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Revista Ciencia y Cultura

Print version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  no.14 La Paz June 2004

 

 

 

¿Aprender a hacer o a ser?

 

 

Theodore M. Hesburgh

Tomado de la revista Facetas

 

 


Tal parece que pasamos por una época en que la educación es más apreciada cuanto más vocacional sea: en que está en boga el aprender cómo hacer y no el aprendizaje liberal y humanístico de cómo ser alguien, especialmente alguien humano. Así pues, debemos encarar con seriedad el futuro de la educación, especialmente en esta época en que el curso más popular en el recinto universitario norteamericano no es la literatura o la historia, sino la contabilidad.

Esto no pretende desacreditar a la contabilidad; es importante saber hacer cosas y hacerlas bien. Sin embargo, el simple hecho de que un curso semejante sea más popular que los cursos de humanidades tradicionales revela muchas corrientes modernas del pensamiento educativo en cuanto a los propósitos de la educación superior, el fruto que de ella se espera, lo que se considera que el país más necesita en esta era de sus ciudadanos educados y, especialmente, cómo se relaciona todo esto con la posición de los Estados Unidos en un contexto mundial más vasto.

Primero, se nos proporciona un claro indicio de los propósitos de la educación cuando agregamos a la palabra educación el adjetivo humanística. La educación humanística se describe mejor como la que libera a una persona para que sea verdaderamente humana, por lo cual quizá los temas relacionados más directamente con este proceso se llaman humanidades. ¿Qué significa ser "verdaderamente humano"?

Hace varios años, cuando asumí la presidencia del consejo de la Fundación Rockefeller, insté a mis compañeros del patronato a establecer una comisión en humanidades. Esta comisión estaba presidida por Richard Lyman, entonces rector de la Universidad Stanford y ahora presidente de la Fundación Rockefeller, quien recurrió a la sabiduría de otros 32 norteamericanos distinguidos para elaborar el informe de la comisión. The Humanities in American Life (Las humanidades en la vida norteamericana). Creo que en la primera página de este informe recalcaron ese punto:

A través de las humanidades, reflexionamos sobre la pregunta fundamental: ¿qué significa ser humano? Las humanidades ofrecen indicios pero nunca una respuesta completa. Revelan cómo la gente ha tratado de encontrar un sentido moral, espiritual e intelectual en un mundo donde la irracionalidad, la desesperanza, la soledad y la muerte son tan reales como el nacimiento, la amistad, la esperanza y la razón. Aprendemos cómo los individuos y las sociedades definen la vida moral y tratan de alcanzarla, intentan reconciliar la libertad y las responsabilidades de la ciudadanía y expresarse artísticamente a la vez. Las humanidades no necesariamente significan humanitarismo ni siempre inspiran en el individuo lo que Cicerón llamó "incentivos para la acción noble", pero, porque despiertan un sentido de lo que podría parecernos la sensación de ser otro, de vivir en otra época o en otra cultura, nos enseñan algo sobre nosotros mismos. Amplían nuestra imaginación y enriquecen nuestra experiencia. Aumentan nuestro potencial distintivamente humano.

Con frecuencia me he preguntado y especulado sobre lo que realmente significa ser humano en el sentido más universal de la palabra. A menos que logremos trascender las barreras políticas, culturales, económicas, religiosas y nacionalistas que nos separan, no se podrá llevar a cabo ni una discusión efectiva sobre los derechos humanos ni, más ampliamente, un diálogo sobre la condición humana.

Una técnica que se ha usado desde hace mucho tiempo para crear una actitud mental propicia para la meditación se llama "composición de lugar" y nos coloca en una situación mental que facilita la meditación sobre un tema en especial. En un intento de crear esa composición de lugar, imagine que nuestro mundo se ha vuelto humanamente tan inhabitable y que en él está tan próximo el peligro de destrucción total, que un grupo de seres humanos de todas las nacionalidades, razas y religiones se reúnen en una Arca de Noé propulsada por cohetes y buscan otro planeta donde sea posible crear un nuevo mundo humano. Tras encontrar uno suficientemente espacioso, habitado por vida inteligente aunque no humana, los inmigrantes planetarios son interrogados por los nativos, quienes les hacen una pregunta fundamental.

"Antes de aceptarlos para que vivan entre nosotros", les dicen, "debemos saber qué consideran más indispensable como humanos. Hablamos de realidades de la vida espiritual más que de lo material. Sabemos que necesitan alimento, agua, aire, sueño, ejercicio, etc., todo lo cual abunda en este planeta. Pero ¿qué necesitan realmente para ser humanos? ¿Qué es eso sin lo cual sería inconcebible una vida realmente humana?

