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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.11 La Paz dic. 2002

 

 

 

Ser músico en Bolivia

 

 

Carlos Rosso Orosco

 

 


No he podido olvidar nunca aquel inesperado encuentro con Humberto Viscarra Monje. A pesar de mi esforzado intento para sortearlo, cambiando de acera, advertí que me llamaba, que requería mi presencia de manera autoritaria, ineludible. Esa personalidad y ese encuentro eran, entonces, demasiado para mí.

—¿Así que usted quiere ser músico?

—Sí señor.

—Entonces vayase mañana mismo de Bolivia y no regrese nunca más.

¡Sonaba casi a una orden!

—Sí señor.

Sentí en extremo el impacto de sus palabras y quedé perplejo. Sentí miedo. Un estado de excitación convulsionó mi espíritu. Quise correr a contárselo a alguien, pero no conocía a nadie capaz de comprender y compartir la fuerte impresión que tal "encuentro" había significado para mí. Debió de haber sido aquella, una de las contadas veces que Humberto Viscarra Monje me dirigió la palabra. Él era Director del Conservatorio de Música y yo un adolescente que estudiaba música, y asunto tan insignificante poco le habría importado a ese caballero tan respetable y con cara de tan pocos amigos, además.

¿Ser músico significaba no vivir en Bolivia?, me pregunté por primera vez. La alquimia de ser músico y ser boliviano: ser músico y encima querer vivir en Bolivia, ser músico y encima ser boliviano, ser totalmente músico y ser totalmente boliviano. ¡Tantas cosas que pensar en ese momento! Una sensación de vacío me invadió de pronto, pero un profundo instinto vital me hizo concebir, y para siempre, el deseo irrenunciable de ser músico y ser boliviano. Así conocí, por primera vez, las temidas angustias de la ausencia...

"Todos nosotros en este inmenso país tan nuestro y tan ajeno" escribió, con refinado espíritu, Oscar Cerruto. Estos versos los conocí mucho después y se me antoja pensar que completan los pensamientos y las realidades que debió haber vivido —quién sabe— Viscarra Monje. "Pobre país o pobre yo —insiste Cerruto— Ah, pero el arte es largo, largo. La vida corta y a nadie al final le importa..."

Lo cierto es que Humberto Viscarra Monje estudió en París y también en Roma. Hacía siempre gala de una cultura exquisita y se ufanaba de ello en toda conversación banal o atenta. Desde que regresó al país él contribuyó cuanto pudo al desarrollo de una cultura musical boliviana del más alto nivel. Antes del Conservatorio en La Paz dirigió también la Escuela de Música "Man Césped" en Cochabamba.

Cuando uno llegaba al Conservatorio era un privilegio escucharlo tocar el piano con un nivel de excepción y llevado por una costumbre curiosa: empezaba a tocar el final de las obras para ver si le salían bien, es decir, como él quería oírlas, para luego recomenzar desde el principio y como el mismo Cerruto diría para sí: "con una copa de tedio o una copa de sueños..." Viscarra Monje fue, así y todo, uno de los músicos más refinados en Bolivia.

Años más tarde, cuando regresé de Polonia, luego de haber estudiado en la Escuela Superior de Música de Varsovia, grande fue mi sorpresa al enterarme que mis padres habían tomado en alquiler nada menos que el mismo departamento donde murió Viscarra Monje y, por si fuera poco, me encontré que allí también habían cobijado —clandestinamente— a Nilo Soruco, ese indomable trovador chapaco que a fuerza de querer seguir tañendo sus plañideras coplas "revolucionarias" se veía forzado a vivir a salto de mata, de escondite en escondite, a causa de su porfiado deseo de vivir o morir en la "Bolivia libre" que tanto él soñaba. ¡En esa casa tuve que vivir un buen tiempo!

En los turbulentos años sesenta, que tanto habrían de significar para lo venidero, la actividad musical que se generaba en el Conservatorio de Música giraba alrededor de Humberto Viscarra Monje y Gustavo Navarre. Allí me fui a inmiscuir con la intención de aprender música, y así tuve la oportunidad de conocer a estos personajes que han marcado mi vida de una manera tan curiosa a la vez que diferente.

Recuerdo bien cuando conocí a Gustavo Navarre en su clase de armonía a la que yo asistí por primera vez allá por los años sesenta. Era él un hombre adusto, pero de fino humor, buen músico, admirador de Brahms; su exigente "oído absoluto" no le permitía escuchar desafinación ninguna. Era severo y no transaba así nomás con nada ni con nadie.

