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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.8 La Paz dic. 2000

 

 

 

El mundo global y el psicoanálisis

 

 

María Elena Lora

 

 


La última obra de Ernesto Sábato, La Resistencia, nos ofrece la posibilidad de reflexionar sobre la vida cotidiana en el mundo contemporáneo. Sábato lo hace desde la particular experiencia de quien ha llegado a una edad avanzada y puede comparar los tiempos de su juventud con los vertiginosos tiempos presentes. No se trata de un ejercicio de nostalgia, sino la apuesta por una vida más humana en un mundo que nos arrebata la sensibilidad, mientras se apodera de nosotros una "indiferencia metafísica y toman poder entidades sin sangre ni nombre propio".

Próximo ya a los 90 años, Sábato sobrevivió a las dos guerras mundiales, fue seducido por las utopías socialistas, padeció la guerra fría bajo la forma atroz de las dictaduras que ensangrentaron su patria, vio la caída del muro de Berlin y finalmente presenció la instauración de un orden mundial unipolar, liderizado por el capital financiero y las grandes corporaciones privadas, al que se llama comúnmente la "globalización". Estos cambios en la política y la economía fueron precedidos por profundas transformaciones tecnológicas, cuya expresión emblemática es la informátización. Cuando Ernesto Sábato era niño, no existía teléfono en las casas, ni había televisores, ni computadoras, ni hornos de microondas, ni internet. Había, en cambio, tiempo para la lectura, para el diálogo y para la sobremesa.

El impacto de estas innovaciones tecnológicas es enorme. Abarca todos los órdenes de la vida cotidiana y transforma nuestra propia experiencia subjetiva. Junto a estos "adelantos", nuevas enfermedades del alma aparecen en las sociedades modernas. La televisión, que supuestamente nos conecta con el mundo entero, paradójicamente nos arranca la posibilidad de convivir humanamente. Sábato afirma que la televisión nos tantaliza, nos predispone a la abulia, nos anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente y perjudica el alma.

A través de la televisión, una cultura del espectáculo y del entretenimiento, tan distante de la reflexión y la introspección, se apodera de todas las prácticas sociales, incluyendo la política. La ideología del mercado derrotó las utopías sociales de antaño y en su lugar instauró un pensamiento único a través del cual nos hablan los amos globales. "Pensamiento" es tal vez un nombre excesivo para un conjunto de saberes de índole exclusivamente técnica o para una ideología difusa que ha conformado el sentido común de vastas colectividades.

Pero no se trata aquí de averiguar si los objetos tecnológicos son buenos o malos en sí mismos, si estas mutaciones en las sociedades y en la vida cotidiana podrían cambiar de dirección, sino de reflexionar sobre el uso que hacemos de estos objetos y sobre las consecuencias subjetivas de las vertiginosas transformaciones que experimentamos. En este mundo globalizado, ¿qué lugar tienen los anhelos humanos?, ¿Qué destino tienen los sufrimientos?, ¿Dónde quedan recluidas las necesidades íntimas cuando todo está regido por las leyes del mercado?, ¿A qué se reduce la particularidad de cada sujeto frente a la estandarización de las conductas?

Hay mucha información sobre las consecuencias políticas y sociales de la globalización -desintegración de los Estados, apertura irrestricta de los mercados, grandes fusiones empresariales, precarización del empleo, uso imperial de la fuerza, segregación de las minorías, aniquilación de las culturas y lenguas originarias- pero, en cambio, sabemos relativamente poco de los impactos subjetivos de estos procesos. El psicoanálisis nos ofrece una posibilidad no sólo de comprenderlos, sino de explicarlos y atenderlos.

La intención de uniformar el mundo que subyace al proyecto globalizador, trae aparejada una segregación cada vez mayor de todos los hombres y colectividades que no son funcionales al sistema económico imperante. Una sola lengua, una sola moral, una sola raza, un solo sistema político, una sola ciencia y una sola fuerza militar son los ideales que propugna el mundo unificado en torno a un solo mercado. Bajo el discurso falaz del respeto a la diversidad, vivimos la más completa imposición de un régimen de vida basado en la eficiencia económica, la capacidad de consumo, la competitividad. Un totalitarismo de nuevo cuño, que podríamos llamar "globalitario" se ha impuesto en nombre de la libertad. El mercado, esa entidad sin sangre ni nombre propio, es el escenario en el que parecen agotarse todas las posibilidades humanas.

Se entiende que todo aquello que no encaja en estas exigencias termina excluido, reprimido, olvidado. No se globaliza la justicia o la legislación que permitiría una protección del medio ambiente. La uniformación en un "mundo único" -que se postula, por lo demás, como el mejor de los mundos posibles-, se hace a imagen y semejanza de los intereses de una minoría satisfecha cuyo estilo de vida y patrones de consumo sirven de modelo para multitudes excluidas de los beneficios del progreso. El efecto segregativo de la globalización se visibiliza en esas comunidades de "niños de la calle", "drogadictos", "campesinos sin tierra", "migrantes", "refugiados" "locos" y "desocupados". Simultáneamente, deslumbran las estrellas mediáticas que dominan el imaginario colectivo, con su glamoroso estilo de vida.