Al hablar de nuestra humanidad común, yo trataría de responder a nuestro anfitrión planetario con una palabra clave: libertad, y añadiría una frase para tranquilizarlo: la libertad empleada y ejercida inteligente y responsablemente. Si se me instara a dar más detalles, especificaría algunas libertades humanas principales que hacen que la vida valga la pena de ser vivida en cualquier sociedad, en cualquier planeta:

  • Primera, la libertad para desarrollarse al máximo del propio potencial humano, principalmente la inteligencia y aptitudes.
  • Segunda, la libertad de tener un credo y practicarlo libremente según nuestra religiosidad basada en la oración y el culto, el amor a Dios, el amor a todos nuestros semejantes traducido en interés y comedimiento.
  • Tercera, la libertad de organizar nuestras sociedades y nuestros instintos sociales para alcanzar el bienestar humano común en todos los niveles, sociedades civiles y políticas, empresas económicas, matrimonio y familia. En una palabra, para ser verdaderamente humanos necesitaríamos la libertad para lograr un equilibrio entre nuestro provecho individual y nuestro bien común, nuestra comodidad particular y colectiva, nuestra felicidad fundamental como personas humanas y como sociedad humana.

Todo esto, en su particularidad, lo resumimos como derechos humanos que no se nos otorgan sino que son inherentes a nuestra condición humana de seres dotados de inteligencia y libertad, en lo cual somos un reflejo de nuestro Creador, quien representa la inteligencia y libertad por excelencia, la fuente última de nuestro destino eterno de felicidad y satisfacción perpetua. Si bien nuestros nuevos anfitriones inteligentes (y presuntamente libres) podrían alegrarse de nuestro particular parentesco humano con ellos, podrían también preguntar: "¿Todos estos derechos, que son tan importantes para la condición humana, fueron respetados y consagrados en el planeta Tierra que habéis abandonado?"

Con algo de vergüenza, tendríamos que reconocer que, de hecho, la carencia mundial de esos derechos a causa de la avaricia, la violencia, el egoísmo y la inhumanidad fueron la razón principal de nuestro deseo de recrear la condición humana, en toda su promesa prístina, en otra parte del universo. Entonces nos podrían preguntar, con sobrada razón: "¿Cómo esperan lograrlo aquí si allá tuvieron un fracaso tan estrepitoso?". Mi respuesta estaría relacionada con el tema de este artículo —el futuro de la educación humanística, la formación de hombres y mujeres libres— y, sin ser excesivamente apologético, respondería: En la Tierra tuvimos épocas de oro y también etapas de error funesto. Nuestro apogeo se produjo cuando éramos más espléndidamente humanos, cuando nuestros jóvenes quedaban liberados, a través de la educación, de ese lado oscuro de la humanidad que, fundamentalmente, debe llamarse maldad. Hubo momentos en que la educación realmente liberó a la gente del orgullo y el prejuicio, de la avaricia y el egoísmo, de la inhumanidad y la brutalidad, así como de la violencia y la destrucción. Ésos fueron momentos en que la educación era concebida realmente como el enseñar a los jóvenes a ser más noblemente humanos, inspirados por una visión nada menos que divina y, tendríamos que añadir, abierta a la gracia de lo alto. Esa educación se caracterizaba por la atención a los fines y no a los medios, a la sustancia y no a lo pasajero; a ser ante todo humanos y después hacerlo todo humanamente. Todo esto era posible entonces porque nuestros propósitos eran cristalinos, nuestras prioridades altas, y la llamada a ser heroico, incluso santo, no se veía desdeñada por una mediocridad deprimente y falta de visión.

En cuanto a nuestro plano terrenal presente, yo diría que mucha de la intranquilidad actual se puede describir precisamente como una malicia oscura y agorera, una loca persecución de los medios —dinero, poder, bienestar— en vez de una búsqueda de los más altos propósitos de la civilización humana, como son la paz, la libertad y la justicia. Es una época en que los intereses personales egoístas, buenos aunque unilaterales, están a punto de enterrar el concepto supremo del bien común.

Sí, tenemos un mundo que rehacer, pero está aquí, no allá arriba. En cualquier lugar es difícil imaginar el éxito en esa tarea a menos que la educación humanística en alguna forma sea emprendida nuevamente -renazca, si usted quiere- como un aspecto primordial del empeño educativo total, el cual se encuentra hoy sin un tema unificador, sin un interés profundo de enseñar a los jóvenes cómo ser humanos en el mejor sentido de la palabra.