Gustavo Navarre era un músico brillante y, pese a tal, vivía en Bolivia. Su manera de ser alimentó mis anhelos. Seguí a Navarre porque el destino inmediato reclamaba que había que seguirlo. Y así lo hice. Era bueno pasearse con él por El Prado de La Paz y hasta bien entrada la noche, cuando el paseo citadino era un lugar mágico, donde no hacía ni frío ni calor y el aire era claro.

La vida, aparentemente feliz para mí, transcurría, entonces, entre contertulios con Navarre, sesiones para escuchar música los sábados por la tarde y mis estudios en el Conservatorio. Él se tomó en serio mi deseo de ser músico y de él aprendí algo que nunca he dejado de practicar en mi vida: apoyar y orientar a los jóvenes que, entre la confusión propia de la adolescencia, quieren ser músicos porque sí, por parecerles que ésta es la mejor manera de pasar el ocio contenplativo, sin saber siquiera cuál es el mejor camino para emprender la empresa y qué de piedras tiene el tal camino. Conocer a Gustavo Navarre fue para mí definitivo. Sólo entonces recibí un impulso verdadero para ser músico. Nos devanabamos los sesos conversando acerca de la importancia de ser músico en Bolivia, hablamos de ello varias veces pero él, en ese momento, era un joven talento musical lleno de esperanzas, de fuerza y de unas ganas enormes de hacer música aquí en Bolivia, y como Dios manda. Lo demás, razonado, no parecía importarle mucho. Navarre era sincero en su visión de ese momento y así me lo hizo comprender; así por lo menos lo recuerdo, y de esa manera emprendí, definitivamente, el simple esfuerzo para ser músico.

¿Quién tenía la razón? Todos y ninguno. El talento, el momento y el medio no siempre coinciden y nunca falta la multitud de mediocres interponiéndose entre el bienhacer y la verdad, y lo que debía ser progreso se queda en sueños. Fue siempre así, aquí y allá. ¿Cómo soportarlo?

Años más tarde, Navarre se alejó drástica y definitivamente de la vida musical boliviana. ¡Tendría sus razones! Habrá que respetar su decisión, ya que el límite de la condición moral de los hombres es solamente Dios —eterno y absoluto. Navarre fue varios años Director del Conservatorio de Música en La Paz y escribió una buena cantidad de música: varias canciones, una sonata para violín y piano, su cuarteto para cuerdas, una sinfonía; en fin, música que no ha vuelto a escucharse nunca más. Y Cerruto va diciendo: "...con una mano en el teclado y otra entre los dientes mordida".

Cuando la Fundación Cultural Patiño, allá en los años sesenta, convocó a un concurso de composición para cuartetos de cuerda, se presentó Navarre con su Cuarteto. Estábamos seguros de que esa sería la obra ganadora porque era música bien elaborada y de gran belleza, pero se presentó también Alberto Villalpando, un joven desconocido para nosotros que, para sorpresa de todos, ganó el concurso con una composición escrita totalmente en un lenguaje contemporáneo, atonal, desconocido y tan nuevo y extraño que desconcertó a muchos.

¿Qué había pasado? Un nuevo músico boliviano que estudió en la Argentina volvía para vivir aquí, queriendo ser músico, queriendo ser boliviano. Buscando en mi memoria, en mí mismo y sin equilibrar la verdadera respuesta, sólo recuerdo que años más tarde recién pude medir la importancia de lo que pasó. ¡Había comenzado una nueva época para la música en Bolivia!

No tuve más remedio que tratar de conocer a este nuevo músico y le conocí no sé ni siquiera en qué circunstancias. De ahí en adelante, la amistad con Alberto Villalpando fue muy importante para mí. Las vidas de los hombres se cruzan de pronto y nadie sabe por qué ni para qué —algo así me ocurrió con Villalpando. Pero, no cabe duda, sus enseñanzas, sus charlas y sus consejos calaron hondo en mi espíritu.

Los resabios del humanismo que campeó en la cultura boliviana, no le hicieron mucho bien a la música; era un humanismo que parecía ausente de la realidad misma del país, y la música se hallaba en esa encrucijada pese a que las transformaciones sociales de la revolución del cincuenta y dos estaban ya en vigencia, y en los años sesenta las transformaciones eran la tónica del pensamiento universal. Ciertamente no se sabía para qué estudiar música en Bolivia. Me volvía, amenazante siempre, el "apotegma" de Viscarra: ¡vayase y no vuelva más..! Pensaba en Jaime Laredo y los otros músicos que se habían ido para siempre. Pero pensaba también en Navarre, en Villalpando, en Mario Estensoro, en Franklin Anaya y otros tantos que se habían quedado. Pensaba en mí mismo y no hallaba respuesta; se imponía, sin duda, una nueva manera de mirar las cosas.

