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Revista Ciencia y Cultura

Print version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  no.19 La Paz July 2007

 

 

 

Julio Cesar Valdés y la novela1

 

 

Daniel Sánchez Bustamante

 

 


En fugaces notas de periodismo he dicho varias veces que Julio César Valdés es el mejor cuentista boliviano y uno de los más literatos entre los escritores de nuestra generación. Agregaré aquí que ya tiene bastantes títulos para haber conquistado sitio permanente en el conjunto histórico del pensamiento de América.

Ha sabido perseverar en su tarea, y amarla; ha desarrollado sus fuerzas mentales con briosa constancia y, así, ha llegado a obtener el "consentimiento" de la idea. Hoy es literato profesional, por más que ello parezca contrasentido en este país naciente, librado sólo a las primordiales campanas de la subsistencia: la soberanía y la vida.

Pero esas afirmaciones merecen cabal discernimiento para que no queden perdidas y sin valer, entre tantos juicios críticos que pasan inspirados por la simpatía y el mutuo elogio y recamados por apriorismo sinalagmático.

Y al mismo tiempo que se estudia y analiza la obra de un escritor, no se puede menos que ligarla al espacio y al tiempo, infiriendo del medio social y de la época datos para componer un modesto capítulo de psicología contemporánea.

 

El pseudonaturalismo

Las escuelas literarias y las ideas estéticas pasan por sobre nuestra cultura a distancia inconmensurable, brillando tenuemente y dejando sus fulgores en un escaso número de inteligencias. De ahí que la magnitud de los principios de arte halle muy pocas veces preciso conocimiento, y de ahí que las corrientes intelectuales sigan por lo general un cauce olvidado de la época o marchen a vueltas de principios nuevos, sin llegar a penetrarlos hondamente.

Son tan limitados los círculos de la actividad, es tan rara la aplicación perseverante en nuestra raza y sufrimos tan crueles desengaños en el alucinado afán de radicar en los cerebros que nos rodean el entusiasmo y la curiosidad, que todos los esfuerzos se desvanecen, se pierden y se rompen. Es como si el ave cautiva quisiera salvar sus ligaduras y tender su regocijado vuelo al azur; como si la piedra cuando cae en el arroyo pudiera soliviantar las soberbias ondulaciones que desarrolla en el mar...

Nuestra literatura ha recibido en un principio la estropeada herencia del clasicismo y ha sufrido muy a raíz de la existencia nacional el fácil y arrebatador influjo romántico, que aún campea en los escritores bolivianos. Después apareció el formidable naturalismo, y puedo afirmar muy seguro de estar en lo cierto que no hay más de dos escritores en Bolivia que lo hayan comprendido en toda su trascendencia y que nítidamente lo hayan ensayado. No obstante, el señor Acosta, distinguido patriota y bibliógrafo paceño, dice, al escribir su amable prólogo para uno de los libros de Julio César Vaidés -Siluetas y croquis- que el autor es naturalista redomado y que sigue en ello a Valera y Alarcón...

El error de confundir el naturalismo con la pintura de costumbres, que más bien merecería llamarse regionalismo, o escuela flamenca, a tomar prestado este calificativo de la pintura, es muy general en los países de habla castellana. Valera mismo pone en relieve este error reinante en España y trata de borrar el alocado bautismo de naturalistas que doña Emilia Pardo Bazán quiso dar a los mejores literatos de la Península.

Valdés naturalista... Hasta ahora no puedo creerlo, y se le llamaba así cuando estaba en pleno fervor romántico, si bien es cierto que consagraba algunas palpitaciones de simpatía al valiente Emilio Zola y al exquisito Alfonso Daudet.

