SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue11El taquirari: Su naturaleza y etimologíaJula-Julas: Sobre el folclor musical boliviano author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Revista Ciencia y Cultura

Print version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  no.11 La Paz Dec. 2002

 

 

 

La música boliviana de la segunda mitad del siglo XX(1)

 

 

Alberto Villalpando

(1) Este es un discurso que Alberto Villalpando pronunció a modo de palabras inaugurales en el Encuentro de Compositores Bolivianos, realizado en la ciudad de Sucre en el mes de julio de 2002.

 

 


Nuestro apreciado colega Roberto Williams, cuando me invitó tan gentilmente a este Encuentro de Compositores Bolivianos, me pidió iniciar estas conversaciones o debates haciendo una breve reseña de lo que es la música contemporanea boliviana. Este pedido anclaba en el hecho de ser yo una especie de decano viviente de la música de avanzada de nuestro país. Pero, como todos lo entendemos, esta reseña no puede ser otra cosa que una suma de anécdotas, de percepciones y también de sucesos concretos, puesto que los actores del fenómeno de la música actual estamos aquí presentes en su mayoría, e historiar nuestro quehacer sería como mirar nuestro propio ombligo. Habrá que dejar al tiempo la sedimentación y concreción de una historia de la música boliviana del siglo XX en adelante, por el momento no queda otra que las reseñas, a título de testimonio, muchas de ellas tan subjetivas que pueden resultar hasta anacrónicas. Heme aquí, pues, delante de una primera confrontación, anecdótica, por cierto, pero no por ello menos verdadera. Cuando, hace algunos años, escribía la ópera Manchay - puytu, se me presentó un obstáculo en la composición, obstáculo que llegó a detener el proceso compositivo por varios meses. Se trataba de la dificultad que tenía de encarnar y encarar a uno de los personajes de la ópera: Ñauparruna, el testigo de los tiempos. Un personaje ficcional, por tanto inexistente, mitad historia, historia subjetiva y vivida también como liderazgo reivindicativo, y mitad amauta y milagrero. Pero, como dice la cueca de mi insigne paisano: "nunca digas paloma, de esta agua no he de beber", ahora me siento una especie de Ñauparruna de Alasita. He ahí cómo juega la historia con nuestros pequeños y transitorios destinos.

No puedo dejar de recordar y rendir homenaje, justamente en el seno de esta reunión, al entrañable amigo José Marvin Sandi Espinoza, como era su nombre consignado en el pasaporte. Fue él y no otro el que despertó en mí los afanes y los amores por las nuevas sonoridades de lo que entonces se llamaba "música moderna", allá, por los fines de la década de los años cincuenta. Y creo que es ahí, en la pequeña pero para nosotros significativa obra de Marvin, donde debemos encontrar los inicios de lo que ahora llamamos música contemporánea boliviana.

Yo desearía trasmitirles a ustedes el insólito mundo que era el Potosí de mi niñez y de mi adolescencia: una extraña coexistencia de hechos y sucesos incongruentes, como si fuese un archipiélago, generaba una atmósfera delirante, donde todo era posible y donde el cultivo de las artes, activo y prolífico, ocupaba un lugar singular, único. En una isla, un grupo de pintores no se daba sosiego. Allí nacía el arte abstracto, en la obra de Carlos Iturralde, pero también el indigenismo, en la obra de Guzmán de Rojas. En otra isla, más allá, Eduardo Caba y el mismo Iporre Salinas se volcaban hacia lo indígena, por una presencia acústica en el aire, quizá para nosotros excesiva. Toda esta suma de afanes, envuelta en apasionados diferendos políticos y sociales, sumados a la atmósfera eléctrica de la ciudad, que propicia una ansiedad inexplicable, originaban un mar delirante, más allá de lo que supuestamente es lo real, transformándose en un mundo surrealista.

