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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.11 La Paz dic. 2002

 

 

 

Jula-Julas
Sobre el folclor musical boliviano

 

 

Jaime Mendoza Gonzáles

 

 


Caía el sol. A mi frente, a unos veinte kilómetros, los cerros agrestes de Cala-Cala empezaban a envolverse en esa luz amarillenta, de oro viejo, que los indios de Bolivia llaman aya-rupfay, es decir: "sol de los muertos", nombre con el cual, por curiosa coincidencia, la designaban los campesinos españoles también. El viento de la puna que en otros momentos del día azota la estepa con tremendos latigazos, ahora habíase aquietado y resbalaba apenas entre las zarzas y pajonales. Era aquella una profunda soledad y la turbaban únicamente, con ruido rítmico y seco, los casco de mi caballo golpeando en la rúa polvorienta.

Yo iba a trote largo, y a ratos al galope, tratando de salvar rápidamente los seis kilómetros que hay entre las minas de Llallagua y las de Uncía. Habíaseme llamado de este último lugar para asistir a un enfermo grave. Por entonces aún no habían llegado hasta esas alturas, de cuatro a cinco mil metros sobre el mar, los automotores que hoy rechinan allí de día y de noche. Médico muy joven, y que tenía ganado entre los mineros un singular prestigio, yo anhelaba llegar a tiempo para salvar a un hombre que se debatía entre la vida y la muerte.

Y así corría en mi caballo, cuando comencé a escuchar un vago rumor que fue acreciendo conforme yo avanzaba. Era una música indígena de jula-julas y otros instrumentos de la tierra. Los tocadores no estaban aún a mi vista. Aquella sonaba como queja prolongada, como una plegaría, pero tenía también no sé qué extraña entonación guerrera. Diríase un lamento de los cerros bañados en las últimas pinceladas del sol, o la voz del viento estepario, o el canto del pajonal.

Con todo, no obstante, mis aficiones musicales, aquel rumor no consiguió distraerme del afán con que iba a cumplir una urgente obligación profesional.

Pronto, en un recodo del camino, me encontré con un grupo de indígenas. Era la orquesta ambulante. Mi caballo se espantó. Yo pude dominarlo y, desviándome un poco del camino, proseguí mi carrera.

Rápida había pasado la visión. Unos treinta o cuarenta indios tocando sus jula julas. Por delante, una mujer joven, vestida de azul obscuro o de negro, llevando una bandera blanca que hacia ondear al viento. Y nada más. Fue lo único que alcancé a ver. En cambio, la música duró aún. Íbase apagando poco a poco. Al descender mi caballo a las hondonadas desaparecía; al subir las eminencias del camino la volvía a oír, cada vez más distante. Pronto no fue sino como un suspiro. Las jula-julas parecían alejarse ya no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Yo retrocedía idealmente por centurias. Sentía que me hablaba un pasado inmemorial.

Mas a poco, estaba ante las primeras casas de Uncía. Y entonces borróse la visión. No más indios, ni jula-julas, ni mujer trapeada de obscuro ni bandera blanca. El artista acurrucose ante el prosaico profesional.

Aquel cuadro, a pesar de su fugacidad, quedó intensamente esteriotipado en mi mente. Y, como por fenómeno de fosforescencia, cual diría Pierre Luys, vuelve a encenderse de vez en vez con algún motivo ocasional.

Tal me ocurrió últimamente, al escuchar ciertas melodías de los indios de Tarabuco, tocadas en tarkjas. De inmediato reculé más de treinta años. Vi el panorama escueto de la puna y encontré en esas melodías reminiscencias de la que había oído a los chullpas de Llallagua. Y fue sólo entonces que se me ocurrió anotar el viejo motivo para enseñarlo al delicado artista Mario Estenssoro, quien la considera una de tantas melodías indígenas preincaicas que conservan todavía su estructura primitiva. Ya no puedo asegurar que mi reproducción sea rigurosamente exacta. Puede ser que en ella varíen algunas notas. Pero lo que diremos su "esencia", sí permanece igual.

Y yo creo que allí palpita el alma no sólo en la raza actual de aimaras y quechuas de Bolivia, sino de otra u otras que le antecedieron en el Macizo Andino. En ese tono entrevé una lejanía incalculable. Su misma sencillez, paréceme encerrar una estupenda profundidad. Más aún: no sólo se me representa como un grito humano, sino brotando de la tierra -de la pacha-mama-, cual un canto de las rocas cuajadas de metales y heridas por las manos del minero.

