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Revista Ciencia y Cultura

On-line version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  no.18 La Paz July 2006

 

Asamblea Constituyente

 

Tres argumentos contra la Asamblea Constituyente

 

 

Fernando Molina

 

 


Primer argumento contra la Constituyente (una expresión de " altoperuanismo ")

Por diversas razones, naturales e históricas, Bolivia ha tenido que vivir, digamos que obligadamente, de la explotación de los recursos naturales no renovables con los que siempre o casi siempre ha podido contar. Este hecho la ha marcado a fuego. La ha convertido en una sociedad sui géneris, que expeditamente podemos denominar "rentista", porque su principal modo de vida no es la producción de manufacturas y servicios, sino las rentas que generan los recursos naturales.

Esta condición ha trabado el desarrollo del país de una manera mucho más profunda que la que puede describir el conocido diagnóstico de "enfermedad holandesa". No se trata de que los ingresos extraordinarios de la minería y luego del gas provoquen alteraciones monetarias que luego perjudiquen al resto de las exportaciones, sino de que las únicas actividades rentables son las relacionadas -de una manera u otra- con los recursos naturales no renovables, porque solamente los precios de éstos son capaces de superar el "arancel" que está implícito en el aislamiento geográfico, el extremado contraste climático y la endemoniada topografía del país.

De modo que en Bolivia casi no hay un aparato productivo, y mucho menos uno transformador, orientado a nuestro mercado interno, que, adicionalmente, tiene las dimensiones que corresponden, esto es, liliputienses. Como suele decirse en los círculos diplomáticos, las reuniones con los empresarios bolivianos no requieren de salones muy amplios. Por tanto, la mayor parte de la clase media, y también de los estamentos que ascienden desde la base de la sociedad, consagra su tiempo a la política. Es la política, entendida en todas sus acepciones, la labor principal de los bolivianos, la que consume sus mejores energías, la que produce las corrientes más fuertes de movilidad social.

La biografía del presidente Evo Morales, quien salió de la miseria y llegó a la cima por obra de su militancia izquierdista, es un buen ejemplo de ello. También lo es la gran cantidad de intelectuales, artistas y empresarios que, llegado el momento, abandonan las actividades privadas en las que tenían éxito, y dan un salto a la carrera pública. Los alicientes son múltiples. En primer lugar, por supuesto, las ganancias lícitas e ilícitas que pueden obtenerse del Estado. Pero también la fama asociada a la función pública, de la que los medios de comunicación se ocupan preferentemente, puesto que todo el país está pendiente de ella.

Y cuando no se hace política en el Estado, se la hace en torno a él, ocupando puestos en ONG's, think tanks, medios de comunicación y otras instituciones que prestan servicios a los políticos o se ocupan de la política social de las agencias de cooperación internacional con Bolivia.

Una sociedad rentista despierta y anochece teniendo el Estado en la mente, porque el Estado es el único medio disponible para la apropiación de las rentas, para la redistribución de los excedentes, para la asignación de los gastos fiscales, los cuales, como es obvio, traducen dichos excedentes en beneficios concretos para uno u otro sector. Todo esto, por supuesto, ha creado una mentalidad, una forma de ver las cosas. El que (como a veces nos lamentamos y otras nos jactamos) tengamos "ocho millones de expertos en gas", muestra bien cuáles son las preocupaciones prioritarias del país.

Algo se dice en estos días acerca de la mentalidad rentista y extremadamente politizada de los bolivianos. Sin embargo, raramente los comentarios contemporáneos superan la mordacidad de algunas críticas clásicas, lanzadas en siglos anteriores por Gabriel René Moreno (el historiador chileno-boliviano), o por el también historiador pero sobre todo polemista llamado Alcides Arguedas. Pese al racismo de estos autores, todavía son útiles y aleccionadoras sus ironías sobre el "altoperuanismo", el pensamiento creado en la Colonia por los "doctores de Charcas", y que heredó la República. Se trata de una ideología burocrática, que todo lo refiere y resuelve en las leyes y los organigramas; una ideología retórica, porque confunde las palabras con la realidad, y cortesana, porque remata siempre en el servilismo frente al más fuerte, al que posee el poder. Este "altoperuanismo" vive hoy uno de sus auges periódicos.

