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Revista Ciencia y Cultura

On-line version ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  no.7 La Paz July 2000

 

 

 

Cinco notas paceñas de La Razón, 1948

 

 


Las cuestas

La Paz es una ciudad con cuestas, vale decir: con personalidad. Hay quien hubiese preferido una topografía llana, de líneas rectas, sin altibajos, como hay quien prefiere la gris monotonía de una vida fácil, sin preocupaciones y sin relieve. Desconocemos el verdadero origen del vocablo que denomina a la calle o terreno pendiente, pero no es difícil imaginar que le haya sido adjudicado como metáfora de costar: "algo que cuesta". El costo de las cuestas es el esfuerzo que requieren para subirlas, el trabajo, el cansancio; pero también tienen su compensación en una mejor perspectiva que la llanura. Toda cumbre en cualquier orden o aspecto de la vida, supone una cuesta y un esfuerzo.

La Paz tiene personalidad porque tiene cuestas. Las cuestas, en algunas ciudades privilegiadas, son como esas instalaciones artificiales de las vitrinas de bazar donde las preciosidades expuestas adquieren mayor relieve y visibilidad para el público. Ningún técnico en exposiciones artísticas hubiese dispuesto mejor la exhibición típica de la calle Sagárnaga -ponemos como ejemplo- con la escalonada policromía de sus tenderetes de tejidos indígenas.

Bien está que uno reniegue de la cuesta cuando nos hace sacar la lengua involuntariamente, cuando nos estropea con delatores jadeos y vergonzosas pausas los delicados requiebros que vamos dedicando a alguna acompañante ocasional. Pero una vez pasado el mal rato, hay que darlo todo por bien empleado. Nunca gozará de verdaderas satisfacciones, aquel a quien todo se le hace "cuesta arriba". Y bien dice el refrán que "al que algo quiere, algo le cuesta".

 

Mendigos de ayer y hoy

Las cosas de ayer fueron mejores que las de hoy, parece, mientras no se trate de aviones, esferográficas o tubos de luz neón. Es que lo que pasó asume un encanto especial y explicable: es lo que fue escenario de nuestras mocedades y que al ir esfumándose la vivencia añeja en las sombras del tiempo, adquiere valor de lámina romántica.

La Paz, hoy, es una ciudad llena de poderío. Si alguien de la época aldeana de no muchos años atrás pudiera volver a vivir y actuar súbitamente en la ciudad de hoy moriría inmediatamente arrollado bajo las ruedas de un automóvil aerodinámico o caería enfermo de los nervios en el hospital de Miraflores, que es una de las pocas cosas que se han mantenido fieles a sus tiempos reacios a la revolución.

 

El Pajarito

Los mendigos de entonces -La Paz comenzaba a vestirse de metrópoli- eran sujetos de vigorosa personalidad, pese a sus osamentas poco cubiertas de tejido adiposo. Los había de diversa jerarquía, desde los que pedían ayuda al Estado en mérito de actuaciones en favor del país hasta los que sin intermediarios recurrían a la caridad callejera. Entre los primeros -no les viene bien el nombre de mendigos- estaban los vergonzantes con condecoraciones, verbigracia el Pajarito.

Este anciano héroe de la guerra del Pacífico cayó por larga vida en trance de requerir ayuda. No extendía las manos en solicitud de dádiva pública, pero cuidaba los parques con bizarro celo, ahuyentando a los chicos destructores de setos y flores con ágil garrote émulo del rifle de las batallas de la costa perdida.

Paseaba por los parques en actitud de centinela consciente de su misión y, al caer la tarde, el Pajarito se recogía hacia su refugio cantando sus nostalgias con un son popularísimo: "Tan-cun-tan-cun, ¡ay mi Margarita!". Era como el envejecido príncipe de los menesterosos.

 

La Tos y el Catarro

Por las asoleadas calles de la ciudad -no tenía los "rascanubes" que se oponen a que el sol se tienda en calzadas y aceras a dormir la siesta- dos mendigos transitaban ante la familiarizada indiferencia de los peatones. Formaban una extraña y extraordinaria pareja. El Catarro, un viejo esmirriado y petiso: la Tos, una vieja petisa y esmirriada. Adornaban su flacura impresionante y su antigua suciedad con todos los trapos que recogían en su gira por calles y basureros. Él, contrariando su anemia aguda con una actitud de señorío en desgracia, marchaba fumando colillas halladas a su paso; ella, pintarrajeada en extremo con zumos de flores suburbanas y tintes de increíble factura, llevaba con un garbo de Corte de los Milagros un adefesio por sombrero y una lata de conserva vacía por bolso y vajilla.

