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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.11 La Paz dic. 2002

 

 

 

Apuntes y reminiscencias

 

 

Agustín Fernández

 

 


Al comenzar su novela El libro de mi amigo (1885), Anatole France exalta el valor de la memoria y propone que recontar el pasado es un don humano subestimado, pese a ser algo más admirable y maravilloso que el don opuesto y más codiciado: el de predecir el futuro. Me resulta fácil estar de acuerdo con France ahora que, sentado frente a una computadora en Newcastle, Inglaterra, me pongo a rememorar vivencias de mi vida musical en Bolivia a fines del siglo XX, y veo desfilar ante mí un mundo de personas, lugares y escenas. Muchos de estos recuerdos me visitan a menudo, pero otros ni siquiera creía olvidados, porque simplemente no había pensado en ellos por un largo tiempo. Me sorprende que ahora, a invitación del maestro Carlos Rosso, vuelvan tan vividamente, aunque su acompañamiento emocional se haya atenuado y la distancia facilite su comprensión.

 

Primeros recuerdos

Empiezo el ejercicio de escarbar la mente en busca del primer recuerdo, de la página que inaugura esa autobiografía que tenemos impresa en la memoria. El primer recuerdo data de alrededor de 1960 y —quizá de forma predecible— es sonoro: los perros ladrando en la noche de Cochabamba. Despierto en la oscuridad, presa ya de lo que debe de haber sido una forma precoz del insomnio, oigo los ladridos y aullidos de una jauría que me imagino feroz. Mentiría si dijera que no me asustaba ese ejército canino que sitiaba mis noches, pero la verdad es que tampoco me desagradaba. Si hubiera podido escoger, habría querido que callaran los perros, pero ya que no callaban, los escuchaba con interés —su presencia lejana me resultaba entretenida al mismo tiempo que algo siniestra. Aunque hoy en día la densidad de la población canina ha descendido, es notable volver a Cochabamba y constatar hasta qué punto los perros todavía determinan el paisaje sonoro de sus noches.

Mi familia se mudó a Montero en 1960 y en esa ciudad tuve mis primeras experiencias musicales. En la radio y las guitarreadas abundaba la música mexicana (corridos, rancheras y boleros), cubana (más boleros, guarachas y sones) y colombiana (cumbias). Aunque en menor cuantía, se escuchaba también el folclor oriental, sobre todo en arreglos de banda de buri, que era la forma más generalizada de música en vivo, invariablemente en el contexto de la fiesta. Con este repertorio hice mis primeras incursiones en el canto. En la peluquería de la calle Warnes, don Abundio el peluquero me regalaba guayabas cuando iba a cantar mientras él atendía a sus clientes.

Después de la calle Warnes viví en otra casa, digna de recordar por tres razones: estaba cerca del cementerio, ese magneto de la imaginación popular montereña; en el patio de la casa se erguía un frondoso árbol de mango, en cuyas ramas me instalaba para cantar a mis anchas; y al frente vivía don Rubén, quien solía reunirse con un amigo para tocar a dos guitarras. Don Rubén, corpulento fisiculturista, rasgueaba el acompañamiento de los taquiraris mientras su amigo, pálido y encorvado tocaba las melodías con algo parecido al trémolo de la mandolina. Estas sesiones eran estrictamente instrumentales y no las acompañaba ni la parranda ni el bullicio. Era música de cámara en el sentido exacto del término, y yo la disfrutaba como tal.

En 1965, de nuevo en Cochabamba, fui conducido a casa de don Rafael Anaya para someterme a la prueba de ingreso al Instituto Laredo. Un personaje de gran fineza y cultura, don Rafito tocó, con una mano huesuda, unas notas al piano que me ordenó repetir, y luego me permitió cantar algo de mi repertorio montereño. Terminada la prueba, don Rafito decretó mi admisión con una frase que daba a entender, sin dejar su típica elegancia, lo mucho que me hacía falta estudiar: "tiene una voz silvestre".

En primaria el Laredo me instruyó en canto, solfeo y teoría. No todo esto inspiraba entusiasmo, pero las semillas germinarían más tarde. Lo más inspirador de esa época fue entrar en el coro —los Niños Cantores del Valle— que don Franklin Anaya regía con mano firme. Sus ensayos exigentes y rigurosos fueron mi primer contacto con este hombre excepcional. Cuando hubo que escoger un instrumento, yo quise aprender clarinete, pero, rechazado de esa clase, encontré acogida en la de violín.

