SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue14Dos notas sobre la crisis del humanismo en Bolivia¿Aprender a hacer o a ser? author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Revista Ciencia y Cultura

Print version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  no.14 La Paz June 2004

 

 

 

El sentido humanista de la universidad

 

 

José A. Ruiz Alba

 

 


Un año antes de morir, en el Invierno alemán de 1919, Max Weber fue invitado a dar una serie de charlas a los nuevos estudiantes de la universidad acerca del sentido de la política, y del rol del científico, en la sociedad y en la educación (Weber, M., El político y el científico, Alianza, Madrid, 1994). Convenía clarificar en aquella crítica coyuntura cuál era el papel relevante de la teoría y el conocimiento para el hombre de acción, para el hombre comprometido. En definitiva, cuál era el sentido humanístico del conocimiento científico, y por ende de la institución mediadora en su formación, es decir, la universidad. Las conclusiones a las que llegaba Weber eran las referidas al dominio técnico de la realidad que propicia el conocimiento científico. El hombre racionalizado e intelectual que se busca es autónomo en sus pretensiones y se obliga por la objetividad de sus investigaciones y no por la inmiscusión de cuestiones de sentido trascendentes, o políticas, que provocan un caudillaje de la verdad. Algo así como una implicación ideológica ajena al método científico que se pretende instaurar. Dice Weber acerca del docente: "Me parece de una absoluta falta de responsabilidad que el profesor aproveche estas circunstancias (las del poder de opinión en el aula) para marcar a los estudiantes con sus propias opiniones políticas, en lugar de limitarse a cumplir su misión específica, que es la de serles útil con sus conocimientos y con su experiencia científica" (op. cit.,pag.213).

La responsabilidad ética del profesor, en todo caso, aclarará Weber, es la de hacer ver al alumno el sentido último de su conocimiento respecto de la realidad. Lo que se busca es que haya un autoconciencia clara de la racionalización como dominio de los medios, optimizados en función de los fines, y esto es una dependencia de la ciencia en cuanto proceso de investigación técnica, y también como mecanismo de previsión y prospección futura que aporta al desarrollo de la sociedad. Sentido práctico el de la ciencia y ligado a la experiencia vital: "Todas las ciencias —dice Weber— responden a la pregunta de qué queremos hacer si queremos dominar técnicamente la vida" (ibíd. 209) En definitiva, el sentido humanístico de las ciencias estaba puesto en el mismo rigor del conocimiento por sí mismo, saber que está dado desde una realidad que produce sus propios requerimientos, y que es desde aquí desde donde se comprenden los "dones" de la vocación del científico y del docente universitario: alguien que intelectualiza la realidad en función de una optimización de la técnica y de un progreso indefinido.

Hasta aquí sería fácil suscribir lo que Weber dice acerca del desempeño del profesor universitario, tomando en cuenta que los presupuestos bajo los cuales dibuja el perfil del científico siguen vigentes. ¿Cuáles son esos presupuestos? El más importante de ellos, nos lo dice el autor, es la desvinculación de las sociedades civilizadas y desarrolladas de lo que llamamos fundamentos trascendentes. Significa esto que las implicancias simbólicas, míticas o religiosas están fuera del ámbito explicativo de la ciencia. En todo caso, se definen estos campos en adaptación a la epistemología, caso de la teología del siglo XIX y principios del XX (cf. Panennberg, W., Teoría de la ciencia y teología, Cristiandad, Madrid, 1987) o en controversia con la misma ciencia, últimamente ocurre esto (ver Fides et ratio, de Juan Pablo II). Pero he aquí que nosotros, en esta charla, quisiéramos abrir un cuestionamiento, todavía siguiendo a Weber. Es éste: ¿la realidad, esa misma realidad weberiana, está dispuesta a aceptar la fundamentación humanística de la docencia y de la investigación científica como mecanismo de racionalización técnica de los medios de control y dominio de la realidad dada? Dicho de otra forma: ¿se pueden corroborar los supuestos institucionales que prevalecen en la mayoría de nuestras universidades desde otros criterios que no sean los del dominio y la optimización de fines prácticos?