El surrealismo suele estar asociado muchas veces con lo humorístico, sea esto por grotesco o peregrino, pero puede ser también intensamente dramático. Pues, sí, Potosí era una ciudad surrealista, como por otra parte los es toda Bolivia. Dos anécdotas, de la vida real, como suelen consignar ahora algunas películas, contadas por mi querido amigo Ricardo Pérez Alcalá, pueden ilustrar este aserto.

Una señora potosina, a la que imagino vestida de negro, con las mejillas encendidas por el afán, dueña de una pensión, con la que se ayuda a sobrellevar una viudez temprana, atiende solícita a sus comensales. Al final del almuerzo, les ofrece café. Un cliente reciente, le dice:

—A mí, por favor, déme el café sin crema.

Al cabo, vuelve la señora y con evidente aflicción y tono quejumbroso y de ruego, le dice:

—Ay, señor, no tenemos crema, ¿puedo darle sin leche?

La otra discurre en Miraflores, balneario de aguas termales, próximo a la ciudad de Potosí. Las aguas, azufrosas y calientes, descienden de un volcán apagado. Emergen a la tierra en un punto que llaman, con evidente grandilocuencia, el "ojo del volcán". Miraflores está unos trescientos o cuatrocientos metros más bajo que Potosí, lo que, de hecho, le da una benignidad climática mayor. Crecen manzanas y peras. Alcachofas y coliflores. Las gentes disfrutan de este balneario con verdadera fruición, no sólo por la posibilidad de bañarse y nadar en aguas calientes, sino porque éstas son también medicinales. Pues bien, al amanecer de un día cualquiera, cuando la luz es todavía vacilante, se oyen voces que reclaman cuidado. Unos veinte metros más abajo del "ojo del volcán" hay una poza redondeada, no muy honda, tampoco muy grande. El agua es verdaderamente caliente y suele estar frecuentada únicamente por personas que allí buscan un alivio a sus enfermedades. A esa temprana hora, se elevan espesos los vapores de la poza. La escasa luz y el silencio hacen aún más irreal la escena.

—Con cuidado, papito. Con cuidado —advierte una voz femenina. Y pronto se ve una vacilante imagen cual si fuese Cristo descendido de la cruz. Una túnica blanca, que bien podría ser una sábana, cubre el cuerpo magro de un hombre al que llevan en vilo, con los brazos abiertos a los costados. Hay voces de hombres y de mujeres, todas sigilosas y reclamando siempre cuidado. Sumergen el cuerpo en las aguas calientes. Los vapores nublan la escena que se pierde en la irrealidad.

—Te vas a curar, papito. Te vas a curar dice alguien.

Se oyen unos quejidos lastimeros y distantes.

—Ya está, ya está dice otra voz.

—Papito, papito. ¡Ay Dios mío! ¡Está muerto!

Y las historias se suceden una detrás de otra. La risa y el asombro se descuelgan dócilmente, como dos plumas libradas al aire. Y cae pesada la aseveración de que la realidad supera a la fantasía. Los sucesos se entremezclan, las gentes se diluyen y en su lugar se yerguen personajes que ahora reclaman su lugar en el mundo, como si fueran actores que viven otras vidas, en otros dramas o en otras comedias. Todo ello me vuelca al surrealismo, a lo que siendo real está más allá de su naturaleza. Y creo firmemente que el surrealismo no siempre es el resultado de hechos inusuales sino del cómo se reacciona ante ellos, así sean estos inclusive triviales.

Ver un enano es, de hecho, algo singular, pero ver una enana, sentada a la ventana de su casa, con sus piecesitos colgando a la calle, con un primoroso vestidito de muñeca y que, con una amplia sonrisa y una extrema cortesía, me ofrece una flor, como me sucedió hace algunos años en Cochabamba, es un suceso surrealista. Y lo es también la explicación que da un hombre, a quien su concubina luego de rociarle con gasolina le prende fuego. "Me he quemado bien grave", dice él, asombrado ante el suceso, como si fuese una ensoñación, un imposible, y donde grave no implica la gravedad de las quemaduras sino la sobresaturación de un fenómeno que le sobrepasa, y que, por tanto, no es real, no puede ser real, es sólo "bien grave", más allá de toda ponderación.

