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Revista Ciencia y Cultura

On-line version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  no.7 La Paz July 2000

 

 

 

Ciudad de las distancias

 

 

Gonzalo Portugal T.

 

 


La cima de montaña es embriagadora, uno siente hundirse en el horizonte, remover las alturas y los vientos con el brazo. Y en esta ciudad de montañas, de grandes y súbitos desniveles, no hay lugar que no sea montículo, mirador extraordinario, por más que nos muestre un basural a lo lejos, o se encuentre a nuestros pies. Al borde de un acogedor abismo, en las cercanías de la Muela del Diablo, el suceso fabuloso de la montaña como cúpula entre cielo y tierra, el sitio donde se eleva el hombre y Dios puede entregar sus mandamientos, retorna casi sola a nuestra mente1. Pero, ya para todos nosotros que no hemos experimentado tales fábulas, si imaginamos que aquella cima es el lugar donde los extremos se visitan, y queremos que lo alto y lo bajo no se enemisten ¿qué llega a pasar cuando uno baja, qué le queda a uno?, ¿sólo el recuerdo, la imagen de un lago vacío?, ¿fatiga por la subida y el descenso?

Esas experiencias de vivir en una ciudad de montañas tienen que convertirse en conocimiento, en un modo de ver y apresar el tiempo. Quizá aquella vieja alianza entre el vistazo del cóndor y el andar del puma sea la expresión, la visión doble de quien vive en una ciudad de montañas: ir por lo bajo con la reminiscencia de lo alto. Práctica que en nuestra ciudad no necesita de muchos preámbulos o viajes, pues quién no vive en una montaña, ladera o va por ellas. Se puede ir por una calle con el recuerdo de haberla visto desde alguna pendiente, puente o cuadras arriba, y si al caminar por esa calle, que antiguamente era un río o quebrada, vamos como si aún la siguiéramos contemplando desde arriba -como aquel puma alado de hace muchos siglos, resumen de los extremos-, la llegamos a transitar con distancia.

Este puma es la imagen que nos permite decir que se conoce mejor a La Paz saliendo de ella, viéndola desde alguna alejada montaña de los alrededores. O bien en esos laberínticos recovecos que son calles o filas de vendedores ambulantes que amontonan en sus maletas de madera: medias, extensiones de cable, pilas, relojes, libros, etcétera, como improvisadas casas que suben por los cerros o caen por una iglesia sobrecargada de frutas y figuras -de las que brota una alocada naturaleza. Al conocer estas montañas, y la ciudad que surge de ellas, percibimos que es la distancia el concepto ofrecido, la imagen del puma alado para el conocimiento.

Y ahí es que no podemos dejar de pensar en el tiempo, pues cada ciudad tiene una manera única de variar. Ahora, si la visión espacial nos indica que para conocer mejor a La Paz hay que contemplarla desde la distancia, la visión temporal nos dirá que para aprenderla hay que observarla de muy cerca, desde lo oculto, en sus secretos recovecos, para así saber sus destinos y el trayecto de algunas historias.

Vamos contrapunteando las ruinas de nuestra ciudad con la altura de nuestras montañas. Pero ¿de qué manera altura y ruina pueden ser reversos paralelos, aquel doble que nos permita ver y conocer nuestro tiempo personal y colectivo? Si la ruina es lo vital que explica a la ciudad, tanto para atrás como para adelante, ya nos va confiriendo aquella visión doble, la mirada de aquel puma que necesitábamos. Tomemos, entonces, a la ruina como distancia para el conocimiento en lo temporal y a la montaña como distancia para el conocimiento en lo espacial.

En la superficie ruinosa de una pared, en lo recóndito de la ciudad está una ciudad invisible -la distancia que se acerca como muerte, pervivencia en el tiempo por lo espacial. Las ruinas formadas en nuestra ciudad nos dicen cómo tenemos que construirla, nos enseñan a erosionar el material, a idear las ruinas que crearemos2, para que así podamos escoger el renacimiento que deseamos -la arquitectura debe volver a ser sagrada. Ya se configura la historia de nuestras ruinas, la forma de cómo nos conocerán en el tiempo.