¿Para qué entrar a discernir los alcances y el carácter del naturalismo? Sería tarea tendida. Baste por el momento apuntar sus rasgos cardinales. El naturalismo, tal como lo entiende "el maestro", implica la negación de todas las ideas y nociones llamadas innatas por la filosofía clásica: Dios, el alma, el libre arbitrio... Es el frío criterio de un temperamento que deja ver a través de sí mismo la naturaleza en su juego determinista y en sus leyes inalterables. El hombre y la sociedad cruzan el espacio de su vida, obedeciendo a la determinación de fuerzas necesarias.

Si toda la literatura tiene su filosofía, la filosofía del naturalismo es el materialismo puro. Zola combate el concepto cristiano del milagro en Lourdes y da en cambio la explicación experimental. En casi todas sus novelas aparece flagrante la teoría de la degeneración y del atavismo, conforme a la teoría positivista. En La bestia humana describe la trayectoria del delito impulsivo, el criminal nato, en el inteligente Santiago, tan trabajador y tan diestro, pero que al contemplar el blanco seno de Severina sentía la lujuria de matarla; y así, lucha largo tiempo, se horroriza, se enloquece a ratos; hasta que, por fin, "viendo aquella carne blanca como entre ráfagas de incendio, levantó el puño armado de la navaja... y abatió el puño, y la navaja se clavó en la garganta" de la dulce y dócil Severina, después de haberle dicho: "bésame, bésame con fuerza". Por último, en París brota la apología del ateísmo: la podredumbre y el derrumbamiento de la sociedad actual -aristocrática y burguesa- han venido para Zola de la tradición cristiana; en el matrimonio religioso está el adulterio; la juventud sibarita y degradada pertenece a esa educación canija y cobarde; mientras que la familia atea de Guillermo Froment, el matrimonio laico del abate Pedro, dan de sí la nueva juventud robusta y pensadora, que amasa la salvación de la humanidad por la ciencia y que balbuce y apunta el idilio más bello de fidelidad conyugal...

Jamás escritor alguno ha blasfemado de manera tan fría y tan sostenida.

La novela naturalista es un estudio experimental que se inspira en la fisiología, con perfecto "sentido de lo real" y "bajo la expresión personal" del autor. Sin estos dos elementos no hay arte propiamente dicho. Y todo debe obedecer al determinismo universal. El novelista ya no necesita imaginación sino para componer el plan, en el cual los personajes y sus temperamentos, tomados de la vida real, van a sufrir la experimentación de la ciencia, que demostrará cómo ciertos temperamentos, puestos en sus condiciones propias de existencia, son llevados a obrar invariablemente de un modo previsto, sin arbitrio, a efecto del cruel determinismo. "Idéntico determinismo debe regir la piedra del camino y el cerebro del hombre, dice Zola, en su evangelio naturalista: La novela experimental. Y luego quiere demostrar que la "sucesión de los hechos será tal como lo exija la influencia de los fenómenos que se estudian".

Para completar estos conceptos se hace preciso recordar que la base del sistema naturalista, o mejor, el método, es estudiar el cómo y no el por qué de los fenómenos, del mismo modo que el fisiólogo demuestra cómo se producen las funciones de los órganos, sin acordarse del por qué ni del principio vital.

De donde se puede inferir que el naturalismo auténtico implica el ateísmo, la indiferencia absoluta acerca del más allá y de la vida ultraterrestre. El mismo Zola se percata demasiado de que ingresen a su escuela los católicos militantes. Hablando de doña Emilia Pardo Bazán, que es naturalista y católica, dice: "indudablemente el naturalismo de esa señora es mero naturalismo literario".