Eran la perfecta y expresiva personificación de la tos y el catarro. Eran la mugre y la grima, la rencilla conyugal, la vulgaridad, el fracaso. Eran la quintaesencia de la mendicidad, pero tenían algo que los hacía dignos de marchar por las calles pidiendo monedas para poder comprar el "chaleco verde" que los transportara por vía de la avenida Buenos Aires, a los imperios del olvido. Tenían personalidad. Les bastaba caminar en pareja, de bracete con el ridículo y la pomposidad venida abajo por la escasez de dinero y su paso era más efectivo que mil sollozos y mil úlceras a la vista de los contribuyentes de caridad.

Tenían un "no sé qué".

 

El Tumbacerros

Dormía dentro de las tuberías y en los cenizales. Media poco más de un metro, este petiso de la mendicidad. Se le contaban las costillas a través del gangocho que llevaba por camisa y la levita colonial. Gustaba del vicio y perdió la partida contra este cuando al querer arrancar a la existencia magra el desquite requerido, fue perdiendo hasta el vigor necesario para caminar en línea recta. Era el campeón de los "chichilos", la antítesis del superhombre, la anemia superlativa. Era un zoombie indeciso, el pelele más doloroso y despectivo de la ciudad. Caminaba bamboleando la cabeza sobre la raya vertical de su cuerpo, cayendo y levantándose, para risa de los chiquillos. Se llamaba Tumbacerros. Cada limosna significaba para él una nueva pérdida de kilos y un nuevo paso hacia la muerte, pero su gira urbana de limosnero también tenía un "no sé qué". No chillaba, pero su figura de largo gabán arrastrado por los suelos y sombrero que le tapaba las orejas y el cuello flacuchento, eran suficiente para conseguir las buenas monedas de niquel que entonces circulaban.

Las Verónicas

Desde que las Verónicas se han retirado a algún lugar desconocido, La Paz ha perdido una de sus fases más sensibles de pueblo bonachón y emotivo. Las Verónicas, esas mujeres que velaron celosamente por su virtud a través de su vida sin edad reconocible y que pasaron los años entre la misa diaria y la novena vespertina, pasaban por las calles todavía tocadas por las campanadas de los templos dando algunos toques de postrímera coquetería al mantón negro verdoso que les cubría sus testas anacrónicas. Caminaban hablando solas de las dificultades cotidianas, hechas de falta de buen pan y exceso de chismes de conventillo. Circulaban velozmente, haciendo repiquetear sobre las losas de las aceras los tacos de sus botines filudos y torcidos. Y en las puertas de las iglesias, como demostración del milagro operando diariamente para ellas, recibían el maná de níquel, sellado por el Estado. Su capital efímero les servía para comprar rosarios y novenas infalibles, pan para la frugal comida y alguna copita de corto y fuerte licor para olvidar lo que nunca les sucedió. No hacían aspavientos para llamar a la caridad, y más bien usaban un lenguaje antiguo, lleno de "su merced", "Dios mediante" y otros vocablos con sabor de vino generoso, pago suficiente para la ayuda que se les daba a las Verónicas de atrios y sociedades de beneficencia.

 

El Vizcacha

El viejo Vizcacha era otro de los mendigos de aquel tiempo mejor. Amaba mascullando disgusto tras los ojos tapados por la ceguera. A su paso los pilletes callejeros le hacían ruedos para llamarle por el nombre que le sacaba de quicio, pero el Vizcacha repartía mandobles con su bastón de fierro, a diestro y siniestro. Vestía gabán pasado de moda unos cincuenta años, sombrero de paja, y pisaba fuertemente el suelo golpeando los talones. Bajo el brazo llevaba periódicos pasados de actualidad, de esos papeles dorados por el tiempo. El Vizcacha era uno de los personajes más populares de la ciudad y recibía por todos los barrios de su ciudad escuchada pero no vista, los coros burlones de los muchachos y las monedas ganadas por su personalidad.