 

El problema

Veamos. Desde los años sesenta, aunque también mucho antes, la ciencia viene experimentando un giro en sus supuestos epistemológicos. Los avances y descubrimientos en determinados ámbitos de investigación han hecho repensar seriamente los cimientos sobre los que se había sustentado esta misma ciencia. ¿Cuáles son esos cimientos? Se trataría de algo que conocemos bien porque están contenidos en aquello que hemos aprendido en un libro ya clásico dentro de nuestras universidades; me refiero a Filosofía de la ciencia, de Mario Bunge. En dicho texto, que sigue siendo reeditado y fotocopiado para asimilación introductoria de nuestros futuros investigadores, se plasma un visión de mundo que se ha revelado contradictoria. Se dice, por ejemplo, que el observador de un hecho ha de juzgar objetivamente, eliminar las posibles interferencias que haya podido introducir en la investigación y quedarse con el resto. También sugiere, Bunge, que la responsabilidad del científico no es la aplicación de su descubrimiento ni su rentabilidad, sino que eso recae en las estructuras tecnócratas y políticas que amparan dichos trabajos. Se añaden más cosas: la primacía del lenguaje matemático para las demostraciones, la necesidad de la experimentación para probar el hecho, etc... Sobre todo, resaltaríamos del texto el hecho de asumir el mundo como algo que está ahí afuera y debe ser objetivado, en busca de las leyes que ese mundo oculta. Desde esta fundamentación se sustentan mayoritariamente los modos actuales de producción de conocimiento, y con sólo acercarnos a los libros de texto escolares, desde primaria a la universidad, podemos constatar lo que afirmamos.

Las ciencias y la literatura llevan en sí la recompensa de los trabajos y vigilias que se les consagran (....) No hablo de la aureola de inmortalidad que corona las obras del genio. A pocos es permitido esperarla. Hablo de los placeres más o menos elevados, más o menos intensos, que son comunes a todos los rangos de la república de las letras.

Andrés Bello

Pero decimos, y ésta es nuestra hipótesis, que esa visión se revela contradictoria, que eso no tendría por qué seguir en boga, que ya no funciona. ¿Y en qué sentido decimos esto? Primero salgamos a la calle en tiempos de paz: respiremos; ¿qué hay? Contaminación, inseguridad, violencia... Sí, también hay alguna flor, algún amigo, pero no mucho. Hay más maldad que bondad. Caminemos un poco: ¿pobreza, desigualdad? También. Escuchemos: poca poesía y mucho insulto; en todo caso poesía de insulto, mala poesía. ¿Y en cuanto a los contenidos? Demasiadas palabras y pocos hechos. A resultas de una sociedad tan nefasta, deberíamos arrojar la toalla los que creíamos que desde nuestra "excelente" formación universitaria íbamos a poder mejorar el pésimo mundo que nuestros padres nos habían legado. La seriedad de nuestros ternos es silenciada por la ironía cínica de una sociedad que se revela esquizofrénica y violenta, sobre todo irracional. Pero las cosas de las que hablo son muy callejeras y poco científicas. Así que ahora buscaremos razones en la misma academia para justificar que el paradigma que tenemos actualmente está agotado. No nos detendremos a explicar lo que nos van revelando estas ciencias de manera específica. Diremos nada más que estas ciencias han puesto sobre la mesa un hecho cognoscitivo crucial: la paradoja. Desde la física, desde la química, desde la neurobiología, desde las matemáticas, desde la sociología... nos apuntan a este mensaje: cualquier discurso que pretenda explicar la realidad adolece de una contradicción, esconde una paradoja. En definitiva: vista desde sí misma, la ciencia objetiva que nos dice qué es la realidad es un absurdo. La ciencia ha topado con su talón de Aquiles. Se ha revelado ella misma como una especie de ficción, como una creación metafórica. Como una nada. Ilusión entonces de realismo ingenuo la de sus supuestos.

Los pensadores posmodernos y los que seguimos, desde hace tiempo, acudiendo ilusionados a nuestras clases en la universidad preferimos no pensar que nuestros axiomas se sostienen en una nube de agua, pero la realidad ha desmentido que podamos seguir siendo indiferentes o descomprometidos. Lo que nos está pidiendo el mundo es un cambio de paradigma. La crisis habla con voz propia, demanda un nuevo suelo sobre el que hacer aterrizar las violencias estructurales que padecemos. Estamos, en palabras de Erwin Laszlo, en su libro Evolución, viviendo una era de bifurcación catastrófica, una de esas encrucijadas complicadas que nos pueden llevar a algo peor... pero también a algo mejor. Y aquí está nuestra tarea. Tal vez no podamos evitar la violencia, pero sí que podemos labrar el nuevo camino hacia el que avanzar, en función de esta misma crisis, sin olvidar lo que hemos sufrido, y también lo que podríamos gozar.