¿Qué sucedería exactamente o empezaría a suceder a los estudiantes de hoy si su educación fuera menos ajena al humanismo y no tan estrictamente utilitaria? O bien, planteando la cuestión más positivamente, ¿qué esperaríamos lograr a través de un enfoque centrado en la educación humanística? Mi honda convicción es que, sin la educación en humanidades, ninguna de las cualidades, valores o características que describo tiene probabilidades de florecer en la vida del estudiante.

¿Qué deberían aprender los estudiantes con la educación humanística? Primero, la capacidad de pensar clara, lógica, profunda y ampliamente sobre gran variedad de cuestiones humanas importantes. Entre éstas, el significado y propósito de la vida humana, los papeles conflictivos del amor y el odio, la guerra y la paz (incluso en el ámbito familiar), verdad y error, certeza y duda, razón y fe, generosidad y avaricia, vida y muerte, para sólo mencionar algunas. Las materias que enseñan cómo hacer cosas no suscitan esas preguntas, aunque muchas de éstas van implícitas en casi todo lo que hacemos. Y sin embargo esas preguntas son las que liberan la mente, expandiéndola para que aprenda a confrontar ideas que son fundamentalmente importantes par a el ser humano, en el mejor y el peor sentido de la palabra.

Hay muchas formas de descubrir estas ideas y de aplicar la mente a ellas, particularmente a través de la filosofía y la teología, temas olvidados casi por completo en gran parte de eso que hoy día recibe el nombre de educación superior. Las mentalidades pequeñas evolucionan cuando alternan con otras mayores; todas las mentes se vuelven flexibles cuando se entregan a secuencias de ideas antagónicas que buscan soluciones diversas a los asuntos humanos más complicados.

La mente, como los músculos, debe ejercitarse para crecer y la falta de este crecimiento es hoy lamentablemente evidente en los millones de graduados universitarios que basan sus opiniones incondicionalmente en el criterio del periodista o del comentarista de TV que esté de moda. Así pues, muchos de ellos desconocen por completo el razonamiento filosófico o teológico. Algo aún más desalentador: ¿cuántos de ellos se gradúan sin siquiera haber leído con atención el Antiguo o el Nuevo Testamento?

Todo esto se puso de manifiesto ante nosotros en forma muy alarmante cuando muchos de los personajes clave del caso Watergate, abogados jóvenes, graduados de nuestras mejores y más prestigiadas universidades, reconocieron que nunca se cuestionaron si lo que hacían estaba bien o mal. Confesaron que sólo hicieron lo que parecía producir los resultados políticos que ellos querían, prescindiendo de cualesquiera consideraciones morales, las cuales para ellos eran cosas muy ajenas. Difícilmente es ésta la mente despierta en su forma más selectiva.

Además del estudio filosófico y teológico, todos estos puntos humanos básicos pueden individualizarse, concretarse y personalizarse en el estudio de la historia y la literatura. Aquí encontramos la relación del éxito y el fracaso reales de los intentos de llegar a ser humanos. Las alturas y profundidades del esfuerzo humano, los grandes desafíos y las reacciones que originan el surgimiento y la caída de la civilización humana, sus glorias más grandiosas y su peor deshonra. Compare la inhumanidad de Buchenwald y Auschwitz con la dedicación de una Madre Teresa. Santayana lo expuso con acierto cuando dijo que o bien los humanos aprendemos las lecciones de nuestra propia historia o las desoímos para repetir sus insensateces. Cada guerra y cada tragedia humana es un testimonio más de esta verdad básica en materia de educación.

La literatura expande la experiencia personal y nos permite vivir miles de vidas y aprender de ellas. Qué torpeza educativa es no poder soñar con Dante, no elevarse con Shelley y Keats, no ahondar en cada emoción humana con el escritor más grande del idioma inglés, William Shakespeare.

En todos estos encuentros con la historia y la literatura, la mente se agranda humanamente, adquiere mayor comprensión y compasión humanas. Pero, sobre todo, la persona aprende el arte de ser humana. La mayoría de los cursos que enseñan cómo hacer algo encierran a los estudiantes en una rutina que desafortunadamente puede estrechar las actividades de toda su vida. Desde luego, hay que aprender a hacer bien esta o aquella tarea específica, aunque el hacer esto o aquello no representa la suma total de nuestras vidas ni el significado cabal de nuestra existencia.

El futuro de la educación humanística está determinado por la necesidad más profunda de nuestra era: dar significado, propósito y dirección a la sociedad y al mundo.