Todo eso va dicho para demostrar que se está en un error reinante cuando se cree que el naturalismo sólo consiste en el retrato vivo de la vida, un tanto grosero; en la pintura de lo que se ve cada día, sin evocar la tendencia, el fondo filosófico, el determinismo. Julio C. Valdés, según esto, no puede ser naturalista, y como parece que sintiera cierta fruición en que le llamen de tal, he querido detenerme a manifestar que él -si quiere ufanarse del apodo- tiene que darse al "mero naturalismo literario". Voy a probar. En su libro Siluetas y croquis hay un fragmento que es sincera palabra de creyente. Habla de la "milagrosa Virgen de la Estrella", llamada así porque en su frente luce, "pura y sublime, una estrella cuyo brillo no tiene nada que envidiar al mejor planeta de nuestro cielo". Valdés da suelta a su imaginación y termina cual un místico: "la estrella siempre brillará magnífica y pura en la frente de la santa imagen, siendo el astro que guíe los destinos de la humanidad y la estrella de la mañana que anuncia la paz al mundo y la felicidad al corazón". Después, en otra de las últimas fojas del mismo libro, lanza este trueno contra todo determinismo y aun contra toda razón: "¡siempre una mujer ha de guiar nuestros pasos sobre la tierra!". Lo cual es puro dogmatismo romántico.

De ideas y de giros de este talante está salpicada la obra literaria de Valdés, que, por lo menos en sus comienzos, es romántico hasta las heces; y, si quisiera perdonarme, le diría que ha estado en detenida gestación envuelto en las ramplonas sugestiones de nuestro medio intelectual, antes de emanciparse y de llegar a ser lo que es hoy: un hábil estilista que imagina muy bien la fábula de sus cuentos y que los cincela con raro primor.

Y aun más que romántico, lo cual salta a primera vista en sus intermitentes y raudas tentativas de imitar a Víctor Hugo y en su constante admirar a Bécquer, muestra, en sus primeros escritos, extraña reversión al filosofismo, un tanto panfilista, que tenían algunos novelistas del siglo XVIII, cuando no se contienen en ese prurito, propio también de nuestros escritores, de hacer superfluas y pobres reflexiones sobre cada impresión recogida del mundo exterior; y paso a citar.

Al traducir el estado de espíritu de una virgen aymará, dice en Mi noviciado: "la inteligencia de la pobre indiana envuelta en el sudario del no ser intelectual apenas sí podía sentir el chisporroteo de la razón y las confusas manifestaciones de la idea". En otra parte se refiere a una niña en su primera comunión: "en su rostro, perfectamente delineado, se notaba el candor de la inocencia y esa satisfacción íntima que produce el cumplimiento del deber. Estaba bella, muy bella. Yo sentí entonces algo que hasta ahora no he vuelto a sentir. Creí en una idealidad y la amé".

En todo lo cual se nota, además, la frase indecisa que solicita levemente la copia de emociones y de fisonomías, sin alcanzar éxito. Llamo éxito, en este caso, a la nitidez, la energía y la verdad del rasgo o del matiz, cualidad que decide la suerte del escritor, que es de brutal fuerza en el naturalismo y que constituye el secreto misterioso y el quid divinum del arte. Pero Valdés no por eso se ha declarado en derrota. Antes bien, ha dirigido sus inalterables ideales en pos de ese arte y al fin ha triunfado. Su esfuerzo es digno de que se le siga a través de sus escritos; pero antes debo manifestar cómo entiendo el naturalismo del autor de Picadillo.

En la biografía, muy documentada y apologética, que ha escrito de don Crispín Andrade y Portugal, traza la sucesión de las escuelas literarias en Bolivia: clasicismo, romanticismo y luego "la tercera generación es la presente, la que ha adoptado por bandera el naturalismo moderado, diremos así, imitando las clasificaciones políticas". Lo que para mí vale, según las ideas que tengo expuestas, por decir que se trata del "mero naturalismo literario", que nada significa y que tan gallardamente colgó Zola a doña Emilia Pardo, o mejor, de un pseudonaturalismo.

Las citadas frases de Valdés valen por profesión de fe, si se las mira desde el punto en que se sitúa su ponente, el señor Acosta, es decir, desde la carta prólogo de Siluetas y croquis, que dice: "además tiene Ud. a mi humilde juicio el indisputable mérito de ser el iniciador, en el país, de la escuela naturalista. "La vida de los tejados" y otros artículos amenos dan un testimonio de lo que lo digo. Sus escritos, aunque con colorido propio, se inspiran en los de Valera, Alarcón, Alas y otros..." En los de Alarcón, principalmente, parece el autor haberse embebido de ellos en su primera juventud.

