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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.9 La Paz jul. 2001

 

Fragmentos de El Loco de Arturo Borda

 

El Yatiri1

1 Del Tomo III, "De la raza", pp. 1048-1062, respetamos la ortografía y el estilo editorial de la época.

 

La obra de Borda pone en juego una interacción, entre autor narrador y protagonista, que traspasa los límites entre ficción y realidad, convirtiendo según, según..., la obra de ficción en realidad, o la realidad en ficción, rompiendo la dualidad que cada uno de ellos implica. No de la misma manera en que este desplazamiento sucede en Niebla, la nívola de Unamuno, ni tampoco como con los personajes de Pirandello que salen en busca de un autor: El Loco simplemente extiende sus dominios, se apropia del narrador y luego del autor y sale a la calle a mirar el mundo, probablemente La Alameda, aquella de los sauces llorones que nunca volveremos a ver más que en fotografías, y que ahora se llama El Prado.

B. W. Vol. I Hacia una Historia Crítica de la Literatura en Bolivia


Algún tiempo después.

En la mañana, al ir por una calle principal, veo en un zaguán un hombre muy bien trajeado que daba de puntapiés a un pobre indio harapiento, a quien le acusaba de haber robado un pellejo de oveja. -Indio ladrón -decía- de tu cuero he de sacar el pellejo de oveja. Y llamando a un guardián, quien a su vez pedía auxilio a tres o cuatro de los suyos, lo arrastraron a la policía, desgarrándole miserablemente sus andrajos, no obstante que se hincaba el infeliz, pidiendo perdón de un delito que no había cometido, ya que aseveraba haber entregado oportunamente el pellejo de oveja al mayordomo de la finca.

Pero ante el patrón energúmeno no había razón valedera.

Preocupado con tal espectáculo de avaricia y perversidad, considerando la ilimitada autoridad que se abroga sobre el indio, el cholo o el blanco, sólo porque es cholo o blanco, como el extranjero sobre los americanos, acaso no más que por diferencia de color y ropa, mientras que el aborígen abaja su consciencia más que de los canes mismos, en fuerza del ambiente que durante siglos le presiona con un tratamiento siempre igual.

Es por eso que...

En fin, no sé lo que iba a decir, acaso quise hablar del derecho de rebelión que tiene, como ninguna otra raza, y que dentro de sus derechos tiene todavía perfecta justicia para pasar a degüello a todos nosotros. Y no es esto para que se escandalicen; pues basta considerar que masacrando ellos a toda una generación, no se hicieran pago de lo mucho que abusaron de ellos, ya que los blancos esclavizaron centenares de generaciones indígenas. Ved el ejemplo los mitayos. Ellos mismos o sus personeros mestizos están obligados a ser los agitadores.

Así pensando me había dormido con la cabeza febricitante.

En una callejuela de suburbio va enlutada y llorando una indiecita, maciza como una columna de bronce y ágil tanto como una vicuña. Los pezones de sus túrgidos pechos elevan una especie de toldos en su camisa; lleva alta la falda y desnudas sus rollizas piernas que al andar se agitan arremolinando las polleras, brindando en latigazos eléctricos su carne impoluta y amorosa, ante un alegre parpadeo de las estrellas. La impúber va como una esponja de amor empapada en la eternidad. Mira y sus miradas son casi contactos sádicos, al calor de su sangre generosa, en la cual se siente que se ofrece y cede. El callejón está desierto; y de la puerta en que se ve acechar una tez marmórea, con bigotes ayacatanados, de cabellera rizada y negra, salta un individuo que, tapando la boca de la indiecita, la arrastra al zaguán. El jadeo y los sofocados ayes sugieren la entraña que absorbe de la sonda un riego a raudales.

*

A poco rato -que simula siglos- sale la india, madre ya, llevando a cuestas el vástago que se transforma en lobo, ese en perro, el cual poco después se convierte en tigre. Y el felino va sembrando el espanto y la desolación; pero luego se metamorfosea en cóndor. Y así se eleva rompiendo el azul, hasta que en la noche desaparece en una estrella, cuya luz adquiere el carácter de una nube que llueve. La lluvia fecundiza la tierra, la que a su vez eclosiona una vegetación tropical. La existencia sonríe entre luz, amor y cantos, bajo las frondas, al son de las cascadas. El amor hizo, pues, su nido en la selva, en la que lentamente pasa la india madre, observándome con sus ojos negros y profundos. Me atrae. Voy a ella, dando traspiés y...

