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Revista Ciencia y Cultura

On-line version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  no.7 La Paz July 2000

 

 

 

Lo que son las calles*

 

 

Humberto Viscarra Monje

* Viscarra Monje, Humberto, Las calles de La Paz, Su origen y la historia de sus nombres, Editorial Universidad Mayor de San Andrés, La Paz, 1965.

 

 


Calle: espacio entre dos hileras de casas. Tal definen los diccionarios a las vías que cruzan una ciudad de norte a sud y de este a oeste. Nada más frío que una definición así para lo que significa el sistema circulatorio de esta ciudad. Cada ciudad, por distritos, tiene un centro que vendría a ser el corazón del que parten las venas y arterias ramificadas en capilares que serían las callejuelas y los callejones. Todas estas redes regularmente rematan en plazas donde se remansa la corriente para luego fluir de nuevo y acabar en el campo o detener su curso en las serranías inaccesibles. Sin embargo, en La Paz, la necesidad de vivienda ha urbanizado las propias serranías con calles empinadas que suben hasta no hallar más obstáculo que el cielo por arriba y el abismo para abajo.

La calle es el cauce de las inquietudes, los afanes y las necesidades de los pobladores de las ciudades; en ellas se busca, por ellas se llega a destino; sus esquinas son el paradero para el reposo, la espera o la distracción del hombre desocupado. Hay calles predestinadas a la tragedia; las hay ricas, atrayentes, dinámicas; las hay pobres, abandonadas, que se evita o se las teme. A veces algunas calles se ensanchan y se tornan avenidas, grandes vías descongestionadoras que se explayan como esos ríos de vasta orilla.

Otras calles se bifurcan dejando en medio amplios planos cubiertos de vegetación donde el reposo busca su sitio en un banco o se pasea holgadamente, sin prisa; son los lugares para ver o hacerse ver, para el indiferente que sólo busca placidez o el vanidoso que quiere lucir elegancia o apostura.

En la calle se puede hallar la fortuna o la muerte; en ella muchas veces se encuentra el amor y por ella nos llevan donde ya no podemos ir con nuestros propios pies. Por ella desfilan el patriotismo y la algazara de las fiestas cívicas y a veces, por la misma, el tumulto de las masacres y el vocerío del odio.

A la calle huyen los que no encuentran paz en el hogar y por ella vuelven los que buscan refugio en el rincón casero. Su existencia se justifica por las casas que construidas frente a frente la constituyen y la calle delimita la propiedad para fijar su cauce generoso por donde corren nuestras urgencias. Es de día un arroyo y humano recogiendo gente y depositándola en su destino. Y de noche, silencioso, es, bajo los faroles del alumbrado, un río estático en cuyo seno cae la luz sobre la desolación de su soledad. Es bajo el sol un caudal vivo trayendo y llevando seres, y bajo la lluvia un cuenco estrepitoso que barre sus piedras con largas escobas de agua como para darse el placer de permanecer escueta ahuyentando al triste parásito humano.

Hay hombres que evitan las calles por sus peligros o simplemente por desdén o aversión a sus semejantes. En cambio otros hombres parecen buscar la calle con la desesperante ansiedad de hundirse en el ruido, de encontrar caras desconocidas o descubrir las nuevas. Las casas, para éstos últimos, tienen la propiedad de arrojarlos en pos de lo desconocido; arrancan de la puerta como despedidos por una fuerza misteriosa o por la atracción irresistible del aire libre, del rumor, del tráfico.

Las calles de los barrios aristocráticos son por lo regular tranquilas, limpias, se adornan con las flores y el perfume de sus jardines. Las calles populares en que las multitudes anónimas se vacían con la vianda o el cachivache en venta, tienen siempre ese aspecto de feria animada, bullanguera, a veces brutal. Gentes primitivas empujan, venden entre olores heterogéneos y palabras vulgares.

La calle es un camino bien educado del que se suprimió el polvo humilde con la huella del caminante para vestirlo con la baldosa, el asfalto, el mosaico o el cemento. La calle no quiere la huella del peatón, se hace lucia con el trajín y obliga a seguir adelante. Las calles de los pueblos son para ir tranquilamente y las de las grandes ciudades para cruzar alerta huyendo el riesgo y evitando el tropezón.