Aquello del naturalismo moderado requería trasunto detenido antes de pasar por el arco del triunfo. Paréceme, por lo que conozco la obra literaria de Julio C. Valdés, que él se ha dejado llevar a confundir el naturalismo con la observación de la vida real, que no constituye sistema, sino precepto en la retórica secular. Desde Horacio se decía: aetatis cujusqui notandi sunt tibi mores.

Julio Lemaitre es uno de los críticos que ha juzgado más discreta y desapasionadamente a Emilio Zola. Al concluir su magistral estudio en los Contempóraneos, define Los Rougon Macquart: "una epopeya pesimista de la animalidad humana". Si la moderación consistiese en huir de tan torpe y épica manera, y en ascender a la pintura de la virtud y del bien, de lo apacible y de lo que aparece con suave color en la vida, habría, para conservar el bautismo de escuela, que señalar todo eso como el producto bruto de la determinación exterior sobre el temperamento. Mecánica pura, nada de mérito. Y ya he citado de Valdés tal fragmento que es ingenuo ditirambo al milagro, y tal otro que trasunta la mística figura de una muchacha de doce años poseída "de la satisfacción íntima que produce el cumplimiento del deber". Un naturalista se habría dado a retratar en este caso la emotividad fatal del temperamento.

Otra cosa es que en el estilo y el ingenio del autor de La Chabelita, en su fina ironía y su chispeante sátira, en la verdad de la descripción y la realidad del modelo se halle algo de la pose del autor de Tartarín, del delicado Alfonso Daudet, uno de los más brillantes naturalistas del deshecho e inmortal círculo de los Goncourt; pero de aquí al naturalismo de veras, veo mucha distancia.

Verdad es que el naturalismo ha caracterizado uno de los ciclos fecundos y gloriosos de la evolución de la novela y del arte; ha traído nuevos puntos de vista y ha ensanchado principios que antes apenas sí habrían sido apuntados. Pero tal cual lo quería y lo quiere Zola, se halla reducido en sus esferas de influencia y, por ello, las corrientes más robustas de hoy desechan el título del naturalismo, que se aplica propiamente a los que siguen el evangelio de La novela experimental

Que no se alarmen los espíritus que anhelan ideal y verdad antes de abrir un libro de Valdés, al saber que se llama naturalista. No es discípulo ciego de la doctrina de Medán, sino un valiente soldado del arte que cultiva en unión de muy pocos los renuevos del pensamiento en nuestra pobre literatura.

 

En pos del arte

No se ha educado aún el espíritu de nuestra nacionalidad, por más que tantas y tamañas desgracias hayan venido a herirle, despertando en él la vibrante aspiración al mejoramiento y a la vida. Están latentes ciertos rasgos que caracterizan nuestra suave ternura en el sentimiento y nuestra indómita rudeza en el patriotismo; lo cual no ha recibido todavía expresión genial en el idioma: que así nace la literatura de un pueblo.

El estilo de los escritores bolivianos es, por lo general, indeciso, pobre y revestido de empalagosa trivialidad; el pensamiento, a veces feliz y original, se oculta dentro de máculas gruesas que le afean. En muy pocos se da la pureza de la frase y la novedad del giro o de la cláusula. Y esto es peor que antaño: pues hubo pensadores, políticos, oradores y periodistas, en las primeras generaciones intelectuales de Bolivia, que denotaban cierta canturía castiza, como si escribiesen en España; pero al independizarnos de la patria de Cervantes parece que hubiéramos querido emanciparnos también de su rico idioma, de su gramática y de su cultura, sin tener aún elementos propios y bastante poderosos para reconstituirla. Nacidos y educados en este medio, los que sienten vivo el prurito de idear tienen que componer sus pensamientos con los torcidos giros y las viciosas palabras de los periódicos, cuya jerga política y literaria, hecha de resfriado racionalismo e inconsciente adaptación de nuevos términos, se está haciendo reinante. Y éstos son los únicos modelos para quienes no quieren purificar su estilo, espigándole con cuidado de tales vicios, y no quieren estudiar hasta que se les pegue el habla legítima de Castilla.

