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Revista Ciencia y Cultura

versión On-line ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.20 La Paz abr. 2008

 

 

 

Los mártires
Drama original en cuatro actos

 

 

Hermógenes Jofré

 

 


Personajes

•   General Jorge Hernán, ex Presidente de Haití
•   Dr. Agustín Caisedo, Ex ministro de Estado
•   General Crisóstomo Zamora
•   Dn. Francisco P. Lerma
•   Lorenzo Murcia
•   Alberto Zuleta
•   Luis Ubierna
•   Andrés Palma
•   Juan
•   Martín
•   Diego
•   Edelmira de Hernán
•   María del Riego
•   Coronel Mauro Tuerca, Jefe superior del norte de Haití, y Comandante General de Santo Domingo.
•   Coronel Pedro Cuesta
•   Leopoldo Núñez
•   Cayo Monje
•   Aparicio Dávila
•   Oficiales
•   Pueblo
•   Soldados

La escena sucede a mediados del presente siglo

 

ACTO PRIMERO

LOS BUENOS PATRIOTAS

Una noche en la plaza mayor de Santo Domingo, concurrida con varios grupos de paseantes, que poco a poco van desapareciendo

Escena primera

Núñez y Dávila (envueltos en sus capas, hablando a media voz)

Núñez: ¡Qué entiendes tú de política y sus arcanos...! Este es un número completo y de muy difícil solución, que sólo un hombre como yo, que se ha hecho docto en esta materia a fuerza de larga práctica y asiduo trabajo, puede explicar sus misterios.

Dávila: Calla, viejo petulante. Tú no puedes comprender que el camino más expedito en la carrera política, para llegar presto a su más alta cima, es el de la ambición audaz; lanzarse en toda revolución, bien tramada por supuesto, invocando frenético principios nuevos, pomposos y deslumbradores, los que mejor suenen en los finos oídos de los buenos patriotas... como tú y yo... bajo de condición, se entiende, de tres o cuatro grados, para mejor servir a nuestra muy amada y tiernísima madre patria. Sólo de este modo heroico puede uno ponerse, en un santo amén, al alcance de la pluma blanca.

Núñez: ¡Bah! ¿Tú, pichón de ayer, que apenas cuentas con veinte y cuatro horas de existencia, pretendes que tus ideas sean más juiciosas que las mías? Pues amiguito, el camino que tan cómodo te parece para dar cima a tus ambiciosas esperanzas es precisamente el más escarpado e inseguro.

Dávila: ¡Hola! Viejo zorro. ¿Conque más te gusta pasar la noche en monótono acecho, a trueque de una fruslería de un medio grado, sin arriesgar nada?... Pero dime, ¿No te empacha estar siempre con las orejas pegadas a las puertas y ventanas? Yo reniego ya de semejante oficio.

Núñez: ¡Quita allá! Pollino sin seso. ¡Tu boca aún huele a leche y ya quieres habértelas con un hombre cual yo, que bien puedo ser tu padre en edad y experiencia! Yo que en cien combates he oído silbar las balas de Laminié y Amstrón casi rozando el pabellón de mis oídos, te digo que es más prudente servir a la patria en su estado pasivo, contribuyendo a que ella se purgue de esos malos ciudadanos que acrecen la cizaña del desorden con sus frecuentes y obstinadas conspiraciones. Espiar y denunciar los pasos falsos de un sospechoso hernanista es deber de todo buen patriota, como tú y yo.

Dávila: Piensa tú como quieras, pero mientras tanto, te digo que la edad caduca te va menguando la cabeza, y más valiera que te dieras por jubilado y estuvieras rezando para la feliz carrera de tus compinches jóvenes...

Núñez: (exaltado) ¡Por mi vida!... (a este tiempo se les aproxima un hombre; es Tuerca.)

 

Escena segunda

Los anteriores y Tuerca

Tuerca: Muy cumplidamente os desempeñáis en vuestras comisiones; señores policianos. Nuñez. Señor... perdonad...

Tuerca: No habrá perdón posible, si llegáis a faltar, por tercera vez, y se os dará de baja como a indignos de la confianza del Estado.

Dávila: Es que...

Tuerca: ¡Hea! Dejad de perder el tiempo en disculpas frivolas que a nada conducen. Reparad vuestra negligencia.

Núñez: Un cuarto de hora nomás, para que V.G. quede contento de nuestro celo y actividad.

Tuerca:   Daos prisa... Esperad.

Dávila:    Mandad, Señor.

Tuerca:   No habréis perdido la lista, seguramente.

Núñez:    No, Señor.

Tuerca: Id, y que no os vuelva a encontrar ociosos (se van por el fondo) Por esta vez juego una buena partida, de cuyo éxito depende la realización de mis sueños dotados. ¡Fortuna, fortuna, no me abandones! (se va tras los otros)

 

Escena tercera

Zamora y Caisedo (de paseo)

Caisedo: Famosa idea os habéis formado, General, del mundo y sus políticomaniacos. Eso que llamas carrera política la llamo yo senda perdida entre el inmundo fango de la corrupción humana, en la que casi siempre se arrojan los ávidos de sangre e innoble convicción, en busca de víctimas para sacrificar a sus desmanes. ¡Escorpiones voraces que se alimentan con el cebo de la patria!

Zamora: Pero, Doctor, ya veis que aun no estamos en la mejor época para hacernos los justos, la raza de los hombres aún no es la de los ángeles; tiempo habrá tal vez en que los principios proclamados por el Evangelio de Cristo absorban el mundo todo, pero mientras tanto se hace preciso... sacrificar un tanto la filosofía moral a los hechos positivos del día en resguardo de nuestra propia seguridad; porque, no me negaréis, Doctor, que es una ley de Estado el que un hombre retraído en su caso con sus trabajos pasivos se muere en la oscuridad, sin nombre y sin fortuna; muchas veces cuando un hombre dejando de figurar en la gran escena política, amargado con sus visicitudes, abdica su alto puesto y quiere vivir ya tranquilo en su casa, como vos o como yo, los que tras él se encumbran no le dejan un segundo de paz, bien sea por aprensión o por emulación. El remedio, pues, para este mal, es no dejarse avasallar impunemente con los que se nos quieren echar encima.

Caisedo: Decididamente, General, ¿os halaga la idea de meteros otra vez en ese torbellino diabólico de hombres de cálculo y consciencia elástica?...

Zamora: Doctor, hay una camarilla de hombres rastreros que sordamente maquinan el trastorno del país y nuestro exterminio tal vez..., esto creo que no lo ignoráis. Bien, pues, esta situación crítica de la nación y la nuestra requiere hechos positivos, sacrificios, y no moralidades filosóficas. La gavilla infame que a la sombra de una soldadesca corrompida quiere exaltar al poder a hombres advenedizos, sedientos de ambición y de oro, quiere se le corte su traidora mano antes de que consume su negro crimen; y no quiero yo, Doctor, que mañana me vayan a arrancar del seno de mi familia y me sepulten en un calabozo. Sobre todo, Doctor, no pienso lo mismo que vos, yo pienso que siempre es mucho mejor morir luchando y no dejarse degollar impunemente, por eso deseo jugar un papel en la escena política...

Caisedo: (que repara en el fondo a dos hombres que atraviesan) Callad... parece que nos observan...

Zamora: (viéndolos que se alejan): ¡Ah! Sin duda son los galgos de la jauría policiana que nos sigue la pista.

Caisedo: Dejemos este lugar, General.

Zamora: Sois un poco tímido, Doctor.

Caisedo: Que soy prudente decidme más bien.

Zamora: Sea, ya que lo juzgáis así (al tiempo que se retiran, los detiene Murcia.)

 

Escena cuarta

Los mismos y Murcia

Murcia: (algo agitado) ¡Ah!... Os encuentro por fortuna señores.

Zamora: ¿Qué hay Murcia?

Caisedo: ¿Qué os trae tan agitado?

Murcia: Es milagro que estéis libres aún...