 

Folclor

Cuando yo tenía diez u once años, irrumpió el folclor en Cochabamba. Por supuesto que la música folclórica había estado siempre presente, pero en los años sesenta era un movimiento de reivindicación de los huayños, yaravíes y bailecitos que —lo supe después— formaba parte de una ola en todo el cono sur americano que jerarquizaba lo propio contra el producto internacional comercializado del Norte. Dónde se inició este movimiento, si en Argentina, en Chile o en Bolivia sería interesante investigar, pero tal vez el uso de la palabra "ola" sea la metáfora más acertada para referirse a él: un movimiento cuya dirección se conoce, pero no su origen. Los Jairas fueron la primera cresta visible, pero cuando la ola llegó a Cochabamba ya Los Jairas eran historia, en ambos sentidos de la expresión.

La peña Ollantay, en la calle Baptista, era el centro del quehacer folclórico valluno, y un vínculo fortuito —la amistad de mi padre con los dueños— me abrió sus puertas, primero como espectador y poco después como artista en el tablado, junto al inolvidable Toño Canelas. El Dúo Los Kallawayas, nombre desproporcionadamente largo para el tamaño y la trayectoria de sus integrantes, abrió el programa una y mil veces, siempre a mano para llenar cualquier laguna inesperada y casi siempre sin remuneración —tal vez haya alguna justicia poética en el hecho de que fueron más las veces que asistí como oyente y que nunca pagué por entrar.

Mi ingreso precoz en el mundo del folclor me deparó sorpresas. La primera fue la calidad de la música y el profesionalismo de los ejecutantes que pasaban por la peña. La segunda me la dieron los músicos fuera del tablado. Prácticamente sin excepción —no importa cuan prestigiosos— eran personas sencillas, amigables e inexplicablemente pacientes con Toño y conmigo, dos curiosos incansables que los importunaban por doquier. Al excelente charanguista de Los Chaskas, Basilio Guarachi, debo mis primeras y hasta ahora únicas lecciones de charango. A él y a todos los demás debo la inmerecida generosidad de su amistad y su consejo: Los Rupay, Los Caballeros del Folclor, Los Caminantes, Trío Souvenir, Andrés Fossati, Las Kori Majtas, Willy Sevillano, Los Cuatro de Córdoba y otros. Escuchándolos, conversando con ellos y asistiendo a sus ensayos aprendí a armonizar con tríadas paralelas o, en la jerga del gremio, "sacar segunda" y "sacar tercera". "Sacar cuarta", como me enteré cuando llegaron Los Cuatro de Córdoba, casi siempre no era sino duplicar la melodía una octava más abajo. El que esta gente cotizada me dedicara tiempo y atención no deja de sorprenderme. Tal vez veían en mí —y en mi amigo Toño, que era más visible— una especie de mascota, o acaso mi interés despertara en ellos el impulso natural de nutrir al colega en ciernes.

Además de Basilio Guarachi, hubo dos músicos cuyas dotes artísticas y humanas me dejaron huellas indelebles: Zulma Yugar, por su voz hermosa y expresiva y por su sencillez que contrastaba con su status ya icónico, y Benjo Cruz. Benjo vestía un elegante poncho rojo, se peinaba hacia atrás con gomina y tocaba una guitarra inusual de doce cuerdas. Su voz vibrante y enérgica y la intensidad de sus interpretaciones causaban un fuerte impacto, aun en aquellos que no aceptaban su mensaje de rebelión o que, como yo, lo entendían sólo a medias. La noticia de su partida a la guerrilla de Teoponte y, poco después, de su muerte en combate, sacudió a muchos, obligándonos a recapitular todo lo que sabíamos de él. Entonces cobró un sentido estremecedor la advertencia con la que solía iniciar sus actuaciones:

quiero cantar una copla por si acaso muera yo porque nosotros los hombres hoy somos, mañana no.

Aquello que, visto retrospectivamente, había sido el avance inexorable pero voluntario de Benjo Cruz hacia un final predeterminado —su inmolación— es hasta hoy el ejemplo más grande de integridad artística que he conocido. Cuando, casi veinte años después, se me encargó una ópera sobre un tema latinoamericano, no me hizo falta pensarlo para escoger a Benjo Cruz y la guerrilla de Teoponte.

