D. Juan Bautista Sagárnaga, pudo creerse que había concluido la querella, mucho más con el alejamiento de Quint Dávila a su hacienda en Larecaja, de donde no debía separarse sin previa licencia.

Como consecuencia de la aparente armonía reunióse la Junta el 25 de julio, en casa del alcalde Yanguas, para celebrar el fausto acontecimiento de la inauguración del nuevo gobierno y su plan. El Pueblo, previamente anoticiado, concurrió a la calle de Yanguas, y el acaudalado porteño y miembro de la Junta, D. José María de los Santos Rubio, echó desde la ventana sendos zurrones de monedas de plata, perpetrando, como en la tradicional ceremonia de las Juras, el derrame, panem et circensis. No fue menos imponente la ceremonia de posesión del coronel Murillo: revistaron las compañías recientemente uniformadas, y los europeos, contrarios a la revolución, que contemplaron la ceremonia, se manifestaron temerosos, y así nos refiere el anónimo: “El 22 a las once de la mañana se formaron todas las milicias del antiguo Batallón, hoy tropas veteranas, las nuevamente alistadas y el Escuadrón de la Caballería, en la Plaza; sacáronse las banderas y fueron colocadas en medio de las tropas veteranas, y en seguida Murillo con un trozo de Granaderos pasó al Cabildo y en compañía de toda la Junta de Gobierno, custodiado por la escolta dicha, y gran golpe de música, se presentó al frente de sus tropas y se hizo reconocer en nombre de Fernando VII por Coronel Comandante de ellas y de toda la Provincia: también se dieron a reconocer a otros oficiales”. Más adelante, hablando de la instrucción, refiere: “Desde que aclara el día hasta las once no se puede transitar por la Plaza, entre tambores y soldados adiestrándose con el mayor empeño en el manejo de las armas: si el Todopoderoso no amenaza con algún aguacero para apagar las llamas, se incendiará la Provincia”. Seguro ya de sí mismo, el valeroso pueblo permitió que el prelado dimitente se retirara a una hacienda del Dr. Landavere, denominada Millocato, donde se mantuvo hasta su fuga a Irupana, tan perniciosa para la Revolución. Removió también el Cabildo, a instancias del pueblo, algunos empleados sustituyéndolos con los siguientes: Vista de Aduana, D. Buenaventura Bueno; Administrador de Tabacos, D. Tomás Orrantia, y administradores de igual ramo en Pacallo, D. Eugenio Montenegro, en Yanacachi, D. José María Nieto, en Chulumani, don Mariano Tapia, y en Irupana, D. Mariano Loza.

Hondas raíces de moralidad no podían sino hacer ferviente su sentimiento religioso encimado sobre las supercherías de la cacoquimia claustral: sentía como los fuertes varones del siglo XVI con tanta libertad en el entendimiento como verdad en el decir, sin las inercias y raquitismos de la decadencia cristiana, y así era capaz de las santas hiperdulías. Tenía simbolizado su credo civil, su harto querer de todo lo bueno, su tenaz batallar por la realización de la verdadera convivencia armónica, su ineludible necesidad de satisfacciones morales como cuociente de belleza; en la Inmaculada Virgen del Carmen, su tutelar Patrona y Madre siempre invocada, a cuya benigna sombra había soportado dos sitios con sus correspondientes hambres y perecimientos. Tomóla la revolución por Patrona de la santa causa y de sus armas, y el domingo 30 de julio de 1809, en la Iglesia del Carmen, con asistencia del Cabildo, Junta, milicias y todo el pueblo, tuvo lugar la augusta ceremonia de la Jura bajo el rojo estandarte de la pasión y sobre la cruz de la espada. El Regente de estudios del convento de Nuestra Señora de los Ángeles, del orden franciscano, don Juan de Dios Delgado, dijo el sermón de estilo, significando iguales conceptos a los que más tarde, el Cura de Tinguipaya, desde el púlpito de la Catedral de San Miguel del Tucumán, amplificaría con palabra de justicia: llamando a concordia y solidaridad con la causa a esas almas independientes pero por lo mismo indisciplinadas. Siguió en la tarde la solemne procesión sin precedentes. El honrado pueblo, en esta circunstancia, no tuvo sino un alma y era la noble que había heredado de sus progenitores3.

 

Notas

1 Según el certificado del Escribano Peñaloza, el día de la presentación del Plan al Cabildo Abierto, D. Juan Bautista Sagárnaga expuso al pueblo “que le diesen el tiempo al Cabildo para que los masticasen y que no conforme con lo que les expresó éste se apersonó al Sr. Josef Ramón Loayza que les dijo en la puerta a todos los que se hallaron en bastante porción: que todo lo tenían concedido” fs. 116. Expediente Nº 3.

2 Expediente Nº 18 fs. 32 y 33. La excención era para los efectos de labranza, bayetas sogas, costales, carnes saldas y frescas, granos y todas las especies abasto público, maderas y harinas. Los Ministros de Real Hacienda interpelaron si la libertad alcanzaba a la coca, y el Cabildo así lo proveyó.

3 Apéndice III C. Don José Rosendo Gutiérrez, en su Memoria histórica (tercera edición, La Paz, Imprenta del Ciudadano, 1878) refiere el proceso que el obispo instruyó contra La Virgen del Carmen, pag 32, y se remite, para mayores detalles, a su tradición La Virgen del Carmen, que publicó el papel titulado La Paz. No es posible aceptar como verdad histórica el hecho referido, pero teniendo en cuenta las modalidades anormales de D. Remigio de La Santa y Ortega y su ningún escrúpulo posible, y aun muy probable es que hubiera ocurrido el hecho que Gutiérrez anota así: “No tengo detalles sobre este grotezco (sic) y sacrílego proceso. Es, sí, sabido que la Virgen fue llevada de su templo al de San Agustín con rogativas públicas. En el atrio de esta última iglesia salió la imagen del doctor de la Iglesia al encuentro de la madre del salvador, fue allí despojada de las insignias que le pusieran los revolucionarios. Luego, con la cabeza desnuda, ella y el sagrado niño fueron introducidos al templo y depositados en él hasta el día siguiente, como en especie de reclusión. Una misa de expiación o purificación fue celebrada a la otra mañana, y luego el Padre de la Iglesia restituyó a la Santísima imagen y a su divino hijo la corona y el cetro que tenían anteriormente, terminando la ceremonia con una nueva procesión a Santa Teresa”. Para conocer la naturaleza de este obispo y la fe que merece la tradición, basta leer el recurso jurídico que presentó a Nieto el 8 de febrero de 1810, solicitando y obteniendo que se quemaran notas, oficios, vistas fiscales y sumarias, producidas en La Paz y Charcas, contra su persona, y el expediente N° 23, salvado de la quema por diligencia de D. José Ramón de Loayza que lo remitió al Virrey Cisneros y existe en el Archivo de la Nación de Buenos Aires.

 

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