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Revista Ciencia y Cultura

Print version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  no.9 La Paz July 2001

 

Textos de Ricardo Jaimes Freyre no difundidos en Bolivia

 

El mundo de Cervantes y el de Don Quijote1

 

 


La Nación de Buenos Aires, al día siguiente de la muerte de Jaimes Freyre, insiste en un retrato en el que se destacan rasgos que probablemente le hubiesen gustado oír:

Era un gran poeta y un gran hidalgo. Bastaba divisar su silueta en la calle Florida para darse cuenta de que ese hombre no pertenecía a tiempo alguno ni su vida se sujetaba a normas ordinarias de relación. Su vasto y oscuro sombrero ahondaba la palidez de su rostro enjuto y sus ojos, en que brillaba una mirada vaga y triste, revelaban esa llama interior que anuncia la fecunda turbación del espíritu. Y su mano, que parecía leve en su fina largura, sostenía la capa española con grave donaire de caballero, surgido bruscamente de un lienzo antiguo y mezclado al tumulto de la ciudad como en la resurrección de un sueño. Los transeúntes se volvían para mirarlo; las mujeres lo contemplaban con la instintiva adivinación de lo que era y le ofrecían, al pasar, el tributo de una sonrisa, como si hubiesen comprendido que esa ofrenda fugaz compensaba las silenciosas cavilaciones del viandante.

Tan sólo es aparentemente cierto el que Jaimes Freyre hubiera sido un hombre fuera de su tiempo. Si su ropaje y la turbación de su espíritu entrevistos por el redactor de La Nación eran la señal de una resistencia al presente que expresaba su deseo de vivir en otra época —más heroica con seguridad—, toda su obra confirma más bien lo contrario. Era un hombre profundamente tocado por el tiempo que le destinaron a vivir. Aquél fue un mundo en crisis. Pero no basta con decir simplemente que el fin del siglo XIX y principios del XX fueron críticos. Lo cierto es que en aquellos fines de siglo se sucedió lo que se llamó la desmiraculización del mundo, resultado de una racionalización de la vida. La desmiraculización se llamó a un proceso por el cual partes de la sociedad y trozos de la cultura se liberan del dominio de las instituciones y símbolos religiosos. (.....)

Es indudable que es por la conciencia que tenía Jaimes Freyre de esta fractura —entre Dios y Ser, entre razón y revelación, en términos de Octavio Paz—que se convierte en crítico del cristianismo, del lenguaje y de las tradicionales certidumbres de lo real. Esta conciencia lo obliga a desnombrar lo nombrado, a cambiar las representaciones, a denunciar la historia unívoca, a fundar otro lenguaje, a batallar con el paso del tiempo que todo lo destruye y a buscar, románticamente, lo que no perece y se alza sobre los escombros del pasado. Pero, sobre todo, a responder al desafío siguiente: ¿cómo sostener el presente sobre un pasado que se disuelve en sus ruinas?

B. W. Vol. II "El hospitalario"
en Hacia una Geografía del Imaginario en Bolivia

 

 

He aquí que yo me vuelvo á Miguel de Cervantes y le digo:

—Soldado de los tercios de Flandes, guerrero de Lepanto, cautivo de Argel ¿por qué arremetiste contra la ilustre hermandad de los caballeros andantes, que desfilaban por el vasto y maravilloso mundo del espíritu, armados de punta en blanco, ginetes en bravíos corceles; luchando, con el nombre de Dios y de su dama en los labios, por el amor, por la fé, por la gloria? Eran esos caballeros despreciadores de los deleites; eran nobles, generosos y abnegados; tenían el brazo de hierro, blando el corazón, alto el espíritu, limpia la conciencia; los ojos prestos á las lágrimas y la lengua á las plegarias; sóbrios, castos, infatigables, misericordiosos. Ellos ignoraban que podían buscar en el mundo otra cosa que el triunfo de la justicia, de la verdad y de la belleza. Ellos ignoraban que es el alma un globo cautivo sujeto á la tierra con cadenas de diamante; la ciencia no les había dicho ni siquiera su primera palabra; las leyes que rijen al planeta no existían para ellos; las leyes que rijen á los hombres no desplegaban á sus ojos el tesoro de su iniquidad; é iban por su mundo fantástico, poblado de seres misteriosos y terribles, alumbrado por indecisos crepúsculos que cambian las formas de las cosas y con su forma su naturaleza y las vuelven ya halago ya terror de los ojos, y después las cristalizan en su aspecto y en su esencia, y las dejan, por fin, para siempre, como la visión las hizo. E iban por el mundo: por la tierra, por el aire, por el agua, por el fuego, acariciados por la lengua de los leones, como Daniel; acariciados por las llamas de las hogueras, como los mancebos de Babilonia; arrastrados en carros de fuego, como Elías; salvos en el fondo de los mares, como Jonás. E iban por el mundo, y cuando la tierra desaparecía bajo sus plantas, marchaban sobre el vacío, como Jesús sobre el lago de Genezareth. Y su mundo interior era más grande, más espléndido, más luminoso que el mundo que les rodeaba; y era su espíritu el que embrazaba la adarga, el que enristraba la lanza y el que acometía á la falanje malhechora que esparce la injusticia y el dolor sobre la tierra.

Soldado de los tercios de Flandes, cautivo de Argel, no es bueno despertar á los hombres cuando sueñan sueños de gloria; no es bueno decirles que serán burlados, martirizados, pisoteados por rebaños de ovejas y por piaras de cerdos cuando nieguen que el mal sea en la tierra tan necesario como el bien; cuando se arrojen á estirparlo, confiados solamente en la fé de su espíritu y en la fuerza de su brazo. No es bueno decir á la estatua de cabeza de oro que tiene los piés de arcilla.

Pero olvidaste el aforismo de la cábala: "No le digas""Cuando se juega al fantasma se llega á serlo". Lo olvidaste para bien de los hombres. Y al jugar con los caballeros andantes creaste á Don Quijote, el tipo, el modelo, el cánon eterno, al cual todos los Esplandianes, Amadises y Florismartes son como la luna al sol. Porque ellos triunfaban y él era vencido; porque ellos amaban á mujeres y él amaba á un ideal; porque ellos estaban rodeados de príncipes y de paladines y él de campesinos y de titiriteros; porque ellos eran ensalzados y temidos y él reído y apaleado; porque ellos conquistaban reinos y él desbarataba retablos.

Y asi burlado y humillado, valía mas que los Esplandianes, Amadises y Floris martes, como vale más quien por el bien sufre que quien goza por el bien. Y harto claro se vé que divina era la locura del caballero, cuando se piensa que si hubiera convertido á ella á todos los hombres, el imperio de la justicia se habría fundado sobre la tierra.

Soldado de Lepanto, cautivo de Argel, no hagas, no, que el exceso de cordura de los que rodean á Don Quijote acabe por contagiarlo, como una mala peste traída de tierra de judíos en la sentina de un barco; no hagas, no, que el desdichadísimo caballero caiga en la mayor de todas las desdichas, que es reconcer como locura su anhelo de verdad, de bien y de belleza; que no despierte á la vida de la realidad, hecha de egoísmos, de sensualidades, de transacciones con el mal; de hipocresías que se llaman tributo á la virtud; de crueldades que se llaman tributo á la necesidad; no quieras que el que fué siempre confesor y está dispuesto á ser mártir, reniegue de su fé porque abrazado á ella le escarnecen y abandonándola le reverencian; porque cuando la proclama le llaman Don Quijote, y cuando apostata le llaman Alonso Quijano el Bueno.

Si el valeroso hidalgo, en vez de volver su espíritu hacia el mundo prodigioso poblado de hechicerías y de encantamientos, pero poblado tambien de abnegaciones, de grandeza, de esperanza, de amor, de fé, lo hubiera vuelto hacia el mundo que lo rodeaba ¿no habría pensado que era necesario resucitar la caballería andante para librar á los hombres del peso intolerable de la tiranía, de la ambición, de la codicia y del fanatismo?