Los Kallawayas hicieron dos viajes a Santa Cruz, uno con Benjo y el otro con Zulma. Benjo salvó una actuación prestándome su guitarra de doce cuerdas. Zulma fue, como siempre, generosa con su arte, cantando donde y cuando se diera la ocasión. En especial recuerdo Sombras, que ella vertía con expresión incomparable. En ese segundo viaje los visitantes gozamos de la amistad y hospitalidad de Los Palmarinos —Edith, su hermana y su padre— cuya versión de Alfonsina y el mar era de una profundidad exquisita.

Mi cambio de voz puso fin a Los Kallawayas, pero Toño Canelas, para quien esas nimiedades fisiológicas pasaban desapercibidas, continuó, que yo sepa, sin interrupción, y pasó a ser miembro fundador de Los Kjarkas, hasta su trágica y prematura muerte. Yo, por mi parte, probé suerte como instrumentista en un viaje a La Paz, donde René Noda —el Chino Noda de Los Caballeros del Folclor— me consiguió presentaciones en la peña Naira y en la Televisión Boliviana, que era entonces el único canal. Poco después, un concurso interprovincial de charango en Cochabamba, que gané en la categoría infantil, cerró esta fase de mi carrera.

 

Epifanía

Mi jubilación del folclor me dejó con tiempo para pensar y considerar qué hacer con el superávit de energía que quedaba, pero no tardó en ocurrir una epifanía. Fue en 1971 en el Palacio de Portales.

Los viernes a las siete de la tarde, don Tito Jiménez, por entonces Presidente de la Sociedad Filarmónica de Cochabamba, presentaba audiciones de música grabada en una radio local, según un programa que él preparaba y comentaba. Saliendo un viernes de la biblioteca de Portales, entré a curiosear. En esta ocasión el programa se iniciaba con el Trío para corno, violín y piano de Brahms, continuaba con Gesang der Jünlinge de Stockhausen y terminaba con el Cuarteto de Debussy. Descubrir de un solo golpe ese ámbito sonoro que se extendía del romanticismo al modernismo fue vislumbrar un universo nuevo, con posibilidades técnicas y expresivas infinitas. Este descubrimiento determinó el curso de mi vida, ya que al terminar la audición la decisión se había tomado sola: yo tenía que ser compositor. Inmediatamente me puse a planear un trío en estilo brahmsiano, pero no tardé en darme cuenta de que no tenía las herramientas técnicas para llevarlo a cabo. Resuelto a adquirirlas, me volqué con pasión a mis estudios en el Laredo, que hasta entonces había realizado con tibio entusiasmo.

Mi nueva avidez musical fue vista con beneplácito por don Franklin Anaya, aunque al mismo tiempo le presentaba un problema. En aquella época el Instituto Laredo brindaba instrucción musical y numerosas oportunidades para tocar y cantar, pero esa provisión no bastaba para un alumno resuelto a ser profesional e impaciente por aprender mucho, y rápido. El que don Franklin haya reconocido el problema y bosquejado soluciones antes que yo mismo me diera cuenta es una de las muchas muestras de su inteligencia educativa. Me dio consejos, me prestó libros y me entretuvo con largas conversaciones sobre música y ciencia, esto último no porque yo tuviera ninguna inclinación científica, sino porque él creía apasionadamente en la complementariedad de estas dos disciplinas. Don Franklin me presentó a Eduardo Laredo, cuyo nombre —y no el de su hijo Jaime— lleva el Instituto. Don Franklin consideraba a don Eduardo un educador nato, que había demostrado su sabiduría en el largo, sistemático y sacrificado proceso que había sido la educación musical de Jaime. Conmigo fue generoso brindándome atención y consejo. Otro frecuente visitante en casa de los Laredo era don Mario Estenssoro, cuyo carácter histriónico y locuaz hacía la conversación muy amena.

No sólo fue don Franklin el primero en sugerir que yo fuera a La Paz a estudiar con Alberto Villalpando. Cuando llegó el momento, la siguiente vacación de invierno, fue él quien llamó por teléfono —cuando llamar a larga distancia era una medida excepcional— al Director de la Orquesta Sinfónica Nacional, para pedirle apoyo para este alumno que viajaba.