Caisedo: ¿Pues qué sucede?

Murcia: El General Hernán acaba de llegar preso de su hacienda, y Don Francisco Paula Lema también ha sido apresado en su casa.

Zamora: ¿Ya sabéis por qué?

Murcia: Bajo pretexto de haberse descubierto un plan de revolución a favor del General Hernán.

Caisedo: ¡¡ Farsa infernal!!...

Zamora: ¿Ya lo oís Doctor? Filosofad ahora cuanto queráis, si aún os quedan bastantes razones para ello. Corred a esperar en vuestra casa, con las manos cruzadas y la cabeza inclinada, las superiores órdenes del famoso patriota Mauro Tuerca.

Murcia: Salvaos, salvaos, señores, ninguna consideración podéis esperar de los esbirros de Tuerca.

Caisedo: ¡El estúpido Tuerca se desenfrenará en sus arbitrariedades!

Murcia: Sois considerados como los principales adeptos del General Hernán, ¡Huid!

Zamora: ¿Fuerza será hacerse el delincuente y huir?...

Caisedo: Por acá, General (por la derecha).

Zamora: No hay remedio, quien tiene la fuerza tiene el señorío sobre los demás.

Caisedo: Vos, Murcia, ¿qué haréis?...

Murcia: Perded cuidado por mí, señores (se van de prisa, Murcia se queda) Yo no me creo un personaje que pudiera llamarles la atención a mis buenos patriotas (al irse es detenido por Monje)

 

Escena quinta

Murcia y Monje

Monje: Daos preso.

Murcia: Sin duda os habéis equivocado.

Monje: ¿No sois Lorenzo Murcia?

Murcia: Ya se ve que lo soy.

Monje: Entonces, seguidme.

Murcia: ¿Y por cuya orden?

Monje:    De la Comandancia General.

Murcia:   Pero por qué...

Monje:    Ya eso os lo dirán, yo no puedo daros más explicaciones.

Murcia:    ¡Dios mío! ¿Querrán hacerme revolucionario también?...

Monje:     ¡Adelante pues!

Murcia: Permitidme antes dejar un encargo en mi casa, que de aquí apenas dista una cuadra; así evitáis desvelos a una pobre señora...

Monje: Nada tengo que ver con los desvelos de esa señora, ni estoy en el caso de perder un segundo.

Murcia: No os hagáis el estoico, amigo; reflexionad que esta señora es mi madre, vos no podéis ignorar lo que importan el afecto y cuidados de una madre... De una madre que es el único corazón capaz de abrigar la esencia del amor mas puro y tierno... Ved pues que si mi madre no sabe mi paradero, y no la dispongo antes a saber mi prisión, sus angustias serán muy amargas.

Monje: Dejaos de contarme ternuras, a buen seguro de que nada conseguiréis. ¡Acabemos, u os hago sentir el filo de mi acero!

Murcia: ¡Hola! ¡Perro galgo de la jauría policiana! ¿Creéis que se os escapa la presa? ¡Si vos tenéis una espada, yo tengo dos fuertes puños capaces de haceros saltar un ojo por cada golpe!

Monje: Tened cuidado de hacer resistencia..., tenemos muy cerca la policía, y una señal me bastará para haceros asegurar perfectamente.

Murcia: ¡Ese es vuestro apoyo, cobarde!... Pero no tenéis necesidad de él; pretender escaparme sería confesarme culpable. Id delante que os sigo, (por la izquierda.)

 

Escena sexta

Tuerca (viene solo de la derecha)

Tuerca: La noche es mía, mía en todas sus horas, y me es tan propicia que apenas creo en la facilidad con que van cayendo entre mis manos Hernán y sus prosélitos más decididos. ¡Ay de ellos si lo que pienso llego a realizar!... Una acertada combinación de operaciones en el Sud de la República, y una feliz inspiración mía en el modo de purgar el Norte, de Hernán y sus principales amigos, el golpe es seguro. ¡Antes que el partido de Hernán, avaro del mando, quiera aprovecharse de la situación anormal y vacilante del país para ascender otra vez al poder, preciso es cortarles el vuelo con un tiro mortal!... ¡Y por vida del demonio! ¡Que es una facción bien grande e invariable en sus propósitos! ¡Que para confundirla se necesita todo un hecho de armas esforzado y sobrenatural!... En fin, puede que la suerte me haga un gigante... (le sale al encuentro Pedro Cuesta)

 

Escena séptima

Tuerca y Cuesta

Cuesta:   Señor...

Tuerca:    ¡Ah!... ¿Sois vos?

Cuesta:   Os aguardan.

Tuerca:   ¿Y cuántos van?

Cuesta:   Todos...

Tuerca:    ¡Oh! Sois admirablemente diligentes, merecéis buenos doblones.

Cuesta:   Pero...

Tuerca:   ¿Qué?...

Cuesta:   Sólo dos se nos escapan...

Tuerca:    ¡Y quiénes son!...

Cuesta:   El ex General Zamora y el ex ministro Caisedo...

Tuerca: (irritado) ¡Por vida de Satanás! ¡Muy pesados andáis! ¡Merecéis el patíbulo!...

Cuesta: Esperad, Señor... No os impacientéis. El caso ha sido imprevisto, pues que no se les ha podido tomar en sus casas; pero por felicidad nuestra no faltó un policiano que los anduvo vivaqueando, mozo ducho que se deslizó tras ellos como una sombra, desde esta misma plaza hasta la casa donde se ocultaron, y luego voló a dar parte al cuartel del que se ha enviado ya una fuerza suficiente para rodearlos, y es seguro que a esta hora maldicen su mala suerte nuestros fugitivos.

Tuerca: ¡Son precisamente los que más interés tenía yo de asegurar!... (tropel de gente armada)

Cuesta: Callad... Viene la tropa... (aparece en el fondo la fuerza que conduce a Zamora y Caisedo.) ¡Ellos son!... A un lado, a un lado mi Coronel... (la comitiva cruza hacia la izquierda y desaparece)

Tuerca: Bueno, así nada hay que desear.

Cuesta: Ya lo veis. Nuestros hombres cayeron redondos como vizcachas en costa ¿Qué os parece? ¿Qué decís de esto, Señor Coronel?

Tuerca: Me parece que llegamos a dar a cima a nuestros trabajos. Y digo que de hoy para siempre han caído el imbécil Hernán y sus ciegos partidarios. Digo que van a rodar en un abismo sin fondo, del que jamas volverán a salir, y esto para la seguridad del orden publico y bien andanza de la Nación.

Cuesta: Estos deben ser siempre los votos de todo buen patriota, como vos y yo, Señor Coronel. Salus populi suprema lex est.

 

ACTO SEGUNDO

AMOR DE MADRE

Salón de despacho en la Comandancia General

Escena primera

Núñez y Dávila (en pie, distraídamente, en diferentes costados). Cuesta (paseándose de un extremo a otro)

Cuesta: Jamás las prisiones de la policía se habían visto mas honradas que ahora, de ex presidentes, de ex ministros de Estado, de ex coroneles, y que sé yo de otros ex...

Núñez: Vos sin duda sabréis decirnos, Señor Coronel, a donde vaya a parar este prendimiento general.

Cuesta: Si os he de hablar la verdad, yo ignoro tanto como vosotros, pero lo que puedo columbrar más o menos aproximadamente a la verdad es que, no ocultándose a la alta penetración del Señor Comandante General el intento del partido hernanista de aprovecharse de un momento favorable, de los muchos que naturalmente les proporcionara el estado alternativo y accidental del gobernante y gobernados, para echársenos encima y disputarnos el poder con ventaja; porque no ignoráis la popularidad de tal partido, lo que es preciso confesar a mal de nuestro agrado. Quiere pues, el previsor jefe oponer un dique poderoso, con una medida enérgica a ese desborde inmenso que pudiera suceder.