Era el 9 de abril de 1956. Una enorme población indígena había llegado a la ciudad proveniente de todas las provincias potosinas para conmemorar un nuevo aniversario de la Revolución Nacional. Los reunían en el Pampón, una extensa planicie de los extramuros de la ciudad. Allí donde una vez, por los mil quinientos y tantos, se había llevado a cabo la justa caballeresca de Montejo y Godines. El Pampón reventaba de olor a coca y alcohol y el aire crepitaba con el furioso soplar de las tark'as, de los sicus, de los rollanos y de la diversidad de bombos y tambores. Ahí estábamos, como dos lunáticos, ajenos a toda conmemoración, encima encorbatados, Marvin y yo, en un lugar que era el nuestro pero no era el nuestro, pertrechados con lápiz y cuaderno para anotar ritmos destinados a nuestras composiciones. Vítores al doctor Paz, al doctor Siles, a la Reforma Agraria. Una extraña melodía tocada en sicus, que pretendía imitar o que simplemente coincidía con la Marsellesa, comenzaba a elevarse por sobre todas las otras, convocándolos a iniciar el desfile. Marvin había anotado seis ritmos, yo alcancé apenas a anotar dos. Algunos de estos ritmos usó luego Marvin en sus Ritmos Panteísticos, y yo hice lo propio en unas piezas para piano de esa época, fiel discípulo de Marvin, aunque él apenas me llevaba dos años.

En esta atmósfera inquietante, que contrastaba fuertemente con la realización de la Santa Misión y el deseo de muchos católicos de hacerse buenos y consecuentemente, evitar el uso de medios anticonceptivos, junto a la amenaza permanente del descenso de los mineros, ahora armados en busca de sus reivindicaciones sociales, la inflación y otros, se formó, quizá como una especie de confesionario de salvación, un refugio musical en la casa del escritor Alejandro Samuel Méndez, tío de Pablo Huáscar Muñoz. Mientras mi abuela se paseaba por el patio de la casa, repitiendo: "Ay almas, almas". Todo esto aparecía como otro acto surrealista frente a los hechos que sobrepasaban toda capacidad de asimilación. No era otra cosa que el miedo, sobre todo, el miedo. Muy cerca estaba el recuerdo de la Guerra Civil y de la misma Revolución del 52, de las balas y de los muertos. La Alcaldía de Potosí llevó durante varios años, incrustada en una de sus paredes, una bala de obús, recuerdo de la Guerra Civil del 49, y que no había llegado a estallar. La gente transitaba haciendo un rodeo en el lugar donde estaba metida la tremenda bala. Una noche, el ejército decidió liberar a la población de este incordio y no encontró mejor solución que, sin dar aviso alguno, a las dos de la mañana, disparar unas ráfagas de ametralladora hasta hacer estallar el obús.