 

La Paz

En el invierno de 1973 la Sinfónica preparaba la opera Aida. El proceso de preparación, férreamente encabezado por Rubén Vartañán, tuvo para mí la fascinación de una serie policial. Otra vez mirón encandilado, asistí a todos los ensayos desde mi llegada hasta el ensayo general, tres semanas después. Por entonces conocí a Walter Montenegro, quien llegaría a ser un amigo entrañable. Una de las personalidades más respetables y respetadas de la vida boliviana de esa época, don Walter era una persona cuya fineza, calidez y fino sentido del humor cautivaban a quien lo conociera. El violín fue la llave que me abrió la puerta de su casa, ya que don Walter, conocido periodista, escritor y diplomático, era además un buen violinista, aunque no siempre lo admitía. Tocaba con una musicalidad refinada y su facilidad para las cuerdas dobles estaba fuera de toda proporción al tiempo que tenía para practicar. Cuando este ocupado señor accedió a darme clases de violín me sentí afortunado, y más al ver que, con el paso del tiempo, la relación entre profesor y alumno se convertía en amistad. Al margen del afecto y el violín, me unía a don Walter una gran admiración por su capacidad de exposición, la transparencia con la que expresaba sus pensamientos y la naturalidad con la que los concatenaba. Usaba un vocabulario colorido y preciso, propenso a las metáforas vibrantes, muchas veces traviesas. Su sentido del humor se basaba no en chistes ni frases hechas, sino en un modo original de ver las cosas, a veces exagerando, a veces minimizando y casi siempre ironizando. Este arsenal de ingenio, al servicio de una sensibilidad cálida y generosa, daba a don Walter Montenegro una dimensión humana poco común.

El atractivo de La Paz, con sus conciertos, su Orquesta y las clases de don Walter, era irresistible, y yo viajaba toda vez que podía, con gran sacrificio económico. En una de aquellas visitas, me atreví a pedir permiso para sentarme con los segundos violines de la Orquesta en un ensayo de la obertura de Fidelio. Cuán poco preparado estaba y cuán pocas notas alcancé a tocar, puede juzgarse por la reacción de mi compañero de atril, quien me ofreció una caja de fósforos para que quemara mi violín. Una vez superada la consiguiente crisis, mi reacción fue trabajar más, forzándome a practicar ocho horas diarias. (Años después me enteraría que mi tío Natalio, quien amablemente me hospedaba en esas visitas, optó por hacer la siesta en su auto para poder descansar cuando yo estaba).

La vacación final de 1973 permitió una visita más larga. Ahora mejor preparado, pude servir de supernumerario en la Sinfónica, que entonces preparaba el ballet Giselle con el joven maestro Carlos Rosso, recién graduado por el Conservatorio de Varsovia. Al mismo tiempo se efectuó al fin mi ansiado contacto con el maestro Alberto Villalpando, quien me admitió en el grupo que iba a su casa a pasar clases de composición. Éramos Juan Antonio Maldonado, Freddy Terrazas, Willy Pozadas y yo. A partir de este momento los eventos se sucedieron a un paso vertiginoso.

Tener la guía de un compositor profesional y compañeros con intereses similares era la realización de un sueño. El modesto pago que el maestro Vartañán dispuso por mis dos meses de trabajo al término de Giselle sugería la posibilidad de empleo remunerado en La Paz. Para mayor atractivo, Villalpando y Rosso anunciaron su decisión de crear un Taller de Música en la Universidad Católica Boliviana a partir del año entrante. Decir que en febrero de 1974 era yo un orgulloso habitante de la ciudad de La Paz, miembro de la Orquesta Sinfónica Nacional y estudiante universitario, conlleva aligerar esta narrativa de muchos detalles, en su mayoría relacionados con la penuria y con la generosidad de parientes y amigos, impidiendo mi muerte por inanición.