Villalpando se puso en vanguardia al promover un cambio, sabiendo que se necesitaba para ello mucha energía en el obrar y autenticidad en los conceptos. Emprendió la causa y yo lo seguí, aun a riesgo de perder la amistad de Navarre, que por cierto luego la perdí para siempre. No era una lucha entre los dos ni nada que se le parezca —ojalá se entienda bien esto que digo— pero aun cuando no se llegara a ese extremo, eran maneras diferentes de ver la vida del músico en Bolivia y la música misma. Yo resueltamente me propuse seguir los postulados de Villalpando y entonces se presentó la posibilidad de irme a estudiar a Polonia y así lo hice. Pero viajar, y aun viajar lejos, hasta otros mundos y bajo otras constelaciones, no significa huir de Bolivia —no puedes, es mágico, irrenunciable. Así fue que mientras estuve en Polonia no hacía otra cosa que planificar lo que podría hacer cuando regresara.

Por lo demás, un año antes de viajar a Polonia, se me presentó la curiosa oportunidad de ser Director Nacional de Cultura. Acometí el reto con denuedo, pese a mi juventud; pero creo que ahí quedó marcado una especie de sino que no me ha dejado en toda mi vida: ser administrador, facilitador, inventor y gestor, todo esto para los otros. Nadie hizo nada parecido para mí, nadie. Pero siempre he pensado que sólo lo que uno inventa es, al final, verdadero. Me pregunto —a veces— cómo fue que, a fuerza de hacer tantos trámites, quedé atrapado en los vericuetos de la burocracia cultural boliviana, tan absurda y casi inútil. El destino de los hombres tendrá que ver seguramente con los roles que a uno le asigna la vida y así ha sido siempre para mí, y no me quejo.

Mientras escribo todo esto, advierto que nunca había pensado siquiera que mis recuerdos sirvieran para nada, será por eso que al escribirlos no dejo de sentir un pudor que me incomoda (pero es la línea temática de esta revista y así lo harán todos, me imagino, ¡quién sabe!).

El temor y la esperanza estuvieron siempre presentes en mis pensamientos y en mis actos. El temor de no concretar los proyectos y la esperanza de que terminen bien para no desilusionar a nadie. Qué más podía pedirle a Bolivia si a fuerza de querer vivir aquí no me asustaba ni siquiera la situación política y social que, por lo demás, era siempre adversa.

—¡Vaya, vaya! —me dijo alguna vez mi padre sin poder ocultar su deseo de que me vaya de Bolivia para ser músico, si realmente quería ser músico— El temor y la esperanza no son buenos consejeros. — Pero...¿la esperanza también?

—Claro, la esperanza es cursi y dulzona. Nadie puede vivir libre de inquietudes sólo esperando encontrar la felicidad a la vuelta de la esquina. Necesitas ingenio, fantasía y mucho trabajo. Quizá lo comprendas algún día...

¡Todo era tan cierto como mi deseo irrefrenable de vivir en Bolivia! Además, la coherencia, se dice inopinadamente, exige que seamos ignorantes como lo éramos siempre... Y no había mucho tiempo para sentarse a pensar tantas cosas, las urgencias se presentaban a diario y había que hacerles frente. Lo vivido, tarde o temprano se manifiesta y siguiendo huellas, mitos y miedos nos vamos haciendo de a poco y a cada momento.

En los días siguientes a mi llegada de Polonia empecé a trabajar en la Universidad Católica en La Paz.

Allí, gracias a la sincera bondad y al apoyo de monseñor Genaro Pratta, Rector de la Universidad, materialicé mi primer proyecto para vivir en Bolivia.

—Formar un grupo de jóvenes que sean como los aprendices de los pintores del renacimiento —le comenté a Villalpando— Hacer un equipo de líderes de nuevos movimientos musicales para Bolivia —insistí.

Él recogió la idea con entusiasmo y rápidamente se unió al proyecto. Estábamos felices, teníamos quien nos apoye y, entonces, empezaron a aparecer los futuros estudiantes a los que seleccionamos, entre muchos, como escogiéndolos para una aventura heroica y sin retorno. Así se formó el Taller de Música en la Universidad Católica. Eran ya los años setenta y las turbulencias políticas y sociales en Bolivia no parecían tener solución ninguna, y ahí estuvimos con Villalpando aprendiendo o enseñando música —quién lo sabe— y diciendo que es en Bolivia donde hay que vivir. O "vivirse" como diría Villalpando con ese su tonillo festivo, inventando palabras como si tal fuera.