*

Despierto. Y sin poder hilvanar ni comprender nada, pensando en aquella extraña sombra de luto, me había dormido otra vez.

*

Durante quince días me supe trepando a pie los Andes. Y como cuando en ferrocarril se viaja durmiendo y al abrir de pronto los ojos nos sorprende el paisaje, de igual manera veo de Norte a Sur, la gigantesca cordillera amurallada que se desprende del nudo de Apolobamba, rompiéndose en cuyas crestas de nieve eterna relumbra el sol. Al pie se extiende la hondonada erizada de paja brava; hay lodazales en que pastan ovejas y llamas, si no cerdos y borricos; en las pendientes se ve las sementeras resecas, y por acá y allá, muy esparcidos, los rancheríos indígenas, agazapados igual a perdices. Alguno que otro indio camina perezosamente. Al Oeste cierran el paisaje los hirsutos montes de un gris tristón. Sopla un viento helado que cuaja el aliento; en el azul pasan las nubes en cendales o a modo de montañas, fingiendo seres y cosas protéicas. En la cercana ladera se desprende rebullendo, saltarín y bullicioso, un torrente. En un pedrón canta una calandria. Es como un paisaje de la inmensidad que se hubiese estratificado, envolviéndose en el lila de la tarde que cae inundando poco a poco el firmamento en un índigo turbio.

Al anochecer, en las cumbres de un monte, al Oeste, han encendido una fogata. La estrella vespertina refulge intensamente, y abajo se ve la luz de los hogares. Los indígenas, bien emponchados como tallados en madera, sin pliegues casi en la ropa de lana, se han congregado a cielo raso, en torno a la lumbre que ilumina de lacre las rudas fısonomías sobre el turquí de la noche. Las mujeres, sentadas también, forman círculo aparte. En la inmensidad las estrellas brillan nítidas. El frío parece que tajara las caras y las manos a la vez que hiela los paladares, cual si se tragase nieve.

De pronto en el grupo masculino se produce un moscardoneo; y es que de la cordillera llega paso a paso el indio ermitaño, viejo, alto y andrajoso. Los congregados van a saludarlo uno a uno. Hincando una rodilla se quitan el sombrero y el gorro, en actitud implorante. Entonces aun más respetuosamente se aproximan las indias, expresando esta salutación: -Bienvenido seas tata yatiri, y tráenos la verdad y la justicia de Pachackamac y Pachakjmama.

Luego de responder el brujo, tomó sin dilación un chal con sombríos cuajarones de sangre, traído de exprofeso, el que doblándolo en cuatro lo extendió en el suelo, acomodando sobre él una camiseta sucia de Luis Antón de Castilla. De su haraposa bolsa extrajo un muñeco de cera, grotescamente modelado, el mismo que lo envolvió en un rosetón de lanas multicolores. Hecho lo cual lo puso sobre la camiseta, en el centro del chal. En seguida ordenó que al apagar la fogata encendieran en ella dos hachones de madera resinosa que por el olor supe era copal y que los clavaran a cada lado suyo. Así fue. Acto continuo, en el círculo negro que dejó la hoguera, allí mismo donde un día hubo caído un rayo, hizo levantar una especie de pedestal con piedras negras, brillantes y pesadas, las que imagino ser wolfram. Entonces ordenó trajesen a los soberanos. Al oír tal mandato se arrodillaron todos.

Y saliendo como tinieblas de la profunda noche, aparecieron unos indios conduciendo hasta el ara negra una cesta de totora conteniendo un matrimonio de momias incas, todo terrosas, en cuclillas y con los brazos desarticulados y cruzados. El vientre de la mujer está desgarrado, donde en vez de las entrañas se ve telarañas y la tiniebla siete veces honda. La piel apergaminada parece deshilarse en los brazos y las piernas, en los hombros y los pechos de ambos. Son un andrajo de la muerte. Las cabelleras seculares han crecido grasosas; los ojos dejan ver ampliamente las órbitas negras y profundas, detrás de los párpados encarrujados. El hombre inclina trágicamente la cabeza sobre la mujer, cual si le silbara un secreto al oído; ella está con la boca fruncida y chueca a causa de hallarse carcomidos los labios en el lado izquierdo, mostrando la dentadura, como un perro que gruñe. Le falta la nariz y los párpados de la derecha. Dijérase que contempla con hambre el brujerío. Tal, siniestramente iluminadas las momias, se destacan a buril sobre el vago fondo movible de la indiada ocre-violácea que se esfumina en la noche.