Si trabajar en la Sinfónica, con sus dramáticos altibajos y sus apretadas limitaciones, fue un buen aprendizaje práctico, el Taller de Música lo fue académico. Varios aspectos distinguen a este proyecto singular de cualquier otro semejante. El binomio de Rosso y Villalpando era el núcleo en torno al cual gravitaba todo. Bien preparados, carismáticos y osados, los dos compartían una fe casi mística en la importancia de la misión que habían emprendido, y su compromiso con la idea —y la práctica— del Taller era total. Esto a su vez atrajo un núcleo de alumnos fuertemente identificados con el proyecto, que no tardaron en conformar una especie de vanguardia dentro del alumnado. No me atrevo a enumerarlos por temor a omitir a alguien importante. Al estudio le sobraba en pasión y amenidad lo que le faltaba en método, pero debo destacar las clases de Villalpando —armonía, contrapunto y composición— siempre bien preparadas, claramente explicadas y por lo tanto una fuente infalible de inspiración.

Villalpando enseñaba con una autoridad serena que infundía respeto, y sus observaciones dejaban entrever una sensibilidad amplia, irreverente y curiosa por lo nuevo. Exudaba una espontaneidad casi infantil y su entusiasmo por la música, la literatura y la vida era contagioso. Empapado en un modernismo de tendencias atonales, a veces politonales y aleatorias, me daba la impresión de desear que yo escribiera en un lenguaje más vanguardista que el que yo utilizaba, pero su respeto por la individualidad del alumno le impidió presionarme o ser destructivo con mi trabajo. En lo que mi maestro y yo convergíamos plenamente era en el interés por destilar sustancias nuevas del folclor boliviano. Esto Villalpando no lo predicaba, pero sus obras lo ponían de manifiesto con sobrada claridad.

Entre otros excelentes profesores del Taller estaban: Blanca Wiethüchter en literatura, Vartañán en dirección, Carlos Seoane en historia de la música, Luis Espinal en cine y músicos visitantes como el compositor Edgar Alandia y los pianistas Andrzej Dutkjewicz y Peter Roggenkamp. El Taller de Música fue una experiencia educativa que brindó a sus participantes lo mejor que se podía ofrecer dentro de los límites de la época y de los recursos con que se contaba. Me considero afortunado por haber participado de aquella aventura. Su epílogo, en lo que a mí respecta, fue la presentación y defensa, en 1980, de una memoria de estudios la escribí sobre la música cristiana en Bolivia que según el reglamento me habilitó para obtener la licenciatura.

 

Aleatorio

Del núcleo de alumnos, al que me referí anteriormente, surgió en 1977 el grupo Aleatorio. Unidos por el deseo de promover nuestra propia música, y hasta cierto punto de crear un movimiento generacional de renovación, cuatro alumnos del Taller resolvimos organizar proyectos fuera del ámbito de las instituciones existentes. Eramos José Luis Prudencio, Cergio Prudencio, Freddy Terrazas y yo. Al recordar, pienso en varias otras figuras que por su capacidad y por compartir esas metas podrían haber estado en el grupo —como Franz Terceros o Nicolás Suárez— pero a esta distancia en el tiempo no sabría precisar la causa de su ausencia.

A fuerza de entusiasmo, Aleatorio consiguió suficiente apoyo para montar un espectáculo en el Teatro Municipal titulado Concierto-Ballet. Los cuatro miembros del grupo estrenamos sendas obras, tres de ellas coreografiadas por la joven bailarina Yvonne Stahlie, quien empezaba a probar su fuerza en el campo de la coreografía. Fue un proyecto ambicioso que atrajo considerable atención y que, pese a las limitaciones circundantes, alcanzó sus objetivos con holgura.

La experiencia artística y administrativa del Concierto-Ballet fue instructiva y por demás divertida, gracias al espíritu de cooperación y amistad entre los miembros del grupo. Fortalecidos por el primer éxito, nos correspondía seguir actuando, según nos habíamos propuesto, como un foco de renovación.

Teníamos ideas, de las cuales varias prosperarían en los próximos meses. Sin embargo, en aquel momento yo resolví retirarme de Aleatorio. Había participado con entusiasmo, disfrutando mucho de la comunión creativa con mis tres amigos, pero al contemplar la estrategia a largo plazo decidí que para mi desarrollo debía continuar solo. Esto no fue bien recibido por ellos, pero huelga decir que mi partida no impidió que Aleatorio continuara activo, especialmente a través de su programa de música contemporánea en Radio Cristal titulado Ventana a la música.