Las innovaciones tecnológicas maravillan por las comodidades que proporcionan a quienes pueden consumirlas, pero se basan en sistemas de producción muy injustos. En un extremo tenemos la automatización o robotización de los procesos industriales y en el otro extremo el uso generalizado de mano de obra semiesclava. Es un mundo que avanza hacia la "inteligencia artificial" pero simultáneamente conduce a aberraciones como la prostitución y explotación masiva de niños. Y lo que es peor, contingentes cada vez mayores de hombres y mujeres, a veces colectividades nacionales enteras, ya no sirven ni siquiera para ser explotadas. Una cuarta parte de la humanidad "sobra" en el mundo globalizado: no tiene trabajo, no consume los productos industriales, no tiene ninguna perspectiva de sobrevivencia digna y termina siendo una carga para la "ayuda al desarrollo".

El conjunto de estas circunstancias genera un malestar para el cual no parecen haber "remedios". La caída de los ideales y las utopías sociales que orientaban a las élites intelectuales en décadas pasadas, ha dado lugar a un estado de perplejidad en el que no alcanzamos a comprender el significado de los cambios que ocurren ante nuestros ojos, a una velocidad mayor que la que puede procesar nuestra inteligencia.

La soledad, la angustia, la infelicidad y el desamparo, son la marca que deja en los sujetos esta carrera desenfrenada que impone el mercado. El sinsentido, la apatía, el estrés, la depresión, la atención dispersa, la búsqueda frenética de nuevas formas de satisfacción, son síntomas contemporáneos cada vez más generalizados. Al convertir a los hombres en objetos y reducir la vida a un consumo incesante, motivado por la publicidad, los lazos sociales se debilitan y crece un individualismo que desarticula las prácticas comunitarias.

Ante la caída de los ideales sociales, surge la tentación de remplazar las viejas utopías por ideales nuevos. El psicoanálisis no ofrece una nueva ideología, no corre detrás de ninguna ilusión. Al desconfiar de los discursos totalizantes que llevan con frecuencia a posiciones cínicas o acríticas, el psicoanálisis abre una modalidad distinta de comprender lo que nos ocurre y de confrontarnos con nuestros tormentos subjetivos. El discurso del amo actual no tolera la problemática subjetiva. No hay lugar para la interrogación o el equívoco. Se privilegia la "eficiencia" y el "rendimiento" y, por tanto, se rechaza todo aquello que irrumpe como síntoma cuestionando una supuesta armonía universal.

Los sujetos en la vida cotidiana se encuentran permanentemente con demandas tras las cuales queda siempre insatisfecho un deseo. Hay una condición de falta que no puede ser obturada por ninguna respuesta del sistema socioeconómico. El intentar negar esta condición de falta lleva a vivir en el fracaso permanente de un consumo sin límites. El mercado oferta al sujeto una relación con una multiplicidad de bienes de consumo que, sin embargo, no pueden satisfacer las necesidades subjetivas que siempre son únicas y singulares.

La práctica psicoanalítica se encuentra con esta problemática de homogeinización a nivel del goce, es decir, una ideología que sostiene que la sociedad podría producir de manera industrial y "para todos" los objetos que colmarían las necesidades humanas, mientras a los sujetos se los despoja despiadadamente de su particularidad. Este "programa" de la sociedad global encuentra su punto de fracaso en el retorno, en forma de síntomas, de lo particular que posee cada sujeto. Se produce un efecto paradójico, que cuanto más se intenta borrar lo particular de los sujetos en nombre de un ideal, más virulentas son las apariciones de expresiones de malestar en forma de síntomas sociales. La responsabilidad del psicoanálisis es hacer comprender que no es posible disolver los síntomas sin interrogar su sentido y sus causas. Por ello, la apuesta terapéutica del psicoanálisis no es meramente técnica, sino eminentemente ética.

Veamos a modo de ejemplo lo que sucede con la publicidad. Los avisos publicitarios ofrecen siempre mucho más que aquello que quieren vender. En la pantalla chica, una mujer deseable para el común de los varones sostiene un cigarrillo en la mano. Como esa mujer es inalcanzable para el sujeto, tiene que conformarse con los cigarrillos. Y si ese producto es nocivo para la salud, el mercado ya ha previsto un medicamento que puede aliviar las enfermedades que ocasiona. La publicidad inocula la convicción de que todo está a la venta, incluso cuando señala que "hay cosas que el dinero no puede comprar: para todo lo demás está la tarjeta de crédito". Esta noción de que todo es intercambiable, desechable, y que la felicidad se puede adquirir en cómodas mensualidades -o de golpe, con los fármacos legales o ilegales- condiciona también las formas en las que se expresa el deseo y en las que se manifiesta sintomáticamente su insatisfacción.