Detrás de las momias se han hincado en semicírculo las indias, y concéntricamente, los indios, destocados, en pie y con los brazos cruzados. Sopla un vientecillo nórdico de los Andes, calador y mudo. Noche de conjunción y ha comenzado la helada. De frente a la indiada y a las momias, el andrajoso yatiri está de pie, apocalípticamente colosal, con los brazos extendidos, absorto en la Vía Láctea. El silencio es augusto. Mas, de pronto, rompiendo el mutismo con su estridente grito, ha pasado una gaviota en el cenit, en tanto que a lo lejos se oye aullar como en los sueños.

EL YATIRI
(con voz ronca, breve y clara)

Diga cada cual la acusación que hace. Hablen primeramente las mujeres. Y adviertan que lo que digan dicho estará ante el Tribunal de la Muerte.

LAS MUJERES
(inmóviles y a coro)

Es el caso, eterno y sin esperanza de fin, que asaltando nuestra pureza en la niñez, a todas y siempre nos violan los patrones, los sacerdotes y los soldados; luego no sólo que no nos pagan, sino que por nuestros ulteriores trabajos nos dan lo menos que pueden, y eso (!) para resarcirse en las próximas cosechas lo que dicen adeudársele todavía, o, en su defecto, nos arrebatan nuestros hijos, para explotar sus servicios, aplicándoles sendas palizas por toda recompensa, arguyendo deudas imaginarias, sin embargo de que se predica que todo está prohibido por la ley. Los blancos y los mestizos, tata yatiri, caen sobre nosotras, como buitres en carne muerta, porque si nuestros padres, nuestros hermanos o nuestros hombres, reclaman, el patrón, amparado por el gobierno y el ejército, acomete indecibles represalias: en nuestras propias casas nos persiguen y cazan a bala, como si fuésemos onzas o pumas.

EL YATIRI
(gravemente)

Ahora hablan los hombres.

LOS INDIOS
(a coro y sin moverse)

Tata yatiri, Lupirpiri, oye justicieramente la queja de la raza y lleva nuestra pena al Inca Hillir Huanac, cuando pase por La Paz, por nuestra Chuguiyapu marka.

La tradición que viene de padres a hijos, nos cuenta que desde que han llegado los blancos, ellos y los mestizos, ora con engaños o por la fuerza, se apoderan de nuestras tierras. Y así obran desde los presidentes de la república para abajo, todas las autoridades. Estas regiones, ¡oh yatiri!, un día eran nuestras; nadie nos pagó nada y ya no nos pertenecen; sin embargo, para nosotros son el látigo y el palo. Subprefectos, sacerdotes, jueces y militares, en fin, los blancos y los mestizos, todos se apoderan de nuestras mujeres y de nuestros hijos, acarreándolos a trabajos forzados. De tal cruce nacen los llamados cholos, a los que aun tenemos que adoptarlos, porque los blancos acaso se avergüenzan de sus hijos, el germen de sus tuétanos, esa recóndita blandicie de sus huesos.

Yo, el Mallcu, tatayatiri, Lupirpiri, he leído el libro de ellos. Es cierto que hablan en nuestro favor he visto que lo hacen con celo y fe de sacerdotes o redentores, abogando por el mejoramiento de nuestra condición; pero yo que fui averiguando punto por punto, he descubierto que esos mismos que así hablan, y eso, sin excepciones, son justamente los que nos tratan peor, bajo todo punto de vista, arrebatándonos todo, al impulso de su avaricia, en pago de supuestas deudas de nuestros antepasados. Fuera de ello, cuando llevamos a la ciudad nuestras cosechas, nos hacen dormir al aire libre, en los corralones, juntamente con las bestias, aunque esté helando o lloviendo a torrentes, o, a lo más, nos permiten pernoctar en los zaguanes, no obstante que aun para sus caballos tienen espaciosas pesebreras, y casetas abrigadas para sus perros, y elegantes galpones para sus carruajes; y cuando nos dan comida, si nos dan (¡), que tal es su tacañería, se reduce a los desperdicios, de eso mismo que reservan para los perros.