Mi separación de Aleatorio podría haber dado lugar a una de aquellas enemistades tradicionales que abundaban, tristemente, en el ambiente musical boliviano, pero felizmente no fue así. Quiero creer que mi generación tiene otra manera de relacionarse. Aleatorio sí publicó una dura crítica del estreno de mi Misa de Corpus Christi, en la que a este correligionario de unos meses antes se lo describía como un compositor de poca imaginación y dudosa ética. Pero esto comparado con las diatribas que solían intercambiar nuestros mayores resultaba benévolo.

Poco después hubo un último amago de colaboración, cuando miembros de Aleatorio y yo coincidimos en presentar proyectos y hojas de vida para trabajar en Extensión Universitaria de la Universidad Mayor de San Andrés. Eran tiempos de apertura democrática: las nuevas autoridades universitarias querían renovar las estructuras con un enfoque progresista y popular. Mi propuesta fue la creación de la primera Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos (OEIN). Supe que la idea entusiasmó a las autoridades de Extensión, aunque su evaluación de mi candidatura fue más bien baja, y me vi nombrado, sí, pero en un tercer o cuarto lugar. En esa coyuntura lo honorable me pareció retirarme y dejar que otros realizaran el proyecto. Esta nueva deserción me valió algún merecido reproche de mis amigos, pero los eventos que siguieron demostraron que el proyecto había caído en las mejores manos.

No me corresponde a mí contar la historia de los comienzos de la OEIN, aunque las andanzas y tribulaciones que me referían mis amigos Prudencio, me hacen esperar que alguien la cuente. Diré que en poco tiempo me tocó asistir a su primer concierto. Fue en 1979 en el Paraninfo Universitario, y fue un suceso memorable. La alineación de los intrumentos por familias y registros, la seguridad de la ejecución, las novedosas sonoridades resultantes, la calidad de las obras que se estrenaban —una de José Luis con un largo título en aimara y otra de Cergio, La dudad— testificaban la magnitud de la tarea que los dos hermanos habían realizado. La intensidad creativa y el esfuerzo que habían conducido a ese momento pueden medirse por una de las escenas que le siguió: cuando subí al escenario a decirles a mis amigos mi embelesada opinión, Cergio estalló en sollozos, en mis brazos. Así rompía la represa de la emoción, el caudal de energía y creatividad acumulado durante casi un año de trabajo titánico. Cuando, unos días después, los hermanos, conscientes de la magnitud de lo que habían iniciado, me sugirieron que escribiera un artículo sobre el tema, les repliqué que no podía, porque el artículo ya estaba escrito y enviado a Presencia. Yo lo había titulado: "Orquesta Universitaria de Instrumentos Nativos: nace un gigante", pero en redacción moderaron mi retórica y pusieron: "Instrumentos nativos San Andrés". Sigo creyendo que el título original era más apropiado.

 

Balada malhadada

Uno de los muchos avances instigados por Carlos Rosso fue la creación de la Orquesta de Cámara Municipal, que en aquellos años había alcanzado un auge de calidad. Sus conciertos eran uno de los mejores aportes al quehacer musical de la época, gracias al éxito del maestro Rosso en reclutamiento de personal y en disciplina de ensayos. Los conciertos eran quincenales, se realizaban en el Salón de Recepciones del Teatro Municipal, y tenían un público leal, encabezado por el empresario Fernando Illanes, a quien se veía sin falta sentado en primera fila con su familia. Rosso se marchó del país en 1979, dejando una acefalía cubierta en principio por Johnny Gelernter y luego por una sucesión de directores invitados. Uno de ellos fui yo, en un concierto en el que estrenamos mi Balada de Carla para trompeta y orquesta de cuerdas con el excelente Daniel Limache como solista. Daniel fue brillante y la orquesta, por lo menos en mi obra, se desempeñó muy bien, pero el público aquella noche no fue leal: hubo poca gente y faltaron, por primera vez, Fernando Illanes y su familia. Era el 31 de octubre de 1979. En esos precisos momentos en el hotel Sheraton un congreso de la OEA en su sesión final aprobaba una declaración proclamando a Bolivia: "cuna de la democracia americana". Al día siguiente Bolivia despertó de su cuna con estrepito de tanques y ametralladoras; el coronel Alberto Natusch había derrocado al presidente constitucional interino Walter Guevara Arze. Con la tinta de su declaración todavía fresca en el papel, los delegados de la OEA tuvieron que cruzar barricadas para llegar al aeropuerto y volver a sus países.