Los demás

Los demás, diseminados en los portales de las casas de entonces, a la salida de los espectáculos y en vagancia de calidad, tenían una dignidad limosnera extraña a los manidos de ahora. Tal vez era que su actitud estaba concorde con el valor de la moneda, y los precios de los artículos de subsistencia.

Tenían siempre a flor de labio aquellas palabras que ya no se pronuncian: "Una limosnita, por amor de Dios", para solicitarla; "Que Dios se lo pague", para agradecerla. Estiraban las manos con la palma y vuelta arriba sin encajarla a las narices de los viandantes, como hoy se acostumbra en los círculos de la miseria. Y tomaban el real que se les daba firmando recibo en el corazón, pero con intereses en devolución por un tercero: Dios.

 

Los chachones

A no mucha distancia de la escuela, el espíritu de la aventura y la más rotunda negación de la disciplina, se han reunido en un conjunto de guardapolvos blancos y caras morenas, sobre las que caen, olímpicas, las cabelleras al hitleriano modo.

Bullicioso, desaprensivo, el grupo se pone en marcha por las calles de la audacia y los sitios de esparcimiento, alejándose, a paso furtivo, de la sombra fatídica del recinto escolar.

Son los chachones. Los señores del parque y de las calles: los maestros del trompo, las cachinas y el salto-brinco; los indiscutidos monarcas de la travesura y los ceros en la libreta.

El albedrío y la audacia dan a sus ojos un brillo peculiar. Enemigo irreconciliable del reglamento, el estudio y la rutina, tiene las manos encallecidas y ejemplarmente reacias al jabón y al agua. Manos curtidas en la trifulca, casi cotidiana, de la escuela y del barrio. Manos expertas en la caza de lagartijas y mariposas, en el manejo de los platillos y en el dominio de la flecha que destroza vidrios y voltea nidos.

En los rincones de su mente, la holganza, el arrojo y la rebeldía, tejen incesantemente una trama de bellaquerías sabrosas y travesuras que sacan de quicio a los severos papás. Ídolo y norte son para ellos, los personajes de historieta: el cow-boy invencible o el detective sensacional, ases del absurdo hecho vida.

Y alentados por esa fantasmagoría revisteril y por su afán de aventura, allá van los chachones, atomizando las suelas de sus zapatos en la avenida Perú -inmejorable cancha de fútbol- o en los montículos, cubiertos de verde acogedor, del parque Forestal.

Hay una emoción nueva en cada "chacha" y los chachones jamás están dispuestos a dejar de disfrutarla. Ellos son, entonces, los dueños absolutos de sus deseos. Y se constituyen ya en pesadilla negra de los propietarios de casas recién pintadas, ya en los imprevistos obstáculos para los choferes o los motoristas, o en sombra maligna de los vendedores ambulantes y los heladeros.

La tutela paterna, la reprimenda del maestro, poco efecto causan ya en los chachones -especialmente en los de nuestros días- y su única amenaza tiene figura de "paco" y alma de jerga y de varita. El momento más crítico de su "carrera" es la primera vez en que topa con esa contundente amenaza. Es su bautismo de fuego su primera "chacha". Pero de ahí, en adelante, ya están prestas las extremidades inferiores y alerta la mirada para la veloz huída que se realiza bajo el eco de la atrevida y burlesca carcajada, que se desgrana en el viento de la fuga.

Entre los chachones hay también categorías. Lado a lado, están el buen y el mal chachón. Ingenuo, juguetón el primero; maliciosamente precoz, el segundo.

El buen chachón es, ante todo, un gran excursionista y un amante de la naturaleza; un muchacho sano, pero sin afán de estudio y con sed de horizontes siempre nuevos.

El mal chachón, valentón de barrio y narrador de fantásticas aventuras en la escuela, es el que sale de esta y se encamina a un billar o se mete en un cine, mientras diseña su malicia en las volutas de un cigarrillo. Esta es, empero, una réplica falseada del auténtico chachón, es el jolgorio traicionado y la expansión desvirtuada.

Buenos o malos chachones, todos hemos sido tales en nuestra infancia.