El rasgo idiosincrásico del legalismo burocrático consiste en una fe inconsciente pero no por eso menos enorme en la capacidad de las leyes para cambiar la realidad. Los bolivianos creen que una buena norma (o, en los tiempos tecnocráticos, una buena "estrategia de desarrollo") es la mejor cura para un problema social. De modo que proliferan los abogados, los legisladores y los redactores de estrategias, los consultores.

Por esta tendencia tradicional del pensamiento boliviano se entiende que haya calado con tanta profundidad la propuesta demagógica de una Asamblea Constituyente como panacea de los males sociales y piedra fundamental de una nueva era republicana. Una vez más se cree que los doctorcitos, armados de sus plumas de ganso, reescribirán en una Constitución el destino de esta patria tan golpeada y empobrecida, de modo que, por obra de su prosa tinterilla, todo lo que estaba roto se componga, y, entre este y el siguiente otrosí, un orden coherente, armónico y justo impere allí donde sólo ha habido, hasta ahora, desorden, incoherencia e ineptitud. Se trata de un exceso racionalista, que, como veremos, está impulsado, paradójicamente, por razones emocionales.

 

Segundo argumento contra la Constituyente (un acto emocional)

La marea igualitaria que estamos viviendo ha encontrado su principal bandera en la demanda de una Asamblea Constituyente que "refunde el país", que transforme la democracia de modo que ésta sea más directa y comunitaria, que construya un Estado multiétnico y muy involucrado en la economía, que nacionalice todos los recursos naturales, en especial el gas, y que lance una segunda reforma agraria capaz de afectar las grandes propiedades del Oriente del país.

La Asamblea Constituyente busca la implantación de una base de igualdad real (es decir, equidad socioeconómica y capacidad de participación -y no sólo de elección- política). Una base a partir de la cual la competencia mercantil y la desigualdad pudieran darse sin causar al mismo tiempo injusticias muy graves (así lo propone, por ejemplo, el teórico y candidato a la Asamblea Raúl Prada).

Ahora bien, si la Asamblea Constituyente impulsara cierta igualación socioeconómica, repartiendo algunos factores productivos como la tierra y los recursos naturales, tendría que hacerlo en detrimento de la libertad de los actuales dueños de estos factores, de su derecho a la propiedad y al enriquecimiento. En este caso, dos valores se oponen irreconciliablemente, y es imposible dirimir científicamente entre ellos. Como veremos más adelante, ésta es la principal causa por la que debemos tener cuidado con el alcance de los cambios, puesto que en ellos el triunfo de unos significará la derrota de otros.

Por ello, también, la Asamblea Constituyente es una "consigna símbolo". Las masas entienden perfectamente lo que representa: su revancha histórica. Octavio Paz diría de la "revuelta",1 un retorno imposible a un tiempo anterior a la modernidad, cuando -según quieren creer- los "originarios" poseían los recursos naturales para ellos solos, y gobernaban a sus anchas. Ya lo dijo un manifestante, en junio de 2005: "queremos nacionalizar todo".

Todo esto está dictado por la pasión. Estamos ante una obra del odio social, que en Bolivia es indistinguible del odio racial. Odio con una vía de ida y otra de vuelta. Las elites blancas y mestizas también odian, y oscilan entre la rabia y la desesperación.

¿Equivale la Asamblea Constituyente a la reforma agraria, al Estado étnico, al comunitarismo? Todo esto es todavía demasiado abstracto para la gente. En realidad significa la victoria, la gloriosa hora en que los k'aras, el núcleo citadino de La Paz y la "oligarquía camba", los ricos, los otros, morderán el polvo de la derrota. Se trata de algo imposible de argumentar razonablemente, o de cuantificar mediante un cálculo de costo y beneficio. Se trata de algo más bien religioso. Es un intento de reconciliarse con el mundo dual, confuso y desgraciado, por la vía del triunfo absoluto de la propia condición y la propia identidad.

Lo que podemos esperar de semejante estado de ánimo resulta, por supuesto, impredecible. Pero es suficientemente peligroso como para observarlo con miedo (un miedo respecto a las posibilidades de controlar el cambio, diferente al pánico reaccionario que rechaza toda alteración de las actuales condiciones de vida, a pesar de su injusticia).