 

El origen

Lecho de antiguo mar o cráter de volcán extinguido, donde se rompe la puna, yacía en la misma fragosa quiebra un boquete de proporciones inmensas, lleno de vegetación tierna y arroyos que lo surcaban de varias fuentes. Sobre la hondura se alzaba el Illimani tutelarmente como para defenderla de los vientos eternos desencadenados en las alturas. Esto era la cuenca de los Antis donde se asentaba Chuquiavo o Chuquiago, una de las poblaciones más antiguas perteneciente a la raza aymara que formaba parte del Collao o Collasuyo; provincia de gente dinámica, belicosa y feroz que no dejaba en paz a las otras tribus, dándoles guerra y rechazando invasiones e intentonas de yugo a que quisieran someterla.

Maita Kapaj fundó el pueblo de Chuquiago (Lanza Capitana o Principal, según Garcilaso), el que situado en la hondonada de los Antis (Andes) en las inmediaciones del Hillemana (Hilahumana: aquel a quien sobra el agua), era el último término al oriente de la gran nación de los Kolla siendo el río Mejhahuira (Agua Turbia) el límite que lo separaba de Suca-suca (Sicasica).

En la organización política del nuevo pueblo, a más del Hilacata (Mayordomo), se puso un gobernador como delegado de la autoridad real encargado de reorganizar el país, con facultades para formar ejércitos, nombrar sacerdotes y seleccionar a los hombres inteligentes para instructores del pueblo en las nuevas leyes y costumbres. Los descendientes de la nobleza debían ser conducidos al Cuzco para ser educados allí en iniciados en la civilización incaica; siendo a la vez rehenes, volverían después a su suelo natal imbuidos del conocimiento de la religión y de los intereses de sus conquistadores.

Su nueva condición no violentó a los aymaras. Acataron leyes y religión tanto porque su espíritu se conformaba a las nuevas ideas religiosas cuanto por el tacto exquisito de los conquistadores para hacerse amar y obedecer, mediante una gran solicitud y el don de constantes favores a sus súbditos, inspirándoles profunda confianza con paternal autoridad.

Pero nada de esto bastó para reprimir los naturales instintos primitivos de una raza acostumbrada a combatir sin tregua a sus vecinos y a vivir del botín que en la guerra hallaba, el Inca Yahuar-Huacac tuvo que enfrentarse al caudillo Tintuyo hasta someterlo después de sangrienta batalla. Inca-Yupanki (el Piadoso), vino desde el Cuzco para combatir a Yana Vilka y Toquello-Vilca. Hallando una población diezmada por las atrocidades de estos dos caudillos, sólo merced a su tino y a su sagacidad pudo someterlos nuevamente. Tupak-Yupanki (sabio y amable) venció a Khari en Pucara y los jefes rebeldes, reunidos en Chuquiago, enviaron un emisario al Inca para pedir paz y clemencia solicitando entrar de nuevo a su servicio.

Huayna-Kapac (Joven y Rico), visitó el Kollasuyo a imitación de sus antecesores y habiéndose detenido en Chuquiago, fue recibido como el Hijo de Sol en medio de vítores estruendosos y entusiasmo frenético. Celebró la fiesta del Kapac-Raimi y después de señalar los límites de las demás provincias que rodeaban Chuquiago, mandó construir Tambos (Palacios) y otros edificios para que vivieran los Curacas, haciendo en persona los trazos respectivos; ordenó el trabajo obligatorio estableciendo penas severas para la ociosidad.

Si bien las artes y las ciencias se cultivaron en aquellos tiempos en forma rudimentaria, en cambio todas las diferentes instituciones, el respeto a las leyes, el poder de que se hallaban investido el Inca y sus representantes, fueron asimilados de manera notable. Si hay disparidad de opiniones respecto a la cultura de aquellos tiempos, queda en cambio el convencimiento de que los Incas plantaron las raíces de la nueva civilización americana.