Este motivo ha sido últimamente ensayado en la Escuela Normal de Sucre por un conjunto coral bajo la dirección de Mario Estenssoro, quien le añadió dos elementos nuevos: la armonización y un compás más lento que el de la forma primitiva.

Por mí diré que, armonizada, tal música me place menos que en su simple modo melódico. Creo que mejor vestida, no vale tanto como en su adusta desnudez.

En cuanto a la mayor lentitud en el compás, ella le da aire más patético, aproximando al de los harawis. Por ende, pierde su carácter coreográfico. Cuando yo la escuché, hasta me pareció que los indios, a su compás, ensayaban una danza extraña, de ritmo casi igual al del kjaluyu. Bien es verdad que yo mismo en otra melodía que escuché entre los indios jallklas, a unos cien kilómetros de Sucre, y que guarda estrecha afinidad tonal con la de los chullpas, encuentro un movimiento lentísimo, grave. Seguramente se trata de variaciones sobre algún tema muy primitivo, preincaico, que sirvió en el pretérito de melodía principal, vamos a decir, o de fuente original de inspiración para los artistas indígenas. En el erkje, tal como yo la he escuchado más de una vez a algún artista silvestre de admirable resistencia pulmonar y de no menos admirable poder expresivo, una sola nota de dicho motivo, particularmente al final, abarca tanto tiempo como cinco de las de forma coreográfica. Por otra parte, gracias a la sonoridad profunda y cierto dejo lúgubre del instrumento, tiene una formidable facultad de sugestión.

Añadiré aún otro punto que me parece de subido interés. En la anotación del motivo que transmití a Mario Estenssoro, puesta en mi menor, había yo escrito un re-sostenido como nota antecedente a la final, pues así me lo indicaba mi memoria. Estenssoro, teniendo en cuenta que la música indígena boliviana es pentatónica, cambió ese re-sostenido por el natural. Muy posible es que el artista tenga en esto la razón y que yo hubiese captado mal la melodía en su frase terminal. Pero aquí cabe hacerse ciertas consideraciones: si efectivamente se tratase de un sostenido, querría decir que ya el carácter pentatónico de la música primitiva andina estaba allí en trance de evolución hacia un grado más complejo. Pudo también ocurrir que, con el advenimiento hispano y su influencia irresistible en la música nativa, ésta aún en sus formas primigenias hubiese dado un verdadero salto, al igual de lo que se puede observar en el orden de los fenómenos naturales. Si la aparición de los semitonos en la música es fruto, según las ideas corrientes, de una evolución muy larga, no es imposible que se produzca también en un momento. Puede sobrevenir hasta por deficiencia de la voz humana para alcanzar ciertas notas graves, cual sería el caso susodicho.

Por lo demás, con ese simple semi-tono, se transforma con mucho el carácter del motivo, y para mí se hace más evocativo e interesante. ¿Mal gusto? Tal vez.

El mismo conjunto coral aludido ha cantado también Los Barqueros del Volga. El motivo ruso no obstante sus supervivencias primitivas, posee ya una complicación extraña del todo al andino. Más bien se me antoja hallar cierta afinidad entre éste y el coro de los Peregrinos, de Tannhauser, cuando cantan:

Otra vez, gozoso, oh mi hogar, vuelto a tí...

En suma, el motivo en cuestión, al que bien podemos llamar Los caminantes, constituye para mí, a pesar de su sencillez, y aún rusticidad, un tema digno de investigación. Por eso he aconsejado a los muchachos que, en la Universidad de Chuquisaca, me proclamaron últimamente maestro de la juventud, enderezar sus pasos también por estas veredas que si están envueltas todavía en la penumbra del misterio tienen por esto mismo mayor atracción. No creo que éste sea un campo de estudio reservado no sólo a los musicólogos, sino también a los sociólogos de verdad. Una honda filosofía fluye de ella. Allí asoma la pasión, el esfuerzo, la paciencia, en suma el espíritu en un pueblo que alcanzó el grado supremo de cultura, como lo atestigua Tihuanacu, y que impuso a una gran parte del Continente su código moral, resumido en estas palabras: "Ama-llulla, ama-súa, ama-kjella"; código que hasta hoy no ha sido superado por las mismas naciones que van a la cabeza de la civilización.

1943.

 

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