La ruina llega a ser ese "en que forma" cambia y cambiará la ciudad su marcha en un día total. Jaime Saenz nos ha regalado esa manera de conocer a partir de la distancia, aliada al concepto de la muerte -hay que revisar desde aquí su poética, desde aquella manía suya de imaginarse que todos sus amigos habían muerto o estaban en trance de hacerlo para mirarlos, y también hay que notar que logra escribir sólo de los que han muerto, por eso la muerte es la distancia en relación al hombre, la cual se complementa con la ruina de la ciudad, recordemos como ya había predicho que la destrucción de una ciudad es la verdadera causa de su definitiva permanencia. Ver y saber dejar ruinas es sustantivizar el tiempo, lo que va a permitir que una ciudad siga existiendo, o funcionando si se quiere, pero como imagen del tiempo y no como negación a él. A cada paso construimos nuevas ruinas, y deseamos apresar nuestro futuro en una obra inmortal que ya desea doblegarse en el tiempo. Y si la muerte es la máxima de las distancias en el hombre para conocerlo, la ruina es la mejor manera de ver la ciudad, de salvarla en el tiempo.

Nos queda una tercera mirada en esta ciudad de extremos visitantes -encontrar nuestra geografía imaginativa. Recordemos que a principios de siglo se creía que sólo la tierra, el campo llano y silvestre podía dar una expresión artística, cultural de un pueblo, es decir, que la naturaleza era la única que nos podía dar una expresión particular, un espíritu nacional, pues ellos ya sabían -viviéndolo como nosotros- que no hay nada más aniquilador que una cultura en una geografía que no le pertenece. Si la naturaleza tenía que adquirir un sentido, una expresión propia, que se convierta en paisaje, cultura, podemos decir ahora que la ciudad es para nosotros el paisaje asimilado, tierra que nos da una imaginación. La falta de nuestros intelectuales de principios del siglo, estuvo en no ver a la ciudad como la naturaleza asimilada, hecha expresión, espíritu de la tierra.

En La Paz cada barrio de la ciudad representa una comunidad de los alrededores, una manera de hablar, he ahí que su cosmopolitismo sea extremadamente local o, si se quiere, de Bolivia. Con nuestra ciudad podemos construir el entendimiento de naturaleza y de campo sin que estén en oposición. La Paz llega a ser como un punto de confluencias, un lugar que resume y une todo lo que le rodea. Esta ciudad se ha formado como la capital andina, pues qué otra ciudad ha gobernado como ésta los valles -más por el contrario los otros países niegan y marginan su altiplano-, en esta ciudad se ha fundado un temperamento de lo nacional, pero más de lo altiplánico.

La geografía de nuestra imaginación se centra también en los portales de nuestras iglesias, como en las calles, manera que tiene nuestra ciudad de asimilar. Ahí tenemos a San Francisco, con nuestro santo en éxtasis, suspendido en el aire, y aquella mujer obesa y morena, con las piernas abiertas dando a luz a una abundante naturaleza. Esas dos imágenes, que a primera vista pueden parecer opuestas, están a una cercanía que nos marea y confunde. El santo y la mujer crean una de nuestras expresiones más hermosas de asimilación de los extremos que se unen en nuestras tierras, y decimos unión porque luego nos damos cuenta que el santo y la mujer están en la orden de la creación, de la formación y la diversidad, ambos son símbolos de fertilidad, aunque nos parezca que son un choque irreconciliable.

Esa entrada a lo divino del santo y la salida a la naturaleza, por la mujer obesa, tienen mucho que ver con la altura y las ruinas de esta ciudad, y nos ayudan o complementar un posible entendimiento. Quizá por eso he visto, en esa iglesia de mis preferencias, a esas feroces figuras chorrearse por las columnas en espiral, las sobrecargadas frutas caer maduras, creando un secreto temblor por la ciudad, una inundación que arrasa vendedoras acumuladas, autos y puentes, montañas trajinadas y calles que más son recovecos que suben y bajan por nuestros abismos, formando así una nueva y maravillosa confusión para nuestra ciudad.

 

Notas

1 La altura logra convertirse también en desafío, he ahí que se ha engendrado el concepto de lo monumental, que es siempre el deseo de vivir a través de los tiempos, mostrar el poderío de un pueblo -basta recordar la monumental Torre de Babel.

2 Me parece oportuno citar ahora a Tucídides, aquel fragmento que logra vislumbrar las futuras ruinas que dejarán algunas ciudades de su época: «Supongo que si Lacedemonia quedase desolada y perduraran sus templos y los cimientos de sus edificios públicos, con el transcurso del tiempo surgiría en las posteridad una inclinación marcada hacia negarse a aceptar su fama como prueba de su poderío... Pero si Atenas padeciera la misma desventura supongo que cualquier deducción sacada de lo que apareciera ante la vista haría que se considerara su poderío como dos veces más grande de lo que en realidad es». Historia de la Guerra del Peloponeso I.10.

 

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