Dávila: Me asusto, Señor Coronel, de solo pensar en tamaño desborde, por los males sin cuento que ello nos traería en nuestra caída; y aun mas por la dura obligación en que nos hallaríamos de tener que cederles otra vez el puesto a los de esa turba execrable, que impávidos nos dominaron con mano de hierro por largos años.

Cuesta: Bien pues, el Señor Jefe Superior, haciendo un buen uso de las facultades que como a tal le competen, y de la confianza amplia que le ha deferido el Gobierno Provisorio, quiere seguramente sacar el mejor partido posible de la prisión del mismo caudillo y sus principales amigos, y agentes peligrosos de la facción amenazante.

Dávila: El Coronel Comandante General piensa acertadamente si juzga que deben morir las ramas con el mismo tronco, así el árbol de la discordia no daría más sus frutos emponzoñados

Núñez: Este muchacho Dávila, Señor Coronel, habla algunas veces grandes verdades, y con tanto tino y cordura que quien le oyera hablar de ese modo no le viera a él, de seguro que le parecería estar hablando algún filósofo a la vez que poeta, a juzgar por su estilo metafórico cuanto trágico, y por su lenguaje persuadente y melodioso.

Dávila: ¡Hola! Señor veterano de las guardias imperiales de S.M. el emperador Soulouque, después de haberme querido probar ayer vuestra pericia militar, ¿queréis ahora probarme también vuestra erudición filosófica y literaria? Muy bien señor erudito, a la violeta... ¡Oh! sí, Señor Coronel, es nuestro viejo y sabio amigo, Leopoldo Núñez, de la escuela clásica, contemporáneo de los ilustres Lope de Vega y Calderón de la Barca.

Cuesta: ¡Ja, ja ja!... No apuréis vuestro ingenio, amigos míos, me hallaría embarazado al calificaros a cada cual como merecéis... Sólo os diré por ahora que tanto el viejo cuanto el joven sois tan parlones que muchos os parecéis a un loro hambriento y que haríais muy buenas piezas en un congreso. ¡Ja, ja ja!...

Tuerca: (adentro) ¡Centinelas de vista, a los presos de la primera y segunda cuadras!

Cuesta: ¡Demonio! Van las cosas a vuelo...

 

Escena segunda

Los dichos y Tuerca, seguido de Monje

Tuerca: (dando la mano a Cuesta) Y bien, mi bravo y buen amigo, ¿qué creéis que pudiera hacerse del Excelentísimo Señor, Don Jorge Hernán, y su muy ilustre comitiva?

Cuesta: Lo que más conveniente sea a vuestro respetable juicio.

Tuerca: ¡No pensáis como yo, caballeros, que por la salud del Estado bien se puede sacrificar unos cuantos malos ciudadanos?

Monje: Quien piensa de la manera que V.G. quiere a la patria y detesta a sus anarquistas.

Tuerca: Tengo un proyecto algo severo tal vez, sí, pero proyecto grande que hará surgir una nueva era, de paz, de luces y de engrandecimiento para la nación dominicana... (con vehemencia) ¡Proyecto atrevido! que despertará al mundo con un acontecimiento extraordinario, pero, que aniquilará para siempre las pretensiones demagógicas de un partido detestable.

Cuesta: Y deberá la Nación seguramente al esclarecido patriotismo de V.G. la unidad de sus fuerzas para levantarse poderosa del adormecimiento en que yace hasta hoy debilitada por las extorsiones de una obstinada fracción..

Un centinela: (adentro): ¡Atrás!

María: (adentro) ¡Precisa que yo lo vea al coronel!...

Centinela: ¡Atrás!

Tuerca: Ve tú Monje quién me necesita. Vos Coronel, recorred los puestos de guardia, si están los centinelas de vista que ordené. Y vosotros dos, buscadme unos cuatro soldados guapos e inteligentes de entre la tropa; en seguida que toquen llamada de oficiales (se van).

Monje: (volviendo de fuera) Es una señora, que se desespera por veros.

Tuerca: Qué me querrá... Que entre... Una señora, si será alguna zorra con máscara...

 

Escena tercera

Tuerca y María

María: Al menos no saldré de aquí sin verlo...

Tuerca: ¿Por quién decís, señora?

María: Por mi hijo, señor...

Tuerca: (aparte) ¡Ah! La madre de Lorenzo Murcia. ¡Maldita!...

María: Por mi hijo... por mi querido hijo. Señor, que hace más de treinta horas que no le veo. Treinta horas que para mí han sido treinta meses de dolor.

Tuerca: ¿Y ahora queréis verle?

María: ¡Oh! Si me lo permitieseis...

Tuerca: Debéis perder toda esperanza de verle

María: ¿Qué decís? ¿Que no he de verle siquiera? ¡Por humanidad, señor! ¡Devolvedme a mi hijo! Yo soy una pobre mujer que vivo por mi hijo, él es mi sostén, mi único apoyo sobre la tierra; ¡es el aliento de mi cansada vida! ¡Sin él por más tiempo moriría de pesar!... ¡Le quiero tanto, que privarme de su presencia es, desde luego, darme la muerte! ¡Y sobre todo, mi hijo es inocente, os lo juro por el Divino Redentor del mundo! ¡No merece la rígida prisión a que le queréis sujetar! Tal vez os han informado mal... ¡Oídme, señor! ¡Mucho tiempo ha que ya se retiró completamente, mi hijo, del servicio militar y de la vida pública, cansado de sufrir decepciones en los azares de la política, y sólo vivía ya para el trabajo y para su pobre madre; cuando ahora tranquilo y seguro le creía, ¡me sorprende su intempestiva prisión!... ¡Ah! ¡Señor! ¡Vos sabéis ser padre también, y debéis saber cuan dolorosa es la ausencia y la desgracia de un hijo querido!...

Tuerca: Sabéis señora que no tengo tiempo de sobra para escuchar vuestros lamentos, ocupaciones de muy grande importancia demandan urgente mi atención

María: ¡Ah! Ya veo que sin duda hablo con un hombre de hierro, para quien los ruegos de una madre y la justicia de mis razones son picadas muy leves que no le harán mella! Mas decidme, señor, ¿en qué ha delinquido mi hijo? ¿De qué delito es acusado? ¿Qué crimen expía mi hijo en el rincón de un oscuro calabozo, y privado de la vista de su madre? ¡Antes de aplicarle el castigo al culpable debiera declarársele, siquiera, su crimen!

Tuerca: Señora, no me toca a mi informaros a vos sobre el delito de vuestro hijo; el bien conoce su desvío, y sabrá defenderse, si puede, ante el Consejo de Guerra que le juzgue, así como a los demás presos.

María: ¿Consejo de Guerra decís? Y podréis decirme, señor, ¿qué garantías ofrecen los tales consejos?... ¡Ah! Callad. Yo os lo diré primero y con franqueza. ¡Los consejos de guerra no son sino tribunales de sangre en donde las defensas son casi siempre inoficiosas porque los jueces que los componen, mercenarios del poder, se inclinan más a creer lo que su dueño les inspira, por razón de subordinación al jefe del estado, y consultando al sosiego público, como muy sencillamente soléis decir!

Tuerca: ¡Se habrá visto despecho mayor!... Señora, no os fiéis mucho en las consideraciones que se os deben por vuestro sexo, pudierais apurarme la paciencia y entonces podéis exponeros a que se os envíe a un repuesto. ¡Idos! ¡Si no queréis que os selle el labio ejemplarmente!

María: ¿Irme sin verlo a mi hijo?... ¡Oh! ¡no puede ser! ¡Por piedad! ¡Dádmele a mi hijo, señor, y mi gratitud será eterna! ¡En vuestra conciencia está la inocencia de mi hijo!

Tuerca: No intentes envanamente mover mi piedad, señora. Pesa sobre vuestro hijo una acusación de íntima complicidad en una conjuración que se tramaba contra el Gobierno Provisorio y el orden público, cuya tendencia criminal era anarquizar el país.