Después de dos semanas tristemente inolvidables, retornó —una semblanza de calma y democracia— ninguna de las dos fue completa con García Meza a la cabeza de las Fuerzas Armadas— la Orquesta Municipal organizó un viaje a Cochabamba con el mismo programa del 31 de octubre. Una gira con otro grupo de Cámara —tres voluntarios japoneses, Johnny Gelenter y yo— me llevó a Cochabamba por una vía distinta del resto de la Orquesta Municipal. Llegamos los del grupo de Cámara, pero la Orquesta no: el ferrobús en el que viajaban había chocado contra un tren estacionario. Felizmente no hubo fatalidades. Por si fuera poco, todavía en Cochabamba, uno de los amigos japoneses fue embestido por una motocicleta y tuvimos que llevarlo inconsciente al hospital Viedma. No se ha vuelto a tocar mi Balada de Carla, ni creo que me arriesgue a volver a programarla.

El segundo gobierno democrático interino fue un periodo tenso, marcado por signos enigmáticos y amenazas que no auguraban nada bueno, como la infausta desaparición del padre Luis Espinal. En lo musical se percibía un extraño vacío. Era innegable que la apertura democrática había enriquecido la vida cultural, y que la nueva generación musical empezaba a producir resultados con creciente confianza en sí misma. Sin embargo, paradójicamente, se había producido un éxodo de figuras importantes. Alberto Villalpando, Carlos Rosso y Walter Montenegro estaban en misiones diplomáticas fuera del país; pronto partirían José Luis Prudencio, Rubén Silva y los amigos japoneses. Los grandes proyectos parecían haber quedado atrás y faltaba la electricidad de años anteriores. Yo dedicaba todo mi tiempo libre a componer una obra orquestal que sabía imposible para nuestra Sinfónica. Nunca habían parecido tan frustrantes las limitaciones del entorno. ¿Era la ausencia de los que se habían ido? ¿O era —como está de moda preguntarse ahora en Europa— porque, una vez librada de la represión, la sociedad había perdido su principal acicate creativo? Alguien debería estudiar este tema. En cuanto a mí, había llegado el momento de encarar lo inevitable y emprender un viaje de estudios. Partí pocos días después de votar en las elecciones de 1980.

 

Años de peregrino

Me abstengo de narrar aquí mis aventuras en Japón. Sólo diré que estudié violín y composición con dos profesores japoneses admirables y volví a La Paz en 1983. La tempestad de García Meza había pasado, pero encontré un país sumido en la turbulencia que presidía la UDP. Trabajé en la Orquesta de Cámara Municipal y enseñé en el Conservatorio, pero aun con dos empleos era difícil subsistir. En lo cultural reinaba un cierto caos creativo, pero el desafío de la vida diaria obstaculizaba la creatividad. Era difícil que fluyera la inspiración cuando no había pan en la tienda y cuando los gremios se turnaban para paralizar un servicio público, luego otro y luego todos juntos en un paro general.

En este ambiente caótico me sostuvieron algunas cosas positivas. Un grupo entusiasta en la clase de armonía en el Conservatorio. Un proyecto de recopilación y arreglos de música judía, que realicé alentado y guiado por mi amigo Johnny Gelernter, el cual culminó en un concierto de la Sinfónica y Coral Nova, dirigidos por Ramiro Soriano. Un concierto de canciones turcas a cargo de Füsün Birced, para el cual hice algunos arreglos en colaboración con el inolvidable Marcelo Urioste. Una colección de taquiraris que el inspiradísimo Rogers Becerra me había mandado del Beni con el encargo de orquestarlos. Fue, pues, un periodo de arreglos y orquestaciones. La única composición original que pude realizar, una passacaglia por encargo de mi profesor japonés de violín, la retiré, insatisfecho, inmediatamente después de su estreno en Tokio. Y en octubre de 1984 partí a Inglaterra. La primera obra que compuse allí fue el inicio de una nueva fase, pero también un exorcismo de experiencias recientes: se llama Conversación en el cruce y es una escena semi-teatral en la que se discute una sucesión de paros e interrupciones.

Resumiendo dieciocho años de actividad, diré que en el Reino Unido curse una maestría y un doctorado, trabaje como compositor en residencia en la Universidad de Belfast y luego fui docente en Dartington College y en la Universidad de Newcastle, donde trabajo ahora, en 2002. He compuesto sin pausa y, con un par de excepciones, todas las obras compuestas se han ejecutado.