Además, en los colegios y universidades se contrae el hábito de la superficialidad y no se analiza la contextura del lenguaje: es que la instrucción pública está en manos de catedráticos que, en su mayor parte, se dedican transitoriamente a la enseñanza, hasta encontrar un "puestito mejor..." Y de ellos son muy pocos los que saben regular castellano.

A tal influjo se debe la formación del idioma universitario: textos reducidos en que se ha empañado el inmortal brillo del español; repeticiones y conferencias enanas que no llevan mejores trazas que los mismos textos. Después la juventud sale a la política, y allí... ¡adiós decoro, hábitos intelectuales, verdad y estudio!...

Así se forma y se educa nuestro buen gusto... Necesítase nervioso pudor de perseverancia y vigorosa inclinación al trabajo para purificarse de todas esas cacoquimias y salir airoso por cima de la generalidad.

Bajo semejantes auspicios nos formamos los escritores en Bolivia y se estrena, doce años ha, Julio César Valdés en "La Razón", diario de La Paz. Aborda el tema de los artículos de costumbres y alguna vez se engolfa en delectaciones románticas y en abstractas y nimias filosofías: "La lágrima ante la ciencia y el arte", "Horas tristes", "Mercedes", etc., etc. Hay en aquéllos acierto en la observación y el autor tiende instintivamente a cumplir aquella preciosa ley estética de Guyau sobre las emociones artísticas de carácter social.

Nuestro pueblo, un tanto infantil, no puede sentir simpatía, ni necesita sentirla, por las reflexiones de fondo, pensamientos esotéricos y raciocinios abstractos que, por otra parte, no podemos formular con la maestría de los escritores y artistas latinos y sajones. Aún entre éstos es cursi, de pedantes y estéril el disertar acerca del amor, de la mujer, de una brisa... y el fraguar sobre el mismo tema soporíficos artículos. El comentario, el criterio del autor, su honda dialéctica, pasan y se inoculan en una frase nueva, ligera, esbelta, impregnada de ingenio e incrustada en el cuento o la novela.

El mérito del escritor está, ante todo, en observar los hechos, las palpitaciones, las vibraciones que ocurren en "el grupo", y, luego, cogerlos, embellecerlos y fijarlos por medio de la palabra, moviendo así la simpatía social. De ahí que la explotación de las costumbres y la penetración en el alma de su pueblo sea la fuente más rica e inagotable para el artista que sabe observar, sentir, evocar y traducir; porque las costumbres y la índole colectiva varían con los tiempos y los lugares. Cierto es que ellas suscitan abrumadoras trivialidades cuando el escritor se ha limitado a copiarlas con pobres colores, no ha hecho análisis estético, no les ha dado expresión emocional y no ha sabido trazar el bello contorno de las líneas.

Este defecto detiene, al principio, el alado numen de Julio César Valdés, lo cual no provenía de su temperamento sino de su educación, de aquella deficiente y fofa educación que recibimos en los colegios y que exornamos a través de los modelos del periodismo militante. En cambio, el escritor encontró aura y despertó la simpatía de su "grupo", y se sostuvo al sentir en su cerebro la misteriosa desazón de crear y de idear. Continuó en pos del arte, henchido de esperanzas y de fe. "Últimos devotos, dice, de los que le ofrecen (al arte) culto ferviente, hemos de morir abrazados de él, bendiciéndole siempre y elevándole la plegaria del alma. De rodillas -solo ante el Arte- dejaremos correr estas pocas horas de existencia que nos señala el reloj del tiempo" (La vida de los tejados).