Y vino el descubrimiento de la América y tras él la conquista española. Los aventureros bajaban del norte como avalancha de audacias codicias invadiéndolo todo, apoderándose de cuanto encontraba. Pizarro y Almagro llenábanse los bolsillos de oro y la conciencia de sangre de Incas.

Junto a Almagro que decidió conquistar a los Chilis venía Juan de Dios Saavedra a la cabeza de ciento cincuenta hombres y antes de seguir viaje al sur, se detuvo en el Kollao para ocupar con sus fuerzas el pueblo de Choqueyapu. A principios de 1535, Saavedra y su comitiva arribaron de improviso a las cumbres que dominan el valle donde se asentaba aquel pueblo y fue el deslumbramiento ante el magnífico panorama.

El valle estaba rodeado de una ríspida y severa serranía y sobre esta aglomeración de estaclismo petrificado se alzaba la majestad del Illimani destacado en armiño sobre el cielo diáfano del altiplano dominando tan imponente escenario. Un río desprendido de las alturas de la cordillera atravesaba la comarca tomando en su curso, por el norte, las aguas de dos pequeños torrentes que demarcaban los campos de Cusipata (Altura de la Alegría) y el río Mejhauira (Agua Turbia) Por el Sud se le incorporaba el torrente de Apumalla (Señor del Estaño) y Chhojña-Larkha (Torrente Verdoso) Los bordes del río estaban tapizados de frescos verdores donde se daban espontáneamente plantas diversas y arbustos varios. Las chacras cultivadas con esmero, alternaban en sus productos la quinua, la papa, el maíz, la oca y matizaban su esmeralda con flores de cambiante blancos, amarillos y rosados, junto a las que sangraban la mística Khantuta y el sauco ofrecía sus hojas medicinales.

Sobre la sonrisa de esta pradera de silencio verde, azul y blanco, pastaban tranquilamente manadas de llamas garbosas y de esbeltos huanacus al cuidado de pastorcillos semidesnudos que llenaban el aire con la melancolía de los sones de sus pinkollos (flautas rústicas de cinco agujeros) y levantaban la honda de tiempo en tiempo para juntar el ganado. Las alturas estaban llenas de vicuñas ariscas de pelambre de oro; y sobre toda esta paz, dominando los barrancos, el cóndor majestuoso estremecía el aire con su poderoso vuelo.

Figura central que daba vida al panorama era el robusto aymara de luenga cabellera que, apoyado en su instrumento de labranza (un palo cuya punta tenía un pedernal), descansaba de sus faenas, con la mente llena del pensamiento del oro ya que la mayoría de ellos eran buscadores del precioso metal. De tiempo en tiempo atravesaban el valle las mujeres con la rueca en la mano, hilando mientras caminaban, ocupación que no podían dejar ni aun durante las visitas ya que la ociosidad, como se dijo antes, era castigada por las leyes del Estado. Otras, mujeres, las más jóvenes, iban a los pozos abundantes en la quebrada, lugares de cita, donde los idilios florecían sobrios y discretos.

Tal fue el pueblo que encontró Juan de Dios Saavedra a su paso a Chile. Los naturales, al ver la comitiva se mostraron hostiles al principio pero variaron de opinión aconsejados por los ancianos de la tribu quienes vieron entre los extranjeros, al Inca Paullu-Tupak. Entraron los visitantes y fueron obsequiados con regalos y presentes que consistían en piezas de oro, aves y otros animales vivos.

Pero la codicia hizo olvidar pronto a los aventureros el panorama para dedicarse a llenar las alforjas de cuanto oro pudieron. Fue entonces cuando Almagro que pasaba con el grueso de la columna por Huarina, anoticiado de la existencia de tal pueblo, vino para llevarse algunas muestras de la riqueza aurífera que en él había. Tras Almagro, Pedro de Candia, Hernán Pizarro, Gonzalo de Mesa, Gabriel de Rojas y otros, llegaron al pueblo, unos para establecerse con el objeto de explotar las minas de oro. A estos se debe la construcción de las primeras casas habitables.