Pero vuelvo al señor Méndez. Este querido amigo tenía una discoteca significativa y un aceptable pick up, como se les llamaba entonces a los reproductores de discos de 78, 45 y 33 revoluciones. Ahí conocí la Consagración de la Primavera, Petruchka y el Pájaro de fuego, del "gran maestro", como solía decir Ginastera. El Concierto para Orquesta y varios números del Mikrokosmos de Bartok, Pacific 231 de Honneger, El Trencinho de Caipira de VillaLobos y la Bachiana N" 5. La Noche Transfigurada de Arnold Schónberg. La versión reducida de la Suite Lírica de Berg. La Suite Escita de Prokofíeff. Dafnesy Cloé de Ravel, El Mar de Debussy y algunas otras "mirabilias" más, como dice Eduardo Mitre, que se me escapan de la memoria, amén de una repertorio vasto de música del siglo XIX para atrás. ¿Cómo era posible oír todas estas "mirabilias" en Potosí? Tiene una explicación. En uno de los extremos del boulevard potosino, hacía esquina una maravillosa tienda: "Gasa Manuel Váida. El hogar de la música." Este insigne caballero importaba discos, partituras, equipos de sonido, y ofrecía, los viernes por la noche, unos conciertos con dos poderosos altoparlantes puestos a la calle. Una especie de Flaviadas, diríamos, pero menos formales y, por eso mismo, más efectivas, pues la gente que paseaba en el boulevard se iba quedando atraída por la música, y formaba un inmenso corrillo. Por esos años llegó a La Paz la Filarmónica de Nueva York, bajo la dirección de Bernstein, evento al que concurrimos puntualmente en compañía de otro entrañable amigo, Florencio Pozadas, hermano de Willy. Para entonces, don Alejandro Méndez se había domiciliado en esa ciudad y él nos comentó que, pese a sus búsquedas, no había podido encontrar un solo disco de música del siglo XX en La Paz. Pero me adelanto un poco a los hechos. A principios del 57, Marvin Sandi viajó a Buenos Aires a estudiar composición. Fue abriendo brecha, como quien dice, pues ese destino seguimos, dos años más tarde, Florencio Pozadas y yo. Pero Marvin volvió de vacaciones a fines del 57. Escribió su In memoriam y los Ritmos Panteísticos, mientras nosotros, Florencio y yo, seguíamos atentos a las clases que nos daba Marvin. Nos enseñaba politonalidad, atonalidad y dodecafonía, la dodecafonía rígida de Schönberg. Pero In memoriam no puede quedarse en la mera cita, pues marca el punto de ruptura entre la música que para entonces habíamos heredado y lo que vendría después. Eduardo Caba era, sin duda, a criterio de Marvin —criterio que lo juzgo acertado— el compositor más avanzado de la primera mitad del siglo XX y él deseaba alabar este hecho, resaltarlo. De esa manera, en medio de los aires politonales, discurren citas de los Aires Indios. Así quedaba atrás la música que hasta entonces se había hecho. Ahí quedaban José María Velasco Maidana, Mendoza Nava y otros compositores de menor cuantía, pero de indiscutible mérito musical como Simeón Roncal, Miguel Ángel Valda y otros que no vienen al caso mencionar.

Así, más de hecho que de palabra, nacía la música contemporánea boliviana en Potosí, como lo hizo la pintura y la literatura, inspirada en Jaimes Freyre, con la fundación de Gesta Bárbara y, finalmente, como un siglo atrás, lo hizo nuestro país. En una oportunidad, don Humberto Viscarra Monje le decía a don Armando Alba: "Algo extraño pasa en Potosí. Algo único, indefinible". Y no deja de ser verdad. En el siglo XVII, Arzans Orzúa y Vela inaugura lo que será después la novela boliviana. A fines del XIX, Lucas Jaimes, conocido como Brocha Gorda, inicia el barroco en la literatura, y su hijo, Ricardo Jaimes Freyre, con todo el imaginario potosino, inaugura la modernidad boliviana, convirtiéndose en el poeta más importante de Bolivia, no sólo por la ruptura que realiza, sino por lo extraordinario de su obra literaria. Potosí era, sin duda, el lugar ideal para que surgiera la música nueva; volvamos, entonces, hacia uno de sus actores.