 

Tercer argumento contra la Constituyente (un exceso racionalista)

El gobierno pretende una Asamblea Constituyente que "produzca un nuevo Estado, una nueva República", y que, en cuanto a la "búsqueda de la igualdad y del ejercicio soberano sobre los recursos naturales", no tenga "ningún límite", porque de lo contrario se estaría "maquillando el destino de la patria" .2 Su deseo es propiciar un cambio holista, total, que libere al presidente Evo Morales de la "prisión" de las leyes y las instituciones actuales. Recordemos que en el congreso de cocaleros que lo reeligió como dirigente, en febrero, Morales declaró que "la Asamblea Constituyente servirá para cambiar, porque yo a veces me siento prisionero de las leyes neoliberales; quiero hacer algo y me dicen que es ilegal hacerlo mediante decreto; quiero hacer otra cosa y es inconstitucional porque todo lo que piensa el pueblo es inconstitucional; por eso quiero decir que me siento prisionero de las leyes bolivianas".

Los cambios holistas se desprenden de una concepción mecánica de la sociedad,3 que la considera el resultado de un diseño premeditado de los hombres, o, en la tradición ilustrada, de un "contrato o pacto social" libremente acordado en algún momento del pasado. En el caso nuestro, puesto que se ambiciona un "nuevo pacto social", su celebración no se ubica en el pasado sino en el futuro, en una sala de conferencias de la capital histórica del país, Sucre.

Esta concepción es uno de los excesos del racionalismo. En realidad, el tal "contrato social" nunca se ha dado, históricamente hablando. Sólo una parte muy pequeña de las instituciones de la sociedad responden a la acción intencional de un grupo de "constructores". La mayor parte, desde el lenguaje y la familia, hasta las empresas y los procedimientos administrativos, se han desarrollado de una manera "orgánica", es decir, por la conjunción en el tiempo de un conjunto de decisiones conscientes, acciones circunstanciales, inercias, hábitos y sobre todo por azar. No sólo contó lo intencional, sino también los resultados no intencionales de las decisiones tomadas originalmente. En los términos de la física moderna, se podría decir que las instituciones sociales no han sido nunca sistemas lineales (una causa, una consecuencia), sino más bien sistemas no lineales (una causa, muchas consecuencias, algunas de ellas imprevisibles). Son organizaciones imperfectas, que tienden a la entropía. Incluso las que fueron fabricadas en un escritorio, como las superintendencias de regulación, una vez que salieron del cascarón, pronto perdieron su carácter predeterminado, y por tanto absolutamente previsible, y se convirtieron, como las demás, en organismos "vivos", dinámicos, cambiantes, y, en consecuencia, en parte impredecibles. De ahí que ahora resulte tan difícil desmontarlas de un plumazo, como el MAS creía que se podía lograr antes de convertirse en gobierno.

Si esto es así, la consecuencia lógica que podemos inferir es que, como dice Karl Popper, "los cambios holistas no nos convienen" (desde un punto de vista puramente práctico). Si no podemos tener la seguridad de que nuestras intenciones se materializarán perfecta o incluso adecuadamente, entonces lo más prudente es evitar los cambios radicales, descomunales, sobre los cuales siempre tendremos menor control.

Sin que esto exija que seamos conservadores, nuestra obligación es tomar en cuenta que las instituciones existentes no son simplemente un designio de una corriente ideológica ("el neoliberalismo"), una clase social o incluso una casta étnico-cultural, sino también de una continua interacción con la realidad, con las necesidades públicas, con la lucha de intereses, y que, por tanto, representan un equilibrio que hay que tener cuidado de no romper, o que se debe reproducir en toda institución nueva que se decida crear. No hacerlo fue justamente el error de las reformas de los años noventa. (La diferencia con lo que ocurre hoy está en que, si en los noventa sólo se metieron con las reparticiones estatales, la Asamblea Constituyente al estilo anunciado por el MAS arrollará también a instituciones más antiguas y delicadas, como el sistema de concesiones de los recursos naturales, las instancias republicanas de representación política, etc. Y esto hace todavía más imperiosa la necesidad de optar por cambios parciales, limitados, que causen el menor sufrimiento posible, antes que por los de tipo holista).