Todo ese fervor determina su evolución: en sus primeros escritos se agitan rebeldes los temas; no puede él dominarlos, doblegarlos y penetrarlos con brío, ni traducirlos muy fielmente, pero deja ver el esmero que pone en la frase, rebosante de verdad y de naturalidad. Emancipa su estilo de la pesadez y de los moldes que se ofrecen en el medio en que vive, y va adquiriendo variedad, riqueza y ritmo: lentamente.

Más sigue en perpetuo progreso. Tiene un fragmento que es delicioso espejo de nuestra vida revolucionaria y que sugiere la idea de todo el brillo que puede dar Valdés a la literatura boliviana. Allá va:

¡Qué épocas aquellas!

¡Revolución! se decía, y los tímidos buscaban los más recónditos agujeros para salvar el pellejo, los más valientes asomaban apenas las narices por la ventana y los audaces iban a la esquina a tomar datos. Los leones sólo peleaban. La terciana del miedo era un mal crónico

¡Revolución!, se gritaba, y las tiendas se cerraban como por encanto y minutos después podía Diógenes echarse a recorrer la población con la seguridad de no encontrar un hombre

¡Revolución!, repetían, y los capitalistas ponían a salvo los talegos, temblando por los empréstitos forzosos; en tanto que los pillos esperaban el momento oportuno parta lanzarse a ejercer la delicada profesión.

¡Revolución!, y los empleomaniacos sonreían como el conejo y estudiaban el discurso para la "Entrada del Vencedor".

i Revolución!, y los coroneles retirados llevaban bajo la capa el kepí para hacerse presentar al afortunado Presidente y contarle los esfuerzos que hicieron por la "Causa" nueva, los sacrificios por los que pasaron y todas las persecuciones que sufrieron por su amigo político, que ahora coronaba su obra con el más grande triunfo que haya visto el sol.

¡Revolución!, y el llanto en las familias, la desesperación de las madres y las esposas, la orfandad y la miseria golpeando las puertas del hogar; el luto y la tristeza tendiendo sus negras alas en la población, el incendio y el homicidio recorriendo las calles; la miseria pública y privada, por doquiera; el comercio fIuctuante y estacionario: el extranjero liando sus maletas y el industrial cerrando sus fábricas; la intranquilidad aquí dentro, el escarnio y vergüenza en el exterior... y por corolario de todo esto, un déspota más y mil días de gloria menos.

Ese don de apercibir claro, deducir y retratar, embelleciendo la imagen sin borrarla, es un don que ha llegado a poseer con original viveza Julio César Valdés. En pocos rasgos deja la figura en todo su real parecido, así como los diestros pintores y caricaturistas que con dos o tres líneas hacen una cabeza o un busto palpitante de realidad y de expresión. En prueba de ello, copio los siguiente fragmentos:

Ved ese cholito de corbata verde, cal almidonada y botines de charol, con el pescuezo afeitado y la cerduda melena peinada con goma aguada: vedle tomando púdicamente la copita de pisco, un si es no es tímido y en-simismado, vedle piropeando a su manera a la hembra de sus simpatías y sonriendo afeminadamente.

•••

La nieve del invierno se derretía bajo la acción del sol primaveral. Y las golondrinas se posaron en la cruz del campanario y fabricaron sus nidos e n los rústicos relieves de la iglesia de piedra. Y al soplo de la vida nacieron otras golondrinas. Yo las miraba cada tarde revolotear en los campos, así como revolotean en mi cerebro los pensamientos tristes. Mas ¡ay! amaneció un día nublado, las flores cerraron sus broches, el pastor recogió su ganado y las golondrinas se fueron.

Tiene Valdés dispersos muchos estudios, novelas cortas y cuentos que presumo entrarán en Picadillo. Recuerdo la fina cinceladura que luce "La pesadilla de Mariquita" y varios otros trabajos de la última época. Antes, el escritor no había llegado a divisar en toda su plenitud los Alcázares del Arte. No era tiempo todavía. Pero ha tenido el brillante poder de la perseverancia.