Marvin Sandi era un hombre de estatura baja, de complexión robusta. Su rostro, de mirada seria y de rasgos bien definidos, de labios gruesos, nariz recta y de barbilla firme, inspiraba respeto. De barba muy poblada, parecía mucho mayor de lo que en realidad era. De carácter sanguíneo, era propenso a la ira y despreciaba profundamente la improvisación. El mundo del arte y de la cultura debía ser serio en extremo. Era goloso y de una abrumadora sensualidad. Trabajador, apasionado amante de Bolivia y, de vez en cuando, desproporcionadamente sentimental. En cierta oportunidad, asistimos a un concierto en el Teatro Colón ofrecido por Jaime Laredo, quien hacía poco tiempo había ganado el Concurso de la Reina de Bélgica. Marvin se echó a llorar desconsoladamente por la intensa emoción que le había producido, no sólo la inmensa musicalidad de Laredo, sino el hecho de que era boliviano. Lloraba a mares, sonándose las narices y secándose las lágrimas con un pañuelo que yo veía inmenso, ante el asombro de algunos argentinos que lo miraban de reojo y con desconcierto. Nervioso y de movimientos rápidos, era muy buen pianista y tocaba con enorme inteligencia y expresividad. Con él aprendí a leer las partituras, no sólo en lo que a notas se refiere, sino en lo tocante al fraseo, dinámicas y observaciones sobre el tempo. En Buenos Aires, vivimos juntos tres años y juntos nos iniciamos en el estudio de la filosofía. Allí lo vi escribir su sonata para piano y un cuarteto para cuerdas. Esta última obra, y los incidentes que tuvo al escribirla, determinaron, de algún modo, el abandono que hizo él del Conservatorio Nacional de Buenos Aires, y, quizá, de la música. La modalidad que entonces tenía el Conservatorio para la enseñanza de la composición era la siguiente: un profesor comenzaba el curso con un grupo de alumnos y avanzaba con ellos los seis años que duraba la carrera, luego el profesor volvía a iniciar otro ciclo similar. Marvin se inició con el compositor ruso-argentino Jacobo Ficher, y bajo la guía de él escribió sus tres piezas para piano, sus dos preludios, un ciclo de canciones cuyo destino ignoro, pero recuerdo que había elegido el poema "Claribel" de Tamayo, la sonata para piano y ahora se hallaba escribiendo el cuarteto. Él quiso hacerlo dodecafónico, pero Ficher era reacio a esta técnica de composición y había prohibido a sus alumnos utilizarla. Ante esta discordancia Marvin optó por el secreto. No dijo que estaba usando la dodecafonía y el trabajo prosperaba sin mayores dificultades. Pero Marvin cometió un desliz. Él anotaba sus series dodecafónicas en el mismo papel en que escribía el cuarteto y cada vez borraba las series para mostrarle el avance del trabajo al profesor. En una de esas, simplemente se olvidó de hacerlo y Jacobo Ficher descubrió lo que él llamó "una impostura", Marvin, que era de pocas pulgas, le dijo que era un retrógrado atrasado, y abandonó la clase. El cuarteto se quedó en un solo movimiento y Marvin se dedicó cada vez con más ahínco al estudio de la filosofía. Sin embargo, asistió a las reuniones musicales que realizaba Juan Carlos Paz, el único compositor dodecafónico de Argentina y, en esa época, de América Latina. Pero, donde más volcó su tiempo y su interés fue en el Colegio Libre de Estudios, dirigido por el filósofo argentino Francisco Romero. Volvió a Bolivia a mediados de 1961, organizó en Potosí una filial del Colegio y, paulatinamente, fue olvidándose, por así decir, de la música y entregándose íntegramente al estudio de la filosofía. No obstante, sus reflexiones sobre el arte musical, sobre el folclor y sus implicaciones frente a un arte musical elaborado, etc., etc., son de lo más importantes en el pensamiento musical boliviano. La última vez que estuvimos largamente reunidos, en Potosí, le hice oír la grabación de una obra mía. Se emocionó como aquella vez de Jaime Laredo y, llorando, me abrazó y me instó a seguir componiendo, ya no solamente como un fenómeno expresivo, sino como "la responsabilidad de todo buen boliviano que se debe a su patria", así lo dijo. Porque esa había sido la mística que nos llevó a Buenos Aires: estudiar y aprender todo lo que pudiéramos para volver y enseñar en nuestro país lo que habíamos aprendido. Jamás, pues, tuvimos el propósito de quedarnos fuera de Bolivia, aunque él dio fin a su vida lejos del país que tanto amaba.