En 1536 la pequeña aldea contaba ya con buen número de habitantes europeos que introdujeron sus costumbres leyes y religión, comenzando con todo ello a formar un pueblo que aportaba verdaderos beneficios a la civilización. Mas el Inca Manco se rebeló en el Cuzco y a tal noticia todos los indios habitantes de esta quebrada se levantaron y dieron muerte a los españoles que con ellos convivían, destruyendo e incendiando sus casas. Con estos hechos el pueblo volvió a su primitivo estado de barbarie y así habría seguido a no venir Gonzalo Pizarro, por segunda vez, para reconquistarlo y establecer en ella el dominio español.

En 1540 visitó estas tierras Francisco Pizarro. Venía a apropiarse de las minas que en poco tiempo le dieron óptimos resultados y de paso hizo la repartición de tierras pertenecientes a los indios entre los españoles que aquí debían establecerse definitivamente. La noticia de la defección de los almagristas obligó a volver a Pizarro apresuradamente a Arequipa y de ahí Lima donde murió por manos de sus enemigos.

Muerto Pizarro, Almagro envió a Choqueyapu a Diego Méndez quien confiscó y puso en cabeza de aquel los indios y las minas que fueron de Francisco Pizarro. Poco tiempo después se presentaba en estas quiebras Alvarez de Holguín levantando banderas a favor de Pizarro, naturalmente contra Almagro, de nuevo Chuquiago fue el campo de batalla de las codicias y las guerras fratricidas entre españoles.

Durante la campaña contra los Virreyes, de Gonzalo Pizarro, este pueblo fue el centro de sus acciones y después de la derrota de Huarina la mayor parte de los adictos a Centeno quedóse refugiada para establecerse en él y engrosar la posición española. En 1548 fue la fundación de la ciudad de La Paz. Terminada la batalla de Saxahuana, Don Pedro de la Gasca, triunfante, pensó en erigir una ciudad que a la vez de conmemorar su victoria sirviera de intermediaria entre Arequipa y Cuzco, con Potosí y La Plata. Para tal empresa designó al capitán Alonso de Mendoza.

Hasta ahí, la crónica sangrienta de esta tierra destinada a la masacre por la ambición y el odio, según nos la cuentan los historiadores pacientes. Después la historia que engendra la leyenda y la traición, saltarán de las piedras luídas y de los muros desconchados de las casas viejas. Cada calle será como un río en cuyas ondas va encrespando la leyenda sus espumas, para deleite de quienes no sólo siguen la historia fielmente sino que aman lo que en la lengua del vulgo adquiere el prestigio de la fantasía y se transmite a través de las generaciones dando margen al ensueño y realidad espiritual al misterio.

Alonso de Mendoza llamó al alarife Paniagua para hacer el plano de las calles de La Paz. Difícil tarea debió ser para éste trazar una ciudad sobre un terreno siempre desigual, en locas pendientes que buscan el nivel del río o trepan hacia las montañas en busca de altura.

Hace cuatrocientos y tantos años que esta ciudad hundida sacude el pulmón de niebla bajo el que duerme. De noche, vista desde El Alto, semeja con sus luces una ciudad sumergida en un lago de ajenjo en cuyo fondo vivieran peces de luz. La mirada se extasía en el magnífico espectáculo de ponientes que no soñó Tiépolo ni sospechó Rubens, cuando el Illimani se evapora a veces en rosas traslúcidos o arde otras, como un volcán que humeara nubes de maravillosa blancura, todo, en una atmósfera enrarecida en que los contornos se delinean nítidos.

Ciudad de los contrastes estupendos. Bajo un cielo que parece esmaltado en azules que van hasta el celeste y con el broche de fuego de un sol hiriente, todos los productos tropicales ponen gritos de policromía infinita. Los yungas le dan sus naranjas que parecen bruñidas por el crepúsculo tropical; las mandarinas de pulpa que es carne de almíbar y perfume. Más allá las piñas con su aspecto de quirquinchos (armadillos), coronados de hojas de cardo; luego los pacaes con su traza de vainas, a veces, rectas como de daga o curvas como de alfanges en cuyo interior la pepa de azabache se esconde bajo una capa de algodón de dulce. Aquí están los frutos que apenas conocen los mercados más ricos del mundo: la chirimoya de aspecto dudoso por su color verdi-negruzco y sus nudos, cuya carne es harina empapada en almíbar; los mangos de frutos cuajados en hilachas de azúcar, la manzana-pan hecha de carne sabrosa y la manzana camueza; pequeñita y arrebolada. Aquí las ajipas con su traza de piedras fofas y sus vetas lilas; y las paltas deleitosas; la variedad de plátanos desde el "turco" inmenso, el "seda", el "isla", el "guineo", el "manzano" hasta el "enano" que desaparece en un bocado.