Así nos tratan sin excepción esos escritores que publican libros y artículos en los periódicos en nuestro favor. Nos tratan, como ves, en más baja condición que a sus caballos y perros, sólo por diferencia de color y ropa, ellos, los que abogan en público por nosotros. Mas, yo, el Mallcu, tata yatiri, he descubierto que obran así únicamente para ser autoridades y vivir a expensas de la nación, alimentándose con nuestras contribuciones,, y consiguientemente, al amparo de tal prestigio poder, sobre todo, explotarnos con mayor libertad, impunemente resguardados ya por la fuerza armada. Además, sabemos que no hay tradición de que en un pleito entre el colono y el patrón jamás venza el colono, por justa que sea su causa. Entre tanto, tata yatiri, nuestra indignación y angustia mueren en el silencio del corazón; pero si alguna vez nos alzamos en fuerza de un exceso de justicia, entonces nos cazan como a tigres, obligándonos a dejar por siempre nuestras tierras. Y esto a los cien años de la independencia.

Aquí, entre vos, tata yatiri, y nosotros, están las momias de nuestros Incas. Juro, pues, señor, que he dicho la verdad.

Ahora, concretamente, los de esta finca, los aquí presentes, pedimos justicia contra el patrón Luis Antón de Castilla, por haber matado a látigo al hilacata, a su mujer y al hijo, habiendo violado a la imilla Kjanahuara, después de vender el ganado e incendiar la casa, y todo por haber desaparecido un pellejo de oveja en poder del mayordomo.

TODOS
(a una voz, y sordamente, como hablando dentro de su pecho)

Justicia, señor...

EL MALLCU
(emocionado y con voz más sorda)

La justicia debemos hacerla nosotros mismos, tata yatiri, porque no hay nada que esperar de los blancos ni menos de sus leyes, que para lo único que las aplican es para encarcelarnos y fusilarnos. Sus eternas ofertas, sus leyes y lo que llaman justicia, son las trampas con que nos hunden más cada día, mediante la avaricia de unos sacerdotes que no son de nuestro único dios el Sol, a nosotros que somos más honrados que todos ellos juntos. Por eso me toca preguntar: ¿qué derecho tienen, pues, entonces ellos para ser y estar mejor que nosotros? Mas, es de observar que si alguno de nuestra sangre sobresale, por lo que vale en sí, con su consiguiente soberbia, al instante los blancos, como ante la peste, le hacen el vacío social.

EL YATIRI
(después de un largo silencio de reconcentración inmóvil, como una estatua de granito)

Istápjam, tatitunaca, mamitanaca.

He atendido con dolor la queja de la raza, queja que la llevaré al Inca Jhillir Huanac, para que ponga en conocimiento del Emperador Inca Masoc Intinina.

En cuanto a Luis Antón de Castilla, ahora y aquí mismo recibirá su castigo. Y ya que por obtener oro no se detiene en ninguna forma de crimen, la justicia inmanente caerá implacable sobre él, si pedimos con el corazón el amparo de Pachackamac y Pachakjmama.

Bien. Ahora debemos dar las tres vueltas de la ronda mágica.

Y kjalatos, doceles y doncellas, con lentitud de tortuga llevaron en procesión la efigie de Luis Antón, en derredor de las momias. Detrás iba espectralmente la indiada. El brujo cerraba la comitiva.

TODOS
(cantando con son monótono)

Misericordia, Señor. Señor...

*

Dijérase tal escena un aquelerre de Sabat en las abracadabras de una pesadilla. Pero volvieron a ocupar sus puestos, después de haberse vestido los muchachos desnudos.

En eso, saliendo de la sombra, como un fantasma, vino encorvada la abuela, una vieja centenaria, trayendo un cántaro y una taza de barro ornado con lagartos disformes, en la que sirvió un turno de aquel brebaje espeso, turbio y de olor penetrante. Primero bebieron las mujeres y después los hombres. En seguida entregó la abuela dos cálices de oro macizo que, sirviendo en ellos aquella célebre chicha, puso en manos del yatiri, quien hincando una rodilla las obló a las momias y al muñeco de cera. La noche estaba helada, limpia y muda.

EL YATIRI
(sacando coca de su bolsa)

Ahora debemos preguntar si la venganza por medio del maleficio ha de tener efecto o no.