En las tareas literarias permanecer es triunfar; cerebro que se esteriliza y se apaga es nada, es masa que no ha palpitado sino a la prestada sugestión de un instante. El impulso a las grandes cosas sólo está en los cerebros intranquilos y agitados, que no pueden vivir sin descargar en la contemplación interior y el discurso las fulguraciones mentales alentadas por el roce de las nuevas ideas que se desprenden de la humanidad en marcha.

¡ En pos del arte y de la verdad! Tal debe ser el voto de las almas delicadas y valientes: ¡en pos de la vida!

"Si te descuidas, dice Epicteto, si sólo te diviertes y no te impones una tarea definida, sucederá que no harás ningún progreso y que perseverarás en tu ignorancia durante toda tu vida y después de tu muerte... Aunque no seas Sócrates, debes vivir queriendo llegar a serlo".

 

La novela

Menester serían extenso razonamiento y detenido estudio para señalar la importancia de la novela y el alto grado que le corresponde en la cultura humanista. Ello no cabe en este esbozo crítico que se ha hecho menos corto de los que yo quería.

La evolución de la novela ha tomado en los últimos siglos tan rápido impulso que ya es difícil presumir siga con la misma carrera. El arte se ha perfeccionado a tal punto que se puede creer que con la novela ha de suceder lo que con el poema épico: el espíritu humano ha dado todo lo que podía dar en este orden; después vendrán novelas iguales acaso a las de nuestro siglo; mas no las sobrepasarán. Del mismo modo que Homero y el Dante podrán tener imitadores geniales, pero no habrá un poeta que se alce por encima de tan altas cumbres. Habría, para ello, que esperar una nueva transformación en la especie, la realidad del superhombre de Nietzsche; así como para aparecer montañas más altas que el Himalaya tendría que estallar una nueva y formidable revolución geológica de la Tierra.

Pero, en cambio, la novela tendrá vida y cultivo perdurables, porque retrata las palpitaciones del corazón social y del corazón humano: la vida. Ya no hay sistema para ello. El reinado absoluto y sucesivo de las leyendas, de la novela filosófica, histórica, romántica o naturalista, ha pasado vertiginosamente. Lo que se quiere hoy es que la novela sea una obra exquisita, de profunda observación y de refinado deleite, y compuesta sin artificiosa tendencia docente.

Francia, Rusia e Inglaterra tienen en este orden gloriosa representación; y después España, tan rico y original es el ingenio de Pérez Galdós como el de Pereda.

El naturalismo ha dejado brillante serie de novelas, principalmente en Francia, y ha decidido una verdadera renovación en el arte. Mas pocos de los escritores jóvenes le siguen como sistema; se han apropiado de sus conquistas para dirigirlas hacia otros rumbos.

Lo principal queda: la observación cabal, el estudio del medio y la realidad de la fábula. Antes que otros, PauI Bourget, discípulo de Taine, ha fundado la novela psicológica. El autor de El discípulo y del Idilio trágico traduce los movimientos del espíritu, su proyección y sus batallas en cada momento pasional de la vida. Es obra muy delicada y muy difícil la de presentar al común de lectores, por estilo claro y brillante, la emoción, la reflexión, el impulso... los delicados matices de la sensibilidad y su modo de influir en los actos y las ideas; lo cual informa el génesis de ellos.

Mauricio Barrés acaba de conquistar su puesto a la diestra de los maestros, con su novela Les deracinés (Los desarraigados). Esta obra es de alta psicología social, conteniendo dos tesis: la una contra el individualismo y la otra contra el espíritu clásico de generalización. Al contar la dramática complicación, la gigante lucha por la notoriedad y el predominio, de siete jóvenes de provincias que tienden fatalmente a París, desarraigándose de su nativo suelo, enseña los efectos disolventes que da a Francia su sistema de educación actual, tan centralizadora "que sin tomar cuenta en las circunstancias particulares y de los medios locales quiere vaciar a todos los franceses en el mismo molde". De donde viene cierta atracción fatal para los cerebros y las energías regionales que se consumen y sacrifican por alimentar el gran foco de París, y debilitan así las verdaderas fuerzas nacionales.