Además de ampliar la mente, lanzar un reto a sus poderes, desarrollar su capacidad, las materias humanísticas tienen la virtud de permitir que el aprendizaje se vuelva un goce intelectual para toda la vida y una fuente de crecimiento continuo. A lo que me refiero es a un tipo de curiosidad que viene con la expansión de la mente, un deseo de aprender más, de seguir creciendo, una excitación que llena todos nuestros días en un mundo donde el conocimiento se duplica cada 15 años, especialmente en el ámbito de la ciencia y la tecnología. La mente liberada no sólo se llena de información nueva; combina lo nuevo con lo viejo, integra lo nuevo a un esquema más vasto de las cosas, incluso emplea la imaginación y la intuición para afinar su percepción de lo nuevo para hacerlo aún más nuevo y darle mayor significado. Para la mente educada y liberada, el total es mucho más que una suma de partes desarticuladas.

Una segunda cualidad importante de la persona humanísticamente educada dimana de la primera. El pensar con claridad es esencial para expresarse clara, lógicamente y, ojalá, con gracia y elocuencia. Estas últimas cualidades deben mucho al conocimiento que se tenga de la literatura de altos vuelos, especialmente la poesía, otro ámbito bastante olvidado. La manía de emplear cuestionarios de opción múltiple puede aligerar quizá la carga de los maestros que deben calificar a los alumnos, pero nunca ha aprendido nadie a escribir bien marcando cruces en una prueba impresa. También debemos recordar que, desafortunadamente, incluso las materias humanísticas pueden enseñarse de modo no humanístico, haciendo poco por la formación de los estudiantes que se dedicarán toda su vida a hablar y escribir.

Una tercera cualidad importante de la educación humanística es la capacidad de valorar. No hay forma de aprender esto si todo el esfuerzo educativo se emprende en pos de medios y no de fines; mediante técnicas y no con propósitos. Si no posee un sentido de los valores, el científico o ingeniero más grande puede ser la amenaza más grande del mundo.

Sin el sentido del valor y el propósito, el abogado puede convertirse en un hábil manipulador de la ley que lucha por todo menos por la justicia. El médico puede olvidar el valor, el misterio y la dignidad del paciente y tratar a éste en la misma forma que un mecánico trataría a un motor. El teólogo sin valores fácilmente puede olvidar que la teología es el estudio de la quintaesencia de lo santo, de lo sagrado, de esos conceptos y realidades que pueden perderse en una vida totalmente secularizada y materialista. No todos los teólogos pueden ser santos, pero con sólo intentarlo honradamente darían considerable fuerza a su teología; al menos, eso no dañó ni a San Agustín ni a Santo Tomás. Sin valores, el empresario multinacional puede olvidar que el lucrar en otro país sin propiciar el desarrollo del mismo es una fórmula segura para el desastre económico y político, tanto en su patria como en el extranjero.

Nada es más difícil de enseñar que los valores, o la capacidad de valorar, de tener un sentido cada vez más claro de propósito y prioridad morales en un mundo que con frecuencia está desprovisto de ambos. Todos los que participan en la educación, especialmente la educación humanística y profesional, deben recordar que en materia de valores enseñan mucho más con lo que ellos mismos son y hacen, que con lo que escriben y dicen. Los estudiantes tienen un radar altamente desarrollado que distingue con rapidez lo sincero de lo falso, la convicción de la pose. La honestidad intelectual, el apego riguroso a las pruebas, la búsqueda decidida e inquebrantable de la verdad en medio del error, la convicción firme del carácter venerable del aprendizaje y la enseñanza, la actitud abierta a las ideas nuevas —incluso, y quizá especialmente, las de los alumnos— el interesarse en que los estudiantes se formen y no sólo que aprueben, todos estos intereses están cargados de valores y vale la pena enseñarlos ya se trate de matemáticas, de termodinámica o del código penal.

Por último, en virtud de una combinación de todas esas otras cualidades que individualmente pueden surgir de una educación humanística, existe una cualidad elusiva que, a falta de una expresión mejor, llamo "aprender a ubicarse uno mismo". Esto es enormemente importante para llegar a ser humano, para tener paz mental y del espíritu, para un crecimiento constante que no sea entorpecido por una carga excesiva de dudas, envidia, incertidumbre y frustración. Ubicarse uno mismo es estar en paz, sereno, aceptar lo que uno es, aquilatando su propia humanidad —como hombre o mujer, talentoso en sumo grado o moderadamente, creyente o escéptico- como blanco o negro o moreno, pero capaz de ser espléndida y generosamente humano.