Dicho lo cual volvió a arrodillarse. Y elevando cuán alto pudo la diestra, iba echando sobre el chal las hojas de coca, mientras que con la izquierda hizo signos misteriosos. Parecía la representación de no sé qué inmensidades operando la cábala ante la augusta eternidad de la muerte. Y de su mano caían las hojas una a una o pareadas, en giros extraños o directamente, en tanto que saltaba Venus en los negros picachos de la cordillera. En seguida observó la posición de las hojas, balbuciendo: -Está bien. -Por lo que salió del pecho de la indiada un gran suspiro.

Mientras tanto regresó la abuela trayendo medio cesto de coca que la repartió a puñadas.

EL YATIRI

Ahora descansemos un instante.

Dicho lo cual se fueron todos con la abuela, en dirección al rancho, donde mascaron la coca y bebieron unos turnos más de chicha.

Las momias, allá, sobre la pira de wolfram, y el muñeco de cera sobre el chal, iluminados por los dos hachones, estaban como una visión terrorífica en la soledad nocturna.

El viento salmodiaba un lamento profundo.

A manera del zumbar de un enjambre de abejas, todos hablaban en voz baja, misteriosamente, mientras que el brujo, de pie, como una sombra informe y enorme, hacía signos extraños en la sombra.

Estaba en eso, cuando la imilla Kjanahuara, impúber aún, moviéndose retrechera, no obstante la solemnidad del acto, sirvió el último turno, anunciando que lo era así.

El brujo roció otra vez con su dedo el líquido hacia todos los vientos. Cuando bebió el resto, la indiada guardó un silencio de oración.

Estando en tal recogimiento se oyó el extraño canto del misterioso gallo de fuego que al pasar a volapié, iluminando la noche, se desvaneció en el aire.

Por eso la indiada, levantándose precipitadamente fue a ocupar cada cual su sitio en el hemiciclo.

El silencio era ya trágico y molesto, tanto por su duración cuanto que por él mismo. El yatiri o brujo, con los brazos en alto, alumbrado por los hachones, estaba de hinojos, mirando al cielo, delante del brujerío y las momias , de frente a la indiada que con la cabeza gacha miraba fijamente por el raz de cejas y las pestañas al yatiri.

 

EL YATIRI
(con gesto siniestro)

Ahora tú, imilla Kjanahuara, trae la orina de Luis Antón.

Y la imilla, incitante y garbosa, iluminada por aquella extraña luz, se aleja poco a poco, desapareciendo en la sombra, que, por efecto de la luz de los hachones, se hace más densa, de la que en seguida, lentamente, como si se materializara la sombra, retorna la Kjanahuara con la secreción pedida.

Luego el yatiri, en medio de un mutismo sepulcral, prepara en una concha de armadillo, o kerauncho, una mezcla infernal de orina, sapo diseco, uñas de gato montés, ojos de topo, nariz de oso hormiguero y feto de cerdo, todo espolvoreado con azufre.

Acto seguido, emergiéndo de la sombra, viene pesada, iluminándose lentamente, la abuela, trayendo leña y tres piedras rectangulares, con las que armó una especie de fogón, en el que acondicionó la concha del armadillo. Enciende la leña y sopla en ella hasta que hierva la infernal mixtura.

EL YATIRI

Tatitunaca, mamitanacampi.

Desde los abuelos de los abuelos de nuestros abuelos es cosa cierta que estamos en esclavitud. Así, pues, sabemos cómo nos explotan, tanto el cholo como el blanco.

Sabemos esto tan a conciencia, que no merece comentario. De consiguiente, pidamos justicia a la Pachaymama y a Pachackamac.

TODOS

(repitiendo palabra por palabra y monótonamente)

 

Oración

¡Oh, la Noche!
bendita seas por siempre,
ya que en el sueño

son tus sombras un amantísimo reposorio
de toda miseria.

Que las lágrimas del que sufre
y que la helada congela,
sean a la mañana la ofrenda del alma.

El sigilo reparador
que tu sombra cobija
¡oh, la Noche!
al amparo de las luminosas estrellas
sea un secreto ejecutor
de nuestra sentencia.

¡Salve a ti, oh la Noche!,
augusta esperanza de los oprimidos
y serenador consuelo en las tribulaciones.

¡Oh, la Noche!
que tu sortilegio destile,
en esta hora de maleficio,
mil angustias de abracadabra
en el brujerío a Luis Antón.

Jaculatoria
¡ Oh, Pachackamac!,
hechor del universo,
y tú, ¡Pachakjmama!,
fecunda tierra,
los hijos del Sol imploran justicia.
¡Justicia, Señor!
¡Justicia, Señor! Justicia...