Pero estas evocaciones no se terminan aquí. Uno se relaciona con las gentes de diversas maneras. Con Marvin tenía una amistad de carácter intelectual, artístico. Con Florencio Pozadas éramos, además, amigos de juerga. De vez en cuando solíamos tomarnos unos tragos o salíamos con amigas. Era, sin duda, una relación más comprometida con lo cotidiano. De tanto en tanto, él me prestaba plata o yo a él. De alguna manera, nuestra amistad se mostraba más fluida, más irresponsable. No en vano habíamos sido compañeros en el kinder y en la escuela. Florencio tenía algunos rasgos de mulato. Pelo ensortijado, labios gruesos, piel oscura y ojos negros. Fanático, intransigente, malhumorado. Mantenía una relación rispida con Marvin, quien tampoco era un santo y podía ser irónico y hasta sarcástico. Difícilmente podían estar los dos juntos, se rechazaban mutuamente. Confieso que yo a veces me divertía poniéndolos en oposición. Cuando Marvin dejó Buenos Aires para volver a Bolivia, decidimos con Florencio vivir juntos. Él trabajaba para poder sostenerse en la Argentina; lo hacía en una fábrica de planchas eléctricas. Ganaba bien y siempre tenía más plata que yo, pero claro, menos tiempo para dedicarle a la música. Eso a veces lo deprimía y motivaba una serie de reproches que me hacía: "que para qué lees tanto cuando podrías componer más; que en lugar de comprar libros podrías comprar partituras". Estudiaba violín con Varady, concertino de la Orquesta del Colón, y percusión con Antonio Yépez, esto último en el Conservatorio Municipal, y eso es lo que lo llevó a ser miembro del conjunto Ritmus, de percusión y, posteriormente, percusionista de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Me enseñó infinidad de trucos sobre estos instrumentos. En 1964, que fue el último año que estuve en Buenos Aires, Florencio inició sus estudios de composición con Gerardo Gandini, de quien era amigo, así como de otros músicos argentinos. Su ingreso en la Filarmónica le permitió abandonar las fábricas y dedicarse por completo a la música. Ahora era un hombre feliz. Eso mismo le dio mayor calor a nuestra amistad, asistíamos a conciertos y él criticaba todo. A ver si los timbales estaban o no desafinados, si tal o cual director se expedía bien o no. Así es como lo vimos a Stravinsky dirigiendo su Consagración y festejábamos con asombro y sonrisas complacientes cómo el viejo maestro iba por su lado y la orquesta por el suyo. Juntos tuvimos un romance con dos hermanas, él con la mayor y yo con la menor, juego de palabras que, asociadas al léxico musical, se prestaba a infinidad de variantes equívocas y cómicas.