Al frente de la avasalladora infuencia del espíritu del Norte, el espíritu latino luce su eflorescencia preciosa en varios artistas franceses e italianos (y quien dice franceses, comprende a los belgas). Entre ellos, Gabriel D'Annunzio, en su novela Las vírgenes de las rocas, sigue un nuevo recodo del modernismo: la novela-poema, especie de reversión al idealismo, tratando de pintar la carrera de un alma a través de su tiempo. Un cuadro exquisito, filigrana maravillosa trabajada con cincel simbolista, y a la luz de las teorías flamantes de psicología científica. Figuras y caracteres de sensibilidad de micrófono, vistas entre sombras de misterio y refracciones de ensueño. Así escriben D'Annunzio, Schuré, Sarrazin, Rosny, Rodembach... y una cola numerosa de imitadores más o menos felices. Inútil es agregar que esta corriente sólo puede ser entendida por la élite, y aun en ella, merece muchos reparos.

Todo lo dicho queda apuntado como ejemplo, para dar una idea de la dispersión de los novelistas contemporáneos, que no forman una escuela que reine por sobre las demás y merezca los unánimes sufragios del mundo literario, cual fue un tiempo con el romanticismo y quizás con el naturalismo. Antes bien, se acentúa como verdad que no hay escuelas literarias, sino manifestaciones individuales emancipadas del espíritu de secta.

El arte de hoy, dice Fierens en su Ensayo sobre el arte contemporáneo, desautoriza todos los sistemas, todas las direcciones, todo lo que pueda importar adhesión a cualquier programa de escuela. Y después: "todos los que han reunido en su arte los signos distintivos de una raza, de un pueblo, de un período social y que por eso lleguen ser la encarnación ideal de una fracción humana, han fundado las imperecederas ciudades del arte". Tal es la única condición primordial, la synergia de Guyau, que debe tener su expresión más perfecta en la novela.

Según esto, hay que buscar en nuestra raza y en nuestro grupo social los elementos de la novela boliviana; pero son ellos desgraciadamente flojos y no se presentan con la debida complicación para animar el cuadro y enriquecerle de episodios. Quizá pudiera surgir la novela corta, escrita con brío, con penetración de nuestra vida, embelleciendo todo lo que parece trivial y pesado, buscando la armonía oculta, el rasgo brillante, allí donde la generalidad no ve otra cosa que el acto cuotidiano, el sentimiento vulgar y la peripecia resabida.

Así se registrarían, si puede decirse, el temperamento y los accidentes que caracterizan nuestro mundo. Aun más, se dejarían las bases sobre las que debe tomar impulso el vuelo del ingenio boliviano.

Es la tarea a que está llamado Julio César Valdés. No ha mucho publicó algunos capítulos de La Chabelita y allí se ha revelado como un talento de observación y de análisis que sabe producir emociones de simpatía social. Sus descripciones son animadas y el relato interesante y voluntario, vivo el diálogo y el estilo bien apropiado, libre de las hinchazones y relumbrones en que tropiezan continuamente nuestros escritores. Falta que haga conocer la afabulación y el conjunto, y que con ello despierte y descubra la vida interior, o el alma de la raza, para que podamos saludar en él a uno de los fundadores de la novela en Bolivia.

Sucre, 1898

 

Notas

1 Escrito a propósito de la publicación de Picadillo(1898), de Julio Cesar Valdés, este artículo da cuenta como ningún otro de las virtudes de crítico que poseyó Sánchez Bustamante. Sus disquisiciones acerca de la evolución y destino de la novela llevan al convencimiento de que este breve y circunstancial ensayo es un mojón importante de la crítica literaria boliviana.

 

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