Mis retornos a Bolivia fueron esporádicos y breves al principio, pero en los últimos años han aumentado en frecuencia y en duración. Fue Carlos Rosso quien, no por primera vez, me abrió la puerta de la oportunidad, al invitarme en 2001 a enseñar en la versión resucitada del Taller de Música de la Universidad Católica Boliviana. Este Taller me ha permitido reincorporarme a la vida útil del país, y, a través de ésta y otras experiencias, me estoy familiarizando con un ambiente renovado. Villalpando ha consolidado su posición como el compositor emblemático del país, habiendo realizado una travesía larga y prolífica de evolución técnica y estilística. Es, ahora más que nunca, el padre de la música contemporánea boliviana. Cergio Prudencio ha perseverado con la OEIN, con la cual —además de grandes logros creativos independientes— ha adquirido una sólida reputación nacional c internacional. Nicolás Suárez, aparte de madurar como compositor, se ha hecho cargo del Conservatorio desde el cual ejerce una influencia beneficiosa y renovadora, Han hecho valiosas contribuciones Franz Terceros y Willy Pozadas.

Con grata sorpresa, he comprobado el advenimiento de compositores nuevos, que se han preparado con seriedad y que son ahora interlocutores válidos en el diálogo de la creación actual: Oldrich Halas, Javier Parrado, Gastón Arce, Juan Siles y otros. Mayor que ellos, Roberto Williams ha puesto a Sucre en el mapa con sus obras y proyectos innovadores. Entre los intérpretes, la pianista Mariana Alandia y el guitarrista Pastor Villca pertenecen a esa rara especie de ejecutantes de primera clase que promueven lo nuevo. El flautista Alvaro Montenegro cruza géneros y repertorios con volatilidad atlética, y veo con placer la llegada de inmigrantes capacitados, sobre todo de Rusia, cuya presencia e influencia ya se siente en La Paz y en Cochabamba. Con un ejército así se puede librar grandes batallas por la música contemporánea boliviana.

Entretanto, el Instituto Laredo ha tenido tiempo para crecer y consolidar sus funciones. Habiendo sobrevivido el terremoto que significó la muerte de Franklin Anaya, ahora es un foco indiscutible de formación y promoción artística, ya no sólo en música sino también en danza y teatro. Gracias al Instituto, Cochabamba vibra con música de todo tipo y la Orquesta Sinfónica Municipal, de una calidad nunca antes oída en Bolivia, consiste en su absoluta mayoría en alumnos, ex-alumnos o profesores del Laredo. El Trío Apolo, iniciativa del admirable pianista y astrofísico Emilio Aliss, ha hecho conciertos y grabaciones de alta calidad, en los que la música de compositores bolivianos tiene un sitio de prioridad. La obra que estoy componiendo actualmente es un encargo de ellos.

Concluiré con una reflexión sobre la posición de compositores como Edgar Alandia, Jorge Ibáñez y yo mismo. Establecidos fuera del país, nos hallamos en la situación ambigua de ser visitantes en Bolivia y extranjeros en el país anfitrión. Esto podría verse, con malicia o compasión, como un estado de alienación, pero también, visto más positivamente, como un rol de emisarios de Bolivia en el resto del mundo y del resto del mundo en Bolivia. Aun cuando no trabajamos con temática boliviana—y no siempre lo hacemos, ni los expatriados ni los que viven en el país— el mundo nos identifica con nuestro origen. Los factores de identidad, como rostro, nombre, carácter, cultura, los teníamos formados antes de salir del país. Somos demasiado pocos para hablar de una diáspora, pero sí se puede decir que la música, como el resto de la cultura boliviana, es un árbol cuyas ramas se extienden por el mundo.

Por mi parte, sé que por encima de los experimentos y las transformaciones técnicas y estilísticas, mis obras son una destilación de los ingredientes que me han formado: el sonido del brillante empedrado de las calles de Sopocachi bajo la lluvia, la voz vibrante de Benjo Cruz, el acompañamiento ágil y flotante de un taquirari, los perros de la noche cochabambina, y muchos otros que ahorro al lector, que o no sé, o no recuerdo.

 

 

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