En 1963, cuando yo ya era becario del Instituto Latinoamericano de Altos Estudios Musicales, del Instituto Torcuata Di Telia, trabajé un cuarteto de cuerdas bajo la guía del compositor italiano Riccardo Malipiero. Un cuarteto de cuerdas dodecafónico llamado Preludio Passaccaglia y Postludio, con raíces webernianas y abiertamente vanguardista. El año anterior había trabajado, todavía en el Conservatorio, una pieza llamada Cuatro Juegos Fantásticos para piano, cello, clarinete y percusión, bajo la guía de mi maestro Alberto Ginastera. A fines del 63 la Fundación Patiño llamó al Primer concurso de composición Luz Mila Patiño. Participé en este concurso con esas dos obras y, gracias a la presencia en el jurado de don Mario Estenssoro, gané el primer premio. La entrega de premios se realizó a principios del 64. El segundo premio lo recibió Gustavo Navarre y el tercero Atiliano Auza. Este hecho marca la aparición pública de la música de vanguardia en nuestro país. Un año más tarde, el 65, regresé a Bolivia, como siempre fue mi profundo deseo y me di de bruces ante la patética realidad musical de nuestro país. La Orquesta Sinfónica era sólo un nombre, los intérpretes, de mediana talla para abajo, estaban en el limbo respecto de la música contemporánea. ¿Qué hacer? No di brazo a torcer. Gracias al apoyo continuo de don Mario Estenssoro trabajé en el Instituto Cinematográfíco Boliviano, junto a Jorge Sanjinés. Ello me permitió incorporar en el cine música de vanguardia y así ésta se oía masivamente. Pero, paralelamente, escribí un concertino para flauta y otro para piano, otro cuarteto de cuerdas y piezas para piano. Para ello, me dije: "Si hay dificultades de ejecución, y no sólo para la música contemporánea —la orquesta sinfónica ofrecía penosas versiones de música tradicional— entonces lo que conviene es simplificar el lenguaje al máximo". Trabajé entonces sobre la reiteración obsesiva de una sola nota. Pero, asimismo, necesitaba de interlocutores. Entre los años 68 y 69 murieron prematuramente Marvin Sandi y Florencio Pozadas. Siempre he lamentado mucho estas dos muertes y las he vivido con enorme desconcierto, puesto que, dentro de mi generación, me quedé más solo que una araña dejaron un enorme vacío. Florencio Pozadas, el único émulo que quedaba, luego de haber escrito algunas obras de real vanguardia, después de haber ganado el premio Luz Mila Patiño, con su Quimsa Arawis y, tras haber gozado de una beca en el Instituto Di Telia, en el mismo Centro en el que Atiliano Auza y yo habíamos estudiado, dispuesto a visitar Bolivia, recién casado con una extraordinaria cantante, murió en un absurdo accidente de tráfico. Atiliano Auza, pese a ser también becario de Di Tella, no encarnó realmente el lenguaje vanguardista. Estaba, pues, demasiado solo.

Traté, por cierto, de vincularme con los músicos. Gustavo Navarre tenía un grupo de amigos con los que se solía reunir los sábados, a partir de las tres o cuatro de la tarde hasta las nueve o más de la noche. Oían música, a todo volumen y con las luces apagadas, tomando llallaguas, chuflay, como le dicen en La Paz. El placer de estos melómanos radicaba en establecer comparaciones entre diversas grabaciones de una u otra obra. Sentían enorme predilección por las sonoridades brillantes. Los discos estadounidenses, con la Orquesta de Chicago eran los más aplaudidos. La última vez que concurrí a una de estas reuniones, habíamos oído tres versiones del primer movimiento de la cuarta sinfonía de Chaicovsky. Ganó, por aclamación, la Orquesta de Chicago, creo que dirigida por Kubelick. Hicimos un alto y les pedí oír algo más actual, Bartok, Stravinsky, aunque más no sea, Jachaturián, que sabía que lo toleraban. Pero, para aligerar la fatiga, pusieron una sorpresa: dos marchas de Phillipe Sousa. Esa no era la forma en que yo disfrutaba de la música. Me vinculé entonces a poetas y pintores, con ellos sí compartía mis intereses por un arte de avanzada.

De esos años data mi amistad con Jaime Saenz, con Jesús Urzagasti, con Edgar Ávila, con Enrique Arnal, con Alfredo La Placa. Yo necesitaba respirar los aires del siglo XX. Por esa época creé la cátedra de composición en el Conservatorio Nacional de Música de La Paz. Carlos Rosso, Edgar Alandia, José Llanos y otros fueron alumnos en esta cátedra. Desgraciadamente no duró mucho. Edgar Alandia se fue a Italia, Carlos Rosso a Polonia y, por otra parte, se produjeron algunos incidentes en el Conservatorio que hicieron que abandonara este proyecto. Pero en esos años, gracias a la vigencia del Ministerio de Cultura, la Orquesta mejoró substancialmente. Ya se podía tocar alguna que otra obra del siglo XX. Copland, Bartok, Stravinsky, alguno que otro latinoamericano. La orquesta realizó, con el criterio de acrecentar el repertorio de música boliviana, dos encargos. Uno a Gustavo Navarre y otro a Atiliano Auza. De igual manera, se hizo un acuerdo con la empresa Discolandia para la grabación de música boliviana. Este proyecto alcanzó a grabar dos discos. Uno que incluía una obra mía y, para completar, un concierto para guitarra, de Vivaldi; otro, con obras de José Salmón Ballivián, Adrián Patiño y otros. Pero desgraciadamente la Orquesta también sufrió un duro golpe con el advenimiento de la dictadura de Banzer y, nuevamente, a reandar el camino.