Habría fijado sus ojos en su España. Habría visto como los nietos de los reyes Católicos llevaban por todos los términos del planeta sus huestes aventureras y guerreadoras. Las habría visto combatir por mar y por tierra, con hombres de todos los climas; acosar á los berberiscos en Africa; á los turcos en los mares de Grecia; á los italianos, á los franceses, á los flamencos, á los portugueses, á los anglos y á la muchedumbre gimiente de los indios en las selvas americanas. Habría visto cómo se desangraba su raza, que envió en doscientos años al otro lado de los mares á treinta millones de sus hijos; cómo estaban abandonados los campos, arruinadas las ciudades, expoliados los pueblos; como la miseria paseaba sus harapos por todas partes, mientras los galeones, cargados de oro, abastecían apenas á las necesidades de guerras interminables; habría visto los ojos del inquisidor, fríos y duros, que escudriñaban hasta el fondo de todas las conciencias; se habría extremecido al recuerdo de los suplicios de Flandes; de las ejecuciones misteriosas en el fondo de las mazmorras; de los tormentos del Santo Oficio; del éxodo doloroso de los moriscos que arrastraban su desventura por todos los caminos del reino, rumbo á regiones desconocidas, devorando con sus miradas, turbias por las lágrimas, la dulce patria que no volverían á ver jamás. Habría pensado en esa legión innumerable de españoles que jugaban cien veces su vida en paises remotos; en los que sufrían el cautiverio en poder de los infieles; en los otros, cuyos huesos blanqueaban todos los campos de Europa, de América y de Africa y en los que habían hallado su sepulcro en el fondo de todos los mares del orbe.....

Habría visto ese conjunto heterogéneo y abigarrado que formaba la población de las ciudades y de las aldeas; el gran señor, ignorante, despótico y fanático, rey como el rey; el hidalgo, pobre y orgulloso, pretendiente eterno, quimerista, maldiciente y galanteador; el soldado, rico de heridas y de campañas, buscando una pensión ó una bandera; el fraile, gobernador de palacios de príncipes, señor de conciencias, juez de ingenios, árbitro de hogares; el pedante, gran latinista, discutidor insigne, molino de silogismos; el estudiante, todo trazas, conquistador de cenas, de birretes y de ropillas; el comediante, ambulando por corrales y patios, regocijo del pueblo, alma de fiestas y bureos, vapuleado, ensalzado, encarcelado, aplaudido ó luciendo el sambenito en lamentables procesiones; el pícaro, lazarillo, lacayo, salteador de caminos, mozo de mulas, cuadrillero de la Santa Hermandad, aguacil, confidente de nobles, galeoto ó favorito; la dama discreta y devota, dada á intrigas y amoríos; la dueña, celestina grave y rezadora, codiciosa y complaciente; la doncella, casquivana y alegre, maestra en traer y llevar billetes y amorosos recados; y entre esa multitud frívola, supersticiosa, holgazana, pendenciera y enamoradiza, un pueblo que trabajaba para pagar los despilfarros de la corte, para sustentar á los miserables zánganos de la colmena; para llenar incesantemente las arcas que se vaciaban como por encanto, y que iba poco á poco aclarando sus filas con las deserciones de los que se incorporaban al ejército de desocupados y de aventureros.

Entonces habría pensado Alonso Quijano el Bueno que su lugarejo de la Mancha no era el asilo justo para su alto espíritu, entre un bachiller parlanchín y amigo de burlas, un eclesiástico razonador y corto de entendimiento, un barbero entrometido, una ama roma, una sobrina medrosa y lloriqueadora, un rocín flaco y un galgo corredor; que no lo era esa corte de los Austrias, asentada sobre las dos rocas enormes del fanatismo y del despotismo, y á cuyos piés se deslizaba turbiamente el rio de todas las miserias, mientras en los cuatro extremos de la tierra se oía el ruido de la piqueta que iba minando sus cimientos. Habría pensado que su alto espíritu debía salir del marco que lo rodeaba; que su camino debía alejarse tanto del camino vulgar cuanto ello fuera posible; que había necesidad de devolver al mundo la realidad de ese sueño medioeval del caballero sufrido, valeroso, desinteresado, protector de los humildes, de los débiles, de los desvalidos; sueño medioeval que tuvo, por lo menos, un principio de realización al crearse la orden de caballería, honra de esa edad.