María: (angustiada) ¿Quién ha dicho eso? ¡Mentira, calumnia atroz!... ¡Oh! ¡Esta es una farsa infernal!

Tuerca: ¿Conque así os parece? Y no es sino la verdad. Acabemos. Si vos no queréis iros de aquí, señora, yo me retiro.

María: ¡Hombre crudo y temerario! ¡No tenéis ni idea de bondad, mucho menos de justicia! ¡Y vuestra perversa imaginación mal podría concebir idea generosa!... ¿Pero qué objeto os habéis propuesto, señor, al haber hecho prender a personas inofensivas y pacíficas, como lo son mi hijo y los demás señores que gimen en sus calabozos? Sin antecedentes ni el más leve indicio de culpabilidad, y cuando los infelices se hallaban más tranquilos y embebidos en sus ocupaciones domésticas, los habéis hecho arrancar ¡inhumano! a unos del seno de sus familias, y a otros los habéis hecho tomar en las calles bruscamente. ¡Oh! ¡Dios mío!; ¿en qué época de abusos y atropellos vivimos?... De esos antecedentes y de vuestra conducta brutal, resulta, señor, que maquináis un plan satánico.

Tuerca: ¡Salid de aquí al punto, señora! ¡U os hago arrojar como a una loca!

María: ¡Soldado estúpido! ¡Que Dios os confunda antes de que consuméis vuestros proyectos sangrientos tal vez!...

Tuerca: ¡Fuera pronto, o mi furia!...

María: ¡Hijo de mi alma! ¡Hijo de mis entrañas! ¡Me voy sin verte... sin estrecharte sobre mi corazón desgarrado... sin haber escuchado siquiera de tu voz el eco grato a mi alma!. . . ¡Pero qué digo? ¡Oh! ¡No puede ser! ¡Mil veces no! ¡Antes me sacarán arrastrada o muerta de aquí!...

Tuerca: ¡Bien pues! ¡Monje! ¡Monje!

Monje: Señor... ¿Qué manda Vuestra Gracia?

Tuerca: ¡Que esa mujer sea arrojada a la calle!

Monje: Al momento... ¡Hea señora!, ¡desalojad!... ¡O mis manos os obligaran a ello!. ..

María: ¡Miserables zánganos! ¡Endurecidos entre la impiedad y los vicios más nefandos! ¡Sois hombres sin fe, sin caridad, sin honor! La hoja de vuestras sangrientas espadas es vuestra religión, y vuestra moral la indolencia... Esperar de vosotros un acto de justicia es locura, delirio... ¡Bárbaros! O me mataréis, o me proporcionaré los medios de verle a mi hijo... (sale desatinada.)

Tuerca: Seguidla, Monje, que no vaya a meter desórdenes. Y volved presto con los señores jefes y oficiales que existen en el cuartel. Id.

 

Escena cuarta

Tuerca (solo)

Tuerca: Acabemos. Pues es negocio de terminar. Los penúltimos y más importantes pasos ya están dados; demos ahora el último golpe. El último golpe supremo que me hará temido del partido en descalabro, y reverenciado por el que me apoye. El golpe recio que conmueva en sus bases al mundo, y cambie plenamente la situación política de Haití... (gran murmullo adentro.) ¡Es sin duda esa maldita mujer que alborota el cuartel... ¡Oh! Una idea... sin duda feliz, que mi ingenio me inspira... ¡Ah! Vieja loca, en algo me han de servir tus majaderías, pues que ellas pueden afirmar mis proyectos. Todo contribuye a sazonar exquisitamente el fruto de mis planes... Vamos; se puede decir que el destino tuvo condenado ya de antemano a Hernán y su bando, y que yo soy el ejecutor de sus arcanos en este negocio. El resultado de todo será que me llenaré de una celebridad temible o respetable, según el temple de los que me conozcan... Y luego seré arbitro de escoger el puesto que mejor me convenga (con exaltación feroz) ¡Albricias, albricias! ¡Coronel Tuerca! ¡Serás dueño de Haití y de la admiración del mundo, y terror de los imbéciles hernanistas! (pasos) Ya vienen. Empleemos una enérgica e interesante elocuencia.

 

Escena quinta

Tuerca, Cuesta, Núñez, Monje y Dávila

Tuerca: Salud, señores, salud. Bienvenidos seáis para la felicidad de nuestra muy amada y venerada patria.

Cuesta: Que ella sea al como de nuestros votos, y a satisfacción de nuestro ilustre coronel y dignísimo jefe superior de estos afortunados países.

Tuerca: Gracias, gracias mis leales amigos. Pasad, pasad y tomad asiento. (Los jefes se sientan y los oficiales permanecen de pie.) Sobre asuntos de gran de importancia para la patria tengo que consultaros; y confiaros la ejecución de algunas medidas muy urgentes.

Cuesta: Creo que aún no hemos desmentido nuestra decisión por V.G. y por nuestros buenos principios. Decididos estamos, como siempre, a cumplir fielmente las órdenes que V.G. crea conveniente confiarnos.

Todos: Así es.

Tuerca: Justamente; convencido como estoy de vuestra adhesión y consecuencia, os he llamado para que cumpláis con un acto de alto patriotismo, seguro de que llenareis vuestros deberes con la puntualidad que acostumbráis

Cuesta: V.G. no tendrá que arrepentirse de haber fiado en nosotros.

Tuerca: Así lo espero. Bien pues, escuchadme. Los trabajos revolucionarios crecen y se propagan sordamente, a pesar de nuestra vigilancia y precauciones; y no debéis dudar de que estalle pronto, sino procedemos a conjurarla por medios enérgicos y algo atrevidos. Para evitar el furor de una tempestad política inminente que ha de hundir la patria en espantosa anarquía y ha de hacer vacilar nuestro dominio benéfico, me parece que no debemos pararnos en los medios, por fuertes que ellos sean.

Cuesta: Es muy natural, señores, que cuando se trata de curar un mal tenaz se debe recurrir a los medios mas enérgicos. Hasta aquí se ha paliado el mal con mucha lenidad.

Tuerca: Un hecho muy reciente, nada menos que acababa de suceder minutos antes de vuestra llegada aquí, ha venido a probarme hasta la evidencia la verdad de mis fundados temores; un hecho de cuyo arriesgo pudierais dudar tal vez. Voy a poneros al corriente. Esa mujer desaforada que visteis salir de aquí pidiendo a gritos su hijo, era una diestra y atrevida agente de los partidarios de Hernán. Con increíble audacia y serenidad se me presentó a proponerme de parte de aquellos las ventajas que podrían resultarme acaudillando yo el pronunciamiento de esta capital y su guarnición en favor del imbécil Hernán... (todos hacen movimientos de impaciencia).

Cuesta: ¡Osadía inaudita!...

Tuerca: Mi furor cedió a mi prudencia. Al fin fue una pobre mujer, que aceptó la comisión sin duda por alguna recompensa que debía proporcionarle con que vivir. Los que merecen castigo son los comitentes. La vieja astuta, viéndose rechazada y afeada en sus pretensiones, y habiendo yo llamado a Monje para que la arrojara de aquí, prorrumpió en desesperados alaridos, pidiendo que se le entregara a su hijo, queriendo encubrir seguramente de este modo su temeridad estrellada contra mi incorruptibilidad.

Monje: ¡Es posible, señor, que habéis tolerado tamaño desacato!... ¡Y no me hubieses ordenado entonces su justo castigo!. . .

Tuerca: Callad. Habría sido una insignificante medida, o tal vez una imprudencia el castigo de una mujer. Me reservé pues todo para mejor ocasión; y para cortar de su raíz todo germen de desórdenes y anarquía, heme aquí con un eficaz y supremo proyecto. ¿No es verdad que hablo con los más decididos por el bien de la patria y por la prosperidad nuestro naciente y hermoso suelo?

Todos: Sí Señor.