Una segunda razón práctica para oponerse a estos últimos es, en efecto, que provocan mucho dolor a quienes deben soportarlos. Pensemos si no en cualquier revolución -que es el cambio holista por excelencia-, y en todas sus víctimas. Puede argumentarse, claro, que este sufrimiento es el precio que hay que pagar por el advenimiento de una nueva sociedad, un "nuevo pacto", que finalmente asegure la paz y el bienestar para todos. Pero se trata de un trueque muy dudoso: el sacrificio de la generación presente por una promesa de la que, como hemos visto, no es posible estar seguros, ya que siempre habrá desarrollos imprevisibles.

También se puede argumentar, en contra de lo que decimos, que los únicos que lamentarán el cambio serán "los opresores", aquellos que viven actualmente a costa de los demás, y que, por tanto, se lo tienen merecido. Ésta sería una respuesta no democrática, ciertamente. Pero no intentemos todavía esbozar una réplica de principio en contra de ella. No nos salgamos del ámbito de lo pragmático. Digamos más bien, de nuevo, que no es posible predecir los efectos de los cambios sociales, por ejemplo en orden a que sólo sean dañinos para algunos y no para otros. Lo usual es que el castigo de un grupo ocasione una reacción de éste que a la larga generalice la violencia, como pudimos ver, de manera horrible, en las grandes crisis políticas del siglo veinte. Entonces se comenzó actuando contra la burguesía, o contra el "capital judío", y se terminó en conflagraciones gigantescas, en el asesinato de ricos y pobres, judíos y gentiles, culpables e inocentes.

Punto aparte. Además de estas observaciones de carácter práctico en contra de los cambios holistas, existe otra de principio, y es la siguiente: solamente intentará imponer sus fines "ilimitadamente" quien crea que éstos son los mejores, de modo que su amplia difusión asegure un mejor sitio para la sociedad. Pero, ¿qué certeza se puede tener de algo así? Como ya decía John Stuart Mill, "no podemos saber, con certeza, qué valores y qué fines le convienen indiscutiblemente al ser humano". Esto, en primer lugar, porque los valores y los fines se oponen entre sí. Es imposible dirimir científicamente entre los valores.4 Por ejemplo, es imposible elegir de forma indisputable entre esa igualdad cuya búsqueda ilimitada es el signo de esta época y la libertad de trabajar, lucrar y por tanto "desigualarse". O entre la solidaridad con los pobres y el derecho de propiedad. O entre...

Quien pretenda que sus propios valores y fines son los mejores y por tanto no hay otra cosa que convertirlos en la guía de la colectividad puede escorar fácilmente hacia el totalitarismo. Ya hemos comprobado, en el comunismo y el fascismo, a dónde conducen los intentos de imponer una verdad ética sobre los demás, cuando en ética puede haber razón, pero no verdad. Los fines humanos son distintos y, algunos de ellos, incompatibles entre sí. La lucha por una sociedad perfecta, vaciada solamente en determinados valores, choca violentamente contra esta realidad. No debe intentarse, por tanto; es preciso rechazar los cambios holistas. Más bien debe buscarse una sociedad abierta, que garantice una búsqueda plural, una coexistencia de fines como la que se expresa en las instituciones democráticas bolivianas actuales, y que por eso hay que reformar, sí, pero no borrar del mapa.

 

Notas

1 Itinerario, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1993.

2   "La Constituyente es fundacional y parirá una nueva República", entrevista del ministro de la Presidencia, Juan Ramón Quintana, con la periodista Mery Vaca, de La Razón, 1 de marzo de 2006.

3   Algunos autores la llaman, con más cortesía, "constructivista".

4 Esto no significa, sin embargo, que la razón no tenga ningún papel en una discusión de valores. La razón es una guía. Nos enseña, por ejemplo, que debemos tener a la vida por encima de todo lo demás, pues sin ella el resto es inútil. O que debemos rechazar algunos fines, no porque sean irracionales -pues ésta no sería una causa suficiente-, sino porque son inhumanos. De ahí nuestra adscripción a la declaración de derechos humanos. La razón también nos enseña a estimar por encima de otros muchos los valores que posibilitan que la búsqueda plural de los fines disímiles que se pueda dar en la sociedad, es decir, a preferir los valores democráticos.

 

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