 

Características de un nuevo camino

Volviendo a lo que decíamos del fin de una era epistemológica, necesitaríamos puntualizar algunos aspectos. La configuración actual de los pensum de nuestras carreras, el diseño curricular, está en función del paradigma que tratamos de desechar. Casi siempre, cuando hay cambios, lo más difícil es convencer a lo viejo de que tiene que subirse al nuevo carro. Es lo más difícil: reciclar lo pasado, perdonar al pasado, para que ese cambio no sea un vuelco, sino una integración de todos los factores en juego. Hay que apostar con lo que tenemos.

El primer paso sería entonces mirar a los compañeros de camino: la visión antigua, el modelo viejo, fragmentaba el conocimiento en compartimentos estancos: allá la economía, acá la comunicación, por ahí la psicología y en el más allá las ciencias religiosas. Se producía una escisión de nuestro ego en múltiples facetas: ¿cuál de todas mis caras seré yo?, decía Girondo en un poema muy moderno del pasado siglo. Los modelos escolares están hechos bajo el mismo patrón; las clases son inconexas como si nuestro cerebro fuera una cajonera de ferretero. Lo que empezamos a soslayar con la nueva gnoseología es que el conocimiento, y más que esto nuestro propio mecanismo cerebral, es holístico, se constituye por la acción interrelacionada de todas nuestras vivencias: lo dice Karl Pribram, lo dicen Maturana y Varela, lo dice el mundo desgajado y fragmentado que padecemos. Es momento de empezar a aclarar nuestros lenguajes: tenemos que curiosear en casa del vecino y preguntarle qué hace, cómo lo hace y para qué lo hace. Economía y comunicación, psicología e ingeniería, ciencias religiosas y matemáticas... Las lejanas materias tienen que acercarse, conocerse e importunarse. Pero, ¿por qué?, ¿para qué?

Responder a esta pregunta es plantear un ya viejo asunto de rivalidades: las ciencias contra las letras, o como se dice, las carreras humanísticas versus las carreras técnicas. Rápidamente, digamos que en las carreras técnicas impera el número, y en las segundas, las humanísticas, impera la palabra. Las primeras son más exactas, más perfectas, porque no adolecen de la ambigüedad de la palabra, que invita siempre a una interpretación de lo que se quiere significar. En las ciencias técnicas el número expresa lo que se quiere decir: es signo directo de la verdad. Y en cuanto a las humanísticas, las carreras ofrecidas se vinculan a la contrastación de la hermenéutica. Aunque inclusive no faltan hoy en día las traducciones numéricas de carreras humanísticas: ejemplos en psicometría, sociometría, etc...

Este problema surge con el menosprecio hacia lo simbólico que caracteriza a la modernidad. Lo simbólico empaña de subjetividad a la verdad, que ha de ser objetiva, valuable bajo el número y el cálculo, que es abstracto, aséptico y apático. Pero en conexión con los descubrimientos de los que hablábamos, hoy es difícil asumir racionalmente esta separación. Nos hemos dado cuenta de que las ciencias, puestas en función de sí mismas, son paradójicas: no pueden dar fe de su racionalidad, son absurdas. Se hace necesario inmiscuirlas en un metadiscurso que las dote de sentido. Es un salto a otro horizonte, desde el cual se deshace todo nudo gordiano. Un reflejo de esto son los dibujos de Escher, las matemáticas de Godel o las partituras de contrapunto de Bach. En cuanto consideramos a esas cosas en su ámbito nos problematizamos porque contienen contradicciones, pero si damos un salto y nos ponemos en el juego de saber qué quiero que me digan a mí, se disuelven las paradojas. Teilhard de Chardin, a su manera, nos despejó el camino de las incógnitas y veleidades de la historia natural al apuntarnos la perspectiva de Omega, metáfora divina en la que quedaba insertado el discurso natural. Significación y sentido vinculadas por el ejercicio de una teología integradora. Pero ahora estamos más predispuestos que en tiempos de Teilhard para poder entender estos hechos. Es decir, que necesitamos comprender que tenemos que poner puentes entre lo simbólico y lo significativo; entre el lenguaje metafórico y el número, o si se quiere, entre la escala de Jacob y la escala del ADN. Pero es una mirada nueva, porque hasta el momento vemos con fronteras, así nos han enseñado, y no con redes interrelacionales. ¿Qué tendrán que ver las matemáticas con la teología? ¿Y las ciencias sociales con la física? ¿O la literatura con la química? Pero sin embargo este papel en el que escribo es ya una composición química: ¿podría pensar un poema sin el presupuesto de un papel sobre el que escribir? "Todo se liga y todo está en todo", reza un viejo adagio hermético. Rotas las limitaciones del conocimiento en función de un saber de dominio técnico de la realidad, cuando lo que se nos ha vuelto problemático es el mismo concepto de realidad, rotas esas limitaciones —decimos—, lo que nos queda es aceptar que tenemos que redefinir el objetivo de la educación.