Tuerca: Prestadme atención. Es preciso que Hernán y sus principales prosélitos desaparezcan de la escena política, ahora que los tenemos entre las manos; herido así en sus órganos vitales muere todo el partido por consunción... Y fácil nos será ya derrocar el gobierno provisorio también tan débil que no sabe refrenar a esos miserables facciosos; y podremos aclamar a nuestro consabido caudillo, que es el destinado por la Providencia para hacer la felicidad de la patria. A este fin necesito vuestra especial cooperación.

Cuesta: Disponed de nosotros como gustéis.

Tuerca: Vamos al caso. Se trata de figurar un motín en regla, y un ataque a este cuartel para las doce de esta noche. Vos, señor coronel, como jefe que sois de la fuerza que aquí existe, haréis la defensa del cuartel, con fusiles cargados sin bala ¿Me comprendéis?

Cuesta: Perfectamente.

Tuerca: Monje, ¿habéis dispuesto los soldados que os dije?

Monje: Esperan vuestras ordenes. Si V.G. gusta que los llame...

Tuerca: No es preciso. Vos y el teniente Dávila dispondrán de ellos y de otros, si preciso fuere, convenientemente; para las gratificaciones pediréis el dinero que se necesite. Uno de esos soldados pondréis de centinela en la puerta principal, bien instruido para ceder el puesto oportunamente; a los demás los disfrazáis con traje de los del pueblo, pero con fusiles, a fin de que a la hora convenida disparen tiros, alboroten al pueblo, y persuadan a algunos a acometer el cuartel e intenten libertar a los presos... Para mejor éxito de la empresa, dirigid vosotros mismos las operaciones, disfrazado también; y no os olvidéis de hacer que griten: "viva Hernán". Todo lo demás que contribuya al acierto del motín dejo a vuestro talento.

Monje: Serán vuestras órdenes esmeradamente ejecutadas.

Tuerca: Vos teniente, Leopoldo Núñez, entraréis de oficial de guardia por esta noche en los calabozos y no los abandonaréis ni por un segundo, especialmente el de Hernán, de manera que espiáis sus más pequeñas acciones, y al primer movimiento, cuatro balazos, y si pudiereis aparentar que Hernán os acomete en el acto de la refriega, sería mejor para animar a los soldados...

Núñez: Todo se hará en regla, descuidad, señor.

Tuerca: Estos son precisamente los planes que ellos se están formando, como lo hace sospechar cierto rumor que se deja sentir entre ellos, así es que nosotros no haremos más que tomarles la delantera, aunque de un modo inverso... por supuesto que habrá gran recompensa para todos, no os toméis cuidado por ello, yo os respondo... No haya piedad para nadie.

Todos: ¡Que mueran!

Tuerca: Un cuarto de hora nomás de sangre, y veréis desplomarse la tremenda facción de Hernán, y desaparecer para siempre la sedición y los desórdenes. Id, y obrad con maestría y serenidad.

Todos: ¡Que mueran! (se van)

Tuerca: Vamos, mis deseos han sido colmados admirablemente. Mi obra toca ya a su fin. El gobierno provisorio y el pueblo dirán mañana, ha sido un acto gubernativo de extrema necesidad ¿y qué mas?... Dirán que esos demagogos han sido sacrificados por una razón de Estado, y para la salud del pueblo...

 

ACTO TERCERO

UN CUARTO DE HORA DE SANGRE

El teatro representa un calabozo con puertas al fondo y a los costados

Escena primera

Varios presos con grilletes y sentados en bancos, entre ellos Murcia y D. Francisco P. Lerma, juntos a un costado y cerca de la boca del proscenio. Zuleta y Ubierna a otro costado, cerca al fondo. Centinelas que dan voces de alerta.

Lerma: Por cierto, nada hay en la vida más triste que la vida misma. Esta vida maldecida y condenada por el mismo que la creó, a ser el valle de lágrimas y de miserias, cuando en su origen los primeros hombres la mancharon ya, con el fruto prematuro de sus malas inclinaciones. Mas es preciso convencerse también que Dios creó grandes recompensas para las grandes y nobles almas, y decidió que las penas de este mundo sean méritos para el cielo: con este saludable remedio ha ido reformándose la humanidad, principalmente desde el nacimiento del cristianismo que fue entonces cuando Dios dio testimonio a los hombres, de su amor a la felicidad de sus criaturas. Resignaos pues, amigo mío, y esperemos en Dios, que él disipara el encono de nuestros enemigos,

Murcia: ¡Resignación! Resignación... ¡Ah! ¡Señor! Si las agitaciones del corazón no se apagan, al contrario, crecen al sentirse herido de muerte por los golpes rudos, de los hombres impíos e injustos de los que la tierra se halla abundada, ¿dónde habrá resignación posible? ¿en dónde hallarla después del más triste y fatal acontecimiento de mi vida? ¿Después de la trágica muerte de mi pobre madre?... ¡Oh! ¡Madre mía, madre generosa, la mejor de las madres! ¡Habéis sido la víctima mártir de la impiedad de Tuerca; de ese monstruo execrable de iniquidad! ¡Jefe de un estado abominable, raza de Caín!... (amargamente.) ¿Es poca desgracia, señor, perder de noche a la mañana el objeto más caro del mundo, como lo es una cariñosa madre? ¿El amor más santo y sublime, como lo es el afecto profundo de una tierna y bondadosa madre cuyos desvelos y caricias fueron el bálsamo más delicioso de las dolorosas horas de su querido hijo?... Señor, todo esto fue mi madre para mí; ahora quedo completamente solo en el mundo; privado del único afecto. ¡Venga, pues, ahora la muerte, mil veces la quiero!

Lerma: No desesperéis, amigo mío. Aunque es cierto que la muerte de vuestra desventurada y buena madre ha sido una desgracia repentina y cruel, pues que los ultrajes de un feroz bandido le ocasionaron una apoplejía fulminante que le causó la muerte: ha sido, en fin, una de tantas lástimas que suceden en esta vida aciaga; pero no deberéis dudar de que vuestra noble madre voló a la mansión de los escogidos del Todopoderoso. ¿Y qué mejor remedio para lo que ya ha sucedido, sino buscar los consuelos que nuestra divina religión nos proporciona, y que son eficaces para el alivio del alma y del cuerpo? Confiad, además, en que vuestros parientes y amigos os harán sobrellevar las amarguras de la vida presente.

Murcia: Parientes, amigos... de qué sirven éstos en el mundo... ¿Los afectos fríos e interesables de estos pudieran acaso reemplazar el amor desinteresado y vehemente de una madre? Aquellos afectos desaparecen cuando no hay conveniencia, o cuando uno cae en desgracia; mientras que los de una madre crecen entonces con mayor vigor... Parientes y amigos generosos, abnegación posible, solo crea la imaginación divina de los poetas inspirados de Dios, que suplen con celestiales imágenes la árida realidad y angustioso vacío de esta desierta vida... ¡La religión, la santa religión es la sola fuente de consuelos! ¡Sí, la religión es la única amiga leal y virtuosa, la que verdaderos consuelos nos prodiga... ¡Oh! ¡Madre, único bien mío! ¡Estará sin duda en el cielo! ¿Ni qué fuera, Dios santo, de la virtud maternal, si las madres tiernas y generosas no tuvieran un lugar preferente en los cielos?... ¡Tú, Dios de las misericordias que eres la esencia de todo amor y de toda justicia, ¡premiad en vuestro reino la nobleza de una madre mártir! ¡Que el castigo de su bárbaro y soez asesino lo tendréis preparado ya!...

Lerma: (sobresaltado) ¡Callad! ¡callad!... O hablad más bajo, más bajo... Nuestros centinelas y los rufianes de Tuerca pudieran oírnos y vendernos...No agravemos nuestra situación peligrosa...

Núñez: (entrando al fondo) ¡Hola! ¡Bribones taimados! Os habéis reunido otra vez, ¿eh? ¡Cada cual a su puesto, vamos, largo! ¡U os majo los lomos con este chafarote! (Se levantan con dificultad)

Murcia: ¡Perro hambriento!... ¡Ah! ¡Seguro estáis de que no os podré partir la lengua con vuestro propio chafarote y por eso os halláis fuerte para ultrajarnos!...