Nuestro entusiasmo no conocía límites, estábamos seguros de estar cavando surcos que irritaban a la necedad circundante, pero la firmeza de nuestras proposiciones pedagógicas no parecía arredrarse ante las circunstancias que, a veces, eran adversas. Pero el proyecto era bueno y había que seguir. Y seguimos pese a todo.

Han pasado muchos años —más de veinte— los recuerdos se mezclan en mi mente y en la bruma de la lejanía me veo entre júbilos, desavenencias, malos ratos, buenos momentos y esperanzas (siempre esperanzas, así de "cursis y dulzonas", si se quiere). A mi alrededor próximo y remoto he visto pasar a los "muchachos" del Taller de Música, algunos con rostros sorprendidos, otros —los menos osados— buscando nuevos horizontes fuera de Bolivia; otros vacilantes por su atasco en el camino y alguno haciéndole frente a la empresa maravillosa de vivir en Bolivia. ¿Será que, a veces, la juventud es incapaz de seguir el ritmo de su tiempo? Yo creo que así como la naturaleza tiende a la vida, la vida tiende a la fuerza y ante ella se inclina.

Ya luego los perdí de vista a todos, me fui a Italia como para cumplir un deber espiritual conmigo mismo, tratando de sobrellevar con dignidad mis propias angustias interiores. Y ahí quedaron los once músicos formados en el Taller.

El tiempo decantaría luego lo que aquella experiencia había significado. Creo que los resultados están ahora a la vista y, cavilando en los recuerdos, sólo me queda admitir cuán falsa es esa mezcla entre la inteligencia y la ingenuidad, que da tristeza constatar la impostura y el vacío, que nada es casual, nada gratuito. Al final todo se sabe y, a fuerza de seguir viviendo, vamos incluso con ganas de desandar el camino, como para agregarle algo a lo vivido y tratar de cambiar un gesto, una palabra mal dicha o mal comprendida, para aumentar aunque más no sea un segundo al tiempo vital que nos fuera concedido.

Lo que digo aquí téngalo quien quiera como quiera, pero así lo siento y por eso lo escribo. Por mi parte, he aceptado la vida como viene, con sus fastos y sus angustias; por eso celebro las fiestas según van llegando y no he de sustraerme a la tentación de decir que me siento orgulloso de haber creado ese "Taller para la Música", como alguien lo llamó por ahí. Luego de tantos años, el recuerdo se me hace grato, muy grato. Y más aún ahora que estoy a punto de culminar, con éxito, otra aventura parecida que permitirá que se gradúen más músicos, también por la Universidad Católica y con los mismos miedos y esperanzas, pero con la fuerza aquella ante la cual la vida se inclina.

Pero en los años setenta, también emprendí mi segunda aventura "para vivir en Bolivia". Conseguí apoyo para crear la Orquesta de Cámara Municipal, primero con unos pocos músicos y mientras el público se decidía a ir a los conciertos, aumentaron los músicos y la orquesta mejoró técnicamente hasta llegar a una calidad francamente respetable. Esto me impulsó a crear una segunda orquesta, la Orquesta Juvenil de La Paz, que fue una experiencia singular con sorprendentes resultados. Eran como cincuenta músicos, casi niños, que aparecieron, de pronto, para participar entusiastas en el proyecto: todo salió tan bien que hasta nos permitimos hacer una gira de conciertos por Venezuela, Colombia y Perú, una empresa singular para Bolivia, y con buenos resultados musicales por añadidura.

No, don Humberto Viscarra, no me fui de Bolivia ni me iré tampoco, no me asustan ni la mediocridad ni la impostura, simplemente las despreció. Tampoco me asusta el olvido. Sé bien que no se puede hacer todo lo que se quiere. "Se quiere y se vive, que son dos cosas diferentes —nos dice R. Roland— Hay que hacer lo que se puede, lo demás no depende de nosotros". Yo no me he cansado de seguir queriendo y seguir viviendo: viviendo en Bolivia, y conviviendo, así, con culturas de dignidad metafísica y de una magnitud espiritual sorprendente. Así le he dado un sentido ético a la aventura espiritual que me propuse cuando decidí ser músico.

Ahora ya no importa cuán difícil haya sido la aventura. Puede ser que las obras no coincidan exactamente con las intenciones, lo que importa es la tarea pertinaz y el no cansarse de seguir haciendo: confesando las prisas y las urgencias, queriendo irse pero quedándose siempre, empezando cada día de cero si es preciso y viviendo las carencias con dignidad y altura. Es un bienhacer del alma y del espíritu; no me parece poco. Además, se sabe que la música es la patria ancestral de toda espiritualidad sensitiva —cosa de bienhada dos. Así entiendo, finalmente, la con ciencia moral de ¡ser músico en Bolivia!

 

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