Y aquí las flores, esas delicadas como vírgenes de perfume místico y ardiente: la magnolia, el jazmín, la azucena; los juncos de aroma frutal, las ojambilas funerarias, los agapantos pomposos y las rosas, desde la roja que es un corazón ígneo, hasta la rosa té sensual y morena y la rosa rosada y la blanca de botones gigantescos. Pero entre todas las flores, la que más se destacaba por ser oriunda de las alturas, por haber sido emblema en tiempo de los Incas y ser actualmente un símbolo de bolivianidad, es la kantuta, esa campanilla tan simple y sin perfume cuyas flores rojas o amarillas parecen encerrar toda la sangre de esta tierra de mártires, de patriotas.

Esta es La Paz, la capital de departamento que en tiempos del ambicioso y tímido Velasco debió extender su territorio hasta el mar por el lado de Arica pero que por la intervención oficiosa de un ministro inepto firmante entre otros irresponsables, del famoso tratado de paz y humillación de Piquiza, tal arreglo no llegó a realizarse y más bien se propuso que el Departamento de La Paz pasara a formar parte del Perú. No les convenía a los "restauradores" que La Paz fuese más grande y sí, que suelo tan pródigo en riquezas y heroísmos, perteneciera al país del insolente Gamarra que veía en esta ciudad una enemiga a sus ambiciones de conquistador de última hora.

En todo tiempo ha sido La Paz, víctima de tiranos y de déspotas. Sus habitantes siempre descontentos de la dominación española de sacudir el yugo que los hacía esclavos en su propia tierra por la codicia de los aventureros peninsulares.

Se moteja a esta ciudad de disparatada y absurda; se detesta su clima y se la querría empequeñecer haciendo comparaciones ridículas con otras ciudades americanas, pero su suelo tiene imanes telúricos poderosos que están actuando y comunican dinamismo desconocido en otras regiones. Es el misterio de la tierra lo que hace de sus gentes seres inquietos y activos.

Bien sabido es que las gentes de la orilla del mar vivan sujetas a la influencia y los altibajos atmosféricos del poderoso elemento; seres locuaces y de movilidad extraordinaria, nos cohiben, asombran y deslumbran a los originarios de la altipampa. Los pobladores de los valles, hombres de espíritu lento y maneras pesadas, sufren en su fisiología las modalidades del aire tibio y la tierra húmeda; sus carnes tienden a las obesidades fofas y su sensibilidad se amolda a los fáciles placeres sensuales: la buena comida, el descanso largo y otros...

El esquimal es inexpresivo como la nieve que lo rodea. Los pobladores de las islas de los mares del sud tienen la despreocupación de su naturaleza pródiga en frutos dados espontáneamente, la placidez de sus cascadas limpias brotando entre helechos gigantes y la suavidad de su primavera apenas interrumpida por los chubascos de los trópicos ardientes.

La rudeza de los climas altos hace de las gentes seres magros, ágiles, nervudos y nerviosos; el frío pone en tensión toda su musculatura; las grandes extensiones desérticas dan a las pupilas la fuerza y la fijeza para la visión lejana, y a la sobriedad de sus costumbres aúna la agudeza de percepción la captación ágil y la decisión pronta.

Producto de este suelo aparentemente improductivo, flor de esta tierra capaz de dar alimentos como la quinua y la cañahua, reconocidas como las plantas más vitamínicas, es el aymara, el kolla, el paceño, el habitante de estas quebradas que se alzan en verticales vertiginosas o se precipitan en simas cuya profundidad estremece.