Núñez: (arrancando su sable) Temblad, miserable.

Lerma: (interponiéndose) ¡Respetad la persona sagrada del preso, señor soldado!

Núñez: Agradeced... ¡Vamos, adelante!... (entran el uno al calabozo de la derecha y el otro al de la izquierda) Sin duda urdíais algún plan para escurriros de aquí, ¡fanáticos de Hernán! ¡Pero antes os veréis con el cuero agujereado, porque hay aquí mil bocas de fusil para tostaros a fuego de pólvora! (se entra por la puerta izquierda).

 

Escena segunda

Zuleta, Ubierna y los demás presos (dan las once y media)

Zuleta: Las once y media. Esta noche la pasaremos como las demás, en pie, y con las bayonetas al pecho. ¡Por mi fe católica! Que no puedo creer que hayamos cometido el más leve pecado político, por más que se empeñan en hacernos consentir que somos delincuentes.

Ubierna: Cuando precisamente hice firme propósito de huir de las cuestiones políticas, cansado ya de haber sufrido sus azares, heme aquí calzado de hierro, vejado y ultrajado por cuantos atrevidos sayones existen en esta maldita casa.

Zuleta: Esta gentuza vil no se contenta jamas de lanzarse sobre el caído. No debemos dudar de la gravedad del peligro en que nos hallamos, es seria, muy seria nuestra situación; nuestros enemigos tal vez no pararán mientras no aniquilan nuestra existencia.

Ubierna: ¿Sería posible?

Zuleta: ¿Nada te hace sospechar la farsa de que somos víctimas? Desde el General Hernán hasta el último oficial que aquí nos hallamos presos no se nos ha pasado por la mente un ligero pensamiento de revolución, y sin embargo, ya lo ves, nos sujetan a una rigurosa prisión, como a unos insignes conspiradores, después de habernos arrancado de nuestros pacíficos hogares; y ahora se nos aseveran delitos ni soñados siquiera por nosotros... (más bajo y con precaución) Y luego, ¿olvidas que hay una gavilla de bastardos e inicuos que quieren diezmar la nación de sus habitantes para plantar su bandera sangrienta sobre las tumbas de los que pudieran contrarrestar algún día su poder y sus pretensiones? Créeme, amigo mío. nos ha tomado en medio de una trama cínicamente urdida.

Ubierna: ¿Y tú juzgas que se atreverán a atentar contra tantas vidas impunemente, sin que teman la condenación de la humanidad entera?

Zuleta: ¿Que si juzgo?... Estoy seguro de ello. Siento aquí (señalando el corazón) en el fondo del corazón un vaticinio doloroso... Guando a los hombres domina la tremenda pasión de la ambición y el aborrecimiento no son las consideraciones de temor o respeto las que detienen en la carrera de crímenes que se han propuesto seguir para llegar al colmo de sus desaforados deseos.

Ubierna: Quién pudiera imaginar tanta iniquidad.

Zuleta: Alma sencilla, no te fíes mucho de los hombres, degenera algunas veces en una raza de serpientes que exhalan abrasadora ponzoña, espera siempre de ellos mil agravios por un solo beneficio, y créeme, el mayor enemigo del hombre en el mundo es el hombre mismo.

Ubierna: ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué tiempos!... Vivimos en un mundo lleno de enigmas siniestros, que sólo están al alcance de ciertos bichos políticos.

Zuleta: Y añade, amigo mío, que son bichos voraces que se prenden de las venas de la pobre patria hasta dejarla escuálida y jadeante...

 

Escena tercera

Hernán, apoyado en el brazo de Caisedo, salen de la izquierda, engrillados.

Hernán: Descansemos un momento aquí, aunque nuestros verdugos se piquen de ello... Los muslos y las piernas me tiemblan, y no puedo más.

Caisedo: Habéis empeorado desde esta mañana, Señor General...

Hernán: Qué queréis, Doctor, el frío glacial de estos calabozos húmedos y sombríos, el peso y presión de estos grilletes, han laxado mis órganos rápidamente.

Caisedo: ¡Por mi fe cristiana! dudo si los que nos rodean son hombres. Las dolencias de un hombre enfermo, en vez de inspirarles caridad, sólo sirven para sublevar sus instintos satánicos. Esta vida yerma e insana es feliz tan sólo para los menguados de fe y honor. ¡Dios Santo! ¿Conque es posible, que es una verdad inevitable, el que la vida presente es como un sepulcro de hermosas apariencias, de superficie sembrada de galanas flores, y que encubre en sus entrañas un enjambre de fieros escorpiones que destilan hedionda ponzoña?

Hernán: Es una verdad bien dolorosa, amigo Doctor. . . Es también esta vida, para otros infelices, un amargo y prolongado gemido, que termina en la tumba... ¿Sabéis, Doctor, qué objeto se hubiesen propuesto al cometer el escandaloso abuso de nuestra prisión intempestiva?

Caisedo: Pienso, señor, que nos han suscitado este diabólico enredo para tenernos seguros en la impotencia de hacerles oposición a sus miras ambiciosas. Porque no deja de tener fundamento la noticia que ruge en el pueblo acerca del temerario proyecto de unos pocos sanguinarios de exaltar al mando supremo al cubano Tolema. Gomo el gobierno provisorio actual no cuenta sino con unos cuantos partidarios, no temen por esa parte, mas como vos, señor, arrastráis un poderoso partido, nada menos que unas tres cuartas partes de la Nación toda, y aunque vos no penséis en aprovecharos de esta ventaja, se cuidan de vos y de los vuestros; y por esto, sin duda, quieren precaverse de nuestro influjo, mientras llevan a cabo sus intentos.

Hernán: ¿Y no juzgáis más serio nuestro fin? ¿No juzgáis, como yo, que pudieran pensar tal vez en bautizar un partido con nuestra sangre?

Caisedo: Desechad esas ideas luctuosas, señor, que atormentan vuestro espíritu desde que entrasteis en estas prisiones, y que afectan a vuestra salud quebrantada; quizá juzgáis con demasiada perspicacia...

Hernán: ¡Oh! no, Doctor, no, en vano procuráis paliar nuestro mal grave; hombres del temple de Tuerca y los suyos, cuando tienen en la cabeza un proyecto terrible, no se detienen en los medios, por infames que ellos sean, a fin de llevar a cabo su inicuo propósito. No queráis convencerme, Doctor, de que los malvados guarden miramientos con los destinados a ser las víctimas de su feroz ambición.

Caisedo: No puedo menos que confesar, señor General, que tenéis sobrada razón... Dios nos valga...

Hernán: Él es testigo, Doctor, de la sanidad de mis ideas cuando me tornaron preso. Las torturas que padece en el poder un hombre de sanas intenciones, los falsos y especuladores amigos que me rodearon entonces; las felonías y negras traiciones de que fui víctima en mi caída; y en fin, el carácter inconstante de los que pueblan nuestra nación veleta, me han inspirado una aversión profunda e invariable al poder; así es que nunca he concebido la menor idea de aspirar al poder otra vez. En aquel entonces Dios fue testigo también de mis proyectos de felicidad para la patria; pero ahora, tal vez, en el poder no haría más que hacer sentir todo el peso de una mano agraviada... Dios me libre pues de pensar otra vez en subir al poder...

Caisedo: ¡Desgracia! Desgracia es, señor, que los buenos sentimientos de un hombre de fe pura sean siempre sofocados por el hálito abrasador de la gente vil y estúpida, insaciable de ambición y de oro...

 

Escena cuarta

Los anteriores y Núñez

Núñez: Hace más de un cuarto de hora que se os intimó a recojo y silencio en vuestras camas, y aun estáis en pie con insolente infracción de la orden circunspecta de S.G., el jefe superior. ¡Pues bien, si no estáis por la razón, lo estaréis por la fuerza! (llama) ¡Cabo de guardia !¡ Cabo de guardia!...