Dicen besando la tierra y recobrando su actitud primera, cuando en el aire se siente un leve rumoreo, cual si fuese el quebrarse de la cebada o el batir de alas ariolas.

EL YATIRI

(transfigurado y abrasado en su llama sagrada, con los ojos casi vacíos en la dilatación de sus pupilas, como quien indaga en lo insondable de las tinieblas, parece observarnos desde una lejanía en el tiempo, que horripila, provocando el vértigo -es como la mirada última de los ajusticiados y que es a la vez el de rudas reconcentraciones para extraer del caos las grandes creaciones en esa ojeada que abarca la eternidad-hincado de nuevo toma ceremoniosamente el muñeco de cera, atravesándole poco a poco la cabeza de sien a sien).

Así, lenta y dolorosamente, Luis Antón, te volverás loco, adquiriendo el alma de los ingredientes que macero en tu orina, y luego morirás hirviendo en tu desesperación.

TODOS
(a coro, como en ritornello)

Morirás en tu desesperación.

EI YATIRI

(aproximando la efigie a la llama del hachón derecho)

La luz del Sol sea tu martirio, Luis Antón (llevando luego el muñeco a la llama del hachón izquierdo) y será tanto como la luz de la Luna y de sus Estrellas; es decir, no podrás soportar ninguna luz. (Apagando ambas luces, mientras arroja el muñeco en la mixtura que hierve). Además, las tinieblas serán tu desesperación, Luis Antón, porque sentirás que tu carne se quema en ellas.

EL MALLCU

¡ Oh, Lugirpiri, tata yatiri!, invoca también la protección del Kgate-kgate, del Supaya, el Anchanchu y la Mekjala.

EL YATIRI
(poniéndose en pie, con los ojos al cielo y los brazos en alto; luego de hinojos, besando la tierra, y con voz lejana que parece de ventrílocuo)

¡Oh, potencias maléficas del misterio!, oíd el recóndito y sordo clamor de la raza. Os conjuro, ¡oh legiones de iniquidad sempiterna!

Todo es que acaba de hablar, que en el cielo se ve un inusitado trajín de informes cuerpos luminosos, a semejanza de meteoros. Mas, del lado de los Andes viene la Mekjala, alta lívida, escuálida desgreñada y fosforescente. Al desvanecerse da un silbo que penetra como taladro en los tuétanos.

EL YATIRI
(casi sin respirar)

Tú, siniestra Mekjala, llevarás la miseria a la casa de Luis Antón.

En eso en las ventoleras en remolino llega del mismo lado el Anchanchu, fosforescente también. Se contonea astuto el rechoncho enanillo, risueño y traidor.

EL YATIRI
(expirando poco a poco)

Tú, hipócrita Anchanchu, le inyectarás a Luis Antón la enfermedad incurable y aguda como el tic doloroso. Además, en su agonía serás la burla sacrílega.

Dicho lo cual desapareció en el fogón el duende, mientras que se oía venir en el silencio profundo, algo así como el taconeo de pies desnudos o de muletas sin regatón. Al fin, dando saltitos menudos llegaron, con los ojos inyectados y desorbitados, crujiendo la dentadura y alborotada la cabellera, tres cabezas, en las que todos reconocieron, sobrecogidos de espanto, al hilacata, su mujer y el hijo muertos a látigo por Luis Antón. En la sombra la linda imilla Kjanahuara, al ver las cabezas de sus deudos, se desmaya.

EL YATIRI
(alegremente)

¡Oh!, bienvenidas Mekjalas, vosotras, noche por noche, a esta misma hora, de hoy en adelante, debereis atacar a Luis Antón, el asesino, y a su familia, hasta que mueran. Y vuestra expresión debe ser terrorífica como nunca.

Las tres cabezas, regando con su sangre el suelo, van a saltitos a acomodarse en el chal, sobre la camiseta sucia del asesino, frente a frente de las momias, con las que entablaron un diálogo incomprensible, como con el rumor de los vientos en alta mar. Luego se retiraron igualmente trágicas, dando los saltitos menudos y haciendo venias a la indiada. Así, raspando el suelo al irse iban desangrándose en la noche.

Después una multitud de fantasmas informes invaden el lugar, tanto que los indios...

Pero desaparece la visión.

*

 

 

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