El deseo pretende ser domesticado para orientarse a lo que puede satisfacerlo de modo inmediato. En los acelerados tiempos que corren, el ideal social cualifica todo aquello que puede obtenerse en el menor tiempo posible, como sucede, por ejemplo, con la llamada "fast food". La mayoría de las innovaciones informáticas apuntan a satisfacer cualquier necesidad en "tiempo real". El anhelo de felicidad se convierte en un imperativo hedonista: la búsqueda del placer fácil, veloz, introduce a los sujetos en una espiral en la que cada vez se requiere mayor dosis de lo mismo para poder experimentar una satisfacción similar. Al respecto, Sábato nos dice que "al ser humano se le están cerrando los sentidos, cada vez requiere más intensidad, como los sordos. No vemos lo que no tiene la iluminación de la pantalla, ni oímos lo que no viene cargado de decibeles, ni olemos perfumes. Ya ni las flores los tienen".

Los sujetos que no logran adaptarse a los imperativos del mercado, aquellos cuya conducta resulta "disfuncional" a las normas de la eficiencia moderna, es decir, aquellos que no son considerados "normales", acuden -cuando tienen la posibilidad de hacerlo- a los psicólogos, terapeutas o psicoanalistas. El sistema genera las patologías de la vida cotidiana pero también provee los remedios. Hay una clínica funcional al sistema que se rige por los mismos valores de la eficiencia económica y la lógica del menor tiempo posible. La industria farmacológica tiene una respuesta para cada uno de los síntomas que aquejan al sujeto. El ideal terapéutico que viene encapsulado se propone restablecer rápidamente el estado "normal" del paciente, es decir, aquél que le permite desenvolverse nuevamente en el mercado laboral y restituir su capacidad de consumo. La felicidad química proporcionada de este modo, dura justo el tiempo que prescriben las posologías. Pero los síntomas reaparecen, las dudas que asaltan al sujeto retornan con mayor intensidad, las angustias persisten, el malestar se ahonda.

Frente a esta opción terapéutica, el psicoanálisis asume la responsabilidad de permitirle al sujeto ponerle palabra a su malestar, hacerse las preguntas fundamentales, interrogar las causas de su angustia y encarar una cura de fondo y no sólo un bienestar inducido químicamente. Frente al discurso de los expertos, el sujeto requiere una respuesta que reafirme su singularidad, que reconozca sus particularidades, su historia personal, sus diferencias. Para hacerse responsable, el sujeto tiene que confrontarse con las causas de su malestar. El analista, que a su vez somete su propia subjetividad a la prueba del análisis, no prescribe recetas ni aconseja conductas: su función le permite al analizante encontrar sus propias respuestas, encontrar la vía para hacer llevadera su vida en un mundo cada vez más hostil y superar con voz propia los estragos que provoca el discurso del amo. El psicoanálisis tiene mucho que aportar en tanto apunta a lo particular de la realidad psíquica del sujeto y a lo singular del goce, responde frente al discurso universal del amo moderno, con el uno por uno de los sujetos.

Las palabras de Sábato suenan proféticas: "las más de las veces, los hombres no nos acercamos, siquiera, al umbral de lo que nos está pasando en el mundo, de lo que nos está pasando a todos, y, entonces, perdemos la oportunidad de habernos jugado, de llegar a morir en paz, y permanecemos domesticados en la obediencia a una sociedad que no respeta la dignidad del hombre". La dignidad humana, la de cada quien en su irreductible singularidad: he ahí la apuesta del psicoanálisis frente al mundo globalizado.

 

Retablo
Edmundo Camargo

Mi cuerpo era badajo de campana
raíz en otro cuerpo.
La primavera evaporaba su alcohol
en los cerezos.
Mi cuerpo aullaba en su hueso
insuflado de vientos desnudos hasta
el secreto medallón de los pájaros.
Era mi cuerpo sobre otro cuerpo
un ágil galgo retoñado en ceniza.
Batía el corazón sus ebrios cascabeles
el agua infligía su harina volátil.
¡Qué abejas hechizadas
mamaban los pezones florales!
¡Qué océano en tu carne
e roía la voz como el ancla herrumbrada!
Era mi cuerpo badajo de campana
raíz en otro cuerpo.
Mas el infierno estaba ya en mi aliento
mordían perros de cobre y llama
ardía la sorpresa en pétalos sexuales.
Palomas de cal devorarían tus senos
y mi mano
estrella de cinco puntas mutiladas
bajaría a palpar en tu costado
los pegajosos fósforos
el perfil lacerado de un gorjeo ya muerto
y mi boca en tu boca aspiraría
el venenoso jugo de la sombra.

 

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