Hernán: Oficial, no tenéis razón para exasperaros de ese modo. Fue una exigencia de la debilidad de mi cuerpo el descansar un momento aquí... (se presenta el cabo).

Núñez: Ese hueso para otro gaznate más elástico. A estos personajes, a sus calabozos, y luego centinelas de vista que no los dejen chistar... ¿eh? (el cabo los conduce por la derecha. Núñez los sigue)

 

Escena quinta

Zuleta y Ubierna (dan las doce)

Zuleta: ¡Qué fatídicas suenan esas campanas, Dios Santo! Cualquiera diría que son el triste preludio de alguna catástrofe. El que está en desgracia se desvive entre las aprensiones y tétricos pensamientos.

Ubierna: Hay repúblicas, como la nuestra, que blasonan garantías amplias, libertad inviolable e ilustración, pero que a su sombra las armas imperan, el poder obra con despotismo bárbaro y sus ciudadanos gimen bajo el rigor de pesadas cadenas. ¡Vayan con mil demonios las tales repúblicas! ¡Mejor nos estaría el gobierno salvaje de las hordas caribes!...

Núñez: (saliendo de donde entró y dirigiéndose a la derecha) La hora es llegada; demos parte de nuestras operaciones... (Tuerca le sale al encuentro junto a la puerta).

Tuerca: (a media voz.) ¿Ya está?

Núñez: Todo en regla (se oye lejano rumor).

Tuerca: En obra entonces (desaparecen; el ruido aumenta).

 

Escena sexta

Los anteriores

Zuleta: ¿Qué ruido es ese?... (truena un tiro de fusil). ¿Qué significa?... (más ruido, una descarga)

Ubierna: ¿Qué intentarán? (voces dentro del cuartel: ¡a las armas! ¡a las armas!...) ¿Qué va a suceder, Dios mío?... (voces en el pueblo: "¡A ellos!... ¡A ellos!...")

Tuerca: (adentro) ¡Atrás canalla! (el ruido crece. Otras voces: "¡Viva Hernán! ; ¡Viva Hernán!...")

Zuleta:      ¡Qué misterio!... (gran tropel).

Tuerca:     ¡A todos, a todos! ¡Qué no escape uno!... (se oyen varios tiros).

Una voz:    ¡Ah!... ¡Por piedad!. . .

Ubierna:    ¡Somos perdidos, amigo mío!...

Hernán: (arrastrándose, con los vestidos trizas y ensangrentado) ¡Asesinos!... ¡Cobardes!... (expira).

Zuleta y Ubierna: (aterrados) ¡Mi general! (se arrodillan).

Zuleta: ¡ ¡Qué horror!!...

Ubierna: ¡Bien vaticinaba yo que aquí había un infierno!...

Otra voz: (agonizante) ¡Ay!... ¡Dios mío!...

Lerma: (entrando de la izquierda, ensangrentado) ¡Socorro, socorro!... ¡Favor!... (cae exánime).

 

ACTO CUARTO

LA EXPIACIÓN

El teatro representa una esquina, en una calle que desemboca en la plaza mayor de Santo Domingo

 

Escena primera

Murcia, después Palma (de incógnitos)

Murcia: (observando una puerta cautelosamente) Algo tarda... La mañana principia tranquila y serena, la aurora probablemente saludará esta tierra, o purificada ya de los malhechores más insignes que jamás la pisaron, o regada con la sangre de nuevas víctimas. Un mes ha que este desgraciado suelo despertó al furibundo grito de sangre de los asesinos del 23 de octubre; la noble sangre de las víctimas sacrificadas a la iniquidad de un soez asesino pide venganza, ¡o más bien clama justicia! Sí, el que a cuchillo mató a cuchillo debe morir, si la infalible sentencia de Cristo Dios se ha de cumplir. ¿Dónde irá el criminal que consigo no arrastre esta eterna e inflexible sentencia?... (se abre la puerta y aparece Palma en ella, con dos fusiles en mano) ¿Y qué tal?

Palma: Todos bien. La requisa no ha sido ociosa tampoco... Estos dos fusiles más por de pronto, que luego vendrán otros de mejor fábrica.

Murcia: Toma (le da uno de los fusiles). Con estos ya tenemos recolectados, por nuestra cuenta, sesenta fusiles ¿y qué mas?... Sin contar las veinte pistolas que no desempeñarán poco oficio en la presente fiesta... ¿Y los diez rifles que arrojarán balas por cien fusiles?... No se va a armar mala batería.

Murcia: Y que ella fuera para escarmiento de infames asesinos.

Palma: Con los trabajos de la noble viuda, y los del coronel Viezca, que sobrellevarán a no dudarlo, cuando menos con un tercio, a los nuestros, es sobrada fuerza para aniquilar una miserable gavilla de rapaces carniceros, que tiemblan de pavor ahora, delante de su horroroso crimen.

Murcia: ¡Oh! ¡Llegue ya la hora de la expiación de los malvados, o de la muerte para todos, si la iniquidad se ha de exaltar sobre los inocentes!... ¡Cese ya de escandalizarse el mundo con la impunidad de un hecho profundamente inmoral y salvaje, en la plenitud de la ilustración del siglo 19, acontecimiento nefando, que hace retroceder nuestra infortunada patria a dos siglos de barbarie!

Palma: Imprudente, calmad vuestras exaltadas apostrofaciones por ahora, si no queréis precipitar las cosas... (ruido de pasos). ¿He?... no estamos seguros aquí. Gente viene. En acecho (hacen que irse por la derecha).

 

Escena segunda

Edelmira (aparece por la izquierda, vestida de negro y seguida de un hombre)

Edelmira: Seguramente ellos debieran ser. ¿No has sospechado, Juan, por sus precauciones? Y luego por la noticia que nos dieron en la casa de Lorenzo Murcia; ellos debieron venir aquí a la casa de Lacoste. No hay duda, son los dos.

Hombre: Permitidme, señora, que les dé la seña, así quedaréis cerciorada, y nada habremos arriesgado.

Edelmira: Llama, quedo... (el hombre toca suavemente una flautilla y escucha).

Murcia y Pallia: (contestan con igual silbido).

Hombre: Ya llegan.

Edelmira: Ellos son; ¡loado sea mi Dios!... (Murcia y Palma vuelven)

 

Escena tercera

Los dichos

Murcia: ¡Vos señora!.. ¿No teméis por vuestra persona?

Edelmira: Tranquilizaos, llevo en mi compañía a mi fiel y valeroso Juan... ¿Estáis pues, caballeros, resueltos a cumplir a todo trance y contra todo peligro lo que tenéis jurado por los sagrados manes de las víctimas del 23 de octubre?

Murcia: También juré yo, por la venerable memoria de mi madre, muerta por los ultrajes del asesino de la noche del 23 de octubre, señora.

Edelmira: ¡Ah! Perdonad mi ligereza...

Palma: Segura debíais haber estado, señora, de que ningún paso se hubiera dado sin vuestro conocimiento...

Edelmira: Es verdad. Pero cuidadosa a pesar mío, y acostumbrada al engaño, que está a la orden del día, quise asegurarme por mí misma de los trabajos de mis agentes, para tener la satisfacción, como ahora la tengo, de que tal vez en esta madrugada no saldrán fallidos nuestros trabajos... ¡Oh! ¡amigos míos! Desde la trágica muerte de mi infeliz marido, que hoy hace un mes, paso las noches sin sueño en angustioso devaneo; siéndome imposible la resignación ante el horroroso asesinato de mi Jorge, ¡de mi dueño!... ¡Y de sus mejores amigos!...

Murcia: La justicia divina fortalecerá nuestros esfuerzos, señora. El pueblo oprimido apenas reprime su justa indignación y no dudemos que él es el destinado a ser el instrumento justiciero del castigo del cielo.