La necesidad de interlocutores seguía tan apremiante como lo fue años atrás. Hasta que en 1974, cuando ya había vuelto Carlos Rosso, pudimos organizar el Taller de Música de la Universidad Católica Boliviana, gracias al apoyo incondicional de su entonces Rector, monseñor Genaro Pratta. Se creó la Orquesta Sinfónica Juvenil y hubo un período de auténtica euforia musical. De entonces a esta parte, la historia ya es más conocida. Finalmente, habíamos logrado formar a nuestros interlocutores: compositores y directores que, a su vez, fuesen líderes en busca de un efecto multiplicador. A ello se suma, la formación de otros músicos que se educaron fuera de Bolivia y que, afortunadamente, retornaron a nuestro país, como es el caso de Roberto Williams, Gastón Arce y Oldrich Halas, pero no se puede dejar de mencionar a Edgar Alandia. Por su parte, Cergio Prudencio, Franz Terceros, Nicolás Suárez, Willy Pozadas, Agustín Fernández, Juan Antonio Maldonado, Jorge Aguilar y José Luis Prudencio han continuado su trabajo de compositores, unos con más ahínco que otros. A su vez, ellos han ejercido ese efecto resonante, para usar un término de acústica, cooperando en la formación de nuevos compositores e intérpretes. De esta segunda generación, llamémosla así, tenemos a Oscar García, Juan Siles, Javier Parrado, Julio Cabezas, María Teresa Gutiérrez y otros, como Jorge Ibáñez, Luis Moya, Miguel Jiménez, con el aliciente de que, de una u otra manera, se continúan formando compositores. Pero este listado de nombres no es sólo para pasar el plumero a nuestras efigies, sino para constatar la vigencia de la nueva música en nuestro país. La obra, de todos nosotros, ofrece un amplio abanico engarzado en las búsquedas sonoras del siglo XX. Bolivia ya no está aislada musicalmente y ya hay obra que se puede mostrar. Así lo evidencian los Festivales de Música Contemporánea. Así lo muestra la reciente presentación de música boliviana actual realizada en el Brasil.

Y ahora, a manera de reexposición variada de A, retomo la idea inicial, no muy explicitada en la exposición de A, de que la música boliviana contemporánea no sólo es contemporánea como intención compositiva, sino como coetánea, como la música que se está haciendo en estos años. Y aquí, quiero trasmitirles una observación, a mi juicio muy acertada, del compositor español Ramón Barce. Comenta este músico (a raíz de la realización de una Festival de Música Contemporánea, ocurrido en la década de los años ochenta en Moscú) que debemos entender por música contemporánea no sólo aquella que entraña una estética específica, vinculada más a aquella comprendida como música experimental, vanguardista, sino a la música que, al margen de su estética, se escribe en la época que nos ha tocado vivir. En tal virtud, una historia de la música boliviana del siglo XX deberá incluir toda la música escrita en ese dilatado período, ponderando sus aciertos y explicando el por qué de los desaciertos. Pero no deja de invadirme un sentimiento de enorme complacencia, de íntima felicidad al ver que mis esfuerzos no han sido vanos y que he sido fiel a la promesa que nos hiciéramos con Marvin Sandi. Gracias.

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License