Toda la Europa civilizada aceptó el código heroico que solo podía brotar, como una flor, en la terrible selva de los siglos medios; y si esos hombres de hierro, que sé precipitan como torrentes incontenibles sobre aldeas y ciudades; que vivian como águilas en lo alto de las rocas y caían como gavilanes sobre los campos y sobre los pueblos; á quienes el peligro perpétuo endurecía el ánimo y la fatiga perpétua endurecía el cuerpo; para quienes el combate era el placer, el deber, el medio de vida, la gloria y el juicio de Dios; si esos hombres de hierro no realizaron el ideal de la caballería cristiana, tuvieron, siquiera, el alto, el generoso propósito de alcanzarlo, y aceptaron que al dárseles el espaldarazo y al ceñírseles la espuela se les dijera: "A vos que quereis la orden del caballero, os corresponde entrar en nueva vida, velar en oración devota, huir del pecado, del orgullo y de la vileza; defender á la Iglesia, á la viuda y al huérfano; ser valeroso, custodio del pueblo, sincero y leal." Y ellos juraban ajustarse á estos preceptos y combatían por su fé, por su honor y por su enseña.

Los caballeros, como tales, eran iguales á los reyes. Las campanas y las trompas de guerra resonaban alternativamente en sus oídos. Las unas llenaban su espíritu de unción y de fervor; las otras de rudo entusiasmo, de embriaguez de peligro y de gloria; vivían una doble vida: la de la visión y la de la realidad; recordaban al nigromante, al astrólogo, al hechicero; se sentían rodeados de un mundo invisible; para él la cruz, las plegarias, los exorcismos; para el otro, el temerario esfuerzo, la destreza y la serenidad.

No; no había distancia alguna entre el caballero de la Edad Media y el infortunado caballero Don Quijote; si hubiera nacido algunos siglos antes solo habría sido un exaltado para quien era visible lo que para los otros permanecía en la sombra; pero los años habían corrido; el espíritu humano había sufrido los dos choques rudísimos del cisma de Lutero y del renacimimiento clásico; el feudalismo agonizaba; los pueblos europeos hacían guerras políticas y se hundían en el oro de América; España acababa de empujar al otro lado de las Columnas de Hércules á los descendientes de la gran horda conquistadora y en ese mundo que empezaba á olvidar las pasadas brumas bajo el sol hiriente del mediodía, apareció de pronto la figura lamentable de Don Quijote, en cuyos ojos seguían cristalizadas las indecisas penumbras de un crepúsculo desaparecido para siempre.

Miguel de Cervantes, soldado de los tercios de Flandes, guerrero de Lepanto, cautivo de Argel, á tí, que fuiste el mas perfecto tipo de tu época; pobre hidalgo, lleno de ingenio, de valor, de ambición, harto de miserias y de tristezas; inquieto, aventurero, noble, leal, generoso; hijo de esa España que fué cuna de todos los heroismos; en la cual esplendía el siglo de oro, mas grande y mas radioso que el de nación alguna desde los tiempos de Augusto; pobre hidalgo de aquel gran pueblo que desde una roca de Cantabria empezó su lucha doce veces secular, abriéndose paso á botes de su lanza; empujando delante de sí los ejércitos de los árabes, reconquistando su territorio; atravesando los mares para imperar, desde un extremo al otro, en el continente inmenso y virgen; franqueando los Pirineos para dominar á la Europa; surcando el Mediterráneo para sojuzgar al Africa; llevando sus bajeles por los oceanos de Oriente; levantando su bandera en las manos del primero de los Austrias sobre todas las cabezas, sobre todos los tronos de la tierra, y replegándose después lentamente sobre sí misma, repasando las montañas, repasando los mares, enriqueciendo con sus despojos á todos los pueblos; encerrándose, por fin, dentro de sus fronteras, como un viejo soldado que después de haber paseado su heroísmo sobre todos los campos de batalla, reposa en su pobre hogar, solo, abandonado y glorioso.....Miguel de Cervantes, á tí estaba reservado el crear el tipo, el dechado perpétuo de los hombres que no son de su siglo y á quienes es preciso llamar ó locos ó santos.

 

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