Palma: Crimen tan nefando no dejará sin escarmiento la inexorable providencia.

Edelmira: ¡Crimen inaudito! ¡Espantosa carnicería que no cabe en concepción humana! ¡Dios santo! ¿hay acaso entre los hombres una especie maldita, o raza infernal, para que tan atroces crímenes conciban y ejecuten?; ¡Justicia! ¡Castigo, amigos, para los monstruos asesinos del 23 de octubre!...

Palma: Moderad vuestra exaltación, señora, pueden apercibirse de nuestros proyectos...

Edelmira: ¡Si las víctimas desde el cielo perdonan a sus verdugos, el mundo no olvida el escándalo; y los destrozados corazones de un hijo, de una esposa y de un hermano no podrán disimular su acerbo dolor, mientras no vea castigadas las impías manos que hirieron sus más queridos objetos!

Murcia: Señora, el relato sangriento que el execrable Mauro Tuerca y sus cómplices arrojaron a la faz de toda una Nación, en la noche fatal del 23 de octubre, se ha de lavar también con sangre. La víctima ilustre, el General Don Jorge Hernán, vuestro esposo, y sus compañeros mártires, serán dignamente vengados... Palma y yo, que padecimos todas las angustias más vivas de aquella noche sangrienta, y que salvamos la existencia a través de innumerables bayonetas, después de haber tocado mil veces en la agonía, fuimos seguramente destinados por Dios a ser instrumentos inmediatos de su justicia... (rato antes dos hombres aparecen en el fondo, observan con toda precaución a los interlocutores, uno de ellos se aproxima a Palma y le da un golpecito en el hombro, éste retrocede suavemente y hablan en voz baja).

Palma: (a media voz) Al momento soy con vosotros. Sobre todo, no seáis imprudentes (se marchan los dos incógnitos). Ya debéis retiraros, señora. Habéis hecho mucho más de lo que vuestro sexo y posición os permiten. La hora de la venganza va a sonar y a nosotros nos toca daros cuenta con ella.

Edelmira: ¡Oh! Cómo pudiera ayudaros en la lucha también... Juan, tú quédate al menos por mí...

Murcia: Antes acompañad a la señora, volveréis después a la plaza.

Edelmira: Dios os guarde y él dirija vuestras operaciones. Mis hombres ocupan los barrios de San Pedro y la Concepción, como tuvimos convenido, bajo la dirección de nuestros leales amigos, Mateo Ustaris y Domingo Andia. Adiós; prudencia y denuedo, generosos defensores de la hora nacional. Yo voy a arrojarme a los pies de la Santísima Madre del Divino Redentor, a rogarle que os preserve la vida, contra el plomo de vuestros alevosos enemigos, y os dé el triunfo... (se va Edelmira, seguida de Juan).

Palma: ¡Ahora, compañero! Vamos a dar aliento a nuestros amigos y paisanos. Cada cual a nuestros respectivos barrios.

Murcia: Venga antes un abrazo... (se abrazan). Si Dios nos ayuda, nos volveremos a dar otro abrazo de parabién; y si el destino adverso nos sucumbiese, nosotros habremos cumplido con un deber sagrado, y nuestros compatriotas verterán una lágrima de reconocimiento sobre nuestros cadáveres... ¡Adiós...! (cada uno enjuga sus lagrimas).

Palma: ¡Adiós!... (se van, Murcia por la izquierda y Palma por la derecha. Dan las cuatro).

 

Escena cuarta

Martín (sale de la izquierda precipitadamente y Diego tras él)

Diego: ¡Hola, hola!

Martín: (deteniéndose) ¿Qué me quieres, majadero?

Diego: Que juntos vayamos al barrio.

Martín: Pero apura el paso, camueso. ¿No ves que el día aproxima?

Diego: Dime antes, qué arma llevas.

Martín: Un rifle.

Diego: ¡Tú, collón! Razón tenías en apretar el paso, por lucir tu rifle ¿éh?

Martín: Y tú, fanfarrón, ¿qué llevas?

Diego: Da lástima el decirlo... Un fusil... Pero tengo la cierta esperanza de que la bala que vomite mi mal parado chopó ha de ser precisamente la que tronche el corazón del buho, del infame Tuerca.

Martín: Vamos al caso, o quédate tú hablando, si te parece.

Diego: No, que me voy contigo (se alejan rápidamente).

 

Escena quinta

Murcia (aparece de la izquierda presidiendo y proclamando a una porción del pueblo armado).

Murcia: ¡Hace treinta días que sufrimos la presencia y la saña diabólica del monstruo basilisco, matador de nuestros ilustres conciudadanos, en la noche del 23 de octubre, cuya sangre inocente vi correr a torrentes, en aquella mil veces aciaga noche... ¡Yo escuché, ciudadanos, los lastimeros gemidos de nuestros compatriotas mártires, víctimas de una farsa inaudita! Y vi ¡oh, dolor! su angustiada agonía... (movimiento de impaciencia del pueblo). Cuando yo mismo iba a ser uno de los últimos sacrificados, la Providencia me escudó contra el arma aleve de los asesinos, y a merced de la confusión ocasionada por la oscuridad de la noche y el atropello mismo de los verdugos, que mataban ciegamente a diestra y siniestra, conseguí huir... ¡Ciudadanos! ¡En los fastos históricos de la América demócrata no se había encontrado hasta entonces un acontecimiento más bárbaro e inhumano! ¡Y ahora nuestro desgraciado pueblo deja a esa historia sin mancilla una página de sangre y baldón!... El bastardo Tuerca y sus cómplices han ajado la honra de la patria y la dignidad de este pueblo generoso, con el más negro crimen: ¡castigadles ciudadanos honrados! Demos una satisfacción al mundo ilustrado de tamaño desacato a la moral y la civilización; reparémosle con un acto de justicia ejemplar, para escarmiento de los menguados que osan hacerse árbitros de la vida humana; y el mundo civilizado dirá: ¡ha sido un pueblo ultrajado alevosamente, y que ha sabido castigar a sus agresores desnaturalizados, justa y dignamente!... (se oye gran ruido y una descarga en la plaza. El pueblo se pone en movimiento). ¡Amigos!... ¡Mueran los asesinos del 23 de octubre!...

Pueblo: (con frenesí) ¡Qué mueran! ¡Qué mueran!..(corren a la plaza con armas preparadas; se ven por el fondo cruzar hombres armados; se oye otra descarga y siguen tiros sueltos).

Unas voces: (adentro) ¡Qué mueran!... ¡Qué mueran!, (tiros más seguidos).

Otras voces: ¡Cobardes!... ¡Asesinos!...

Otras: ¡A ellos!... ¡A ellos!... (más tiros).

Otras: ¡Ya cedieron!... ¡Ya cedieron!...

Otras: ¡Sus cabezas!... ¡Sus cabezas!... (sigue por un momento más el bullicio, y se aproxima el tropel).

 

Escena sexta

Juan aparece en el fondo llevando en una mano la cabeza ensangrentada de Tuerca, por los cabellos, y en la otra una espada también ensangrentada (el pueblo frenético sigue a Juan).

Murcia: ¡Viva la justicia! ¡Viva la República!...

Pueblo: ¡Que viva! ¡Qué viva!...

Palma: ¡He aquí el pueblo que lava su afrenta, y da solemne satisfacción a la moral pública!.. ¡Ciudadanos! ¡Mueran los criminales!...

Pueblo: ¡Que mueran!...

Murcia: ¡Sí, criminales, temblad! ¡Tiranos y verdugos de la humanidad, temblad! ¡Temblad! ¡Este es el castigo que el pueblo inexorable ejecuta, por la voluntad santa de Dios, sobre el hombre que en su demencia le insulto!... Nada hay más justo que "el que a cuchillo mate a cuchillo muera". ¡¡Primero el rey de los astros faltaría sobre el cenit que la hora de la expiación no sonara para los malvados!!...

FIN DEL DRAMA

 

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