En fin, lo que queremos plantear en este texto, que ha de ser discutido, es la necesaria reestructuración del modelo universitario en función de las evidencias de la realidad. No queremos, valga la pertinencia del término, refundar la universidad. La Historia no es susceptible de hacer borrón y cuenta nueva. Hay que reciclar, reintegrar, desechar, recrear, inventar... desde un paradigma viejo y nuevo. Y esto no es descabellado: Marcelo Gutiérrez, master en políticas educativas, escribe en la revista Umbral 2000 de educación: "Educar es el arte de hacernos en el conocimiento, esto es, el de ir elicitando acciones efectivas en todos los horizontes de nuestros múltiples acoplamientos estructurales. La educación tiene un fin en sí, es tarea ontogénica".

Esta afirmación es ya diferente a lo que Max Weber apuntaba para nuestras aulas: un saber objetivo y de experto. Estamos ahora ante el requerimiento de que el conocimiento es constitutivo del saber, que conforma nuestro horizonte de sentido, de ser. No de tener. Constitución esencial de la realidad frente dominio de la misma. Se termina entonces una época de fría práctica educativa que prescinde del lado humano en el conocimiento y entramos en una época de autoconciencia en la cual el conocimiento es un espejo de nuestra más honda esencia. Es preciso redefinir osadamente el objetivo de nuestras áreas: ya no será "qué queremos hacer si queremos dominar técnicamente el mundo", sino qué queremos conocer y cómo debemos conocer si queremos estar más cerca de nuestra raíz esencial, de nuestro origen. En palabras de Teilhard de Chardin: "el conocimiento no es un objeto que se pueda intercambiar como un bien mueble sino un momento de epifanía que se debe atesorar". Eso implica, en nuestro caso, un desafío raro y difícil, inédito incluso.

 

Un desafío

Si, como hemos querido ilustrar, nuestro saber ya no es un dominio técnico de la realidad, sino un momento constitutivo de la misma, y si esa creación de mundo que es nuestra actividad cognoscitiva necesita fundarse en la búsqueda de un sentido, nos vemos irremediablemente obligados a enganchar la aportación religiosa como elemento indisociable de nuestra manera de pensar. ¿Por qué? Porque entonces, dada la relatividad de nuestros saberes, necesitamos asentar un horizonte unificador y necesario de estos conocimientos. Algo que aúne, dote de energía y fuerza a lo que sabemos. En este afán, y sin quererlo, las ciencias religiosas y la teología se manifiestan como saberes puente entre los campos académicos y la trascendencia humana. Son estas carreras las encargadas de proporcionar preguntas nuevas a la construcción del conocimiento desde diferentes áreas. No podemos seguir construyendo el conocimiento bajo la inercia de la historia, heredando programas académicos anclados en un paradigma sin horizonte esperanzado. Eso, la esperanza, sólo puede venir de una constatación no humana, un más allá que condiciona este más acá. Y eso es necesario generarlo en una nueva teología que provoque y estimule la actividad coordinada de todas nuestras carreras.

De ahí que, en esta futura universidad, el corazón arraigador e impulsor deba residir en principio en su departamento de Ciencias Religiosas, foco de sentido, cuya tarea no puede ser vista como una carrera más ofertada entre muchas, sino como un eje irradiador y efectivo de las nuevas propuestas que van a hacer de esta universidad el espejo de renovación de nuestra sociedad cansada.

 

 

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License