Es como ser un santo y, aún así, conocer las propias debilidades y la carga de las tentaciones diarias, un gran atleta que siempre se esfuerza pero a veces pierde. Es, en una palabra, ser capaz de aceptar lo que uno humanísticamente es, con todas las limitaciones correspondientes mientras se esfuerza por alcanzar la excelencia que con tanta frecuencia nos esquiva; poder encarar diariamente las ambigüedades de la situación humana.

Si dicha educación logra todo esto, ¿por qué consideramos hoy problemático que pueda tener futuro? Quizá la respuesta reside en que desde hace siglos la educación humanística se ha ido desplazando de su antiguo papel central en todo el ámbito de la educación superior.

Algunos podrían rastrear la caída de las humanidades desde el Novum Organum de Bacon (1620) y el creciente predominio del método científico desde el siglo XVII hasta el XIX, y no sólo desde el advenimiento de la Revolución Industrial.

Filosóficamente, esto queda mejor expresado por el positivismo de August Comte, el cual hace tres aseveraciones básicas: que nada es realmente conocido excepto mediante el método científico y no el humanístico ; que sólo la ciencia puede decirnos el lugar del hombre en el mundo, y, por último, que todo lo que supuestamente nos enseñan sobre la realidad, la religión, el arte o los estudios humanísticos, tiene el mismo valor que los cuentos de hadas pues no se apega al criterio establecido para la verdad científica. Esta filosofía ha llegado a ser tan predominante que incluso profesores de cursos que se denominan humanísticos hacen todo lo posible para encauzarlos hacia los métodos científicos y se enorgullecen al afirmar que sus discípulos se han despojado de "valores" subjetivos.

Ha llegado el momento de hacer un cambio. Es obvio que el método científico es excelente para la ciencia y la tecnología, que ha revolucionado el mundo en que vivimos y nos ha dado perspectivas nuevas y excitantes del mundo que está naciendo. Pero también nos ha dado el espectro de un mundo sin valores que está a punto de destruirse a sí mismo, que está dividido por las incongruencias masivas de los pocos ricos y los muchos pobres, los pocos doctorados y los muchos analfabetos, los pocos sobrealimentados y los muchos hambrientos, los pocos con esperanza y los muchos desesperanzados. Ha puesto enorme poder en manos de quienes tienen pocos intereses que vayan más allá de su propio engrandecimiento político, social o económico.

En muchos aspectos, el mundo de hoy es un desierto tecnológico, no porque la ciencia y la tecnología o el método científico sean malos, sino porque nada pueden decirnos sobre los valores de la existencia, el significado de la vida o lo que realmente implica ser humano. Incluso el gran filósofo Wittgenstein, quien había estado de acuerdo con los positivistas acerca de lo que puede postularse como verdadero, también creyó que todo lo realmente importante en la vida humana no se puede expresar en postulados científicamente comprobados ni en proposiciones analíticas.

Para mí, éste es un llamado a la fe en el nivel religioso y al reconocimiento de los estudios humanísticos como arte medular de toda la educación. Nos muestra la necesidad de revalorar íntegramente nuestro concepto de la educación superior, hoy a la deriva; asignar otra vez un lugar central a materias como filosofía y teología, literatura e historia, arte y música, y reconocer que es inevitable incorporar valores humanos a las ciencias políticas, la economía, la antropología y la sociología.

Daniel Bell ha sugerido, en The Return of the Sacred (El retorno de lo sagrado), que "en el ámbito más serio de los filósofos, los físicos y los artistas... el viaje se inicia ahora". ¿Qué viaje? Bell detalla:

Un retorno a una moralidad simple basada en los credos fundamentalistas (y en el mío propio, podría añadir). Un regreso a la continuidad de la tradición del significado moral; y una vuelta a formas de pensamiento míticas y místicas en un mundo al que la ciencia y el positivismo han privado del sentimiento de asombro y misterio que el hombre necesita.

Así pues, el futuro de la educación humanística está determinado, en cierta forma, por la necesidad más profunda de nuestra era: redescubrir al hombre y el significado de la vida humana; dar significado, propósito y dirección a nuestra existencia; revigorizar nuestra sociedad y nuestro mundo. El tipo de dirección que se necesita para alcanzar estos fines sólo puede provenir de una persona humana consciente de su destino final, de su visión más allá del tiempo, de su idealismo que trasciende el poder, el dinero y el bienestar. En definitiva, eso depende de la comprensión cabal de lo que los hombres y las mujeres pueden ser y de la determinación firme de recrear el mundo conforme a esa visión.

 

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