Y en el calendario sonriente de nuestras travesuras ha de estar siempre impresa la figura del chachón, mezcla genial de Fianiqui y Búffalo Bill...

 

El prestazgo

Aquel personaje fabuloso que, con el nombre de preste Juan de las Indias, anduvo en lenguas antaño, mucho tuvo que ver, seguramente, con los prestes indígenas de estos aledaños. O que lo digan las crónicas antiguas que describieron el fasto con que celebraban la fiesta patronal y la largueza con que agasajaban a los convidados aquellos que recibían, como un privilegio, el mandato de la Iglesia, por boca de curas y párrocos, de solemnizar las fiestas de guardar, en tiempos de la dominación ibérica.

Lo que en la madre Patria fueron los jefes de cofradías, fueron en el Alto Perú los prestes o alféreces, con la única diferencia de que aquí los nativos con fama de acaudalados recibían, como una imposición inapelable, el estandarte de la Virgen y los santos. Hoy no importa ya la fama, bástale al mestizo o al indígena que la voluntad del cura párroco quiera probar la devoción y la voluntad de los feligreses.

Y allá habrá que ver la habilidad financiera del preste, sus apuros, su espíritu organizador bajo la paternal asistencia del representante de la iglesia; su largueza, aunque le signifique, pasado el holgorio y disipado el humo de las camaretas y los fuegos artificiales, quemados para regalo de los ingenuos creyentes, en las vísperas de la fiesta patronal; acallado el escándalo de las fanfarrias populares y de los instrumentos nativos y agotada la despensa y la bodega, días estrechos y duros para ganar la escasa merienda para la resignada familia.

-Ponte bien con Dios, redímete de tus muchas culpas- le han dicho al candidato a preste y le han entregado el pendón patronal. Entonces comienzan los afanes y las fatigas para allegar dineros, para esquilmar sus menudas rentas durante un año. La fiesta debe comenzar, días antes, con salvas profusas de camaretas y fuegos pirotécnicos. Pero, deben organizarse con mayor anticipación los ensayiñani -curioso vocablo mestizo que designa los ejercicios previos- de los sicuris, tundiquis, kenakenas, morenos y otros grupos de bailarines indígenas, en que no deberán faltar las debidas atenciones, ni el abastecimiento a los infatigables grupos que intervendrán en la fiesta. En las vísperas serán mayores los afanes por atender a los humakeris, cuyo oficio es vaciar, cuán presto puedan, la improvisada bodega del preste rumboso.

Vendrá luego la alborada de la fiesta en que las salvas serán más profusas y durante la procesión, en que los cohetes, más abundantes y más atronadores, alborotarán la comarca o el barrio. Allá será de ver al preste en seguimiento de la imagen patronal, ataviado de sus mejores prendas y portando orgulloso el estandarte que le dará respetabilidad y acatamiento entre los amigos, compadres y convidados.

Como los gastos habrán mermado la bolsa del celebrante, serán los apjhatas que con sus donativos y préstamos a largo plazo reforzarán la mermada economía, para seguir alimentando el fuego del entusiasmo y reparando las fuerzas de bailarines y convidados que siguen con fidelidad al preste, no sin haber colmado su avidez en comilonas, que bien recuerdan aquella en que se regaló el bueno de Sancho en las bodas de Camacho.

Y después será de esperar, para el preste y los suyos, los días venideros con cristiana esperanza, en que bordonearán las palabras del señor cura: "Dios proveerá". Una esperanza alimentada por el orgullo de haber ganado la consideración de amigos y allegados y aún de los indiferentes, con el título de "preste" o "alférez".

La inundación de medio día

El 30 de enero de 1930, la ciudad, que soportaba las penalidades de la lucha internacional, y cuyas arterias estaban ya pobladas de inválidos, de avitaminosos, de viudas, sufrió una nueva catástrofe. A medio día se desbordó el río Choqueyapu. La corriente descuajó puentes, derribó casas, arrasó el mercado de flores y arrastró cuanto obstáculo se le presentaba. Había reventado la represa de la mina Trepp y la cantidad de agua almacenada se desbordó. Fue entonces, después de la ayuda a los perjudicados, que se planeó el entubamiento del río, lo que logró efectuarse después.

 

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