 

Su aspecto topográfico

La Paz, divisada desde las alturas y en su aspecto general, produce enseguida la impresión de un terremoto detenido a tiempo para poder dar al viajero visitante la grata sorpresa de una hoyada llena de casas colocadas en pintoresco desorden. Se puede pensar absurda la creación de tal ciudad en una cuenca que sólo la mano del hombre ha podido despejar en reducidos planos para construir sus plazas, avenidas y paseos y si a esto se agrega que a los 3.600 metros sobre el nivel del mar, hay que sufrir las inevitables pendientes, su fundación sólo se explica con la codicia de los españoles que recogían el oro en las márgenes del Choqueyapu o el Orkho Jahuira, cuando el metal precioso daba a las aguas el aspecto de una cinta de plata con movibles orlas doradas.

Pocas ciudades en el mundo se presentaban al viajero en forma tan sorpresiva y grata, cuando, tras la monotonía y la tristeza del altiplano, surge de pronto la visión de la urbe tendida allá abajo, como un nido enorme, circundado de serranías de todos los matices, desde el gris desolado hasta los rojos, los azules y los violáceos desmayados en las hondonadas de Calacoto y Aranjuez. Y, para rematar la visión de las pupilas definitivamente asombradas, al fondo, contra el cielo mismo, la mole inmaculada del Illimani, esa cumbre que es la armonía de sus líneas, perfección de sus contornos suavidad de sus declives y majestad imponente de altura.

Así, desde hace cuatro siglos, a pesar del clima frío pero saludable, a pesar de la altura y de su muy difícil situación topográfica, La Paz, ha ido creciendo y embelleciéndose en todas direcciones. No hay rincón que no haya sido aprovechado en pro del ornato de la villa y no hay gradiente que no haya sido utilizada en forma que sólo un paceño puede hacerlo, ya que para él los planos inclinados son su visión cotidiana.

En La Paz, la necesidad aguza el ingenio de sus habitantes de manera que si el propietario rico puede construirse un palacete en la magnífica región de Sopocachi donde aun existen solares planos que hacen más fácil la edificación, en cambio, en todas las alturas que dominan la ciudad se ve modestas casitas esparcidas como colgadas al abrigo de la intemperie por unos cuantos eucaliptus que sanean el aire. Nada más pintoresco, al respecto que la colina de Killikilli (Villa Pabón), esa verruga gigantesca plantaba en media ciudad que viene a ser como un balcón natural con doble vista hacia Miraflores y hacia el centro de la urbe; es una sola pendiente donde las calles retorcidas reptan con dificultad.

Se puede decir que cada zona de la ciudad tiene diferente clima. Así por ejemplo, Miraflores es de clima templado a la vez que ventoso por las tardes; Caja de Agua, frío; Sopocachi, tibio; San Pedro, la Nueva Paz, goza, por su altura, del primer sol.

Esto es, más o menos La Paz, en su aspecto general. Ahora, yendo al detalle para el mejor conocimiento de sus calles, paseo y plazas, en su aspecto urbano y el origen de su nacimiento y sus hombres, comenzaremos por zonas. Siendo el centro geográfico de la ciudad de La Plaza Venezuela, la urbe ha sido dividida en cuatro zonas, las mismas que desde su fundación la formaron. La zona Norte abarca los distritos de Challapampa (Pampa de arena), Killikilli (Villa Pabón) y la Plaza Murillo con todas sus calles adyacentes; sus límites están comprendidos entre la Avenida Montes descendiendo por la calle Lanza (que ya no existe), calle Recreo (que tampoco existe ya), hasta la Plaza Venezuela, para lindar con la zona Este separada por la calle Loayza.

La Zona Sud comprende los distritos de la Nueva Paz (San Pedro) y Sopocachi, teniendo como límites por el Oeste y la avenida 6 de Agosto hasta San Jorge que la separa de la Zona Este. La Zona Este la integran la región de Santa Bárbara unida a Miraflores, teniendo como límites la avenida 6 de Agosto por el Sur y la calle Loayza por el Oeste. La Zona Oeste comprende los distritos de Chijini, Villa-Victoria y Pura-pura. Sus límites son, por el Norte, las calles Recreo, Lanza (hoy Avenida Mariscal Santa Cruz), por el Este la calle Colombia, con su continuación calle Zoilo Flores.

 

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